Yohachi, el factótum, fue el encargado de transmitir el mensaje del jefe de la expedición. Quería que todos nosotros asistiéramos a una reunión de emergencia porque la doctora Shimazaki, una autoridad en botánica y la única mujer de nuestro equipo investigador, estaba embarazada.
Levanté la vista del microscopio.
—¿Por qué hay que celebrar una reunión sólo porque esté embarazada? —pregunté yo.
—¡Ni idea! —Yohachi permaneció un momento cerca de la puerta del laboratorio, abrió su desdentada boca y se rio toscamente. Debía tener mi edad, pero aparentaba diez años o más que yo.
—Dile que iré en seguida —comenté, volviendo a centrar la atención en el ocular.
—Ha dicho que si no ibas inmediatamente te arrastrara yo mismo —anunció Yohachi con su voz gruesa y tosca.
—¡Vaya, pues sí que tiene prisa! —dije, y me levanté resignado.
Mi laboratorio de investigación de ecosistemas, que también hacía las veces de residencia, era una estructura provisional situada en el límite de la base de investigación. Esta se encontraba en la falda del monte del Gemido Nocturno, donde había esparcidos unos diez edificios parecidos. En medio de ellos estaba el centro de investigación, un edificio de dos pisos con una superficie de unos setenta metros cuadrados. De hecho, era un complejo construido deprisa y corriendo que constaba sólo de la residencia del jefe de la expedición y de una sala de reuniones. El monte del Gemido Nocturno, así llamado por la primera expedición japonesa que llegó al planeta, era una montaña baja formada principalmente de andesita. Cuando de noche soplaba fuerte el viento, los huecos y grietas de las laderas emitían un ruido que sonaba como el gemido de una mujer. De ahí su nombre.
Cerré con llave la puerta del laboratorio y salí fuera con Yohachi. No es que hubiera ladrones en esa zona, pero el caso es que con tantas plantas y criaturas extrañas pululando, no se podía bajar la guardia.
—¿Y quién es el padre? —le pregunté a Yohachi mientras caminábamos.
Yohachi, que ya era bajo de por sí, se empequeñeció aún más, encorvándose mientras andábamos. Me echó una mirada de soslayo y sonrió abiertamente.
—¡Quién sabe! ¿No será usted, profesor Sona?
—Yo no —contesté con semblante serio. Luego me quedé pensando un momento. Sí, estaba muy seguro de ello.
Detrás del monte del Gemido Nocturno empezó a ponerse un pequeño sol anaranjado. Era la época en que la noche y el día se alternaban cada dos horas en este planeta llamado Nakamura, en el sistema solar Kabuki. Tanto el planeta como el sistema solar habían sido descubiertos por Peter Nakamura, un japonés de segunda generación, que era un gran aficionado al teatro kabuki. En la Tierra era más conocido por el nombre de planeta Porno. Lo habitaban nativos humanoides que vivían en un lugar llamado Nudalia, a unos cincuenta kilómetros al oeste de la base. Tenían el mismo aspecto que los humanos, salvo una diferencia: durante todo el año estaban completamente desnudos.
De repente se me ocurrió:
—Tienes que ser tú —le dije—. ¡Tú te has acostado con la doctora Shimazaki!
Acto seguido, la expresión de Yohachi se transformó. En las comisuras de los ojos le aparecieron unas arrugas lascivas y la boca se le distorsionó de forma grotesca con sus pensamientos lujuriosos. Era algo tremendamente angustioso de ver.
—¡Ojalá fuera yo! —respondió con un aire sumamente atormentado—. Me gusta un montón. Por eso, ¡ojalá fuera yo!
Se retorció, se humedeció los gruesos labios con la saliva que fluía por ellos, y parecía estar a punto de llorar.
—De veras, ¡ojalá fuera yo!
La lujuria de Yohachi era conocida en toda la base. Tenía hemorragias nasales si no hacía el amor al menos dos veces al día. De hecho, compartía su barraca con una mujer de mediana edad que se había traído de la Tierra. Yo siempre había creído que se trataba de su esposa, pero al parecer no era así.
Yohachi suspiró una vez más.
—¡Ojalá fuera yo!
—Así que no eres tú.
—¡Ojalá lo fuera!
Si no era Yohachi, quién en este mundo podía haber fecundado a la bella doctora Suiko Shimazaki, de treinta y dos años, elegante, de tez blanca, soltera y algo rellenita. Todavía sin pruebas, abrí la puerta del centro de investigación. Yohachi, por algún motivo, se marchó a todo correr a su alojamiento.
—He estado a punto de perturbar los hábitos alimentarios del conejo de orejas postizas —le dije al jefe de la expedición al entrar en la sala de reuniones—. ¿De verdad tenemos que debatir aquí dentro los actos sexuales de carácter privado que ha habido entre los miembros del equipo?
El resto del equipo no había llegado aún, así que el líder de la expedición se sentó en el sillón presidencial, con los hombros encorvados alrededor de su grueso cuello, como solía hacer.
—En primer lugar, esto no es un asunto privado. Y en segundo lugar, todavía no sabemos si se puede denominar apropiadamente un acto sexual.
Yo me quedé boquiabierto.
Antes de que pudiera preguntar si es posible que una mujer se quede embarazada sin tener una relación sexual, entraron Fukada, el galeno, y el doctor Mogamigawa, el bacteriólogo.
—Allí dentro hay algo. No puede ser un embarazo psicológico —informó el doctor Fukada—. Ahora bien, es imposible decir sólo con rayos X qué es exactamente, ya que está en el cuarto mes de gestación.
—¿Lleva cuatro meses embarazada y no lo sabía? ¿Qué clase de mujer es ésa? —dije yo casi gritando—. ¿O es que quizá lo estaba ocultando deliberadamente?
Ignorando mi arrebato, el doctor Mogamigawa, un anciano juicioso, solemne y terco que se negaba a reconocer cualquier cosa que no fuera ciencia natural, hizo una mueca mientras sacaba una hierba parecida a un helecho y la colocaba sobre la mesa.
—Esta hierba obscena estaba mezclada con las muestras recogidas por la doctora Shimazaki. La encontré en su caja de muestras.
Yo di un salto.
—¿Cómo? ¡El íncubo de la viuda! ¿Pero qué está haciendo en estos lugares? Se supone que sólo crece al oeste de Nudalia.
—Perdone que le corrija: al oeste del pantano de la Infamia —dijo Mogamigawa fulminándome con la mirada.
—La doctora Shimazaki se fue al pantano a recopilar plantas, pero no se dio cuenta de que había recogido el íncubo de la viuda con las demás muestras. Las microsporas de la planta deben haber penetrado en su cuerpo. Como sabes, las androsporas de esta planta obscena estimulan las células ováricas de los animales superiores e, independientemente, generan el crecimiento de nuevos individuos en el útero.
—Pero la doctora Shimazaki no es viuda —dijo el jefe de la expedición.
Mogamigawa simplemente se dio la vuelta con desdén como diciendo: «y qué tendrá que ver». El doctor Fukada tomó la iniciativa.
—Provisionalmente, un miembro de la primera expedición la denominó «íncubo de la viuda» —explicó—. En realidad, no importa que la huésped sea viuda o esté casada. Intentará conseguir la partenogénesis con cualquier mujer, con tal de que no sea virgen. Literalmente, partenogénesis significa «generación virgen», pero, en este caso, quizá debiéramos llamarla «generación no virgen». Todavía ignoramos por qué no logra estimular las células ováricas de las vírgenes, pero puede que tenga algo que ver con la cantidad de estrógenos segregados. Y, por supuesto, no resulta sorprendente que la doctora Shimazaki no sea virgen —dijo con una sonrisa maliciosa en sus labios—. Después de todo, tiene treinta y dos años, y no estaría bien difamarla sólo porque no sea virgen.
—Un momento, yo no estoy difamándola —dijo el jefe de la expedición moviéndose en el sillón—. Bueno, sólo somos cuatro, pero vamos a empezar la reunión de todos modos. La propia doctora Shimazaki ha declinado asistir porque ha dicho que le daba vergüenza. Claro, eso es lógico, teniendo en cuenta lo tímida y recatada que es. Los geólogos-mineralogistas están en estos momentos en el campo inspeccionando una piedra gelatinosa y obscena en el paso de Hokomaka, en el monte Arasate.
—Puesto que el asunto requiere una acción inmediata, deberíamos actuar ya mismo. ¡Vaya! Parece que he dicho lo mismo dos veces. ¡Qué situación tan embarazosa! —dijo Fukada, quien, después de haber escrito cerca de treinta aburridas novelas por amor al arte, se jactaba de ser un hombre de letras—. Bien, pasando al asunto que nos ocupa, el embarazo provocado por el íncubo de la viuda logra su apogeo en diez días terrestres. Por eso, para enmendar la declaración que acaba de hacer el doctor Sona, la doctora Shimazaki estaba embarazada de sólo cuatro días sin saberlo. En los dos casos anteriores en los que se vieron implicadas mujeres terrestres, una componente de la primera expedición abortó espontáneamente el séptimo día, y una doctora asignada al equipo de construcción de la base abortó, un tanto imprudentemente, al tercer día mediante un raspado uterino. Pero, en el caso de la doctora Shimazaki, el legrado ya está descartado y no tenemos forma de saber si puede abortar o no. Es casi seguro que en efecto dará a luz. Ahora bien, la propia doctora Shimazaki dice que no quiere.
—Bueno, es lo lógico, ¿no le parece? Tener un hijo cuyo padre es una hierba llamada «íncubo de la viuda» llevaría la desgracia a su largo linaje de notables científicos.
—¿Podríamos mantener esta discusión a un nivel científico, Sona? —dijo Mogamigawa, volviendo a mirarme de manera airada—. Es inconcebible que las androsporas del íncubo de la viuda, una vez que han penetrado en el cuerpo a través del aparato respiratorio, vayan directamente de ahí al útero. Más bien, lo que hacen no es más que dar una especie de estímulo ácido al óvulo no fecundado de la mujer y, como consecuencia, inducen el crecimiento de un nuevo individuo. Como tal, el íncubo de la viuda no ha fecundado directamente, per se, a la doctora Shimazaki y, por tanto, no se puede decir que haya «engendrado» nada. Todo se revelará cuando dé a luz, pero yo estoy seguro de que el nuevo individuo sólo tendrá la mitad de cromosomas de la madre. Es normal que los individuos humanos nacidos por partenogénesis no tengan capacidad reproductora, como escribe el profesor Yoishonovitch Sano en su Historia de la embriogenia transparente en los humanos.
—Bueno, sí, ésa sería la forma de pensar normal —dijo Fukada contraviniendo el argumento—. Pero lo cierto es que las cosas no siempre son normales en este planeta, o para ser más exacto, las cosas suelen pasar de lo normal a lo obsceno, en todo caso. Es posible que las esporas del íncubo de la viuda lleguen al útero —sin descomponerse— a través del aparato respiratorio, digestivo o circulatorio, o lo que sea, y después logren infiltrarse de alguna forma en el útero. La partenogénesis es un método perfectamente normal de reproducción en el reino animal, incluso en la Tierra. Por eso no es descabellado que algo tan absurdo como la fecundación embriónica de esporas de plantas se produzca en este infame planeta Porno. Cuando hace un momento decía que había algo en el interior del útero de la doctora Shimazaki, lo que quería decir es que no tenía por qué ser necesariamente un embrión humano.
Mogamigawa seguía con el ceño fruncido.
—En principio, estoy de acuerdo con ustedes cuando a esto lo llaman «un planeta obsceno». Ahora bien, he oído que el feto abortado por la mujer de la primera expedición, de la que has hablado antes, realmente tenía aspecto humano.
—Pero… El problema, no obstante —intervine yo esperando acelerar la discusión—, no es la naturaleza del embarazo de la doctora Shimazaki, ni tampoco la identidad de su feto; seguramente consiste en cómo evitar que dé a luz.
—Bueno, a ese respecto —dijo el jefe de la expedición asintiendo en mi dirección—, yo creo que hay dos métodos a nuestro alcance. Uno es extraer por cesárea lo que haya en su matriz.
—No tenemos equipo para eso —dijo Fukada casi gimiendo—. Claro está que aun así se puede llevar a cabo, pero a mí no se me da muy bien. Y la carga que supone abrir el abdomen de la doctora Shimazaki sería demasiado dura de sobrellevar.
Fukada intentaba eludir responsabilidades, como siempre. Mogamigawa le echó una mirada despreciativa, y luego me preguntó:
—Sona, no sabrás qué hace la gente esa de Nudalia para evitar los embarazos causados por el íncubo de la viuda, ¿no? O qué medidas toman cuando se produce un embarazo. Lo más seguro es que sufran los estragos del íncubo de la viuda.
—Sí, me parece que debe ser así. La vegetación alrededor de Nudalia se caracteriza por tener colonias o divisiones de plantas o, en cualquier caso, cantidades muy grandes de íncubo de la viuda. Pero, puesto que los terrícolas no podemos entrar en Nudalia, todavía desconocemos qué hace esa gente en esos casos.
El jefe de la expedición se inclinó hacia delante.
—Por cierto, el segundo método que estaba considerando era, de hecho, que alguien fuera a Nudalia y lo averiguara a través de los nativos. Además, también tendría un valor como investigación científica, de modo que sería, por así decirlo, como matar dos pájaros de un tiro.
—Pero no nos dejarán entrar —dije yo con un temblor de cabeza, recordando cómo nos habían negado la entrada categóricamente en una misión investigadora anterior—. Esto es, a menos que alguien comparta su forma de pensar. Esa gente es muy hábil a la hora de leer nuestra mente, ¿sabe? —Yo volví la cara al doctor Fukada—. La verdad, creo que lo más sencillo sería que usted le hiciera la cesárea.
Al doctor Fukada le entró el pánico inmediatamente.
—Bueno, sí, al parecer en la era de los bárbaros se hacían esas operaciones de un modo manual y muy crudo, pero ahora, pues…, sólo se llevan a cabo en condiciones totalmente automatizadas con sistemas informáticos, y por eso lo que quiero decir es que, como doctor, yo no, bueno, que esas cosas no las enseñan en la facultad de Medicina, y…
Mogamigawa echó la vista hacia el techo como diciendo: «Así que no lo puede hacer, vaya». Yo también me sentí igual de decepcionado.
—Según un informe, algunos miembros de la primera expedición entraron en Nudalia y vieron cómo era —dijo el jefe de la expedición para reanimar la discusión—. ¿Y cómo lo hicieron?
—Era la primera vez que los nativos veían seres humanos, supongo. No se dieron cuenta de que éramos una raza obscena y simplemente les dejaron entrar sin pensar en ello. Y, por supuesto, con esto quiero decir «obsceno» desde su punto de vista.
—¿Obsceno? ¡Ellos son los obscenos! —dijo Mogamigawa, con una mueca de enfado—. Por lo que he oído, esa gente tiene relaciones carnales entre sí, al aire libre y a plena luz del día, y no les importa quién es su pareja. Ni tampoco dónde lo hacen: en la calle, en las plazas públicas, en los salones municipales de actos, en cualquier sitio, gran número de ellos juntos al mismo tiempo.
—Eso es exactamente lo que yo digo —respondí, señalando con el dedo al doctor Mogamigawa—. Es esa actitud en concreto, la actitud de que el acto sexual es obsceno y debe esconderse de los ojos ajenos, lo que para ellos resulta obsceno. Si lo miramos bajo nuestro punto de vista, supongo que se sentirían confundidos o inhibidos si consideráramos sus actos con esta actitud.
—¿Está diciendo que no cree que esas cosas sean obscenas? —Mogamigawa me echó una mirada cargada de antipatía.
Yo me sonrojé levemente.
—No, yo no considero obscenas esas cosas.
—En ese caso, ¿por qué no puede entrar ahí?
—Porque, a fin de cuentas, yo soy obsceno. Bueno, no, en mi caso encuentro interesante y divertido contemplar esas cosas como mirón (llámelo voyerismo), sátiro o lo que sea. Pero si me pide que haga esas cosas delante de la gente, supongo que me sentiría turbado, antinatural o cohibido, y no lo podría llevar a cabo. Ellos son capaces de percibir mi esquema mental y por eso me negarían la entrada.
—En otras palabras —me preguntó el jefe de la expedición, al parecer habiendo encontrado una idea—, los únicos seres humanos a quienes se les permitiría entrar en Nudalia ¿serían los que tienen una actitud altamente desinhibida hacia el sexo?
—Bueno, sí, pero, desde el punto de vista de los nativos, esa «actitud desinhibida», aparentemente, no sería desinhibida en absoluto. Esto es, la gente que considera que tiene una actitud desinhibida con respecto al sexo suele vincular la liberación sexual a los movimientos en contra de la clase dirigente, a la rebelión contra los «viejos poderes», a la crítica del control gubernamental, etcétera. Desde el punto de vista de los nudalianos, no se puede decir que esas personas persigan o ensalcen los actos sexuales en absoluto. Al parecer, en la primera expedición había una miembro de la Alianza de Liberación Sexual. Los nudalianos la rechazaron porque sólo quería aprovechar su conducta para justificar un movimiento social de bajo nivel. De todos modos, volvió sobre sus pasos y salió corriendo cuando se le acercó un nativo que se parecía a un oso, por lo que he oído.
—Así pues, ¿qué tipo de persona es la que puede entrar? —preguntó el jefe de la expedición con cierta dejadez.
—Bien, por supuesto, un tipo de persona que no tenga un concepto metafísico del acto sexual, pero que, al mismo tiempo, tenga un suministro inagotable de potentes necesidades filantrópicas hacia el propio acto sexual.
—En otras palabras… —Mogamigawa abrió los ojos de par en par y alzó la voz en un tono de profundo asco—: Simplemente, alguien que esté encantado de tener relaciones sexuales con cualquier pareja, sea quien sea… —Se detuvo y se rascó la cabeza—. ¿Por qué estoy hablando tan alto? Es una vulgaridad. ¡Qué bajo he caído desde que llegué a este planeta!
El jefe de la expedición ajustó de repente su postura y fijó la mirada en lo alto.
—Umm. Bueno, tenemos una persona que se ajusta a esa descripción, ¿no les parece?
Yo miré sobresaltado al jefe de la expedición.
—¿No estará pensando en Yohachi…?
—¿Y quién si no? —respondió el jefe de la expedición, fijando su mirada en mí—. Yohachi es, con toda probabilidad, la única persona de la base que tiene la mentalidad necesaria para entrar en Nudalia.
—¡Imposible! —Mogamigawa negó con la cabeza como añadiendo: «La idea del siglo»—. Aunque consiguiera entrar, debido a su escasa inteligencia, no nos descubriría nada en absoluto.
—No obstante, doctor Mogamigawa —dijo bruscamente el jefe de expedición, en un intento por convencerle—, aunque no tenga conocimientos de medicina ni de biología, seguro que está en su mano preguntar qué hacen para evitar los embarazos.
—Si Yohachi va a Nudalia, no volveremos a verle —dije yo con una sonrisa burlona. El caso es que, según parece, todas las mujeres de allí son hermosas, mucho más que las terrícolas. ¿O es que acaso no decía el informe que «todas las mujeres eran como ángeles»?
—¡Vaya una expresión más banal! —dijo el doctor Fukada mirando para otro lado.
—Sí, pero podría ir alguien más con él —insistió el jefe de la expedición—. Podría esperar cerca de la frontera con Nudalia y desde allí darle instrucciones. Si la información que aportara Yohachi no fuese clara, se le podría enviar repetidamente hasta que se consiga una respuesta inteligible.
Yo me encogí de hombros.
—Quiere que vaya yo, ¿verdad?
—Eso es —declaró fríamente el jefe de la expedición, antes de volverse hacia el doctor Mogamigawa—. Y creo que unos conocimientos de bacteriología tampoco vendrían mal. ¿Podría acompañarles, doctor?
Mogamigawa asintió anticipándose a la situación.
—No me importaría ir. Si tomamos la aeronave de exploración estaríamos allí en cerca de una hora.
—Sí, pero… —le interrumpió el jefe de la expedición, moviéndose nerviosamente en el sillón—, sólo disponemos de una nave, y actualmente la están usando los geólogos-mineralogistas.
—Bueno, en ese caso, podría contactar con el doctor Nayama y ordenarle que vuelva inmediatamente.
—De hecho, acabo de hablar con él por teléfono —le dijo el jefe de la expedición a Mogamigawa con una expresión apenada—. Dice que no volverán hasta dentro de unos dos días. Como sabe, él es un tipo muy terco. No acepta órdenes de nadie.
—Supongo, claro está, que le habrá dicho lo apremiante que es esta situación.
—Por supuesto. Pero ha sido como quien oye llover. «Déjele que dé a luz y luego no tiene más que tirar lo que nazca en cualquier sitio», me ha dicho.
—Vaya, hombre —dijo Mogamigawa con un suspiro—. Entonces iremos en el vehículo repulsor.
—¿Qué? —exclamé yo—. Pero el pequeño vehículo repulsor sólo nos llevará hasta el pantano de la Infamia, y no puede navegar por el agua. Además, no podemos rodear el pantano, puesto que al norte está el mar de Nudalia, y hacia el sur el mar desde el extremo del cabo Onania.
A medida que iba hablando, sentía una cólera creciente por el estudiado silencio del doctor Fukada. Si hubiera realizado una cesárea, este problema no habría existido desde un principio. Últimamente hay muchos cirujanos incapaces de realizar operaciones manuales, gracias, según dicen ellos mismos, a los avances en la ciencia médica. Pero ¿de qué sirven entonces los avances científicos si provocan esos problemas?
—Si vamos, tendremos que conducir el vehículo repulsor hasta el pantano de la Infamia, y luego hacer una especie de balsa con la vegetación que encontremos allí, cruzar el pantano, atravesar la ciénaga que hay al oeste y luego caminar los restantes veinte kilómetros que hay aproximadamente hasta Nudalia.
El doctor Mogamigawa protestó.
—¿Es ésa la única forma que hay? —Era evidente que compartía mis pensamientos. Se dio la vuelta para lanzar una mirada de ira a Fukada como diciendo: «¡Matasanos!».
Fukada se movió nervioso en su asiento e intentó excusarse.
—Por supuesto que yo debería ir, pero, como ustedes saben, tengo una pierna mala, y no hablo ya de mi enfermedad crónica.
—Nadie dice que tenga que ir —dijo bruscamente Mogamigawa. Fukada le dirigió una mirada de petulante indignación, para luego sumirse en un profundo silencio. Durante un rato nadie dijo nada.
Por fin, Fukada no pudo aguantar más y se levantó del asiento.
—Bueno, si me disculpan, tengo que volver al trabajo.
Cuando nuestro incompetente amigo salió de la sala, el jefe de expedición dejó escapar un profundo suspiro. Debido a la repugnancia que sentíamos, tanto a Mogamigawa como a mí se nos habían quitado las ganas de hablar.
Desde el monte del Gemido Nocturno se oyó, traída por el viento, la voz gimiente de una mujer cabalgando en una ola de éxtasis.
—¡Qué sonido tan obsceno! —escupió Mogamigawa—. Un monte que hace un ruido así debería llamarse «monte Clímax», en vez de Gemido Nocturno.
Los ojos se le pusieron como platos.
—¿Pero qué tonterías estoy diciendo? —Se rascó la cabeza—. ¡Dios mío, qué bajo he caído!
Yo le di una larga calada al cigarrillo y empecé a hablar lo más tranquilamente que pude.
—Por mi experiencia de caminar desde el pantano de la Infamia hasta Nudalia y regresar, no será tan complicado hacer una balsa y navegar por allí. El principal motivo por el cual no quería volver a pie era la flora y fauna de pesadilla que encontramos en el camino. Eso sin contar con sus hábitats. Claro está que debería estar muy acostumbrado a los hábitats extraños de raras formas de vida en planetas alienígenas, pero ni siquiera yo podía permanecer impasible a su total obscenidad, basándome sólo en el interés científico.
—Bueno…, no debería mencionar eso ahora —dijo el jefe de expedición con cierta prisa.
Yo di muestras de desaprobación negando con la cabeza.
—Lo siento, pero debo advertir de estas cosas al doctor Mogamigawa antes de ir. Podría ayudarle a aliviar el golpe.
—¿De verdad son tan obscenos? He oído rumores, pero…
—La mayoría son plantas y criaturas que también existen por aquí, pero que en esa zona han formado biocenosis hasta el punto de llegar a una superpoblación. Las plantas crecen en colonias de múltiples capas, entre las cuales los animales forman complejos, a la vez que mantienen relaciones de pacífica coexistencia. Por ejemplo, especies de algas que sólo se suelen encontrar esporádicamente en estas partes han formado colonias en el pantano de la Infamia, que, discutiblemente, es su óptimo hábitat fisiológico. Hay hierbas clítoris, hierbas sangrantes y hierbas acariciantes.
—No, por favor, hierbas acariciantes no. ¡Son una obscenidad! —Mogamigawa golpeó repetidamente la mesa con ambos puños y se retorció—. Hace poco mi esposa fue a un estanque cerca de aquí y se bañó en sus aguas. Tras unos momentos empezó a sentirse soñolienta y salió con un aspecto totalmente disoluto. ¡Había hierbas acariciantes en ese pantano! Una obscenidad —murmuró Mogamigawa cuando su agitación se había calmado—. ¡No debí traer a mi esposa a un planeta tan obsceno!
—El pantano de la Infamia también está lleno de extrañas criaturas. Literalmente, está atiborrado de hipopótamos tatami, cocodrilos mangas verdes, caimanes borboteantes y demás.
—¿Y son peligrosos?
—No, no lo son, pero cometen actos obscenos. Además de los mamíferos más grandes, también hay multitud de medusas rectangulares y otras criaturas extrañas. Tendremos que construir una balsa resistente, ya que si zozobra nos veremos en apuros.
—Y apuesto a que también habrá algo en el pantano, ¿no? ¿Hay algo allí también? —preguntó Mogamigawa temblando de inquietud.
—Allí hay colonias de hierbas del olvido.
—¡Hierbas del olvido no, por favor! ¡Son una obscenidad! —golpeó repetidamente ambos puños sobre la mesa y se retorció—. Hace poco tiempo, estaba yo recolectando especies de hierbas para ensayos de cultivo sobre patógenos bacterianos perforadores y esa planta estaba mezclada entre ellas. ¡Pues resulta que me olvidé de los cultivos que se supone que estaba haciendo! Eso fue sólo con un espécimen. Si tenemos que cruzar todo un campo de hierbas del olvido, quién sabe lo que olvidaremos. ¡Incluso podríamos olvidar el motivo por el que hemos ido allí!
—Quizá deberíais tomar notas de antemano sobre el motivo por el que habéis ido —dijo el jefe de la expedición.
—¿Y qué pasa si olvidamos leer?
—Produce amnesia temporal, ¡no idiocia! De verdad, no puede ser tan malo —dijo el jefe de la expedición riéndose al tiempo que negaba con la cabeza.
—¿No había también una jungla? —dijo Mogamigawa mirándome con ojos de miedo—. ¿Qué hay en la jungla?
—Hay colonias de vainas y manto, características de las fronteras boscosas que se encuentran entre la jungla y las zonas de vegetación liberadas, como los campos de hierbas del olvido. Allí crece la hiedra frotadora. Es un tipo de liquen que cuelga de las ramas del árbol de la comezón. Por lo que respecta a los animales, en aquellos parajes los principales son el penerecto, el conejo de orejas postizas, el cortejador incansable, el simio desnarigado y la vaca fuelle. En cuanto a aves, está el gorrión-pene; y entre los insectos se cuenta la cigarra chillona. Entre las especies inclasificables, está el hijo póstumo y, por último, uno que se oye pero que no se ha visto jamás: el despiertaesposas.
—¡No, el despiertaesposas, no! ¡Es muy obsceno! —Mogamigawa golpeó frenéticamente los puños contra la mesa y se rascó la cabeza—. ¡Si alguien oye su espantoso grito cuando está en la cama por la noche, tendrá sueños eróticos con toda seguridad! Despertaría a mi esposa y luego a mí. ¡No debía haberla traído a un planeta tan obsceno! —Se llevó las manos a la cabeza.
Te está bien empleado por no confiar en tu bella esposa cuando estabas en la Tierra, pensé yo.
Mogamigawa levantó la cabeza.
—Y aparte de eso, ¿qué hay en la jungla? —Agarraba el borde de la mesa con ambas manos—. Supongo que algunas abominaciones inenarrables, ¿no?
—Pues la verdad es que no lo sé —dije yo con un suspiro—. La primera vez que fui, se trataba de un viaje de investigación y no teníamos mucha prisa. La jungla estaba oscura y era un pandemonio, incluso durante el día. Era como una caja de Pandora: no teníamos forma de saber qué horrores podía ocultar. Estaba claro que no teníamos el valor suficiente para entrar, así que dimos un rodeo.
—Oscura y un pandemonio. ¿Es necesario que uses esas expresiones tan misteriosas? —dijo el jefe de expedición con una irritación malhumorada—. Eres un ecologista, ¿no? ¿Dónde está tu espíritu investigador? En esos mismos lugares no sólo se encontrarán pistas para dilucidar los hábitats, sino que también habrá tesoros de nuevas especies para la biología extraterrestre, ¿o no?
Pues ve tú, en ese caso, pensé, echándole una mirada de reproche.
—Y esta vez supongo que tendremos que ir directamente —dijo afligido Mogamigawa.
El jefe de la expedición se dio la vuelta para mirarlo y asintió enérgicamente.
—¡Sí, sí! Pero, aun así, seguro que conseguiréis nuevos descubrimientos.
No me quedó más remedio que mostrarme de acuerdo. Demasiados.
Para cuando habíamos discutido otros detalles, como nuestro itinerario y las cosas que llevaríamos, había anochecido. Primero apareció un sol de color rosa en el lejano horizonte que se veía a través de nuestra ventana, y luego, unos quince minutos más tarde, el sol anaranjado que habíamos visto ponerse antes también empezó a salir desde el mismo punto. Estos dos soles formaban una «binaria espectroscópica», esto es, dos estrellas que parecen una desde lejos, con un pequeño intervalo entre sí. El sol rosa era la estrella principal, y el anaranjado, la compañera. Aunque eran algo distintas en el color, si se miraban una al lado de la otra se asemejaban a los pechos de una mujer. Por eso se las denominaba «Tetas Doradas».
Mogamigawa y yo decidimos pasar las dos horas de luz solar haciendo los preparativos para luego echar un sueñecito durante las dos horas de noche. Sabíamos que necesitaríamos almacenar energía de antemano, puesto que dormir no siempre sería una opción en nuestro viaje.
El jefe de la expedición ya había llamado a Yohachi y le había puesto en antecedentes sobre su importante misión. Ni que decir tiene, Yohachi se quedó encantado.
Todavía era de noche cuando salí de mi laboratorio de investigación tras menos de dos horas de sueño. Fuera del centro, Yohachi ya estaba cargando el equipaje en el vehículo repulsor mientras Mogamigawa le gritaba las instrucciones.
—Mira a ver esto. Ten más cuidado cuando cargues eso, ¿eh? Mira, esa caja está llena de portaobjetos para caldos de cultivo. ¡Pero, hombre, no pongas el microscopio debajo! Pon la comida.
Mi equipaje consistía en una única caja de muestras en la que había tarros para insectos, equipo de disección, etcétera. Quise haber incluido una pequeña jaula para animales de reducido tamaño, pero hubiera sido imposible llevarlo todo yendo a pie. Para realizar un estudio minucioso podía tomar prestado el sofisticado microscopio electrónico de Mogamigawa.
Los tres nos subimos al vehículo repulsor ante la presencia del jefe de la expedición, que había salido a despedirnos. El vehículo lo conducía yo. Mogamigawa se sentó en el asiento del copiloto y Yohachi detrás, con el equipaje. Cambié al motor de energía de repulsión, con lo cual el vehículo se elevó un metro del suelo.
—Tened cuidado —dijo mecánicamente el jefe de la expedición—. ¡Espero que tengáis una fantástica captura!
Mogamigawa bostezó.
—Y usted cuide de todo mientras estamos fuera. Si Shimazaki da a luz antes de que volvamos, vigile a ese medicastro, ¿quiere? Si le deja que use sus propios métodos, nadie sabe de qué será capaz.
Viré el vehículo en dirección oeste y nos pusimos en marcha. Era una conducción fácil, ya que había pocas precipitaciones en esta zona y el terreno estaba compuesto, principalmente, de prados como los que hay en la sabana. Nuestras frecuentes visitas al pantano para coger agua habían creado un camino natural sobre el que el vehículo repulsor corría a una velocidad de 150 kilómetros por hora. Pronto las Tetas Doradas se elevaron en el horizonte y los soles empezaron a brillar sobre nuestras cabezas, ya que nuestro vehículo era descapotable. No hacía viento y el aire era cálido. Las altas acacias crespas crecían por todas partes, mientras que las cigarras chillonas, pequeños insectos parecidos a los fríganos, chillaban y armaban jaleo alegremente alrededor de las copas de los árboles. Pequeñas aves rojizas llamadas «gorriones-pene» poblaban el aire. Era un pájaro terriblemente obsceno cuya cabeza guardaba una gran semejanza con el miembro viril. Entretanto, la especie inclasificable conocida como «el hijo póstumo» pendía de las ramas inferiores de las acacias crespas.
—El tiempo es agradable, el aire es fresco —dijo el doctor Mogamigawa—. Si al menos pudiéramos ignorar todas estas plantas y criaturas repugnantes, se sentiría uno bastante bien aquí.
—Pues sí —asentí yo—. La temperatura es agradable, el grado de humedad es bajo, nosotros estamos perfectamente contentos y sanos, el paisaje es bello, son cerca de las diez de la mañana, la brisa agita las acacias crespas, los gorriones-pene danzan en el aire, las cigarras chillonas chillan y arman jaleo, los hijos póstumos penden de las ramas, las Tetas Doradas reinan en los cielos. Considerándolo todo, se trata de un mundo verdaderamente obsceno.
En cuanto terminé de hablar, me reí a carcajadas. Mogamigawa me miró como si me hubiera vuelto loco.
—Perdón. Me he ido animando poco a poco.
—Un poco de sentido común. Somos científicos. Por favor, a partir de ahora procura mantener la cordura en todo momento.
Personalmente, me preocupaba más su cordura a partir de entonces, pero me guardé ese pensamiento para mí.
A medida que nos íbamos acercando al pantano de la Infamia, la tierra se iba cubriendo de helechos y gimnospermas. Entre los más pequeños había helechos emplumados, helechos dulcesalados, vigas blancas, efedranimales y palmeras zalameras. Entre los mayores se encontraba el helecho arborescente temerario y la secuoya alborotada. Aparte de éstos, había numerosas colonias de helechos y helechos arborescentes que todavía estaban pendientes de ser bautizados por expediciones previas o por la doctora Shimazaki.
Mogamigawa se apeó del vehículo repulsor, que yo había aparcado justo antes de llegar al pantano, e inspeccionó los alrededores del lugar.
—¡Menuda caterva de especies de helechos! —dijo.
—La doctora Shimazaki dice que se trata de una radiación adaptativa de flora. Los helechos se han especializado en muchas formas diferentes y ahora, al parecer, hay varios millares de especies.
—Eso debe hacer que sean muy difíciles de nombrar. Por supuesto, la doctora Shimazaki nunca les pondría nombres obscenos, ¿no te parece? —Mogamigawa echó una ojeada por la superficie del pantano de color verde oscuro, donde para entonces reinaba un impresionante silencio—. Me pregunto por qué se tendrían que especializar hasta ese punto en una zona geográfica tan pequeña.
—Bueno —dije yo, inclinando la cabeza—. Si fueran animales, podría pensar en una explicación plausible, a juzgar por el medio ambiente. Puesto que la mayor parte de animales superiores que hay por aquí son herbívoros, puede que tenga algo que ver con sus hábitos alimentarios.
—Bueno, entonces ¿construimos la balsa? —preguntó Yohachi.
—Pues sí. ¿Podrías traer la sierra electrónica?
—Voy a tardar un rato —dijo ofendido—. El dichoso profesor puso todos sus enseres encima. La sierra está justo en el fondo.
—¡Mira hacia aquí! Deja de quejarte y muévete de una puñetera vez —vociferó Mogamigawa—. ¡Venga, vamos, no perdamos más tiempo! ¿Qué vamos a hacer si los soles se ponen cuando todavía estemos en el pantano?
Yohachi y yo empezamos a cortar la madera. Había varias especies de pino y cedro, que los miembros de la expedición, medio en broma, habían nombrado «supino», «cederrón», etcétera. Pero hubiéramos tardado mucho en talar esos árboles, así que nos concentramos en cortar helechos arborescentes, que atamos con cuerdas para formar una balsa rectangular de unos tres metros cuadrados. Para cuando habíamos trasladado el equipaje a la balsa, camuflado el vehículo repulsor bajo las frondas de helechos y lanzado la balsa al pantano, los soles habían empezado a ponerse.
—¡Sólo quedan treinta minutos para que se haga de noche! —dijo Mogamigawa con consternación mientras miraba el reloj de pulsera, sin haber hecho absolutamente nada más que meternos prisa y vociferar—. ¿Podremos cruzar hasta la otra orilla en treinta minutos?
—Sí, si los tres usamos nuestras varas —respondí con una mueca de ironía.
Él puso un semblante hosco.
—¿Acaso esperas que yo también use la pértiga?
—Pues sí, igual que hace cada noche con su esposa —me susurró Yohachi al oído.
Habíamos llevado tres varas telescópicas de plástico para impulsar la balsa. Las desplegamos hasta una longitud de unos cinco metros, tomamos una cada uno y nos subimos a bordo. A medida que metíamos las pértigas en los bordes y el fondo del pantano, se formaban bolsas de aire burbujeantes que salían a la superficie del agua alrededor de la balsa, acompañadas de un lodo de color pardo-rojizo. Nos apartamos del borde lacustre.
De vez en cuando, salían a la superficie algas de color rojo sangre adheridas a nuestras pértigas.
—Es la hierba sangrante —dije—. Se me revuelven las tripas cada vez que la veo.
—Si aquí hay tanta hierba sangrante, seguro que también habrá una gran cantidad de medusas rectangulares —dijo Mogamigawa a la vez que manejaba su pértiga con desmaña—. En cualquier momento saldrán a la superficie.
Antes de que pudiera añadir: «como bien saben», surgió un sinfín de medusas rectangulares que parecían grandes cajas de cerillas translúcidas, y se amontonaron ávidamente alrededor de nuestra balsa con la panza hacia arriba y la boca abierta, moviendo los tentáculos.
—Nadando al revés, como siempre. Vaya criaturas más obscenas.
—También se las conoce con el nombre de «medusa balneario» o «medusa patas arriba».
—En una ocasión las investigué —dijo Mogamigawa—. Poseen glándulas reproductoras ectodérmicas y al parecer comen hierbas sangrantes, así como varias especies de plancton vegetal.
—¿Y pican? —preguntó Yohachi.
—Bueno, teniendo en cuenta lo obscenas que son, está claro que deben picar, ¿no te parece? —dijo Mogamigawa mirando maliciosamente a Yohachi.
—¿Por qué no intentamos atrapar una?
—Normalmente no pican. Sólo antes de reproducirse —le expliqué a Yohachi—. Y cuando lo hacen, no duele apenas, sino que más bien la sensación es agradable. ¿Por qué cree que es eso? —le pregunté a Mogamigawa.
—Pues eso es lo que yo quiero saber —respondió con mala cara—. Sus nematocistos pre reproductores contienen veneno, como el de las medusas terrestres. Ahora estoy analizando ese veneno, pero parece ser que presenta anafilaxia. Es decir, la primera picadura sólo tiene un suave efecto en el centro eyaculador, pero cuando aumenta la frecuencia, se reduce la resistencia y finalmente conduce a la eyaculación. Es lo contrario de la inmunidad.
—¿Lo ha experimentado en su propio cuerpo? —dije yo sin poder contener la risa—. ¡Oh, perdón!
Mogamigawa me echó una mirada asesina.
—¡En ese caso, vamos a coger unas cuantas! —dijo Yohachi.
Se podía oír un suave ruido de chapoteo. Miré hacia atrás en dirección a la orilla, que ya se encontraba a unas decenas de metros de nosotros. Uno tras otro, empezaba a tirarse al pantano una colonia de caimanes borboteantes, que al parecer habían estado tomando el sol en las marismas a cierta distancia de nuestro punto de salida.
—¿Crees que vienen por nosotros? —dijo Mogamigawa con cierta ansiedad.
—Por supuesto que sí —le contesté, hundiendo con fuerza mi pértiga hasta el fondo del pantano—. Y en seguida, así que ¡démonos prisa!
Los caimanes, algo más pequeños que los de la Tierra, empezaron a acercarse en grupos a nuestra balsa. Aunque algunos parecían haberse escondido bajo el agua, decenas de ellos nadaban justo bajo la superficie, mostrando sólo la punta de sus hocicos, los ojos y la parte superior de su huesuda espalda, que semejaba unas aletas dorsales. Nos cercaron a gran velocidad, sin hacer ningún ruido en el agua, a excepción del pesado borboteo de la respiración que brotaba de sus narices.
—Si vienen todos aquí, la balsa volcará —gritó Mogamigawa, moviendo su pértiga desesperadamente—. ¿Pero qué quieren de nosotros?
—Nuestra castidad —le respondí—. Tienen la costumbre de aparearse con otros animales.
—¡Si nos arrastran bajo el agua nos ahogaremos sin remedio! —gimió Mogamigawa—. ¿Es que no podemos hacer nada? ¿Cómo lograsteis escapar la última vez?
—Llegando a la otra orilla lo más rápido posible. La orilla contraria es el territorio de los cocodrilos mangas verdes…
Justo en ese momento, los cocodrilos que se acercaban bajo el agua debieron salir a la superficie porque de repente la balsa se escoró en gran medida. Todos nosotros nos tambaleamos.
Mogamigawa se agachó en la superficie de la balsa para evitar caerse.
—Entonces ¿serán todas hembras? —me preguntó.
—Algunos son machos y otros hembras —respondí yo, poniéndome también en cuclillas en la balsa. Había retirado mi pértiga con celeridad, ya que habían intentado arrancármela con sus enormes bocas abiertas, y en esos momentos me agarraba a la pértiga como si en ello me fuera la vida—. No son capaces de conocer el sexo de las demás especies, así que simplemente lo que intentan es abrazarse y aparearse con ellas.
—Pero normalmente es el macho el que corteja, ¿no?
—Sí, pero en este planeta tanto los machos como las hembras lo hacen. Sabemos que atrayentes como las feromonas sexuales apenas tienen efecto entre individuos de la misma especie, lo que significa que no se aparean mucho entre sí. Lo compensan con un extraño mecanismo innato de liberación, por medio del cual capturan a otras especies como si fueran presas de caza.
—¿Pero no conduciría eso a la extinción de la especie?
—No. Es más probable que la endogamia provoque la extinción. En especial, en este planeta, donde los animales apenas tienen enemigos naturales.
—¿Por qué no lo hacemos, aunque sea una vez? —dijo Yohachi usando su pértiga para golpear a un cocodrilo mientras intentaba subirse a la balsa—. Podría estar bien.
—Imbécil. Si es un macho, te partirá el ano —dije yo, y luego suspiré de alivio cuando vi que la orilla contraria estaba a sólo diez metros de distancia—. ¡Menos mal! ¡Los cocodrilos mangas verdes!
Ligeramente más grandes que los caimanes borboteantes, grupos de cocodrilos mangas verdes se arrojaban al pantano desde las ciénagas cercanas a la orilla.
Nuestra balsa, empujada desde abajo por los hocicos de los cocodrilos, seguía inclinándose. Nos agarramos al equipaje para evitar ser sacudidos y esperamos la llegada de los cocodrilos mangas verdes.
—Salimos de Guatemala y nos metemos en Guatepeor, ¿no te parece? —dijo Mogamigawa temblando de miedo.
—Escaparemos cuando se pongan a luchar entre ellos —dije.
El cocodrilo mangas verdes que estaba a la cabeza del grupo mordió a uno de los caimanes borboteantes. Los dos se enmarañaron y dieron un salto de dos metros mientras luchaban cuerpo a cuerpo. Saltó una enorme columna de agua y, por fin, alrededor de nuestra balsa se inició la madre de todas las batallas.
—¡Ahora! —grité yo.
Movimos desesperadamente nuestras varas para escapar de esa carnicería.
—¡Menuda guerra! —dijo Mogamigawa, dándose la vuelta para ver la acción con los ojos como platos—. Seguro que morirán muchos de ellos.
—No. Lo que ves es una «lucha ritual», como se denomina en etología. Es lo mismo que cuando los machos de especies terrestres luchan por las hembras. La diferencia en este planeta es que no se pelean por las hembras, sino por los espectadores, criaturas de otras especies que simplemente presencian la acción desde la barrera. Están esperando a rendir su castidad a los vencedores.
Yo clavaba la pértiga todo lo que podía, pero pegué un grito cuando vi que nos acercábamos a la orilla.
—¡Oh, no, pero qué despiste! ¡Por aquí hay una guarida de hipopótamos tatami!
Mogamigawa, alarmado, alzó la voz.
—¡Son esas criaturas infernales! Si nos violan no va a ser cosa de risa. ¿Por dónde deberíamos huir?
—Bordearemos la orilla hacia el sur. ¡Eh, Yohachi, ten cuidado!
Antes de que pudiera terminar, salieron a la superficie unos hipopótamos tatami alrededor de la balsa, mostrando sólo sus planas espaldas rectangulares.
—¡Toma, para que aprendas! —grité.
—¡Toma, para que aprendas! —repitió Yohachi.
—Y que caigas víctima de tus bajas pasiones —añadió Mogamigawa.
En pleno frenesí clavamos las pértigas en los suaves lomos de los hipopótamos, cubiertos de finas arrugas de crepé parecidas a la malla de un tatami. Con cada estocada, el extremo de nuestras varas penetraba la piel y se deslizaba por la espesa grasa de sus lomos. Pero parecía que a los hipopótamos no les hacía nada en absoluto, ya que seguían acercándose a nuestra balsa impertérritos, haciendo caso omiso de las heridas abiertas. Una pequeñísima cantidad de grasa blanca rezumaba de los agujeros redondos en sus lomos, consecuencia de las pértigas. Mientras yo seguía clavando, me preguntaba si disfrutaban con lo que les hacíamos… Para entonces, los lomos de los hipopótamos tenían tantos agujeros que empezaban a parecer panales de abejas, una visión verdaderamente nauseabunda. Decidí dejar de clavarles la vara y empecé a golpearles en la cabeza. Pero, por sí solo, eso no iba a hacer que los hipopótamos desistieran de su intento. Nos seguían mirando con pesar, con los ojos enrojecidos por su deseo carnal, y algunos se sumergían bajo la balsa mientras otros esperaban la ocasión para subirse.
—¡Ah, la he cagado! —Yohachi había clavado la vara en el lomo de un hipopótamo con tanta fuerza que no podía sacarla. Cuando se agarró al extremo de la pértiga fue levantado de la balsa cerca de un metro en vertical sobre el lomo del animal—. ¡Socorro! —gritó con los ojos fuera de órbita.
Nuestra balsa, rodeada por tres lados por los hipopótamos tatami, iba zarandeándose poco a poco a lo largo de la orilla, alejándose de Yohachi. El hipopótamo que llevaba en su lomo a Yohachi agarrado a la vara seguía con la persecución, pero se quedó un tanto rezagado con respecto a los demás por el peso de Yohachi. La separación entre nosotros se iba acentuando gradualmente, aunque seguíamos estando a la misma distancia de la orilla.
—¿Estará bien que dejemos así a Yohachi? —preguntó Mogamigawa.
—Lo principal es que nosotros logremos llegar a la orilla —le repuse—. Allí le podremos echar una cuerda.
En ese momento, uno de los hipopótamos se debió apoyar con sus cuatro patas en los bajíos que teníamos directamente debajo de nosotros, ya que la balsa empezó a inclinarse en vertical.
—Lo que me imaginaba: deberíamos haber hecho la balsa de pino o cedro —grité yo desesperadamente, abrazando el equipaje para evitar que se precipitara al agua—. Si nos caemos aquí, lo tenemos claro. ¡El agua por esta zona está llena de hierbas acariciantes!
—Pero somos hombres y llevamos pantalones, ¿no? Seguramente no será para tanto —dijo Mogamigawa—. Esto no tiene buena pinta. A este paso volcaremos. Sona, tú coge la maquinaria y los instrumentos y yo me encargaré de los víveres. Si vuelca la balsa, iremos corriendo a la orilla con las bolsas a la espalda. Sólo tendremos que pasar a través de las hierbas acariciantes.
—Entendido.
La balsa se fue acercando a la orilla. Empezaba a atardecer.
Como los hipopótamos tatami seguían debajo de nosotros, la balsa se había inclinado un ángulo de unos cuarenta grados. Bajamos deslizándonos por la superficie con el equipaje a la espalda y metimos las piernas en el agua.
—¡Venga, corre, corre o te acariciarán! —gritó Mogamigawa cuando empezaba a correr por el agua con las piernas arqueadas. Yo le seguí. Los hipopótamos tatami seguían agrupados al otro lado de la balsa y, como sólo podían anadear a través de los bajíos con sus lentas y enormes patas, no había peligro de que nos alcanzaran.
Por fin llegamos sanos y salvos a la orilla sin ser violados por la hierba acariciante, y luego nos dimos la vuelta aliviados para mirar el pantano. Los hipopótamos tatami habían desistido de capturarnos y en esos momentos se dirigían hacia Yohachi por todos lados. Algunos empezaron a encaramarse al hipopótamo que tenía la vara de Yohachi clavada en su lomo.
—¡Rápido, la cuerda!
Me dirigí al equipaje para cogerla, pero era demasiado tarde. En un instante, las enormes bocas de los hipopótamos tatami le habían arrancado a Yohachi los pantalones y los calzoncillos.
—¡No puedo aguantar más! —gritó Yohachi. Armado de valor, dio un salto con la pértiga y se dirigió hacia nosotros, completamente desnudo de cintura para abajo, utilizando las cabezas y los lomos de los hipopótamos como pasadera para luego zambullirse en el pantano. De ahí empezó a correr en nuestra dirección con el agua hasta la cintura.
Mi cuerpo se tensó.
—¡Oh, no, por ahí está la hierba acariciante…!
—¡Vamos, es un hombre! Aunque le acaricien, no será para tanto.
Aún no había acabado de hablar Mogamigawa cuando Yohachi empezó a aminorar la velocidad. Sus ojos adquirieron una mirada extraviada y emitió un jadeo agobiante mientras daba dos o tres pasos hacia delante. Luego se le dibujó una media sonrisa a la vez que profería un grito desaforado, inclinó la cabeza hacia atrás y en esa pose cayó de bruces en el agua.
—¡Lo ha poseído! —gritó Mogamigawa horrorizado—. ¡Imbécil! ¡Tenía que haberse dejado los pantalones puestos!
Mientras miraba, me estremeció el horrible pensamiento de lo que podrían estar haciéndole esas hierbas acariciantes a Yohachi bajo el agua. La superficie empezó a borbotear febrilmente. Luego emergió la cara de Yohachi seguida de su tronco. Se nos quedó mirando con una expresión de completo agotamiento, se fue tambaleando hacia la orilla con un reguero blanco de semen colgando de su miembro todavía erecto y se desplomó en el borde del agua jadeando frenéticamente.
—Me pregunto por qué los hipopótamos tatami seguirán indemnes con estas hierbas acariciantes —dijo Mogamigawa, mientras yo me ocupaba de cuidar a Yohachi—. Se alimentan de hierbas acariciantes, así que deben estar siempre rodeados físicamente de ellas.
—No, hasta los hipopótamos son acariciados. O, para ser más exactos, sólo saben dónde está su comida cuando sienten las caricias. Por supuesto, deben tener orgasmos esporádicamente cuando las comen.
—¿Ah, sí? Pues ahora empiezo a entender —Mogamigawa asintió con la cabeza—. En una ocasión, la doctora Shimazaki me pidió que examinara la calidad del agua donde crece la hierba acariciante. Allí descubrí grandes cantidades de bacterias helicoidales que se alimentaban de proteínas, potasio y calcio. La hierba acariciante evidentemente absorbe esas sustancias cuando se han degradado en materia inorgánica y excretado por esas bacterias.
—El proceso, pues, es algo así. En primer lugar, la hierba acariciante magrea a los hipopótamos tatami y los machos eyaculan. Las bacterias se reproducen comiendo las proteínas y otras sustancias presentes en el semen. Entonces la hierba acariciante absorbe las excreciones degradadas de las bacterias y las transforma en proteínas vegetales, que luego ingieren los hipopótamos. En otras palabras, es un ciclo regenerativo tripartito, ¿no es así?
—Pues sí, aunque, por supuesto, hay otras especies de bacterias que viven de las excreciones de los hipopótamos tatami.
Impertérrito por la expresión desafiante de Mogamigawa, continué argumentando con la esperanza creciente de estar a punto de hacer un descubrimiento: una pista para comprender las leyes que gobernaban los ecosistemas de este planeta.
—Por otro lado, puesto que la hierba acariciante hace que eyaculen los hipopótamos tatami, esto debe crear una resistencia medioambiental al incremento en el tamaño de la población, debilitando la fecundidad de las especies en su conjunto. A su vez, esto proporciona una reacción negativa que evita que la hierba acariciante sea consumida por completo por los hipopótamos.
Dicho de otra forma, lo que tenemos aquí es un biotopo regulador para estas tres especies. Al fin y al cabo, al no haber una variación estacional pronunciada en el clima de este planeta, los organismos alternarían explosiones demográficas con la extinción inmediata si se dejaran de controlar, ¿no le parece?
—Pareces impaciente por emitir juicios, pero no deberías precipitarte a la hora de llegar a conclusiones. Aunque eso fuera verdad en este caso, no olvides que no es más que un único sistema cibernético dentro del espacio vacío y amplio de todo un planeta. Ignoramos cómo se relaciona con los demás.
Mientras el doctor Mogamigawa seguía hablando con su mirada hostil, Yohachi se tambaleaba.
—Creo que ya estoy bien —dijo.
—Desde luego que lo debes estar. Serénate, hombre. ¡Qué son dos o tres eyaculaciones! —le dijo Mogamigawa.
Yohachi le echó una mirada despectiva.
—Cualquier otro se hubiera desmayado, o incluso muerto. ¡Me he corrido siete u ocho veces!
Los soles ya se habían puesto. Pero, para nosotros, era la hora de partir, ya que teníamos que cruzar el pantano de inmediato. Después de todo, hubiera sido una locura ir de noche a través de la oscura y terrible selva.
Dejamos que Yohachi cargara con la mayor parte del equipaje, mientras que nosotros sólo llevamos el equipo de observación experimental, que pensamos que sería útil para el camino. Con eso, entramos en la zona pantanosa. Yo llevaba la delantera y Mogamigawa me seguía.
—De todos modos —dije mientras caminaba por delante—, la relación entre esos cocodrilos, las medusas rectangulares y la hierba sangrante también se podría considerar parte de un sistema regenerativo multiespecies similar al de los hipopótamos tatami y la hierba acariciante, creo yo. A diferencia de las especies terrestres, los cocodrilos no son carnívoros, sino que se alimentan de hierbas sangrantes y otras algas. Y, además, son mamíferos, ¿no? ¡Vaya nombres tan disparatados les pusieron a estas criaturas los miembros de la expedición! ¡El conejo de orejas postizas ni siquiera es un roedor!
—Bueno, sigue habiendo casos de nombres disparatados que se inventan los diletantes. Más aún, ¿acaso no son mamíferos casi todos los vertebrados superiores de este planeta? ¿Qué sucedió con todos los reptiles, anfibios y demás, de orden menor? ¿Crees que desaparecerían todos como ocurrió con los reptiles gigantes en la Tierra durante el Mesozoico?
Yo balbuceé. Si hubiera dicho lo que estaba pensando en esos momentos, seguro que Mogamigawa me hubiera vuelto a mirar como si estuviera loco.
Desvié la conversación justo a tiempo.
—No obstante, el mero hecho de que la mayor parte de especies de animales superiores sean mamíferos y, aunque muy diferentes en aspecto, sean tan parecidos como para relacionarlos entre sí, significa que el apareamiento entre especies es posible, aunque en realidad no pueden reproducirse. Sin embargo, está claro que si un animal pequeño como el conejo de orejas postizas copulara con uno de esos hipopótamos tatami, probablemente moriría por una rotura de vísceras.
—Me pregunto si los hipopótamos buscan de verdad a otros animales para fornicar —dijo Yohachi en voz alta mientras caminaba por detrás con una montaña de maletas a su espalda—. Después de todo, siempre lo vuelven a hacer con esas hierbas acariciantes, ¿no? Y, por cierto, es fantástico hacerlo con ellas.
—Lo que acaba de decir Yohachi es correcto —dije yo—. Todos los vertebrados superiores poseen un mecanismo innato de liberación que incorpora la actividad de aparearse con individuos de otras especies. Sin embargo, los hipopótamos tatami normalmente se reúnen en manada con individuos de la misma especie y la expresión del mecanismo la suprime la hierba acariciante. En todo caso, habría muchas especies que se morirían si los hipopótamos copularan con ellas. El mecanismo sólo se dispara a través de la estimulación cuando los vertebrados superiores de otras especies se les acercan.
Mogamigawa gruñó:
—¿Pero por qué todos los vertebrados superiores de este planeta están programados básicamente para tener un impulso obsceno e improductivo de acoplarse con cualquier pareja que encuentran? Parece que lo que quieres decir es que de alguna forma está incorporado en su información genética.
Hablaba con voz amortiguada y un tono lascivo. Y era como si torciera sus labios a medida lo hacía.
—Más aún, son todos sumamente parecidos a los animales comunes de la Tierra, como los hipopótamos, los cocodrilos, los conejos o las vacas. Eso hace que parezcan más obscenos todavía para nosotros, los humanos. Me pregunto por qué será.
—Verás, desconozco el motivo por el que son «obscenos», pero, como fenómeno, probablemente se trate de una concentración adaptativa. Por citar un ejemplo, hace mucho tiempo había en la Tierra unos mamíferos marsupiales de orden menor que sólo vivían en Australia y sus alrededores. En otras palabras, sólo se desarrollaron tras la separación de Eurasia, y en ese lugar aislado se produjo una radiación adaptativa. Allí se separaron en multitud de formas. No obstante, cada una de estas criaturas, conocidas como metaterios, era asombrosamente similar en aspecto a los euterios que existían en otras partes de la Tierra. Es un fenómeno de evolución paralela. Por ejemplo, un canguro se parece a un conejo saltarín; un tilacino es muy parecido a un lobo; un topo marsupial es semejante a un topo normal; un koala se puede comparar con un oso; un bandicot con orejas de conejo se podría confundir con un conejo; una zarigüeya de cola de cepillo común no es diferente de un zorro; un quoll oriental se parece a un gato; un oposum se parece a una ardilla, y así sucesivamente. Aunque son especies completamente diferentes, la única diferencia visible entre ellos es que los primeros poseen bolsas marsupiales, y los segundos, no. Y ahora que hemos iniciado los estudios científicos en otros planetas, el profesor Fujioni Ishiwara sostiene que esta radiación o concentración adaptativa, o lo que sea, está ligada a los portadores de la información genética de las formas de vida de cada planeta, y posee un amplio alcance de aplicaciones. No obstante, yo no comparto su teoría sobre la ley de ortogénesis universal.
—Pero yo te he preguntado por qué son tan obscenos —dijo Mogamigawa con un grado más allá de la irritación—. De la misma forma que los marsupiales se caracterizan por tener una bolsa, todas las formas de vida de este planeta se caracterizan por ser obscenas. ¿Es eso a lo que te refieres?
—¡Yo lo que digo es que no son obscenos! —dije mordazmente, irritándome también cada vez más—. En todo caso, diría que lo que caracteriza a este planeta es que todos los vertebrados superiores son herbívoros y que hay una ausencia total de cadena alimentaria. No sólo es que no haya predadores, sino que, además, la población permanece estable, se producen muy pocos conflictos entre individuos de las mismas especies, es decir, hay poca interferencia mutua. Eso sería lo más característico. Pero, una vez más, le repito que puede que no tenga nada que ver con el tamaño de la población, sino con el hecho de que estas especies no sufran absolutamente ninguna agresión.
—¡Eso es absurdo! ¿Qué especie no sufre agresiones? —dijo Mogamigawa con rimbombancia, poniendo de manifiesto sus conocimientos básicos sobre etología—. Si pierden su capacidad de agresión, también perderán las relaciones entre individuos. Y si las relaciones entre individuos desaparecen, ni siquiera podrán reproducirse. Al fin y al cabo, lo mismo se puede decir de los humanos.
—Ah, pero este planeta es especial en ese sentido —le contesté—. Yo creo que el impulso agresivo está incorporado aquí en la erótica. Verá. Los animales suelen morderse en el cuello cuando copulan, o bien se persiguen o luchan entre sí en un jugueteo amoroso, ¿no? Es decir, hacen cosas cuando se aparean que, a primera vista, parecen agresiones. Así que ¿no está de acuerdo en que es imposible hacer una clara distinción entre los dos impulsos? Y en cuanto a los animales de este planeta, el impulso erótico se amplifica, puesto que no tienen necesidad de mostrarse agresivos ni con los individuos heterogéneos ni con los homogéneos. Por eso intentan copular con individuos de ambos tipos.
—¡Vaya, el dualismo freudiano! —me regañó Mogamigawa—. ¡Tomas una teoría clásica como ésa y la aplicas al reino animal! Y vas y te lo crees, ¿no?
—¡No todo, por supuesto! —le respondí—. Pero si me permite decir algo, el impulso destructivo revelado por Freud en sus últimos años…, bueno, él mismo no se lo acababa de creer, pero dio con una teoría bipolar porque había cosas que no las podía explicar sólo con la libido.
—¿Y por eso postulas la existencia de animales que no tienen más que deseos eróticos? ¡No me fastidies! —vociferó Mogamigawa—. ¡A ti se te ha contagiado la obscenidad de los animales de este planeta!
—¿Pero otra vez a vueltas con la obscenidad? —le contesté también vociferando—. ¿Acaso no son obscenas las bacterias?
—¡Qué van a ser obscenas! ¿De qué estás hablando? Las bacterias de este planeta son iguales que las de la Tierra. No son obscenas en absoluto. Se reproducen de manera homogénea, como tiene que ser, y si intentamos un subcultivo sucesivo de múltiples especies, lo que hacen es luchar entre sí, como tiene que ser, y los perdedores se eliminan. Eso es lo que tiene que ser. ¿O qué es lo que quieres decir? ¿Que tu teoría junguiana también se aplica a las bacterias de este planeta?
—¡No se trata de Jung! Es… algo diferente…
—Bueno, no importa, pero por qué no…, ¿cómo se dice?…, lo que sólo afecta a los animales superiores… ¿por qué no afecta también a las bacterias? ¿Lo ves? Estás totalmente equivocado. Lo habitual…, ¿cómo se dice?…, debería ser interrumpido… y demás. ¿No te parecería raro?
—Pero las bacterias, ¿cómo era?, superiores, sí, los animales superiores, son diferentes…, ¿o no?
—No, no lo son.
—No digo que, bueno ya sabes, que todo en este… en este planeta tenga que ser… una especie de… uniforme… que… ya sabes, el asunto genético… no tiene por qué ser…
—Sí, y eso es lo curioso.
—Es verdad. Es curioso.
—¿De qué me hablas?
—¿De qué me habla usted?
—Un momento. ¿De qué estábamos hablando exactamente?
Teníamos la sensación de que algo no iba bien y, sin saber qué era, paramos en seco. Encendimos nuestras linternas para contemplar la escena, tan sólo iluminada por la luz de las estrellas que había a nuestro alrededor.
—Es un prado —mascullé yo—. Estamos en un campo de esas hierbas… ¿Cómo se llaman?
—Hierbas del olvido —dijo Yohachi.
—¡Salgamos de aquí! —gimió Mogamigawa, mientras me adelantaba corriendo dando traspiés en las hierbas y los huecos que había en la tierra—. Si nos quedamos aquí haciendo aquello…, entonces…
—Eso, lo que tú sabes, está cada vez más, ¿sabes?
Yo tenía la vaga sensación de que habíamos estado discutiendo sobre algo, pero no podía recordar qué. Era la prueba palpable de que nos encontrábamos en medio de una colonia de hierbas del olvido. Nuestros poderes de pensamiento o de memoria estaban desapareciendo rápidamente. ¿Qué podía haber más inquietante que eso? Aceleré el paso hasta que prácticamente me vi corriendo.
Seguimos durante cerca de un kilómetro tras salir de la zona pantanosa. El efecto Algernon había remitido, pero continuaba la amnesia. Para cuando nuestros recuerdos empezaban por fin a volver, rayaba el alba y las Tetas Doradas ya eran totalmente visibles. Había árboles esparcidos por el terreno circundante, los conejos de orejas postizas saltaban por la maleza y la vaca fuelle estaba rumiando a nuestro alrededor.
—Esto, doctor —llamé a Mogamigawa, que, como siempre, seguía su camino por delante.
—¿Sí? —respondió con aparente alivio. Su voz sonaba suave, y contrastaba con el tono anterior—. ¿Quieres que sigamos con nuestra discusión?
—Sí, claro.
—Vale. El debate es ciertamente importante, ¿no crees?
—No es exactamente el debate. Me preguntaba cómo afecta la hierba olvidadiza a los animales de este planeta, y digo yo que podríamos discutir sobre eso.
—Entonces ¿has tenido alguna otra idea?
—¿Puede escucharme? Hace un momento estábamos manteniendo una polémica. Bueno, en realidad era más una disputa. De haber subido de tono, nos hubiéramos peleado.
—En efecto.
—La hierba olvidadiza evitó que llegáramos a eso. Y lo que es más curioso: nuestro debate, acertadamente, trataba de las agresiones.
Mogamigawa se detuvo y se dio la vuelta, mirándome fijamente.
—¿Quieres decir que la hierba olvidadiza evita que los animales de este planeta se ataquen entre sí?
—Bueno, al menos quizás eso explique en parte el fenómeno.
—¡Pero mira a tu alrededor! —agitó fuertemente una mano para atraer mi atención en derredor nuestro—. Por aquí no hay muchas hierbas del olvido, ¿no? Por eso no nos afectan en absoluto. Sólo cuando uno está en medio de un campo de ellas se produce la pérdida de la memoria. Seguramente sería imposible borrar así una agresividad programada genéticamente.
—Sin embargo, no sólo hay hierbas del olvido distribuidas por todo este planeta, sino que también hay colonias de ellas esparcidas por varias zonas. Y, lo más importante, todos los vertebrados superiores de este planeta son herbívoros, lo que significa que, a diferencia de nosotros, siempre están mascando esa hierba. Sabemos que el conejo de orejas postizas la come, por lo menos. Y también se encuentra en los excrementos de otros animales.
Mogamigawa volvió a mirarme fijamente. Por fin, se dio la vuelta para explorar la escena a nuestro alrededor, pisoteó un espécimen de hierba olvidadiza que crecía a unos metros de distancia y lo arrancó de raíz. Regresó murmurando para sí.
—Puede que haya sido causado por las toxinas de polen o por los componentes del aire exhalado. Me la llevaré para analizarla con la doctora Shimazaki. Ponla en la caja de muestras, ¿quieres?
Pellizcó el espécimen con mano torpe, como si fuera una serpiente venenosa, y me lo ofreció.
Los tres apresuramos el paso hacia más adelante. Aunque llevábamos relojes terrestres, nos confundió la alternancia cada dos horas del día y la noche, y no teníamos una clara percepción de la hora o el día. De todos modos, lo mejor era apresurarse.
Un conejo de orejas postizas correteó de derecha a izquierda por donde estábamos y saltó hacia la espesura.
—¿Y qué me dices entonces del conejo de orejas postizas? —preguntó Mogamigawa. Evidentemente, había estado reflexionando sobre mi argumento mientras caminaba, y en esos momentos hablaba con cierto entusiasmo, como si por fin hubiera descubierto su justificación en contra de ese argumento.
—¿Que qué le digo? —repetí la pregunta.
—En su cabeza le crecen entre nueve y once largas orejas, de las cuales sólo dos son de verdad. El resto son…
—Falsas.
—Eso es, tiene siete o nueve orejas falsas. Si se las estiras se desprenden como si fuera la cola de una lagartija, aunque no le vuelven a crecer. Y esto debe demostrar seguramente que el conejo tiene enemigos naturales, ¿no es así?
—Claro que tiene enemigos naturales. Pero permítame decirle que sólo los humanos sujetan a los conejos por las orejas. Fíjese, por ejemplo, en el simio desnarigado, un mono de gran tamaño que carece de nariz. Es un herbívoro. Si tenemos en cuenta que los nudalianos se alimentan de conejos y que el conejo de orejas postizas es la única carne que comen, las orejas falsas podrían considerarse un mecanismo para evitar que los humanos lo capturen.
—Entonces ¿de verdad son los nativos los únicos vertebrados omnívoros que hay en este planeta?
—Sí, hasta donde yo sé —agregué—. Pero, por descontado, ignoro qué podemos encontrarnos en la jungla a partir de ahora.
Mogamigawa puso mala cara.
Poco a poco fue en aumento la densidad arbórea, una señal de que la jungla estaba a la vuelta de la esquina. En la misión anterior, habíamos iniciado en este punto nuestro rodeo por la jungla. Los árboles no sólo tenían un extraño aspecto, sino que también lo era su nombre: acacias crespas, árboles de la comezón, deutzias húmedas, etcétera. Los hijos póstumos ya se veían colgando en racimos de las acacias crespas. Las hiedras frotadoras pendían de las ramas de los árboles de la comezón, como una versión terrestre de la hierba acariciante. Las cigarras chillonas gritaban con voz metálica en un clamor cada vez mayor, y cada vez había más penerectos, cortejadores incansables y simios desnarigados, el equivalente en la Tierra de las ardillas, los topos y los monos. La vaca fuelle, que aparecía de vez en cuando, de repente asomaba el cuello desde la sombra de un árbol del camino, haciendo que nos diéramos unos sustos de muerte.
La vaca fuelle tenía una cara que apenas recordaba la de una vaca, y su cuerpo era mucho más pequeño, con lo que se parecía más a un jabalí. Al parecer, lo de «vaca» era sólo porque rumiaba. Pero no lo hacía con cuatro estómagos, como una vaca normal. Mantiene quietas sus patas delanteras y sólo mueve hacia delante las patas traseras, contrayendo el tronco como un acordeón. Esto tiene el efecto de comprimir su estómago, y obliga a que su contenido salga por la boca. Luego mantiene quietas las patas traseras y sólo mueve las delanteras, estirando el tronco hasta asemejarse a un perro salchicha. En realidad, estaba deseoso de diseccionar una para ver cómo era su esqueleto.
—Tanto en el agua como en los árboles, en la superficie de la tierra o bajo tierra, todos ellos han sufrido una radiación adaptativa que los hace casi idénticos a las especies terrestres, pero, a diferencia de éstas, todos son mamíferos herbívoros. Y más aún, como tú dirías, no son meramente mamíferos, sino en realidad primates, o criaturas superiores muy próximas a ellos. ¿No crees que es raro?
—No del todo. Al fin y al cabo, incluso los reptiles del Mesozoico sufrieron la radiación adaptativa. Por ejemplo, el triceratops se parecía a un rinoceronte; el pteranodon, a un ave; el brontosaurio, a un elefante; el terópodo, a un tigre; y el ictiosaurio, a un pez.
—No. No es eso lo que yo digo. ¿Por qué hay tan pocos mamíferos de orden menor, reptiles o anfibios, como acabo de mencionar? Tampoco parece que haya peces ni aves, a excepción del gorrión-pene.
Yo me quedé callado. Estaba claro que si hubiera expresado abiertamente mi opinión, hubiéramos vuelto a iniciar otra disputa. Y hubiera sido mucho peor que la vez anterior.
Aun así, Mogamigawa siguió preguntándome con insistencia.
—Hace un momento has dicho que te oponías a la teoría del doctor Fujioni Ishiwara sobre la ley de ortogénesis universal. Si no recuerdo mal, él dijo que «los organismos de todos los planetas, no sólo los que hay en nuestro Sistema Solar, evolucionan de bacterias y algas, en el sentido amplio de la palabra, a formas de vida inteligente, basándose en una importante ley de ortogénesis que se extiende por todo el cosmos». No estarás de acuerdo con eso, ¿no?
Me vi obligado a contestarle.
—Sí, pero también dijo que «hay formas de vida que, aparentemente, varían de un planeta a otro. Esto no es más que la encarnación de la ley, hasta un cierto nivel de probabilidad, dependiendo del medio ambiente y las condiciones». Mi opinión es que podría existir un planeta que no se ajustase a ese principio. Según su medio ambiente y sus condiciones, claro está.
—¡Más tonterías! —gruñó Mogamigawa con su típica forma de intimidar a su oponente antes de gritar—. ¡Eso es de todo punto imposible! ¿Pero de qué diablos estás hablando? Independientemente del medio de cultivo sintético que empleemos para nuestra investigación, lo primero que aparecerá será las bacterias, seguidas de los protozoos que se las comen. Las heces de los protozoos se convierten en nutrientes con los que se multiplican las algas. Entonces, y sólo entonces, se producirán los primeros organismos multicelulares y se estabilizará el sistema simbiótico. Sea cual sea el medio ambiente o las condiciones, el ciclo de sucesión de los organismos vivos siempre va de menor a mayor, de los microbios a la flora, de la flora a la fauna. Nunca he visto un ecosistema en un planeta que posea otra forma de sucesión. La evolución es siempre la misma. Sólo cuando hay algo que comer puede existir algo que se lo coma. Es absolutamente impensable que primero aparezcan las aves, seguidas de los insectos y las frutas de las que se alimentan.
—¿Quiere decir, por consiguiente, que la idea de que los humanos fueron los primeros es una tontería?
—¡Por supuesto que sí!
—Aun así, un amigo mío tiene la siguiente teoría. Primero fue el hombre. Un ser que retrocedió del hombre fue el antepasado común de hombres y monos. Una vez degenerado en forma de simio se convirtió en el antepasado de los insectívoros, y así sucesivamente, hasta que por fin se formaron los organismos unicelulares. En resumen, una teoría de la involución.
—Ya —se mofó Mogamigawa—. Por supuesto, no puede decirlo en serio, pero es una lástima que no elaborara un argumento con mayor intriga. Será un científico, ¿no?
—Psicoanalista. Se llama Yasha Tsuchini. Fue él quien descubrió el deseo universal de los humanos de una teoría de la involución. Sostiene que el evolucionismo es lo que los humanos encuentran más problemático, ya que siempre quieren creer en la superioridad de la raza humana. La teoría de la involución es uno de los mitos que se encuentran en el fondo del hombre moderno sin que se dé cuenta. Lo mismo se puede aplicar a los biólogos, dice él. Sus teorías no son más que lo contrario de una creencia intrínseca en la supremacía humana, como lo refleja la declaración del profesor O. E. Kenzabroni de que «los humanos que se ponen del lado de los animales son extremadamente crueles hacia los demás humanos». Por citar un ejemplo más concreto, incluso Konrad Lorenz, que ganó el Premio Nobel de biología hace varios siglos, a veces parecía ensalzar la superioridad de la raza humana, precisamente porque era un neodarwinista.
—Y aun así era un evolucionista. Está bien, apoyaba la discriminación basada en la eugenesia, pero ¿qué hay de malo en mantener la superioridad de la raza humana?
—No obstante, incluso algunos biólogos modernos que han sido influenciados por Lorenz dicen que no pudo haber evolución, ya que todo está determinado genéticamente. Según estas personas, la adaptación se logra mediante la dinámica de población en todas las especies.
—Sí, he oído hablar de ellos. ¡Vaya cuadrilla de necios! —Mogamigawa empezó a gritar de nuevo—. Siempre aparecerán, de uno u otro modo, antievolucionistas incorregibles. Lo que tú pretendes decir es que todos los evolucionistas son conservadores, mientras que los involucionistas son universalmente progresistas. Pues no. Quizá la tendencia actual vaya en esa dirección en cualquier caso. Pues yo no puedo aceptarlo. Piénsalo, hay incluso bacteriólogos que sostienen que los humanos surgieron de organismos unicelulares. Ahí tienes la teoría de la involución propuesta por el profesor Edmond Hamilton, de la Universidad SFM. Él sugirió que los seres inteligentes, que eran en realidad organismos unicelulares de Altaír, a cientos de miles de años luz de nuestra propia galaxia, crearon una civilización mediante la telepatía, y que se trasladaron a la Tierra, el «planeta venenoso», hace miles de millones de años, donde fueron retrocediendo gradualmente, se subdividieron en formas de vida cada vez menores y finalmente crearon la forma más baja y grotesca de vida: el hombre. Tú eres uno de esos necios, ¿no?
—Seguramente, las teorías del profesor Hamilton están formuladas como una crítica a la «superioridad negra» de los evolucionistas, que consideran la raza humana el producto supremo de la evolución, la creación más natural del cosmos. Ya sabe.
—¡No todos los evolucionistas son teóricos discriminadores! —vociferó Mogamigawa—. Por ejemplo, incluso entre los humanoides hay algunos telépatas, como todos los nudalianos de este planeta, pero sólo una fracción de los humanos de la Tierra lo son. Ahora que, en cierto sentido, se están descubriendo seres humanoides inteligentes de orden superior a los humanos terrestres en diversos planetas, los evolucionistas que mantienen una postura tan anticuada…
—Eh, perdón por interrumpirles, señores —dijo Yohachi sardónicamente desde atrás en tono de mofa—. Estamos en la jungla, por si no se han dado cuenta. ¿No sería mejor que tuviéramos cuidado? Hace un momento he visto una enorme araña balanceándose sobre sus cabezas, ¡y dudaba sobre cuál de ustedes posarse!
La oscuridad se había cernido sobre nosotros y yo di por sentado que los soles se habían refugiado tras las nubes. De hecho, ya estábamos en la jungla, un bosque mixto del terciario.
—Ah, seguramente eso sería una araña-mamá —dije yo mientras seguía la pista del animal—. Por favor, tenga cuidado, Mogamigawa. Esta zona está llena de árboles de la comezón. A lo mejor tenemos que pasar de lado por entre ellos.
Yo ya empezaba a sentir el picor bajo su influencia y a irritarme por ello. La sensación de escalofrío que precede al acto sexual empezaba a acecharme el espinazo y estornudé dos veces seguidas.
—¡Socorro! —gritó Mogamigawa.
Se había enredado completamente en la hiedra frotadora, que lo había enrollado rápidamente al tronco de un árbol de la comezón e instantáneamente cubrió su cuerpo con un liquen azul-verdoso.
—¡Deprisa! ¡Saca el cuchillo, rápido! —le gritó a Yohachi con una expresión medio enloquecida y jadeando con creciente ferocidad—. ¡Aaaaahh!, ¡aaaaahh!
Una expresión de completo éxtasis empezó a aflorarle.
Yohachi sonrió abiertamente mientras sacaba un cuchillo de su bolsillo con estudiada parsimonia. Luego, esperando el momento oportuno, cuando los gritos jadeantes y frenéticos de Mogamigawa llegaron a su clímax y su cuerpo se desplomó fláccidamente, empuñó el cuchillo y cortó la hiedra frotadora en trozos pequeños.
—¿Por qué no la has cortado antes? —Desplomado en el suelo y agotado, Mogamigawa miró airadamente a Yohachi con aire de reproche—. ¡Lo has hecho a propósito!, ¿verdad?
—Se ha corrido, ¿a que sí? —le preguntó Yohachi soltando su vulgar carcajada.
—¡Cierra el pico! —Mogamigawa se levantó con fuerzas renovadas, como dando a entender que no había eyaculado, y volvió a gritar—: ¡Venga, manos a la obra! ¡Andando! ¡Si no, seguiremos en esta obscena jungla cuando anochezca!
Era obvio que sólo estaba fingiendo. Hasta yo me estremecía al pensar en las abominables criaturas que nos aguardaban a partir de entonces.
—¡Eso es, démonos prisa! —dije con falsos ánimos, en franca contradicción con el estremecimiento de mi corazón. Pero no había hecho más que ponerme en marcha cuando di un grito y me caí de espalda. Una araña-mamá de dimensiones gigantescas descendió de los árboles ante mis ojos, puso su misteriosa cara de tarsero junto a la mía y luego me agarró la cara suavemente con sus peludas patas delanteras dobladas. Parecía dispuesta a besarme.
—¡Quitádmela de encima cuanto antes! —chillé yo, espumajeando virtualmente de ira mientras yacía en el suelo.
—Se ha ido —dijo Yohachi—. La ha asustado con los gritos.
—¿Era una araña de verdad? —preguntó Mogamigawa desde detrás de mí cuando, una vez más, nos pusimos en camino con notable inquietud—. Tenía cuatro patas, ¿no? Yo diría que era algo así como un cruce entre un tarsero y un mono araña.
—Casi seguro que no es una araña. Al fin y al cabo, una característica de este planeta es que apenas hay insectos, exceptuando las cigarras chillonas —respondí mientras caminaba con dificultad entre la maleza—. No puedo asegurar nada hasta que capturemos una, pero creo que o son mamíferos o se les parecen. Sus patas estaban calientes.
—Así pues, ¿a qué se debe su nombre?
—¿El de araña-mamá? La bautizó un tipo llamado Hatsumi, que era miembro de la primera expedición. Le encantaban los juegos de palabras y fue él quien dio nombre a la mayoría de especies de este planeta. Pero se encontró con tantas formas de vida extrañas que, cuando le interrogaron sobre los nombres al volver a la Tierra, le costó recordar por qué las había bautizado así.
—Menudo irresponsable.
—Pues sí. Pero detrás de cada nombre debe haber un significado.
Oímos un ruido de aleteo susurrante como si algo golpease con violencia las hojas de los árboles sobre nosotros. Una criatura volante pasó rozando nuestras cabezas, y su cuerpo grande y caliente fue a dar contra mi mano, que había levantado instintivamente.
—¡Groarr! —La cosa graznó y luego cayó al suelo desbaratándose en la maleza.
—¡Es un gorrión-pene! —gritó Yohachi asombrado—. ¡Un gigantesco gorrión-pene! ¡Del tamaño de un gato! ¡El rey de todos los gorriones-pene!
—No, no era un gorrión-pene —dije yo todavía levemente asustado—. Tenía vello y su canto era diferente también. Yo diría que planea estirando la piel de sus flancos como una ardilla voladora, o bien posee unas alas membranosas como un quiróptero.
—No lo creo —murmuró Mogamigawa malhumorado—. Seguimos viendo criaturas que no hacen más que apoyar tu famosa teoría de la involución.
Yo no tenía muchas ganas de volver al tema de la teoría de la involución. Pero, por otro lado, si teníamos algo que debatir, quizá podríamos distraer la mente de nuestro cada vez mayor terror. Por eso volví a empezar.
—La teoría de la involución es difícil de establecer porque en ella se da por sentado que los humanos aparecieron de repente de la nada. Pero digamos que los nudalianos son seres humanoides inteligentes que vinieron de otro planeta. Con eso no quiero decir que fuera una importante migración de especies, sino algo como…, bueno, recordará la Segunda Revolución Verde de la Tierra, cuando todos aquellos odiosos hippies se agruparon en naves espaciales y desaparecieron de nuestra galaxia. Los nudalianos podrían ser sus descendientes.
—Basándote en qué, me pregunto.
—Basándome en el hecho de que no se han propagado por todo este planeta, sino que están centrados en un lugar. Quizá conocían a sus antepasados y por ese motivo predijeron que, tarde o temprano, las formas de vida inteligentes como ellos les visitarían de otro país. Por eso crearon un país adecuado, como han hecho aquí. Después de todo, nos negaron la entrada. Y puede que nosotros no seamos los primeros seres en visitar Nudalia desde otro planeta.
—¿Y dices que todos los mamíferos de este planeta podrían haber involucionado de ellos?
—Eso es. Quiero decir, ¡mire eso! —señalé un grupo de tres simios desnarigados que estaban sentados en fila en un árbol cercano, ensanchando las aletas de la nariz al mirarnos—. Si les pones unas narices, parecerían nudalianos, ¿no cree?
—Bueno, yo sólo he visto a los nativos en fotografías. Pero espera un momento. ¿Y qué me dices de la flora? ¿Estás diciendo que existía en este planeta desde el principio?
—Sí, al menos las algas. Y probablemente también había fauna hasta la fase de los organismos multicelulares aproximadamente. Es posible que los antepasados originales de los nudalianos llevaran provisiones en forma de clórela o similar. También puede que hayan llevado insectos parásitos consigo. Eso explicaría la discontinuidad entre la fauna inferior y superior y el hecho de que, entre la flora, haya numerosas gimnospermas pero sólo dos o tres especies de angiospermas. En suma, la fauna no ha retrocedido aún hasta los reptiles o los peces, mientras que la flora todavía debe evolucionar hasta llegar a las angiospermas.
—Lo siento, pero eso no explica nada —dijo Mogamigawa—. O ¿dónde puedes encajar a la cigarra chillona, que es un insecto? Además, teniendo en cuenta tu radiación adaptativa de las gimnospermas, no es normal que haya tan pocas especies de vertebrados superiores. Si todos ellos se aparean de manera tan heterogénea, cabría esperar que por todo el lugar pulularan nuevas especies equipadas con plasticidad genética. Y también está, entre otros, el enigma de cómo se mantiene a raya la fecundidad de los nudalianos y de los vertebrados superiores.
—En realidad, a pesar del nombre, la cigarra chillona no es más que una forma de insecto sumamente primitiva. En la Tierra sería el equivalente aproximado de los protoblattaria o las cucarachas primitivas que aparecieron en el periodo Carbonífero. Tanto si evolucionó a partir de un crustáceo o de uno de los primeros artrópodos, como el trilobites, se debió subdividir en varias formas al desplazarse a tierra firme. En consecuencia, podríamos ver aquí otros tipos de insectos. Desconozco por qué no es así, pero yo diría que la explicación más plausible es que todos los demás insectos prehistóricos se extinguieron por algún motivo, y que sólo permanecieron las cigarras chillonas, que se adaptaron y sobrevivieron. Puede que suene ridículo, pero su chirrido se parece tanto a los chillidos de las mujeres jóvenes que suena muy sensual, y esto podría haberles ayudado a adaptarse al ambiente predominante de erotismo que hay en este planeta. Su chirrido estimula intensamente los deseos sexuales.
—Eso no es un argumento científico, creo yo, pero también he empezado a sentirme así. Quiero decir que este planeta podría ser un mundo en el que sólo se permitiera la existencia de formas de vida indecentes —dijo Mogamigawa con un suspiro, como si le faltara energía tras ser violado por la hiedra frotadora—. ¡Silencio!
Les hice señas a Mogamigawa y a Yohachi para que bajaran la cabeza y yo mismo me escondí entre la espesura de helechos de hoja perenne. Más allá de ese bosquecillo había un claro abierto que parecía ser el centro mismo de la jungla. Allí se concentraban unos cuantos animales retorciéndose en una actividad furtiva.
—¿Están copulando? —susurró Mogamigawa, que había ido reptando hasta donde yo me encontraba.
—Está claro que sí.
—La hembra parece una osita…
—Y el macho, un antílope. Los otros dos parecen un cruce entre un tapir y un cerdo.
—¿Qué están haciendo?
—Probablemente estén esperando su turno —le respondí, a pesar de sentir arcadas por lo extraño de la escena—. Nunca antes había visto estos animales. Deben vivir permanentemente en la jungla. Y tampoco recuerdo haber escuchado los nombres que responden a su descripción.
—Dudo que una visión tan obscena se pueda encontrar en otro planeta —murmuró Mogamigawa con cierta expresión nauseabunda. De inmediato, empezó a retroceder—. Vámonos de aquí. No quiero ver más.
Al percibir el susurrante sonido de las hojas cuando Mogamigawa se restregaba contra los helechos, las dos criaturas que parecían tapires y cerdos y esperaban su turno para copular se irguieron sobre sus patas traseras y se volvieron hacia nosotros.
—¡Oh, no! ¡Nos han descubierto! —exclamó Yohachi.
Los dos cerdos-tapir mostraron unas impresionantes erecciones. Nada más descubrirnos, sus sanguinolentos ojos empezaron a brillar, como si dieran por sentado que seríamos los nuevos objetos de su placer sexual. Empezaron a contonearse en dirección a nosotros con sus patas traseras, sacudiendo las caderas y casi arrastrando el bajo vientre del que brotaban sus hinchados miembros. Su aspecto me recordaba al de un hombre de mediana edad con tal necesidad de contacto físico que le hubiera llevado convertirse en un monstruo ávido de sexo. Nada podía ser más repugnante a la vista.
Dejé el miedo de lado y me preparé para correr. Pero la sangre se me heló cuando vi otros siete u ocho animales que salían de repente de la maleza circundante. Los cerdos-tapir no eran los únicos que habían estado esperando su turno para acoplarse. Éstos también permanecieron tumbados en los matorrales esperando tranquilamente el momento oportuno. Todas ellas eran criaturas que no había visto antes en los dos meses que llevaba en este planeta. Uno se parecía a un caballo, otro a un perro, otro a un elefante, otro a un perezoso y otro no se parecía a nada de lo que había en la Tierra. El más extraño de todos ellos se asemejaba a un enorme simio desnarigado, aunque aún más a un humano. Todos se sostenían sobre sus patas traseras y, con el pene erecto, jadeaban a más no poder cuando se entregaban a sus ardientes deseos carnales o se acercaban a nosotros. No hay palabras para describir el miedo que nos atenazó en ese momento.
—¡Uaaah!
—¡Que vienen!
—¡Vienen a por nosotros!
Los tres empezamos a correr muertos de miedo. Era como si nos persiguieran los demonios de la venganza en la fiesta de la noche de Walpurgis. Ya nos considerábamos hombres muertos y habíamos perdido todo sentido de la orientación. Lo único que podíamos hacer era seguir corriendo, jadeantes, resollando en busca de aliento mientras imaginábamos lo que sería de nosotros si nos parásemos o nos cayésemos. Esas bestias demoníacas violándonos por detrás, penetrándonos hasta el fondo con sus miembros de color rojo negruzco. Justo cuando parecía que se nos iba a salir el corazón por la boca, fue Mogamigawa quien por fin se dejó caer pesadamente al suelo, exhausto. Tras él cayó Yohachi, y por último yo, sobre los dos.
—¡Ay! ¡Uuuuyyy! —Mogamigawa pegó un salto, moviendo sus brazos alocadamente como un hombre con ansias de muerte, nos confundió con las bestias, e intentó salir corriendo de nuevo. Estaba a punto de chocar contra un árbol de la comezón que se interpuso en su camino, pero bramó de terror al ver su tronco.
—¡Ahhhh! ¡Uaaaaaa! —De su boca no salían palabras inteligibles.
Un cerdo-tapir se enredó en una hiedra frotadora que estaba en el tronco de un árbol de la comezón y murió al quedarse pegado a él. Su cara expuesta se había empezado a descomponer y los globos oculares se le iban cayendo. Nos estremecimos por la visión fantasmal de sus rasgos agonizantes y nos desplomamos en el suelo petrificados de terror.
—¡Qué extraño! —dije, inclinando la cabeza después de recobrar el sentido y de recuperar el habla. Señalé el cadáver del cerdo-tapir—. La hiedra frotadora sólo posee fuerza de asimiento en un principio, pero después la relaja. Por eso una criatura tan grande como ésa debería poder desembarazarse con facilidad. Sobre todo teniendo en cuenta que ese individuo es un macho. Seguramente, el animal ha perdido su utilidad después de haber liberado su proteína, y la hiedra frotadora habrá vuelto a su estado colgante normal…
—Quizá se rindió voluntariamente —sugirió Yohachi—. Tal vez sufrió un picor insoportable del árbol de la comezón y, al no tener pareja, se fue a frotar a la planta. Luego no pudo parar de hacerlo y, al haber cada vez más plantas que se dirigían a él, gastó toda su energía y murió. Eso es lo que me figuro.
—Umm. Oye, puede que tengas parte de razón —dije yo, mirándolo de arriba abajo—. Pero ¿qué te hizo pensar eso?
—Ni idea —se rio—. Ese árbol de la comezón me tiene loco de picor. ¡No me importaría enredarme una vez en esa planta!
—Ya has eyaculado siete u ocho veces ¿y sigues diciendo eso? —dijo Mogamigawa con una mueca—. ¡Eres el colmo!
—No me sorprendería que todos los animales de esta jungla, incluidos los que hace un momento estaban apareándose, tengan su deseo sexual exacerbado por el árbol de la comezón —dije, asintiendo a lo que decía Mogamigawa mientras me levantaba—. Por aquí no hay más que una gran orgía. ¡Vámonos, rápido!
Al huir a ciegas por el pánico, habíamos perdido nuestra ruta lineal a través de la jungla. Una vez más me puse en camino encabezando el grupo brújula en mano.
Mientras nos dirigíamos en dirección oeste, nos topamos con una escena conmovedora. Un simio desnarigado hembra se había desplomado a los pies de una palmera zalamera y, con los muslos totalmente abiertos, estaba a punto de parir. La cabeza y los hombros del pequeño, bañado en sangre, sobresalían del cuerpo de la madre. Yo dejé de caminar y bajé la cabeza para contemplar la escena.
Mogamigawa se colocó junto a mí y me susurró al oído:
—¿Acaso no nos encontramos en medio de una senda de animales? ¿Por qué dar a luz en un espacio abierto como éste cuando ni siquiera vive aquí?
—Porque no tiene enemigos naturales, claro está —le respondí—. ¡Pero mire la cabeza del pequeño! No se parece en nada a un simio desnarigado, es una criatura mucho más grande. Es más bien un híbrido entre un simio desnarigado y esa cosa como un oso que hemos visto antes.
—Seguro que es un parto difícil.
—Pues sí, la cría es demasiado grande y la madre morirá probablemente. Mira cómo sangra.
—En ese caso, la cría morirá también. No tendrá madre que lo alimente y tampoco una madre de alquiler, puesto que es un híbrido.
—Naturalmente. —Estiré la espalda y luego fui a examinar el recién nacido antes de volverme hacia el doctor Mogamigawa—. Híbridos como éste deben nacer y morir todo el tiempo en esta jungla. ¡Pobrecillos! En fin, pongámonos en marcha. Pronto va a oscurecer.
—¡Espera un momento! —gritó Mogamigawa, colocando la palma de su mano sobre mi pecho para detenerme—. ¡Mira eso!
Una araña-mamá, que colgaba de un hilo que surgía de su trasero, se deslizó por los árboles directamente hacia el cuerpo yaciente de la madre moribunda. Nosotros contemplamos de cerca su conducta, preguntándonos qué pensaría hacer.
Aunque era un mamífero, la araña-mamá parecía tener en su trasero una serie de apéndices de hilado, desde los cuales iba creando un hilo parecido a la seda. Este hilo debía estar compuesto de la mucosidad segregada por esas glándulas, coagulándose instantáneamente en contacto con el aire, y al observarlo con más detenimiento vimos que constaba de varias hebras. Si sólo hubiera una, se habría roto por el propio peso de la araña. Ésta descendió hasta el cuerpo de la madre con las cuatro patas. Luego, tras husmearla, se deslizó por su costado hasta donde estaba el híbrido neonato.
De repente, la araña se metió en la boca al recién nacido bañado en sangre y se puso de pie sobre sus patas traseras. Luego parecía que usaba sus patas delanteras para sacar el hilo afuera, que no dejaba de segregar de los apéndices de hilado que tenía en el trasero, y lo enrolló muy ágilmente alrededor del cuerpo del recién nacido que llevaba en la boca.
—Se está preparando para comérselo más tarde —murmuró Mogamigawa con un aire de excitación.
—Pero se supone que la araña-mamá no es un carnívoro —le respondí susurrante—. Creo que estamos a punto de descubrir el significado que se esconde tras su nombre. Sigamos observando un poco más.
Los soles empezaron a descender y un rayo de luz anaranjada cayó en diagonal hacia la superficie de la jungla, iluminando vívidamente a la araña-mamá mientras proseguía con su actividad surrealista.
Finalmente, me quedé estupefacto al darme cuenta de lo que se estaba creando en los brazos de la araña-mamá.
—¡Un hijo póstumo! ¡Así que eso es lo que son! Los híbridos recién nacidos atrapados en la seda de la araña-mamá y colgando de las ramas de los árboles, por el motivo que sea. ¡Si hubiera estudiado antes el hijo póstumo, podría haber descubierto tantas cosas…! Pero, en vez de eso, lo clasifiqué como no identificado y perdí el tiempo examinando la ecología de los animales que estaban más a mano.
—Eso fue un fallo, la verdad —dijo Mogamigawa. En un momento, la araña-mamá había enrollado su seda alrededor del neonato en forma de pera dejando sólo un agujero en la parte de arriba, probablemente para que entrara el aire. Luego cogió unas cuantas hebras que sobresalían cerca de la parte más estrecha del capullo, se las colgó al hombro, como si fuera la bolsa del dios de la riqueza, y empezó a encaramarse al árbol más cercano.
—Si el propósito no es comérselo, debe ser criarlo —dije yo mientras nos poníamos en marcha de nuevo—. Lo envuelve en seda para devolverlo al útero, por así decirlo. El recién nacido debe crecer dentro del capullo hasta que pueda sostenerse por sí mismo. Así que ahora sabemos por qué se les llama arañas-mamá.
—Pero ¿qué saca con eso? —preguntó Mogamigawa—. Criar jóvenes híbridos no le produce ningún beneficio.
—Eso es cierto —repliqué yo, inclinando la cabeza—. Seguramente no podría haber ninguna forma de vida en ningún planeta que se dedicase a una actividad tan estéril, aparte del gran objetivo de preservar su propia especie.
—Una vez que salgamos de la jungla, cortaremos un hijo póstumo de un árbol y lo abriremos. Puede que descubramos algo.
Cuando por fin abandonamos la selva, había caído la noche una vez más. Encendimos las lámparas que llevábamos colgando de la cintura y seguimos hacia el oeste a través de un cinturón de lindes boscosas por un terreno ligeramente ondulado.
Llegamos a un río poco profundo que fluía a unos cinco kilómetros de las montañas del norte y decidimos acampar en su orilla rocosa. Debido a los numerosos esfuerzos que habíamos hecho hasta ese momento, nos empezábamos a sentir ligeramente embriagados. En el aire había más cantidad de oxígeno que en la Tierra, lo que hacía que estuviéramos extenuados.
—Bueno, ahora sigues tú solo hasta Nudalia. La frontera está justo allí —le dijo Mogamigawa a Yohachi—. Te lo hemos dicho muchas veces durante el camino, pero ya sabes lo que tienes que hacer, ¿verdad?
Yohachi soltó una carcajada.
—Que soy un hombre, por favor. No hace falta que me diga lo que tengo que hacer.
Mogamigawa frunció el entrecejo.
—¡No me refiero a eso, atontado!
Señalé la parte inferior de Yohachi. Al haberle quitado los pantalones los hipopótamos tatami, no llevaba más que los calzoncillos.
—Quítatelo todo —le dije—. Tendrás menos problemas para entrar si estás completamente en cueros. El equipaje lo puedes llevar al hombro.
—Está bien, así lo haré. —Yohachi empezó a tararear una canción alegremente mientras se desnudaba por completo.
—¿Qué tendrá ahí dentro? —espetó Mogamigawa.
Totalmente desnudo, a excepción de una bolsa de lona que contenía el aparato de telefonía y otros objetos atados alrededor de su cabeza, Yohachi se metió chapoteando en el río con alegres pasos de baile, llegó a la otra orilla y desapareció por una arboleda.
—Qué tipo tan despreocupado —dijo Mogamigawa con una sonrisa irónica antes de tumbarse en el suelo.
Yo también fui a buscar una zona arenosa para descansar. Bien podían los nudalianos vivir permanentemente desnudos, ya que el clima era agradable y no había insectos molestos, con lo que uno podía dormir en paz sin necesidad siquiera de una manta.
—Realmente es muy alegre. Y allí podrá hacer el amor hasta hartarse —dije con un enorme bostezo. No había hecho más que decir esto cuando los oscuros demonios del sueño descendieron sobre mí.
Me desperté después de sólo dos horas, incapaz de soportar la luz deslumbrante que provenía de los dos soles. Ése era el problema de este planeta. La mayor parte de las personas, al llegar aquí por vez primera, veían afectados sus biorritmos y padecían en gran medida la falta de sueño.
Herví un poco de arroz en una olla portátil, abrí una lata de ternera de Sakata y me lo comí todo. Cuando estaba haciendo un poco de café con agua del río, Mogamigawa, que había desaparecido del lugar en que estaba durmiendo, regresó con tres hijos póstumos colgando.
—Abrámoslos ahora mismo. Debo saber qué hay dentro. ¿Tienes tijeras?
—Sí. —Saqué unas tijeras de disección de mi caja de muestras y corté uno de los capullos en línea recta desde el agujero superior hasta la base.
Dentro había una criatura híbrida, acurrucada en posición fetal, con los ojos todavía cerrados, y rodeada de lo que parecía el líquido amniótico. Probablemente se había formado al disolverse la superficie interior del capullo de seda. La criatura tenía el cuerpo de una araña-mamá y la cabeza de un cerdo-tapir.
—Un cruce entre araña-mamá y cerdo-tapir —dije—. Así que la araña-mamá debe haber convertido su propio recién nacido híbrido en un hijo póstumo.
—Ummm. —Mogamigawa resopló de una forma que parecía indicar su desacuerdo, y luego me hizo señas para que abriera los otros dos capullos.
Éstos no contenían híbridos, sino arañas-mamá juveniles con los ojos ya abiertos y con vello en el cuerpo. Al sentir el aire exterior, se fueron excitando y lanzaron gritos extraños. Mogamigawa y yo nos miramos.
—¡Es el grito del despiertaesposas!
—¡O sea que de ahí viene el ruido!
—Mira esto, Sona —dijo Mogamigawa, usando una mano para evitar que una de las arañas-mamá jóvenes escapara mientras escudriñaba sus vientres—. ¿Para qué diablos envolverá una araña-mamá a sus propios hijos pequeños con seda y los convertirá en hijos póstumos? ¡Si ni siquiera son híbridos!
—Porque así debe ser como crían a sus pequeños. Pueden distinguir entre sus propios hijos y, digamos, los híbridos creados por otras criaturas. Si ven a una cría, su primer instinto consiste en cubrirlos con el hilo…
Me paré en medio de la frase y me quedé mirando fijamente a Mogamigawa.
—En definitiva, Mogamigawa…
Él asintió.
—Creo que estos menores no deben tener capacidad reproductiva. ¿Los podrías examinar? Puedes usar mi microscopio electrónico si lo deseas.
—Está bien.
La verdad es que no me hacía falta el microscopio electrónico, ya que saltaba a la vista que los pequeños no tenían órganos sexuales. Y más aún, los órganos sexuales del otro hijo póstumo, el cruce entre la araña-mamá y el cerdo-tapir, estaban muy degenerados y más bien parecían órganos atrofiados.
—Todos los híbridos de primera generación sin capacidad reproductora se transforman en arañas-mamá —dije con un suspiro—. ¿Cómo lo supo?
—Simplemente me he imaginado que las arañas podrían criar a los pequeños de otras especies porque ellas mismas no pueden reproducirse —dijo Mogamigawa con cierto orgullo—. Además, tenía la impresión de que el nicho de arañas en la selva era anormalmente alto. Cada vez que miraba hacia arriba, veía una araña-mamá en los árboles. Pensé, por tanto, que debía ser la especie dominante. Y cuando vimos que los hijos póstumos eran producidos por las arañas-mamá, me convencí de ello al considerar la extraña cantidad de hijos póstumos que colgaban de las ramas de los árboles.
—¡Pensar que una cosa así sea posible! —Me quedé mirando uno de los capullos abiertos y metí la punta del dedo en la espesa y viscosa solución que había dentro.
—El fluido debe ofrecer un estímulo para que se desencadene una metamorfosis espontánea. Provoca la degeneración evolutiva a la araña-mamá, que, a todas luces, parece ser la forma de vida más elemental de este planeta. Suele pasar a menudo entre los organismos menores, una metamorfosis anómala que provoca que una especie ya evolucionada vuelva a involucionar por los estímulos externos. De ser como tú dices, se debería aplicar el involucionismo a este planeta, ¿verdad? Y la araña-mamá debe estar evitando que se produzca cualquier degeneración ulterior o divergencia de la especie. En otras palabras, la metamorfosis anómala de este planeta se ha convertido en lo que Goethe llamaba «la metamorfosis normal».
—Esto cada vez se parece más a un ecosistema artificial, ¿no le parece? —dije pensativo.
—Yo mismo he empezado a considerar a los nudalianos desde otra perspectiva ligeramente diferente. Después de todo, parece que tienen una cultura espiritual altamente avanzada, y también un gran dominio de la ciencia y la tecnología —asintió conmigo Mogamigawa—. Por supuesto, es prácticamente imposible crear un ecosistema totalmente artificial, pero deben haber empezado la involución de especies superiores y probablemente tendrán la tecnología necesaria para suprimir la divergencia de las especies. O, aunque no fuera así, al menos sabrán que cualquier especie superior que haya involucionado de ellos inevitablemente será capaz de coexistir de forma pacífica, ya que beneficia a su propio planeta. Y, de hecho, eso es exactamente lo que sucedió. Más aún, incluso las especies menores y las plantas evolucionaron hasta que pudieron ser incorporadas en el ecosistema de estos vertebrados superiores. O quizás esas especies por sí solas no fueron seleccionadas, sino que sufrieron una radiación adaptativa.
—Más que disponer de la tecnología como tal, es posible que simplemente aplicaran una lógica inversa a la teoría de la evolución —añadí yo—. Esto es, en los planetas donde se aplica el evolucionismo, siempre existe una relación depredador-presa. Hasta el hombre, «el animal terminal», necesita inevitablemente un instinto agresivo, lo que hace que destruya la naturaleza, que provoque guerras, etcétera. En ese caso, al contrario, si pudiéramos crear un planeta al que poder aplicar la teoría de la involución y donde sólo existieran relaciones basadas en la libido, sería posible mantener un medio ambiente pacífico. En vez de una ecología tanática, de «comer o ser comido», deberíamos ser capaces de crear una ecología erótica, en la que todos los seres vivos se amaran los unos a los otros. Siendo pacifistas, los colonos originales seguro que estaban convencidos de eso. Teniendo en cuenta la dudosa naturaleza de la teoría dual de Freud de sus últimos años, hasta yo he empezado a pensar que esta ecología erótica podría justificar mejor el título de ortodoxia en nuestro cosmos.
—Bueno, no sé de dónde vinieron, pero no me cabe duda de que deben haber aprendido mucho de los notorios errores de su planeta original —dijo Mogamigawa, poniéndose extrañamente sensiblero—. Quizás ese planeta se pareciera mucho a la Tierra.
Yo compartía su opinión. Nos miramos los dos y nos reímos al unísono.
—¿No le parece que ya va siendo hora de que contactemos con Yohachi? —dije, mientras me terminaba el café y sacaba el teléfono—. A lo mejor lo ha hecho tantas veces que se ha olvidado para qué ha ido allí.
—Es muy probable —asintió Mogamigawa.
—¡Hey, aquí estoy! —la voz de Yohachi al responder el teléfono resonaba con una energía renovada. De fondo podía oír el sonido de una música alegre de cinco compases.
—¿Así que pudiste entrar bien? Parece que eso está muy animado. ¿Estás en una sala de baile?
—No, me encuentro en un quiosco de música. Ahora mismo, en el escenario están bailando ballet. ¡Nunca había visto nada tan fantástico en toda mi vida! ¡Qué tipo tan despreocupado! —Mogamigawa me arrebató el teléfono de la mano y vociferó.
—¿Les has preguntado cómo evitar el embarazo como consecuencia del íncubo de la viuda y cómo abortan el feto?
—Sí, lo he hecho.
—Si es así, ¡vuelve aquí inmediatamente!
—¿No puedo quedarme un poquitín más? Ya sabe…, bueno…, ¡es que es fantástico!
—¡No, no puedes! —berreó Mogamigawa—. ¿O quieres tener a dos eminentes científicos como nosotros esperando inútilmente en un lugar como éste? Ése sería el mayor error en la historia de la ciencia, te lo aseguro. Aunque, claro, no puedo esperar que te responsabilices de algo así.
—No le oigo muy bien, pero, en fin, volveré enseguida —dijo Yohachi dando por terminada la llamada por su parte.
De nuevo se hizo de noche. Cuando empezaba a clarear, por fin llegó Yohachi.
Tras sus excesos carnales, estaba seguro de que tendría un aspecto totalmente acabado, pero, al contrario, parecía completamente exaltado. Volvía por el río con andares relajados y el agua le goteaba por su cuerpo desnudo. Hasta la mirada le había cambiado.
—¡Parece que has sido bien acogido! —le dije con una risa burlona.
Yohachi negó con la cabeza con una expresión muy seria, aunque todavía se vislumbraba una mirada de regocijo en su cara.
—No es que fuera especialmente bien recibido, pero tampoco fui rechazado. Nosotros siempre hablamos de «entrar» en su país, pero no había frontera de ningún tipo y era de noche. Por eso, caminé entre ellos y pronto me vi rodeado de montones de hombres y mujeres desnudos que intentaban preguntarme algo. Siempre que intentaba hablar, parecían saber inmediatamente lo que quería decir, lo que me ahorró muchos problemas, se lo aseguro. Incluso empezaron a sacarme palabras de la cabeza y las unieron hasta que pudieron hablar el idioma de la Tierra. Era como si supieran inmediatamente el motivo por el que estaba allí, y pronto se lo tomaron todos a risa.
—¿Y te dijeron lo que te habíamos preguntado?
Yohachi asintió con la cabeza y se dirigió a Mogamigawa.
—No sé si se puede considerar como «decir», pero uno de los hombres me dijo esto: «Ah, bueno, lo único que tenéis que hacer es fornicar aquí con las mujeres, luego volver y fornicar con la que está embarazada».
Mogamigawa se volvió hacia mí con una mirada de desconcierto.
—¿Qué diablos querrá decir?
—¿Y qué sucedió entonces? —pregunté inclinándome hacia Yohachi con una curiosidad cada vez mayor—. ¿Hiciste el amor con las mujeres?
—Sí, claro —asintió Yohachi con la misma expresión seria en su cara—. Los hombres en seguida perdieron el interés y se dispersaron. Pero las mujeres anduvieron rondando un rato. Eran todas preciosas. Y estaban desnudas. Yo no podía esperar a meterla. Ya estaba empalmado y deseando ponerme manos a la obra. Entonces, una de las mujeres me llevó a un parque cercano y me lo dejó hacer sobre el césped. Después de eso lo hice con…, ¡oh, quién sabe cuántas! ¿Doce o trece? Pero yo seguía sin olvidar el motivo por el que estaba allí ante todo. «No debo olvidar lo que me dijeron», pensé. «Debo recordarlo correctamente». Por eso repetí las mismas preguntas a cuatro o cinco mujeres. Una me dijo lo siguiente: «Las mujeres de este país suelen ser violadas por los gorriones-pene durante el sueño. Quiero decir que las aves meten su cabeza dentro del agujero de las mujeres…, ya sabes». Esa es la… del pájaro…
—¿La costumbre?
—Sí, eso, la costumbre. El gorrión-pene tiene algo de «ela», y por eso más de la mitad de las mujeres de Nudalia han sido…, ya saben, han sido…
—¿Infectadas?
—Sí, infectadas por eso, lo que sea. Y luego también infecta a los hombres. Y el no sé qué «ela», algo de íncubo de la viuda…, esto, las…
—¿Las esporas?
—Sí, se come las esporas del íncubo de la viuda y eso evita que se queden preñadas. Y aunque se queden embarazadas, no tienen más que fornicar con un hombre que tenga la infección y luego pueden provocarse un aborto fácilmente.
—Quiero saber más de ese bacilo —le dijo Mogamigawa a Yohachi—. Deja que te examine.
Yohachi se agarró su miembro exhausto, que en ese momento pendía fláccido.
—Sí, claro. Adelante, examíneme.
—No, no. Eso no es suficiente. Te estoy pidiendo que te masturbes, que te hagas una paja. Necesito una muestra.
—La verdad es que ahora no me apetece mucho —dijo refunfuñando Yohachi. Aun así, intentó sacarse un poco de semen y lo puso en el portaobjetos de Mogamigawa. Éste, de inmediato, empezó a observarlo con su microscopio electrónico.
—Y, en fin, ¿qué pasó entonces? —le pregunté, acercándome más a él—. Cuéntame más.
—Era alrededor del mediodía, creo. Todos ellos, incluso los ancianos y los niños, que hasta entonces no habían aparecido apenas, y todos los hombres y mujeres jóvenes, se pusieron a correr. «¿Qué pasa aquí?», le pregunté a la mujer con la que estaba haciéndomelo entonces. Me dijo que era una actuación de ballet. Así que les seguí hasta un quiosco de música. —De repente, los ojos de Yohachi empezaron a brillar—. Yo no he visto un ballet tan fantástico en mi vida. No había ni aparejos ni iluminación. Sólo decenas de hombres y mujeres desnudos bailando juntos en el escenario. Y en realidad estaban haciendo el amor mientras bailaban frenéticamente y daban vueltas. Cuando juntaban sus partes bajas, el pene erecto del hombre penetraba la vagina de la bailarina. La unión de los dos se convertía en un tipo de apoyo para que ambos pudieran cogerse las manos mientras la mujer, con la cara hacia arriba y reclinándose, daba vueltas y más vueltas. ¡Ah! Nunca podré encontrar las palabras para explicarle lo maravilloso que era aquello.
Yohachi se dio una palmada en las rodillas, una tras otra, con un sentimiento de frustración.
—Entonces, los hombres se pusieron en círculo. Las mujeres también hicieron otro círculo alrededor de ellos. Los varones empezaron a bailar con la mujer que tenían delante, y luego con la siguiente.
—Aja. Como si de un cambio de parejas se tratara.
—Entonces el hombre levantaba por detrás a la mujer agarrándola por la cintura. La mujer estiraba brazos y piernas en el aire y arqueaba el cuerpo hacia atrás. En ese momento, el pene del hombre volvía a meterse en la mujer. Luego él cambiaba y se ponía delante de la siguiente mujer y la levantaba de la misma forma. Y también la penetraba. Así pasaba por todas las mujeres que había en la ronda del círculo exterior hasta llegar al siguiente hombre. Y la música… Empecé incluso a apreciar esa música en la que hasta entonces no había reparado. Realmente me conmovió. ¡Ah! ¡Cómo me conmovió! Y empecé a preguntarme por qué no podíamos hacer esas cosas en la Tierra. ¿Por qué no hay nadie en la Tierra que piense en hacer un ballet tan maravilloso, o por lo menos en intentarlo? ¡Me sentía tan feliz! Nadie me consideraba un viejo verde, nadie me llamaba obsceno o pervertido. Lejos de eso, me enseñaban un tipo de arte maravilloso. Cuando pensaba en ello, era como el amor más grande, un tipo de arte que no se podía superar, y estaba tan conmovido por él que creo que me puse a llorar —dijo Yohachi con lágrimas en los ojos—. Lo que en la Tierra llamamos coito es algo sórdido —razonó a continuación—, algo que tienes que hacer a escondidas de los fisgones. Se considera obsceno, sucio, a veces incluso un delito, y la policía te detiene y la sociedad lo desaprueba aunque simplemente lo describas con palabras o dibujos, y no digamos si lo haces en público. Pero aquí se hace a plena luz del día y en el exterior, abiertamente, es la cosa natural más bella que puede hacer una persona, y se realiza como si fuera un tipo de arte. Eso me conmovió hasta hacerme llorar. Si lo pensamos bien, es tan natural que exista este tipo de arte. ¿No cree que es extraño que una sociedad carezca de este bello arte? En fin, que lo que pasó por mi mente mientras contemplaba el ballet es que alguien que no entienda la belleza de esto ya no puede ser considerado un ser humano. Si alguien de la Tierra viera este ballet y dijera que es obsceno o algo así, esa persona sería incapaz de comprender el amor, el arte ni nada. Pero lo cierto es que la mayoría de terrícolas serían como esa persona. Al darme cuenta de esto, aún me puse a llorar más. Todo se enredó, mi sentimiento de amargura por haber sido mirado despectivamente por la gente hasta ahora, la tristeza de los terrícolas y mi felicidad y emoción por haber podido contemplar aquel ballet. Al final, me puse a llorar.
Yohachi tenía la cara bañada en lágrimas. El hecho de que pudiera hablar con tanta elocuencia, con tanto entusiasmo, cuando normalmente era tan taciturno y tan parco a la hora de expresarse, demostraba lo emocionado que estaba. Darme cuenta de eso hizo que yo mismo me contagiara de su emoción.
Mi mirada seguía clavada en la cara de Yohachi, que continuaba hablando, cuando me llamó Mogamigawa, que estaba mirando por el microscopio.
—Sona, ven a ver esto.
Cuando me acerqué a mirar por el ocular vi cómo, nadando en un mar de semen, había algunos bacilos flagelados que eran claramente diferentes de los espermatozoides.
—Pero ¿qué es eso? —pregunté.
—Un tipo de salmonela —contestó Mogamigawa—. En la Tierra, este bacilo es muy conocido por causar enfermedades tíficas en humanos, así como intoxicaciones alimentarías y gastroenteritis mediante la infección de los excrementos de mamíferos y aves. Pero, en realidad, eso no es todo. También hay un tipo de bacilo salmonela que no tiene efecto en los humanos, pero que provoca el aborto en los caballos, esto es, el llamado «aborto micótico equino». Éste parece que es parasitario en los gorriones-pene y es infeccioso para el hombre, provocando lo que podríamos denominar «aborto micótico humano».
—En definitiva, los nudalianos han estado controlando su población con la ayuda de la salmonela y del gorrión-pene. Me preguntaba por qué no había un exceso de población, con toda la actividad sexual que hay por aquí —dije, mientras seguía contemplando el movimiento de los bacilos salmonela.
—Yohachi siempre ha querido acostarse con la doctora Shimazaki. Ahora tendrá que hacerlo para infectarla de salmonela. ¡Vaya un bastardo con suerte! —Mogamigawa gruñó malhumorado—. ¿Por qué habría que encomendarle a un tipo como él un cometido tan apetecible? No, hay un método más expeditivo. La doctora Shimazaki se podría masturbar usando el gorrión-pene como consolador —dijo, y luego se sonrojó al sentir mi mirada abrasadora en su cara—. Esto, por supuesto, no lo digo por celos, no. Es porque dudo que la doctora Shimazaki quiera ser violada por un hombre como él.
—No estoy seguro. Considero que preferiría eso a cualquier otro método antinatural como masturbarse con un gorrión-pene. Sobre todo, si ella lo viera tal como está ahora…
Mogamigawa echó un rápido vistazo a Yohachi y luego acercó su boca a mi oído.
—¿No crees que le ha cambiado la expresión de la cara? —susurró en plan conspiratorio.
—Sí. Es la cara de alguien que ha despertado al arte. El brillo de sus ojos es completamente distinto al que tenía antes —contesté. Empecé a recoger mis cosas, que estaban esparcidas por la orilla del río—. Bueno, en cualquier caso, ¿por qué no dejamos que sea la doctora Shimazaki quien decida la cuestión?
—Sí, supongo que podríamos hacerlo así —dijo Mogamigawa, poco convencido, mientras guardaba distraídamente su microscopio electrónico—. ¡El jodido Yohachi! ¡Cómo puede ser que tenga mejor aspecto que yo!
Pronto habría transcurrido un día entero desde nuestra reunión en el Centro de Investigación. En consecuencia, la doctora Shimazaki no tardaría en entrar en su sexto mes de embarazo, según los cálculos terrestres. Fuera lo que fuera lo que estuviera gestando en su cautivador hipogastrio, debía abortar lo antes posible, y para ello era imprescindible que regresáramos cuanto antes. Resultaba algo duro para el anciano doctor Mogamigawa, dado que sólo habíamos dormido un total de cuatro horas en cerca de un día y medio. Pero tan pronto como reunimos nuestro equipaje, partimos de inmediato hacia la base.
Cuando nos acercábamos a la jungla, volvió a hacerse de noche.
—¡Me planto! —exclamó Mogamigawa, que hasta entonces había estado caminando detrás con poco entusiasmo. Se tumbó en el suelo y empezó a ponerse pesado—. Por supuesto, también estoy cansado, pero atravesar esta jungla de noche sería una auténtica pesadilla. ¿Quién sabe qué monstruos horrorosos se nos podrían aparecer? No voy a ir, y no hay más que hablar. ¿Por qué no dormimos aquí un par de horas hasta que vuelva a amanecer? ¿Eh, Sona? ¿Quieres? —Al final estaba casi suplicándomelo.
—Está bien, lo haremos así —dije—. Ahora bien, le aseguro que por eso la jungla no va a ser menos horrible que antes.
Decidimos echar una cabezada al pie de una acacia crespa, de cuyas ramas pendía un racimo de hijos póstumos en una hondonada que había justo antes de la jungla. Yo sabía que ir echando cabezadas frecuentes no haría más que privarnos de un sueño profundo. Eso era especialmente perjudicial para la actividad cerebral de científicos como nosotros, sin mencionar nuestro bienestar físico. Pero lo cierto es que no se podía evitar, dada nuestra actual situación.
Empezaba a quedarme amodorrado cuando me despertó Yohachi.
—¿Qué pasa? ¡Estoy intentado dormir! ¡Estaba a punto de quedarme roque!
—¡Pues ya lleva durmiendo más de dos horas!
Abrí los ojos y comprobé que ya era pleno día.
—No está el profesor Mogamigawa —dijo Yohachi.
—Debe estar recogiendo algo por ahí.
—No creo. —Yohachi me arrastró hasta el lugar donde había estado durmiendo Mogamigawa y señaló al suelo.
Varias criaturas habían plasmado sus huellas en la superficie arenosa de la zona. Los botones de la ropa de Mogamigawa estaban esparcidos, pero la maleta en la que tenía los instrumentos de observación estaba intacta en su posición original. Yo estaba convencido de que las criaturas de la jungla habían secuestrado a Mogamigawa durante la noche.
—¡Deprisa! —grité a Yohachi, casi berreando. Puede que Mogamigawa sea un viejo testarudo, pero yo admiro su entusiasmo investigador y su bondad. Sería terrible si hubiera sido violado en grupo por grandes criaturas y le hubieran estallado los órganos internos.
Sentía pena por él. Rápidamente nos echamos el equipaje al hombro y nos dirigimos hacia la jungla.
—Las huellas siguen por aquí. No las pierdas de vista —dije yo.
Inmediatamente desaparecieron bajo un sedimento de hojarasca de helechos. Luego nos volvimos hacia el centro, donde habíamos visto las criaturas haciendo su orgía en nuestro viaje de ida.
La ropa manchada de sangre de Mogamigawa estaba hecha trizas en medio de la jungla.
—También está aquí su ropa interior —dijo Yohachi con aire despreocupado—. Las bestias deben haberse turnado para usar su envejecido cuerpo como objeto de placer.
—¿Podrías dejar de hablar de ese modo? —dije, mientras escrutaba la escena a nuestro alrededor—. ¡Ojalá no esté muerto!
Durante la siguiente media hora aproximadamente, Yohachi y yo buscamos en las inmediaciones del centro, llamándonos de vez en cuando para evitar separarnos. Dondequiera que se hubieran escondido, no podíamos ver rastro de ninguna bestia, y mucho menos del doctor Mogamigawa.
Regresé de nuevo al centro de la jungla preguntándome cómo se lo iba a explicar a la esposa de Mogamigawa al volver y cómo le iba a regañar al jefe de la expedición por obligar a un anciano a emprender una misión tan peligrosa. Yohachi se limitaba a estar de pie, levantando la vista hacia los árboles.
—Seguro que Mogamigawa estará desnudo, tendido en el suelo —dije—. No hace falta que lo busques allá arriba.
Yohachi ignoró mis palabras y empezó a hablar solo, mirando pensativo todavía hacia arriba.
—Debe estar en bolas… Había sangre en su ropa… En ese caso, si alguna de las arañas-mamá lo hubiera encontrado tendido en el suelo inconsciente, ¿qué habría pensado? —Poco a poco volvió su cara hacia mí—. Habría pensado que era un animal grande recién nacido. En ese caso, ¿qué habría hecho? Lo hubiera envuelto en uno de esos capullos, por supuesto. ¿No le parece?
Me quedé pasmado.
—¿Cómo se te ha podido ocurrir una idea tan peregrina? —le pregunté. Luego me di cuenta. Rápidamente volví la vista al objeto que contemplaba Yohachi.
Sobre nuestras cabezas, un enorme hijo póstumo, suficientemente grande para contener hasta una vaca fuelle, pendía del centro de una robusta rama.
—¿Estás pensando que ahí dentro podría estar el doctor Mogamigawa? —Me eché atrás, contuve la respiración y me quedé mirando fijamente el capullo.
—Subamos juntos al árbol —dije, tras recobrar mis sentidos unos momentos más tarde. Yohachi seguía tan impasible como siempre—. Lo cogeremos juntos y lo bajaremos con cuidado. Si está dentro, habrá que tener cuidado para que no se caiga.
Yohachi empujó por debajo mi pesado equipaje mientras subía. La verdad es que había puesto demasiado peso para mi edad. Me encaramé por la rama como un caracol y, al llegar al pequeño respiradero del capullo, eché una mirada al interior. Dentro estaba oscuro como la boca del lobo y no se veía nada, ni tampoco había señales de movimiento.
Grité por el agujero.
—¡Mogamigawa! ¿Está usted ahí?
De repente, la base hinchada del enorme capullo empezó a retorcerse y a moverse sin parar. Del agujero salió un ruido como el grito obsceno del despiertaesposas que tanto se solía oír, como el de una sirena, pero mucho más alto, y reverberó por donde nosotros estábamos. El ruido era tan intenso que instintivamente puse las manos en los oídos y estuve a punto de caerme de la rama.
—¡Ssshhhhsss! —El despiertaesposas siguió gritando varios minutos lo que parecían obscenidades antes de hablar, por fin, en un idioma terrestre inteligible—. ¡Oh, perdón, perdón! ¿Eres tú, Sona? Justo cuando intentaba hablar, no me salía más que ese divertido ruido. Para ser sincero, hasta yo mismo me he sorprendido.
—¡Doctor Mogamigawa! —Aliviado al escucharle hablar con tan buen humor, señalé a Yohachi para que viniera a reunirse conmigo en el árbol.
—Vaya, estoy contento de que me hayas encontrado, la verdad. Supongo que ya te habrás imaginado lo que sucedió, pero, ¡madre mía!, las he pasado moradas, te lo aseguro. ¡Guajajajajaja! —Confinado en el capullo, Mogamigawa hablaba con una alegría que sugería lo contrario de «las he pasado moradas». Continuó diciendo—: Sacadme de aquí cuanto antes. Si no, el estímulo del líquido transformará lo que queda de mí en una auténtica araña-mamá. Mi cuerpo ya ha adquirido un aspecto raro.
Tuve un terrible presentimiento. Con ayuda de Yohachi levanté rápidamente el hijo póstumo de la rama, corté el hilo que lo ataba y lo descolgué del árbol. Estábamos empapados de sudor.
—¿Se encuentra bien? —le pregunté—. Ahora voy a abrir el capullo con las tijeras.
—Sí, por favor. Estoy bien, no os preocupéis. Ya he saciado mi deseo de volver al claustro materno y me he echado un buen sueñecito dentro del líquido amniótico. Quizá por eso reboso vitalidad. ¡Guajajajajajajaja!
Corté el capullo con las tijeras y vi boquiabierto cómo el doctor Mogamigawa andaba a cuatro patas. En menos de dos horas su metamorfosis había avanzado con asombrosa velocidad. Sólo le quedaba la cabeza. De hecho, sería más adecuado decir que ahora era una araña-mamá con la cara del doctor Mogamigawa. Del tronco le salían cuatro extremidades delgadas que estaban dobladas bajo su abdomen a la manera de una araña de cuatro patas. El tronco era plano y todo su cuerpo estaba cubierto de pelo castaño claro de un suave tacto. Cerca del ano ya le habían nacido unas protuberancias, como verrugas, que probablemente eran sus órganos productores de seda. Su pene se había encogido hasta casi desaparecer.
—Doctor Mogamigawa… —por fin logré balbucear con voz forzada—. ¿Qué, qué le ha pasado? ¿En qué, qué cosa horrible se ha convertido?
—¿Perdón? ¿Qué sucede, qué sucede? ¡Ah, lo dice por esto! —Mogamigawa empezó a gatear como una araña mientras observaba los cambios que había sufrido su cuerpo. Y no parecían chocarle mucho—. Bueno, mientras me quede la inteligencia no me importa demasiado lo que le suceda a mi cuerpo. Lejos de eso, me siento muy bien y estoy fresco, como si hubiera vuelto a nacer. Al fin y al cabo, no hay nada más precioso que la salud de uno, ¿no? Has llegado justo a tiempo. Si la transformación hubiera avanzado un poco más, mi inteligencia hubiera sido igual que la de una araña-mamá. ¡Realmente, ¡justo a tiempo! ¡Je, je, je!
Su tono frívolo hacía pensar que hasta su personalidad había cambiado. Brincó hasta un árbol cercano con un enérgico salto y volvió la cabeza hacia abajo.
—¡Mira! ¡Hasta esto puedo hacer!
Confundido por completo, me volví a Yohachi en busca de ayuda.
—Yohachi. ¿Qué hacemos?
Él me devolvió la mirada tranquilamente.
—¿Hacer sobre qué? Si se refiere al profesor, ¿qué podemos hacer más que llevarlo de vuelta a la base?
Ese era el problema. Llevarlo estaba bien, pero ¿cómo se lo explicaríamos a su esposa? Al ver a su marido de repente convertido en una araña, podría desmayarse. O quizá se podía volver loca. Y además, sería prácticamente imposible explicar su estado sin dejar que lo viera. «Lo siento mucho, señora, pero su marido se ha transformado en una araña». Nunca se lo creería, pensaría que estábamos de broma.
Mogamigawa estaba jugueteando y gozaba con su habilidad para mover su cuerpo renacido y flexible justo como deseaba.
—¡Doctor Mogamigawa! —le llamé.
—¡Ssshhhhsss! ¡Oh, perdón, perdón! Me sale así cuando empiezo a hablar de repente. ¿Qué pasa? ¿Te preguntas si deberías llevarme a la base? Claro que sí. No tienes por qué preocuparte en absoluto por mi esposa. Lo podrá superar, te lo aseguro. Lo más importante es que estoy lleno de energía. Mi mente es transparente. Ahora que he perdido mis funciones y deseos sexuales, estoy libre de hacer el amor obligatoriamente con mi mujer, eso sin mencionar el preocuparme o sentir celos por su infidelidad. Eso significa que me puedo dedicar a mis investigaciones y gozar la vida en este maravilloso planeta. O sea que sí, Sona, ardo en deseos de partir. ¡Guajajajajajaja!
Se encaramó al árbol como había dicho y luego se puso a reír a carcajadas mientras se deslizaba hacia abajo ante nuestros ojos con un hilo que salía de su trasero.
—¡Juajaja! ¡Juajajajajaja! ¡Juajajajajajajajajajaja!
Este ya no era el Mogamigawa de antaño. Eso es lo que me parecía. Era otro. O quizás una nueva especie de animal.
Los tres, o debería decir los dos y una araña, partimos hacia la base de investigación de acuerdo con los deseos de Mogamigawa.
El ahora arácnido Mogamigawa se fue reptando delante de nosotros. Puede resultar difícil de creer, pero él no parecía estar en absoluto preocupado o sentirse ridículo por su aspecto. Sin preocuparse por mis confusos pensamientos, siguió hablando sin parar.
—¿Sabes? Yo solía pensar que los humanoides y los animales de este planeta, incluso los fenómenos naturales, eran todos obscenos. Esto podría ser una pequeña compensación contra mi antiguo yo. Pero ¡qué espléndida compensación! Este planeta me ha transformado a mí, un anciano conservador y testarudo que aborrecía cualquier cosa erótica, en una araña-mamá, una criatura que no posee capacidad sexual y que es, por así decirlo, el anfitrión ideal para mí. Al hacerlo, me ha liberado del sexo y me ha incorporado en la ecología de este planeta. Eso es. Ya no soy humano. Soy una criatura. Bueno, Sona, amigo. ¿Cómo llamarías a esta nueva criatura? ¿Eh? ¿Cómo me bautizarías?
No podía encontrar palabras con que responderle y simplemente me limité a seguir caminando en silencio. Fue Yohachi, cuya cara rezumaba entonces una sublime santidad, quien le respondió en mi nombre.
—Posesión —dijo adoptando el tono austero y solemne de un oráculo.
—Ya veo, sí, ya veo. Posesión. Sí señor, es como si yo hubiera poseído a la araña y ella me hubiera poseído a mí, así es. Juajajajajajajajaja. Qué nombre más bueno. Oh, mirad. Acabamos de salir de la jungla. Pronto estaremos en el campo de las hierbas del olvido. Qué divertido. Qué maravilla caminar libremente como lo hago, saltar así. Pero más que eso, ya no tengo la carga que supone la presión del sexo, que se aferraba a mí obstinadamente y que se negaba a desistir incluso siendo un sexagenario. Nunca más me molestarán la hiedra frotadora, el árbol de la comezón ni la hierba acariciante. Este planeta es ahora para mí como si fuera la gloria. No. Este planeta es la gloria, ¿no os parece? Nudalia podría ser un paraíso en el que deidades totalmente desnudas han creado un país. Este planeta es un paraíso del amor. Posee el poder mágico de hacer que no sólo Yohachi y yo, sino todos los humanos, se adapten y conformen tarde o temprano, con tal de que vivan aquí el tiempo suficiente. A partir de ahora, podré seguir con mi investigación sin ataduras. Pero de vez en cuando iré a la jungla para salvar a híbridos recién nacidos sin suerte que hayan sido separados de sus padres muertos. Yo los incubaré con mi seda y los transformaré en hijos póstumos. Sí, me dedicaré al instinto del amor. Viviré aquí el resto de mi vida. ¡Mirad! Eso que se ve en la distancia, ¿no es un campo de hierbas del olvido? ¡Qué alegría! ¡Qué alegría! Y tras las hierbas del olvido está el pantano de la Infamia. ¡Qué divertido! ¡Qué divertido! Guajajajajajajajajajajaja. Guajajajajajajajajajajajaajaja. Gua. Gua. Guajajajajajajajajajajajajajajajajajaja. Guajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajaja. Guajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajajaja.
El autor quisiera agradecer a las siguientes personas por aparecer en la historia o por permitir que se citen sus obras: Toshitaka Hidaka, Akira Miyawakí, Yasushi Kurihara, Kazuki Miyashita, Makoto Numata, Kenzaburo Oe, Fujio Ishihara, Yo Sano, Konrad Lorenz y Edmond Hamilton.