RUMORES SOBRE MÍ

Me sorprendió escuchar mi nombre en las noticias de la NHK[1] de ese día.

«Damos fin a las noticias internacionales y a continuación pasamos a los asuntos nacionales», decía el locutor. «Hoy, Tsutomu Morishita ha invitado a Akiko Mikawa a tomar algo, pero ha sido rechazado. Mikawa trabaja de mecanógrafa en la misma compañía que Morishita. Es la quinta vez que Morishita le pide una cita a Mikawa. En todas las ocasiones ha sido rechazado, excepto en la primera».

—¿Quéeee? ¿¿Cómo?? —Casi estrellé la copa al dejarla sobre la mesita, con los ojos como platos—. ¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha dicho ese tipo?

Una foto de mi cara aparecía enorme en la pantalla de televisión.

El locutor seguía diciendo: «Todavía se ignora por qué Mikawa sigue rechazando a Morishita. Hiruma Sakamoto, una colega amiga de Mikawa, cree que es porque aunque a ésta no le desagrada especialmente Morishita, tampoco le gusta especialmente».

En esos momentos aparecía en la pantalla una gran fotografía de la cara de Akiko Mikawa.

«En vista de las pruebas, se cree que Morishita no consiguió dejar una impresión especial en Mikawa durante la primera cita. Según fuentes bien informadas, esta noche Morishita se ha dirigido directamente a su apartamento después del trabajo y actualmente está degustando una cena preparada por él mismo. Y eso es todo lo que tenemos que contarles hoy sobre Morishita. Por otro lado, esta noche se celebra el Festival Nocturno Yakuyoke Hachiman de Mizugaoka, en Kobe. Les informamos en directo desde el Festival, donde los puestos nocturnos parece que están muy concurridos, ¿no es así, Mizuno?»

«Sí, en efecto, así es».

Yo estaba sentado mirando la pantalla con la boca abierta y los ojos en blanco, mientras seguían con la siguiente noticia.

Momentáneamente volví en mí. «¿De qué va todo esto?», susurré para mis adentros.

Estaba alucinando. Era eso. Veía cosas. Escuchaba cosas. Esa era la única explicación posible. Quiero decir, ¿qué mérito tendría informar de que había invitado a Akiko Mikawa a tomar algo y de que me había dado, como siempre, unas maravillosas calabazas? El valor informativo era nulo.

Y, aun así, todo parecía tan real: la fotografía de Akiko y la mía, los pies de foto, la forma de hablar del locutor, todo se conservaba muy vivo en mi memoria.

«¡Vaya tontería!», me dije negando violentamente con la cabeza.

Terminaron las noticias.

Asentí con la cabeza con firmeza y dije resueltamente para mí mismo:

—Una alucinación. Sí. Ha sido eso —murmuré—. Pero ¡madre mía, vaya alucinación más real!

Me reí. Mis carcajadas retumbaron por toda mi diminuta habitación de cuatro tatamis y medio.

«¿Y si la noticia hubiera sido de verdad?», me pregunté. «¿Y si Akiko Mikawa la hubiera visto?, ¿y si mis compañeros de trabajo la hubieran visto? ¿Qué habrán pensado?». Me eché a reír.

No podía aguantarme la risa.

—¡Guajaja! ¡Guajajajajajaja, jiji, ajajajajajaja!

Me metí en el futón, pero ni siquiera así dejaba de reír. A la mañana siguiente, había un artículo sobre mí en la página de sucesos del periódico matinal.

MORISHITA HA VUELTO A SER RECHAZADO

El día 18, a eso de las 16:40, Tsutomu Morishita, de 28 años, empleado de Industrias Eléctricas Kasumiyama, S. A., sita en Sanko-cho, Shinjuku, Tokio, invitó a Akiko Mikawa, de 23 años, mecanógrafa de la misma empresa, a tomar algo después del trabajo. Mikawa se negó aduciendo que tenía que volver pronto a casa. Cuando citó a Mikawa en el pasillo, Morishita llevaba una corbata roja de topos verdes que había comprado el día anterior en un supermercado de Shinjuku. Posteriormente, Morishita regresó a su apartamento de Higashi-cho, en Kichijoji, y se preparó la cena. Se cree que se acostó inmediatamente después de cenar, como de costumbre. Ésta es la cuarta vez que Morishita es rechazado por la señorita Mikawa.

Al lado del artículo había una foto mía, la misma que habían sacado en televisión la noche anterior. Sin embargo, no salía la de Akiko Mikawa, así que estaba claro que el principal protagonista de esta noticia era yo.

Leí el artículo cuatro o cinco veces mientras me bebía un vaso de leche. Entonces rompí el periódico en pedazos y lo tiré a la papelera.

—¡Esto es una conspiración! —susurré—. Alguien me está gastando una broma. ¡Mierda! ¡Todo esto sólo para reírse de mí!

Fuera quien fuera, necesitaría mucho dinero. El hecho de imprimir un solo ejemplar de un periódico debía salir muy caro. ¿Quién podría ser? ¿Quién iría tan lejos como para hacerme esto?

No recordaba haber ofendido tanto a nadie. Quizás era alguien a quien también le gustaba Akiko Mikawa. Pero ¿qué pretendía? Lo único que ella había hecho era rechazarme.

No, sin duda esto debe ser obra de algún perverso, pensé. Pero lo cierto es que no había nadie así en mi entorno.

«¡Vaya!, debería haber conservado el periódico», pensé, mientras me dirigía a la estación. Me arrepentí de haber perdido los nervios. Si hubiera conservado el periódico me podía haber ayudado a descubrir al culpable. Y una vez que lo hubiera encontrado, habría servido de prueba.

Me metí en un tren que iba hasta los topes y encontré un lugar donde permanecer en medio del vagón. Estaba pensando en toda la gente que conocía cuando divisé el periódico que leía el hombre que estaba a mi lado. Era diferente al que yo había leído, pero también incluía un artículo sobre mí. Y esta vez ocupaba dos columnas enteras.

Solté un pequeño grito de sorpresa.

El hombre levantó la vista del periódico, volvió a ojear la foto del artículo, miró de nuevo por encima y se me quedó mirando de arriba abajo. Yo me di la vuelta precipitadamente.

¿Quién había hecho esto? Estuve a punto de estallar de cólera. El villano había sustituido todos los periódicos matinales de esta línea de tren por otros falsos. Quería cerciorarse de que no sólo fuera yo quien leyera el artículo, sino también el resto de gente que tomaba el mismo tren que yo. De ese modo, podía convertirme en un hazmerreír y difamar mi nombre. Y, ni que decir tiene, su intención final era hacerme perder el juicio. Respiré hondo y los pulmones se me llenaron del aire mal ventilado que había en el abarrotado tren. ¡Mierda! ¡No le daría bola! ¡Nadie iba a conseguir que me volviera loco!

Me reí a carcajadas.

—¡Guajajajajajajaja! Pero entonces, ¿quién es el loco? —grité—. ¡Yo no, desde luego! ¡Guajajajajajajajajaja!

En la estación de Shinjuku, sonaba la misma voz de siempre por los altavoces: «Shinjuku. Shinjuku. Los viajeros que hagan transbordo en la línea Yamanote, desplácense al andén contrario. El tren para en Yotsuya, Kanda y Tokio. Por cierto, el señor Tsutomu Morishita ha subido hoy en el vagón número 6 de este tren. Esta mañana no ha tomado más que un vaso de leche. Señores pasajeros: que tengan una buena jornada laboral».

No había nada raro en el ambiente del trabajo, pero, en cuanto llegué a la oficina, siete u ocho colegas empezaron a darse golpecitos en los hombros. Noté que me miraban de reojo y que musitaban algo entre ellos. Llegué a la conclusión de que debían estar hablando de mí.

Después de despachar dos o tres asuntos, me fui a la salita de las secretarias. En la oficina había cuatro secretarias, entre ellas Akiko Mikawa. Nada más verme, a las cuatro les cambió la expresión y, de repente, empezaron a aporrear sus teclados frenéticamente. Era evidente que no habían estado trabajando, sino hablando de mí hasta ese mismo momento.

Ignoré a Akiko y llamé al pasillo a Hiruma Sakamoto.

—Oye, ¿ayer preguntó alguien por mí?

Hiruma Sakamoto me miró tímidamente como si estuviera a punto de llorar.

—Lo siento, de verdad —me contestó nerviosa—. ¡No sabía que esas personas eran periodistas! ¡No creía que lo publicarían todo en el periódico!

—Pero ¿quiénes eran «esas personas»?

—Eran cuatro o cinco hombres. Por supuesto, no los conocía de nada. Me abordaron cuando iba a casa y me preguntaron muchas cosas sobre ti.

—Umm. —Yo me quedé pensativo. Era evidente que la conspiración era de mucha mayor envergadura de lo que había imaginado.

Después del almuerzo, me llamó a su despacho el jefe de sección. Tras asignarme un nuevo trabajo, me dijo bajando la voz:

—Lo he leído en los periódicos de la mañana.

—¿Perdón? —le contesté, sin saber muy bien qué decir.

El jefe de sección sonrió irónicamente y acercó su cara a la mía.

—No te puedes fiar de los medios de comunicación, ¿a qué no? Pero tú tranquilo. Personalmente, a mí no me interesa en absoluto.

¡Menudo mentiroso! Estaba disfrutando cada minuto.

Mi nueva asignación hizo que tuviese que desplazarme del edificio y tomar un taxi. El joven taxista tenía la radio a todo volumen.

—A Gínza Nichome, por favor.

—¿Qué? ¿A dónde ha dicho?

No me podía oír por la estrepitosa música.

—A Ginza Nichome.

—Ginza ¿qué?

—Nichome. Ginza Nichome.

Por fin asintió con la cabeza y se puso en marcha. Cuando acabó la música empezó a hablar un locutor: «Las noticias de las dos. Esta mañana, el Gobierno ha ordenado confiscar todas las bolsas de la risa de las tiendas de todo el país. La policía ha recibido órdenes para suprimir su fabricación y venta. Las bolsas de la risa son un nuevo juguete que emite un ruido de risa histérica. La medida que se ha adoptado hoy se produce tras un notable aumento del malestar social causado por las llamadas telefónicas en las que se utilizan las bolsas. Se suelen hacer a horas intempestivas, a eso de las dos o las tres de la madrugada. Cuando contesta la persona, el que llama hace sonar la bolsa. También se ha informado de un fenómeno llamado “la pasión por las bolsas de la risa”.

»Pasamos a la siguiente noticia. Esta mañana Tsutomu Morishita ha llegado puntualmente al trabajo. Poco después de entrar en su oficina se ha dirigido al departamento de las secretarias y ha llamado a Hiruma Sakamoto al pasillo, donde los dos fueron observados mientras conversaban. No está clara la auténtica naturaleza de su discusión. Los detalles se los daremos a conocer tan pronto como los sepamos. Posteriormente, Morishita ha salido por motivos laborales y actualmente viaja en taxi en dirección al centro de Tokio.

»El Ministerio de Sanidad y Seguridad Social ha dado a conocer hoy los resultados de un estudio a nivel nacional sobre profesionales y ajustadores de consolas para pachinko. En él se sugiere que jugar al pachinko tras ingerir anguilas puede ser muy perjudicial para la salud. Según Tadashi Akanemura, presidente de la Asociación Nacional de Ajustadores de Consolas para Pachinko…».

El taxista apagó la radio. Probablemente no le interesaban mucho las noticias, pensé yo.

¿Acaso era tan conocido mi nombre? Cerré los ojos y pensé en ello. ¿Podía ser tan famoso a pesar de no destacar en nada especial? Al fin y al cabo, no era más que un asalariado cualquiera, un empleado de Industrias Eléctricas Kasumiyama, S.A. Nadie tan irrelevante como yo podía merecer la atención en el mundo de los medios informativos.

Así que ¿hasta qué punto se conocía mi nombre, mi cara? Por ejemplo, este taxista. ¿Era consciente de que la persona que acababan de mencionar en las noticias no era otra que el pasajero que llevaba en la parte trasera de su taxi? ¿Me habría reconocido nada más entrar? ¿O quizá no sabía nada de mí? Decidí ponerlo a prueba.

—Esto, ¿sabe quién soy?

Me miró por el espejo retrovisor.

—¿Nos hemos visto en algún lugar, señor?

—No, no lo creo.

—Pues, en ese caso, no le conozco.

Se produjo una pausa.

—¿No será uno de esos famosos? —me preguntó finalmente.

—No, sólo soy un oficinista.

—¿Ha salido por la tele?

—No, nunca.

El taxista sonrió irónicamente.

—Entonces me parece que no le conozco, señor.

—No —respondí yo—, supongo que no.

Volví a pensar en las noticias de la radio que acababa de escuchar. El locutor sabía que iba en un taxi que se dirigía a Ginza. Eso significaba que alguien debía estar siguiéndome. Debían estar vigilando cada uno de mis movimientos. Me di la vuelta y miré por la ventana trasera. La carretera estaba llena de coches, así que era imposible saber cuál de ellos me perseguía. Todos me parecían sospechosos.

—Creo que nos siguen —le dije al taxista—. ¿Puede darles esquinazo?

—Eso es mucho pedir, señor, si me permite decirlo.

El taxista puso cara de desagrado.

—A menos que sepa qué coche es. De todos modos, lo tendrá difícil si quiere deshacerse de todos con este tráfico.

—Creo que es ese Nissan Cedric negro. ¡Mire! ¡Tiene el banderín de un periódico!

—Está bien, señor, si insiste. Pero, personalmente, creo que tiene usted manía persecutoria.

—Estoy en mi sano juicio —me apresuré a contestarle—. No se le ocurra llevarme al manicomio, ¿eh?

El taxi fue dando tumbos y errando sin propósito fijo durante un rato, como si lo condujera un sonámbulo, antes de llegar a Ginza Nichome.

—Bueno, al menos he perdido de vista el Cedric negro —dijo el taxista sonriendo burlonamente—. ¡Esto se merece una propina, digo yo!

A regañadientes, agregué quinientos yenes a la tarifa que marcaba el taxímetro.

Al entrar en la oficina de nuestro cliente en Ginza Nichome, me recibió con una cortesía inusitada una recepcionista cuya cara reconocí. Me llevó a un salón especial de recepción destinado a invitados de mucho postín. En condiciones normales me hubiera llevado al despacho del encargado jefe y yo hubiera estado hablando de pie mientras él permanecía sentado.

Me senté en un sofá del espacioso salón y me estaba empezando a poner nervioso por la incomodidad cuando, para mi sorpresa, entró el director de departamento con el jefe de sección. Ambos comenzaron a saludarme con especial formalismo.

—Suzuki siempre está encantado con su gentil ayuda —dijo el director de departamento haciendo una profunda reverencia. Suzuki era el empleado que me solía recibir.

Mientras permanecía allí sentado lleno de perplejidad, el director de departamento y el jefe de sección, lejos de discutir el asunto que nos ocupaba, empezaron a colmarme de elogiosas adulaciones. Admiraron mi corbata, alabaron mi buen gusto para la ropa e incluso empezaron a ensalzar mi aspecto físico. Violento por todo ello, les entregué rápidamente los documentos que me había dado el jefe de sección, les transmití el mensaje y enseguida me despedí de ellos.

Cuando salía del edificio me di cuenta de que el mismo taxi de antes estaba esperando junto a la acera.

El joven taxista sacó la cabeza por la ventana lateral.

—¡Oiga, señor! —me llamó.

—¿Todavía está por aquí? —le dije—. Bueno, me viene de perlas. ¿Me podría llevar de vuelta a Shinjuku?

No había hecho más que acomodarme en el asiento trasero cuando el taxista me lanzó un billete de quinientos yenes.

—Puede quedarse con él, señor —me dijo—. ¡No voy a aceptarlo ni en broma!

—¿Sucede algo?

—Volví a poner la radio y estaban hablando de usted. Decían que le había llevado un granuja de taxista que, deliberadamente, le había estado paseando ¡y que le había sableado quinientos yenes! ¡Y hasta mencionaron mi nombre!

Ahora entendía por qué me habían tratado con tanta deferencia en la oficina de mi cliente.

—Ya le dije que nos seguían.

—Sea lo que sea, puede quedarse con los quinientos yenes.

—Vamos, son para usted.

—De eso nada. ¡Quédeselos!

—Está bien…, vale. Si eso es lo que quiere. Pero, en cualquier caso, ¿me llevará ahora a Shinjuku?

—¿Cómo podría negarme? ¡Lo próximo que dirán de mí es que me negué a llevar a un cliente!

Por fin partimos en dirección a Shinjuku.

Poco a poco me iba dando cuenta de que la conspiración para volverme loco tenía unas proporciones inimaginables. Aparte de otras consideraciones, parece que mi enemigo había comprado los medios de comunicación. ¿Quién diablos podría ser? ¿Y qué motivos tendría? ¿Por qué querría alguien hacerme algo así?

Lo único que podía hacer por ahora era seguirles la corriente. Sería prácticamente imposible descubrir al cerebro que había detrás de todo esto. Aunque desenmascarase a uno de mis perseguidores, no sería más que alguien de poca monta. No sabría quién era el verdadero cerebro. Ése era el pez gordo, tan gordo como para comprar todos los medios.

—No es que quiera poner excusas, señor —dijo el taxista de repente—. Pero le juro que le di esquinazo al Cedric negro. De verdad.

—Estoy seguro de ello —le respondí—. Pero me temo que no es tan sencillo. No se limitan a seguirme en un coche. Hasta es posible que hayan colocado micrófonos en este taxi.

«Espera un poco», pensé. ¿Cómo sabía yo que podía fiarme de este taxista? A lo mejor también formaba parte de la conspiración. O, si no, ¿cómo sabían que la propina había sido de quinientos yenes?

De repente, me di cuenta de que había un helicóptero sobrevolándonos en círculos. Volaba a una altitud peligrosamente baja, casi rozando los tejados de los edificios.

—Estoy seguro de que he visto ese helicóptero a la salida, señor —dijo el taxista mirando al cielo con los ojos entrecerrados—. Quizá sean ellos los que estén siguiéndole.

Se produjo una colisión ensordecedora, y un estallido de luz del color de la sangre pasó como un rayo por el cielo. Miré hacia arriba y vi como unos fuegos artificiales que volaban en todas direcciones. La aeronave había chocado contra el último piso de un rascacielos. El piloto debía de haber prestado demasiada atención a lo que pasaba en tierra y perdió el control.

—¡Le está bien empleado! ¡Jejejejejeje!

El taxista se reía como un loco mientras salía zumbando del lugar. Para entonces, presentaba el aspecto de un hombre trastornado.

Sabía que corría peligro si me quedaba en el taxi por más tiempo.

—Anda, me acabo de acordar de algo —le dije—. ¿Podría dejarme aquí mismo?

La verdad era que me había acordado de que había una pequeña clínica neuropsiquiátrica cerca de allí.

—¿A dónde va? —me preguntó el taxista.

—Eso es cosa mía —le respondí.

—Yo me voy derecho a casa a dormir —agregó él. Tenía la cara pálida cuando le pagué. Aunque no había lugar a dudas: él no era uno de ellos.

—Buena idea —dije yo mientras salía al exterior, donde hacía un calor insoportable.

Entré en la clínica y me senté en la salita de espera durante unos veinte minutos. Después de una mujer de mediana edad que parecía histérica, entró un joven que parecía epiléptico. Después me tocó a mí. Entré en la consulta; el doctor estaba viendo la televisión, que se encontraba en una mesita junto a la ventana. Estaban dando la noticia del choque del helicóptero.

—Vaya, hombre, hasta el cielo se ha empezado a congestionar —musitó el médico a la vez que volvía su cara hacia mí—. Y, como es lógico, vendrán más pacientes como consecuencia de eso. Pero no vendrán para recibir tratamiento hasta que sea demasiado tarde. Ésta es una mala costumbre de los japoneses.

—Sí, tiene razón —dije yo asintiendo con la cabeza. No quería parecer molesto, pero fui al grano y le empecé a explicar mi situación. Al fin y al cabo, estaba trabajando y no tenía mucho tiempo—. Anoche, de repente empezaron a hablar de mí en televisión. Y en los periódicos de esta mañana había artículos sobre mí. En la estación también me mencionaron por megafonía. Y en la radio, lo mismo. En el trabajo, todos hablan de mí a escondidas. Estoy seguro de que han intervenido mi teléfono y que han puesto micrófonos en los taxis que he cogido. De hecho, sé que me persiguen. Es una operación a gran escala. ¡Ese helicóptero que ha salido en las noticias ha colisionado mientras me perseguía!

El doctor se me quedó mirando con expresión compasiva mientras yo seguía con mi historia. Pero al final hizo un gesto como diciendo que ya no podía aguantar más y empezó a vociferar:

—¿Cómo no ha venido a verme antes? No, claro. ¡Sólo vienen cuando su estado ya es demasiado grave! No me dan otra opción que mandarlos inmediatamente al hospital, ¡aunque sea a la fuerza! Porque no hay ninguna duda al respecto. Sufre usted delirios de persecución, un complejo de víctima; en otras palabras, alucinaciones paranoicas. Un cuadro típico de esquizofrenia. Afortunadamente, todavía no hay pérdida de la personalidad. Le enviaré de inmediato al hospital universitario. Yo me encargo de todo el papeleo.

—¡Espere un momento! —grité yo con rapidez—. Como tenía prisa, no me he explicado bien. Tenía la impresión de que no me creería. No soy muy locuaz que digamos y no puedo expresar las cosas de manera lógica. Pero todo lo que le he dicho no tiene nada que ver con ese complejo, ¡son hechos probados! Aun así, yo sigo siendo un asalariado cualquiera, ciertamente no soy lo suficientemente famoso para ser perseguido por los medios de comunicación. Lo mire por donde lo mire, estas personas de los medios que me están siguiendo, que informan sobre lo que hago, sí, incluso sobre alguien como yo, ¡son ellos quienes están locos! Yo sólo he venido aquí para pedirle consejo, para preguntarle lo que debo hacer para solucionar todo esto. Usted ha escrito libros sobre las tendencias patológicas de la sociedad y la perversión de los medios. Usted ha hablado de ello en la televisión. Por eso precisamente he venido aquí. Esperaba que usted me enseñara cómo adaptarme a este ambiente anormal sin perder el juicio.

El doctor sacudió la cabeza y, cogiendo el teléfono, me dijo:

—Todo lo que acaba de decir, no hace más que demostrar lo grave que es su caso.

Su mano se detuvo mientras marcaba el número. En ese momento, sus ojos se fijaron en la imagen que aparecía en la televisión, sobre la mesa. Era una foto de mi cara. El doctor abrió los ojos de par en par.

«Y ahora más noticias sobre el caso Morishita», decía el locutor. «Tras salir de la oficina de su cliente situada en Ginza Nichome, Tsutomu Morishita, empleado de Industrias Eléctricas Kasumiyama S. A., cogió otro taxi, al parecer pensando regresar a su oficina de Shinjuku. Pero, de repente, cambió de parecer, salió del taxi y entró en la Clínica Neuropsiquiátrica Takehara de Yotsuya».

En la pantalla salía una fotografía de la entrada principal de la clínica.

«Por el momento se desconoce por qué entró en dicha clínica».

El doctor se me quedó mirando como en sueños, con los ojos humedecidos. La boca se le quedó medio abierta y la lengua roja le bailaba de emoción.

—Así pues, usted debe ser un famoso…

—No, en absoluto —señalé a la televisión—. Lo acaban de decir, ¿no lo ha oído? Soy empleado de una empresa. Una persona normal y corriente. Pero, a pesar de ello, cada uno de mis movimientos se vigila de cerca y se emite a todo el país. ¿Qué es eso sino algo anormal?

—Bien. Usted me ha preguntado hace un momento cómo podría adaptarse a un ambiente anormal sin perder el juicio. —Mientras hablaba, el doctor se incorporó lentamente y se dirigió a un armario de cristal lleno de medicinas—. Sin embargo, encuentro que su caso es contradictorio. Un ambiente lo crean las personas que viven en él. Por eso, usted es una de las personas que están creando ese ambiente anormal. Por consiguiente, si su ambiente es anormal, usted también debe ser anormal.

Abrió un frasco marrón con una etiqueta en la que ponía «Sedantes» y se echó en la mano una gran cantidad de píldoras blancas.

El doctor se metió con avidez las pastillas en la boca mientras seguía hablando.

—Por tanto, si usted insiste en poner de manifiesto su cordura, eso demuestra, al contrario, que su ambiente es, de hecho, normal, pero que sólo usted es anormal. Si considera que su ambiente es anormal, entonces perderá el juicio de todas todas.

Cogió una botella de tinta que tenía encima de la mesa y se tragó el líquido azul negruzco hasta el final. Luego se desplomó en el diván que tenía al lado y se quedó dormido.

—Una mañana loca, los dos se bebieron una botella de tinta azul —tarareó una enfermera al entrar completamente desnuda en la consulta. En una mano llevaba una enorme botella de tinta y de vez en cuando echaba un trago antes de cubrir el cuerpo del doctor con el suyo.

En definitiva, salí de la clínica sin obtener una respuesta satisfactoria. El sol se estaba poniendo, pero aún hacía un calor sofocante.

Nada más llegar a mi despacho, Akiko Míkawa me llamó desde la sala de las secretarias.

—Gracias por la invitación de ayer —me dijo—. De verdad, siento mucho no haber podido quedar contigo.

—No pasa nada —le respondí con excesiva reserva.

Durante unos momentos permaneció callada. Estaba esperando que yo le volviera a proponer salir juntos. Era evidente que se había dado cuenta de que la opinión pública empezaba a cambiar de objetivo y quizá le preocupaba convertirse en el blanco del veneno de los medios. Me había llamado con la esperanza de que le invitara otra vez.

Durante unos instantes, los dos nos quedamos callados.

Yo contuve el aliento antes de lanzarme.

—Por cierto, ¿qué te parece si quedamos hoy?

—Me encantaría.

—Muy bien, entonces te veo en el San José después del trabajo.

Las noticias de nuestra cita se debieron emitir de inmediato, porque cuando llegué al San José estaba inusualmente lleno. Normalmente, no era de esos sitios que acostumbran a llenarse. Todos los clientes eran parejas, lo que hacía que fuera prácticamente imposible saber quiénes eran reporteros y quiénes simples curiosos. Pero, fueran lo que fueran, era obvio que habían ido allí con un objetivo in mente: presenciar mi cita con Akiko. Por supuesto, se hacían los suecos, aunque, de vez en cuando, se les veía el plumero cuando nos miraban.

Ni que decir tiene que, durante la hora que estuvimos Akiko y yo en la cafetería, permanecimos sentados en un silencio sepulcral delante del té y las pastas que habíamos pedido. Y es que si hubiéramos discutido algo un tanto fuera de lo común, se habría dado a conocer de inmediato en un artículo a tres columnas con enormes titulares.

Los dos nos despedimos en la estación de Shinjuku y yo regresé a mi apartamento. Por un momento, estuve dudando, pero al final decidí poner la televisión.

En un programa especial de última hora había un debate. «Así pues, creo que hemos llegado a una cuestión espinosa en este momento», decía el presentador. «Si las cosas siguen como hasta ahora, ¿cuándo creen que Morishita y Mikawa podrían reservar un hotel? ¿O creen que no llegarán a tanto? A ver, profesor Okawa, ¿qué le parece?».

«Verá, esta Akiko es una muchacha un tanto tímida, ya sabe a qué me refiero», decía el profesor Okawa, un crítico especializado en carreras de caballos. «Todo depende de la perseverancia de Morishita y de la determinación en la silla de montar».

«Según mis predicciones», decía una astróloga enseñando un naipe, «será a finales de este mes, más o menos».

Pero ¿por qué demonios querríamos ir nosotros a un hotel?, me preguntaba. Si lo hacíamos, grabarían nuestras voces y nos fotografiarían en todas las posturas. Todo se daría a conocer por todo el país, exponiéndonos a la vergüenza universal.

Las cosas continuaron de manera similar durante los siguientes dos o tres días.

Posteriormente, una mañana, cuando me dirigía al trabajo, se me encogió el corazón al ver un cartel de una revista femenina dentro del atiborrado tren:

«¡¡TODO SOBRE LA CITA DE TSUTOMU MORISHITA (28 años, empleado) Y AKIKO (23 años, secretaria) EN UNA CAFETERÍA!!»

Eso decía, en grandes letras en negrita debajo de una gran foto de mi cara. Y debajo, con caracteres más pequeños:

«ESA NOCHE MORISHITA SE MASTURBÓ DOS VECES»

Lleno de ira y rechinándome los dientes, grité: «¿Pero es que acaso no tengo derecho a la intimidad? ¡Los voy a demandar por difamación! ¿A quién le importa si me hice dos pajas o tres?».

Al llegar al trabajo, me fui directo al despacho del jefe de sección y le mostré una copia de la revista que había comprado en la estación.

—Me gustaría pedirle permiso para salir de la oficina por motivos personales. Me imagino que ya conoce este artículo. Voy a quejarme a la compañía que se encarga de publicar esta revista.

—Por supuesto, me imagino cómo se siente —dijo el jefe de sección con la voz titubeante, en un intento evidente por tranquilizarme—. Sin embargo, no creo que sirva de nada perder los nervios, ¿no le parece? Los medios de comunicación son demasiado poderosos. Evidentemente, yo siempre le daré permiso para ausentarse por asuntos personales. Como ya sabe, yo soy muy flexible cuando se trata de esas cosas. Estoy seguro de que usted es consciente de ello. Sí, estoy seguro. Ahora bien, lo que me preocupa es su bienestar. Estoy de acuerdo, es algo vergonzoso. Este artículo es vergonzoso. Ciertamente, me solidarizo con su difícil situación.

—Es horrible.

—Sí, es terrible.

Algunos de mis colegas vinieron y se colocaron entre el jefe de sección y yo. Todos ellos empezaron a compadecerse de mí. Hasta hubo algunas empleadas que se pusieron a llorar. Pero yo no me dejé engañar por ello. Por la espalda todos ellos intercambiaban rumores asquerosos sobre mí y colaboraban con la cobertura de los medios. La suya era la hipocresía de quienes rodean a los famosos.

Hasta el presidente de la compañía vino a dar su opinión. Por eso abandoné la idea de quejarme a la empresa editorial. Lo raro fue que, aunque había hablado con rimbombancia y desvariado como un lunático, no se había difundido ni una sola palabra en las noticias de televisión de ese día. Ni tampoco se había hecho mención en el periódico vespertino. Por eso, una vez más, estuve pensando en cómo se habían seleccionado las noticias sobre mí en los últimos días.

Todas mis reacciones como consecuencia de la presencia de los medios eran omitidas en las noticias. Por ejemplo, el hecho de que hubiera intentado esquivar a mis perseguidores, o que hubiera perdido los nervios y me hubiera puesto como una fiera por el artículo de la revista. Todo esto o se ignoró sin más o se informó en un contexto diferente. Y no sólo eso, sino que la noticia del helicóptero que chocó con un edificio mientras me perseguía se dio como si hubiera sido un acto totalmente desligado de mí. A este respecto, la cobertura fue muy diferente a la que se da normalmente a los famosos. Para ser más exactos, los medios presentaban un mundo en el que ellos mismos no existían.

Pero ahí radicaba el motivo por el que las noticias sobre mí iban subiendo de tono, por el que la gente se interesaba por estas noticias. Me había convertido en un don nadie a quien conocía todo el mundo. Un día, por ejemplo, el diario matinal traía un artículo sobre mí, escrito con un enorme titular a seis columnas en la primera página:

¡TSUTOMU MORISHITA COMIENDO ANGUILAS POR PRIMERA VEZ EN DIECISÉIS MESES!

De vez en cuando me topaba con gente que en secreto intentaba recopilar información sobre mí. Tras usar los aseos de la empresa, solía entreabrir la puerta del siguiente compartimento y descubría a un grupo de reporteros hacinados en él, con los magnetófonos y cámaras colgando del hombro. O, cuando volvía a casa, tanteaba con la punta del paraguas entre la espesura de los arbustos hasta que precipitadamente salía de allí una locutora de televisión micrófono en mano profiriendo gritos.

En una ocasión, mientras veía la televisión en mi apartamento, me levanté de repente y abrí la puerta de mi armario empotrado. Cuatro o cinco periodistas, entre ellos alguna mujer, se cayeron al suelo. Otra vez, empujé un panel del techo con el mango de una escoba. Un fotógrafo que se escondía en el falso techo, en un esfuerzo frenético por escapar, apoyó una pierna en falso y se cayó al suelo. Llegué incluso a retirar mi tatami para mirar lo que había debajo de las tablas. Un montón de reporteros y de mirones agachados pegaron un grito y huyeron despavoridos.

Por supuesto, ninguno de estos episodios salió en las noticias. Los medios de comunicación sólo cubrían mis asuntos rutinarios muy de vez en cuando. Entonces salían en grandes titulares superando incluso los asuntos políticos o de política exterior, la economía y otros temas importantes. Por ejemplo:

«¡morishita compra a plazos un traje a medida!»

«otra cita de tsutomu morishita»

«¡exclusiva! ¡la dieta semanal de morishita!»

«¿a quién quiere realmente morishita?

¿a akiko mikawa o a otra persona?»

«tsutomu morishita abronca a su compañero fujita

(25 años) por un error de papeleo»

«¡todo un shock! ¡la vida sexual de morishita!»

«¡hoy morishita cobra la paga mensual!»

«¿qué hará morishita con su sueldo?»

«tsutomu morishita compra otro par de calcetines

(de color azul grisáceo) por 350 yenes!»

Finalmente, incluso había analistas expertos que sabían todo lo que se podía conocer sobre mí. No salía de mi asombro.

Un día, encontré mi fotografía en la portada de una revista mensual publicada por la editorial de un periódico. Era una foto en color. Por supuesto, no tenía ni idea de cuándo me la habían hecho. Aparecía yo cuando me dirigía al trabajo, entre un grupo de oficinistas. Era una foto bastante buena.

Pero una cosa es que escribieran artículos sobre mí y otra querer usarme como modelo en su portada. Como mínimo, era de esperar que la empresa del periódico me diera las gracias. Esperé hasta cuatro días después de haberse publicado la revista, pero seguía sin tener noticias. Por fin, me harté. Un día, cuando volvía de ver a un cliente, les hice una visita.

Normalmente no tenía más que caminar por la calle para que alguien se diera la vuelta y me mirara tontamente. Pero, tan pronto como entré en el edificio de la empresa periodística, los recepcionistas y el resto del personal me trataron con total indiferencia. Era casi como si nunca hubieran oído hablar de mí. Me arrepentí de haber ido allí mientras esperaba en la sala de recepción. En ese momento, apareció un hombre con cara de pocos amigos que se identificó como el subdirector de la revista.

—Verá, señor Morishita. Como usted comprenderá, habríamos preferido que no hubiera venido.

—Así lo creía yo. Porque se supone que soy un don nadie que no tiene nada que ver con los medios de comunicación, ¿no?

—Usted no es un artista ni está de actualidad. Ni siquiera es famoso. Así que no tiene sentido que venga aquí.

—Pero lo soy, ¿o no? ¡Ahora soy famoso!

—Usted no es más que un don nadie cuya vida se ha difundido en los medios de comunicación. Se supone que debía seguir siendo anónimo aunque la gente lo reconociera. Nosotros creíamos que usted lo entendería bien.

—Entonces, ¿por qué un don nadie como yo tendría que ser el foco de las noticias?

El subdirector dio un suspiro cansino.

—¿Y yo que sé? Supongo que alguien decidió que usted tenía interés periodístico.

—¿Alguien? ¿Quiere usted decir alguien de los medios? ¿Y quién fue el instigador de una idea tan absurda?

—¿El instigador, dice usted? ¡Como si sólo hubiera una persona en el fondo de todo esto! ¿Por qué cree que están todos los medios de comunicación dándose de gorrazos por seguirle? A los medios no hace falta que nadie les diga nada. Lo único que hacen es seguir a alguien si creen que tiene un valor informativo.

—¿Valor informativo? ¿La vida diaria de un don nadie?

—Está bien, pues. Dígame, ¿cuáles son los temas informativos que usted considera importantes?

—Bueno… Pues, por ejemplo, si no acierta el pronóstico meteorológico… Una guerra en algún sitio… Un corte eléctrico de diez minutos en algún barrio… La colisión de un avión en la que mueran mil personas… La subida del precio de las manzanas… Alguien que haya sido mordido por un perro… Un perro al que hayan pillado robando en un supermercado… Que pillen robando al presidente de Estados Unidos… La llegada del hombre a Marte… Una actriz se divorcia… Está a punto de empezar la última de las guerras… Una empresa saca beneficios de la contaminación… Otra empresa periodística obtiene beneficios…

El subdirector me contemplaba distraídamente. Pero entonces negó con la cabeza y me dirigió una mirada compasiva.

—Así que ésas son las cosas que usted considera que son grandes noticias, ¿no?

—¿Y no lo son? —respondí yo confundido.

Negó con la mano con un aire de irritación.

—No, no. Por supuesto, podrían convertirse en grandes noticias. Por eso se informa puntualmente de ellas. Pero, al mismo tiempo, informamos sobre la vida de un oficinista normal y corriente. Cualquier cosa se puede convertir en una gran noticia si los medios informan de ella —dijo él asintiendo con la cabeza—. El valor informativo sólo surge cuando se informa de algo. Pero usted, al venir hoy aquí, ha destrozado por completo su propio valor informativo.

—Sí, pero es que eso no me importa.

—Ya veo —dijo, y se golpeó las rodillas—. En realidad, tampoco nos importa a nosotros.

Me volví precipitadamente a mi oficina. Llamé de inmediato a la sala de las secretarias desde mi despacho.

—Akiko —dije en voz alta—. ¿Te vienes conmigo a un hotel esta noche?

Podía oír a Akiko cogiendo aliento al otro lado del teléfono.

Por un momento, toda la sala se quedó en silencio. Mis colegas y el jefe de sección se quedaron mirándome con asombro.

Por fin, Akiko respondió sollozando:

—Sí, por supuesto.

Y así fue como esa noche Akíko y yo la pasamos en un hotel. Era el hotel más vulgar y sórdido de una calle llena de llamativos rótulos de neón.

Como esperaba, no se hizo mención en los periódicos. Ni tampoco en los informativos de televisión. A partir de ese día, las noticias sobre mi persona desaparecieron de los medios. En lo sucesivo me sustituyó un oficinista de mediana edad, de los que se pueden encontrar en casi cualquier lugar. Delgado, bajito, con dos hijos, que vivía en una urbanización de las afueras, encargado jefe de asuntos generales de una constructora naviera.

Yo había vuelto a ser un don nadie, y esta vez de verdad.

Poco tiempo después, a título de ensayo, volví a invitar a Akiko a salir. ¿Querría tomar café conmigo después del trabajo? Por supuesto, ella se negó. Pero mejor así, ahora sabía el tipo de persona que era.

Un mes después, ya nadie podía recordar mi cara. Pero, así y todo, de cuando en cuando había quien me paraba o me miraba de soslayo al cruzarse conmigo. Un día que volvía a casa tenía a dos chicas sentadas delante de mí en el tren. Una de ellas me miró y empezó a susurrarle algo a la otra.

—¡Anda! A ese tipo lo he visto en alguna parte —dijo, golpeando a su amiga con el codo—. ¡Oye!, ¿a qué se dedicaba?

La otra chica me miró con expresión de aburrimiento. Después de unos instantes, contestó con un tono de total desinterés:

—¡Ah, sí! Ya. Sólo era un don nadie.