EL ÚLTIMO FUMADOR

Estoy sentado en lo alto del Palacio de la Dieta resistiendo los ataques con bombas lacrimógenas de los helicópteros de las Fuerzas Aéreas de Autodefensa, que me rodean y describen círculos como moscas. Pronto disfrutaré de mi último cigarrillo, mi última muestra de resistencia. Mi camarada, el pintor Kusakabe, ha caído muerto hace unos instantes y me ha dejado solo como último fumador que queda en la Tierra. En este preciso momento, es probable que se estén difundiendo imágenes mías por todo el país, recortado en el cielo negro por los reflectores que me apuntan desde abajo, a través de las cámaras de televisión que tienen dentro de los helicópteros. Me quedan tres cajetillas y me resisto a morir antes de terminarlas. Por eso he estado fumando sin parar dos o tres cigarrillos a la vez. Siento que mi cabeza está embotada y la luz me empieza a cegar. Es sólo cuestión de tiempo que también yo caiga al suelo sin vida.

Hace tan sólo quince o dieciséis años que empezó el movimiento antitabaco. Y sólo hace seis o siete, a lo sumo, que empezó a intensificarse de verdad la presión sobre los fumadores. Nunca pensé que en tan poco tiempo me convertiría en el último fumador de la Tierra. Pero quizá las señales ya estaban ahí desde el principio. Yo era, hasta cierto punto, un novelista de éxito y, por ello, me pasaba la mayor parte del tiempo escribiendo en casa. En consecuencia, tenía pocas oportunidades de ver o sentir por mí mismo los cambios que atravesaba la sociedad. Casi nunca leía los periódicos, puesto que aborrezco la jerga periodística. Me recuerda a los peces muertos. Vivía en una ciudad de provincias y mis editores venían a verme cuando surgía la necesidad. Solía evitar los círculos literarios y por eso nunca me desplazaba a Tokio. Por supuesto, conocía la existencia del movimiento antitabaco, ya que los intelectuales solían escribir artículos en revistas y otros medios indicando su apoyo o su oposición. También sabía que el tono del debate, por ambas partes, se había vuelto cada vez más histérico y que, desde cierto punto de vista, el movimiento había empezado a crecer de repente, mientras que los argumentos a favor desaparecían con rapidez.

En mi casa podía vivir aislado de todo. Desde que era adolescente había sido un fumador empedernido, y seguía fumando sin cesar. Aun así, nunca me lo echaron en cara ni nadie se me había quejado nunca. Mi esposa y mi hijo lo aguantaban de manera tácita. Probablemente habían asumido que, para que yo siguiera creando obras literarias y manteniendo los ingresos como escritor de moda, era absolutamente esencial que consumiera enormes cantidades de cigarrillos. Puede que no hubiera sido así si hubiera trabajado en una oficina, por ejemplo. Ya que, según parece, desde hace relativamente poco tiempo los fumadores habían empezado a perder puntos a la hora de ser promocionados.

Un día, dos editores de una revista juvenil vinieron a mi casa para encargarme un artículo. Les hice pasar al recibidor. Uno de los dos, una mujer de unos veintisiete o veintiocho años, me entregó una tarjeta de visita en cuya parte derecha ponía en letras grandes:

GRACIAS POR NO FUMAR

Al parecer, esto no era tan extraño en ese momento. Cada vez había más mujeres que expresaban en estas tarjetas sus sentimientos en contra del tabaco. Pero yo lo ignoraba. Por eso, podrán imaginar cuál fue mi indignación. Cualquier editor de revista que se precie debería saber que un novelista de moda como yo tenía que ser un fumador recalcitrante. Pero, aunque no lo supiera, entregarle una tarjeta como ésa a un presumible fumador, especialmente cuando le estaba pidiendo un favor, era algo completamente descabellado. Aun si la otra persona no era fumadora.

Me levanté inmediatamente.

—Verán, lo siento mucho —les dije a los dos, que se quedaron estupefactos—. Desgraciadamente, yo soy un fumador compulsivo. No podría imaginar siquiera discutir algo de trabajo sin fumar. Pero, de todos modos, muchas gracias por venir hasta aquí.

La mujer arqueó las cejas cada vez más crispada. Su colega, un varón joven, se levantó precipitadamente y empezó a implorarme.

—¡Oh, bueno, por favor, no se enfade, si pudiéramos, ya sabe…! —me siguió mientras yo salía de la habitación. Parece que ellos también se fueron poco después, discutiendo sobre cuál era la salida.

Yo estaba un poco perplejo por mi propia reacción. Después de todo, habían pasado cuatro horas viajando desde Tokio y, por supuesto, me podía haber aguantado sin fumar durante una hora o así, si me lo hubiera propuesto. Pero ¿por qué tenía que hacerlo? No eran pacientes idiosincrásicos[14] que se podían morir si respiraban un poco de humo. Por eso me justifiqué pensando que, si hubiera accedido a hablar con ellos sin fumar, me habría irritado tanto que nuestro pequeño contratiempo hubiera parecido en comparación una insignificancia.

Para mi desgracia, resultó que la editora era uno de los adalides del movimiento antitabaco. Estaba tan enfadada por el incidente que empezó a difundir rumores maliciosos sobre mí en otras publicaciones, además de la suya. Por extensión, también generó el desprecio hacia todos los que fumábamos. Los fumadores éramos fanáticos e intolerables, obstinados y holgazanes, arrogantes y tiránicos, egoístas y obsesivos, insensibles y despóticos. Al menos eso era lo que ella decía. Trabajar con estas personas estaba lleno de dificultades y, por consiguiente, abocado al fracaso. Por eso, los fumadores deberían ser eliminados de todos los trabajos. Y, por supuesto, no era recomendable leer las obras de un autor así porque el lector podría contaminarse de su genio fumador. Todos los fumadores eran estúpidos. Todos estaban locos.

Por fin, no pude permanecer más tiempo en silencio. De haber sido el único, no me hubiera importado, pero también otros fumadores habían sido insultados. Cuando estaba pensando la forma de responder, recibí una llamada del redactor jefe de una revista llamada Rumores de la verdad para la que escribía una columna habitualmente. Me instaba a no ceder a la presión del nuevo movimiento antitabaco, que había tomado tantos bríos, sino a luchar contra ellos. Rápidamente escribí mi siguiente artículo para la revista, que decía algo así:

La discriminación contra los fumadores parece haberse acentuado. Proviene de una combinación de extremismo y simpleza por parte de los no fumadores. Los activistas antitabaco muestran una falta total de comprensión, precisamente porque no fuman. La estomatitis se cura con el humo del tabaco. El tabaco también atenúa la irritación nerviosa. Al parecer, los no fumadores están sanos y gozan de un semblante saludable. Esto es así porque muchos de ellos practican deporte. Pero también sonríen por cualquier tontería. No piensan demasiado las cosas y su conversación es mortalmente aburrida. Los temas de sus conversaciones son superficiales. Su forma de pensar es imprecisa y vaga. A menudo se van por las ramas sin motivo aparente. Son incapaces de discutir cualquier tema en más de un nivel. Su razonamiento no es inductivo, sino deductivo. Por eso resultan tan previsibles y siempre se apresuran a llegar a conclusiones estereotipadas. Respecto al deporte, son capaces de charlar indefinidamente, aunque uno no muestre el más mínimo interés por el tema. Pero cuando se trata de filosofía o literatura, les entra sueño. Antes era difícil mantener una reunión con el humo de los cigarrillos. Pero ahora la sala de conferencias se sanea con purificadores de aire, generadores de iones, etcétera. ¿Significa eso que podremos reunirnos relajados? En absoluto. Las reuniones concluyen antes de empezar, o eso es lo que he oído. Todos tienen muchísima prisa por marcharse. Y, claro, los no fumadores no pueden soportar las largas conversaciones, las conversaciones profundas y difíciles. Tan pronto acaban cualquier asunto, o ya saben lo que se supone que tienen que hacer, se levantan y se van. No pueden estarse quietos. Si alguien los retiene, se quedan mirando el reloj constantemente. Pero cuando están enfadados, simplemente siguen y siguen. Más aún, estos hombres y mujeres están locos por el sexo. Pero cuanto más cuidan de su salud, más descuidan el cerebro, con el consiguiente perjuicio de su integridad, lo cual resulta de lo más irónico. En suma, se tornan unos perfectos memos. Y ¿qué sentido tiene vivir una vida tan larga y saludable si no son más que zoquetes? Estos grandes grupos de viejos necios se convertirían en una carga para la minoría de jóvenes. ¿De verdad quieren seguir jugando al gateball[15] hasta que lleguen a centenarios? El tabaco fue un descubrimiento increíble, que ha brindado a la gente una profundidad única. No obstante, hasta los periodistas se están pasando al carro de los antitabaco. ¿Pero qué es esto, hombre? Las oficinas de redacción de los periódicos deberían estar personificadas en las oscuras nubes de humo del tabaco. ¿Por qué los periódicos actuales son tan poco interesantes? ¡Porque las oficinas de redacción son demasiado impolutas!

Este artículo provocó una oleada de protestas en cuanto fue publicado. Por supuesto, los no fumadores tenían pocas novedades que decir en sus argumentos. De hecho, algunos lectores que escribieron se limitaron a copiar mi carta, sustituyendo «no fumadores» por «fumadores». Sus ignorantes e incompetentes objeciones, con sus frases estúpidas, eran las adecuadas para representar los puntos de vista de los no fumadores, y por eso los editores de Rumores de la verdad se divirtieron publicándolas.

Fue más o menos en esa época cuando empecé a recibir llamadas telefónicas maliciosas y correo no deseado. Las llamadas eran un simple abuso, con frases como: «Así que quieres morir joven, ¿eh? ¡Imbécil!». Las cartas eran parecidas, aunque a veces resultaban bastante ingeniosas. Una, por ejemplo, contenía un pegote de alquitrán y el mensaje: «¡Come esto y muérete!».

Pronto se prohibió completamente la publicidad del tabaco en anuncios de televisión, periódicos, revistas y demás medios de comunicación. La tendencia gregaria de los japoneses a seguir a la multitud empezó a ser conocida por aquel entonces, y la discriminación contra los fumadores se hizo más patente. Aunque me pasaba la mayor parte del tiempo escribiendo en casa, alguna vez también me arriesgaba a salir para, por ejemplo, comprar libros. En una de esas ocasiones, se me revolvieron las tripas cuando vi este cartel en un parque cercano:

PROHIBIDO PERROS Y FUMADORES

O sea que ahora no somos mejores que los perros. Eso me irritó profundamente y mi determinación cobró una mayor resolución. ¿Es que debía doblegarme ante tanta opresión? ¿Acaso era un cobarde?

Una vez al mes un representante de ventas de unos grandes almacenes me traía diez cartones de tabaco. Eran de la marca More, y fumaba alrededor de sesenta o setenta pitillos al día. Puesto que cada cartón costaba tres mil yenes, me gastaba treinta mil yenes al mes. Pero resulta que se prohibió la importación de tabaco extranjero. Justo antes de esa prohibición, hice acopio de unos doscientos cartones, pero pronto se me agotaron y desde entonces tuve que arreglármelas con las marcas nacionales.

Un día me vi obligado a viajar a Tokio porque me habían invitado a dar una conferencia en un acto literario organizado por una editorial con la que estaba en deuda desde hacía algunos años. Por eso le pedí a mi mujer que me reservara un asiento en el tren bala.

—La tarifa de fumador ha subido un 20% —dijo mi esposa al darme el billete—. Y sólo hay un vagón para fumadores: el número cuatro[16]. ¡El de la ventanilla me miró como si fuera una bestia!

El día señalado, me quedé de piedra al entrar en el vagón número cuatro de fumadores del tren bala Hikari[17]. Los asientos estaban hechos unos zorros y las ventanillas cubiertas de hollín. Algunas estaban resquebrajadas, para más inri, y se mantenían en su sitio con la ayuda de pequeños trozos de cinta aislante. El suelo estaba cubierto de basura, y el techo tenía una espesa capa de telarañas. En este asqueroso vagón había siete u ocho fumadores. A través de los altavoces se podían oír los tenebrosos acordes del Concierto para piano en la menor de Grieg.

Los ceniceros que había junto a los asientos estaban atestados de colillas, y era obvio que no habían visto un aspirador desde hacía mucho tiempo. En las puertas que había en ambos extremos del vagón colgaban unos carteles que rezaban: «Prohibido el paso a otros vagones». El lavabo al final del vagón era un simple agujero en el suelo que daba a una tina. Al mirar por el agujero pude ver un montón de excrementos. En el lavabo no había grifos. Sólo una taza de hojalata encadenada a la pared con una bomba de agua manual. Me quedé tan patidifuso que decidí cancelar mi compromiso y bajarme en la siguiente estación. De allí volví a casa en taxi. Al fin y al cabo, si las cosas ya estaban tan mal, ¿quién sabe lo que me podía esperar en la fiesta o en el hotel?

Los estanqueros urbanos pronto fueron condenados al ostracismo por las comunidades a las que servían. Uno tras otro, mis suministradores locales cerraron sus negocios, obligándome a andar distancias cada vez mayores para hacer las compras. Al final, sólo quedó un estanco en mi barrio.

—¿No me diga que usted también tira la toalla? —le dije al vejete para asegurarme, y añadí—: pero si lo hace, ¿podría traerme a casa lo que le quede?

Y eso es lo que hizo exactamente esa misma noche.

—Me retiro —dijo, a la vez que me entregaba el lote. Parece que estaba esperando la oportunidad de cerrar. Cuando dije lo que dije, no perdió la oportunidad, recopiló sus existencias y cerró la tienda.

La discriminación contra los fumadores se hizo extrema. En Occidente ya habían logrado prohibir fumar por completo. Nosotros, en Japón, nos quedamos rezagados, como de costumbre. Se seguía vendiendo tabaco y la gente seguía fumando. Los no fumadores lo consideraban una humillación y empezaron a tratar a los fumadores como seres infrahumanos. Algunas personas que fumaban abiertamente eran apaleadas en las calles.

Existe cierta teoría que asegura que la nobleza del alma humana siempre evita que este tipo de locura se vaya de las manos. Siento disentir. Puede que las opiniones varíen sobre lo que significa «escaparse de las manos». Pero si echamos una mirada retrospectiva a la historia humana, encontraremos innumerables ejemplos de esa locura que simplemente condujo a mayores formas de extremismo, como es el caso de los linchamientos o asesinatos en masa.

La discriminación hacia los fumadores creció rápidamente al nivel de la caza de brujas. Pero era difícil de controlar, precisamente porque los discriminadores no consideraban que sus acciones fueran una locura. La crueldad humana no es nunca tan extrema como cuando se comete en nombre de una causa elevada, sea ésta la religión, la justicia o el bien. En nombre de esta moderna religión de la «salud», y aun enarbolando la bandera de la justicia y el bien, la escalada de la discriminación contra los fumadores pronto llegó al asesinato. Un conocido fumador compulsivo fue destrozado en la calle y a plena luz del día por una banda de diecisiete o dieciocho amas de casa histéricas que estaban en un centro comercial y dos policías. La víctima se había negado a dejar de fumar a pesar de las repetidas solicitudes que había recibido. Se decía que, mientras moría, la nicotina y el alquitrán le chorreaban por los agujeros que le habían provocado las balas y los cuchillos de cocina.

Cuando se produjeron incendios en una parte muy poblada de Tokio, como consecuencia de un terremoto de cinco grados, surgió el rumor de que habían sido provocados a propósito por los fumadores. Por eso se colocaron controles en carreteras y se detuvo a quienes querían escapar. Si respiraban con dificultad se daba por hecho que eran fumadores y se les ejecutaba. Tal era el sentido de culpa inconsciente que su propia paranoia había producido en los discriminadores.

Cuando la compañía nacional de tabaco se convirtió en humo, y se vio obligada a cerrar, comenzaron los tiempos oscuros para los fumadores. Por las noches había grupos del denominado Frente Nacional Antitabaco (FNA) que, con la cara parcialmente oculta tras máscaras blancas de forma triangular, deambulaban por las calles con antorchas quemando los pocos estancos que aún quedaban. Yo, por otro lado, gozaba de los privilegios de un autor de éxito, así que daba órdenes a mis editores para que me compraran tabaco y seguía fumando con tanta libertad como antes.

«Pagadme con tabaco», les solía decir. «Sin humo no hay manuscrito».

Los pobres desgraciados recorrían el país de cabo a rabo para encontrar el tabaco que todavía se vendía en secreto en los recónditos pueblos de provincias o a través del contrabando del mercado negro, que se traficaba en antros del hampa. Este tabaco es el que me ofrecían como tributo.

Y al parecer había otros como yo. Los incorregibles periodistas solían sacar artículos sobre famosos que seguían fumando. En ellos, había una lista de unas cien personas que, como yo, se declaraban fumadores y que se entregaban abiertamente al hábito.

«¿Cuál de estos locos testarudos será el último fumador?», rezaba uno de los titulares.

Como resultado, yo estaba en constante peligro, incluso en casa. Me tiraban piedras a las ventanas y por todas partes surgían incendios sospechosos alrededor de mis muros y setos. Las paredes aparecían cubiertas de pintadas de múltiples colores que volvían a aparecer, aunque yo las borrara una y otra vez.

«AQUÍ VIVE UN FUMADOR»

«¡MUERE ENVENENADO POR LA NICOTINA!»

«LA CASA DE UN TRAIDOR»

La frecuencia de llamadas y cartas insultantes fue en aumento y en su mayoría consistían en amenazas veladas. En un momento dado, mi esposa no pudo resistir más. Se fue a la casa de su madre y se llevó a nuestro hijo.

En los periódicos aparecían a diario artículos bajo el epígrafe de «¿Quién será el último fumador?». Algunos críticos incluso hacían predicciones y la lista de nombres fue disminuyendo poco a poco. Pero la presión fue en aumento en proporción inversa al cada vez menor número de objetivos.

Un día, llamé por teléfono a la Comisión pro Derechos Humanos. Un hombre me contestó con un tono brusco y desapasionado.

—No le podemos ayudar aquí. Nuestra misión ha consistido hasta ahora en proteger a los no fumadores.

—Sí, pero los fumadores estamos ahora en minoría.

—Así ha sido durante mucho tiempo. Nosotros estamos aquí para proteger los intereses de la mayoría.

—¿Ah, sí? Entonces ¿ustedes siempre se unen a la mayoría?

—¡Por supuesto que sí! ¡No te fastidia!

Así pues, no tuve otro remedio que protegerme a mí mismo. Fumar todavía no era ilegal. Pero los linchamientos se hicieron cada vez más violentos, seguramente por la frustración. Rodeé mi casa con un alambre de espino, que por la noche estaba electrificado, y me armé con una pistola modificada y una katana. Un día recibí la llamada de Kusakabe, un pintor que vivía cerca. En un principio era fumador de pipa, pero se había pasado a los cigarrillos cuando ya no pudo conseguir Halfand balf, su marca favorita. Por supuesto, era uno de los cerca de veinte «artistas fumadores» que eran el objetivo habitual de los periódicos.

—¡Mira que haber llegado a este extremo! —dijo Kusakabe—. He oído decir que pronto nos atacarán. Los medios de comunicación y sobre todo la televisión están incitando al FNA para que incendien nuestras viviendas y así poder mostrar fotos de cómo se queman en las noticias.

—Mala gente —dije yo—. Si vienen aquí primero, me refugiaré en tu casa.

—Lo mismo digo. Si vienen antes aquí, iré en coche a tu casa. Y nos iremos juntos a Tokio. Allí dispongo de un refugio en el que estaremos a salvo y donde encontraremos a otros camaradas. Si estamos todos destinados a sufrir la misma suerte, ¡será mejor que tengamos juntos una muerte digna en la capital!

—Estoy de acuerdo. Muramos de manera ejemplar. Que escriban de nosotros en los futuros libros de texto escolares: «Murieron con el cigarrillo en la boca».

Los dos nos echamos a reír.

Sin embargo, no era cosa de risa. Una noche, justo dos meses después, Kusakabe vino a mi casa lleno de quemaduras.

—Me han pillado —dijo, mientras aparcaba su coche en mi garaje, que había sido reciclado en trastero—. Pronto estarán aquí. ¡Huyamos rápidamente!

—Espera un momento —le dije, cerrando la puerta del garaje—. Voy a cargar con todos los cigarrillos que pueda.

—Buena idea. Yo también me he traído unos cuantos.

Estábamos cargando los paquetes de tabaco en el maletero del coche cuando, de repente, oímos un alboroto alrededor de la casa. Habían roto el cristal del porche.

—¡Ya están aquí! —le dije a Kusakabe temblando por lo que se nos avecinaba—. ¿Les vamos a dar su merecido antes de irnos?

—¿Tú crees? Venga, pues vamos. ¡He estado deseando hacer esto!

Nos fuimos al comedor, que daba al jardín. Un hombre estaba enredado en lo alto del alambre de espino de la pared posterior y su cuerpo había reventado y hacía ruidos de detonaciones. Yo calenté aceite en un cazo que había preparado de antemano. Luego le entregué a Kusakabe la pistola modificada y yo tomé la katana.

Escuchamos un ruido en el cuarto de baño. Entré repentinamente. Un hombre había roto la ventana e intentaba escalar por ella. Debía de haber saltado por el tejado del vecino. Le rebané los brazos a la altura del codo.

Desapareció de la ventana sin emitir sonido alguno.

Otras diez personas aproximadamente entraron en tropel en el jardín. Probablemente habían saltado el alambre de espino. Uno por uno empezaron a abrir las persianas y las ventanas por la fuerza. Tras una breve consulta con Kusakabe, subí por las escaleras al piso de arriba con el cazo y tiré el aceite hirviendo desde la veranda al jardín. Los miserables empezaron a aullar. Era la señal para que Kusakabe empezara a disparar a discreción con la pistola. Se oyeron gritos de terror y alaridos.

Evidentemente no esperaban que estuviéramos tan preparados. La banda se retiró momentáneamente llevándose consigo a los heridos. Pero, al parecer, habían preparado un incendio cerca de la entrada y la casa empezaba a llenarse de humo.

—Un cálido regalo de despedida para nosotros, los amantes del humo —dijo Kusakabe mientras tosía—. Pero de ahí a ser quemados vivos… ¡Salgamos de aquí!

—La persiana metálica del garaje es muy endeble —dije yo mientras subíamos al coche. Sentía que había gente esperándonos en la calle—. Dale caña.

El coche de Kusakabe era un Mercedes-Benz modificado como un tanque. Yo ya no disponía de mí coche porque mi hijo se lo había llevado hacía poco a la casa de su abuela.

El Mercedes arrancó, atravesó la persiana del garaje y salió zumbando a la calle. Dimos la vuelta y nos dirigimos a la carretera a la misma velocidad. Al parecer, nos habíamos cargado a cerca de una decena de fotógrafos y reporteros y los habíamos dejado alrededor de mi casa como si fueran montones de basura, pero ¿qué importaba?

—Vaya, ha sido divertido, ¿eh? —dijo Kusakabe riendo, mientras seguía conduciendo.

Sigo sin saber cómo logramos evitar todos los controles que había hasta llegar a Tokio. La quema de nuestras casas seguro que había salido por televisión, y tanto el FNA como la policía estarían al acecho. El hecho es que condujimos de noche y llegamos a la capital al despuntar el día.

El refugio secreto de Kusakabe estaba en el sótano de un lujoso bloque de apartamentos del distrito de Roppongi. Allí nos encontramos con unos veinte camaradas que también habían escapado después de que hubieran quemado sus residencias de provincias. En un principio había sido un club privado financiado en parte por Kusakabe, y el propietario era uno de los nuestros. Hicimos un voto de solidaridad y resistencia, honramos al dios del tabaco y rogamos por la victoria. Como es lógico, el dios del tabaco no tenía una forma física. Nos limitamos a izar el círculo rojo de Lucky Strike y lo adoramos con gran pompa mientras dábamos unas caladas.

No voy a extenderme sobre las penurias que pasamos la semana siguiente, sería demasiado aburrido. Baste decir que lo pasamos bastante bien. Nuestro enemigo no era sólo el FNA, sino la policía y las Fuerzas de Autodefensa, que se habían convertido en meros instrumentos. Para entonces, se les habían unido la sensatez del mundo entero, respaldada por la Organización Mundial de la Salud y la Cruz Roja. En contraste, el mejor apoyo que podíamos esperar provenía de los granujas sin escrúpulos de la mafia japonesa, que seguían vendiendo cigarrillos de manera ilegal. Depender de ellos hubiera herido nuestro orgullo de fumadores.

Por fin, el dios del tabaco ya no pudo cumplir nuestros ruegos y envió a algunos de sus ayudantes para que nos echaran una mano en los momentos de necesidad. Pero se limitaban a la paloma de Peace, el murciélago de Golden Bat, el dromedario de Camel y el pingüino de Cool, ninguno de los cuales nos era de mucha utilidad. El último que vino en nuestra ayuda fue un joven superhéroe con los dientes de un blanco refulgente enviado por «Pasta dentífrica para fumadores». Al principio pensamos que podría servirnos de algo, pero pronto nos dimos cuenta de que tampoco había nada bajo su fachada.

—O sea que hemos pasado por los horrores de la guerra, hemos sobrevivido a la austeridad de la posguerra, y todo ¿para qué? —preguntó Kusakabe—. Cuanto más rico es el mundo, más leyes y normas nos imponen y más discriminación. Y ahora nosotros ni siquiera somos libres. ¿Por qué?

Todos nuestros camaradas habían caído y sólo quedábamos dos. Nos habían perseguido hasta la cumbre del Palacio de la Dieta, donde estábamos sentados fumando a todo meter.

—¿Es eso lo que prefiere la gente? —me preguntó Kusakabe.

—Supongo que lo será —respondí—. Al fin y al cabo, nosotros tuvimos que empezar una guerra para detener este tipo de cosas.

En ese momento, un helicóptero lanzó una bomba lacrimógena y le dio a Kusakabe en medio de la cabeza. Se desplomó sin decir ni pío. Las masas enfervorizadas que había abajo, enajenadas por el alcohol como si se tratara de un festival, lanzaron un gran estruendo y empezaron a corear:

—¡Sólo queda uno! ¡Sólo queda uno!

Y aquí estoy yo, dos horas después, resistiendo con todas mis fuerzas en lo alto del Palacio de la Dieta. La verdad es que estoy muy orgulloso de mí mismo. A fin de cuentas, si voy a morir de todos modos, será mejor que utilice toda la energía que me queda.

De repente, todo se tranquilizó allá abajo y los helicópteros desaparecieron. Alguien hablaba por un micrófono. Agucé el oído para oír lo que decían.

—… ¿no es así? Pero entonces será ya muy tarde. Y qué perdida tan terrible sería, porque en estos momentos sois una preciada reliquia de la Era del Tabaco. Deberíamos convertirlos en una especie rara protegida por la ley, un tesoro viviente que debemos preservar. Señoras, señores, ¿nos brindarán su ayuda? Repito. Somos la Sociedad para la Protección de los Fumadores, creada en el día de hoy con carácter urgente.

Me recorrió un escalofrío por el cuerpo. ¡Oh, no! ¡Por favor, no me protejan! Era el inicio de una forma nueva de crueldad. Las especies protegidas están abocadas a la extinción. Son objeto de la curiosidad de todos, se las fotografía, les ponen inyecciones y se las aísla; se les extrae el semen y se entretienen de diversas formas con sus otras partes del cuerpo. ¿Y qué pasa al final? Pues que se marchitan y mueren. Pero eso no es todo. Una vez muertas, las disecan y las exponen a la vista de todos. ¿Es así como tenía que morir? Era mejor morir a mi manera, así que decidí saltar por el tejado. Pero ya era muy tarde. Habían colocado una red. Sobrevolando los cielos, se acercaron dos helicópteros, con una malla de cuerda estirada entre ellos, y poco a poco descendieron hacia mí…