Capítulo 12

Isserley cruzó los brazos por encima del pecho, apoyó las palmas de las manos en los hombros, cerró los ojos y se deslizó sumergiéndose bajo el agua. Eximió a los castigados músculos y huesos de su cuello de la tarea de sostenerle la cabeza y, mientras su cráneo, pequeño y pesado, se hundía como una piedra, notó que el pelo ascendía flotando hacia la superficie. El mundo desapareció tragado por la oscuridad y los sonidos familiares de la Granja Ablach fueron sustituidos por un murmullo acuático de efecto adormecedor.

El resto de su cuerpo no se hundió al principio con tanta facilidad como la cabeza, intentó flotar y hallar un nuevo centro de gravedad, pero acabó descendiendo hasta al fondo. De las orejas y de la nariz le salieron algunas burbujas. Tenía la boca ligeramente abierta, pero estaba conteniendo la respiración.

Después de un par de minutos abrió los ojos. A través de los reflejos del agua y de los movimientos ondulantes de su pelo semejantes a los de las algas marinas, divisó el resplandor del sol como quien ve, distorsionada, una puerta lejana al final de un pasillo oscuro. Los pulmones empezaron a dolerle y la luz comenzó a dilatarse y a palpitar, acompasándose con los agitados latidos de su corazón. Había que salir a la superficie a coger aire.

Apoyándose en el fondo, sacó la cabeza y los hombros del agua, respiró profundamente y se quitó el pelo de la cara sin cesar de parpadear y de resoplar. Al volver a sostener el peso de la cabeza sobre los hombros, todas las vértebras se le recolocaron produciendo un desagradable sonido de cartílagos que se movían por dentro de la carne.

Vista desde fuera del agua, la luz del sol ya no palpitaba ni emitía destellos temblorosos, sino que brillaba, cálida y firme, a través del sucio cristal de la ventana del cuarto de baño. La alcachofa de la ducha refulgía como una lámpara encendida y las telarañas del techo resplandecían como si fuesen hebras de lana de oveja enganchadas en alambre de espino. La tapa de porcelana de la cisterna brillaba tanto, que casi no podía mirarla, así que bajó la vista un poco dirigiéndola al amarillento depósito. A pesar de que llevaba muchos años estudiando aquel idioma, seguía sin comprender el significado de las palabras que tenía grabadas en azul pálido: SANITARIOS ARMITAGE. El depósito del agua caliente emitía unos ruidos rarísimos, como si estuviera tragando y eructando, cosa que siempre hacía cuando Isserley se daba un baño en lugar de ducharse. Los grifos dorados de la bañera, ya oxidados, gorgoteaban y zumbaban junto a sus pies. En el frasco de plástico verde del champú había la inscripción USO DIARIO. Todo había vuelto a la normalidad. Amlis Vess se había marchado, ella se había quedado y ya era otro día. Tendría que haber sabido desde el principio que aquello iba a acabar así.

Dejó caer la cabeza hacia atrás y apoyó su dolorida nuca en el borde esmaltado de la bañera. Justo encima, la pintura del techo era del color del pus y estaba toda desconchada y llena de ampollas después de tantos años de sufrir la erosión del vapor. El desgaste había traspasado varias capas de pintura que habían quedado al descubierto como si fueran finos estratos geológicos. Era lo más parecido al paisaje de su niñez que Isserley había encontrado en aquel mundo. Bajó la mirada.

Su cuerpo quedaba oculto bajo la superficie reflectante del agua. Sólo se veía la punta de los dedos de los pies y la curva de los pechos. Se quedó mirando aquellos extraños montículos de carne y no le resultó difícil imaginar que eran otras cosas. Tal como estaban, aislados en medio de la reluciente superficie del agua, le recordaban las rocas que sobresalen en el mar cuando baja la marea. Eran unas piedras que le aplastaban el pecho y la hundían. Amlis Vess nunca la había visto sin aquellos tumores artificiales. Nunca sabría que en otra época ella también había tenido un pecho suave y maravilloso como el suyo. Firme y elegante, con un pelo color caoba tan sedoso que los hombres tenían que contenerse para no acariciarlo.

Cerró los ojos con fuerza para soportar la desagradable sensación que le producía el agua que le había entrado en los oídos al salir por sus mutiladas orejas. Como aprovechándose de su distracción, el grifo del agua caliente soltó un chorrito de agua hirviendo sobre su pie izquierdo. Isserley lanzó una exclamación de sorpresa y encogió los dedos del pie. Se quedó pensando en lo extraño que era seguir preocupándose por cosas tan triviales y absurdas cuando Amlis Vess se había marchado y ella deseaba morirse.

En la oxidada jabonera que estaba atornillada a uno de los lados de la bañera había varios sobres de hojas de afeitar sin abrir. Abrió uno, sacó la hoja y tiró el envoltorio. Alargó un brazo y levantó del mugriento suelo de baldosas el espejo que había bajado del dormitorio. Se lo colocó frente al rostro de modo que le diera bien la luz mientras se contemplaba en él.

Intentó verse como la vería un vodsel.

Le parecía imposible haber descuidado su aspecto hasta tal punto. Tenía la sensación de que sólo habían pasado un par de días desde que había hecho todo lo necesario para poder traspasar la línea divisoria y circular por el mundo de las bestias. Pero debía de haber pasado mucho más tiempo. A los vodsels que la habían visto en esos últimos días les tenía que haber parecido rarísima. Realmente, era una suerte que los dos últimos estuviesen encerrados y aislados del mundo, porque tenía que reconocer que, tal como estaba, no lograría pasar una inspección mínima. Le había vuelto a crecer el pelo por todas partes, menos por las que eran artificiales o tenían demasiadas cicatrices. Tenía un aspecto casi humano.

Prácticamente, se le había borrado la línea del nacimiento del pelo, ya que tenía la frente cubierta por una pelusilla suave que le llegaba hasta las cejas. Ya no podía decirse que tuviese pestañas en la parte inferior de los ojos, pues se confundían con el vello grueso y oscuro que le cubría las mejillas y que se iba haciendo más suave a medida que crecía. Y los hombros y los brazos estaban como si se los hubiera forrado con una lanilla color caoba.

Si Amlis Vess se hubiese quedado un poco más de tiempo, habría podido ver por sí mismo por qué los hombres de la Élite siempre le habían prometido que la mantendrían en el puesto que le correspondía, que la defenderían si llegaba el momento, que se encargarían de que nunca la enviasen a un sitio al que jamás se debería obligar a ir a una chica tan hermosa. Incluso en una ocasión, mientras le acariciaba la ijada y penetraba en su suave hendidura genital, uno de ellos le había dicho que sería un crimen contra natura.

Isserley blandió la hoja de afeitar con gran esmero. Se había puesto champú en las mejillas y tenía que tener cuidado de que no le entrase en los ojos, ya que el vello le llegaba hasta el borde de los párpados. Bastante le escocían ya los ojos por llevar gafas durante tantas horas y, además, por haber estado llorando por Amlis y por la vida en general.

Con movimientos suaves y delicados se rasuró el vello del rostro dejando algunos pelitos a modo de pestañas en la parte inferior de los párpados. A continuación se afeitó la frente intentando no fruncirla mientras lo hacía. Aclaraba la cuchilla en el agua de la bañera después de cada pasada, y, al cabo de un rato, se encontró rodeada por una flotilla de barquitos de espuma cargados de pelos.

Cuando hubo acabado, volvió a coger el espejo y examinó el resultado. Le estaba cayendo una gotita de sangre por la frente. Se la limpió antes de que le entrara en el ojo. El corte cicatrizaría en un minuto.

En lugar de hacerse la línea del nacimiento del pelo recta, como los parabrisas de los coches, decidió darle una forma de uve muy suave, para probar. Se lo había visto a algunos vodsels y le había parecido un corte bastante atractivo.

El resto del cuerpo no ofrecía ningún problema. Cogió una hoja de afeitar nueva y se afeitó los brazos, las piernas, los hombros y los pies. Gruñendo por el esfuerzo, se llevó los brazos a la espalda y se la afeitó, sosteniendo el espejo con una mano y la cuchilla con la otra. El abdomen sólo requería unos retoques porque, como le habían amputado las tetas, la piel, llena de cicatrices, estaba endurecida y firme como el torso de un vodsel delgado de los que no consumen grasas ni alcohol. Nunca se tocaba ni se miraba siquiera la maraña de piel llena de nudos que tenía entre las piernas. Aquello no tenía arreglo.

El agua de la bañera ya se había enfriado y parecía un estanque plagado de algas pardas. Se puso de pie y se enjuagó rápidamente con agua caliente de la ducha para quitarse los pelos pegados al cuerpo. Después salió de la bañera, dio unos pasos sobre las frías baldosas hasta llegar a la pila de ropa sucia que había dejado tirada, agarró las prendas con los dedos de los pies, las lanzó dentro de la bañera y las pisoteó para que se sumergieran en el agua, que se puso negra inmediatamente.

Amlis Vess se había marchado y no quedaba otra cosa que hacer más que ir a trabajar.

Mientras estaba haciendo sus ejercicios, en la televisión empezaron las noticias del mediodía. Por primera vez en muchos años dijeron algo que era relevante para ella: «Se está investigando la desaparición de William Cameron, un joven residente en Perthshire», dijo una voz femenina con tono preocupado mientras en la mugrienta pantalla del televisor de Isserley aparecía una fotografía del vodsel pelirrojo, con el jersey gordo, que ella había recogido unos días antes. «Fue visto por última vez el pasado domingo haciendo autoestop a la salida de Inverness para regresar a su casa». La foto fue remplazada por otra en la que el vodsel aparecía sentado delante de una caravana, rodeando con sus piernas a una vodsel de ojos somnolientos y gafas gruesas. En primer plano y desenfocados, había dos bebés regordetes con una expresión de sorpresa debida al flash. «Fuentes de la policía han manifestado que aún no existe ninguna evidencia que relacione la desaparición del señor Cameron con el asesinato de Anthony Mallinder, ocurrido también el domingo pasado». La foto del pelirrojo con su familia se fue desvaneciendo y se superpuso una fotografía de textura muy granulada con la imagen del horrible calvo con su mono de trabajo amarillo. A Isserley se le puso la piel de gallina nada más verlo. «Sin embargo, se sospecha que puede existir alguna relación con la desaparición del estudiante de medicina alemán Dieter Genscher, que fue visto por última vez en Aviemore». Felizmente, la inquietante imagen del calvo fue remplazada por la foto de un vodsel de aspecto inofensivo, al que Isserley no recordaba haber visto antes. A continuación, sólo unas fracciones de segundo más tarde, aparecieron en pantalla unas secuencias de excelente calidad de la A9, filmadas de modo que se viera la perspectiva que podía tener un autoestopista de los coches que pasaban.

Isserley siguió haciendo sus ejercicios mientras las noticias continuaban con otros temas: multitudes de vodsels hambrientos en un país extranjero, los excesos de un cantante que no era John Martyn, los deportes, el tiempo. El pronóstico sobre el estado de las carreteras para las próximas horas era bueno. A ver si acertaba.

El pelo se le había ido secando gracias al ejercicio y al sol que entraba por la ventana. Se miró en su espejito mientras fruncía el ceño. La blusa negra limpia que se había puesto (la más veraniega de todas las que tenía en el armario) ya estaba un poco gastada. Seguía siendo bonita, pero estaba un poco gastada.

No tendrías que haberte traído a ese vodsel pelirrojo, se dijo, de repente, a sí misma. A ese tal William Cameron.

Apartó aquel pensamiento de su mente e intentó concentrarse en asuntos más inmediatos. ¿Dónde podría comprarse ropa? En la Gasolinera Donny’s no vendían ropa. Durante años se había resistido a la tentación de ponerse la que había caído en sus manos gracias a su trabajo por miedo a que alguien pudiera reconocer alguna prenda de un vodsel en particular, pero tal vez…

No tendrías que habértelo traído, volvió a decirse. Estás cometiendo errores. Esto va a acabar mal.

Los pantalones estaban perfectos y el terciopelo verde tenía un aspecto limpio y brillante. Quizás estaba un poco gastado en el trasero, pero, si todo iba bien, nadie lo vería. Los zapatos estaban limpios y eran, aparentemente, indestructibles. La piel del escote le brillaba al sol como las portadas satinadas de las revistas de los vodsels. El pequeño corte que se había hecho en la frente al afeitarse ya había cicatrizado. Se arrancó la costrita y no le salió más sangre. Se peinó el pelo con las manos, separando bien los diez dedos que le habían dejado. Respiró hondo, aspirando el aire puro y fresco por las fosas nasales y manteniendo la columna bien recta. Al otro lado de la ventana, la atmósfera de la Tierra, brillante y azul, ocultaba la oscuridad del espacio infinito.

La vida continúa, se dijo a sí misma.

Al salir de la casa volvió a encontrarse con la nota de Esswis, de la que se había olvidado por completo. Tenía el aspecto de llevar tirada en el suelo varios días. Levantó el papel húmedo, con las letras ya borrosas, y lo llevó a donde le diera la luz. La letra de Esswis, que era como unos garabatos retorcidos, dificultaba aún más la tarea de descifrarla. Pero una cosa le quedó bien clara de inmediato: no era una carta personal. Simplemente, le hacía llegar una notificación que la Corporación Vess le había enviado primero a él porque era su jefe.

Por lo que pudo descifrar, la Corporación deseaba saber si existía la posibilidad de que pudiese cazar algunos vodsels más de lo habitual. Un incremento de un veinte por ciento en la cuota anual sería suficiente. Y, si eso planteaba alguna dificultad, la compañía estaba dispuesta a enviar a otra persona para que la ayudase. De hecho, ya estaban barajando la posibilidad de enviar a alguien más.

Dobló la notificación y se la metió en el bolsillo del pantalón, aunque no había acabado de leerla. La Corporación Vess se iba a enterar de que ya estaba bien de joderla. Les enviaría una carta en la próxima nave. Y, mientras tanto, se pondría a pensar en los cambios que tendría que hacer en su vida laboral.

La entrada de Isserley en el comedor provocó una oleada de murmullos guturales entre los hombres. Era evidente que no esperaban que apareciese tan pronto después de haber sufrido tamaña humillación, pero es que eran una panda de idiotas que no entendían nada de nada. Les hubiera encantado que hubiese tardado más en reaparecer para seguir cotilleando ¡Qué revuelo debía de haber armado la noticia de su crisis y su posterior expulsión de la sala de procesado en aquellas vidas pequeñas y aburridas! ¡Cómo habría crecido la leyenda si se hubiese quedado recluida en su casita, muerta de vergüenza, sin salir hasta que el hambre la hubiese forzado a arrastrarse hasta ellos! Bueno, pues se negaba a darles ese gusto. No iba a ceder tan fácilmente. Les demostraría cuánto valía.

Miró a todo aquel rebaño de hombres con desdén. Comparados con Amlis Vess, eran unos esperpentos asquerosos, unos salvajes con cabeza de chorlito. Jamás tendría que haberse sentido avergonzada de su cuerpo deforme. No era más horrible que el de ellos, eso seguro. Y, además, ella procedía de una clase social infinitamente superior.

—¿Ya se ha acabado esa carne tan buena? —preguntó mientras revolvía entre los platos y cuencos que había sobre la barra. De repente, le había venido a la memoria el pequeño bocado de la exquisita carne marinada que Hilis había preparado para agasajar a Amlis.

—Lo siento, Isserley, está aquí —dijo el que era bizco y tenía la cara como mohosa y cuyo nombre Isserley nunca recordaba. Mientras lo decía se daba golpecitos en la barrigota, riéndose a carcajadas.

Isserley le dirigió una mirada de odio. Tú lo que deberías comer es paja, pensó. Luego le volvió la espalda y se puso a preparar su acostumbrada ración de pan y mermelada de mussanta. Mejor comer aquello, a pesar de lo soso que era, que arriesgarse con las salchichas grasientas e hinchadas o con los trozos de empanada blanda que nunca se sabía qué porquerías contenían.

—Queda un montón de empanada —dijo alguien a sus espaldas.

—No, gracias —dijo, con una sonrisa falsa, mientras se recostaba contra una de las mesas haciendo caso omiso de las invitaciones a sentarse en el suelo con un hombre u otro. Colocó una mano por debajo de la rebanada de pan con mermelada para evitar que cayesen migas al suelo y se puso a comer sobrevolando con la mirada las cabezas de los hombres mientras planificaba qué iba a hacer aquel día.

—Aquella carne sí que estaba buena —dijo Yns, el ingeniero, y luego, soltando una risilla, intentó hacerse el gracioso—. Amlis Vess debería venir más a visitarnos, ¿verdad?

Isserley bajó la mirada hacia donde estaba Yns. Éste le sonreía de oreja a oreja, enseñando unos dientes estropeados; tenía una brillante mancha de salsa en la punta del hocico. A pesar de lo desagradable que le parecía, de repente Isserley comprendió que el pobre era un tipo inofensivo, una bestia de carga impotente, un esclavo, un ser de usar y tirar, destinado a un solo fin. Cautivo en las profundidades de la tierra, llevaba una existencia que apenas era mejor que la que le hubiera tocado si se hubiese quedado en los Estados Nuevos. Para ser sinceros, todos aquellos hombres se estaban cayendo a pedazos, pelo a pelo y diente a diente, como piezas de una maquinaria demasiado usada, herramientas baratas para llevar a cabo un trabajo que los iba a enterrar a todos. Mientras Isserley recorría los espacios abiertos de sus ilimitados dominios, ellos permanecían atrapados bajo los establos de Ablach, trabajando como máquinas, escarbando bajo la pobre luz de una lámpara de volframio, respirando un aire viciado y comiendo los asquerosos despojos que sus amos rechazaban. A pesar de que la Corporación Vess había anunciado a bombo y platillo que les iba a brindar la posibilidad de emprender una vida nueva y diferente, lo único que había hecho era sacarlos de un hoyo para enterrarlos en otro.

—Estoy segura de que aquí podrían hacerse algunas mejoras —dijo Isserley— sin necesidad de ninguna visita de Amlis Vess.

Aquello provocó más murmullos guturales, protestas sin sentido balbuceadas por criaturas sin esperanza. Sólo uno se atrevió a hablar en voz alta.

—Hay rumores de que la Corporación Vess pretende que se incrementen los envíos —dijo Ensel. Estaba comiendo un plato de puré de verduras y bebiendo agua fresca en lugar del ezziin, que era el mejunje preferido por todos los demás. Isserley se dio cuenta, con un poco de pena, de que intentaba cuidarse y mantener cierta decencia en su nivel de vida. Tal vez hubiera estado cuidándose para ella todo aquel tiempo, intentando que no se le cayera aquel pelo del color de las patatas sucias y la textura de…, de la capucha de un anorak viejo.

—Estoy segura de que a la Corporación Vess le encantaría que todos trabajáramos mucho más —afirmó Isserley.

Durante un rato todos siguieron comiendo en silencio.

No tendrías que haberte traído al vodsel pelirrojo, volvió a pensar Isserley. Esto va a acabar mal.

Hizo una mueca con la boca que intentó disimular dándole un mordisco a su pan. No seas cobarde, se dijo, riñéndose. En una semana estará todo olvidado.

La comida había ido desapareciendo a medida que los hombres se habían ido sirviendo y el aroma de los diferentes platos había dejado paso a una atmósfera viciada que olía a sudor masculino y a alcohol fermentado. Era la típica atmósfera que a Isserley le producía asco, pero aquel día estaba por encima de esas cosas. De hecho, comenzó a sentirse más tranquila al caer en la cuenta de que aquellos hombres eran los únicos a los que tendría que enfrentarse. No veía a Unser, con quien temía encontrarse dado el poco tiempo transcurrido desde el incidente, y ya era tarde para que apareciese. En cuanto a Hilis, se había marchado, como hacía siempre después de servir todo en las fuentes. Mejor, aquellas ausencias no le venían nada mal.

Pensándolo bien, nunca tendría que haber aceptado entrar en su cocina. Hilis se había dirigido a ella con demasiada confianza y se había comportado como si ambos fueran iguales. Y ella no era igual a nadie. Cuanto antes lo entendiese él, mejor para los dos. En cuanto a Unser, el muy hijo de puta la había humillado cuando ella se encontraba más vulnerable. Tenía ganas de hacerlo desaparecer de la faz de la tierra por haber abusado de su poder de aquella forma. Había hecho bien en no dejarse ver por allí.

La hora del almuerzo se estaba acabando. Uno de los hombres ya había abandonado el comedor y los demás estaban lamiendo sus cuencos y sorbiendo lo que quedaba en sus jarras. El alivio que Isserley había sentido al principio al no ver a Hilis ni a Unser por allí se fue convirtiendo en intriga. ¿Dónde estarían? Luego se le ocurrió que no se trataba más que de un asunto de jerarquías y privilegios. Unser y Hilis tenían un nivel superior al de aquellos musculosos ejemplares desparramados por todo el comedor. Seguro que los dos comían juntos en algún apartado acogedor y seguro que disfrutaban de unos alimentos de mejor calidad. ¿Qué tipo de festín se estarían dando? Le gustaría saberlo. Los contenedores de comida sellados que llegaban mensualmente en el carguero, ¿contendrían sólo cosas como la serslida y la mussanta, o también algunas delicias secretas que ella nunca había probado? ¿Y por qué le había mandado la Corporación Vess los mensajes a través de Esswis cuando todo aquello dependía, en realidad, de ella? ¡Ah, los hombres y sus jueguecitos de poder! Pero ella se había dado cuenta a tiempo de todas aquellas injusticias.

Untó otra rebanada de pan con mermelada de mussanta y luego se sirvió un cuenco del mismo puré de verduras que había tomado Ensel. Había decidido que, a partir de aquel día, iba a alimentarse muy bien antes de salir a la carretera y que nunca más iba a padecer la humillante experiencia de pasar hambre lejos de casa. Bebió una taza entera de agua y sintió cómo se le hinchaba el estómago.

—Hemos oído que tal vez venga otra mujer —dijo el hombre de la cara mohosa, y, al notar que Isserley lo miraba fijamente, soltó una risilla tensa.

—Yo que tú esperaría sentado —le aconsejó Isserley.

El de la cara mohosa pestañeó un par de veces y volvió a concentrarse en su jarra de ezziin. Pero a Ensel no se le callaba tan fácilmente.

—Pero ¿y si realmente mandasen a alguien? —dijo con tono amable—. Eso te cambiaría mucho la vida, ¿verdad? Porque hasta ahora tienes que haber pasado momentos en los que te habrás sentido muy sola. Y, además, con todo ese territorio del que ocuparte y sin ninguna ayuda…

—Me las arreglo muy bien sola —contestó Isserley sin alterarse.

—Pero no hay nada como la amistad, ¿no te parece? —insistió Ensel.

—Es algo que no me interesa —le advirtió Isserley.

Salió del comedor y, en menos de dos minutos, ya estaba de vuelta en la superficie.

Cuando entró en la A9 con su coche, desde el horizonte, ya invisible, se estaban acercando unos enormes bancos de niebla. La carretera todavía estaba bastante despejada, pero los prados que había a ambos lados se encontraban ya medio cubiertos. Las vacas y las ovejas se iban dejando engullir mansamente por la neblina mientras los silos iban desapareciendo poco a poco. Una marea de bruma blanca lamía las orillas cubiertas de hierba de la autopista.

Esta es otra cosa que a Amlis le hubiera encantado ver, pensó Isserley. Las nubes bajando hasta tocar la tierra, pura agua flotando por el aire como si fuera humo.

A pesar de todos los privilegios de los que gozaba, de toda su belleza y de su total perfección, había millones de cosas que Amlis no llegaría a conocer nunca. Era un príncipe que había regresado a su tierra, pero su reino era un vertedero comparado con los dominios de Isserley. Incluso los de la Élite, que se mantenían alejados de las cosas más horribles, no eran más que prisioneros en jaulas opulentas que vivían y morían sin llegar a imaginar siquiera toda la belleza que Isserley veía día tras día. Todo lo vivían y disfrutaban dentro de recintos cerrados: el dinero, el sexo, las drogas y la comida escandalosamente cara (¡diez mil liss por un filete de voddissin!). Y el único fin de todo aquello era distraerse de la espantosa desolación, de la oscuridad y de la putrefacción que les esperaba constantemente al otro lado de las delgadas paredes de sus hogares.

En el mundo de Isserley era al revés. Lo que sucedía dentro de las casas —meros puntitos bajo la inmensidad del cielo— era algo que carecía de importancia. Los hogares y sus habitantes eran como caracolillos y langostinos diminutos que reposaban en el lecho marino en las profundidades de un océano de oxígeno azul celeste. Nada de lo que sucedía en la tierra podría competir jamás con la magnificencia de lo que ocurría por encima de ella. Amlis había llegado a vislumbrarlo, había logrado arañar unas cuantas horas para contemplar, incrédulo, el cielo y luego había tenido que renunciar a todo aquello. Ella, en cambio, había hecho un sacrificio, pero había ganado el mundo entero para siempre.

No puedo permitir que nadie más venga aquí, se dijo a sí misma.

A lo lejos vio a un autoestopista junto a la carretera que le hacía gestos esperanzados. Redujo la velocidad para verlo mejor. El coche que venía detrás tocó la bocina y pegó un par de acelerones con el embrague apretado, impaciente por adelantarla. No le hizo caso. Que protestase todo lo que quisiera siempre que no recogiese al autoestopista hasta que ella hubiese tomado una decisión.

El autoestopista era grandote. Vestía un traje, pero no llevaba gabardina ni sombrero. No era calvo. De hecho, tenía un halo de pelo gris que agitaba la brisa. Se había colocado justo al lado de la señal que ponía P para demostrar a los conductores que no les supondría una molestia detenerse para recogerle. Eso fue todo lo que Isserley fue capaz de registrar, lo cual ya estaba bien, teniendo en cuenta que había un coche detrás de ella tocando la bocina y gruñendo sin parar.

Nada más pasar al autoestopista, se echó a un lado aprovechando la zona de aparcamiento, para permitir que le adelantara el furioso automóvil. Por supuesto que el autoestopista pensó que iba a detenerse para recogerlo, pero era demasiado pronto para que Isserley tomase una decisión. Ya no cometería más errores. En cuanto el panorama se aclaró, aceleró para regresar a la carretera. El autoestopista, que había emprendido una tímida carrera hacia su coche, se paró en seco al ver que arrancaba y quedó envuelto en el humo del tubo de escape.

Cuando volvió a pasar frente a él en dirección contraria, notó que iba muy desaliñado. La ropa en sí era de buena calidad (llevaba un traje gris oscuro con un jersey gris claro debajo), pero tenía un aspecto grasiento y colgaba de su descomunal osamenta como si fuese un pellejo suelto. Los bolsillos de la chaqueta estaban combados de tanto uso, los pantalones estaban deformados y gastados a la altura de las rodillas y la mano con la que hacía dedo lánguidamente parecía sucia. Pero ¿cómo sería por debajo de todo aquello?

El autoestopista se volvió para mirarla, ya que había muy poco tráfico en ambas direcciones. No hizo ningún gesto que dejara traslucir que se diera cuenta de que era el mismo coche que minutos antes había parado cerca de él. Su cara era como una máscara estoica, inexpresiva y llena de arrugas. Isserley tenía que admitir que no era el ejemplar más impresionante que había visto. Se estaba haciendo viejo, tenía el pelo canoso, la barba grisácea, con algunas hebras plateadas, y no se mantenía muy erguido. Era musculoso, pero también tenía un poquito de grasa. No podía decirse que fuera un Amlis Vess de los vodsels, eso seguro, pero tampoco era ningún Yns. Era un tipo corriente.

Cuando iba a pasar por tercera vez, decidió recogerlo. Al fin y al cabo, ¿por qué no? ¿Qué más daba si no era perfecto? ¿Qué derecho tenía la Corporación Vess a hacerle la tarea más difícil de lo que ya era? Si fuese por ellos, tendría que emprender una desquiciada búsqueda de la perfección y se vería obligada a rechazar a los habitantes del mundo entero, a millones y millones, a casi todos. Ya era hora de que se dieran cuenta de cuál era la realidad allí fuera, y aquel autoestopista era un fiel representante de esa realidad.

Se detuvo en la misma zona de aparcamiento donde lo había hecho antes y tocó el claxon suavemente para que se acercase sin temor a que le tomasen el pelo por segunda vez. Mientras iba hacia el coche, algunas gotas de lluvia habían comenzado a salpicar el parabrisas y en el par de segundos que le llevó llegar hasta la puerta se desató un chaparrón.

—¿Adónde va? —le preguntó en cuanto entró en el coche. Era como una masa gris y arrugada con una triste cabeza atornillada entre los hombros.

—A cualquier sitio al que se tarde en llegar —contestó mirando hacia adelante.

—¿Perdón?

—Lo siento —le contestó dirigiéndole una leve sonrisa de agradecimiento, a pesar de que sus ojos enrojecidos mantenían una expresión seria—. Gracias por parar. Usted continúe, continúe.

Isserley le echó una mirada rápida de arriba abajo. Llevaba un traje que, aparte de muy gastado, estaba cubierto de pelos que no eran suyos, porque unos eran blancos y otros negros. Se notaba que había llevado el pelo casi al cero, pues todavía se podía apreciar la forma del corte original, ahora el cabello le crecía desordenadamente por todas partes. Los pelos de la nuca eran más hirsutos; los de las patillas eran más rebeldes, y, además, estaban los de la barba, que eran más gruesos y le cubrían casi toda la piel desde las mejillas hasta el mugriento cuello del jersey.

—Pero ¿adónde quiere ir? —insistió Isserley.

—La verdad es que me da lo mismo —dijo, y en su tono monocorde y aburrido se percibió cierta irritación—. ¿Conoce algún sitio que valga la pena? Porque yo, no.

Isserley dejó que fuese su instinto el que decidiese si había algo peligroso en él. Pero, cosa extraña, no detectó nada. Le señaló el cinturón de seguridad y aquellas manazas de uñas mugrientas buscaron el cierre a tientas.

—Lléveme a la luna, como dice la canción, ¿le parece bien? —sugirió el autoestopista, irritado—. O lléveme a Tombuctú. O lléveme a Tipperary. La canción dice que queda muy lejos.

Isserley apartó los ojos del vodsel, desconcertada. Llovía a cántaros. Puso en marcha el limpiaparabrisas y el intermitente.

Mientras se estaba abrochando el cinturón, el autoestopista no dejaba de pensar que todavía estaba a tiempo de cambiar de idea. ¿Qué sentido tenía continuar con todo aquello? ¿No era mejor bajarse del coche, regresar al sitio del que había venido y guardarse todo su… veneno para él solo? Había algo muy morboso en hacer aquello día tras día, en salir a la carretera y ver si podía atrapar a algún gilipollas que lo llevara en su coche. Y luego, en cuanto conseguía una audiencia que no tenía más remedio que escucharle, iba y le soltaba todo su rollo, como si fuera un golpe directo al estómago o un puñetazo entre los ojos, siempre lo mismo. ¿Para qué seguir con aquello? ¿Para qué? Nunca se sentía mejor después de hacerlo, sino que, por lo general, se sentía peor y los que le llevaban en sus coches, si no eran insensibles, también se sentían peor, eso seguro. ¡Aquélla no era forma de tratar a una gente que lo único que intentaba era hacerle un favor!

Tal vez con ésta se portase de una manera diferente porque era una chica. Era muy raro que una mujer te recogiese en la carretera, sobre todo si era tan joven. También ella parecía haber sufrido durante su corta vida, como si no lo hubiera tenido nada fácil. Estaba pálida, sentada muy tiesa e intentaba mantener una expresión de valentía en el rostro. Era una expresión que ya había visto antes. Era demasiado joven. Llevaba las tetas bien a la vista para demostrar que aún no estaba dispuesta a renunciar a su parte sexy, aunque el resto de su cuerpo estuviese machacado y marchito, como si hubiera envejecido prematuramente. ¿Tendría dos bebés llorones esperándola en casa de sus padres? ¿Sería una drogadicta o una prostituta que intentaba encontrar alguna forma de llegar a fin de mes? Tenía unas manos escuálidas con una piel reseca y llena de cicatrices. En aquel momento no podía verle la cara, pero por lo poco que había visto al subir, era como un campo de batalla en el que se habían vivido experiencias muy amargas. ¡Joder! Si por lo menos pudiera ahorrarle el disgusto que estaba a punto de darle. Si pudiera hacer un esfuerzo sobrehumano y mantenerse callado. ¡Pero eso era imposible! La haría pasar por todo aquello igual que a los demás. Hasta que algo lo obligara a dejar de hacerlo. Hasta que, por fin, todo hubiese acabado.

Por detrás de la cortina de su melena podía verle la naricilla asomando y olfateando el aire. Sabía que lo estaba olfateando a él. Todos lo hacían. Era el momento de empezar.

—¿Quiere que abra la ventana? —preguntó el autoestopista con tono cansino.

Isserley sonrió, incómoda y avergonzada de que la hubiesen pillado.

—No, no, que está lloviendo —contestó con rotundidad—. Se va a mojar y a mí no…, no me molesta el olor, de verdad. Sólo me estaba preguntando a qué huele.

—Huele a perro —le respondió el vodsel sin mirarla.

—¿A perro?

—Es puro aroma canino —afirmó—. Esencia de spaniel. —Apretó los puños contra los muslos y movió, inquieto, los pies. Isserley notó que no llevaba calcetines. Gruñendo una y otra vez, como si alguien estuviese pinchándole con un instrumento puntiagudo, sonrió con la mirada fija en sus rodillas para preguntar, de pronto—. ¿A usted qué le gustan más, los perros o los gatos?

Isserley pensó la respuesta durante un minuto.

—En realidad, ni los perros ni los gatos —dijo. Se sentía muy insegura con aquel tema de conversación. Estaba devanándose los sesos para recordar lo poco que sabía sobre el asunto—. No sé si podría hacerme cargo de un animal —reconoció mientras notaba que había otro autoestopista en la siguiente cuesta y se preguntaba si habría hecho bien en elegir al que tenía a su lado—. Por lo que he oído, educarlos es algo bastante complicado. ¿Usted no tiene que pasarse todo el día empujando a su perro para que se baje de la cama y comprenda quién es el amo?

El vodsel volvió a gruñir, en esta ocasión de dolor, ya que al intentar cruzar las piernas, muy irritado, se había dado en la rodilla con el salpicadero.

—¿Quién le ha dicho eso? —dijo con tono despectivo.

Isserley decidió no mencionar al criador de perros, por si la policía lo estaba buscando.

—Creo que lo he leído en algún sitio —contestó.

—Bueno, da igual, porque yo no duermo en una cama —dijo el desaliñado vodsel, y, a continuación, se cruzó de brazos. Había vuelto a usar un tono monocorde, mezcla de una insolencia provocadora y una desesperación insondable.

—¿De verdad? ¿Y dónde duerme? —preguntó Isserley.

—En un colchón que tengo en la parte trasera de mi furgoneta. Con mi perrita —contestó como si ella le hubiese arrancado aquella respuesta después de una discusión y ya no le importara decírselo.

Es un parado, pensó Isserley, pero inmediatamente se dijo: ¡Qué más da! Le dejaré marcharse, total, esto se ha acabado. Amlis se ha marchado. A mí no me quiere nadie. Va a intervenir la policía. Es mejor que me vuelva a casa.

Pero, en realidad, no tenía una casa adonde ir. No la tenía a menos que hiciese su trabajo. Apartó aquellos pensamientos derrotistas e intentó continuar la conversación con el vodsel.

—Entonces, ¿por qué hace dedo si tiene una furgoneta? ¿Por qué no la usa? —le preguntó con tono amable y desafiante al mismo tiempo.

—Porque no tengo para la gasolina —dijo entre dientes.

—¿Pero el Estado no le da un…, un… subsidio?

—No.

—¿No?

—No.

—Creía que todos los parados cobraban un subsidio.

—Yo no estoy en paro —contestó rotundamente—. Tengo un negocio propio.

—Ah… —Isserley vio por el rabillo del ojo cómo le cambiaba la expresión de la cara. Se le habían coloreado las mejillas y le brillaban los ojos, tal vez debido a un entusiasmo febril o a las lágrimas. Sonreía enseñando los dientes, salpicados de manchas amarillentas y de restos de comida.

—Yo mismo me pago un sueldo, ¿comprende? —declaró, con una pronunciación repentinamente clara—. Dependiendo de lo que me quede después de pagar a mis empleados.

—Ah, ya… ¿Y cuánta gente trabaja para usted? —preguntó, un tanto incómoda por el rictus de su sonrisa y por la desmesurada concentración con que trataba el asunto. Era como si hubiera despertado de un coma, como si hubiera recobrado de golpe el conocimiento gracias a un potente cóctel, mezcla de furia, autocompasión e ironía.

—Esa sí que es una buena pregunta, muy buena pregunta —dijo el vodsel tamborileando con los dedos sobre las piernas—. Pues no sé si aún van a trabajar a la fábrica, ¿sabe? Puede que se hayan desanimado al encontrarse la puerta cerrada con llave. Puede que se hayan desanimado al ver todas las luces apagadas. Yo tampoco he aparecido por allí en las dos últimas semanas. Es que la fábrica está en Yorkshire, ¿sabe? Se necesita mucha gasolina para llegar a Yorkshire. Y, además, le debo unas trescientas mil libras esterlinas al banco.

La lluvia estaba comenzando a amainar y a Isserley le era más fácil orientarse. En el caso de que la locura del autoestopista fuese en aumento, podía dejarlo en Alness. Nunca había llevado a nadie como él. Se preguntó, alarmada, si aquel tipo empezaba a inspirarle simpatía.

—¿Significa eso que tiene problemas? —preguntó, refiriéndose al dinero.

—¿Problemas? ¿Yo? Noooooo —contestó—. Yo no he hecho nada fuera de la ley.

—Pero ¿no es usted un… desaparecido?

—Pues no. Le he enviado una postal a mi familia —respondió inmediatamente, sin dejar de sonreír y con las cejas y el bigote perlados de gotas de sudor—. Basta el importe de un sello para tener la conciencia tranquila. Y también para evitar que la policía malgaste su precioso tiempo.

La sola mención de la policía hizo que Isserley se pusiera rígida. Y nada más intentar relajarse empezó a preocuparse por si había adoptado una postura con los brazos que fuera imposible para la musculatura de un vodsel. Se miró el brazo más próximo a su acompañante. Estaba bien. Pero ¿qué era aquel chirrido horrible que oía frente a su cara? ¡Ah! Era el ruido de los limpiaparabrisas contra el cristal seco. Los paró rápidamente.

Date por vencida, esto se acabó, pensó para sí.

—¿Está casado? —preguntó después de respirar hondo.

—Esa sí que es una buena pregunta, muy buena pregunta —dijo, furioso y casi levantándose del asiento—. ¿Estoy casado? ¿Estoy casado? A ver, déjeme pensar. —Los ojos le brillaban con tal ferocidad, que parecían a punto de salirse de las órbitas—. Sí, supongo que estuve casado —optó por contestar, como si, con un humor un tanto truculento, estuviese concediendo un punto a alguien que acababa de ganárselo a su costa—. Durante veintidós años, para ser exactos. Hasta el mes pasado, para ser exactos.

—¿Y ahora está usted divorciado? —insistió Isserley.

—Eso me han dicho, eso me han dicho —y le guiñó un ojo de tal forma que más bien pareció un tic cargado de violencia.

—No lo entiendo —dijo Isserley. Le estaba empezando a doler la cabeza. El coche apestaba a perro, el ambiente estaba cargado de la tensión que le provocaba aquel tormento psíquico y, además, de repente, el resplandor del sol del mediodía le estaba dando de lleno en los ojos.

—¿Ha estado enamorada alguna vez? —le preguntó el vodsel con tono desafiante.

—No… No lo sé —dijo Isserley—. Creo que no.

Tenía que decidir lo antes posible si se lo iba a llevar o si le iba a dejar irse. El corazón empezaba a latirle con fuerza y sentía una especie de contracción en el estómago. Oyó un enorme traqueteo por detrás y, al mirar por el espejo retrovisor, comprobó que era otro vehículo: una caravana del tamaño de un mamut que, impaciente, se balanceaba de un lado al otro. Isserley echó una ojeada a su indicador de velocidad y se quedó impresionada al ver que iba a cuarenta y cinco kilómetros por hora (una velocidad que hasta para ella era lenta), así que se echó a un lado de la carretera para dejarla pasar.

—Yo estaba enamorado de mi mujer, ¿sabe? —le dijo de pronto el vodsel que olía a perro—. Estaba muy enamorado. Ella era toda mi vida, como decía Cilla Black.

—¿Perdón?

En el momento en que la caravana los estaba adelantando y proyectaba su sombra sobre el coche de Isserley, el vodsel se puso a cantar a todo volumen y sin la menor inhibición.

—¡Ella era toda mi vida, era mi noche, era mi día, ella era toda mi vida, era el aire que rees-pi-raa-ba, y si nuestro amor se acaba, de mi vida será el fin! —Se calló tan repentinamente como había empezado y volvió a poner una sonrisa tensa mientras las lágrimas le surcaban las mejillas—. ¿Lo entiende ahora?

Isserley, que en ese momento volvía al centro del carril, sentía que le iba a estallar la cabeza.

—¿Está usted bajo la influencia de alguna droga alucinógena?

—Podría ser, podría ser —dijo, y volvió a guiñarle un ojo—. Jugo de patata fermentado, hecho en Polonia. Acaba con todas las penas y con lo que provoca todas las penas, y sólo cuesta seis libras y cuarenta y nueve peniques. Pero también te crea problemas en la cama y acaba convirtiendo las conversaciones en monólogos.

La A9 estaba despejada varios cientos de metros por delante y por detrás. La caravana que los había adelantado estaba a punto de perderse en el horizonte. Isserley apoyó un dedo sobre la tecla de la icpathua. El corazón no le latía tan fuerte como de costumbre, sino que se sentía mareada, como si fuera a vomitar de un momento a otro. Aspiró una gran bocanada de aire con esencia canina e hizo un esfuerzo por atar los últimos cabos sueltos.

—¿Quién cuida a su perrita cuando sale a hacer dedo?

—Nadie —dijo el autoestopista haciendo una mueca—. Se queda en la furgoneta.

—¿Todo el día y toda la noche?

Se lo había preguntado sin ninguna intención recriminatoria, pero le pareció que lo había herido profundamente. La energía enfebrecida se le esfumó en un abrir y cerrar de ojos, y pareció que se sumía en la apatía y el desaliento.

—Nunca me voy durante tanto tiempo —afirmó volviendo a emplear un tono monocorde—. Yo también necesito dar mis paseos. Mi perra lo entiende.

El dedo de Isserley temblaba sobre la tecla de la icpathua, dudando sobre qué decisión tomar. Tragó saliva para apaciguar la sensación de náusea que le subía hacia la garganta.

—Es una furgoneta bastante grande —dijo el vodsel entre dientes a modo de defensa.

—Mmm —murmuró Isserley al tiempo que se mordía los labios.

—Necesito saber que estará esperándome cuando regrese —alegó.

—Mmm —dijo Isserley. Tenía las manos sudorosas y le dolían las muñecas—. Discúlpeme. Tengo que… tengo que parar un minuto —susurró—. No me encuentro… demasiado bien.

Iban a paso de tortuga. Se metió en una zona en la que se podía aparcar y pisó el freno. El motor dio un par de sacudidas y se caló. Isserley apoyó un puño tembloroso sobre el volante y con la otra mano bajó la ventanilla del coche.

—No se encuentra nada bien, ¿verdad?

Isserley negó con la cabeza, incapaz de pronunciar una sola palabra.

Se quedaron un rato sentados en silencio mientras por la ventanilla entraba el aire fresco. Isserley respiraba hondo y el vodsel también. Parecía que, al igual que ella, también mantenía una lucha en su interior.

Al cabo de un rato, en voz baja y con un tono desconsolado, pero con mucha claridad, el autoestopista dijo:

—La vida es una mierda, ¿no le parece?

—No, no me lo parece —suspiró Isserley—. Creo que este mundo es muy hermoso.

El vodsel gruñó con desdén.

—Pues yo creo que deberíamos dejárselo a los animales. Por mí, que los animales se queden con todo, joder.

Pareció que con aquello daba por zanjado el asunto, pero entonces, al ver que Isserley se había puesto a llorar, levantó su sucia mano y la mantuvo dubitativa un instante en el aire cerca de su hombro. Pero luego lo pensó mejor, cruzó las manos sobre su regazo, giró la cabeza para el otro lado y se puso a mirar por la ventanilla.

—Creo que ya he paseado bastante por hoy —dijo muy bajito—. ¿Qué le parece si me apeo aquí mismo?

Isserley lo miró directamente a los ojos y vio que los tenía llenos de lágrimas. Había una Isserley diminuta reflejada en ellos.

—Me parece bien —contestó, y accionó la palanca de la icpathua. La cabeza del vodsel cayó hacia un lado y se quedó apoyada contra la ventanilla. La brisa le agitó el pelo canoso y ralo que le crecía en el cuello.

Isserley subió su ventanilla y apretó la tecla para oscurecer los cristales. En cuanto el interior del coche estuvo protegido de toda mirada, enderezó el cuerpo del vodsel y lo colocó mirando hacia adelante. Tenía los ojos cerrados y una expresión apacible en el rostro, que no reflejaba temor ni sorpresa como el de los otros. Era como si estuviese durmiendo, echando una siesta después de un viaje muy largo. Sería un sueño que duraría mil años luz.

Isserley abrió la guantera y eligió una peluca y unas gafas. Cogió el anorak del asiento de atrás. Vistió a su acompañante con sumo cuidado y le cubrió el cabello, opaco y sin color, con una mata de pelo negro y brillante como la que, probablemente, había tenido en otros tiempos. Al rozarlo, notó la aspereza de sus cejas en la palma de las manos llenas de cicatrices.

—Lo siento —susurró Isserley—. Lo siento.

Cuando vio que estaba preparado para partir, aclaró los cristales y puso el coche en marcha. Tardaría menos de veinte minutos en llegar a casa, siempre que no hubiese problemas de tráfico.

Una vez en la Granja Ablach, fue Ensel, como de costumbre, el primero en salir a recibirla desde el edificio principal. Parecía que todo volvía a la normalidad.

Isserley abrió la puerta de su acompañante y Ensel echó una ojeada a lo que había allí sentado.

—Es estupendo —le dijo con tono elogioso—. De los mejores que has traído.

Y en ese momento Isserley ya no pudo más.

—¡No digas eso! —gritó a voz en cuello—. ¿Por qué diablos tienes que decir siempre eso?

Estremecido por aquella explosión de violencia, Ensel agarró con fuerza el cuerpo del vodsel interpuesto entre ambos. Isserley también lo agarró, intentando que no cayera sobre ella mientras lo arrastraban fuera del coche.

—No es el mejor —dijo, furiosa, mientras lo agarraba y lo empujaba—. Tampoco es el peor. Sólo es…, sólo es… —El vodsel se le resbaló de las manos y cayó pesadamente sobre el suelo de piedra. Isserley, furiosa, chilló—. ¡Que te den por el culo!

Arrancó y se dirigió hacia su casa envuelta en una nube de polvo, dejando atrás a aquellas bestias desagradables que resoplaban y se movían torpemente.

Dos horas más tarde, cuando ya estaba un poco más calmada, encontró en su bolsillo la nota de Esswis y volvió a leerla forzándose a descifrar lo que ponía en las últimas líneas. Al parecer, la Corporación Vess le hacía una petición especial. Le preguntaban si consideraba viable la posibilidad de enviarles una hembra, una vodsel, preferiblemente una que tuviese los huevos intactos. No era necesario que la procesasen. Bastaba con que la envolviesen con cuidado y la enviasen. La Corporación Vess ya se encargaría del resto.