Estuvimos una hora viendo la lucha. Fueron cuatro combates, varias discusiones y dos árbitros que terminaron en medio de la pelea y recibieron una gran paliza.
—Bueno —dijo Mira por fin, apagando la televisión cuando empezaron las noticias locales—, me muero por una ensalada de pollo a la plancha. ¿Tienes hambre?
—Sí —respondí.
—Pues a la vuelta de la esquina hay un sitio —me dijo. La comida es genial.
—Vale —dije, me levanté y rebusqué en el bolsillo el dinero que me había dado mi madre al subir al tren.
—Deja, deja. Es tu primera noche. Permíteme que te invite.
Alcanzó el bolso, una cosa grande y rosa de vinilo que seguramente habría encontrado en una tienda de segunda mano, sacó la billetera y seleccionó un billete de veinte dólares, que me tendió.
—¿Tú no vienes? —pregunté.
—Ay, no. Yo me quedo aquí. Ya he ido al pueblo antes. Y, además, así conoces un poco el lugar y te vas orientando, ¿no? —dijo tranquilamente, mientras sacaba el lápiz de su cabello y lo volvía a pinchar—. Y en la bici solo hay sitio para una, a menos que quieras montarte sobre el manillar. Pero la última vez que lo intentamos, choqué con una piedra y Norman salió volando y aterrizó contra una valla llena de hiedra venenosa. Fue horrible.
—Un momento —dije, intentando seguir sus explicaciones —. ¿La bici?
—Sí. Está ahí fuera. —Se levantó y ajustó el cinturón del kimono—. No te preocupes, tiene luz y todo. Y hasta el Última Oportunidad es todo recto. Si tienes cuidado con el socavón y el rottweiler de los Mason, no hay problema.
—¿Qué?
—¡Su ensalada César de pollo está buenísima! —exclamó, ya de camino a la cocina; la puerta chirrió al empujarla—. Y tú pide lo que quieras, ¿de acuerdo?
Me di la vuelta para decir algo, pero ya se había marchado, tarareando una canción, como si me hubiera olvidado. Miré la nota que colgaba sobre la puerta —TIMBRE— y me sentí como si me hubiera arrastrado un tornado, igual que a Dorothy en El mago de Oz, pero allí no había ninguna bruja buena para salvarme.
Me rugía el estómago, así que, tras echarle un vistazo a la bici y pensármelo mejor, me puse en marcha a pie. Bajé las escaleras, dejé atrás el resplandor de la luz del porche y me adentré en la oscuridad.
El Última Oportunidad Bar amp; Grill era un edificio pequeño que hacía esquina, justo antes de llegar al puente que llevaba a tierra firme. Tenía una sola farola, unas cuantas plazas de aparcamiento y un signo de neón que decía, al estilo de Mira: COMIDA. Al entrar, lo primero que vi fue a una chica alta y huesuda, a la que le estaba dando algún tipo de ataque.
—Fíjate lo que te digo —le decía a otra chica, una rubia voluptuosa con la mano en la cadera—. Si esta noche vuelven a darme otra vez menos del quince por ciento de propina, mato a alguien.
—Uy, uy, uy —respondió la rubia. Estaba de pie junto a la máquina de café, mirando cómo se filtraba.
—Lo digo en serio —insistió la chica huesuda. Llevaba el pelo corto con un flequillo que le caía recto sobre la frente. Se volvió hacia el fondo del restaurante, donde un grupo de hombres trajeados se levantaba y se preparaba para marcharse.
La rubia se giró y me miró. Llevaba los labios pintados de rojo fuerte.
—¿Qué querías?
—Quería pedir algo para llevar —dije. Mi voz sonó muy fuerte en la sala casi vacía.
—Ahí mismo tienes el menú. —Señaló un montón cerca de mi codo y se quedó mirando fijamente mi labio—. Avísame cuando estés lista para pedir.
La chica alta salió de detrás de la barra, rozándome al pasar, y se echó a un lado cuando se marchaban los hombres. Uno de los últimos iba mordisqueando un palillo, haciendo restallar los labios. La rubia se colocó en el otro lado del mostrador, observándome.
—Buenas noches —se despidió la chica alta.
—A ti también —murmuró uno de los hombres.
Volví a mirar el menú, que incluía los típicos platos playeros: pescado frito, hamburguesas, aros de cebolla… todas esas cosas que en mi casa estaban prohibidas desde que mi madre renació como Kiki Sparks. Hacía meses que no comía una patata frita, y mucho menos una hamburguesa, y se me hacía la boca agua.
—Lo sabía —dijo la chica alta desde el otro lado de la sala. Se encontraba junto a la mesa que acababan de abandonar los ejecutivos, con unas monedas en la mano—. Un dólar con setenta centavos. De una factura de treinta.
—Vaya.
Se notaba que la rubia estaba acostumbrada a oír estas cosas.
—Me cago en la leche —protestó la chica alta—. Vale, muy bien. Se acabó.
La rubia me miró.
—¿Sabes lo que quieres?
—Sí.
Se tomó su tiempo en llegar hasta mí, y sacó una libreta del delantal que llevaba atado a la cintura.
—Adelante.
—No pienso aguantar esto ni un minuto más —anunció la chica alta cruzando la sala. Tenía pies grandes y planos que sacudían el suelo con cada paso.
—Ensalada de pollo a la plancha —dije, acordándome del pedido de Mira—, y una hamburguesa con queso y patatas fritas. Y aros de cebolla.
La rubia asintió mientras lo apuntaba.
—¿Algo más?
—No.
La chica alta se detuvo justo a mi lado y soltó el cambio sobre el mostrador con todas sus fuerzas; una moneda cayó al suelo y rebotó.
—No lo aguanto más —dijo con dramatismo—. No pienso callarme ni un minuto más.
—¿Quieres kétchup? —me preguntó la rubia, sin hacerle caso.
—Pues… sí —respondí.
La chica alta se quitó el delantal e hizo una bola con él.
—No quiero tener que hacerlo —dijo.
—¿Mayonesa? —preguntó la rubia.
—No —contesté.
—¡Dimito! —anunció la chica alta, y le lanzó el delantal a la rubia, que levantó la mano y lo cogió sin mirarlo siquiera—. Y ahora voy a salir y decirles cuatro cosas a esos fascistas maleducados y desconsiderados.
Dio dos pasos hacia la puerta, la abrió de una patada y se marchó. La puerta basculó y se cerró con gran estruendo. La rubia, todavía con el delantal, se acercó a la ventana pasaplatos y ensartó la nota de mi comanda en un pincho—. ¡Marchando una!
—Oído cocina —dijo una voz de chico, y vi asomarse la cara de Norman Norman, que tomó el papel—. ¿Dónde está Morgan? —preguntó.
—Ha dimitido —contestó la rubia con desgana. Había sacado de alguna parte una revista Vogue y la estaba hojeando.
Norman sonrió con su sonrisa soñolienta, luego miró hacia la puerta y me vio.
—Hola, Colie —dijo—. ¿Esto es para Mira y para ti?
—Sí —respondí. La rubia volvió a mirarme.
—Genial —dijo Norman, y me saludó con la mano antes de volver a desaparecer tras la ventana.
Me quedé allí esperando la comida; en la cocina se oía una radio a bajo volumen. Pasaron unos diez minutos antes de que la puerta chirriara a mis espaldas y la chica alta, Morgan, volviera a entrar mascullando algo.
—¿Ya se han ido? —preguntó la rubia sin mucho interés.
—Se fueron justo cuando yo llegaba —refunfuñó Morgan. La rubia le devolvió el delantal y pasó otra página de la revista.
—Mala suerte —dijo.
—Este es el último verano que trabajo aquí —declaró Morgan mientras hacía una lazada perfecta en el delantal—. Te lo juro.
—Ya lo sé. —La rubia pasó otra página.
—Lo digo de verdad. —Morgan se acercó a la máquina de las bebidas, llenó un vaso de hielo, se metió unos cubitos en la boca y los masticó con expresión decidida. Entonces me vio—. ¿Te atienden?
—Sí —dije.
—Es la sobrina de Mira —explicó la rubia.
Morgan me miró con interés, arqueando las cejas.
—¿Ah, sí?
—¿No te acuerdas? Norman nos habló de ella. —La rubia dejó la revista y volvió a centrar en mí toda su atención—. La hija de Kiki Sparks. ¿Te imaginas?
—Pues no —contestó Morgan, pero sonrió—. ¿Cómo te llamas?
—Colie —respondí recelosa. Mi experiencia con grupos de chicas me hizo ponerme en guardia.
—¿Y a qué viene eso del labio? —soltó la rubia—. Es repulsivo.
—Isabel —dijo Morgan, dándole un codazo—. ¿Cuántos años tienes, Colie?
—Quince —respondí.
Morgan se acercó a mí mientras se colocaba el pelo detrás de la oreja. En la mano derecha llevaba un anillo con un diamante diminuto, apenas lo bastante grande para resplandecer con la luz.
—¿Cuánto tiempo te quedas?
—Solo el verano.
—¡Pedido listo! —gritó Norman desde la cocina.
—Genial —dijo Morgan—. Y vives justo al lado. Podríamos ir alguna vez al cine o algo.
—Claro —asentí, pero seguí hablando en voz baja—. Sería…
—Aquí tienes —dijo Isabel, la rubia, y puso la comida justo delante de mí—. El kétchup está dentro de la caja. Son quince con ochenta, impuestos incluidos.
—Sí —respondí, y le entregué un billete de veinte. Dio media vuelta y se dirigió a la caja.
—Bueno, pues saluda a Mira de mi parte —dijo Morgan—, y dile que mañana me pasaré para el Tunda Triple, que tengo el día libre.
—Tunda Triple —repetí. Seguro que tenía algo que ver con la lucha—. Vale. Se lo diré.
—Aquí tienes el cambio —dijo Isabel, dejándolo con una palmada sobre una de las cajas.
—Gracias —respondí.
Dio un paso atrás, se puso al lado de Morgan y me miró con mala cara.
—¿Puedo decirte una cosa? —preguntó.
—No —dijo Morgan en voz baja.
Yo no dije nada, así que habló ella.
—Eso que llevas en el labio es, vamos, asqueroso. —Arrugó la nariz al decirlo.
—Isabel —la reprendió Morgan severamente, con voz de madre—. Déjalo ya.
—Y la próxima vez que decidas teñirte el pelo —continuó Isabel, sin hacerle caso—, deberías intentar que quedara todo del mismo color. Estoy segura de que tu madre puede permitirse llevarte a un profesional.
—Isabel —saltó Morgan, y la agarró por el brazo. Luego me miró—. Colie —siguió, como si me conociera—. No le hagas caso…
Pero yo ya no la oía, imposible, ya me había ido; me di la vuelta con la comida en la mano y llegué al aparcamiento incluso antes de darme cuenta de lo que estaba pasando. Con los años había perfeccionado el arte de escapar de ciertas situaciones. Era casi como un piloto automático, simplemente desconectaba y me retiraba: el cerebro se desenchufaba antes de que algo doloroso pudiera penetrar en él.
Pero de vez en cuando algo conseguía colarse. Y ahora me encontraba bajo una farola solitaria, con las patatas fritas y los aros de cebolla apestosos en las manos. Ya no tenía hambre. Ya no era ni siquiera yo misma. Era más gorda, un año más joven, y me encontraba de nuevo en mi barrio la noche en la que Chase Mercer y yo dimos aquel paseo hasta el hoyo dieciocho.
No lloré de vuelta a casa de Mira. Llegas a un punto en que ya no eres capaz. No es que no duela. Pero dejar de llorar fue un alivio.
Ni siquiera conocía a aquella chica, aquella Isabel de pelo rubio y morritos. Era como si llevara puesto un cartel que decía «Pégame», no solo en casa y en el colegio, sino aquí, en el resto del mundo también. No es justo, pensé, pero aquellas palabras no tenían ningún sentido, igual que todo lo demás.
Cuando entré, Mira estaba sentada frente al televisor. Llevaba puesto un par de zapatillas azules de viejecita y había sustituido el kimono por un albornoz a cuadros descolorido.
—¿Colie? —llamó—. ¿Eres tú?
—Sí —respondí.
—¿Lo encontraste bien?
Me miré en el espejo de cuerpo entero que había junto a la puerta: el pelo negro, el aro en el labio, los vaqueros rotos y la camisa negra, de manga larga a pesar del calor veraniego. Isabel me había odiado nada más verme, y no era porque estuviera gorda. Solo porque sí.
—¿Colie? —volvió a llamar Mira.
—Sí —respondí—. Te he traído la ensalada. —Se la llevé al cuarto trasero. Abrió la caja inmediatamente y se metió un pedazo de lechuga en la boca.
—¡Ay, me encanta la salsa que le ponen! —exclamó contenta—. Norman me la trae a escondidas de vez en cuando. Es excelente. ¿Qué te has pedido tú?
—Una hamburguesa con patatas. Aquí tienes el cambio. —Lo dejé sobre la mesita de café, donde había preparado dos platos, dos servilletas y dos vasos de té helado.
—Ah, gracias. Ahora siéntate a comer. Me muero de hambre.
Gato Norman salió de debajo del sofá y empujó la caja con la nariz.
—No tengo tanta hambre —dije.
—Gato malo —le dijo Mira, y lo apartó con un pie. Después se dirigió a mí—: Pero ¡si tienes que estar hambrienta! Ha sido un día tan largo, y con tantas emociones.
—Estoy cansadísima —dije—. Creo que me voy a la cama.
—Oh. —Dejó de comer y me miró—. ¿Qué te pasa?
—Nada. —La respuesta me salió al instante, como un reflejo.
—¿Seguro?
Pensé en Isabel, en la mala cara que puso cuando se fijó en mí. En mi madre con su chándal morado y el rechinar de sus zapatillas nuevas, diciéndome adiós con la mano. En el verano entero que tenía por delante.
—Sí —respondí—. Seguro.
—Bueno, está bien —dijo despacio, como si estuviéramos haciendo un trato—. Debes de estar agotada.
—Sí —asentí, y me puse en marcha con mi hamburguesa fría y olorosa todavía en la mano—. Estoy agotada.
—Vale, pues entonces, ¡buenas noches! —me dijo mientras me marchaba—. Y si cambias de idea…
—Vale —dije—, gracias.
Pero ya se había acomodado en el sillón, y Gato Norman saltó con algún esfuerzo sobre el reposabrazos. Mi tía subió el volumen de otro partido de lucha y oí rugir al público, animando y gritando, mientras subía las escaleras hacia mi cuarto.
—¡Colie!
No era por la mañana. El cuarto todavía estaba oscuro, y la luna grande y amarilla colgaba en la esquina de la ventana, justo donde la había dejado.
—¡Colie!
Me incorporé y por un momento no supe dónde estaba. Entonces lo recordé todo de golpe: el tren, Norman, la lucha, los consejos de belleza de Isabel. Tenía la cara seca y tensa, y las pestañas pegajosas a causa de eso que ya no hacía: llorar.
—¿Colie? —Era Mira, su voz sonaba justo al lado de mi puerta—. Tienes visita, cariño.
—¿Visita?
—Sí. Abajo. —Dio unos golpecitos en la puerta con los dedos antes de marcharse. Me pregunté si estaría soñando.
Volví a ponerme los vaqueros y abrí la puerta. Miré por las escaleras hacia el cuarto iluminado, abajo. Tenía que ser una broma. Ni siquiera en casa tenía visitas, mucho menos en un sitio donde llevaba menos de un día.
Empecé a bajar las escaleras, entrecerrando los ojos cuando la luz se hizo más intensa. Todo me parecía raro, como si hubiera estado siglos dormida. Estaba casi abajo cuando vislumbré unos pies con sandalias cerca de la puerta. Dos escalones más y vi las piernas, rodillas y una cintura estrecha con un chubasquero atado. Dos pasos más, y las puntas de pelo rubio, unos labios carnosos y luego esos mismos ojos, mirándome con el ceño fruncido. Me quedé quieta.
—Hola —dijo Isabel. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Tienes un momento?
Vacilé un instante, pensando en Caroline Dawes y todas la chicas como ella que conocía.
—Solo quiero hablar contigo, ¿de acuerdo? —soltó, como si ya le hubiera dicho que no. Luego respiró hondo y miró hacia el exterior. Eso pareció calmarla—. ¿De acuerdo?
No sé por qué, pero respondí:
—De acuerdo.
Dio media vuelta y salió al porche, sosteniendo la puerta mosquitera para que la cogiera yo. Luego se apoyó en un poste, se mordió el labio y miró hacia el jardín. Tuve que admitir a mi pesar que de cerca era incluso más guapa: tenía un rostro clásico en forma de corazón, grandes ojos azules y piel clara sin un solo grano a la vista. De alguna forma, así me resultaba más fácil que me cayera mal.
No dijimos nada ninguna de las dos.
—Oye —soltó de repente—. Lo siento, ¿vale? —Lo dijo a la defensiva, como si yo se lo hubiera exigido.
Me la quedé mirando.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué más quieres?
—Isabel. —Morgan salió de las sombras al pie de la escalera. Tenía una expresión severa—. Sabes perfectamente que esto no es en lo que habíamos quedado.
—Sí que lo es —saltó Isabel.
—Hazlo como te dije —dijo Morgan—. Como si lo dijeras en serio.
—No me sale… —dijo Isabel.
—Venga, hazlo. —Morgan llegó hasta el segundo escalón y me saludó con la cabeza—. Vamos.
Isabel se giró para mirarme y se alisó el pelo.
—Bueno —empezó—, siento lo que dije antes. Soy muy crítica con las cosas que no… —hizo una pausa y miró a Morgan.
—Entiendo —Morgan acabó la frase.
—Entiendo —repitió Isabel—. Mis palabras fueron groseras e hirientes y estaban fuera de lugar. Si nunca vuelves a respetarme, lo entenderé. —Miró a Morgan y arqueó una ceja.
—¿Pero? —la animó Morgan.
—Pero —refunfuñó Isabel—, espero que puedas perdonarme.
Morgan sonrió e inclinó la cabeza hacia ella.
—Gracias. —Luego me miró.
—Vale —dije yo, comprensiva—. No pasa nada.
—Gracias —dijo Isabel. Ya se estaba deslizando fuera del porche, hacia las escaleras.
—¿Ves? —le dijo Morgan, apretándole el brazo—. Tampoco ha sido tan difícil, ¿no?
—Me voy a casa —le dijo Isabel, con su tarea cumplida. Bajó los escalones más ligera, prácticamente saltando, y cruzó el jardín hacia la casita blanca que yo había visto antes.
Morgan suspiró. De cerca parecía mayor y más angulosa: codos huesudos, clavícula prominente y una nariz que sobresalía afilada y brusca.
—No es tan mala —me explicó, como si yo hubiera dicho lo contrario—. Solo que a veces se porta como una auténtica bruja. Mark dice que no sabe lo que es la amistad.
—¿Mark? —pregunté.
—Mi prometido. —Sonrió y extendió su mano derecha, donde brillaba un minúsculo diamante.
De repente se oyó música proveniente de la casita. Salía luz de las ventanas y vi pasar a Isabel frente a una de ellas.
—¿Y por qué la aguantas, entonces? —le pregunté.
Miró hacia la casa; la música era alegre, rítmica y desenfrenada, e Isabel estaba bailando, con una cerveza en la mano. Se contoneó frente a la ventana sacudiendo la melena y moviendo las caderas. Morgan sonrió.
—Por que, mayormente, es lo único que tengo —respondió. Y luego bajó las escaleras, cruzó el jardín y avanzó por el camino hacia la casita. Cuando llegó a la puerta se giró y me saludó con la mano.
—Nos vemos —dijo.
—Vale —respondí.
La miré mientras abría la puerta, por donde escapó la música; era un tema de música disco, una mujer que gritaba. Y cuando Morgan entró, Isabel pasó girando a su lado, sonriendo, la agarró del brazo y tiró de ella hacia la luz cálida antes de cerrar la puerta.