3

A la mañana siguiente, cuando entré en el cuarto de baño a lavarme los dientes, vi la tarjeta sobre el lavabo: EL GRIFO DERECHO SUELE GOTEAR. CERRAR CON LLAVE INGLESA DESPUÉS DE USAR. Y una flecha señalaba hacia abajo, donde había una llave inglesa pequeña atada a una de las tuberías con un cordel de lana roja.

Esto es una locura, pensé.

Pero eso no era todo. En la ducha se leía sobre el plato del jabón: ¡EL AGUA CALIENTE SALE ARDIENDO! USAR CON CUIDADO. Y en el retrete: MANILLA SUELTA. NO ARRANCARLA. (Como si se me fuera a ocurrir arrancarla.) El ventilador del techo estaba claramente AVERIADO, los azulejos junto a la puerta estaban SUELTOS, por lo que había que CAMINAR CON CUIDADO. Y quedé informada, crípticamente, que la luz sobre el armarito de las medicinas FUNCIONA, PERO SOLO DE VEZ EN CUANDO.

Estaban por toda la casa. Me las iba encontrando como miguitas de pan, que me llevaban de una cosa a otra. Las ventanas estaban PEGADAS CON LA PINTURA, los barrotes SUELTOS, las sillas tenían UNA PATA COJA. Era como un juego extraño, que me hacía sentir desconcertada y rara, deseando que hubiera al menos una cosa que fuese lo bastante nueva como para funcionar perfectamente. Me pregunté cómo se podía vivir así, pero era evidente que Mira no era una persona cualquiera.

Antes de llegar a Colby, solo sabía que era dos años mayor que mi madre, soltera, y que había heredado todo el dinero de mis abuelos. También sabía que, como nosotras, estaba gorda. Mira había vivido en Chicago durante los años en los que habíamos recorrido el país en nuestro Volaré, y lo único que recuerdo de las visitas a su casa eran los donuts que hacía con masa de galletas, fritos y rebozados en canela y azúcar. Parecía que estaba siempre cocinando o comiendo.

Cuando mi madre adelgazó, fue como si se hubiera convertido a una religión. Quería compartirlo con todo el mundo: primero conmigo, después con las legiones de mujeres que llenaban sus clases de aeróbic y luego con el resto del mundo libre. Era como una evangelista del adelgazamiento. Pero resultaba evidente que Mira no se había convertido: el armario de mi cuarto contenía todos los artículos marca Kiki, bien colocados unos encima de otros en sus envoltorios originales. (Yo había añadido los míos al montón.) Y aquella mañana Mira hizo donuts. Me senté y la vi comerse cinco, pop pop pop pop pop, uno detrás de otro, chupándose los dedos y sin parar de reírse con sus carcajadas burbujeantes.

Mira había sido la favorita de mis abuelos: había asistido a la escuela de arte, con perspectivas prometedoras; era la hija buena. Mi madre, en cambio, con su ropa y su estilo de vida extravagantes, había caído en desgracia al quedar embarazada a los veinte años, dejar los estudios y tenerme a mí. Habíamos pasado tanto tiempo trasladándonos de un lugar a otro que su familia casi nunca sabía dónde vivíamos, y mucho menos cómo éramos. Nuestras escasas visitas a Mira terminaban con grandes discusiones, normalmente iniciadas por algún momento de su infancia que mi madre y ella recordaban de manera distinta. La última vez que la vi fue en el funeral de mi abuela, en Cincinnati, cuando yo tenía alrededor de diez años. Nos quedamos lo justo para ver cómo Mira lo heredaba todo; poco después de eso, se trasladó a Colby.

Tras comerme dos donuts me di cuenta de que esos veinte kilos y medio podían regresar fácilmente en el transcurso de todo un verano de lo que mi madre había llamado «Comer mucho para nada». Salí a correr una hora por la playa con los cascos, la música resonando en mis oídos.

Cuando volví encontré a Mira en su estudio, una habitación grande y desordenada junto a la cocina. Llevaba un mono amarillo y zapatillas de andar por casa, y el pelo en una torre sobre la cabeza, sujeto con unos siete bolígrafos, con capuchón o sin él, que sobresalían por varios sitios.

—¿Quieres ver mi nueva tarjeta de la muerte? —me preguntó alegremente—. Llevo toda la semana trabajando en ella.

—¿Tarjeta de la muerte?

—Bueno, técnicamente se llama tarjeta de pésame —explicó, removiéndose en su silla de oficina, que estaba a la máxima altura—. Pero eso es lo que es, ¿no?

Tomé los dos folios de grueso papel de dibujo. En el primero había unas flores en tonos pastel, sobre las que se leía:

Lo siento mucho

Y en el segundo, que sería el interior de la tarjeta:

Todas las pérdidas son difíciles de sobrellevar, pero la pérdida de un viejo amante puede ser la más difícil. Sea por lo que fuere, había amor. Y en estos momentos difíciles mi corazón y mis pensamientos están contigo.

—¿Demasiado? —me preguntó mientras yo leía al pie «Milagros de Mira», escrito en letra pequeña, con dos corazoncitos minúsculos que servían de puntos de las íes.

—Bueno, no —dije—. Lo que pasa es que nunca había visto una tarjeta tan específica.

—Es la nueva moda —me explicó, mientras sacaba un bolígrafo del pelo—. Tarjetas de pésame especializadas para nuevas circunstancias. Exmaridos muertos, jefes muertos, carteros muertos…

Me la quedé mirando.

—¡De verdad! —exclamó, y giró sobre la silla para alcanzar una caja que tenía a su espalda—. ¡Aquí la tienes! —Sacó una tarjeta y carraspeó—. Por fuera dice: «Lo consideraba un amigo…». Y al abrirla se puede leer: «A veces un servicio puede ser algo más que una rutina, cuando se realiza con humor y atención personalizada. Lo consideraba mi amigo y echaré muchísimo de menos nuestro contacto diario». —Me miró sonriendo—. ¿Ves lo que te digo?

—¿Y se la mandas a tu cartero? —pregunté.

—A la viuda de tu cartero. —Me corrigió, mientras arrojaba la tarjeta de nuevo a la caja—. Las tengo para todas las ocasiones y todas las profesiones. No me queda más remedio. Ahora la gente lleva una vida muy especializada. Y las tarjetas deben serlo también.

—No sé si yo compraría una tarjeta para la viuda de mi cartero.

—Puede que tú no —dijo muy seria—. Pero es que seguramente no eres de las que compran tarjetas. Hay personas que necesitan enviar tarjetas. Y esas son las que mantienen mi negocio.

Miré las estanterías que cubrían la pared del fondo, todas ellas llenas de cajas y más cajas de tarjetas.

—¿Las has hecho tú todas?

—Sí. Hago dos o tres a la semana, desde que salí de la escuela de arte. —Hizo un gesto hacia las cajas—. O sea, que aquí tengo tarjetas de hace diez o quince años.

—¿Y solo las haces sobre muertes? —le pregunté.

—Bueno, empecé con los temas habituales —respondió mientras colocaba una lata llena de lápices sobre la mesa—: cumpleaños, San Valentín, etcétera. Pero en los años ochenta tuve mucho éxito con las TarjeNonnis.

—Un momento —interrumpí—, ese nombre me suena.

Sonrió, metió la mano debajo de la mesa y sacó otra tarjeta.

—Sí, fue mi mina de oro. Con Nonni me labré un nombre en el sector.

Inmediatamente reconocí a la niña con traje de marinerita y a su madre con zapatos de tacón. Había sido una estrella de las tarjetas de felicitación, la moda que siguió a la del gato Garfield. Recuerdo que una vez le supliqué a mi madre que me comprara una muñeca Nonni en una gasolinera, cuando sabía que no teníamos dinero para ello.

—No me digas —exclamé mirándola—. No sabía que era invención tuya.

—Sí —dijo, sonriéndole afectuosamente a la tarjeta—. Tuvo su momento. Pero después de toda aquella fama, tenía ganas de hacer algo totalmente distinto. Y me interesan las condolencias. No se ha hecho casi nada en ese campo.

Yo no podía dejar de mirar todas aquellas cajas, una estantería sobre otra. Toda una vida de muertes.

—¿Y no te quedas sin ideas?

—Pues no —respondió, balanceando sobre el suelo los pies metidos en sus zapatillas azules de peluche—. Te sorprendería cuántas maneras hay de decir que lo sientes. Yo apenas acabo de empezar a descubrirlas.

—De todas formas —continué—. Son muchos carteros muertos.

Me miró sorprendida, con los ojos muy abiertos. Luego se rió, una sola carcajada. Se le cayó un bolígrafo del pelo y lo ignoró.

—Pues tienes razón —dijo mientras volvía a mirar las estanterías—. La verdad es que sí.

Gato Norman se subió con dificultad al alféizar de la ventana y acomodó su panza en la estrecha superficie. Fuera, la colección de comederos de pájaro de Mira se balanceaba al viento, con varios pájaros encaramados en cada uno. Gato Norman levantó una pata y dio un golpecito en el cristal. Luego bostezó y cerró los ojos al sol.

—Bueno —me dijo Mira—, es tu primer día aquí. Deberías salir a explorar, echarle un vistazo al pueblo o algo.

—Tal vez lo haga —dije justo cuando se oía un portazo en la puerta principal.

—Soy yo —dijo alguien.

—Norman Norman —respondió Mira—. Estamos aquí.

Norman asomó la cabeza, echó un vistazo y entró. Venía descalzo, con unos vaqueros y una camiseta verde, de cuyo cuello colgaban unas gafas rojas de montura cuadrada. El pelo, que le llegaba justo a los hombros, no era lo bastante largo para llegar a la categoría de hippy petardo, pero casi.

—A ver, Norman —dijo Mira, que le quitó la tapa a otro rotulador y delineó la silueta de un árbol en una hoja—, ¿has encontrado algo aceptable esta mañana?

Él sonrió.

—Joder, ha sido un día buenísimo. Encontré cuatro ceniceros más para la escultura, y uno es un recuerdo de las cataratas del Niágara, una batidora vieja y una caja entera de cambios de marcha de bici.

Lo sabía, pensé. Un artista colgado.

—Fíu —dijo Mira, y se sacó un lápiz del pelo—. ¿Y gafas?

—Tres pares —respondió Norman—. Unas con cristales morados.

—Sí que ha sido un buen día —dijo ella, y añadió dirigiéndose a mí—: A Norman y a mí nos gustan mucho los mercadillos. He amueblado prácticamente toda la casa con objetos de segunda mano.

—¿Ah, sí? —respondí, fijándome en el acuario agrietado.

—Pues sí —respondió ella sin darse cuenta—. ¡Es increíble las cosas que tira la gente! Si tuviera tiempo de arreglarlo todo, estaríamos fenomenal.

Norman tomó un boceto, lo estudió y volvió a dejarlo sobre la mesa.

—He visto a Bea Williamson esta mañana —dijo en voz baja—. Merodeando en busca de cristal tallado.

—Ah, claro —dijo Mira con un suspiro—. ¿La llevaba con ella?

Norman asintió solemnemente.

—Sí. Te juro que incluso parece que se ha vuelto… más grande.

Mira negó con la cabeza.

—No es posible.

—En serio —replicó Norman—. Es enorme.

Yo esperaba que alguien me explicara aquello, pero como no parecía que ninguno de los dos fuera a hacerlo, pregunté:

—¿De qué estáis hablando?

Se miraron. Mira respiró hondo.

—La niña de Bea Williamson —susurró, como si alguien pudiera oírnos— tiene la cabeza más grande que hayas visto en tu vida.

Norman asintió confirmándolo.

—¿Una niña? —pregunté.

—Una niña cabezona —me corrigió Mira—. Deberías ver el cráneo de esa niña. Es alucinante.

—Va a ser listísima —añadió Norman.

—Bueno, al fin y al cabo es una Williamson. —Mira suspiró, como si eso lo explicara todo, y luego añadió—, son muy importantes en Colby, los Williamson.

—Y malos —explicó Norman.

Mira meneó la cabeza e hizo un gesto con la mano.

—Venga, venga —dijo—. Mira, Norman, justo le estaba diciendo a Colie que debería salir a explorar. Ya sabes que anoche conoció a Isabel y a Morgan.

—Sí —respondió Norman, y me sonrió de una forma que me hizo volver la vista rápidamente a los comederos de pájaros—. Ya me he enterado.

—Unas chicas muy majas —declaró Mira—. Aunque Isabel, igual que Bea Williamson, puede ser un pelín difícil. Pero en el fondo es buena persona.

—Sí. —Norman arrastró el pie descalzo—. Está a la altura de Bea Williamson.

—Todo el mundo es bueno, en el fondo —sentenció Mira, y me dirigió una mirada que me hizo sentir rara—. Es verdad —añadió, como si pensara que no la creía del todo. Miré sus ojos brillantes y me pregunté qué querría decir.

—Voy a la biblioteca —dijo Norman—. ¿Tienes algo para devolver?

—Ay, Norman, eres un santo —exclamó Mira alegremente, y giró la silla para alcanzar un montón de libros que había junto a la ventana más apartada—. Sin él andaría perdida, sin rumbo —añadió dirigiéndose a mí.

—No es cierto —dijo Norman.

—Oh, Norman —siguió Mira con un suspiro—. No sé qué voy a hacer cuando te vayas. —Luego añadió—: Es un camino muy largo hasta la biblioteca, con muchos baches.

—No pasa nada —contestó Norman—. Bueno, Colie. ¿Quieres venir?

Mira se había puesto a trabajar de nuevo, y canturreaba entre dientes. Bajo la mesa de dibujo tenía las piernas cruzadas, y una de las zapatillas azules se balanceaba arriba y abajo, arriba y abajo.

—Bueno —respondí—. Aunque me tengo que cambiar.

—No tengo prisa —me dijo, mientras recogía los libros y echaba a andar con su típica lentitud hacia la puerta—. Te espero fuera.

Subí y me lavé la cara, luego me hice una coleta y me cambié de camisa. Desde le ventana se veía a Norman; llevaba las gafas rojas y se había tumbado sobre el capó del coche con los pies colgando. Era más o menos mono, si te gustan los colgados. Lo cual no era mi caso.

Me miré en el espejo; con el pelo recogido parecía que tenía doce años. Me solté la coleta. Volví a hacerla. Luego me cambié otra vez de camisa y volví a mirar a Norman, que parecía haberse quedado dormido al sol.

Volví a cambiarme, me puse los cascos y bajé.

—¿Ya estás lista? —me preguntó en cuanto salí, lo cual me sobresaltó. No estaba dormido, después de todo.

—Claro —dije, y me senté en el coche. Noté el asiento caliente en los muslos. Norman abrió la guantera y salieron volando unos seis pares de gafas, todos diferentes: unas Ray-Ban, unas de abuela con montura morada, otras al estilo de los setenta.

—Ahí va —dijo, y se agachó a recogerlas—. Lo siento.

Cambió el par que llevaba puesto por otro de color verde y metió el resto en la guantera, que cerró con un golpe. Volvió a abrirse sola inmediatamente.

—¡Joder! —exclamó, dando otro golpe.

—¿Son todas tuyas? —le pregunté, a la vez que la portezuela se abría y salía otro par.

—Sí —respondió, cuando por fin consiguió cerrarla con un buen golpe—. Las colecciono. —Puso en marcha el coche—. ¿Quieres un par?

—No —respondí.

—Vale —dijo sin más, y se encogió de hombros—. Tú misma.

Salimos marcha atrás.

—¿Qué estás escuchando? —me preguntó, señalando los auriculares que llevaba colgados del cuello.

—Fierces of Fuquay —respondí.

—¿Qué?

—Fierces of Fuquay —repetí.

—No lo había oído en mi vida —anunció. Me señaló el reproductor—. Ponlo ahí.

Eso lo hice. No fue justo del todo, porque estaba a mitad de una canción llamada «Bite» (Muerde) en la que el cantante no hacía más que gritar sobre el ruido atronador de la batería. Norman puso cara de dolor, como si alguien le estuviera pisando un pie.

Cuando terminó la canción, me preguntó:

—¿Y te gusta esto?

—Sí —respondí.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —repetí.

—Sí.

—Pues porque me gusta —respondí.

—Mierda —dijo en voz alta, y justo iba a decirle que lo mismo pensaba yo de la música hippy que escucharía él cuando me di cuenta de que estaba mirando con la boca abierta el Última Oportunidad Bar amp; Grill. Dos autobuses, ambos con el eslogan «Escapadas playeras familiares» pintado en los laterales, entraban en el minúsculo aparcamiento.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Tengo que hacer una parada —me dijo. Pisó el acelerador y dimos una sacudida hacia adelante. Aparcamos justo cuando se abría la puerta de un autobús y la gente empezaba a salir. Todos llevaban viseras y bañadores, y niños colgados de sus cuerpos de distintas maneras. Norman salió del coche y fue al maletero para sacar un par de zapatillas. Se dirigió a la puerta principal esquivando a los pasajeros del autobús.

—Vamos —me dijo mientras se calzaba—. Puede que te necesitemos.

Lo seguí escaleras arriba, donde ya se estaba formando una cola; los cuerpos se movían, sonaban voces irritadas. Norman se abrió paso, gritando: «¡Perdón! ¡Trabajo aquí!», y la gente le dejaba pasar, mientras yo intentaba seguirlo.

Lo primero que vi fue a Morgan estupefacta detrás del mostrador, observando la cola que se estaba formando.

—¡Ayúdanos! —le gritó a Norman, que la saludó con la mano y se fue directo hacia la cocina. Por la ventana vi a otro cocinero, un hombre mayor con una buena mata de pelo pelirrojo.

Isabel se acercó con un montón de cartas.

—Hay por lo menos setenta —le dijo a Morgan.

—¿Setenta? —chilló Morgan—. ¿De qué van?

—Podemos sentar a cincuenta y cinco —siguió Isabel. El resto puede esperar o comer de pie. Es lo que hay.

—Qué locura —dijo Morgan observando cómo se iban llenando las mesas rápidamente. Isabel ya iba a toda prisa entre las mesas, repartiendo las cartas y los cubiertos—. Yo no puedo con esto.

—¿Cuántos son? —gritó Norman a través de la ventana.

—Setenta —respondió Morgan—. Es imposible, son demasiados, y solo tenemos dos cocineros y no hay sitio…

—Que no te dé un ataque ahora —le dijo Isabel empujándola detrás del mostrador—. Te necesito, Morgan, ¿vale?

—No puedo… —replicó Morgan, retorciéndose las manos.

—Claro que puedes —le dijo Isabel con calma—. La mitad para ti y la mitad para mí. Es la única manera.

—Ay, dios mío —gimió Morgan mientras se ajustaba el delantal.

—Venga —le dijo Isabel. Miró a la cola moviendo los labios mientras contaba a los que aún estaban de pie. Entonces me vio.

—Tú —me dijo, señalándome. Todos los de la cola se miraron, y luego a mí—. Sí, tú. La del labio.

Para eso habían servido las disculpas.

—¿Qué? —dije.

—¿Quieres echar una mano?

Lo pensé un momento. Sabía que no le debía nada. Pero también tenía todo un verano por delante.

—Muy bien —dijo, decidiendo por mí antes de que pudiera abrir la boca. Y cuando me acerqué, cogió la paleta del hielo, me la puso en la mano sin ceremonias y me señaló la máquina de refrescos—. A trabajar.