Sucedió un día, al volver a casa desde el trabajo. Mi esposa levantó la mirada de una revista femenina semanal, abrió una boca más grande que su propia cara y se volvió hacia mí:
—Pero ¡qué tonta fui al casarme contigo!
—Pero ¿de qué estás hablando?
Con el dorso de la mano golpeó la revista por la página que tenía abierta. Era otro de esos artículos absurdos. Éste, en concreto, se titulaba «Pon a prueba la sexualidad de tu marido».
—Aquí dice que la erección de tu pene es comparable a la de un niño de once años; dice que tu potencia no supera la de un gallo y que tu técnica apenas se merece un aprobado. Lo haces con la misma frecuencia que un hombre de cincuenta años, ¡aunque tú tienes treinta y pico y yo veintitantos! ¿Qué piensas hacer al respecto? Hasta ahora me has estado decepcionando, ¿o no? ¡Qué tonta he sido, madre mía!
—¡No seas imbécil! ¡Todo eso no es más que una sarta de tonterías de los que estáis obsesionados con el sexo! —Le retiré la revista de las manos y la hice añicos—. ¡Sexo! ¿Es eso lo único en lo que piensas? ¡Qué vergüenza! Hoy me han dado la paga y he venido directamente a casa para traerte todo el dinero. Pues muy bien, tú lo has querido. Ahora no te voy a comprar nada. ¡Piensa lo que quieras!
Ella suspiró y una sombra de tristeza pasó por sus ojos.
Luego dejó entrever una sonrisa obscena y, coqueteando, se disculpó de manera sumisa.
—¡Lo siento, cariño! Yo… no tenía derecho a decir esas cosas, ¿verdad? ¿A que no, amor mío?
—Pues no. No tenías derecho a decirlo —asentí yo con la cabeza—. Nunca te ha faltado la comida, ni tampoco has tenido que lamentarte por no tener qué ponerte. Tenemos todo lo que tienen las demás familias. Y todo gracias a mí. Deberías ser feliz. ¡Eso es! Y resulta que eres tan feliz que intentas a la desesperada encontrar un motivo por el cual no serlo. Por eso tratas de encontrar fallos a tu marido. ¿O me equivoco?
—Sí, cariño. Te pido disculpas —me dijo, mirándome fijamente con ojos llenos de expectación.
Ante una sumisión tan incondicional, la mayoría de maridos se pondrían contentos, esbozarían una amplia sonrisa y les entregarían el sobre de la paga a sus esposas. Pero ése no es mi caso. Yo odio esa conducta familiar almibarada y acomodaticia. No, no estoy dispuesto a hundirme en esa falsa felicidad prefabricada. Si yo sugiriera que soy feliz, estaría cayendo en el estereotipo de marido que se ve en las series televisivas de tres al cuarto, como hacen otros.
Estaba cambiándome en la habitación cuando entró mi madre, de sesenta y cinco años, que venía de la cocina.
—Hoy te han dado la paga, ¿verdad, hijito? —me dijo, arrimándose para engatusarme—. Podías darnos algo de dinerito. Shigenobu sigue pidiendo un tanque de juguete. ¡Me gustaría comprárselo!
—¡De eso nada! —grité. El afecto filial tampoco va conmigo—. Vete ya a preparar la cena. ¡Vamos, vieja pesada, antes de que te pegue una patada en el culo!
A pesar de todo, se quedó allí murmurando de pie, así que le di una patada y se largó a la cocina lloriqueando. Le estaba bien empleado.
Al volver a la sala de estar, mi esposa me preguntó:
—Oye, amor, ¿podrías bañar a Shigenobu?
Nuestro hijo, de dos años, estaba despatarrado en el suelo mirando una serie de acción en la tele. Hasta qué punto entenderá algo, me preguntaba. Haciendo caso omiso de sus lloriqueos, porque quería seguir viendo la tele, lo desnudé y me lo llevé al baño. Shigenobu todavía vocalizaba mal y, en muchas ocasiones, me resultaba difícil saber qué quería decir. Pero a mí eso me parecía muy gracioso. Tan gracioso, de hecho, que me odiaba a mí mismo. Me odiaba por encontrar gracioso a mi hijo. En parte por pudor, a veces incluso llegaba a maltratarle, diciéndome a mí mismo que es mejor tratar mal a los hijos varones.
Al abrir la tapa de la bañera salió una humareda de vapor. Levanté a Shigenobu en volandas y lo sumergí hasta la cintura en el agua caliente. Ya saben, para comprobar la temperatura.
Al parecer, el agua estaba hirviendo. Shigenobu dio un enorme grito y empezó a llorar. Cuando lo saqué del agua, la parte inferior de su cuerpo estaba más roja que una gamba.
—¡Shigenobu!
—¿Qué, qué ha pasado?
Mi esposa y mi madre vinieron apresuradamente, abrieron de par en par la puerta vidriera del baño y se quedaron mirándome.
—No es nada, no es nada —fingí yo, riéndome despreocupadamente—. Sólo estaba probando el agua, nada más.
—Pero ¿cómo has podido hacer algo así? —dijo mi esposa, tomando al niño en brazos—. Ya, ya, ya. Pobrecito mío. ¡Mira qué rojo está el pobre!
—¡Me duele, me duele mucho!
Mi esposa lo abrazó con fuerza mientras seguía llorando.
—¿Es que no podías haber probado tú antes el agua? —dijo mirándome enfurecidamente.
—¡Cállate! Lo que debe hacer una esposa es probar el agua antes de que se meta su esposo en el baño. ¡Imbécil! —Y a continuación le pegué un bofetón—. ¿Quieres que me siente en el agua fría para que coja un resfriado de órdago?
Mi esposa se puso a llorar. Lo mismo hizo mi madre, que intentaba desesperadamente tranquilizarme mientras yo seguía gritando y desvariando como un loco.
Afortunadamente, Shigenobu no sufrió quemaduras. Un poco de ungüento bastó para calmarle el dolor. Yo volví a enfadarme por mi sentimiento de culpa y durante toda la cena estuve así. La causa de mi enfado era evidente: esa pequeña felicidad que teníamos.
Después de la cena, Shigenobu y mi madre se fueron a la cama de la habitación contigua. Nuestro apartamento tiene tres habitaciones, cocina y baño. Se encuentra en el piso 17 del bloque número 46 de una mastodóntica urbanización. Hay dos habitaciones japonesas de cuatro tatamis y medio. En una de ellas duerme mi madre, y la otra la usamos como salón. También hay una habitación de estilo occidental con las mismas proporciones que los otros cuartos, donde dormimos mi esposa y yo. Y por último está la cocina. Todas las piezas están amuebladas a la última. Tenemos un enorme televisor en color y una mesita con un brasero en medio, con lo que apenas hay espacio para moverse.
Yo me senté a la mesa y me dispuse a comer una mandarina mientras veía una película antigua en la que famosos actores de Hollywood hablaban japonés con un acento de lo más llamativo. Mi esposa se sentó junto a mí zurciendo algo de Shigenobu.
—Oye, cariño —dijo mi esposa mientras yo pelaba la mandarina número dieciséis—. ¿Qué te parece si compramos un televisor nuevo?
—¿Otro? —dije, mirándola distraídamente—. ¡Pero si éste lo tenemos desde hace sólo seis meses!
—Sí, pero es que es el último grito en televisores de pantalla plana. Estoy segura de que te va a gustar. Con sólo apretar un interruptor puedes ver las películas extranjeras con o sin doblaje.
—¿Ah, sí? —dije abriendo los ojos de par en par—. Hay que ver lo que inventan, ¿eh? Nunca me han gustado las películas dobladas. Siendo así, ¡vamos a ello cuanto antes!
—Bueno, pues mañana puedes ir al banco y hacer los trámites, ¿vale? Son veinticuatro plazos mensuales de quince mil yenes.
A mí me dolía tener que desprenderme cada mes de tanto dinero, pero, bien pensado, si queríamos comprar otras cosas, siempre podíamos hacerlo a plazos. De hecho, la mayor parte de muebles de nuestro apartamento los compramos de esta manera, y todavía los estamos pagando casi todos. Muy raramente necesitamos pagar grandes sumas de una sola vez. Como sucede en otros muchos hogares, la mayor parte de mi sueldo se invierte en los pagos mensuales. Por ejemplo, si mi madre estirase la pata de repente, actualmente sólo podríamos hacer frente a los costes del funeral pagándolos a plazos.
La inflación rampante del precio de la tierra y de la vivienda ha hecho que cada vez haya más gente que tenga dificultades en pagar su propia casa, no sólo los que acceden por primera vez a una vivienda, sino también la gente con bastante dinero. Aunque, en realidad, no está la cosa tan mal. Uno trabaja como un negro con la esperanza de comprar una vivienda propia, preguntándose si el precio subirá más rápido de lo que uno es capaz de ahorrar. Pero, de hecho, no haces más que agarrarte a un efectivo que gradualmente va perdiendo valor por la inflación. ¡Olvídate! Es mucho más inteligente utilizar todo el sueldo en los plazos mensuales, incluso con los intereses. Los sueldos van subiendo constantemente. Si soportas vivir con la casa atestada hasta los topes, puedes comer bien y llevar una vida de rico, rodeado de artículos de lujo y de los últimos muebles y electrodomésticos. Personalmente, yo no estoy completamente de acuerdo con esa tendencia. Soy consciente de que no hace más que acelerar la inflación. Pero no me cabe la menor duda de que es mucho más inteligente gastar el dinero que guardarlo y, por consiguiente, no comprar una casa. Por eso, no tengo más remedio que seguir esta tendencia.
Di unos cuantos sorbos al té que me había preparado mi esposa. Era el famoso de Uji, que nos enviaban directamente de Kioto. Estaba buenísimo.
El reloj de pared, una pieza cara de artesanía, dio las diez. Por supuesto, lo habíamos pagado a plazos.
Mi esposa se puso a hacer ganchillo.
Yo me tomé el té mientras veía la televisión.
Era una bella escena familiar.
De repente, mi esposa se estremeció, levantó la cabeza y me miró fijamente.
—Cariño, soy tan feliz —dijo con una voz nerviosa. Incluso se le adivinaba una pequeña lágrima.
Yo no pude reprimir la rabia, la vergüenza, la pesadumbre, así que le di una patada a la mesa y me levanté.
—¡Tonta, más que tonta! —grité, abriendo la boca de tal manera que parecía que se iba a partir, y vociferé a pleno pulmón—: ¿Qué quieres decir con eso de que eres feliz? Tú no eres ni siquiera un poco feliz. Ahora entiendo por qué dicen que «las mujeres son conejas». ¿Tú crees que la felicidad equivale a estar satisfecha? ¿Y tú te consideras humana? ¿Crees que estás viva? Pues bien, ¡así te mueras! ¡Muérete!
Le di unos puñetazos y patadas con todas mis fuerzas. Ella dio una vuelta de campana y se cayó al suelo de linóleo de la cocina, donde estuvo arrastrándose aturdida.
—Querido, lo, lo siento. Lo siento de veras —se lamentó.
—¿Qué quieres decir con que lo sientes? ¡Ni siquiera sabes por qué estoy enfadado! ¿Cómo puedes decir que lo sientes?
Estaba enfurecido. La agarré por el pelo y le solté diez o veinte bofetones en la mejilla.
Sin saber qué hacer, mi madre y Shigenobu salieron de la habitación de al lado y se sentaron en el suelo sobre los talones, uno a cada lado de mi mujer, disculpándose ante mí mientras lloraban.
Como siempre, en un arrebato de cólera me encerré en mi cuarto, me metí en la cama y estiré las sábanas hasta taparme por completo.
No había nada raro en eso. Como media, tengo más o menos un ataque de éstos al mes. A los miembros de mi familia, que no comprenden por qué me enfado tanto, les puede parecer como una especie de desastre natural. Pero, al día siguiente, se me olvida todo e intentan enredarme una vez más con su enfermiza felicidad de farsantes. Esa cegadora felicidad tan espantosa, tan extraordinariamente vulgar y tan falsa que me agota hasta la extenuación, y tan tibia que me hace vomitar. Una especie de felicidad que de vez en cuando deja traslucir una ligera insatisfacción, o de la que en algunas ocasiones puede surgir una pequeña disputa, que fingimos zanjar casi de inmediato.
Al día siguiente, justo después de comer, me fui al banco que había cerca de la oficina. Quería ingresar el sueldo y hacer las gestiones para los plazos del televisor. El banco estaba lleno de otros trabajadores como yo que aprovechaban el descanso del mediodía, y también de vendedores del centro comercial que había en las inmediaciones. Como la espera se me antojaba larga, me senté en un sofá cerca de la ventana y encendí un cigarrillo.
Mientras esperaba a que llamaran por el número que tenía, apareció una joven delgada con ojos achinados y pinta de comerciante y se sentó en el banco que había delante de mí. Estaba con un niño de la misma edad más o menos que Shigenobu, un chaval con pinta de pillo que no podía estarse quieto. En seguida empezó a tirar los ceniceros de pie y a esparcir montones de folletos por el suelo.
—¡Estate quieto! —le gritó la madre—. ¡Para, he dicho! Pero ¿qué haces? ¡He dicho que te estés quieto! ¡No hay nada que hacer contigo! ¡Quédate quieto! ¡Pero bueno! ¿A dónde vas?
Ignorando las riñas incesantes de su madre, el pequeño siguió deambulando hasta que por fin tiró al suelo todo el montón de folletos.
—¡Yoshikazu!
La madre se levantó, cogió el tubo de latón de un cenicero de pie, lo levantó en alto y le estrelló en la cabeza la base de metal sólido.
Se oyó un ruido sordo y nauseabundo como si clavaran en el suelo una estaca de madera con un mazo. El pequeño se agachó en el suelo, con las órbitas en blanco. Con la mirada de una mujer posesa, la madre, una y otra vez, siguió golpeando a su hijo en la cabeza con el tubo del cenicero. El niño se quedó tumbado boca abajo en el suelo, pero yo aún podía ver su cara. De la nariz le salía una sustancia blanquecina. Tenía la boca abierta, de donde también le salía una sustancia del mismo color. Los sesos hundidos le rezumaban por la nariz y llenaban su boca. Las puntas de los dedos se le crisparon convulsivamente al principio, pero luego se estiraron y se quedaron flácidas. La madre se tambaleó en el banco con la misma mirada perdida, dejando tras de sí el cuerpo del niño en el suelo. Y el eco del incidente siguió resonando en el edificio.
Dos o tres personas nos levantamos lentamente. Tras comprobar las expresiones de los que estaban a nuestro alrededor, un hombre de mediana edad con aspecto de oficinista se dirigió a un guarda de seguridad y le susurró algo al oído. Éste asintió gravemente, se fue hasta el cuerpo y examinó la cara del niño. Luego se fue a un teléfono cercano, levantó el auricular y empezó a marcar con parsimonia.
En eso llegó un policía. Interrogó a dos o tres personas y luego se dirigió a mí.
—¿Lo vio usted todo desde el principio? —me preguntó.
—Sí —respondí.
—¿Está seguro de que fue la madre quien lo mató?
—Sí, creo que sí.
—¿Por qué cree que lo hizo?
No dije nada. ¿Cómo lo podía saber? Sin embargo, podía imaginar inmediatamente el titular de los periódicos vespertinos:
«¡MADRE ENAJENADA GOLPEA A SU HIJO HASTA MATARLO
A LA VISTA DE LOS CLIENTES DE UN BANCO Y A PLENA LUZ DEL DÍA!»
Y el caso es que hasta que agarró el pie del cenicero no había nada que indicara que estaba «enajenada» en absoluto. Y aunque había más gente en el banco, realmente no estaba «a la vista del público». Era evidente que la gente que leyera el artículo nunca vería el incidente como yo lo había visto minutos antes, es decir, vívidamente, de un modo horriblemente realista.
Todo el mundo en el banco había mostrado una especie de indiferencia ante los hechos ocurridos. Me preguntaba si todos los incidentes que leemos en los periódicos se informaban de igual manera, con una ligera preocupación próxima a la indiferencia. Recordé cómo durante el proceso se mantenía una especie de paz. Pero me preguntaba si quizá podría estar sucediendo algo verdaderamente terrible. O quizá fuera este incidente el comienzo de algo más.
«¿Por qué te limitaste a sentarte y verlo todo de forma pasiva?», me pregunté a mí mismo.
No es que me mantuviera indiferente, protesté como respuesta. No, simplemente es que me quedé atónito con todo lo que pasó. Yo no soy como los demás. Estoy seguro de que no lo soy.
A medida que fueron pasando los días, empezaron a producirse extraños incidentes por todas partes. Al menos, eso es lo que se desprendía de los artículos de los periódicos, que, como siempre, se satisfacían con preocupaciones indiferentes y explicaciones afectadas:
«¡una enfermera histérica incendia un hospital.
69 pacientes mentales mueren abrasados!»
«¡asesinato indiscriminado! un oficinista
desequilibrado acuchilla a transeúntes
en la calle a plena luz del día».
A pesar de utilizar frases como «asesinatos indiscriminados», a la mayor parte de asesinos se les calificaba, paradójicamente, de «histéricos» o «desequilibrados». Cuando no utilizaban ninguno de estos términos, se citaban como causa algunos estados mentales más o menos generales, como: «fue obra de una mujer fuera de sí» o «de un hombre con tendencia a la irritación». Ahora bien, no había más que abrir un poco los ojos para darse cuenta de que estos episodios no se podían explicar tan a la ligera.
Entretanto, nuestra simulada felicidad familiar siguió como antes. El fingimiento se vio alentado cuando me subieron el sueldo a 320.000 yenes al mes.
Luego, en el mes de junio, me dieron un día libre adicional por semana. Había otros trabajadores que también se pasaban a la jornada laboral de cuatro días, e incluso de sólo tres.
El primer fin de semana de julio decidí llevar a mí familia a la costa con el coche. En realidad, no es que tuviera muchas ganas, ya que la temporada de vacaciones no había hecho más que empezar y estaba seguro de que las carreteras estarían congestionadas. Pero me estaba empezando a hartar de merodear por casa tres días enteros por semana. Por eso, me resigné a experimentar el «infierno del tiempo libre» y decidí salir. Ni que decir tiene, los demás se pusieron muy contentos.
Al salir del centro de la ciudad, no encontramos más que un ligero atasco, pero en cuanto tomamos la carretera nacional que daba a la costa, el embotellamiento se volvió mayúsculo. Todos los coches rebosaban de familias. Cada poco tiempo nos parábamos varios minutos, a veces hasta una hora. Cuan cientos de metros para volvernos a quedar parados. No había margen de maniobra y ya era demasiado tarde para dar la vuelta. Los trenes de ida que viajaban paralelos a la carretera también estaban llenos hasta los topes. Los pasajeros se amontonaban en lo alto de los vagones y otros se colgaban de las puertas, las ventanas y los enganches.
Habíamos salido de casa temprano, pero cuando empezó a anochecer todavía estábamos a medio camino de la costa.
—¡Shigenobu! ¡Es la hora de cenar! ¡Ven aquí!
Mi hijo estaba jugando al «pillapilla» con otros niños en el espacio que había entre los vehículos parados. Mi esposa lo trajo hasta nuestro coche, donde disfrutamos de una cena insulsa. Temiendo lo peor, nos habíamos llevado unas mantas. Los miembros de mi familia se quedaron dormidos, pero yo tuve que conducir de noche. Si veía que nos íbamos a quedar parados durante un rato, descansaba la cabeza en el volante y echaba una cabezadita. Luego, cuando el tráfico volvía a ponerse en marcha, me despertaba el conductor del vehículo de atrás con el claxon. Con este horrible embotellamiento, al menos no había peligro de provocar ningún accidente importante. Todo el mundo se quedaba dormido al volante; lo peor que podía pasar era recibir un pequeño encontronazo por detrás. A primeras horas de la tarde del día siguiente, entramos en una pequeña localidad a dos kilómetros de la costa. Tuvimos que dejar el coche en la calle principal. La gente había abandonado sus vehículos en las calles, si es que podían llamarse así, porque algunas callejuelas no tenían más de dos metros de anchura. Seguir el viaje en coche resultaba una tarea imposible. Esa pobre ciudad había dejado de funcionar, simplemente por el hecho de estar situada cerca de la playa.
Nos pusimos los bañadores en el coche. Luego empezamos a caminar por la acera, que ya estaba llena de familias como nosotros. Casi todas llevaban puesto el traje de baño. No tuvimos más remedio que caminar en fila india siguiendo la corriente humana. El cielo estaba despejado y el sol lucía esplendoroso, con un tono púrpura. De pronto, quedé empapado de sudor. La espalda del hombre que tenía delante de mí también brillaba por las gotas de sudor. De la punta de la nariz me caían gotitas. Toda la acera de cemento estaba húmeda y resbaladiza por el sudor humano.
A medida que nos fuimos alejando de la ciudad por una carretera en mal estado, empezaron a soplar a nuestro alrededor unas nubes blancas de polvo. Nuestros cuerpos se ennegrecieron mientras seguíamos caminando. La cara de la gente estaba moteada de sudor y polvo. Mi madre y mi esposa no eran una excepción. Al frotarse los ojos con el dorso de la mano, Shigenobu y otros niños se pusieron la cara como un tejón. ¿De dónde sacará tantas fuerzas la gente con tal de pasarlo bien?, me pregunté, e intenté adivinar el estado psíquico de los que había a mi alrededor. Sin embargo, no lograba encontrar ningún motivo. Quizá se aclarase al llegar a la playa…
Al franquear un paso a nivel la conmoción se hizo aún más intensa. La gente que llegaba en tren se había añadido a la multitud. Ya se podían oír por todas partes los gritos de «¡No empujen!». Yo llevaba una cesta en una mano y en la otra tenía agarrado con fuerza a mi hijo. Caminábamos por la arena, que también estaba impregnada de sudor.
Al entrar en un pinar volvió a aumentar el número de gente. Por todas partes había personas y el aire olía a humanidad. Había familias que se incrustaban contra los troncos de los árboles e, incapaces de moverse, llamaban a los demás en busca de ayuda. Luego tuvimos que presenciar el espectáculo insólito de innumerables prendas que colgaban de las ramas de los pinos como si fueran colonias de murciélagos multicolores. Las jóvenes, mezcladas entre los hombres e indiferentes a la mirada de los extraños, se habían subido a los árboles para desnudarse completamente y ponerse los bañadores.
Atravesamos un pinar y fuimos a parar a la playa. Lo único que se podía ver era el horizonte a lo lejos. El mar de cabezas humanas hacía que fuera imposible saber dónde terminaba la playa y dónde empezaba el agua. A diestra y siniestra, delante y detrás, lo único que podía ver eran olas de gente, gente, gente, gente, gente. Sus cabezas se extendían hasta donde alcanzaba la vista. El sudor de sus cuerpos se evaporaba y dibujaba espirales en el aire.
—¡Eh, no os separéis! —grité a todo meter en dirección a mí esposa—. ¡Quedaos a mi lado! ¡Coge a mi madre de la mano!
El sol caía a plomo sobre nuestras caras. Una catarata de sudor se deslizaba por mi cuerpo. Otros cuerpos resbaladizos y sudados nos empujaban por detrás. Al mismo tiempo, no teníamos más remedio que apretujar nuestro cuerpo contra la espalda sudada de la persona que caminaba delante de nosotros. Era mucho peor que un tren atiborrado de gente.
Shigenobu empezó a llorar.
—¡Tengo calor! ¡Tengo sed!
—No podemos retroceder. ¡Aguanta un poco! —grité yo—. Dentro de nada, el agua estará fresquita, ya verás.
Pero, como era lógico, no tenía forma humana de saber si el agua estaría fría o no. Quizá más de la mitad ya no era nada más que sudor humano, caliente y viscoso.
Cada año, solían construir por esta zona unas casetas de baño provisionales resguardadas con persianas de carrizos. Pero no podía verlas por mucho que me esforzara. Seguramente la ola de seres humanos las había empujado y pisoteado. Eso es, quizás el carrizo por el que nos habíamos abierto paso era, de hecho, lo que quedaba de aquellas casetas.
Me recordaba a una manada de elefantes que lo aplanan todo a su paso. O quizás a una plaga de langostas que no dejan nada detrás. Estas personas no son humanas, pensé, mientras escrutaba las sonrisas desdeñosas de quienes me rodeaban. Ciertamente, son animales ociosos.
—Por favor, circulen. Por favor, circulen —gritaban por un altavoz que estaba colocado en lo alto de una torre de observación. ¡Claro!, no teníamos otra alternativa. Si dejábamos de movernos, seríamos atropellados y pisoteados. Por eso, nos limitábamos a marchar en silencio hacia delante. Sólo se oían aquí y allá los llantos de los niños.
Mientras me empujaban incesantemente por detrás, el pecho y el estómago empapados en sudor se empotraron contra la espalda del hombre que tenía delante. Desde hacía tiempo había perdido de vista a mi madre y a mi esposa. Seguramente se habrían quedado en alguna parte, arrolladas por la marea humana.
Por fin, logré meter los pies en el agua del mar. Pero la congestión humana seguía siendo la misma, y me seguían empujando por detrás. Miré hacia abajo para ver cómo brillaba el agua viscosa por la grasa humana. Tenía un color gris parduzco.
—Pero si esto es fango —grité descorazonado.
En poco tiempo, el agua lodosa me llegaba por la cintura, y me puse enfermo por la desagradable sensación de tibieza. Fue entonces cuando me di cuenta por vez primera del peligro al que nos podíamos enfrentar si seguíamos siendo empujados de esa manera. Una vez que el agua nos cubriera la cabeza, teniendo en cuenta la masa de seres humanos que había a nuestro alrededor, ni siquiera seríamos capaces de pisar el agua. ¿Qué pasaría entonces?
Shigenobu, a quien ya le cubría el agua, se agarró a mi cintura. Rápidamente me desprendí de la cesta que llevaba en una mano y, en vilo, levanté a mi hijo con ambos brazos.
Para entonces, el agua me llegaba al pecho. Sentí un escalofrío al notar una nueva sensación en la planta de los pies. Me había estado preocupando tanto por el sentimiento de tibieza del agua que no me había dado cuenta. Estaba claro que durante algún tiempo habíamos estado pisando algo suave, que no eran los guijarros.
Se trataba de los cuerpos de las personas ahogadas. Estaba seguro de ello.
Eso es lo que pensé. Eran los cadáveres de los niños que se habían separado de sus padres y se habían hundido en el agua.
Eché otra lenta ojeada a las caras que me rodeaban. Nadie pronunciaba una palabra ni hacía ruido alguno. No podía oír nada. Reinaba un silencio sepulcral. Aparte del eco resonante del murmullo procedente de la playa.
Todos sonreían a solas como si estuvieran locos de euforia. Se limitaban a mirar hacia delante con la mirada perdida y un aspecto anhelante. A veces, como si quisieran que los demás reconocieran su alegría, oteaban alrededor, los miraban a la cara y luego sonreían otra vez satisfechos. Es posible que yo mismo estuviera respondiendo a esas sonrisas sin darme cuenta.
En un momento dado, el agua me llegó al cuello. Una mujer que estaba muy cerca de mí se empezó a ahogar. Pensé que podía ser mi esposa, pero no lo era. Aun así, tanto ella como mi madre debían de estar ahogándose en alguna parte. A medida que se iba ahogando, la mujer parecía estar súbitamente vencida, por primera vez, por el temor a la muerte. Con los ojos desorbitados, intentaba desesperadamente retirar el agua de su nariz y su boca y seguía golpeando la superficie del agua. Poco después, los que eran más bajos que yo empezaron a ahogarse a derecha e izquierda.
La sensación de carne suave en las plantas de mis pies seguía siendo la misma. Los cadáveres ahogados debían estar apilados en el lecho marino. Si no fuera por ellos, pensé, ya hace tiempo que me habría sumergido.
El número de personas que avanzaba había disminuido ligeramente, y mi campo de visión era un poco más amplio. Pero, de todos modos, no lograba adivinar ninguna expresión facial en la procesión de cabezas-sandía que flotaban y se hundían ante mí a ambos lados, hasta donde alcanzaba la vista. El agua me llegaba justo por debajo de la nariz. Sentía cosquillas en las fosas nasales por el olor agridulce del sudor que ascendía con el vapor del agua.
El cabello de una mujer ahogada se enredó alrededor de mi cuello. Aparté el cadáver flotante y, al mismo tiempo, solté a mi hijo. Él intentó colgarse de mi pecho, pero le di un empujón y dejé que se ahogara. Y es que, a partir de ese momento, lo único que se podía hacer era nadar hacia adelante. Mientras forcejeaba por emerger a la superficie, le salían burbujas de aire, pero pronto se hundió para siempre.
Mi mente estaba en blanco por la falta de sueño y el calor. Lo único que rondaba por mi cabeza, una vaga noción de origen desconocido, era que tenía que seguir adelante. Del mismo modo que los lemmings, cuando caen muertos al final de la marcha, no tienen la intención de restaurar el equilibrio de la naturaleza poniendo freno al exceso de población, yo tampoco reflexionaba sobre la prosperidad anormal, la paz anormal o la felicidad anormal de la raza humana.
Para entonces, tenía suficiente espacio alrededor para comenzar a nadar. Pero, quizá debido a la falta de sueño, enseguida empecé a agotarme. Bajé la vista hacía la línea de cabezas-sandía. Se iban disipando poco a poco, pero aún se extendían hasta el punto en el que el cielo se fundía con el mar. Me preguntaba si realmente podría nadar hasta tan lejos. Aun así, seguía moviendo mecánicamente los brazos y las piernas.