Capítulo 10

Cuando Isserley divisaba a un autoestopista, en principio siempre pasaba de largo para tener tiempo de observarlo. Era lo que siempre había hecho, y era lo que iba a hacer en aquel momento. Había divisado uno junto a la carretera. Pasó de largo.

Buscaba buenos músculos. Los ejemplares pequeños o enclenques no le interesaban. Y aquél era pequeño y enclenque. No le interesaba. Siguió conduciendo.

Empezaba a amanecer. Pero para ella, a excepción de la cinta de asfalto gris sobre la que iba conduciendo, el resto del mundo no existía. La naturaleza suponía una distracción y no quería distraerse.

La A9 parecía vacía, pero no había que confiarse. En cualquier momento podía suceder cualquier cosa. Por eso nunca apartaba la vista de la carretera.

Tres horas más tarde vio a otro autoestopista. Era una hembra. A Isserley no le interesaban las hembras.

Oyó que el coche hacía un ruidito por encima de la rueda del lado del acompañante. Era un ruido que ya había oído antes. Creyó que se había ido, pero, en realidad, lo que había hecho era esconderse en algún lugar dentro del coche. Isserley no estaba dispuesta a tolerarlo. En cuanto acabara de trabajar, regresaría a la granja, localizaría dónde se producía aquel ruido y lo arreglaría.

Dos horas y media más tarde, divisó a otro autoestopista. Cuando Isserley divisaba a un autoestopista, en principio, siempre pasaba de largo para tener tiempo de observarlo. Así que pasó de largo.

Sostenía un gran cartel en el que decía: PERTH, POR FAVOR. No era calvo. No vestía mono de trabajo. Tenía el cuerpo bastante fuerte y ancho, un tronco en forma de uve con un par de piernas largas. ¿Serían demasiado delgadas? Los gastados vaqueros que las cubrían se agitaban al viento. Aquél debía de ser un día muy ventoso.

Pasó por el otro lado y volvió a observarlo. Tenía buenos brazos, hombros estupendos y pecho muy ancho, a pesar de lo delgado de su cintura.

Después de cambiar de sentido, se dirigió hacia él por tercera vez. Tenía el cabello pelirrojo y rizado, muy revuelto, y llevaba un jersey gordo tejido con lanas de muchos colores. Todos los vodsels con jerséis gordos de lana que Isserley había conocido carecían de empleo y vivían como parias. Seguro que alguna autoridad los obligaba a llevar aquel atuendo para que se supiese a qué clase pertenecían.

El vodsel, que le estaba haciendo señas en aquel preciso instante, debía de ser un marginado. Y seguro que aquellas piernas engordarían sin ningún problema.

Isserley se metió en el arcén y paró. El autoestopista corrió hacia el coche, sonriendo.

Isserley le abrió la puerta, e iba a gritarle «¿Quieres que te acerque a algún sitio?», cuando se dio cuenta de que era absurdo preguntar aquello. Era obvio que quería que lo acercase a algún sitio. Llevaba un cartel en el que decía PERTH, POR FAVOR. Nada podía ser más evidente. Para qué iba a malgastar energía hablando.

Observó en silencio cómo se subía al coche y se abrochaba el cinturón de seguridad.

—Yo…, bueno, es usted muy amable —le dijo el autoestopista sonriendo con cierta timidez y metiéndose los dedos entre el pelo para echárselo hacia atrás. Nada más peinarse con las manos, el abundante pelo volvió a caerle otra vez sobre los ojos—. Me estaba quedando helado.

Isserley asintió con la cabeza e intentó devolverle la sonrisa pero no estaba segura de haberlo logrado. Le daba la sensación de que los músculos de su cara y su boca estaban mucho peor conectados que en otras ocasiones.

—Voy a poner el cartel aquí abajo, a mis pies, ¿vale? Así no le molestará para meter las marchas, ¿no? —balbuceó el autoestopista.

Isserley volvió a asentir con la cabeza y pisó el acelerador, aunque todavía estaba en punto muerto. Le estaba empezando a preocupar aquello de no poder emitir palabra. Era como si hubiese perdido la capacidad de hablar. Tenía un problema en la garganta. El corazón le latía con fuerza a pesar de que todavía no había sucedido nada grave y de que aún faltaba mucho para tomar cualquier decisión.

Decidida a actuar con normalidad, abrió la boca para hablar, pero enseguida se dio cuenta de que sería un error. Sintió que el sonido que se le estaba formando en la garganta no tendría ningún sentido para el vodsel, así que volvió a cerrarla.

El autoestopista se acariciaba la barbilla, nervioso. Llevaba una barba pelirroja, tan fina y rala que desde lejos no se notaba. Volvió a sonreír y se puso colorado.

Isserley respiró hondo, puso el intermitente y arrancó, con la mirada clavada en la carretera.

Ya hablaría cuando estuviese preparada.

El autoestopista se inclinó hacia adelante y se puso a juguetear con el cartel, intentando llamar la atención de Isserley. Pero ella continuó imperturbable. Desconcertado, volvió a recostarse contra el respaldo del asiento y comenzó a frotarse las manos, primero una y después otra, para calentárselas. A continuación las cruzó y las fue deslizando dentro de las anchas mangas de su jersey.

Se estaba preguntando qué diablos podía decir para que se sintiese cómoda. Pero también se preguntaba por qué había parado para recogerlo si no quería hablar. Alguna razón tendría que haber. El asunto era descubrir cuál podía ser. A juzgar por la expresión que había visto en su cara, antes de que volviera la cabeza y se pusiera a conducir, parecía que estaba hecha polvo. Tal vez lo único que pasaba era que se estaba durmiendo al volante y había decidido que llevar a un autoestopista la mantendría despierta, lo cual quería decir que estaría esperando que él le diera conversación.

La sola idea lo puso nervioso, pues las conversaciones banales no se le daban muy bien. Se le daban mejor las largas disquisiciones filosóficas, mano a mano, como la que había mantenido la noche anterior con Cathy cuando los dos estaban un tanto colocados. Qué pena no poder ofrecerle un porro a aquella mujer para relajar un poco el ambiente.

Pensó en hacer algún comentario sobre el tiempo. Pero no algo vulgar, sino hablarle de lo que él sentía en días como aquél, cuando el cielo era como… como un océano de nieve. Lo alucinante que era que toda aquella nieve estuviese suspendida allá arriba, toda aquella masa de agua solidificada, en cantidad suficiente para enterrar a todo el país bajo toneladas de hielo blanco en polvo, y que todo aquello flotara muy, muy alto, con la facilidad de una nube. Era como un milagro.

Volvió a mirar a la mujer. Conducía como un robot y con la espalda tan recta como una barra de metal. Le produjo la impresión de que para ella las maravillas de la naturaleza no significaban nada. Decidió que aquél no sería un buen tema de conversación.

Podría decirle: «Hola, me llamo William», aunque tal vez fuese ya un poco tarde para decir eso. Pero de alguna forma tenía que romper el silencio. Quizás ella también fuese hasta Perth. Y si le iba a llevar ciento cincuenta kilómetros sin pronunciar ni una sola palabra, para cuando llegasen, él ya estaría totalmente majareta.

Tal vez sonase un poco tonto decir: «Hola, me llamo William», como esos americanos que te dicen: «Hola, me llamo Arnold y soy el camarero que les va a atender esta noche». Tal vez fuese mejor decir algo más sencillo, del estilo: «Por cierto, me llamo William», como si fuese un inciso en medio de una animada conversación que ya estuviesen manteniendo, cosa que, desgraciadamente, no era así.

Pero ¿qué le ocurría a aquella mujer?

Estuvo dándole vueltas en la cabeza durante un minuto, haciendo un esfuerzo por olvidar lo incómodo que se sentía y concentrarse en ella. Intentó verla como la vería Cathy si estuviese sentada donde estaba él. Cathy era un genio para analizar a las personas.

Después de hacer un verdadero esfuerzo por utilizar su lado intuitivo y femenino para analizarla, llegó a la conclusión de que le pasaba algo muy, pero que muy malo. Tenía algún problema muy grave o estaba desesperada. Incluso podía estar en estado de shock.

Bueno, a lo mejor, lo único que pasaba era que él se estaba poniendo demasiado dramático. Dave, el escritor amigo de Cathy, siempre parecía estar en estado de shock. Lo conocían desde hacía años y siempre había tenido ese aspecto. Probablemente, lo tendría de nacimiento. Pero aquella mujer… desprendía unas vibraciones rarísimas, incluso más raras que las de Dave. Y, sin lugar a dudas, no se encontraba físicamente bien.

Llevaba el pelo todo enmarañado y con unos churretones que parecían de aceite del coche. Y, además, algunos mechones le sobresalían de una forma extrañísima. Seguro que hacía mucho tiempo que no se miraba al espejo. Y olía, bueno, en realidad, apestaba a sudor rancio mezclado con un tufillo como el del agua marina estancada.

Llevaba la ropa mugrienta y llena de barro seco. Podía ser que se hubiera caído o que hubiera tenido un accidente. ¿Debería preguntarle si se encontraba bien? Podría ofenderse si hacía algún comentario sobre el estado de su ropa. Podría creer que estaba acosándola sexualmente. Era muy difícil para un hombre mantener una actitud puramente amistosa hacia una mujer desconocida. Se puede ser agradable y cortés, pero eso es otra cosa. Así es como uno trata al personal de la Oficina de Desempleo. Pero a una mujer desconocida no se le puede decir, por ejemplo, que te gustan los pendientes que lleva o que tiene un pelo muy bonito, ni mucho menos preguntarle cómo es que tiene la ropa tan llena de barro.

Y todo eso ocurría por estar demasiado civilizados. Dos animales o dos seres primitivos jamás se plantearían una cosa así. Si uno estaba lleno de barro, el otro comenzaría a lamerlo, simplemente, o a limpiarlo o a hacer lo que fuese necesario. Y no tenía por qué haber ninguna implicación sexual en ello.

Tal vez estaba siendo un hipócrita y sí que veía a aquella mujer como una…, bueno…, como una mujer, ¿no? Porque ella era una mujer y él un hombre. Ésa era una realidad desde que el mundo es mundo. Y había que admitir que ella llevaba poquísima ropa para el tiempo que hacía. No había visto un escote tan generoso en público desde, bueno, desde mucho antes de que empezara a nevar.

Y tenía unos pechos tan increíblemente firmes y bien puestos para su tamaño, que resultaban sospechosos. Tal vez fuesen pura silicona, lo cual sería una pena, y, además, era peligroso para la salud, había riesgo de que se produjesen filtraciones y cáncer. Y era totalmente innecesario. Todas las mujeres eran hermosas. Los pechos pequeños también eran bonitos, encajaban perfectamente en la mano y daban la sensación de algo cálido y abarcable. Siempre se lo decía a Cathy cuando llegaba el último catálogo de lencería junto con el resto de la propaganda y a ella le entraba la depre con sólo hojearlo.

Tal vez lo que llevaba aquella mujer fuese simplemente uno de esos sostenes de diseño endiablado que hacían que los pechos parecieran más grandes y más firmes. Los hombres eran muy ingenuos para esas cosas. Escudriñó el cuerpo de Isserley, desde la axila hasta la cintura, en busca de alguna señal que delatara la presencia de aros metálicos o marcas de ropa interior elástica. No vio nada de eso, pero sí notó que tenía un agujero en la blusa, como si se hubiera enganchado con un alambre de espino o algo afilado. Parecía que alrededor había un pegote de algo reseco. ¿Sería sangre? Se moría de ganas de preguntárselo. Ojalá fuese médico, así podría preguntárselo sin ningún problema. ¿Y si se hacía pasar por médico? Sabía algo de medicina por los embarazos y el accidente de moto que había tenido Cathy, por el infarto de su padre y por la adicción de Suzie a las drogas.

Podría decirle: «Perdóneme, pero es que soy médico y no he podido evitar ver que…». Pero a él no le gustaba mentir. Shakespeare ya había dicho: «Ah, qué enmarañada red tejemos cuando maquinamos un engaño». Y Shakespeare no era ningún tonto.

Cuanto más miraba a aquella chica, más rara le parecía. Llevaba unos pantalones de terciopelo verde totalmente retro, que habrían resultado muy elegantes en la década de los setenta, si no hubieran tenido la parte de las rodillas llena de barro. Aunque las piernas, desde luego, no eran las de una vedette de revista. Eran tan cortas, que apenas si llegaban a los pedales, y se notaba que le temblaban ligeramente por debajo de la fina tela. Parecían las piernas de alguien que sufriera algún tipo de parálisis cerebral. Volvió la cabeza para mirar hacia el asiento de atrás por el espacio que había entre su asiento y el de ella, casi convencido de que allí vería una silla de ruedas plegable. Pero sólo había un viejo anorak, una prenda con la que podía imaginársela perfectamente. Además, llevaba unas botas que parecían Doc Martens, o incluso más toscas, como los zapatones de Boris Karloff.

Pero lo más raro de todo era su piel. Todas las zonas que podía ver, a excepción de los pechos, pálidos y lisos, tenían la misma textura extraña: un aspecto como el de la piel de un gato al que le estuviera empezando a salir el pelo tras haber sido esterilizado. Tenía cicatrices por todas partes, en los bordes de la mano, a lo largo de las clavículas y, sobre todo, en la cara. En aquel momento no podía vérsela porque se la tapaba aquella mata de pelo enmarañado, pero un poco antes había podido observarla bastante bien, y había notado que tenía cicatrices a lo largo de la mandíbula, en el cuello, en la nariz y debajo de los ojos. Y, además, había que añadir aquellas gafas. Debían de tener la mayor graduación existente para que los ojos se le vieran así de grandes.

No le gustaba nada juzgar a la gente por su apariencia. Lo que importaba era el interior de las personas. Pero cuando el aspecto de una mujer era tan extraño como el de aquélla, era muy probable que eso hubiera influido en todos los demás aspectos de su vida. Seguro que fuese cual fuese la historia de aquella mujer, sería sorprendente, tal vez trágica, tal vez ejemplar.

Se moría de ganas de preguntarle cosas.

Le frustraría mucho no enterarse de qué le ocurría. Se pasaría el resto de la vida con la duda. Eso ya lo sabía. Era algo que ya le había pasado en otras ocasiones. Una vez, hacía ocho años, cuando aún tenía coche, había recogido a un hombre en la carretera que se echó a llorar nada más sentarse a su lado. No le preguntó qué era lo que le sucedía porque le daba muchísima vergüenza. Entonces era un chico duro de veinte años. Antes de llegar a su destino el hombre dejó de llorar y, cuando se bajó del coche, le dio las gracias por haberle llevado. Desde entonces no había pasado ni una semana en la que no se acordara de aquel hombre y se preguntase qué sería lo que le pasaba en aquel momento.

A esta mujer podía preguntarle, por lo menos: «¿Te encuentras bien?», o algo así, y si ella quería que la dejaran tranquila, ya lo pondría inmediatamente en su sitio. O quizás le contestase algo que aclarase un poco la situación.

William se mordió los labios, intentando dar con las palabras apropiadas. El corazón le latía con fuerza y la respiración se le había acelerado. El que ella no le dirigiese una sola mirada le ponía las cosas más difíciles. Pensó en aclararse la garganta como había visto que hacían algunos actores en las películas, e inmediatamente se ruborizó por haber pensado semejante horterada. Sentía una vibración en el esternón, o quizás fuesen los pulmones que le retumbaban como un tambor.

Qué situación tan ridícula. Estaba respirando de una manera que casi era audible, como jadeando. Ella iba a pensar que estaba a punto de saltarle encima, o algo así.

Respiró hondo y abandonó la idea de preguntarle nada, al menos, no de golpe y porque sí. Tal vez más adelante surgiera algo de forma natural.

Si, por lo menos, pudiera sacar el tema de Cathy en la conversación se sentiría más tranquila. Así ella sabría que tenía pareja, que era padre de dos niños y una persona a la que jamás se le pasaría por la cabeza abusar sexualmente de nadie y mucho menos cometer una violación. Pero ¿cómo iba a sacar el tema si ella no le preguntaba nada? No iba a decir, así, porque sí: «Por cierto, por si tiene alguna duda, tengo una pareja a la que quiero muchísimo». Eso sí que sonaría a horterada. No, peor que una horterada. Sonaría como si fuera un guarro, o incluso un psicópata.

Eso era lo que las mentiras habían conseguido hacer con el mundo. Todas las mentiras que la gente había dicho desde el principio de los tiempos y todas las mentiras que seguía diciendo. Y el precio que había que pagar era la muerte de la confianza. Eso era lo que había llevado a que dos seres humanos, por inocentes que fuesen, no pudieran acercarse el uno al otro con la ingenuidad de los animales. ¡Vaya civilización!

William pensó que ojalá recordase todo aquello para discutirlo con Cathy cuando llegase a casa. Le parecía que había dado con algo importante.

Aunque, quizás, si le hablaba de aquella mujer que le había llevado en su coche con demasiado detalle, Cathy podría malinterpretarlo. Porque, aunque ya casi se lo había perdonado, había que reconocer que en su momento no se había tomado nada bien la historia que le había contado sobre Melissa, su antigua novia, y la excursión que habían hecho por Cataluña.

¡Joder! ¿Por qué no le hablaba aquella chica?

Isserley continuaba mirando hacia adelante desesperada. Seguía sintiéndose incapaz de hablar, y era evidente que el autoestopista no tenía ganas de hacerlo. Como siempre, el asunto dependía de ella. Todo dependía de ella.

Un enorme cartel verde anunciaba que faltaban ciento treinta kilómetros para llegar a Perth. Tendría que haberle aclarado hasta dónde iba. Pero la verdad era que no tenía ni idea de hasta dónde iba a ir. Miró por el espejo retrovisor. La carretera estaba vacía. Con aquella luz grisácea previa a una gran nevada no había buena visibilidad. Lo único que podía hacer era continuar conduciendo con las manos casi inmóviles sobre el volante. Sentía como si tuviera un grito de angustia atascado en la garganta.

Aunque lograse empezar una conversación, el solo hecho de pensar en el esfuerzo que tendría que hacer para mantenerla volvía a hundirla en la desesperación. Era obvio que aquél era un macho típico de su especie, un tipo estúpido, reservado, pero astuto como un roedor para encontrar evasivas. Seguro que, si le hablaba, le contestaría con un gruñido, devolvería monosílabos como respuesta a sus elaboradas preguntas y se quedaría en silencio siempre que pudiese. Cada uno representaría su papel por turnos, tal vez durante horas.

Pero, de repente, Isserley se dio cuenta de que ya no tenía energías para seguir jugando.

Con la mirada fija en la sombría carretera que se extendía ante ella, pensó que era humillante el enorme esfuerzo que tenía que poner en todo aquello, la tediosa labor de aguijonearlo y sonsacarlo como si aquel tipo fuese una perla de valor inestimable que había que extraer poquito a poco de su hermética concha. Tenía que tener una paciencia sobrehumana. Y todo eso, ¿para qué? Para conseguir un vodsel igual a cualquier otro de los miles de millones de vodsels que infestaban el planeta y que, al final, sólo suponían unos cuantos paquetes de carne.

¿Por qué tenía que malgastar tanto esfuerzo en aquel juego día tras día? ¿Era así como iba a pasar el resto de su vida? ¿Representando aquellas farsas, dejándose la piel para acabar con las manos vacías (la mayor parte de las veces) y tener que empezar de nuevo?

No podía soportarlo.

Levantó los ojos hacia el espejo retrovisor y luego miró con recelo al autoestopista. Las miradas de ambos se encontraron. Él se sonrojó y sonrió con cara de imbécil, entre jadeo y jadeo. Isserley sintió, igual que si recibiera una bofetada, que el vodsel era un ser completamente ajeno a ella, y, con la violencia de una náusea que le hacía rodar la cabeza, tal como le ocurría cuando experimentaba una súbita pérdida de sangre, la invadió una sensación de odio hacia él.

—Hasusse —dijo entre dientes, y apretó la tecla de la icpathua.

El autoestopista empezó a caerse hacia ella, así que lo empujó con la mano. Su cuerpo se inclinó hacia el otro lado, ladeándose como un fardo de heno, hasta dar con la cabeza contra la ventanilla. Isserley puso el intermitente y salió de la carretera.

Ya a salvo en un área de descanso, frenó y, sin apagar el motor, apretó la tecla para oscurecer los cristales. Era la primera vez que era consciente de hacerlo. Normalmente, cuando tenía que apretar aquella tecla, solía estar como flotando en el espacio. Aquel día, sin embargo, estaba firmemente anclada a su asiento y con las manos en los controles. Los cristales adquirieron un tono ambarino. El mundo se oscureció y desapareció de su vista. Se encendió la pequeña lucecita del interior del coche. Isserley apoyó la nuca en el reposacabezas y se quitó las gafas mientras escuchaba el lejano murmullo del tráfico por encima del ronroneo del motor de su coche.

Se dio cuenta de que respiraba normalmente. El corazón, que debía admitir que se le había acelerado un poco cuando el vodsel subió al coche, le latía en aquellos momentos con bastante calma.

Fuese cual fuese el problema que había tenido en el pasado con sus reacciones físicas, parecía que, finalmente, había conseguido resolverlo.

Se inclinó para abrir la guantera. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas y cayeron sobre los vaqueros del autoestopista. Frunció el ceño, incapaz de encontrar una explicación.

Isserley se dirigió directamente a la Granja Ablach dándole vueltas en la cabeza a aquel hecho durante todo el camino, intentando comprender qué le pasaba.

Por supuesto que los acontecimientos del día anterior…, ¿o ya habían pasado dos días…? No estaba muy segura de cuánto tiempo había estado en el embarcadero después de aquello…, pero bueno, daba igual…, claro que aquellos acontecimientos la habían afectado…, eso era innegable. Pero ahora ya todo había quedado atrás. Era agua pasada, como los vodsels solían…, como había oído decir en algún sitio.

En aquellos momentos pasaba por delante de la planta siderúrgica abandonada. Ya estaba llegando a casa, y llevaba un vodsel grande y de buen aspecto, como cualquier día normal. La vida continuaba y tenía mucho trabajo que hacer. El pasado se iba alejando como un paisaje que se va reduciendo poco a poco hasta convertirse en un punto en el espejo retrovisor mientras, delante de ella, a través del parabrisas, brillaba un futuro que reclamaba toda su atención. Al llegar al cartel de la Granja Ablach puso el intermitente.

Cuando llegó a la altura de la colina de los Conejos, ya estaba más dispuesta a admitir que, tal vez, no se encontrase bien del todo. Y, como pretendía tardar el menor tiempo posible en restablecerse, decidió hacer algo que estaba convencida de que la ayudaría a sentirse mejor. Había algo que la reconcomía. Se trataba de una curiosidad tonta y un tanto absurda que, no obstante, se le clavaba como una espina.

Para que su restablecimiento fuese completo, para volver a su vida normal, tenía que liberarse de ella. Estaba segura de cómo podía hacerlo.

Aparcó el coche frente al edificio principal y tocó la bocina, impaciente por ver salir a los hombres.

La puerta se abrió y el primero en aparecer, como siempre, fue Ensel, seguido de los otros dos tipos cuyos nombres nunca se había preocupado de memorizar. Como siempre, Ensel corrió a asomarse por la ventanilla del coche para ver qué les había traído. Y, como siempre, Isserley se preparó para escuchar sus perogrulladas sobre la gran calidad de aquel ejemplar.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Ensel haciendo una mueca a través del cristal. Tenía los ojos clavados en ella y no prestaba ninguna atención al vodsel que estaba desplomado con una peluca rubia mal colocada y un anorak puesto de cualquier forma—. Estás toda… o sea…, que tienes barro en la ropa.

—Ya saldrá cuando la lave —contestó Isserley secamente.

—Por supuesto, por supuesto —dijo Ensel, intimidado por el tono de Isserley. Abrió la puerta y el vodsel cayó hacia fuera como un saco de patatas. Ensel retrocedió asustado dando un salto y luego resopló tímidamente e intentó salir airoso de aquel contratiempo—. Pues… está muy bien, ¿verdad? Es uno de los mejores que has traído —dijo con cierto recelo.

Isserley ni siquiera se dignó a responderle; se limitó a abrir la puerta de golpe y a salir del coche. Ensel, que junto con los demás hombres ya estaba arrastrando al vodsel, se quedó asombrado al verla acercarse.

—¿Pasa algo? —dijo gruñendo mientras luchaba por levantar aquel peso muerto y colocarlo sobre la carretilla. El jersey del vodsel estaba tejido con un punto tan flojo, que no servía para agarrarlo.

—No. Voy a entrar con vosotros, eso es todo —contestó Isserley.

Los adelantó con paso enérgico y esperó apoyada contra la entrada del edificio en tanto que los hombres se acercaban tambaleándose y empujando la carretilla con el vodsel.

—Es que… ¿hay algún problema? —volvió a preguntar Ensel.

—No —dijo Isserley mientras observaba con calma cómo, por fin, cruzaban torpemente el umbral—. Sólo quiero ver qué le van a hacer ahora.

—¿Ah, sí? —dijo Ensel, perplejo. Los otros dos hombres giraron las cabezas para mirarse entre sí. Sin decir una sola palabra, atravesaron pesadamente el hangar con Isserley a su lado.

Cuando llegaron al ascensor hubo otro momento de tensión. Estaba claro que allí sólo había sitio para los hombres y la carga que transportaban. Isserley no cabía.

—Bueno… ¿Sabes una cosa? En realidad, no hay mucho que ver —le dijo Ensel con una sonrisa bobalicona mientras se apretujaba con sus compañeros dentro del enorme bidón.

Isserley se quitó las gafas de un manotazo, se las colgó del deshilachado escote y clavó una fría mirada en Ensel mientras las puertas del ascensor se cerraban.

—No empecéis sin mí —les advirtió.

Sola, en aquel ascensor pobremente iluminado, Isserley se dejó transportar hacia las profundidades de la tierra. Pasó el sótano en el que estaban el comedor y la sala de recreo, e incluso la planta de los dormitorios de los hombres, y siguió bajando.

Mientras iba descendiendo por aquel tubo bien engrasado, que se deslizaba como una seda, tenía la mirada clavada en la línea de la puerta, anticipando el momento en que se abriría nada más llegar a la planta de ingreso, que se encontraba en el tercer sótano. No quedaban más plantas, a excepción de la que albergaba las jaulas de los vodsels.

Había supuesto que se sentiría mal o que incluso le entraría un ataque de pánico al bajar a tales profundidades. Pero cuando el ascensor se detuvo, y la puerta se deslizó hacia un lado dejándola a tantísimos metros bajo tierra, Isserley no notó ninguna náusea. Estaba segura de que se iba a encontrar bien. Iba a obtener lo que necesitaba.

La sala de procesado era la mayor de todas las que formaban aquel laberinto de habitaciones que era la planta de ingreso. Tenía los techos altos, unas dimensiones amplias y una iluminación intensa que llegaba a todos los rincones. Era como un salón de exposición de automóviles que se hubiese vaciado y reacondicionado con fines más orgánicos. Estaba muy bien ventilado gracias a los múltiples aparatos de aire acondicionado que había en las paredes, pintadas de un blanco inmaculado, y hasta había un leve aroma a brisa marina en el aire.

Alineadas contra tres de las paredes de la sala había largas mesas metálicas que, en aquel momento, estaban vacías. Ensel, los otros dos hombres y Unser, el procesador jefe, estaban reunidos en el centro de la sala, alrededor de un artilugio mecánico que Isserley dedujo que debía de ser la mesa de operaciones.

Construida con piezas de maquinaria agrícola, aquella mesa de operaciones era una obra de arte de diseño especializado. La base consistía en un mecanismo arrancado de una excavadora y soldado a un abrevadero de acero inoxidable. Sobre ella, a la altura del pecho de un ser humano, se había montado un fragmento de dos metros de largo de un canalón de los que se utilizan para verter el grano, al que se le habían modificado ingeniosamente los afilados bordes, golpeándolos para redondearlos y que no constituyesen un peligro. En aquel momento el canalón, reluciente y elegante como una gigantesca salsera, se estaba moviendo sobre un punto de apoyo invisible para llegar a una posición perfectamente horizontal gracias a algún invisible mecanismo.

El responsable del equilibrado de la camilla era Ensel, que desempeñaba el papel de ayudante del procesador jefe con aire de autosuficiencia. Sus dos compañeros estaban ocupados en la tarea menos meticulosa de desvestir al vodsel, que estaba tumbado allí cerca.

Unser, el procesador jefe (aunque él insistía en que lo llamasen carnicero), se estaba lavando. Era un hombre musculoso, aunque enjuto, que apenas habría superado a Isserley en altura de haber sido bípedo. Sin embargo, tenía unas muñecas grandes y huesudas, así como unas manos fuertes, que en aquellos momentos mantenía en alto, mientras se sentaba sobre sus cuartos traseros cerca de una cuba de metal.

Levantó la cabeza, que era extraordinariamente pequeña y estaba cubierta de un pelo grueso y erizado, y olfateó el aire como si percibiese una presencia desconocida, que no era la del vodsel, sino la de Isserley.

—Ajam-ajam —dijo. Aquello no correspondía al idioma de los humanos ni al de los vodsels. Estaba, simplemente, aclarándose la garganta.

Isserley había salido del ascensor y se había quedado esperando a ver si la recibían bien o la rechazaban. Pero los hombres no hicieron ni una cosa ni la otra; simplemente, continuaron con su tarea como si ella fuese invisible. Ensel empujó un carrito de metal lleno de instrumentos brillantes y lo colocó cerca de Unser. Los otros dos tipos siguieron desvistiendo al vodsel, jadeando y resoplando por el esfuerzo, aunque aquellos sonidos apenas se oían, amortiguados en cierto modo por la música ambiental.

Era música de verdad, música hecha por seres humanos que, gracias a unos altavoces empotrados en la pared, podía oírse por toda la sala. Las voces suaves y el rasgueo de los instrumentos transmitían una relajante sensación de estar de vuelta en casa y lo envolvían todo con melodías que recordaban la infancia. Los hombres silbaban o canturreaban por lo bajo.

Los dos tipos ya habían logrado despojar al recién llegado de su grueso jersey y forcejeaban con el resto de su indumentaria. Tenía la pálida piel recubierta de capas y capas de ropa, como si fuese un repollo o una cebolla. De hecho, había mucho menos vodsel dentro de aquel envoltorio de lo que Isserley había pensado.

—Cuidado, cuidado —dijo Unser dirigiéndose a los hombres, que manipulaban con torpeza los tobillos del vodsel para quitarle los calcetines de lana, que llevaba muy ajustados. En los vodsels aquélla era una zona que podía infectarse fácilmente con cualquier rasguño ya que, una vez colocados en sus jaulas, estaban en continuo contacto con sus excrementos.

Casi sin aliento por el esfuerzo, los hombres acabaron su tarea y lanzaron la última de las prendas encima de la pila de ropa. Durante todos aquellos años, Isserley siempre había recogido en la entrada del edificio principal la ropa y los efectos personales de los vodsels metidos en una bolsa. Era la primera vez que veía cómo la llenaban.

—Ajam-ajam —volvió a carraspear Unser. Se acercó balanceándose sobre sus patas traseras hasta la mesa de operaciones; usaba la cola para mantener el equilibrio y llevaba los brazos todavía en alto. En contraste con el resto de su pelaje, que era gris, tenía el pelo de los brazos negro y reluciente, casi como el de Amlis, pero ello se debía únicamente a que lo tenía mojado porque acababa de lavarse las manos y los brazos.

Clavó su mirada en Isserley como si acabara de notar su presencia.

—¿Puedo ayudarte en algo? —le preguntó mientras se pasaba las manos por los antebrazos para escurrir el agua y se dejaba los pelos aún más aplastados. Las gotas de agua cayeron tamborileando al suelo, junto a sus pies.

—Yo… sólo he bajado a mirar —dijo Isserley.

El procesador jefe la fulminó con la mirada. Isserley cruzó los brazos sobre el pecho y se fue encorvando poco a poco, intentando parecer lo más humana posible.

—¿A mirar? —repitió Unser, desconcertado, mientras los hombres forcejeaban para levantar al vodsel del suelo.

Isserley asintió con la cabeza. En aquellos momentos cayó en la cuenta de que había evitado bajar a aquel sitio durante cuatro años y de que sólo había hablado con Unser en el comedor en contadísimas ocasiones. Esperaba que, por lo menos, en las escasas oportunidades en las que habían cruzado algunas palabras hubiese notado que lo respetaba y que, incluso, le inspiraba cierto temor. Consideraba que era un auténtico profesional, como ella.

Unser volvió a aclararse la garganta. Siempre estaba aclarándose la garganta. Los hombres decían que padecía una enfermedad.

—Muy bien…, pero quédate ahí —respondió con brusquedad—. Por cierto, parece como si hubieras estado revolcándote en estiércol.

Isserley asintió con la cabeza y dio un paso atrás.

—Vale —dijo Unser—. Subidlo a la mesa.

Alzaron el cuerpo del vodsel, que cayó como un peso muerto sobre la mesa de operaciones, y luego lo colocaron boca arriba. Le estiraron los brazos y las piernas con cuidado y le encajaron los hombros en unas hendiduras que habían sido moldeadas en el metal del canalón con ese fin. La cabeza le quedó apoyada en el borde del canalón y el rojo pelo colgaba justo por encima del gran abrevadero de acero inoxidable.

Durante todas aquellas maniobras el vodsel se había dejado manipular plácidamente, sin ejecutar el más mínimo movimiento por sí mismo, excepto el de contraer involuntariamente los testículos dentro del escroto, que cada vez estaba más encogido.

Cuando acabaron de colocar el cuerpo correctamente y acercaron la bandeja con el instrumental a la mesa de operaciones, el carnicero comenzó su tarea. Apoyándose en la cola y en una de las patas traseras, levantó la otra, la puso sobre la cara del vodsel y le metió dos dedos del pie en los orificios nasales. Tiró hacia arriba y la cabeza del animal se fue hacia atrás al tiempo que se le abría la boca. Se detuvo un momento, sólo para recuperar el equilibrio, y luego flexionó las manos, que seguía teniendo libres. A continuación, de la bandeja que estaba junto a él seleccionó un instrumento plateado que tenía una forma parecida a la letra q, pero más alargada, y otro que tenía la forma de una hoz diminuta. Inmediatamente después introdujo ambos instrumentos en la boca del vodsel.

Isserley hacía grandes esfuerzos para ver lo que estaba pasando, pero Unser tenía unas muñecas enormes y movía los dedos continuamente sobre la boca del vodsel, lo cual le impidió ver cómo le arrancaba la lengua. La sangre empezó a caerle a borbotones por las mejillas mientras Unser se giraba y dejaba caer los instrumentos en la bandeja, donde produjeron un sonido metálico. Sin dudar ni un instante, cogió un artilugio eléctrico parecido a un enorme destornillador de estrella y, entrecerrando los ojos, concentrado, lo introdujo en la boca del animal. Por entre los ágiles dedos de Unser salieron unos destellos luminosos mientras localizaba los vasos sanguíneos y cauterizaba la hemorragia con un chisporroteo.

Para cuando el olor a carne quemada inundó toda la sala, Unser ya estaba ocupándose de aspirar la sangre de la boca del vodsel con una bomba de succión. El vodsel tosió, lo cual fue la primera evidencia de que, lejos de estar muerto, lo único que le sucedía era que seguía en estado de icpathuasis.

—Muy bien, chico —murmuró Unser presionándole suavemente la nuez para hacer que tragara—. Ajam-ajam.

Una vez satisfecho con el estado en el que había quedado la boca del animal, dirigió su atención a los genitales. Cogió de la bandeja otro instrumento, abrió de un tajo el escroto y, con unas incisiones rápidas, delicadas y precisas, le extirpó los testículos con el escalpelo. Fue una tarea mucho más sencilla que la de la lengua. No le llevó ni treinta segundos. Antes de que Isserley se diera cuenta de lo que había sucedido, Unser ya había cauterizado la herida y estaba cosiendo el escroto con mano experta.

—Ya está —dijo tirando la aguja y el hilo a la bandeja—. Se acabó. Ajam-ajam.

Volvió la cabeza y miró a su visitante.

Isserley sostuvo su mirada desde el otro lado de la sala. Tenía problemas para controlar el ritmo de la respiración.

—No sabía que… iba a acabar tan… rápido —reconoció con voz entrecortada, todavía encogida y medio agachada—. Creía que iba a haber… mucha más… sangre.

—Ah, claro —le confirmó Unser, mientras le pasaba al vodsel los dedos por el pelo—. Pero es que cuanto más rápido se hace, menor es el trauma. Después de todo, hay que intentar causarles el menor sufrimiento, ¿no? Ajam-ajam. —En su rostro se dibujó una leve sonrisa de orgullo—. Un carnicero tiene que tener algo de cirujano, ¿comprendes?

—Sí, realmente… es muy impresionante… cómo lo hace —fue el único cumplido que se le ocurrió decir a Isserley, que no dejaba de temblar y se abrazaba a sí misma.

—Gracias —dijo Unser, que se puso a cuatro patas con un gruñido de alivio.

Ensel había vuelto a inclinar la mesa de operaciones y los otros dos hombres estaban tirando del vodsel para bajarlo de allí, colocarlo otra vez en la carretilla y transportarlo al ascensor.

Isserley se mordió los insensibles labios para no ponerse a gritar de frustración. ¡Cómo podía durar tan poco! ¡Y con tan poca violencia! ¡Con tan poco… dramatismo! El corazón le latía con fuerza en el pecho, los ojos le escocían y tenía los puños tan apretados que se estaba clavando las uñas. Necesitaba desesperadamente aliviar la tensión acumulada en su interior, que parecía a punto de estallar. Pero el procesado del vodsel ya había acabado y se lo estaban llevando para que se uniese a los de su especie, allá abajo, en las jaulas.

—¡Que no lo arrastréis, que se puede herir los pies en el escalón, joder! —chilló Unser, irritado, mientras los hombres metían el cuerpo en el ascensor tirando de él—. ¡Os lo he dicho miles de veces!

Dirigió una mirada de complicidad a Isserley, como dando a entender que ella, precisamente, era la única persona que podía saber con cierta exactitud la cantidad de veces que se había visto obligado a reprender a aquellos tipos.

—Bueno, quizás no hayan sido más que cientos de veces —acabó por reconocer.

El ascensor se cerró con un zumbido amortiguado. Isserley y Unser se quedaron solos en la enorme sala con la mesa de operaciones y el olor a quemado.

—Ajam-ajam —dijo Unser cuando el silencio comenzó a resultar incómodo—. ¿Hay algo más que pueda hacer por ti?

Isserley se abrazó a sí misma con más fuerza, intentando no desmoronarse.

—Me preguntaba si…, si usted iba a… Si quedaba algún… algún unimesino por… procesar.

Unser se dirigió trotando hasta la cuba de agua y hundió los brazos en ella.

—Pues no —dijo—, ya hemos procesado todos los que necesitábamos.

El ruido del agua armonizaba con la música que salía por los altavoces.

—¿Quiere decir que ya no quedan unimesinos?

—No, no, queda uno —dijo Unser mientras sacaba los brazos del agua y los sacudía con vehemencia—. Pero a ése lo vamos a dejar. Ya irá en el próximo viaje.

—¿Y por qué no puede ir en éste? —insistió Isserley—. Me encantaría ver… —Volvió a morderse los labios—. Ver cómo se prepara el producto final.

Unser sonrió con modestia mientras volvía a ponerse a cuatro patas.

—Me temo que ya hemos cargado la cantidad estipulada —afirmó, sin el menor asomo de lamentarlo en absoluto.

—¿Quiere decir que ya no queda sitio en la nave para uno más? —volvió a insistir Isserley.

Unser estaba mirando hacia abajo, estudiándose las manos, que levantaba intermitentemente del húmedo suelo.

—Oh, no. Todavía queda sitio, mucho sitio —respondió, pensativo—. Es que…, ajam-ajam…, bueno, es que ellos —al decirlo elevó la mirada hacia el cielo— esperan recibir una cantidad de carne determinada, ¿entiendes? Una cantidad que se basa en las entregas habituales. Si esta vez mandamos más, el próximo mes esperarán que volvamos a incrementar la cuota, ¿comprendes?

Isserley se apretó el pecho con las manos intentando apaciguar los latidos de su corazón, pero entre él y su mano había demasiado relleno.

—No importa —le aseguró a Unser con voz tensa por la desesperación—. Yo…, yo puedo traer más vodsels. No tengo ningún problema. Ahora mismo hay montones de vodsels por todos lados. Cada día hago mejor mi trabajo.

Unser se quedó mirándola con el ceño fruncido, desconcertado y sin saber cómo reaccionar.

Isserley sostuvo su mirada, casi muerta de desesperación. Ya no tenía en el rostro los encantos femeninos que podría haber utilizado para convencerlo, para implorar sin necesidad de palabras, unos se los habían reducido y otros se los habían mutilado. Sólo le quedaban los ojos, y éstos le brillaban intensamente mientras clavaba su mirada atravesando el espacio sin pestañear.

Minutos más tarde, siguiendo órdenes de Unser, el último unimesino era conducido a la sala de procesado.

A diferencia del vodsel que lo había precedido, éste no necesitaba que lo cargaran a cuestas. Caminaba a dos patas, mansamente, guiado por dos hombres. De hecho, casi no había ni que guiarlo: avanzaba torpemente en línea recta moviendo aquella enorme masa corporal sonrosada como un sonámbulo. Los hombres sólo le daban empujoncitos con sus flancos en algún momento, cuando parecía que iba a tropezar o a desviarse. Sería más apropiado decir que los hombres lo acompañaban. Lo acompañaban a la mesa de operaciones.

Era tal la rigidez de aquella mole hinchada, que, cuando llegó a la mesa de operaciones y lo empujaron haciéndole perder el equilibrio, cayó sobre el canalón como un árbol recién talado. Cayó boca arriba sobre el liso recipiente con un ruido sordo. En su cara se dibujó una expresión de sorpresa cuando su propio peso elefantino lo hizo resbalar por el canalón, que estaba levemente inclinado. Lo único que tuvieron que hacer sus acompañantes fue encauzar un poco el deslizamiento de su cuerpo para que los hombros encajasen en las hendiduras correspondientes.

Isserley, que estaba desesperada por verle la cara, se había ido acercando a la mesa de operaciones. Los ojos porcinos que pestañeaban en medio de aquella cabeza rapada eran demasiado pequeños para verlos desde lejos, y no quería perderse, por ningún concepto, lo que pudiera reflejarse en ellos.

La frente de aquella cabeza abovedada comenzó a fruncirse mientras sus ojos parpadeaban sin cesar. Algo iba a sucederle que tal vez superase su capacidad para soportarlo estoicamente. Había logrado acostumbrarse a pensar sólo en la mole de su cuerpo y había desarrollado una indiferencia total frente a todo lo demás. Pero en aquel momento presentía que estaba a punto de ser arrancado de las profundidades en las que se había refugiado. En su interior iba creciendo poco a poco una sensación de angustia que trataba de expresar con un rostro absolutamente entumecido cuya fisonomía carecía ya de expresión.

A pesar de que le habían administrado sedantes, parecía debatirse en una encarnizada lucha, pero no con los hombres que lo estaban sujetando, sino con su propia memoria. Parecía como si reconociese a Isserley, como si creyese haberla visto antes en algún sitio, aunque tal vez sólo se daba cuenta de que era el único ser en aquella sala que se parecía un poco a él. Si había alguien que pudiera ayudarlo, tenía que ser ella.

Isserley se acercó aún más, permitiendo que el vodsel pudiese verla mejor. También ella estaba intentando recordar cuál de los autoestopistas era. Los únicos pelos que le quedaban en la cabeza eran las pestañas, que le parecieron increíblemente largas.

Era tal el esfuerzo que estaba haciendo el vodsel para recordar de qué conocía a Isserley, que no se dio cuenta de que le estaban acercando a la frente algo que parecía el pitorro de un surtidor de gasolina y que estaba conectado a la base de la mesa mediante un cable largo y flexible. Unser aplicó la punta de aquel instrumento metálico a la frente del vodsel y apretó la palanca. La intensidad de la luz del edificio bajó imperceptiblemente. Cuando la corriente se internó en el cerebro del vodsel y le recorrió la columna vertebral, sólo le dio tiempo a parpadear una vez. En la frente se le formó una mancha oscura de la que ascendió una leve columna de humo.

Unser le tiró de la barbilla hacia atrás para que el cuello quedase bien a la vista. Con dos movimientos de muñeca rápidos y precisos le seccionó las arterias. A continuación retrocedió para evitar que lo salpicara un chorro de sangre caliente, de un rojo muy intenso, que salía a borbotones y caía en el plateado abrevadero.

—¡Sí! —chilló Isserley sin darse cuenta—. ¡Sí!

Antes de que aquel grito acabara de resonar por toda la sala, la actividad ya había cesado. Sobrevino un terrible silencio que se hizo aún más evidente al coincidir con una pausa de la música ambiental. Todo quedó inmóvil. Lo único que no cesaba de fluir era el imparable chorro de sangre que caía de la garganta del vodsel, un líquido espumoso y brillante que le iba cubriendo todo el rostro, en el que las pestañas se agitaban igual que las algas marinas cuando sube la marea. Unser, Ensel y los otros dos hombres estaban petrificados y con la mirada clavada en Isserley.

Estaba tan encogida sobre sí misma, que parecía que se iba a caer de bruces. Se retorcía las manos, desesperada al comprender que se iban a frustrar sus expectativas.

La punta del cuchillo de Unser había quedado suspendida sobre el tronco del vodsel. Isserley sabía que el siguiente paso no podía ser otro que el de abrir al animal en canal desde el cuello hasta la entrepierna y separarle la carne como cuando se baja la cremallera de un mono de trabajo. Miraba ansiosa el cuchillo, que seguía suspendido en el aire. Y, entonces, Unser, con un gesto contundente, lo arrojó a la bandeja y se negó a continuar.

—Lo siento, Isserley —dijo con tono tranquilo—, pero no creo que sea bueno que estés aquí.

—¡No, por favor! —suplicó Isserley, aterrorizada—. Siga, no se preocupe por mí.

—Aquí estamos haciendo un trabajo —le recordó con severidad el procesador jefe—. No podemos permitir que se inmiscuyan los sentimientos.

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Isserley, muerta de vergüenza—. Por favor, continúe como si yo no estuviese aquí.

Unser se inclinó sobre la mesa de operaciones, gesto que le ocultó la visión de la cabeza del vodsel, encharcada en sangre.

—Creo que sería mejor que te marchases —dijo rotundamente. Las miradas de Ensel y de los demás hombres saltaban, con creciente nerviosismo, de Unser al objeto de su irritación, y viceversa.

—Pero bueno… —dijo Isserley con voz ronca—. ¿A qué viene todo este jaleo? Es que no se puede simplemente seguir… seguir…

Se miró las manos porque notó que todas las miradas se dirigían a ellas y se quedó impresionada al ver que tenía los dedos como si fuesen unas garras que estuvieran despedazando el aire, como si estuviera intentando destrozar algo invisible con las uñas.

—Ensel… —dijo Unser con cierta cautela—, creo que Isserley no… se encuentra bien.

Los hombres comenzaron a acercarse a Isserley caminando sobre el suelo húmedo. El reflejo de sus cuerpos vibraba sobre la superficie lustrosa.

—¡No me toquéis! —los amenazó.

—Por favor, Isserley —dijo Ensel sin detener su avance—. Tienes mal aspecto… —Hizo una mueca extraña—. Es terrible verte en este estado.

—¡No me toquéis! —repitió.

De pronto, a Isserley le pareció que la luz de aquellos morbosos confines había empezado a intensificarse, que los vatios se multiplicaban por momentos. También le pareció que la música empezaba a plagarse de sonidos desafinados, y eso le produjo unos desagradables escalofríos que le recorrieron toda la espalda. De repente, recordó que se encontraba a muchos metros bajo tierra, que el aire estaba viciado, reciclado a través de toneladas y toneladas de roca sólida, y perfumado artificialmente con un horrible ambientador que olía a brisa marina. Estaba atrapada, rodeada de seres para quienes todo aquello era normal.

Varios brazos vigorosos comenzaron a rodearla desde todas las direcciones, agarrándola de las muñecas, de los hombros y de la ropa.

—¡Quitadme esas horribles zarpas de encima! —dijo apretando los dientes. Forcejeó desesperada intentando soltarse, pero ellos eran más fuertes—. ¡No! ¡Nooo! ¡Nooooo! —chillaba mientras los hombres la reducían tirándola al suelo.

Nada más caer, todo comenzó a contraerse a su alrededor de un modo angustioso. Las paredes se desprendieron de los cimientos y empezaron a deslizarse hacia el centro de la sala, como atraídas por la pelea. El techo, una gigantesca plancha de cemento, recubierta con pintura blanca fluorescente, también se desprendió y comenzó a descender.

Sin parar de chillar, Isserley intentó hacerse un ovillo, pero varias manos la agarraron y la levantaron del suelo con los brazos y las piernas extendidos. Y entonces las paredes y el techo la engulleron y quedó sepultada en una oscuridad total.