Capítulo 6

Una hora más tarde y a casi sesenta kilómetros de distancia, en una A9 azotada por el viento, Isserley miraba, con cara de sueño y forzando la vista, un enorme panel de tráfico que decía, en letras luminosas: EL CANSANCIO PUEDE MATAR: DESCANSA. Era una señal «experimental» en la que se invitaba a los conductores a comunicar a un número de teléfono que figuraba en la parte inferior de la pantalla qué opinión les merecía aquella iniciativa.

Isserley había pasado cientos de veces bajo aquel panel camino de Inverness, y cada vez que lo hacía se preguntaba si algún día lo utilizarían para dar alguna información importante sobre el tráfico, como si había ocurrido algún accidente, si había retenciones en los próximos kilómetros o si las condiciones meteorológicas en el puente de Kessock eran adversas. Pero nunca había mensajes de ese tipo, sólo asépticos consejos sobre la velocidad, el comportamiento cívico o el cansancio.

Aquel día sonrió compungida al leer el consejo del panel. Era cierto: estaba cansada y debería tomarse un descanso. El que se lo recordase una máquina carente de alma no dejaba de tener gracia, pero era más fácil de obedecer. No solía seguir los consejos de otros humanos.

Se metió en una área de descanso y apagó el motor. El sol, un tanto belicoso, le daba directamente en los ojos, y pensó en oscurecer las ventanillas, aunque luego decidió no hacerlo por si se quedaba dormida y acababan despertándola los golpes de algún policía en aquellos cristales opacos y ambarinos. Era algo que nunca le había pasado, pero, si le ocurría, estaría acabada. Había bastantes cosas que la policía podía pedirle y que no tenía, entre las que se contaba un par de ojos del tamaño de los de un vodsel detrás de las grandes y gruesas gafas que llevaba.

En aquel momento los ojos le dolían, irritados por la falta de sueño y el esfuerzo de tener que mirar a través de dos capas de cristal. Pestañeó y volvió a pestañear, cada vez más despacio, hasta que se le fueron cerrando los párpados. Descansaría los ojos un ratito y luego pondría rumbo al norte para dormir de verdad. Pero no en la granja, sino en algún otro sitio. Probablemente, la granja estaría toda alborotada por culpa del idiota de Amlis Vess.

Conocía un lugar fuera de la carretera principal, en la B9166 que iba a Balintore, donde paraba de vez en cuando a echar una cabezadita. Eran las ruinas de una abadía medieval. Por allí nunca iba nadie, a pesar de que era una de las atracciones turísticas oficiales. Había señales que informaban de su ubicación, pero estaban demasiado separadas entre sí para atraer a los automovilistas. Era el lugar ideal para Isserley, ya que apenas había dormido y había tenido que pasarse varias horas persiguiendo a los vodsels perdidos antes del amanecer.

Mientras se imaginaba que ya había llegado a la abadía de Fearn, se quedó dormida, con la cabeza y un brazo apoyados contra el mullido volante.

Al principio, soñó que estaba en las ruinas de la abadía. Como no tenía tejado, soñó que estaba durmiendo allí dentro con el cielo por encima de la cabeza, como un océano azur veteado de cirros. Pero enseguida, como le ocurría con mucha frecuencia, se deslizó hacia un nivel más profundo, como si la corteza terrestre se hubiese pulverizado bajo sus pies y hubiese acabado aterrizando en el infierno subterráneo de los Estados Nuevos.

—Esto es un error —le decía al supervisor mientras éste la conducía por los laberintos de bauxita prensada a niveles más profundos—. Tengo amigos muy influyentes en las altas esferas que están absolutamente horrorizados de que me hayan enviado aquí y ahora mismo están trabajando en mi reclasificación.

—Vale, vale —murmuraba el supervisor mientras seguían bajando—. Ahora te enseñaré cuál va a ser tu trabajo.

Habían llegado al oscuro centro de la fábrica, que era una especie de gigantesco cráter de hormigón en cuyo fondo se abría un amplísimo pozo que contenía una especie de pasta brillante de materia vegetal en descomposición. Unas raíces enormes y diferentes tubérculos giraban lentamente en aquel mejunje albuminoso, sobre cuya superficie plateada se retorcían unas hojas gruesas como los peces manta que la marea arroja a la playa, y, de vez en cuando, al producirse una repentina interrupción en el movimiento de aquella superficie, salían disparadas de ella nubes de gas azulado. Alrededor de aquella enorme cavidad en continua agitación el aire era agobiante y estaba cargado de partículas de musgo y de un vapor verdoso.

A pesar del asco que le producía, Isserley se acercaba y observaba que alrededor del borde había cientos de tubos de un grosor similar al de las mangueras industriales, que desaparecían cada pocos metros al introducirse en aquella viscosa oscuridad. Un extraño artefacto mecánico estaba sacando uno de los tubos y enrollándolo. La longitud de aquel tubo reluciente daba una idea de la enorme profundidad del cráter. Pasado un buen rato surgía su extremo, al que estaba unido, por lo que recordaba un cordón umbilical, un ancho traje de submarinista cubierto de limo. Sin soltar un objeto con forma de pala que sostenía con los guantes, el traje de submarinista salía resbalando torpemente hasta el borde de hormigón y, con enorme dificultad, se ponía de rodillas.

—Aquí es donde se fabrica el oxígeno para los de arriba —le explicaba el supervisor.

Isserley se despertó gritando.

Se encontró sentada dentro de un vehículo aparcado al borde de una carretera que se extendía desde el infinito hasta el infinito, en medio de una tierra remota y extraña. Fuera, el cielo era azul, transparente e ilimitado. Millones, billones, trillones de árboles estaban fabricando oxígeno sin intervención del hombre. Brillaba un sol recién salido y apenas habían pasado unos minutos desde que se había quedado dormida.

Se desperezó haciendo un giro de trescientos sesenta grados con sus finos bracitos, mientras gruñía incómoda. Seguía estando agotada, pero aquel sueño la había despabilado y le pareció que podía seguir conduciendo sin correr el peligro de quedarse dormida al volante. Trabajaría un poco y ya vería cómo se sentía al atardecer. Obviamente, había desaparecido la presión a la que se había visto sometida el día anterior, a causa del deseo de conseguir una captura para ofrecérsela al hijo del jefe, el distinguido visitante, con el fin de impresionarlo. Llevar un vodsel a Amlis Vess no era, decididamente, la forma de llegarle al corazón ni a ninguna otra parte de su ser a la que hubiera pretendido conmover. Pero, dejando aparte a los visitantes chiflados, ella tenía sus propias expectativas en la vida.

Aún seguía yendo en dirección sur cuando, nada más pasar Inverness, divisó a un enorme autoestopista con un cartel en la mano en el que ponía GLASGOW.

Por pura costumbre pasó de largo, siguiendo los procedimientos habituales, aunque no le cabía la menor duda de que pararía a recogerlo en cuanto diese la vuelta. Tenía una constitución impresionante y estaba en la flor de la vida. Habría sido un crimen dejar a un espécimen como aquél.

A pesar de su corpulencia, corrió con agilidad hacia el coche cuando vio que se detenía cerca de él, lo cual era buena señal, ya que los vodsels borrachos o discapacitados se movían torpemente.

—Voy a Pitlochry, ¿te va bien? —le dijo Isserley, y, por la expresión sonriente y deseosa de agradar del autoestopista, supuso que era más que suficiente.

—¡Genial! —respondió entusiasmado, y se subió.

Tenía un rostro grande y carnoso, casi como el de los unimesinos, coronado por unos rizos rubios. Pero los rizos eran escasos y la piel era gruesa y con manchas, como si la cabeza se le hubiera perdido en el mar en algún momento de su vida y luego hubiera sido devuelta a la costa y curtida por el sol durante años antes de volver a reunírsele con el cuerpo.

—Me llamo Dave —dijo extendiendo la mano. Ella alargó la suya torpemente e intentó no hacer ninguna mueca de dolor cuando se la apretó justo por donde había tenido el sexto dedo. Era tan raro que un autoestopista se presentara diciendo su nombre, que tardó en contestar.

—Y yo, Louise —dijo después de unos instantes.

—Pues encantado —respondió él de inmediato, haciendo muchos aspavientos mientras se abrochaba el cinturón, como si estuvieran a punto de embarcarse juntos en alguna aventura de índole profesional, como la de romper la barrera del sonido en un bólido de carreras o probar un jeep en un terreno rocoso.

—Estás de buen humor, ¿verdad? —comentó Isserley mientras se alejaba del arcén.

—La verdad es que sí, tía. Estoy fenomenal —afirmó Dave.

—¿Y tiene eso algo que ver con lo que te propones hacer en Glasgow?

—Otra vez has dado en el clavo, tía —dijo Dave con una sonrisa de oreja a oreja—. Tengo entradas para un concierto de John Martyn.

Isserley repasó mentalmente los nombres de los artistas que había visto en la televisión mientras hacía sus ejercicios matutinos o los que, por algún motivo, habían aparecido en las noticias de la noche. No recordaba el nombre de John Martyn, así que era probable que no fuera de los que doblaban cucharas con el poder de la mente ni de los que quebrantaban la ley contra la inhalación del humo de plantas.

—No le conozco —dijo.

—Venga…, seguro que has oído alguna de sus canciones —aseguró Dave, mientras fruncía la frente, incrédulo—. «Ojalá nunca» es buenísima. —Y, de repente, sin previo aviso, empezó a cantar en voz alta—. Ah, ojaaa-la nunca tengas que acostarte sin alguien que te coja de la mano… ¿No te suena?

Del susto, Isserley había dado un volantazo hacia el centro de la carretera y en aquel momento toda su atención estaba en volver a su carril.

—¿Y tampoco te suena «A la colina»? —siguió insistiendo Dave y empezó a cantar mientras con una mano rasgaba unas cuerdas imaginarias a la altura del pecho y con la otra recorría el mango de una guitarra invisible—. Cuando te llenan de problemas tus hijos, cuando te llena de problemas tu mujer, sólo hay un sitio donde poder refugiarse. Me voy, JEY, JEY, JEY, allá arriba a la colina.

—¿Tienes problemas con tu mujer, Dave? —le preguntó Isserley, ya más tranquila, pero sin apartar los ojos de la carretera.

—Claro, el problema es que se entere de dónde estoy. ¡Ja, ja, ja!

—¿Y tienes niños? —estaba siendo un poco atrevida, lo sabía, pero aquel día no tenía ganas de andar perdiendo el tiempo.

—No, nada de niños, tía —dijo Dave, que, de pronto, se puso serio y colocó las manos sobre las rodillas.

Isserley se preguntó si no se habría pasado de la raya. Se calló, sacó pecho y se limitó a conducir.

Era una pena, pensó Dave, que aquella tal Louise le llevase sólo hasta Pitlochry. Si seguía así, llegaría a Glasgow con cuatro horas de anticipación y no habría estado mal pasarse el tiempo que le sobraba con aquella chica. Cuidado, no es que él fuese un machista, pero es que hablaba con esa franqueza que suelen tener las chicas fáciles, y le había recogido en la carretera, a él, que era un tipo grande y fornido al que, tenía que admitirlo, casi nunca recogían las mujeres. Tenía unos pechos fantásticos y unos ojos más grandes incluso que los de Sinead O’Connor, y un pelo que también era bonito, aunque la verdad es que lo llevaba hecho un desastre, todo revuelto y alborotado, lo cual impedía verle la cara de lado. Tal vez aquello fuera a lo que se referían las mujeres cuando decían eso de «hoy tengo el pelo fatal». Tal vez no estaría mal que comentase lo fatal que se pone a veces el pelo para que ella viese que entendía de esas cosas. A las mujeres les gustaba pensar que la separación que hay entre los sexos no es insuperable; a él le parecía que era una estrategia estupenda para que se abrieran de piernas.

¡Tal vez se enrollaran de camino a Pitlochry! Después de todo, no era necesario tener una cama a mano. Louise podría parar en un área de descanso y enseñarle sus encantos.

Pero sabía que aquello no eran más que sueños. Lo que ocurriría realmente es que, una vez en Pitlochry, lo dejaría al borde de la carretera y se alejaría haciendo un guiño con los faros traseros. Fin de la historia.

Pero él iba a ver a John Martyn, no había que olvidarse de eso. Lo de ligarse a una mujer siempre daba un poco de corte cuando uno lo recordaba más tarde, pero un buen concierto era un colocón que te duraba para toda la vida.

Y ahora que lo pensaba: ¿qué música llevaría aquella chica? Había un radiocasete justo encima de sus rodillas y tenían tiempo de sobra para escuchar una cinta de hora y media antes de llegar a Pitlochry.

—¿Tienes alguna cinta, tía? —preguntó mientras señalaba el radiocasete. Isserley miró la rendija de metal intentando recordar si había algo allí dentro cuando empezó a manejar aquel coche, hacía ya años.

—Sí, creo que hay una por ahí dentro —contestó recordando vagamente que se había sobresaltado cuando sonó una música inesperada el día que había estado investigando para qué servían las teclas del salpicadero.

—Genial, ¿por qué no la pones? —le pidió Dave, que se golpeaba las perneras de los vaqueros como si fuera a tocar la batería.

—Ponla tú, por favor —dijo Isserley—. Yo conduzco.

Sintió que le clavaba la mirada, incrédulo ante tanta prudencia, pero la estaban adelantando coches constantemente y estaba demasiado nerviosa como para bajar la mirada hacia el salpicadero. Aquel paseo a toda velocidad que le había dado el loco de Esswis la había dejado nerviosísima, y no estaba de humor para ir a más de sesenta.

Dave encendió el radiocasete y un sonido surgió obedientemente. Al principio Isserley se sintió aliviada de que el chico hubiese conseguido lo que quería, pero pronto se dio cuenta de que algo funcionaba mal y prestó atención. Parecía como si la música se hundiera en el agua cada pocos segundos, como si tuviese que atravesar unos obstáculos acuáticos.

—¡Vaya! —dijo, preocupada—. Parece que ese aparato no funciona bien.

—Qué va, es que la cinta está floja, tía.

—¡Vaya! —repitió Isserley frunciendo el entrecejo mientras el coche de atrás tocaba la bocina, harto de que ella no adelantase a un autobús de turistas—. Habrá que… eh… ¿tirarla?

—¡Qué va! —le aseguró Dave, toqueteando, feliz, los controles del radiocasete mientras ella soportaba los bocinazos—. Sólo hay que darle para atrás y para adelante un par de veces. Es increíble. Ahora lo verás. La gente tira muchas cintas pensando que están chungas, pero se pueden arreglar.

Siguió ocupado durante unos minutos con el radiocasete, después rebobinó la cinta hasta el principio y lo volvió a intentar. Por los altavoces empezó a salir una canción con un sonido claro y fuerte como el de la televisión. Una voz masculina y gangosa cantaba algo sobre conducir un camión durante toda la noche y poner doscientos kilómetros de distancia entre él y una ciudad llamada Pena. Tenía un tono de tristeza juvenil.

Isserley esperaba que Dave estuviera satisfecho, pero parecía desconcertado.

—Tengo que decirte una cosa, Louise —dijo después de un rato—, que me parece gracioso que lleves música country y folk.

—¿Gracioso?

—Bueno…, que es raro en una tía. Por lo menos, en una tía joven como tú. Eres la primera que conozco que lleva música country y folk en el coche.

—¿Qué tipo de música esperabas que tuviese? —preguntó Isserley. (En algunas gasolineras vendían cintas, así que quizás podría comprar unas más apropiadas).

—Pues música para bailar —dijo encogiéndose de hombros y marcando el ritmo con las manos—. De los Eternal, de los Dubstar, de M. Pipple, o tal vez de Björk, de Pulp o de Portishead…

A Isserley los tres últimos nombres le sonaron a marcas de comida para animales.

—Será que tengo un gusto muy raro —acabó admitiendo—. ¿Crees que John Martyn me gustaría? ¿Qué tipo de música hace? ¿Podrías explicármelo?

Aquella pregunta hizo que el rostro del autoestopista se iluminase y que se sumiese en una concentración intensa pero serena al mismo tiempo, como si hubiese estado esperando aquel momento toda su vida y supiese que estaba preparado para afrontar el desafío.

—Hace un montón de cosas con sonidos acústicos, con pedales, ¿entiendes lo que te digo? Es acústico, pero suena como eléctrico, hasta incluso espacial.

—Mmm —dijo Isserley.

—En un segundo pasa de estar tocando una guitarra acústica supersuave a un ¡uaaaang! uaca uaca uaca ¡uaaaang!, y entonces la cabeza empieza a darte vueltas y más vueltas.

—Mmm —dijo Isserley—. Parece… impresionante.

—¡Y cómo canta! ¡Ese tío canta como nadie! Es como…

Dave se puso a cantar otra vez entre convulsiones melismáticas, arrastrando las palabras y gruñendo como si estuviese totalmente borracho. Hacía ya muchos años que Isserley tenía por norma no llevar jamás en su coche a un autoestopista que estuviese muy borracho, por si se quedaba dormido antes de poder tomar la decisión de si debía aplicarle la icpathua. Si Dave le hubiese ofrecido aquel espectáculo nada más verlo, no le habría dejado subir al coche.

Dave continuó con su explicación.

—Pero el tío lo hace porque sí. Como los del jazz, ¿entiendes lo que te digo?

—Mmm —contestó ella—. ¿Y has ido muchas veces a escuchar a John Martyn?

—Ah, como seis o siete. Llevo años. Pero el tío bebe un mogollón, ¿entiendes lo que te digo? Con tipos así nunca se sabe, pueden palmar en cualquier momento. Y entonces después vas y te dices, pues yo podría haber ido a ver a John Martyn, pero no fui y ahora resulta que está muerto. ¿Y qué estaba yo haciendo en vez de ir a escucharle? ¡Pues ver la tele!

—¿Es eso lo que haces la mayor parte del tiempo?

—Pues sí, tía. La verdad es que sí —afirmó categóricamente.

—¿También durante el día?

—No, tía —dijo riéndose—. Durante el día curro.

Isserley anotó aquello mentalmente, un tanto desilusionada, pues hubiera apostado a que su autoestopista estaba en el paro.

—O sea que… —dijo, insistiendo en su interrogatorio con la esperanza de descubrir una tendencia al absentismo laboral—, hoy te has tomado el día libre para ir al concierto.

Dave la miró con lástima y le dijo amablemente:

—Pero si hoy es sábado, tía.

Isserley hizo una mueca.

—Ah sí, claro, claro —dijo.

No tenía la menor duda de que todo aquello era culpa de Amlis Vess. Para lo único que había servido su estúpido acto de sabotaje era para destrozarle la capacidad de concentración el resto del día.

—¿Estás bien, Louise? ¿O es que hoy te has levantado con el pie izquierdo? —le preguntó el vodsel sentado a su lado.

Isserley asintió con la cabeza.

—Trabajo demasiado —añadió con un suspiro.

—Ah, es eso —subrayó Dave con tono comprensivo—. Bueno, pues ¡alegra esa cara! ¡Que tienes todo el fin de semana por delante!

Isserley sonrió. Así era, tenía todo el fin de semana por delante, y él también. Sus compañeros de trabajo no esperarían verle hasta el lunes, e incluso si no se presentaba a trabajar ese día, pensarían que había tenido problemas para regresar de Glasgow. Se lo iba a llevar con ella. Era perfecto.

—¿Y dónde te vas a quedar en Glasgow? —le preguntó, con el dedo suspendido sobre la tecla de la icpathua, suponiendo ya que farfullaría una respuesta imprecisa sobre la casa de unos amigos o alguna pensión.

—Con mi madre —contestó de inmediato.

—¿Tu madre?

—Sí, con mi madre —le confirmó—. Es fenomenal, es una marchosa, ¿entiendes lo que te digo? Se apuntaría para ir conmigo a ver a John Martyn si no fuera porque hace mucho frío.

—Qué simpática —dijo Isserley levantando el dedo de la tecla de la ictaphua y volviendo a ponerlo sobre el volante.

El resto del viaje hablaron muy poco. La cinta con la música country y folk siguió sonando hasta el final, y Dave le dio la vuelta para sacarle el mayor provecho posible. El cantante con el tono de tristeza juvenil seguía hablando de dulces recuerdos, largas autopistas y oportunidades perdidas.

—¿Sabes una cosa? Creo que ya he superado la etapa de esta música —acabó diciéndole Isserley a Dave—. Hace unos años me gustaba, pero ahora preferiría oír algo diferente. Quizás la próxima vez me compre algo de John Martyn.

—¡Genial! —dijo Dave en tono alentador.

Una vez en Pitlochry, lo dejó al borde de la carretera y se alejó haciendo un guiño con los faros traseros.

Cuando, cinco minutos más tarde, pasó en sentido contrario, todavía seguía allí esperando con el cartelito en el que ponía GLASGOW. Si la vio (cosa de la que estaba casi segura), debió de quedarse asombrado preguntándose qué diablos habría pasado.

Hacia las dos de la tarde el sol había desaparecido tras un mar de nubes de un color gris pizarra. Iba a nevar. Si la nieve empezaba a caer pronto, oscurecería inmediatamente en vez de hacerlo una hora y media más tarde, y sólo los que estuvieran muy locos o muy desesperados se atreverían a hacer dedo en esas condiciones. Isserley dudaba de que aquel día tuviera energías para aguantar a un loco o la suerte de encontrar a un desesperado. Tal y como se había desarrollado aquella jornada de trabajo, quizás fuese más razonable darla por concluida nada más caer el primer copo de nieve.

¿Y qué haría? ¿Adónde iría? Desde luego, no regresaría a la Granja Ablach si pudiera ir a otra parte, a algún lugar con mayor intimidad, donde no se viese sometida al control o a las especulaciones de nadie. A algún lugar que sólo ella conociese.

Tal vez podría intentar ir a dormir a la abadía de Fearn. Pero no sólo un rato, sino toda la noche. Después de todo, ¿sería tan fundamental una cama? Seguro que podía prescindir de ella y dormir como cualquier ser humano normal, aunque no fuera más que una noche. Y que Ensel y sus compinches se devanasen los sesos pensando qué le habría pasado mientras ella dormía bajo las estrellas disfrutando de su intimidad.

Pero sabía que aquella idea era una estupidez. Su columna vertebral jamás se lo perdonaría. No podía pretender dormir sobre una superficie dura y sentirse cómoda hecha un ovillo cuando le habían amputado media espina dorsal y le habían insertado grapas metálicas en la otra mitad. Era indiscutible que había que pagar un precio para poder sentarse con la espalda derecha al volante de un coche.

Volvió a poner rumbo al norte y fue conduciendo igual que un autómata, con la esperanza de ver a algún autoestopista en la carretera y luego, ya más allá, distinguir alguna foca en el estuario de Moray. Sin embargo, la imagen que con mayor nitidez ocupaba la pantalla de su mente era la de su cama en la granja. ¡Cuánto deseaba estar allí tumbada! ¡Qué fantástico sería estirarse formando una equis con, los brazos y las piernas, como de costumbre, y que fuese el colchón el que se ocupase de sostenerle la columna! Aquella vieja cama, destrozada por generaciones y generaciones de vodsels, tenía la resistencia perfecta. Se hundía lo justo para que la espina dorsal pudiese estar relajada y un poquito curvada, pero no tanto como para que las grapas metálicas se le clavasen sin piedad en los tendones como solían hacerlo siempre que se inclinaba demasiado sobre el volante. Resultaba patético, pero era así.

Le habría gustado que los hombres no salieran corriendo hacia ella desde el edificio principal cada vez que regresaba a la granja, trajese un vodsel o no. ¿Cómo había comenzado aquella estúpida costumbre? Por Dios bendito, ¿es que no podían esperar a que ella los avisase? ¿Por qué no podía entrar nunca en la granja sin que la observaran, sin que nadie lo notase, deslizarse en su casita y echarse a dormir? ¿Qué razón válida existía para que nunca le hubieran otorgado el derecho a desactivar los sistemas de alarma al aproximarse al recinto? Todo aquel alboroto que se organizaba con su regreso, ¿no sería producto de una brillante idea de alguien que lo que pretendía era que se sintiese obligada a regresar siempre con alguna captura? ¿A quién se le habría ocurrido semejante cosa? Fuese quien fuese, podía irse a tomar por culo. Probablemente, habría sido el viejo Vess el que había organizado aquellas estrategias para tener a sus obreros a raya. Probablemente, sería tan retorcido y chiflado como su hijo, aunque tuvieran objetivos diferentes…

De repente, el coche dio un terrible bandazo e Isserley se encontró sumida en una situación desconcertante y terrorífica, como si hubiera sido transportada a través del tiempo y del espacio. Se sintió perdida en medio de la oscuridad, hipnotizada por una luz cegadora que se le iba acercando mientras por todas partes la envolvían sonidos de bocinas. No tenía sensación de estar en movimiento; en aquel momento bien podría haber sido un peatón que observaba la caída de un meteorito o de una bomba. Paralizada por el miedo, aguardó a que la muerte la envolviese en una llamarada.

No cobró conciencia de dónde se encontraba ni de lo que estaba sucediendo hasta que notó que un vehículo pasaba pegado a su lado con un chirrido de frenos y le arrancaba el espejo lateral con un gran estruendo y una lluvia de cristales. Todavía cegada por los faros que venían de frente, dio un golpe de volante y enderezó el coche mientras otros vehículos hacían bruscas maniobras para no embestirla y las ráfagas del aire desplazado hacían vibrar los laterales de su coche.

Después, el peligro se esfumó tan rápidamente como había surgido y el coche de Isserley volvió a ser uno más de los que se dirigían en fila a Thurso por una carretera escasamente iluminada.

A la primera oportunidad, se metió en un área de descanso, paró el coche y se quedó allí sentada un buen rato, sudando y temblando mientras la noche y la nieve comenzaban a caer silenciosamente.

No había muerto, pero la sola idea de que podía haberse matado la había dejado aturdida. ¡Cuán frágil era la vida humana! Podía acabar en apenas un instante casi sin darnos cuenta, simplemente por desviarnos unos centímetros del trayecto trazado. La supervivencia no era algo que pudiera darse por sentado, dependía de la concentración y de la suerte.

Eso daba que pensar.

Nunca había sentido la muerte tan de cerca en la carretera como en aquel incidente, ni siquiera durante los primeros días, cuando iba muerta de miedo al volante. ¿Y de quién era la culpa? No tenía la menor duda: otra vez de Amliss Vess. Llevaba cuatro largos años conduciendo y en todo ese tiempo nunca había tenido ningún problema. Siempre había sido la conductora más prudente del mundo. Entonces, ¿por qué aquel día había sido diferente? Amlis Vess. Él había hecho que fuera diferente. Él y su acto de sabotaje infantil habían estado a punto de lanzarla a las garras de la muerte.

Además, ¿qué diablos estaba haciendo Amliss Vess allí? ¡Si ni siquiera era capaz de distinguir la diferencia entre un vodsel y otro animal! ¿Quién sería el responsable de que se le hubiera permitido subir a aquella nave? ¿Es que el viejo Vess no sabía que su hijo era un peligro con patas? ¿Es que no había nadie que ejerciese el más mínimo control cuando había tanto en juego?

Tuvieron que pasar bastantes minutos más para que Isserley se calmase y se diera cuenta de que estaba desvariando. Es decir, desvariando en silencio. Incluso después de cobrar conciencia de ello, le era casi imposible pensar con claridad. Había estado sufriendo el embate de unas olas de irracionalidad durante todo el día, unas olas que amenazaban con hundirla. Tenía que obligarse a hacer un balance de sus necesidades prácticas más urgentes. Tenía que olvidarse de la furia que sentía hacia Amlis Vess y de la paranoia que despertaban en ella Ensel y los idiotas de sus compinches hasta encontrarse sana y salva, lejos de la carretera. (Pero, aun así, ¿no era extrañísimo que ninguno de los hombres hubiera salido en su defensa cuando Vess la había atacado? ¡Joder! No cabía la menor duda de que todos los hombres se habían aliado contra ella, ¿o acaso había algo más?). Daba igual, daba igual. Tenía que comprobar qué marcaba el indicador del depósito de gasolina.

Estaba casi vacío. Tendría que solucionarlo.

Y ahora que lo pensaba, también su estómago se había quedado sin combustible hacía ya muchas horas. Estaba muerta de hambre y a punto de desmayarse. ¡Dios bendito! ¿Cuándo había sido la última vez que había comido algo? Ayer por la mañana. Y hoy había estado corriendo como una loca desde antes del amanecer y, además, sin haber dormido apenas.

Tenía que ser sincera y reconocer que, desde el mismo momento en que había salido a la carretera, reunía todas las condiciones para desencadenar una tragedia.

Muerta de cansancio y mareada, Isserley se detuvo a echar gasolina en Donny’s, una estación de servicio de Kildary. Le habría gustado que su cuerpo repostara combustible con tanta facilidad como su coche. Mientras otros conductores hacían cola para pagar, se dedicó a merodear por la tienda e inspeccionar ávidamente las cosas de picar que estaban expuestas en los estantes iluminados por una luz fluorescente y mortecina. De lo que veía, nada parecía apto para el consumo humano.

Pero algo tenía que haber. Era cuestión de elegir correctamente, lo cual no resultaba nada fácil. La última vez que se había arriesgado y había ingerido comida de los vodsels, se había tenido que pasar tres días en la cama.

Indecisa, echó una ojeada por si había cintas de John Martyn o de otros músicos cuyos nombres sonasen a comidas para animales y que costasen cinco o diez libras justas. Pero allí no vendían casetes.

Volviendo a su desafortunada experiencia con la comida para vodsels, tal vez su error había sido elegir algo que tenía el mismo aspecto que las vainas de serslida al horno, pero en forma de barritas. Quizás no debería elegir las cosas por su aspecto, sino por lo que decía en el envase que eran. La verdad era que tenía que elegir algo mientras estaba allí. El riesgo de seguir con el estómago vacío era mucho mayor que el de ponerse enferma a causa de la comida.

Ya casi no había cola, así que pronto tendría que acercarse a pagar la gasolina, si no quería llamar la atención. Cogió un paquete de patatas fritas de un estante metálico y, haciendo un gran esfuerzo, leyó la microscópica lista de ingredientes impresa en el brillante envase. No parecía contener nada raro, sólo patatas, aceite y sal. A los hombres de la granja les servían todos los días en la cantina un plato de patatas que se parecían mucho a aquéllas, si bien es cierto que estaban preparadas con otro tipo de aceite.

Mientras cogía tres paquetes de patatas fritas, una caja de bombones surtidos y un ejemplar del Diario de Rossshire, Isserley sumó los precios rápidamente hasta asegurarse de que había gastado, exactamente, cinco libras. Entregó dos billetes de dos libras y media al joven con cara de aburrido que estaba detrás del mostrador y salió a toda prisa hacia su coche.

Quince minutos más tarde el coche de Isserley se hallaba detenido en otra área de descanso y ella se inclinaba sobre el capó para quitar con el borde de la mano la nieve fresca que se había acumulado en el parabrisas. Se colocó un poco de aquella nieve sobre las palmas de las manos y la fue sorbiendo encantada. No tenía sensibilidad en los labios (nunca la había tenido) pero las papilas gustativas del interior de su boca y su garganta se estremecieron ante la pureza que se derretía en su boca y el sabor celestial de aquella humedad congelada. Tres paquetes enteros de patatas fritas le habían provocado una sed espantosa. Cuando hubo tragado suficiente nieve, volvió a subir al coche.

A sólo quince kilómetros de su casa pasó junto a un autoestopista que levantaba el dedo con desgana en medio de la oscuridad.

Dejémoslo, pensó, mientras subía la colina y se iba alejando.

Pero luego, como si en su mente se hubiera activado una cubeta de revelado, la imagen del autoestopista comenzó a formarse. La verdad era que su físico le llamó poderosamente la atención. Merecía que le echase una segunda ojeada. Sólo eran las cinco de la tarde. Si hubiera sido verano, aún habría sido de día. En la carretera podía haber muchísimos autoestopistas todavía, y no tenían por qué estar necesariamente locos. No debía ser tan negativa.

Hizo el giro de costumbre con mucho cuidado y precaución. Nadie tocó la bocina ni protestó haciendo un cambio de luces. Para el resto de los automovilistas era una conductora como cualquier otra. Se sentía menos agotada que un rato antes y la comida le había sentado bien.

Cuando pasó en dirección contraria, le pareció que el autoestopista, fugazmente alumbrado por los faros de su coche, tenía un aspecto triste, aunque inofensivo. No llevaba ningún cartel y, tal vez, no iba suficientemente abrigado para el tiempo que hacía, pero tampoco de una forma que llamara la atención. Lo que sí llevaba eran guantes de cuero y una cazadora con la cremallera subida hasta el cuello. Tenía copos de nieve acumulados en el oscuro pelo, en el bigote y en los hombros de la cazadora, que brillaban en la penumbra. Era alto para la media escocesa y de constitución fuerte. Y, por lo poco que Isserley alcanzó a ver de su expresión, le pareció que estaba impaciente, cercano a un límite que debía de haberse marcado de antemano y que le haría abandonar su intento de hacer dedo si nadie lo recogía de una puta vez.

Así que volvió a girar, fue hasta donde estaba y se detuvo.

El autoestopista se inclinó hasta asomar el rostro por la ventanilla que Isserley había bajado a medias.

—Mal tiempo para estar en la carretera —le dijo Isserley para forzarlo a dar alguna explicación.

—Es que he tenido una entrevista de trabajo —le contestó mientras se le iba desprendiendo la nieve que tenía en el bigote—. Hemos acabado más tarde de lo que me dijeron, y, como hasta dentro de una hora no pasa un autobús, he pensado que a lo mejor tenía suerte y alguien me llevaba.

Le abrió la puerta y quitó los paquetes de patatas vacíos de encima del asiento.

—Gracias —dijo el autoestopista sin sonreír, pero dando un profundo suspiro que parecía expresar agradecimiento. Se quitó los guantes para abrocharse el cinturón de seguridad. Llevaba tatuajes en las dos manos. Eran unas golondrinas que parecían estar volando en la membrana que hay entre el índice y el pulgar.

Cuando se alejaban del arcén, Isserley recordó algo.

—Pero hoy es sábado —dijo.

—Así es —admitió su acompañante—. Pero es que la entrevista no era en la Agencia de Empleo ni en ningún otro organismo por el estilo, era con un particular. —La miró durante un momento como evaluando si podía confiar en ella y luego añadió—: Les dije que tenía mi coche aparcado cerca.

—Encontrar trabajo es difícil —contestó Isserley tratando de inspirarle confianza—. Hay veces en las que hay que recurrir a la astucia para conseguirlo.

El autoestopista no respondió, como si se resistiese a seguir rebajando su dignidad. Sin embargo, pasados unos minutos, aclaró:

—La verdad es que tengo coche. Pero he de pasar la inspección técnica de vehículos. En cuanto haya trabajado un par de semanas, tendré dinero para pagarla.

—Entonces, ¿cree que esa gente que acaba de ver le dará trabajo? —dijo Isserley haciendo un gesto con la cabeza como señalando a los misteriosos entrevistadores que estaban dejando atrás.

Su respuesta fue inmediata y cortante.

—Ésos son de los que te hacen perder el tiempo. Gente que, simplemente, está pensando en que tal vez pueda contratar a alguien, ¿me explico?

—Creo que sí —dijo Isserley enderezando aún más la espalda.

El autoestopista no pareció impresionado cuando se puso a observar a quien lo había rescatado de la carretera. Pensó en por qué tendrían las mujeres tal obsesión por llevar esos escotes últimamente. Se veían todo el tiempo en la tele, en esas chicas con el pelo engominado que iban a las discotecas de Londres con unas camisetas negras tan minúsculas que no alcanzarían ni para tapar a un teckel. Con aquella escasez de ropa las pasarían canutas si tuvieran que sobrevivir en la selva, eso es lo que él pensaba. No era extraño que al ejército no le hiciera ninguna gracia lo de tener mujeres soldados. ¿Quién iba a confiar su vida a alguien que andaba en medio de la nieve con la mitad de las tetas fuera?

Pero ¡por Dios! ¿Es que aquella chica no podía ir un poco más deprisa? Si casi iban a la misma velocidad que si fueran andando. Si le dejase conducir, llevaría aquel trasto, aunque fuese una mierda japonesa, el doble de rápido. ¡Ay, si volviese a tener aquel Wolseley que tuvo en los años ochenta! Todavía recordaba el tacto de aquella palanca de cambios forrada de un cuero de excelente calidad. Era tan suave como la piel de cerdo. Probablemente, sería piel de cerdo. ¿Dónde estaría ahora su Wolseley? Seguro que algún idiota con teléfono móvil lo estaría conduciendo en aquel momento. O estrellándolo contra algo. No todo el mundo puede conducir un Wolseley.

Había sido una gilipollez haberse tomado la molestia de ir hasta allí a ver a aquella gente. Era la típica pareja de lo más vulgar con dos buenos sueldos a la que le gusta fardar. Eran de esos que tienen luces que se encienden automáticamente cuando uno se acerca a su casa. De los que te ofrecen diferentes clases de café, y tienen ordenadores en todas las habitaciones, y librerías de madera de arce llenas de gilipolleces como El feng shui y la jardinería, o de horteradas del tipo Cómo disfrutar del sexo, y una perrita samoyeda con pedigrí que no tenían ni puñetera idea de cómo había que educar. «Deja de mordisquear nuestra preciosa alfombra de piel de cordero, cielo». ¡Joder, cómo le habría gustado arrancarle de la boca la alfombra a aquella maldita perra y enseñarle las normas básicas de la obediencia!

Tal vez lo que tenía que hacer era abrir una escuela de adiestramiento para perros. Pero es que costaría aún más trabajo convencer a aquellos comemierdas de que tenían que ocuparse del comportamiento de sus perros que convencerles de que tenían que gastarse una buena suma de dinero en un jardinero si querían tener un jardín decente. Pero así eran los yuppies. Con la aristocracia jamás había tenido esos problemas. Aquellos sí que eran buenos tiempos. Los aristócratas sabían que para conseguir algo había que pagar por ello y, además, sabían cómo hay que educar a un perro.

Ah, los buenos tiempos, los buenos tiempos. ¿Es que ya nunca volverían? No parecía probable, ¡joder! Ya no quedaba gente con clase de verdad por ningún lado. La próxima en irse al carajo sería la reina. El nuevo milenio estaría dominado por aquellos horteras amariconados vestidos con trajes que les iban demasiado anchos y aquellas extranjeras atontadas con escotes hasta el ombligo.

¡A sesenta por hora! ¡Joder!

Isserley miró subrepticiamente a su acompañante, intentando adivinar qué estaría pasando por su mente mientras iba a su lado sin despegar los labios y con los brazos cruzados sobre el pecho. Era idéntico a un autoestopista que había llevado hacía más o menos un año y que durante todo el viaje desde Alness hasta Aviemore no había parado de hablar sobre algo llamado ejército de reserva, en el que al parecer servía como voluntario. Es más, durante un rato hubiera jurado que era él, pero luego recordó que era imposible: a aquel vodsel le había inyectado icpathua poco después de que le contase que su devoción por el ejército de reserva le había costado el matrimonio y le había demostrado quiénes eran sus verdaderos amigos.

Ella sabía que, en el fondo, aquellas criaturas eran todas exactamente iguales. Después de unas semanas de cría intensiva con los piensos adecuados, quedaba absolutamente claro. Pero cuando iban vestidos, llevaban el pelo con diferentes cortes y comían cosas raras para deformarse los cuerpos y conseguir físicos poco naturales, casi podían llegar a parecer individuos, tanto que a veces ocurría, lo mismo que con los seres humanos, que uno piensa que ya ha visto a uno en particular en alguna ocasión y en alguna parte. Daba igual lo que aquel vodsel del ejército de tierra hubiese hecho para tener el aspecto que tenía, lo que estaba claro era que el que iba a su lado había hecho algo muy parecido.

Llevaba un bigote espeso, con las puntas cortadas abruptamente a la altura de las comisuras de los labios, y tenía una boca grande y roja. Sus ojos, inyectados en sangre, expresaban que soportaba con gran estoicismo un dolor tan grande que sólo una venganza grande como un maremoto y las disculpas públicas de los líderes políticos mundiales serían capaces de curar. Unas arrugas muy marcadas conferían un aspecto casi escultórico a su fruncida frente, coronada por un pelo cortado simétricamente y peinado hacia atrás como si fuera una brocha de pintar recién sacada del agua. Era musculoso, pero tenía michelines en la cintura, y llevaba una cazadora de cuero beige bastante gastada y unos vaqueros con los bordes de los bolsillos deshilachados de meter y sacar las llaves y el roce del billetero.

A Isserley le resultó difícil no caer en la tentación de hacerle alguna pregunta a bocajarro sobre el ejército de reserva. Volvió a echarle las culpas a Amlis Vess. Su postura, que pretendía ser ética y valiente, la había crispado hasta tal punto que no podía soportar el menor atisbo de tales defectos en otros seres. Quería descubrir cuáles eran las disparatadas pasiones de aquel vodsel y sacarlas violentamente a la luz antes de que empezara a aburrirla con preámbulos.

Se moría de ganas de inyectarle la icpathua y acabar de una vez con todo aquello, pero sabía que eso era un mal síntoma. Demostraba que corría el peligro de precipitarse y cometer una completa estupidez, no muy diferente, quizás, de la que cabía esperar de alguien como Amlis Vess. Aunque no fuera más que por orgullo personal y profesional, no debía descender hasta esos niveles.

—Dígame, ¿qué clase de trabajo era ése para el que le hicieron la entrevista? —preguntó animadamente.

—De momento, hago diseños de jardines, sólo para ir tirando —le contestó—. Mi auténtica profesión digamos que la tengo aparcada, por ahora.

—¿Y cuál es su auténtica profesión?

—Soy criador de perros.

—¿De perros?

—Sí, de perros con pedigrí. Sobre todo, perros de caza, aunque también me he dedicado a los mastines y a los terriers durante… los últimos años. Pero siempre animales crème-de-la-crème, ¿entiende lo que le quiero decir? De los que ganan premios.

—Fascinante —dijo Isserley, que relajó por fin los brazos—. Supongo que le habrá vendido perros a gente conocida e influyente.

—Tiggy Legge-Burke tenía un perro mío —dijo el autoestopista—. Y la princesa de Kent tenía otro, y mucha gente del mundo del espectáculo, como Michael McNeill, del grupo Simple Minds, y otro tipo del grupo Wham. Todos han tenido perros míos.

Isserley no tenía ni idea de quién era toda esa gente. Sólo veía la televisión para aprender el idioma y cerciorarse de que la policía no estaba investigando ningún caso de autoestopistas desaparecidos.

—Supongo que no debe de ser fácil entrenar a un perro y luego venderlo —comentó, intentando que no se le notase lo poco que le importaba el tema—. Porque el perro acabará encariñándose con usted, ¿no?

—No, eso no es ningún problema —contestó el autoestopista con tono agresivo—. Los entrenas y los entregas. De un amo a otro. Los perros no tienen dificultades en ese sentido. Son animales gregarios, lo que necesitan es un jefe y no un amigo del alma. Bueno, por lo menos no uno con dos patas. La gente se pone muy sentimental con los perros, pero eso es porque no tiene clara cuál es la primera regla que hay que seguir con esos animales.

—Yo estoy segura de que no tengo clara cuál es la primera regla que hay que seguir con los perros —admitió Isserley, al tiempo que se acordaba de que no le había preguntado adónde iba.

—La primera regla que hay que tener clara —dijo el autoestopista como si, de pronto, volviera a la vida— es que para un perro su dueño es el jefe de la manada. Pero hay que recordárselo constantemente, como hacen los jefes de todas las manadas. En las manadas los jefes no son débiles, ¿entiende lo que le quiero decir? Por ejemplo, mi perra Gertie, que es un pastor alemán. Si la veo durmiendo sobre mi cama, la tiro al suelo de un empujón, ¡paf!, sin más, directamente, así.

Impulsó con violencia sus grandes manos hacia adelante y, sin querer, le dio a la guantera, que se abrió de golpe y dejó caer un objeto peludo sobre sus piernas.

—¡Jesús! Pero ¿qué es esto? —farfulló. Por suerte, fue él quien levantó la peluca, lo que le ahorró a Isserley el tener que cogerla de su entrepierna. Nerviosa, apartó los ojos de la carretera unos segundos, arrancó aquella mata de pelo de las manos del autoestopista y la lanzó por encima del hombro, hacia la oscuridad del asiento trasero.

—Una tontería —dijo mientras sacaba la caja de bombones de la atestada guantera antes de cerrarla de golpe—. ¿Quiere uno?

Se sintió tan orgullosa de haber logrado hacer frente a tantas dificultades mientras iba conduciendo, que no pudo evitar que se le escapara una sonrisa.

—¿Qué es lo que me estaba diciendo? —le preguntó al autoestopista mientras éste rasgaba el celofán de la caja—. Que empuja a su perra fuera de la cama…

—Ah, sí —dijo él retomando el tema de su conversación—. Lo hago para recordarle que ésa es mi cama. ¿Entiende lo que le quiero decir? Los perros necesitan eso. Un perro con un jefe débil es un perro infeliz. Y entonces es cuando empiezan a morder las alfombras, a hacerse pis en el sofá y a robar comida de encima de la mesa. Son como los críos, necesitan desesperadamente que se les imponga un poco de disciplina. No hay perros malos, sino amos incompetentes. Así de sencillo.

—Usted debe de haber sido un buen criador de perros, porque parece saber mucho sobre ellos. ¿Cómo es que ahora se dedica al diseño de jardines?

—Pues porque el negocio de criar perros se vino abajo a principios de la década de los noventa —dijo. Su voz había adquirido de pronto un tono agrio.

—¿Y cuál fue la causa? —le preguntó Isserley.

—Bruselas —afirmó con tono sombrío.

—Ah —dijo Isserley. Estaba devanándose los sesos intentando descubrir cuál era la relación entre los perros y esas verduras verdes con forma esférica. Estaba casi segura de que los perros eran totalmente carnívoros. Quizás aquel criador había alimentado a sus perros con coles de Bruselas, por lo cual no era extraño que su negocio hubiese acabado quebrando.

—Los franchutes, los belgas, los holandeses y los alemanes —continuó diciendo a modo de explicación.

—Ah —dijo Isserley.

Tendría que haber hecho lo que había pensado antes de que cayera la noche, porque estaba claro que los únicos que hacían dedo a esas horas eran los locos. Daba igual, estaban a sólo unos minutos de la salida hacia los pueblos costeros y entonces podría deshacerse de aquel personaje a menos que le dijese que iba en la misma dirección que ella. Esperaba que no. Volvía a sentirse fatal, como si el agotamiento y una inexplicable tristeza estuvieran intoxicándola igual que un veneno.

—Esos cabrones son los que deciden allí las cuestiones, lejos de este país de mierda, y perdóneme la expresión, pero es que no tienen ni la más puñetera idea. ¿Entiende lo que le quiero decir? —soltó el criador de perros mientras revolvía torpemente el contenido de la caja de bombones surtidos.

—Mmm. Dentro de un minuto llegaremos a la salida que tengo que coger —dijo ella frunciendo el ceño y moviendo la cabeza de un lado al otro mientras buscaba en la oscuridad el reflejo de la señal que anunciaba el desvío de la B9175.

Aquella preocupación momentánea de Isserley provocó una súbita reacción de vehemencia en él.

—¡Por Dios bendito! —gruñó—. Pero si ni siquiera me está escuchando. Un hatajo de extranjeros como usted son los que me han jodido la vida, ¿entiende? Yo tenía ochenta mil libras en el banco, un Wolseley, una mujer y un montonazo de perros. ¡Y, cinco años después, no tengo nada de nada! ¡Vivo solo en una casa prefabricada en la mierda de Bonar Bridge, con un Mondeo de mierda pudriéndose en la parte de atrás de la casa, y tengo que andar buscando trabajo como jardinero, joder! ¿Me puede decir qué sentido tiene todo eso? ¡Dígamelo!

El intermitente ya estaba puesto y la luz parpadeaba en la penumbra del interior del coche. Isserley redujo la velocidad preparándose para girar y comprobó por el espejo retrovisor que no venía ningún coche. Luego se volvió y clavó sus enormes ojos en los del vodsel, pequeñitos y vidriosos.

—No tiene ningún sentido. Ninguno —le aseguró mientras accionaba la palanquita de la icpathua.

De regreso a la granja, fue Ensel, como siempre, el primero en salir del edificio principal y dirigirse hacia el coche dando saltos con una agitación casi grotesca. Las siluetas de sus dos acompañantes se recortaban sobre la luz de fondo. Iban un poco más rezagados, como respetando una especie de privilegio ritual otorgado a Ensel.

—Me encantaría que no hicieras eso —le dijo Isserley con tono irritado cuando metió el hocico por la ventanilla para echar una mirada de admiración al paralizado vodsel.

—¿Que no hiciera qué? —preguntó Ensel parpadeando.

Isserley se inclinó por encima del cuerpo del criador de perros para quitar el seguro de la puerta.

—Salir corriendo como un loco para ver qué traigo —rezongó Isserley, casi sin poder moverse por el latigazo de dolor que le había recorrido la columna vertebral.

La puerta se abrió y el cuerpo del vodsel cayó en los brazos de Ensel. Los otros hombres se apiñaron a su alrededor para ayudarlo.

—¿Es que no puedo llegar y avisarte si he logrado traer algo y, si no, irme directamente a mi casa sin tanto jaleo? —insistió Isserley mientras se enderezaba con mucho cuidado.

Ensel se movía torpemente intentando encontrar una forma de agarrar mejor el cuerpo del vodsel porque, al moverlo, la cremallera de su cazadora de cuero se había abierto de golpe.

—Pero si a nosotros no nos importa que algunos días no hayas conseguido nada —protestó Ensel con tono dolido—. Nadie te ha acusado de eso.

Isserley se aferró al volante e intentó reprimir unas lágrimas que eran producto del agotamiento y la rabia.

—No se trata de si he logrado conseguir algo o no —dijo con un suspiro—. Es que hay veces que estoy… cansada y quiero estar sola, eso es todo.

Ensel se alejó del coche mientras ayudaba a transportar al vodsel hasta el carrito. Luego se puso a empujarlo junto con sus compañeros en dirección a la luz con un gesto tenso por el esfuerzo. Tal vez aquel gesto también se debiese a la forma en que ella acababa de atacarlo.

—Yo sólo…, sólo queríamos ayudarte y nada más —le gritó con tono lastimero.

Isserley apoyó la cabeza sobre los brazos que tenía cruzados encima del volante.

—¡Ay, Dios mío! —gimió por lo bajo.

Tener que hacer malabarismos con un sistema tan complejo y frágil como el de las emociones humanas resultaba excesivo después de haber tenido un día de trabajo tan duro y con unas circunstancias tan adversas y después de haber estado a punto de morir.

—¡Olvida lo que te he dicho! —gritó Isserley con la mirada clavada en la zona oscura junto a sus pies, una zona caótica en la que había pedales, alfombrillas de goma sucias, guantes de cuero y bombones desparramados—. ¡Ya hablaremos del tema por la mañana!

Para cuando la puerta del edificio principal se hubo cerrado y el silencio volvió a invadir la Granja Ablach, Isserley ya estaba otra vez llorando de tal manera que, cuando por fin decidió quitarse las gafas, casi le resbalaron de las manos.

¡Hombres!, pensó.