Ciudad Marina se empezó a inclinar a finales de un otoño especialmente agitado de cierto año. En septiembre, un tifón provocó olas de proporciones próximas a las de un tsunami, que llegaron a la bahía, donde se anclaba la ciudad en una isla artificial. Esas grandes olas abrieron una brecha en uno de los mamparos de los tanques de lastre que se usaban para estabilizar Ciudad Marina, haciendo que su centro de gravedad oscilara en dirección sursudoeste, donde se encontraba la entrada a la bahía.
Justo después de mediados de octubre, Ciudad Marina comenzó a escorarse poco a poco en dirección al océano Pacífico. Pero el ángulo no debió de ser superior a dos grados, porque nadie se percató de ello en ese momento, ni tampoco provocó inconveniente alguno. Kowayoro Bunguró[2] se enteró por primera vez de la inclinación cuando un viejo profesor universitario, Ronridani Nintei[3] se dirigió a él. Ambos estaban esperando un autobús que los llevara a la metrópoli cruzando el Gran Puente Marino.
—Kowayoro, mire desde aquí la pared nordeste del bloque norte número 2 —dijo el profesor—. Se supone que debería estar vertical, pero no es así. Pruebe a alinear la perpendicular de la esquina con la de la pared de ese edificio de treinta y seis pisos, ¿cómo se llama?, ¡ah, sí!, el Nadadeso, allí a lo lejos. ¿No se da cuenta? Verá que sus tejados están un poco torcidos.
A diferencia de las mujeres de la ciudad, Kowayoro siempre era muy respetuoso con el profesor Ronridani Nintei y, quizá por eso, éste le solía dirigir la palabra. Nada más mirar en la dirección que le indicaba el grisáceo y larguirucho dedo del viejo profesor, vio que la parte superior del rascacielos que había al otro lado del mar, en efecto, a simple vista se inclinaba más o menos un centímetro hacia la derecha desde el quinto piso de un edificio de apartamentos que había en el extremo norte de la ciudad.
—Pues sí. Está un poco torcido, la verdad. El edificio Nadadeso debe estar escorado hacia el nordeste.
—No, qué va. El bloque norte número 2 está inclinado hacia el sudoeste. Mire desde aquí. Está paralelo con la perpendicular del bloque norte número 1, ¿no lo ve?
Su conversación, que concluyó de forma algo estrepitosa en el sentido de que la totalidad de Ciudad Marina debía estar inclinada hacia el sudoeste, la oyó por casualidad Gochü Shinko[4] una oficinista de rasgos nobles y proporcionados que estaba esperando en la misma parada de autobús. Esa mañana llamó desde su oficina para informar de la conversación a la alcaldesa de Ciudad Marina, que no llevaba más de un año en su cargo. Se llamaba Yoneda Tomoe y tenía cincuenta y ocho años. Desde siempre se había llevado mal con el profesor Ronridani Nintei. Fue ella quien se empeñó en crear una «ciudad marina», y su empeño hizo que fuera elegida primera alcaldesa de la urbe. Adoraba Ciudad Marina hasta un grado casi enfermizo. Yoneda Tomoe recibió la llamada de Gochü Shinko en su oficina privada. Nunca sintió nada especial por Kowayoro Bunguró, aunque sabía que era un asalariado porque conocía a su esposa, Chóko[5] que era empleada del Ayuntamiento. No obstante, reaccionó bastante airada cuando escuchó el nombre del profesor Ronridani Nintei.
La alcaldesa ordenó a Sakamaki Ittô[6] el comisario de policía, que investigara al profesor, aduciendo que su observación era un acto incivil destinado a propagar rumores maliciosos, en un intento de provocar ansiedad entre la ciudadanía. Ese mismo día el profesor Ronridani Nintei recibió una llamada en el laboratorio de su universidad y contestó con compostura.
—Otra orden de «Kusoe»[7] —se dijo con una risita. Kusoe era el apodo de Yoneda Tomoe, ya que si su nombre, compuesto por cuatro caracteres, se escribía de arriba abajo, se transformaba en dos, «kuso» y «e». Le encantaba hacerla enfadar.
Ciudad Marina editaba un boletín oficial, como correspondía a cualquier gran urbe. A principios de abril seis ciudadanos prominentes, entre ellos la alcaldesa, se habían reunido en el salón de plenos para mantener una conversación, durante la cual se produjo una encendida confrontación entre Yoneda Tomoe y el profesor Ronridani Nintei. A la pregunta de qué era lo que más necesitaba Ciudad Marina en esos momentos, la alcaldesa contestó: «Un meta-relato». Los otros cinco asistentes interpretaron la palabra a su manera y por eso expresaron su acuerdo. De hecho, Yoneda Tomoe estaba pensando en una «Génesis de Ciudad Marina» con la que su propio nombre pasara a la historia cual Juana de Arco. El profesor Ronridani Nintei, por otro lado, consideró que la idea de «meta-relato» era un concepto nuevo. Como término posmoderno data de 1979, cuando Jean-François Lyotard lo utilizó en su libro La condición postmoderna. Aquí, «meta-relato», como concepto contemporáneo, se usó por vez primera, por ejemplo, en el sentido de que «había terminado el relato de la democracia». Pero luego la gente empezó a utilizar el término para indicar lo que quería expresar. Muy pocos interpretaron bien la palabra y la utilizaron en su sentido original, como hizo el profesor Ronridani Nintei. Por eso se podía decir que Yoneda Tomoe y el profesor Ronridani Nintei tenían conceptos antagónicos en su interpretación de la palabra «meta-relato». Y por eso era inevitable que discreparan.
—¿Y quién escribirá ese meta-relato, alcaldesa?
—Todos nosotros, por supuesto.
—¿A quién se refiere con «nosotros»? Alguien debe crear una ideología para el meta-relato, ¿no le parece?
—Un meta-relato no es una ideología. ¿O es que usted quiere negar nuestros principios democráticos?
—Así pues, ¿no tiene intención de crear un meta-relato que sustituya a la democracia?
—Mi intención es crear un meta-relato.
—Pero ¿de qué está hablando?
—¿De qué está hablando usted?
El profesor Ronridani Nintei, furioso por la falta total de comprensión de la alcaldesa, no pudo aguantar más.
—¡Vaya! Me temo que es verdad. Las mujeres, por naturaleza, son inferiores al hombre en todos los sentidos.
—Le puedo detener por lo que acaba de decir —le replicó la alcaldesa—. Las mujeres responden a la violencia física de los hombres con la del lenguaje. En ocasiones, la violencia verbal de las mujeres desencadena la violencia física de los hombres. Por consiguiente, también habría que castigar la violencia verbal. Fue un hombre el que dijo eso. Pero ahora la violencia verbal de los hombres es un delito penal, mientras que la de las mujeres no lo es. Fui yo la que propuso esta ley y la llevó adelante. Usted lo sabe perfectamente.
—Sí, lo sé. Pero no fui yo quien dijo lo que he dicho. Fue Schopenhauer.
—¿Chóped qué? Pues que lo traigan aquí. ¿Dónde hay alguien con un nombre tan ridículo?
—Murió hace 160 ó 170 años —contestó el profesor. Yoneda Tomoe se quedó sin palabras. Como después le comentó a su subordinada Kowayoro Chóko, se quedó asombrada por momentos al pensar que, si conocía a alguien que había muerto hacía 160 ó 170 años, el profesor Ronridaní Nintei debía tener más de 200.
En la reunión se encontraban también el empresario Sukemoto Toshitari[8] la poetisa Mata Futsukayoi[9] y el escritor Zenbu Tósaku[10]. La mesa redonda llegó a una conclusión gracias, en parte, a su mediación. Pero a partir de ese momento, Yoneda Tomoe se mantuvo cautelosa con respecto al profesor Ronridani Nintei. A esta discusión se sumaron una serie de incidentes de poca importancia entre los dos, que serían motivo de risas si se enumeraran detalladamente. Por ejemplo, un incidente sobre la evaluación del impuesto municipal; una pelea en el restaurante francés Le Cháteau, que tuvo que ser resuelta por un camarero; una ocasión en que el profesor incitó a unos estudiantes a tirar fuegos artificiales y pronunciar palabras amenazantes ante la residencia oficial de la alcaldesa, etcétera, etcétera.
Ese mismo día por la noche, al llegar a casa una vez acabado el trabajo, Kowayoro Bunguró se sorprendió al ver que su esposa Chóko había llegado antes que él. Inmediatamente, empezó a increparle.
—Has sido tú el que ha difundido el rumor de que Ciudad Marina se estaba inclinando, ¿no?
—No es un rumor, es verdad.
Y entonces utilizó sus abundantes recursos lingüísticos, gestuales y todo tipo de signos para explicarle a su mujer la conversación con el profesor Ronridani Nintei esa mañana en la parada del autobús, además de sus diversas observaciones y conclusiones.
—Mira, lo puedes ver desde aquí. Todos los bloques de esa urbanización están torcidos, a excepción del edificio Nadadeso.
Aquel atardecer, Chóko no se molestó en mirar a la metrópoli, hacia donde señalaba Bunguró desde la ventana del piso once. Lo que sí hizo fue espetarle:
—¡Pero qué tonto llegas a ser!
—¿Tú crees?
Bunguró puso los ojos como platos clavando la mirada en su esposa, que permanecía en camisón con los brazos cruzados.
—¿No pensaste que quizá fuera el edificio Nadadeso el que estaba inclinado en dirección nornordeste? Por eso digo que eres tonto.
—En realidad, eso fue lo que pensé al principio.
—Te has tragado por completo lo que te ha dicho ese viejo. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no hables con tontos como él?
Bunguró fue levemente alcanzado en la cabeza por un abrebotellas en forma de pata de canguro que había sobre la mesa. Calculó el nivel de dolor en 3,6 kiltagos.
—Soy tonto, sí, lo soy —dijo con total abatimiento.
—Sí, eres tonto. Ven aquí.
Gochü Shinko llegó a casa más o menos al mismo tiempo. Al darse cuenta de que el ángulo de su grabado de Chagall colgado de la pared estaba inclinado, tocó el marco con una precisión que explicaba de sobra por qué seguía soltera. A pesar de percatarse de que era ya el tercer día que había corregido el ángulo, no logró relacionar este hecho con la conversación que había denunciado esa misma mañana.
Al día siguiente, el profesor Ronridani Nintei se dirigió a la comisaría de policía con unos planos en los que se mostraba la inclinación de Ciudad Marina, y que había ordenado dibujar la tarde anterior a un estudiante del Departamento de Ingeniería. Se los entregó a un detective vociferando:
—Éste es un asunto grave, así que usted no me sirve, ¡llame al comisario de policía!
Cuando por fin apareció el comisario, le enseñó los dibujos y le explicó que la inclinación de Ciudad Marina no era ni un falso rumor ni un malicioso cotilleo, sino que era un hecho.
—¿Y cuál cree que es la causa de la inclinación? —preguntó Sakamaki Ittó como buscando consejo, incapaz de contradecir la prueba que el profesor le había presentado.
—El tifón de septiembre y el hecho de que el lastre esté excesivamente inestable.
Al decir «excesivamente inestable», lo que quería decir es que estaba hecho de bolas de pachinko.
—Pero ¿qué me dice de los mamparos?
—Uno de ellos tiene un boquete. Y es posible que los otros se abran también en el futuro por una reacción en cadena.
—¿Quiere decir que la inclinación podría empeorar?
—Eso es. Me alegra que lo haya pillado tan rápido —sonrió irónicamente el profesor Ronridani Nintei—. Menos mal que el comisario de policía no es una mujer.
Sakamaki Ittó pensó que podía proceder según su criterio y encargar a la universidad que hiciera un estudio minucioso para la policía. Posteriormente, lo podría comunicar a la alcaldesa. No le cabía duda de que Yoneda Tomoe jamás confiaría en los dibujos y los demás datos que el profesor Ronridani Nintei le había llevado. Si informaba de ellos a la ligera podría descargar su ira contra él.
Esa noche, un terremoto de magnitud 4 despertó a Yoneda Tomoe cuando dormía en la habitación privada de su residencia oficial. Ella misma había proclamado a los cuatro vientos que Ciudad Marina nunca podría ser azotada por un seísmo, ya que estaba situada en una isla artificial flotante. Sin embargo, últimamente había sabido que las violentas sacudidas del agua del mar también movían la isla hasta un grado perceptible. Yoneda no podía dormir. ¿Sería su imaginación o acaso había oído el ruido de millares de bolas de pachinko rodando hacía un momento con estridencia a lo largo de la base de los cimientos de la ciudad? Era un ruido que a Yoneda Tomoe le traía recuerdos repugnantes y, en cierta medida, lamentaba haber utilizado las bolas como lastre para una isla artificial.
El ex marido de Yoneda Tomoe, empleado en una fábrica de papel, era un jugador compulsivo. De eso hacía treinta y cinco años. Se gastaba todo el sueldo mensual en el pachinko. Por si eso no fuera suficiente, también fue acumulando deudas. El hecho de perder una pequeña cantidad al día en el pachinko se convertía en una pérdida enorme al cabo del año. Y aunque podía ganar un dinero extra una vez cada tres días, se lo gastaba en alcohol, y el dinero efectivo se esfumaba antes de llegar a casa. Sin dinero y con un hijo a quien criar, Yoneda Tomoe era incapaz de encontrar un empleo. Así que cuando él fue despedido por no acudir al trabajo y por pedir excesivos anticipos de su salario, ella aprovechó para divorciarse y, de vez en cuando, dedicaba toda su energía a una organización de mujeres en el escalafón más bajo de un partido político.
Debido al tsunami más que al propio terremoto, a la mañana siguiente Ciudad Marina se estaba inclinando más de tres grados en dirección sursuroeste. La poetisa Mata Futsukayoi se despertó ese día con una terrible jaqueca. Al principio pensó que debía ser causa de la resaca, pero a la hora del almuerzo todavía no se le había pasado y por la tarde decidió ir a la cercana Clínica La Ponzoñosa. En la sala de espera encontró a otras muchas mujeres quejándose de los mismos síntomas. Al conversar con ellas sólo se enteró de que muchos de sus maridos tenían también jaquecas, que todos ellos sufrían de vértigo, etcétera. Sin embargo, lo que no le dijeron es que todas ellas habían dormido la noche anterior con la cabeza orientada al sur, que ninguna había dormido hacia el norte, cosa que en general se considera un mal augurio[11].
El primero en confirmar la inclinación en la elevación de Ciudad Marina, que en esos momentos era de más de tres grados, fue Ijíhari Ganko[12], maestro de obras de la contratista Ijihari. Estaba a punto de edificar un kiosco en el Parque Marineland a solicitud del Departamento de Parques. Al principio, cuando se puso a examinar el kiosco medio terminado con un nivel de burbuja y se dio cuenta de que el suelo se ladeaba tres grados, le entró el pánico pensando que había metido la pata. Pero cuando situó el nivel en varios puntos dentro y fuera del parque para asegurarse, descubrió que cada punto que examinaba se inclinaba un poco más de tres grados al sur-sudoeste. Acudió al Ayuntamiento para informar de esto y allí le recibió Kowayoro Chóko. A ella no le gustaba su tono chapado a la antigua y chovinista. Mientras le entregaba el informe se enzarzaron en una discusión y, cuando Ijihari Ganko empezó a alzar la voz, ella llamó al personal de seguridad para que lo detuvieran.
Para colmo, ella decidió no pasarle el informe a Yoneda Tomoe, en parte porque tenía miedo de irritar a la alcaldesa, que, por algún motivo, estaba de mal humor desde la mañana. Pero también porque tenía el presentimiento de que la inclinación de Ciudad Marina podía tener consecuencias desfavorables para ella.
Ese día se produjeron algunos heridos en Ciudad Marina. Muchos de ellos lo fueron al caerse de escaleras, carreteras con pendiente o entradas de edificios inclinadas. Algunas mujeres y ancianos se encontraban en situación crítica tras haber sufrido golpes en la cabeza al caer. A varios niños que estaban jugando en un columpio orientado hacia el sur en un jardín de infancia se les rompieron los dientes y sufrieron otras heridas al chocar contra el suelo tras deslizarse a una velocidad anormalmente alta. Entre ellos, los que tenían heridas más graves fueron llevados a diferentes hospitales, donde se les trató dando por supuesto que todo se debía a un descuido. En consecuencia, nadie fue capaz de plantearse por qué había un número tan alto de víctimas en toda la ciudad.
Entretanto, ese mismo día otros muchos que vivían en Ciudad Marina pero que trabajaban en la metrópoli, poco después de empezar la jornada laboral, empezaron a quejarse de dolores de cabeza, zumbidos en los oídos y vértigos causados por una anomalía en los tres canales semicirculares del oído interno, y fueron a tratarse a las clínicas cercanas a sus respectivos lugares de trabajo. También Kowayoro Bunguró volvió a tener una jaqueca. Calculó el nivel de dolor en 5,2 kiltagos y se fue a una clínica cercana a su oficina durante la pausa para comer. En todos los casos, los síntomas desaparecían en seguida cuando las funciones del análisis locomotor en el espacio tridimensional volvían a la normalidad. Pero cuando llegaba la noche, todos los que sufrían este trastorno regresaban a Ciudad Marina, que, al estar inclinada en un ángulo de más de tres grados, volvía a causarles el trastorno en los tres canales semicirculares.
—¿Sabes qué? Es justo lo que yo creía: ¡toda la isla está inclinándose! —se sintió obligado a anunciar esa noche Kowayoro Bunguró, sabiendo perfectamente cómo reaccionaría su esposa.
Kowayoro Chóko miró a su marido con los ojos amarillos, como los de un leopardo.
—Otra vez vas a volver a lo mismo, ¿no? Bueno, ya sabes que si se difunde el rumor, todos te señalarán como culpable. Entonces me despedirán y tendremos que marcharnos de Ciudad Marina.
—¿No te duele la cabeza? Oye, ¿tú conoces un instrumento que usan los constructores, el llamado nivel de burbuja? Mañana voy a ver si traigo uno a casa.
Era la primera vez que Bunguró no permanecía en silencio por la mirada de su esposa. Trabajaba para una empresa que sólo hacía instrumentos de medición, herramientas de construcción, instrumental médico, etcétera. Pertenecía a la División de Desarrollo del laboratorio de la compañía.
Chóko se quedó un momento pensando en el altercado que había tenido a mediodía con Ijihari Ganko. La idea central de su «pensamiento» era la autoprotección y el autoascenso, como siempre. «Si soy la primera en descubrir que Ciudad Marina se está inclinando e informo de ello a la alcaldesa, podría ser promocionada. Pero ¿y si es todo una patraña?»
—A decir verdad, el profesor Ronridani Nintei fue el primero en descubrirlo.
—No —y volvió a mirarlo fijamente—. Cuando la inclinación sea algo innegable, yo seré la primera en descubrirlo y en informar de ello a la alcaldesa, pero oficialmente, no como un rumor malicioso. ¿Comprendes?
Incapaz de entender la lógica de su esposa, Bunguró cambió de tema.
—El bloque norte número 2 estaba un poco más inclinado al mirarlo esta mañana. En fin, voy a hacer que mi compañía fabrique montones de niveles de burbuja y que los distribuya al por mayor a las papelerías de toda la ciudad. Estoy seguro de que nos vamos a forrar cuando todo el mundo empiece a darse cuenta de la inclinación.
Chóko sonrió irónicamente.
—Eso es todo lo que se te ocurre, ¿verdad? Mira lo que pasó la última vez, cuando se te ocurrió eso, ¿cómo se llama?, eso tan disparatado. Fuiste el hazmerreír de todo el mundo.
—¿Te refieres al dolorímetro? Pues no era disparatado en absoluto. El jefe se limitó a decir que sería difícil de materializar —al llegar al aspecto técnico, a Bunguró no se le ocurrió nada más—. Me imaginaba que lo podían necesitar en hospitales y demás. Por eso me inventé las unidades para expresar el grado de dolor. ¡Verás! —Se dio una bofetada en la mejilla—. Si me haces esto, el nivel de dolor es de un kiltago. Por supuesto, el umbral de dolor varía según las personas. Es como la temperatura media corporal. El dolorímetro calcula el grado de dolor basándose en el calor desprendido en el área afectada, la sensación de la región táctil del cerebro, el pulso, etcétera. Los primeros modelos serán muy primitivos, pero poco a poco irán siendo más precisos y entonces creo que todo el mundo se interesará por ellos y querrá comprarlos.
Chóko se quedó contemplando a Bunguró con la mirada perdida mientras éste seguía adelante con su discurso, si bien no escuchaba ni una palabra de lo que decía, pensando: «Pero ¿por qué me tuve que casar con un hombre como éste? Es memo, basto y desmañado, duro de mollera y tan lerdo que sólo es capaz de tener una cosa en la cabeza. Aunque, bien pensado…, quizá sea el marido ideal para mí».
A la misma hora aproximadamente, la pianista Hisu Teriko[13] daba un recital en el Salón de Ciudad Marina, un local con un aforo de 200 personas. Poco después de iniciar las Improvisaciones para piano de Bartok, su piano de cola se empezó a ladear en el escenario, poco a poco, en dirección al auditorio. El primero en reparar en ello fue un joven técnico de iluminación cuyo trabajo consistía en enfocar la lente de Fresnel e iluminar a la artista. La propia Hisu Teriko no se dio cuenta del movimiento, ya que su asiento se desplazaba junto al piano. Y lo peor de todo era que, puesto que el objetivo de una lente de Fresnel consiste en suavizar los bordes de la luz, cuando el técnico se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, la pata derecha del piano se encontraba a tan sólo unos centímetros del borde del escenario. Mientras se preguntaba desesperadamente cómo informar a la artista, el piano se desplomó en el auditorio con un estruendo ensordecedor, dio media vuelta con las tres patas hacia arriba y luego describió otra media vuelta, hasta romperse las patas y los pedales, que saltaron por los aires. Los macillos y las teclas se desbarataron y las cuerdas salieron volando. Hisu Teriko quedó tumbada, dejando a la vista sus carnosos muslos blancos y su ropa interior de color amarillo. Se quedó boca abajo al pie del escenario. Tres mujeres que estaban en la primera fila fueron alcanzadas por la tapa del piano y aplastadas por ella. Sufrieron rotura de órganos, fracturas de cráneo y sus caras quedaron destrozadas, y todas murieron instantáneamente. Otra mujer resultó decapitada por un cable partido del piano, mientras que otras doce que estaban cerca sufrieron heridas de diversa consideración. El pánico cundió en el auditorio prácticamente lleno. Al fin y al cabo, Hisu Teriko tenía una escuela de música en Ciudad Marina y contaba con un gran número de discípulos. El auditorio se vio rodeado enseguida por coches patrulla y ambulancias, y hasta la mañana siguiente no se logró controlar la situación.
Al principio, las familias de las víctimas señalaron a la actuación excesivamente entusiasta de Hisu Teriko como la causa del accidente, pero pronto se descubrió que no había sido por eso. Y es que los resultados del examen de la universidad ya habían llegado a manos de Sakamaki Ittó, y se demostró de inmediato que el escenario estaba orientado hacia el suroeste con un ángulo de tres grados, incluso antes de que Ijihari Ganko, que vivía cerca del auditorio y había oído el alboroto, pudiera correr, con el nivel de burbuja en una mano, como diciendo: «¡Os lo dije!».
Yoneda Tomoe se enteró del incidente cuando Sakamaki Ittó la telefoneó a las siete de la mañana siguiente. Inmediatamente se planteó poner de patitas en la calle tanto a Sakamaki Ittó como a Kowayoro Chóko: a él por ocultar su informe sobre la conversación que mantuvo con el profesor Ronridani Nintei, y a ella por despedir a Ijihari Ganko. Pero al pensarlo mejor, se dio cuenta de que el incidente se había debido a su malévola venganza contra las bolas de pachinko. Así pues, convirtió una parte de su ira en remordimiento de conciencia y otra en odio hacía su ex marido.
De la misma forma que había consolidado su posición dentro del partido, también el movimiento contrario al pachinko, promovido por Yoneda Tomoe, había cobrado fuerza, hasta que por fin, tras veinte años de lucha, el Proyecto de Ley sobre Prohibición de Salones de Pachinko fue aprobado por la Asamblea Nacional. Aunque ése no fue su único logro. De haber sido así, se hubiera descartado como «un absurdo proyecto de ley propuesto por una tipeja que odia el pachinko». No, para entonces el concepto de Ciudad Marina como paraíso feminista había empezado a tomar forma, a través, más o menos, de la decisión resuelta de Yoneda Tomoe.
Como consecuencia de la nueva ley, se cerraron cerca de 10.102 salones de pachinko de todo el país y se destruyeron 2.926.461 consolas. Como estas cifras se tomaron de un estudio realizado por comisarías de policía y administraciones tributarias en 1993, puede que no fueran exactas. Pero, puesto que se habían usado 4.000 bolas de pachinko para cada consola, supondría la astronómica cantidad de 11.705.844.000 bolas. El siguiente problema era cómo eliminarlas. Yoneda Tomoe, que había asumido la responsabilidad por este logro, tuvo la idea de usarlas como lastre para su Ciudad Marina. El Ministerio de Construcción no había aprobado el plan, aduciendo que las bolas de pachinko serían demasiado inestables para este objetivo. Sin embargo, Yoneda Tomoe, que entonces era la mujer que lideraba el partido, ya contaba con un buen número de simpatizantes. Un miembro de su peculiar grupo de expertos, en parte por un deseo inconsciente de hacerle la pelota, propuso que los mamparos se construyeran en forma de tablero de ajedrez para contener los tanques de lastre. Yoneda Tomoe quedó encantada con esta propuesta e insistió en ella hasta el final.
Así fue como comenzaron los trabajos para construir los cimientos de Ciudad Marina. Bueno, «cimientos» puede que no fuera la palabra, puesto que la ciudad estaba flotando en el mar. El caso es que se empezaron a instalar los tanques de lastre, que serían el equivalente a los cimientos. En este punto hubo cierta corrupción, un caso de soborno que también salpicó a Kowayoro Chóko. La empresa constructora había falsificado los detalles de los mamparos para aumentar la cantidad de soborno, y había empleado unos mamparos con las paredes ligeramente más delgadas, que ofrecían menor resistencia que las que se estipulaban en las especificaciones o en los planos.
Como para entonces estaba claro que la inclinación de Ciudad Marina se debía a cierta anomalía en los tanques de lastre, la tarde después del incidente del piano, se envió a tres inspectores para que examinaran las alcantarillas de la ciudad a través de un registro. Desde allí descendieron aún más, por una abertura utilizada para los trabajos de reparación, hasta los tanques de lastre que estaban en el fondo de Ciudad Marina. Los inspectores caminaron por la parte superior de los mamparos que dividían los bloques en su formación de tablero de ajedrez, cada uno de los cuales contenía un peso fijo de bolas de pachinko, y por fin encontraron los daños. En una de las paredes de los mamparos se había abierto un agujero, y las bolas de pachinko que debían estar en el bloque del noreste habían pasado todas al del suroeste, alterando el equilibrio general. Teniendo en cuenta la inclinación de Ciudad Marina, parecía improbable que fuera éste el único punto con desperfectos. Aun así, los inspectores descendieron por la pared del mamparo, sirviéndose de una escala de cuerda, hasta llegar al fondo del bloque que había a tres metros, y empezaron a examinar el estado de los daños.
Para colmo de males, unos veinte minutos después de que empezara el examen se produjo otro terremoto. Las numerosas bolas de pachinko volvieron al bloque nororiental y atraparon a uno de los inspectores antes de regresar al bloque suroeste. El ímpetu abrió un boquete en otro mamparo, a través del cual salieron las bolas hasta el siguiente bloque del lado suroeste. Incapaces de rescatar a su colega debido al lógico peligro, los otros dos inspectores se apresuraron a salir a la superficie, donde pidieron ayuda a la policía y a los bomberos.
Se armó un gran alboroto. Se movilizó a casi todos los efectivos de policía y bomberos, e incluso Sakamaki Ittó tuvo que pedir ayuda a la metrópoli porque en Ciudad Marina no había suficientes dotaciones. El inspector atrapado fue rescatado, pero se hallaba en situación crítica y tenía contusiones por todo el cuerpo. Una réplica sísmica durante la operación de rescate provocó nuevos daños a los mamparos, hiriendo de gravedad a dos de los rescatadores y levemente a tres más. Otro murió de asfixia cuando sus bronquios se le llenaron de bolas de pachinko.
Hasta la mañana del día siguiente —cuando Kowayoro Chóko, al conocer el alboroto por una nota de las oficinas de la ciudad, pero sin pensar por un momento que ese mismo día se iniciaría una investigación sobre la corrupción, estaba a punto de regañar a su marido por no habérsele ocurrido un día antes la idea del nivel de burbuja— no se descubrió que había más de cien boquetes en las paredes de los mamparos y que éstas eran más endebles que las especificadas en los planos.
Para entonces el ángulo de inclinación de la ciudad era ya de cuatro grados. Quizás a partir de este momento el lector desee equiparse con un transportador. Con un ángulo de cuatro grados, el peligro es inminente y, de hecho, es cuando empezaron los accidentes graves por toda la ciudad.
Las carreteras de Ciudad Marina eran, en su mayoría, de hormigón y estaban dispuestas horizontalmente. Esa mañana, Zenbu Tósaku salió a dar una vuelta y, como de costumbre, vio a un chico que iba al colegio en su monopatín. Tósaku todavía no se había dado cuenta de la inclinación y, asombrado por la inusual velocidad a la que el muchacho se desplazaba, le gritó espontáneamente:
—¡Eh, tú, frena, que te la vas a pegar!
El chico se lo quedó mirando y gritó con voz lastimera:
—¡Es que no puedo!
Tósaku cerró los ojos. Un camión de gran tonelaje se le acercó en dirección opuesta. Cuando volvió a mirar, pudo ver cómo el muchacho desaparecía bajo el camión, aún agachado en el monopatín. «Menos mal que era un vehículo alto», pensó Tósaku aliviado, antes de volverse para mirar de nuevo. El chico, que había aparecido de debajo del camión y se deslizaba en la distancia en su monopatín, estaba sin cabeza. Alguna parte que sobresalía de la carrocería del camión lo había decapitado limpiamente.
Las sirenas de los coches de policía y las ambulancias sonaban desde primeras horas de la mañana y lo seguían haciendo bien entrada la noche, y la mayor parte de personas en Ciudad Marina ya se habían dado cuenta para entonces de que algo estaba sucediendo. A pesar de eso, la alcaldesa Yoneda Tomoe ordenó que no se anunciara la verdadera situación hasta que terminara una reunión de urgencia que se estaba desarrollando desde primeras horas de la mañana. En consecuencia, la vida siguió su curso en diversas partes de la ciudad y esto provocó numerosos accidentes.
El supermercado que tenía Sukemoto Toshitari se abrió a las diez. Los clientes, que se habían visto atraídos por los anuncios en los periódicos, corrieron por las escaleras mecánicas para llegar a los mostradores de las rebajas. Las escaleras mecánicas que daban al sur, en un principio inclinadas con un ángulo de treinta grados, se habían escorado para entonces a treinta y cuatro, mientras que los propios escalones estaban inclinados cuatro grados. Una mujer obesa de mediana edad que encabezaba la multitud iba a bajarse en el primer piso cuando resbaló en un resalte acanalado y se cayó de espaldas. Esto provocó una gran avalancha, ya que las dos personas de cada escalón que había detrás de ella se cayeron de espalda por el efecto dominó. Chillando como aves exóticas, decenas de mujeres se amontonaron en grupos en varios puntos de las escaleras mecánicas, que siguieron su recorrido hacia arriba. Al hacerlo, las mujeres que estaban en lo alto de cada montón fueron lanzadas a través del pasamanos, precipitándose hasta la planta baja. Algunas fueron a parar a los cristales de los escaparates. El personal de la tienda intentó detener las escaleras mecánicas, pero la inercia provocó otro colapso entre los montones de clientas, muchas de las cuales sufrieron importantes heridas en la planta baja. Fue un desastre.
Mientras continuaba la reunión de emergencia fueron llegando numerosos informes de accidentes. Además de la catástrofe de las escaleras, se produjeron dos incidentes en los cuales varias sillas de ruedas incontroladas fueron rodando por la rampa que había delante de un hospital hasta ser alcanzadas por los coches que circulaban por la carretera. También hubo nueve percances en los que la gente chocó entre sí tras resbalar y caer por unas escaleras, provocándose contusiones, fracturas, mordeduras de lengua y otras heridas. Algunas personas se ahogaron y otras desaparecieron cuando seis pescadores, incluidos niños y ancianos, se precipitaron al mar desde un lugar en el paseo marítimo destinado a la pesca. Y así sucesivamente.
La reunión se prolongó hasta últimas horas de la tarde. En un momento dado, Yoneda Tomoe, dada la gran insistencia de Sakamaki Ittó, emitió una orden, a regañadientes, que prohibía el uso de las escaleras mecánicas. Sin embargo, aplazó por la fuerza las medidas para evitar otro tipo de accidentes, aduciendo que era «demasiado prematuro darlas a conocer». La reunión terminó con las siguientes resoluciones:
Tarde o temprano, todos los residentes de Ciudad Marina se darán cuenta de la inclinación. Por tanto, no se tomará ninguna medida concreta para informar sobre ella.
Con respecto a los accidentes causados por esa inclinación, sólo se tomarán medidas en casos graves. En los demás, se ignorarán por su insignificancia.
Hasta que se reparen los daños en el fondo de Ciudad Marina, los empleados de la ciudad no admitirán oficialmente la existencia de la inclinación, ni de palabra ni de hecho.
No se permitirá a los empleados de Ciudad Marina trasladarse a su lugar de origen ni ser evacuados fuera de la ciudad.
La empleada de la ciudad Kowayoro Chóko, que actualmente está siendo investigada por la policía por cargos de corrupción, será liberada de inmediato, dado que se necesitan sus servicios para responder a esta emergencia.
Al final de la reunión, Sakamaki Ittó, el único varón que asistió, estaba enfurecidísimo y anunció su dimisión.
Ese mismo día, Kowayoro Bunguró se dio una vuelta por las papelerías y ferreterías industriales de la ciudad para tomar nota de sus numerosos pedidos de niveles de burbuja, transportadores, escuadras, escuadras en T y otros instrumentos diversos, y luego regresó a la oficina para pedirlos al almacén de su empresa. Una semana después ya se habían agotado las existencias. Para cuando los residentes de la ciudad se dieron cuenta de la inclinación y se desvivían por comprar estos artículos, necesarios para estabilizar los muebles —como consecuencia de lo cual pronto se agotaron—, la inclinación ya se había agudizado tanto que esos instrumentos de medición eran completamente inútiles. Aunque no se produjeran terremotos ni maremotos, el peso de las bolas de pachinko que se inclinaban hacia el suroeste era suficiente para provocar una reacción en cadena de aberturas en las paredes de los mamparos. Incluso intentar repararlas era una tarea sumamente peligrosa. Puesto que los contratistas no querían aceptar este trabajo, la destrucción progresiva de los tanques de lastre continuó agravándose. El ángulo de inclinación aumentó a once grados. Hubo una serie de incidentes relacionados con el vuelco de vehículos, y el número de coches que llegaba desde la metrópoli fue disminuyendo. Sin embargo, la alcaldesa Yoneda Tomoe no tomó ninguna medida para hacer frente a estos accidentes de tráfico. Según ella, era algo perfectamente normal que hubiera carreteras en pendiente.
Fue la puntillosa Gochü Shinko quien más se enfadó al notar la inclinación de su casa, lo que la sumió en un estado de crisis nerviosa. Aunque en realidad no era empleada de la ciudad, sí pertenecía al grupo de mujeres y se había comprometido a ofrecerle fidelidad a Yoneda Tomoe como miembro externo de su grupo de expertos. Por eso, ni siquiera se planteaba abandonar Ciudad Marina. Sujetó todos sus muebles como una posesa, corrigió los marcos de sus cuadros y los puso a un ángulo que coincidiera con la inclinación total del apartamento. Luego empezó a caminar con el cuerpo inclinado a un ángulo preciso de once grados hacia el suroeste o, para ser más exactos, al sursuroeste cuarta al oeste, para mantenerse perpendicular al suelo. Lo mismo hacía cuando estaba quieta. De este modo, Gochü Shinko pudo demostrar que Ciudad Marina no estaba inclinada, ya que ella seguía estando perpendicular al suelo, lo cual también le permitió manifestar su lealtad hacia Yoneda Tomoe. Y no sólo eso, sino que incluso mantenía su inclinación de once grados al suroeste cuando se desplazaba cada día a la metrópoli para trabajar. Así pues, pudo sostener que no era Ciudad Marina la que estaba inclinada, sino el resto del mundo.
Pronto hubo otros trabajadores de la metrópoli que empezaron a copiar a Gochü Shinko, e intentaron encontrar el equilibrio espiritual en la inclinación del cuerpo. En consecuencia, podía verse a mucha gente en la ciudad caminando con el cuerpo a once grados al suroeste. Y esto no sólo los hacía reconocibles como residentes de Ciudad Marina, sino que la dirección en que se escoraban era también una ayuda útil para conocer el acimut.
A primeras horas del domingo, el día en que la inclinación pasó de once a doce grados, el profesor Ronndani Nintei se preparó para mudarse de la ciudad. No tenía muchos libros en su casa y sus muebles cabían en un solo camión grande de mudanzas. Estaba a punto de terminar de cargar los muebles con ayuda de dos transportistas y dos de sus estudiantes cuando fueron localizados y rodeados por algunas amas de casa que se acababan de levantar. La mayoría de ellas eran simpatizantes de la alcaldesa y ya habían intentado varios trucos para evitar que la gente escapara. Ahora bien, esta vez su adversario era el profesor Ronridani Nintei. Sabían que toda su persuasión sería vana, que se volverían las tornas y empezaría a darles un discurso, y que, finalmente, terminarían deseando que se fuera. De modo que lo único que hicieron al principio fue rodear el camión de lejos y soltar improperios.
—Así que te fugas, ¿eh?
—¡Cobarde! ¡Y tú te consideras un hombre!
—Estás asustado por una pequeña inclinación, ¿eh?
Pero el profesor Ronridani Ninteí no sería el profesor Ronridani Nintei si no tuviera algo que decir en ese momento.
—Señoras —gritó en voz alta—, será mejor que ustedes también se vayan rápidamente. Los edificios de por allí empezarán a derrumbarse pronto. Al fin y al cabo, es evidente que no están bien construidos, dada la corrupción y los sobornos que ha habido.
Una mujer salió de entre las amas de casa. Dio un paso adelante, se detuvo ante el profesor y le dio un sonoro tortazo.
Era Gochü Shinko. El ruido de la bofetada resonó en el aire fresco de la mañana.
—Pero ¿qué le ha hecho al profesor? —gritó uno de los estudiantes, lleno de brío juvenil. Fue directo hacia Gochü Shinko y la tiró al suelo de un puñetazo.
Se armó un gran revuelo. La casa estaba en medio de una urbanización. Y sólo una mirada desde los balcones de los pisos superiores bastó a los demás residentes para saber lo que estaba sucediendo. Las amas de casa fueron saliendo como un enjambre desde todas las direcciones.
El profesor dio un salto hasta la caja del camión.
—¡Rápido, subid!, ¡subid! —les gritó a los estudiantes, que estaban peleándose con las mujeres por unos bultos que todavía no se habían cargado.
—Eso no hace falta. Subid rápido. ¡Si nos coge la policía, nos ejecutarán a todos!
—¡Maldita sea!
—¡En marcha!
Los transportistas, asustados por la posibilidad de ser ejecutados, arrancaron el camión y salieron disparados y muertos de miedo. Los estudiantes intentaron aplacar a las mujeres y saltaron a la plataforma justo a tiempo. Las amas de casa, al ser mujeres, depusieron su persecución al camión en su intento de evitar que se fuera. Y así fue como el profesor Ronridani Nintei logró escapar de Ciudad Marina.
Al día siguiente, la poetisa Mata Futsukayoi se despertó a las seis de la mañana, aún con resaca, y se dispuso a tomar agua del grifo. «¡Puaff!», exclamó mientras la escupía. Era agua de mar.
Las tuberías de agua de tierra firme habían reventado. Habían sido diseñadas con suficiente tolerancia al movimiento, teniendo en cuenta que Ciudad Marina se había construido en una isla artificial. Pero para entonces estaban aplastadas en el lecho marino, así que se suspendió el suministro de agua. Lo mismo sucedió con el gas, en vista del lógico peligro que suponía. Ese día, la alcaldesa Yoneda Tomoe pidió a la Oficina Municipal de Abastecimiento de Aguas que les suministrara una serie de camiones cisterna. Entretanto, los clientes luchaban a brazo partido para comprar agua mineral en los supermercados y gas propano. Decenas de amas de casa resultaron gravemente heridas.
Kowayoro Chóko, que había sido nombrada comisaria de policía en sustitución de Sakamaki Ittó, de repente empezó a tener una actitud más amistosa hacia su marido, Bunguró. En parte se debía a que lo veía con otros ojos al haber sido ascendido a jefe de ventas. Pero también porque se había visto obligada a mostrar mayor lealtad hacia Yoneda Tomoe, velis nolis, a la vista de las tremendas deudas que tenía contraídas. Estaría en un gran aprieto si Bunguró decía que quería irse. Ese día, como era de esperar, la Dirección General de Tráfico anunció que el servicio de autobuses entre la metrópoli y la ciudad se vería interrumpido a partir del día siguiente. Chóko tendría que comprarle a Bunguró el coche que siempre había deseado.
Debido al corte de agua y a la interrupción del servicio de autobuses, cada vez había más ciudadanos que intentaban escapar a tierra firme, por lo que se produjeron muchas peleas con la gente que intentaba detenerlos. El escritor Zenbu Tósaku se dio cuenta de que no había forma de llevarse todos sus efectos personales, así que simplemente se subió al último autobús hacia la metrópoli con lo puesto. El propietario del supermercado, Sukemoto Toshitari, y su joven esposa estaban a punto de escabullirse en coche, llevándose consigo sólo sus obras de arte y otras pertenencias de valor, cuando fueron descubiertos por las amas de casa del vecindario, que inmediatamente destrozaron el coche y las obras de arte que había en él. Por si acaso, también desnudaron a la pareja, dejándoles huir medio desnudos por el Gran Puente Marino.
Los niños y los estudiantes que asistían a escuelas e institutos de la metrópoli fueron poniéndose a salvo a través del puente, algunos con sus padres y otros sin ellos, ya que éstos insistían en quedarse, y había también quienes lograban escapar después de mantener violentas disputas con sus madres. Al menos las amas de casa no impidieron su fuga. También hicieron la vista gorda con los padres que se fueron con sus hijos tras una serie de accidentes en los que habían muerto niños al caerse de las escaleras o los balcones inclinados de sus viviendas, o a que habían volcado en carreteras y sufrido graves daños. Pero los hombres que intentaban mudarse a la metrópoli aduciendo que era más cómodo para ir a su trabajo fueron detenidos y obligados a trasladarse al trabajo en coche desde Ciudad Marina. Kowayoro Bunguró lo hacía cada día, llevando consigo a otras cinco personas. A menudo, los maridos que trabajaban en la metrópoli no volvían a casa por la noche, dejando a sus esposas abandonadas. De esta manera quedaban expuestas a la vergüenza y eran denigradas por sus vecinos.
El Gobierno de la nación emitió una orden a todos los residentes de Ciudad Marina para que abandonaran la isla. Furiosa, Yoneda Tomoe declaró su intención de desobedecerla. Para ella era «una injerencia tiránica en los asuntos de una autoridad local» y «una grave amenaza contra el feminismo».
«No obedeceré esa orden. Ciudad Marina no ESTÁ inclinándose».
La inclinación se fue acentuando cada día que pasaba. El miércoles estaba a dieciocho grados; el jueves, a veinte. Pronto se cortó la energía eléctrica y las líneas telefónicas dejaron de funcionar, a excepción de las comunicaciones inalámbricas. El jueves por la noche el Gran Puente Marino se desplomó en el mar con un gran estruendo. Eso hizo que se interrumpiera la circulación rodada.
La predicción del profesor Ronrídani Nintei de que los edificios se empezarían a derrumbar fue inexacta. El único edificio que se cayó fue el Ayuntamiento, que estaba construido de ladrillos. La mayor parte de edificios de hormigón reforzado con acero tenía secciones verticales metálicas soldadas a la base de acero de la ciudad, que sustituían a los cimientos normales con pilotes. Pero ahora esos edificios empezaban a alabearse. Como cabía esperar, los ascensores dejaron de funcionar. Las puertas no se abrían una vez cerradas, ni tampoco se cerraban una vez abiertas. Por miedo a quedar atrapados dentro de sus hogares, todos los residentes empezaron a dejar las puertas abiertas.
Aun así, los edificios permanecieron más o menos intactos. Pero el cambio producido en su centro de gravedad no hacía más que acelerar la inclinación en Ciudad Marina. El viernes, el ángulo llegó a veintitrés grados. A un ángulo tan agudo, ni siquiera se podía caminar sobre las aceras, que originalmente eran llanas. Bueno, «caminar» no era la palabra más adecuada. La gente resbalaba y se caía cuando se arrastraba por las carreteras.
También había de tenerse cuidado con los objetos que caían desde arriba. Juguetes y zapatos de niños, utensilios de cocina y objetos varios del hogar caían de los balcones, pero es que a veces había hasta perros, personas o pianos que se quedaban aplastados al precipitarse al suelo en picado a través de barandillas de hierro, cosa que no era para tomársela a risa. En poco tiempo, fue normal ver a amas de casa que salían a comprar a algún sitio y que volvían con heridas sangrantes y con la ropa hecha jirones.
Varios edificios situados a lo largo de la costa en el extremo suroriental de Ciudad Marina, incluido un parque infantil, la Clínica La Ponzoñosa y un salón de belleza canina, se quedaron sumergidos. Una carretera cercana que discurría de norte a sur se escoró en diagonal hacia el mar. A veces, los coches o las personas se deslizaban de lado por la curvatura de la carretera y desaparecían sin más bajo las aguas. Por este motivo, los barcos guardacostas empezaron a patrullar la zona de manera constante. Además de salvar a la gente que se deslizaba por las carreteras, también tenían la loable tarea de rescatar y llevar a tierra firme a los desesperados habitantes de Ciudad Marina que intentaban escapar por la noche, en secreto. Los helicópteros sobrevolaban la ciudad durante el día instando a los residentes a abandonarla y les decían dónde estaban esperando los guardacostas.
«¡Maldita sea! Al menos se podía haber caído mientras estaba en el trabajo. Así no hubiera tenido que volver a casa».
Chóko arrastró hasta la cama a Kowayoro Bunguró, que todavía murmuraba estas palabras mientras contemplaba por la ventana de su apartamento, que en ese momento tenía una inclinación de veintiséis grados, el estrecho en el que se había desplomado el Puente Marino. Era un sábado por la mañana.
—¿De qué te quejas? He dicho que vengas aquí ahora mismo.
—¡Pero es que últimamente lo hacemos todas las mañanas!
—¿Y qué? ¿A que no tienes nada mejor que hacer?
La vivienda de los Kowayoro se encontraba situada en el extremo nororiental del edificio, al fondo de una galería en el piso once. Cuando la pareja estaba en pleno éxtasis, los clavos que sujetaban al suelo las patas de su cama se aflojaron, haciendo que el lecho se deslizara por la habitación con una fuerza considerable. Pasó por el comedor y salió por la puerta delantera, que habían dejado abierta, hasta la galería, donde chocó contra una mujer y la lanzó por la barandilla antes de colisionar por fin con otra barandilla de hierro que había en el extremo suroccidental. La cama se detuvo, pero, con el impulso, Bunguró y Chóko, que todavía estaban en su abrazo coital, salieron volando por los aires completamente desnudos. Gochü Shinko, que ya no podía volver a su trabajo, fue nombrada nueva comisaría de policía en sustitución de la difunta Kowayoro Chóko. Era un cargo que le iba como anillo al dedo. Dado que los únicos efectivos policiales que quedaban eran dos administrativas, se puso el uniforme, corrigió el ángulo de inclinación de su cuerpo hasta llegar a veintiséis grados al sursuroeste y recorrió Ciudad Marina investigando incidentes y accidentes como si la gravedad no fuera un problema para ella. Si descubría a alguien intentando abandonar la ciudad, se sacaba la pistola y le disparaba. Estaba de guardia incluso de noche, cuando se veía envuelta en tiroteos espectaculares con los guardacostas al intentar evitar que se llevaran a los fugitivos a tierra firme. Con todo esto, los que se quedaron en la isla perdieron su único medio de escapar.
Entretanto, la poetisa Mata Futsukayoi aumentó su dosis de alcohol. En cualquier caso, la bebida le hacía más efecto ahora que vivía en un mundo inclinado. Se encontraba en un estado de permanente embriaguez. Un día, salió en busca de alcohol y empezó a bajar las escaleras que daban al suroeste de su edificio de apartamentos. Normalmente estaban inclinadas cuarenta y dos grados, pero el ángulo en esos momentos superaba los setenta grados. Cayó de inmediato, besó el asfalto de la carretera, rebotó dos veces en la superficie y luego empezó a deslizarse por la calzada. Vestida con kimono, siguió deslizándose en un estado totalmente indecoroso y luego, tras hundirse seis metros bajo el mar junto con la carretera, apareció flotando suavemente en la superficie. La tripulación de un barco turístico de recreo con cincuenta y seis pasajeros a bordo, que deseaban ansiosamente contemplar por sí mismos la inclinación de Ciudad Marina, le lanzó un chaleco salvavidas desde una distancia prudencial en un intento por rescatarla. No había hecho más que ser izada a la cubierta cuando empezó a importunar a los espectadores pidiéndoles alcohol. Todos se quedaron perplejos al comprobar la resistencia de su corazón.
En un instante la inclinación había llegado a cuarenta grados. Pronto, la gente no supo si subía las escaleras o las bajaba. Quienes resbalaban por la calle, más que resbalar, lo que en realidad hacían era caerse por la calle. Para entonces, los únicos que permanecían en Ciudad Marina eran la alcaldesa Yoneda Tomoe, la comisaria de policía Gochü Shinko y otras trece mujeres. El único varón era el maestro de obras Ijihari Ganko. Decidido a presenciar el fin de Ciudad Marina, había hecho que su mujer y sus hijos partieran hacia tierra firme, mientras él disfrutaba viendo cómo la ciudad se iba sumergiendo poco a poco bajo las aguas. Diseñó una pasarela de cuerda que le permitía avanzar lentamente hacia delante y hacia atrás a lo largo de la calle, desde su vivienda hasta el supermercado, donde para entonces se podía coger cualquier cosa gratis. También habilitó puntos de apoyo para pies y manos en diversos puntos de la calle para evitar resbalar. Incluso hizo algunos a instancias de las mujeres que quedaban. Pero, aun así, él mismo solía resbalar en alguna ocasión y una vez se deslizó varías decenas de metros. Siempre tenía la precaución de mantener fija la cuerda alrededor de su cuerpo, de tal forma que en caso de caer al mar, confiaba en su habilidad natatoria.
Algunas de las mujeres más intrépidas que se quedaron no tenían la más mínima necesidad de contar con Ijihari Ganko, ya que se las ingeniaron para crear sus propios medios de locomoción. Una de ellas llegó a encontrar la manera de moverse entre edificios con cuerdas. Pero esas medidas no estaban al alcance de Yoneda Tomoe debido a su obesidad. Por fin, ésta tomó una decisión y ordenó a Gochü Shinko que la llevara hasta el edificio de apartamentos que había en el extremo norte de Ciudad Marina. Entonces estaba ya claro que, una vez que la inclinación llegara a los cuarenta y cinco grados, sería cuestión de tiempo que la ciudad volcara por completo. Siguiendo órdenes de Yoneda Tomoe, Gochü Shinko encadenó el cuerpo de la alcaldesa a un depósito de agua que había en la azotea del edificio.
En realidad, el Gobierno no esperaba que Ciudad Marina se inclinara tanto y se mostró más bien optimista. La hipótesis era que, una vez que la sección sursuroeste de Ciudad Marina que estaba sumergida llegara al fondo de la bahía, que debería tener sólo sesenta metros de profundidad en su parte más honda, la inclinación se detendría de forma natural. No obstante, cuando el ángulo se aproximó a los cuarenta y cinco grados, existía una posibilidad real de que toda la isla volcara por completo. Nadie comprendía por qué el fondo de la bahía se había hecho tan hondo. Ni siquiera el propio autor lo sabía. Algunos especulaban con que los cimientos se habían hundido en la capa de lodo que había en el fondo, y que estaban aplastándola. Pero la capa de lodo no podía seguir a una profundidad de varios kilómetros y, por consiguiente, se decidió que se desconocía el motivo. Así pues, el debate se centró en las medidas urgentes para evitar que la ciudad se diera la vuelta completamente.
Por fin, llegó el día en que se predijo que Ciudad Marina volcaría por completo. Un equipo de rescate de las Fuerzas de Autodefensa, a bordo de un helicóptero V-107/A con capacidad para 26 personas, se dirigió en busca de los últimos supervivientes. Uno de sus ocupantes era Sakamaki Ittó, que se había ofrecido como voluntario para convencer a los residentes que quedaban. El helicóptero descendió en medio de una urbanización y se mantuvo suspendido a dos metros de altura, más o menos inclinado y paralelo al suelo. Empezó la operación de rescate. Al darse cuenta de que si se quedaban en la isla estaban abocadas a una muerte segura, las trece amas de casa respondieron a la persuasión y salieron una tras otra. Ijihari Ganko siguió su ejemplo.
Era casi mediodía. Tras superar los cuarenta y cinco grados, el ángulo de inclinación empezó a variar rápidamente a noventa grados. Los edificios empezaron a chirriar y rechinar al unísono y los objetos comenzaron a caer al azar sobre el helicóptero desde los edificios del noreste.
El V-107/A rescató con éxito a las trece mujeres y a Ijihari Ganko junto a dos perros y cinco gatos, y estaba a punto de iniciar el ascenso cuando Gochü Shinko, con el cuerpo inclinado a 72,8 grados hacia el sursuroeste cuarta al oeste, salió corriendo de un edificio de apartamentos que había en el noreste, acercándose mientras dirigía su pistola hacia el rotor del helicóptero. Sakamaki Ittó juzgó que ya no era humana, sino un espectro, y por eso le disparó un tiro que le provocó la muerte.
El helicóptero se alejó y puso rumbo a la azotea del edificio de apartamentos que había en el extremo nororiental de la ciudad. La intención era persuadir a Yoneda Tomoe, que todavía estaba encadenada al armazón de hierro del depósito de agua, para que se entregara. Sakamaki Ittó la llamó a gritos.
—¡Si se acerca, dispararé! —le contestó la alcaldesa empuñando una pistola que, al parecer, le había dado Gochü Shinko—. ¡No dejaré que ninguno de ustedes se entrometa!
—¡Alcaldesa: si se queda aquí, morirá! —Sakamaki Ittó intentó explicarse de la mejor manera posible—. ¡Por favor, venga con nosotros! ¡Ciudad Marina siempre podrá reconstruirse!
—¿Ah, sí? —gritó Yoneda Tomoe. Miraba desde lo que era prácticamente la cumbre de Ciudad Marina y que en ese momento sobresalía verticalmente desde el mar por un costado—. Todos ustedes se limitarán a reírse a base de bien y a decir: ¡ya te lo advertimos! ¡Por supuesto que no será reconstruida!
—El ángulo ya es de noventa grados. Alcaldesa: en unos segundos se hundirá boca abajo en el mar. No va a ser nada agradable.
—¡Cállese! —dijo, lanzando un disparo al helicóptero.
¡Bumbaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!
Había empezado el desplome. Con un estruendo ensordecedor, la mitad norte de Ciudad Marina se precipitó hacia el mar.
—¡No voy a morir! —gritó Yoneda Tomoe mientras se zambullía de cabeza en el mar—. Aunque me hunda por este lado, saldré flotando por el otro. Yo y Ciudad Marina. ¡Os lo demostraré!
—¡No es una noria! —gritó Sakamaki Ittó desde el helicóptero, que seguía persiguiéndola—. Todavía se puede salvar si se agarra a la cuerda. Suelte el arma. ¡No desperdicie su vida!
—¿Quién dice que voy a morir? ¡Imbéciles! ¡No voy a morir, claro que no! ¡Voy a flotar, glup glup! ¡Glu glu!
Boca abajo, Yoneda Tomoe desapareció bajo las aguas. Al mismo tiempo, la ciudad volcó por completo soltando una enorme columna de espuma de varias decenas de metros de altura.
Ciudad Marina flotó boca abajo en la bahía como un pastel gigante de chocolate con su base de color orín a la vista. Tras alcanzar un ángulo de más de 180 grados, la ciudad no completó un giro de 360 grados. Ni tampoco volvió a emerger. Y de la alcaldesa Yoneda Tomoe nada más se supo.