Nunca me había propuesto ser camarera. Pero de repente, tenía un trabajo.
Había sido idea de Morgan, claro.
—Necesitamos algo de ayuda —le había dicho a Isabel, que estaba sentada al otro extremo de la barra después de aquella comida frenética, contando su dinero. Morgan estaba trasvasando kétchup de unas botellas a otras para rellenarlas—. Desde que Hillary se fugó con aquel cubano andamos escasas de personal. Bick y Norman se apañan en la cocina. Pero como Ron está en Barbados todo el verano, no se puede encargar de nada, lo que nos deja más trabajo a ti y a mí.
—Estamos bien así —respondió Isabel.
—Sí, claro —siguió Morgan, enfrentándose a ella. Tenía un manchurrón de kétchup en la mejilla—. Te hubiera ido fenomenal si Colie no hubiera servido todas las bebidas y atendido el teléfono.
—Tienes tomate en la cara —le dijo Isabel.
Morgan se pasó la mano por ambas mejillas.
—¿Ya? —preguntó.
—Sí. —Isabel se puso de pie y estiró los brazos hacia arriba. Su abundante delantera subió y bajó con el estiramiento.
—¿Entonces? —preguntó Morgan—. Venga, Isabel. Otro día como hoy sin ayuda y la fastidiamos. Lo sabes.
Isabel cogió un montón de billetes del mostrador, los dobló y se los metió en el bolsillo trasero. Luego me miró.
—No podemos pagarte mucho —me dijo—. Solo el sueldo mínimo, más propinas. Eso es todo.
—Será divertido, Colie —me animó Morgan—. Yo que tú, lo haría.
—Trabajar de camarera es una mierda —me dijo Isabel. Hay muchas que no lo aguantan.
—Oh, no es tan malo. —Morgan agitó una botella de kétchup para aprovechar los restos—. Además, lo pasamos bien, ¿a que sí?
—Bueno, tú verás —dijo Isabel mientras se dirigía hacia la puerta—. Yo, en tu lugar, me lo pensaría bien.
—Di que sí —me susurró Morgan mientras Isabel abría la puerta y se ponía unas gafas rojas.
—Sí —respondí—. Acepto.
—Muy bien —replicó Isabel—. Empiezas mañana por la mañana. A las nueve y media. —La puerta se cerró de golpe tras ella y oí el crujido de la gravilla bajo sus pies cuando cruzó el aparcamiento hasta un Volkswagen negro abollado que estaba mal aparcado ocupando dos espacios. Abrió la puerta y se subió. Levantó la mano y cogió la llave que estaba detrás de la visera. La radio sonaba a tope cuando salió marcha atrás a toda velocidad, rociando gravilla a su alrededor.
—Felicidades —dijo Morgan, pasándome una botella de kétchup—. Bienvenida al Última Oportunidad.
Aquella tarde, después de eso, cuando me encontraba frente al restaurante esperando a que se pusiera verde el semáforo, vi algo a lo lejos. Empezó como una mancha apenas visible y fue haciéndose cada vez más grande a medida que se acercaba, hasta que pude distinguir un color, el rojo, y un sonido también. Una campanilla.
Para cuando reconocí la bici estrafalaria de Mira había un grupo de clientas que salía del Última Oportunidad. Eran universitarias, todas con gafas de sol y camisetas mojadas en los lugares donde el bañador las había calado. Excursionistas de un día, las había llamado Isabel despreciativamente, como si fuera algún tipo de insulto. Iban hablando de vuelta a la playa, cuando ellas también lo oyeron.
¡Rin, rin! Era uno de esos timbres anticuados, muy agudos, como los que usaban los botones de hotel en las películas, y a medida que se acercaba la bicicleta aumentaba su volumen. Las chicas dejaron de hablar y todos nos quedamos mirando a Mira.
Todavía llevaba puesto el mono amarillo, remangado, y un par de zapatillas altas de deporte moradas, muy viejas. Llevaba el pelo al viento, largo, pelirrojo y descontrolado, como si fuera una capa viviente. Y, por último, estaban las gafas: negras y enormes, como las de Terminator. Al acercarse, todos los reflectores de la bici brillaron al sol.
Y no dejaba de tocar la campanilla. ¡Rin, rin! ¡Rin, rin!
—¡Virgen santísima! —exclamó una de las turistas, riéndose—. ¿Qué demonios es eso?
Mira se acercaba al cruce. Las chicas se dirigieron hacia su coche, todavía riéndose y mirándola, pero ella no se fijó. Solo me vio a mí.
—¡Colie! —gritó, agitando una mano frenética, como si fuera posible que no la hubiera visto—. ¡Aquí estoy!
Noté que las chicas me miraban y empezó a arderme la cara. Levanté una mano tímidamente y deseé que el suelo del aparcamiento se abriera y me tragara.
—¡Voy al supermercado a comprar más masa de galletas! —gritó cuando un camión pasó rugiendo a su lado. ¿Quieres algo?
Logré negar con la cabeza.
—¡Vale! —gritó, y me hizo la seña con el pulgar hacia arriba—. ¡Pues hasta luego!
Y se incorporó al tráfico, al principio despacio, esquivando algún socavón, y luego dejándose llevar cuesta abajo hacia el pueblo.
La carretera se hacía más empinada y fue cogiendo velocidad. Los radios de las ruedas se volvieron borrosos. Se la quedaron mirando los conductores de los coches, las excursionistas, los turistas de la gasolinera, todo el mundo, incluso yo. Vimos que el pelo volvía a flotar a su espalda, y un reflector trasero reflejó el brillo del sol antes de que tomara la curva y desapareciera.
—La mayonesa —explicó Morgan— se parece mucho a los hombres.
Eran las nueve y media de la mañana de mi primer día de trabajo, pero llevaba en pie desde las seis. No dejaba de pensar que Morgan se olvidaría de mí o cambiaría de opinión, pero a las nueve y cuarto aparcó delante de las escaleras de Mira y tocó el claxon, como habíamos acordado.
El restaurante estaba vacío excepto por nosotras, y la radio estaba sintonizada en una emisora de temas antiguos. Estaban tocando «Twisting the night away» mientras nosotras preparábamos la salsa para la ensalada, embadurnadas hasta los codos de mayonesa espesa y olorosa.
—Puede mejorarlo todo —continuó, dejando caer otro pegote en el cuenco—, añadir sabor y facilitarte la vida. O puede ser pegajosa y asquerosa y provocarte náuseas.
Sonreí revolviendo la mayonesa mientras pensaba en sus palabras.
—Odio la mayonesa.
—Seguramente también odiarás a los hombres de vez en cuando —me dijo—. Al menos la mayonesa la puedes evitar.
Aquella era la forma de enseñar de Morgan: no con instrucciones, sino con sentencias. Todo eran lecciones.
—La lechuga —anunció más tarde, mientras sacaba una de una bolsa de plástico— debe estar crujiente, no flácida. Y nada de bordes marrones o ennegrecidos. Usamos lechuga para todo: guarniciones, ensaladas y hamburguesas. Un pedazo mustio de lechuga te puede amargar el día.
—Sí —respondí.
—Córtala así —me indicó, dando un par de cortes con el cuchillo antes de pasármelo—. Trozos grandes, pero sin pasarse.
Yo cortaba y ella observaba.
—Bien —dijo, y se inclinó para corregir un poco el tamaño de mis cortes—. Muy bien.
Morgan era igual de meticulosa para todo. Preparar las salsas era todo un ritual; había que comprobar cuidadosamente cada medida. Isabel, en cambio, lo echaba todo a la vez, lo revolvía un poco con una cuchara, y obtenía los mismos resultados. Luego metía el dedo y lo chupaba para comprobarlo.
Pero Morgan tenía su método particular.
—Pela las zanahorias con movimientos hacia el exterior —me dijo, mostrándomelo—, y corta aproximadamente un dedo en cada extremo. Cuando las introduzcas en la máquina, haz una pausa cada cinco segundos. Así salen tiras más finas.
Yo pelaba, cortaba y apilaba. Aprendí la manera perfecta y simétrica de apilar las tazas de café y los azucarillos, a doblar los trapos de cocina en el ángulo correcto, con la cara limpia hacia arriba. Morgan mantenía el mostrador deslumbrante, con todo en su sitio. Cuando estaba nerviosa, se ponía a corregir la posición de las cosas.
—Las cajas de la comida para llevar a la izquierda, las tapas de los vasos de cartón a la derecha —gritaba, mientras restauraba el orden en su universo—. Y las cucharas van con el mango hacia arriba, Isabel.
—Sí, sí —respondía Isabel. Cuando estaba enfadada o simplemente aburrida cambiaba las cosas de sitio solo para ver cuánto tardaba Morgan en darse cuenta. Era como una búsqueda del tesoro sin premio.
Aquel primer almuerzo, cuando Norman y yo entramos a ayudar, había sido un torbellino de gente y ruido y comida. Todos hablaban a gritos, Isabel y Morgan pasaban corriendo con los pedidos, Norman daba la vuelta a las hamburguesas y le gritaba cosas a Bick, el otro cocinero, que permaneció impasible y tranquilo todo el rato. Yo echaba paletadas de hielo en las cubiteras como si me fuera la vida en ello, atendía el teléfono y anotaba pedidos aunque no conocía la carta, y me lie con la caja registradora de tal manera que se atascó en 10.000.000 y estuvo pitando quince minutos seguidos hasta que Isabel, en un ataque de rabia, le dio un golpe con una jarra de plástico. Era un «nosotros contra ellos», claramente, y por una vez yo formaba parte del «nosotros». No sabía bien lo que hacía: tenía que dejarme guiar por la fe. Así que fui sirviendo bebidas, cogí el teléfono cuando sonaba, con el cable enrollado en la muñeca, me pinché en el pelo el bolígrafo que me había dado Morgan, como hacía Isabel, y luché.
—Última Oportunidad —decía sobre el griterío—. ¿Qué desea?
Y ahora lo hacía todos los días.
Al principio, acercarme a una mesa llena de desconocidos me daba pánico. Ni siquiera me atrevía a mirarlos a los ojos, y tartamudeaba las preguntas básicas que me había enseñado Morgan: «¿Qué desean para beber?». «¿Ya saben lo que quieren?» «¿Cómo le gusta la carne?» «¿Patatas fritas o patata asada?» Me temblaba el pulso al tomar nota. Me ponía nerviosa estar allí tan expuesta, con todos mirándome.
Pero luego, en mi tercera mesa más o menos, por fin reuní valor para levantar la vista y me di cuenta de que, en realidad, a mí no me miraba nadie. La mayoría miraba la carta, o le quitaba al niño el sobrecito de sacarina de la mano, o estaba tan metido en la conversación que ni siquiera me veía: veinte minutos después le hacían señas a Isabel, pensando que era ella la que les llevaría la cuenta. No se habían fijado en mí, yo no les importaba. Para ellos era solo una camarera, una chica con un delantal y una jarra de té; ni siquiera parecían fijarse en el aro del labio. Y eso me gustaba.
—En este trabajo —me explicó Morgan después de la hora punta de la cena— cada día ganas la experiencia de una vida. Surgirá una situación crítica, empeorará, estallará y se resolverá en quince o treinta minutos. Ni siquiera hay tiempo para perder los nervios. Solo hay que seguir adelante.
Y tenía razón. Para cada hamburguesa demasiado hecha, ensalada con la salsa equivocada o las patatas fritas olvidadas, había una solución. Cada vez era un poco más rápida, un poco más fuerte, ganaba un poco más de confianza. Incluso Isabel estaba de mi parte.
—Es un gilipollas —me dijo por encima del hombro cuando un turista antipático me contestó mal por haberle dado té sin azúcar en lugar de azucarado—. Está de vacaciones, por favor. ¡Debería animarse un poco!
Y además, por muy antipático que fuese alguien o por muy mal que saliera la cosa, al cabo de una hora, como máximo, se había marchado. Y en comparación con lo que yo estaba acostumbrada, aquello no era nada.
Mi madre, sin embargo, se mostró preocupada.
—Cariño —me dijo, con la voz quebrada por todos aquellos cables que cruzaban el océano—, tendrías que estar divirtiéndote. No necesitas trabajar.
—Mamá, me gusta —le dije, admitiendo ante ella lo que en el restaurante me cuidaba de no reconocer: que realmente lo pasaba bien. Me parecía estar aguantando la respiración, cruzando los dedos, como si pudiera terminarse en cualquier momento, por las buenas.
Le aseguré a mi madre que no me estaba inflando a aros de cebolla y que iba a correr todos los días, lo que la tranquilizó un poco. Y no le hablé de los carteles de Mira, ni de su bici, ni de su colección de muebles rotos. Mi madre solía reaccionar de forma exagerada.
Y además estaba distraída, a punto de embarcarse en una gira por Italia que incluía una sesión de aeróbic al aire libre en un estadio de fútbol. Habría cientos de mujeres lanzando patadas y saltando a su lado y pronto se le olvidaría mi trabajillo como camarera.
Pero a mí no. Porque tenía una amiga.
—Colie —me dijo Morgan al final de la primera semana, después de cerrar la puerta detrás del último cliente y haber fregado el suelo. Me dolían los pies y olía a fritanga, pero aquella noche había ganado cincuenta dólares, todos míos—. Ven, quiero enseñarte una cosa.
La seguí hacia la puerta trasera y subimos al tejado, que era plano y pegajoso y olía a alquitrán. A nuestro alrededor reinaba la oscuridad, con algunos lugares iluminados aquí y allá: distinguí el supermercado y el puente, así como un reflector del concesionario de automóviles.
—¿Ves eso? —preguntó—. Allí.
Señaló una luz sobre los árboles. Si me acercaba al borde del tejado podría distinguirlo.
—Es el estadio Maverick. Ahí solía jugar Mark. —Mark, el prometido de Morgan, era alguien que ya me parecía conocer. Hablaba de él constantemente. Que llevaba calzoncillos boxers, no slips. Que quería tener tres hijos, dos niñas y un niño. Que su promedio de bateo estaba mejorando y en esta temporada llevaba dos home runs, incluso con su lesión de muñeca. Y cómo le había pedido que se casara con él hacía tres meses, en su última noche en Colby, cuando estaban despidiéndose en una cafetería.
»Lo echo tanto de menos. —Llevaba una foto suya en la cartera, y era alto, moreno y guapo—. Solo quedan tres meses para que termine la temporada.
—¿Como lo conociste? —le pregunté.
Ella sonrió.
—Pues aquí. En la hora punta de la cena. Estaba sentado en la barra e Isabel le tiró encima una taza de café.
—Uy —dije.
—Pues sí. Ella iba tan acelerada que siguió su camino, así que yo lo limpié y me disculpé. Me dijo que no pasaba nada y yo me reí y le dije que las chicas guapas pueden permitirse cualquier cosa. —Bajó la vista e hizo girar el anillo para que el diamante quedara en el centro del dedo. Y él sonrió, miró a Isabel y me dijo que no era su tipo.
Se oyó un alboroto apagado desde el estadio y vi una pelota salir volando sobre la valla y desaparecer de la vista.
—Y entonces —continuó—, yo le dije, «¿Ah, sí? ¿Y cuál es tu tipo, exactamente?», y él me miró y me dijo: «Tú». —Sonrió—. Mira, Colie, he visto a tantos tíos que me gustaban ir detrás de Isabel. Cuando estábamos en décimo curso, me pasé un año entero enamorada de un tal Chris Catlock. Y una noche por fin me llamó. Casi me da algo. Pero entonces…
Se oyeron más gritos en el estadio, seguidos por la voz quebrada del presentador.
—… me preguntó si podía averiguar si le gustaba a Isabel —dijo, arrugando la nariz—. Fue horrible. Me pasé varios días llorando. Pero eso es lo más increíble de Mark, ¿sabes? Me eligió a mí. Me quiere a mí. —Volvió a sonreír y echó la cabeza hacia atrás. Observé su perfil.
—¡Qué suerte tienes! —le dije.
—Oh, ya encontrarás a alguien —me dijo dándome una palmadita en la rodilla—. Todavía eres una niña, de todas formas.
Asentí, con la vista puesta en el estadio lejano.
—Ya —respondí, y volví a tener esa sensación de que todo podía desvanecerse en cualquier momento. Para ella, yo podría ser cualquiera.
Nos quedamos un buen rato en el tejado, Morgan y yo. Con los pies colgando y mascando chicle y escuchando el partido, esperando el crac del bate y luego los silbidos y los gritos cuando los corredores se lanzaban hacia su objetivo.
Trabajaba alternando comidas y cenas en el Última Oportunidad, perfeccionando mi salsa de queso azul y aprendiendo a dominar el robot de cocina. Pero aún tenía mucho que aprender.
—Servir mesas —me dijo Morgan un día— es parecido a la vida. La actitud lo es todo.
—Actitud —repetí, asintiendo.
—La tuya —continuó, e hizo un gesto hacia el restaurante—, y la de ellos. Es como una ecuación.
Detrás de la barra, donde estaba leyendo Vogue, Isabel refunfuñó. Luego pasó la página ruidosamente.
—Hay gente capaz de hacer este trabajo —dijo Morgan—. Y gente que no. Y puede ser odioso. Además, como ya sabes, hay que saber aguantar que te traten mal.
Inclinó la cabeza hacia un lado, observándome. Aquello era una prueba.
—Eso lo sé hacer —dije con convicción. Era la única cosa de la que estaba segura.
Morgan siempre estaba cerca de mí, con sus correcciones constantes, y lograba llevar su propia sección y controlar la mía a la vez.
—Rellena el té en la mesa siete —me decía por encima del hombro al pasar, cargada de platos sucios—. Y los de la seis parece que quieren la cuenta.
—De acuerdo —le decía yo, y hacía lo que me había dicho. Isabel me ignoraba por completo, y me apartaba de un empujón para llegar a la máquina de hielo o recoger sus platos.
—Y, sobre todo, que no se te olvide —decía siempre Morgan— que eres un ser humano y mereces respeto. A veces los clientes te hacen dudarlo.
Eso lo había comprobado cuando una mujer corpulenta con una carrera en la media me había preguntado cuál era la diferencia entre los Nachos y los Nachos Deluxe.
—Déjeme que mire un momentito la carta —respondí, sacando una de debajo del brazo—. Soy nueva y todavía no…
—Buah —le dijo a su amiga, poniendo cara de mártir. Su amiga, también muy corpulenta, se echó a reír y chasqueó la lengua.
—No me digas —dijo Morgan cuando se lo conté. Estábamos juntas junto a la máquina de refrescos. Se dio la vuelta y miró hacia la mesa, con la mano en la cadera. ¿Cómo se puede ser tan maleducada?
—Una borde —dijo Norman desde el otro lado de la ventanilla, donde estaba haciendo hamburguesas.
—Da igual —dije yo.
—No da igual. —Morgan dio media vuelta y me clavó la mirada—. No eres tonta, Colie. No dejes que nadie te haga pensar que lo eres, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —respondí.
Respiró hondo y dijo como si recitara una oración:
—Nachos normales: judías, tortillas, queso, chiles. Nachos Deluxe: todo eso, más pollo o ternera, tomates y aceitunas.
—¡Buah! —exclamó Norman.
—Y tanto que buah —respondió Morgan mientras alcanzaba una jarra de té—. Vuelve a las mesas —me dijo, señalándome mi zona con la cabeza—. Tenemos trabajo.
Y continuó con sus sentencias.
—Buena actitud, buen dinerito —decía siempre—. Actitud de mierda, dinero de mierda.
—Anda, cállate ya —protestaba Isabel, mientras se pinchaba el bolígrafo de nuevo en el pelo. No sé qué le molestaba más, los consejos de Morgan o que me los estuviera dando a mí.
Pese a todo esto, Morgan era la primera en sucumbir a la presión de la hora punta. En mis primeras dos semanas la vi dejar el trabajo dos veces. Tres, si contamos mi primer día en Colby. Era siempre lo mismo: empezaba con alguna ofensa en la última parte de la noche, declaraba que estaba harta, se quitaba el delantal, lo tiraba indignada y anunciaba que lo dejaba. Luego salía dando un portazo para decirle un par de cosas a alguien, pero resulta que ya se habían ido, así que regresaba, gruñendo, y volvía a ponerse el delantal.
Isabel ni se inmutaba durante estos episodios. No parecía alterarse ni enfadarse por nada; no se lo tomaba como algo personal. Estaba claro que Morgan era lo bastante dramática por las dos.
Algunos días yo hacía turnos dobles, para sustituir a Morgan y que ella pudiera esperar la llamada de Mark. Siempre se mostraba agradecidísima. A veces también sustituía a Isabel para que pudiera dormir después de una borrachera o ir a la playa. Y nunca me lo agradecía. Lo máximo que me había dedicado era un soso «gracias» por encima del hombro, sin pararse siquiera. Cuando trabajábamos juntas, subía el volumen de la radio para no tener que hablar. Y después de cerrar se iba con el coche al pueblo y me dejaba volver a casa sola en la oscuridad.
La verdad es que no me molestaba. Había pasado años oyendo susurros, insultos desde el otro lado del gimnasio o vestuario, que incluso agradecía, comparados con los que me decían a la cara. Me habían llamado «gorda» y «guarra», «puta» y «perra», y «hoyo en uno». Así que no me importaba que me ignoraran. Era lo único que había deseado durante muchísimo tiempo.
Si me tocaba el turno del almuerzo, llegaba a casa a media tarde, cuando Mira dormía la siesta. Tenía que echarse una siesta diaria, como los niños pequeños; decía que, si no, no funcionaba. Yo me quitaba los zapatos y andaba de puntillas, explorando, alerta por si oía el crujido de la puerta de su cuarto.
Mira no era una buena ama de casa. Todo estaba lleno de polvo y había telarañas colgando en todas las esquinas del techo. La primera semana tomé la iniciativa en mi cuarto, limpié los cristales y debajo de la cama; quité un montón de bolas de pelusa y algunos calcetines. En el armario del pasillo descubrí tres aspiradoras, todas ROTAS, claro, por lo que tuve que apañarme con una escoba mientras volvía a preguntarme qué le pasaba a Mira.
Iba a todas partes en bici, incluso por la noche, cuando enganchaba una luz potentísima al manillar, que en ocasiones cegaba a los coches que venían de frente. Subsistía a base de ensalada de pollo a la plancha, donuts caseros y cereales azucarados. Siempre estaba comenzando algún proyecto: entre otras cosas, el salón contenía una silla de bambú con el asiento roto, reparado a medias; un cerdito de porcelana con tres patas, junto a un tubo de Super Glue; un autobús de juguete al que le faltaban dos ruedas y tenía el parachoques abollado, como si hubiera sufrido algún tipo de accidente, minúsculo y violento.
Y yo no pensaba preguntarle qué había pasado.
Por la noche, mientras veía la tele —MENEAR PARA EL CANAL 11— se ocupaba de sus proyectos. Nunca parecía arreglar nada del todo, solo enredaba con las cosas y les ponía una nota. Un día, al volver a casa, me encontré con que había destripado el despertador de mi cuarto, que, aunque yo lo ponía en hora cada día, iba SIEMPRE CINCO MINUTOS RETRASADO, y había vuelto a montarlo. Estaba muy orgullosa de sí misma, hasta que descubrió que había dejado fuera un muelle enorme. Y ahora, en lugar de sonar como siempre, emitía un horrible gemido. Al día siguiente fui a escondidas a la ferretería y compré uno nuevo, digital, que escondí debajo de la cama como si fuera contrabando ilegal, solo porque funcionaba.
Lo más raro de todo era que tenía dinero de sobra para comprarlo todo nuevo, si hubiera querido; encontré un montón de extractos de cuentas del banco en un armarito mientras buscaba una vaporera para las verduras.
La noche que descubrí las aspiradoras, bajé y la encontré viendo la televisión en el porche trasero.
—Mira —le dije, después de guardar la escoba en el armario—, ¿cómo es que ninguna de las aspiradoras funciona?
No me oyó y siguió con la vista fija en la pantalla. Avancé por el pasillo a oscuras y me coloqué detrás de su silla. Y entonces oí la voz de mi madre.
—Me llamo Kiki Sparks —estaba diciendo, con su chándal característico, su pelo rubio y rizado y las manos en jarras en su pose decidida. Estaba en un salón falso, con una planta y un sofá a su espalda—. Y si tienes sobrepeso y ya te has rendido, quiero que me escuches bien. Puedes dejar de tener miedo. Porque yo puedo ayudarte.
Empezó la música, la misma melodía que yo tan bien conocía; había visto este anuncio un millón de veces. Era el que había convertido a mi madre en una estrella.
—¿Mira? —la llamé en voz baja.
—Es increíble lo que ha conseguido —me dijo de repente, mientras veíamos a mi madre dar una palmada y dirigirse al público del estudio; luego sacó a una mujer para mostrarle cómo hacer una sentadilla (¡perfecta para tonificar esos glúteos!)—. ¿Sabes? Nunca dudé que tu madre sería capaz de adelgazar. O de conquistar el mundo, la verdad.
Sonreí.
—Yo creo que ella tampoco lo dudaba.
—Siempre estuvo muy segura de sí misma. —Mira se volvió hacia mí, con el resplandor del televisor en el rostro—. Incluso en aquellos años terribles en los que ibais las dos de un lado a otro, nunca tuvo miedo. Y nunca aceptó un céntimo de nuestros padres; tenía sus principios. Quería demostrarles a todos que era capaz de lograrlo sola. Siempre fue muy importante para ella.
Recordé las noches que habíamos pasado durmiendo en el coche; la sopa de kétchup. Las veces que, pensando que yo estaba dormida, lloraba en silencio tapándose la cara con las manos. Mi madre era fuerte, sin duda. Pero nadie es perfecto.
En la pantalla, mi madre dirigía al público haciendo pasos de step, agitando los brazos por encima de la cabeza. Tenía una sonrisa ancha y deslumbrante, y flexionaba los músculos con cada paso.
—¡Adelante! —le decía a las espectadoras, y a nosotras—. ¡Sé que podéis hacerlo! ¡Estoy segura!
Mira la contemplaba, inclinada hacia la pantalla.
—Me encanta este programa. Lo del peso… —se interrumpió, meneando la cabeza—, eso no me importa; yo siempre he sido distinta en eso. Pero me encanta ver lo que es capaz de hacer. Es contagioso, ¿sabes? Por eso lo veo siempre —dijo en voz baja, en la oscuridad, con el resplandor del televisor parpadeando sobre nosotras—. Siempre la veo.
—Yo también —dije, sentada en el suelo a sus pies. Recogí las rodillas contra el pecho y vimos juntas cómo mi madre predicaba su evangelio, un paso de aeróbic detrás de otro.