Capítulo 4

Fue mientras cruzaba lo que para ella representaba una especie de cuerda floja de cemento, suspendida a gran altura, cuando Isserley reconoció para sí que no deseaba conocer a Amlis Vess.

Aún no había llegado a la mitad del puente de Kessock, e iba sujetando el volante con fuerza, por si había fuertes vientos laterales que pudiesen arrastrar su cochecito rojo hacia el vacío. Sin embargo, sentía bajo sus pies el peso del chasis de hierro, y notaba que los neumáticos se adherían perfectamente al asfalto, todo lo cual parecía un paradójico recordatorio de la solidez del vehículo. ¿Sería que éste quería proclamar lo pesado e inamovible que era, por miedo, precisamente, a ser arrastrado por el viento?

¡Uuú, uuú, uuúy uuú, uuú!, gemía el viento con tono burlón.

A intervalos regulares a lo largo del puente había unas temblorosas señales metálicas con la silueta de una manga hinchada por un fuerte vendaval. Al igual que las demás señales de tráfico, aquélla había constituido para Isserley un jeroglífico carente de sentido cuando tuvo que estudiarla hacía ya muchos años. Pero se había convertido en algo que la hacía reaccionar de forma automática y agarrar el volante como si fuese un animal desesperado por soltarse. Apretaba las manos con tal fuerza, que hasta le parecía ver que le latían los nudillos.

Sin embargo, cuando iba murmurando por lo bajo que no permitiría que nada la apartara del camino, nada en absoluto, no estaba pensando en los vientos laterales, sino en Amlis Vess. Este soplaba desde un sitio mucho más peligroso que el mar del Norte, y ella no podía predecir sus consecuencias. Y, fuesen cuales fuesen, no cabía duda de que no podría combatirlas, simplemente, agarrándose con fuerza al volante de su coche.

Ya había cruzado la mitad del puente y sólo le faltaban unos minutos para entrar en Inverness. Avanzaba lentamente por el carril más cercano al borde y se estremecía cada vez que un vehículo más rápido la adelantaba, ya que la presión del viento desaparecía de repente para retornar luego con saña. A su izquierda el aire estaba plagado de gaviotas, un caos de aves blancas que se precipitaban sin cesar hacia las aguas y se quedaban suspendidas luego justo encima del estuario para acabar descendiendo gradualmente, como una materia en sedimentación. Isserley dirigió su atención a lo lejos, al extrarradio de Inverness, e intentó pisar más a fondo el acelerador pero, a juzgar por el indicador de la velocidad, no tuvo mucho éxito. ¡Uuú, uuú, uuú, uuú, uuú!, siguió gimiendo el viento durante el resto del trayecto.

Una vez que hubo cruzado del puente sana y salva, se mantuvo en el carril lento, intentó respirar lo más profundamente posible y relajó la presión de las manos sobre el volante. La tensión desapareció casi de inmediato y ya pudo seguir conduciendo normalmente, funcionando normalmente. Estaba en tierra firme. Volvía a controlar la situación, a sentirse en perfecta armonía y a hacer un trabajo que sólo ella podía hacer. Nada de lo que Amlis Vess pudiera pensar o decir cambiaría aquello. Nada. Ella era imprescindible.

Sin embargo, aquella palabra la llenó de preocupación. Imprescindible. Era una palabra a la que la gente solía recurrir cuando se olía que podía convertirse en prescindible.

Intentó imaginarse que prescindían de ella; intentó imaginarlo en serio y sin concesiones. Tal vez hubiera otra persona que estuviese dispuesta a hacer los mismos sacrificios que habían hecho Esswis y ella, a fin de ocupar su puesto. Cuando aceptaron aquella propuesta, ella y Esswis, cada uno a su manera, estaban en una situación desesperada; ¿no podría haber otras personas que estuvieran en la misma tesitura? Era difícil de imaginar. Nadie podía estar tan desesperado como había estado ella. Y, además, cualquier persona que empezase a hacer aquel trabajo carecería de experiencia y su eficacia no habría sido puesta a prueba. ¿La Corporación Vess iba a correr un riesgo así cuando estaba en juego una cantidad de dinero alucinante?

Probablemente, no. Pero aquello no le servía de mucho consuelo, porque la idea de ser realmente imprescindible también era preocupante.

Significaba que la Corporación Vess nunca la dejaría marchar.

Significaba que tendría que hacer aquel trabajo para siempre. Significaba que nunca llegaría el día en que pudiera disfrutar del mundo sin tener que preocuparse por las criaturas que pululaban por su superficie.

Aunque irritada, tuvo que reconocer que todo aquello no tenía nada que ver con Amlis Vess. ¿Cómo iba a tener que ver con él? Fuera cual fuese la razón de la visita del joven Amlis, seguro que sería de índole puramente personal y no tendría ninguna relación con la Corporación Vess. No había que ponerse tan nerviosa por el mero hecho de oír el nombre de Amlis Vess.

De acuerdo, era cierto que Amlis era el hijo del jefe, pero no existía ningún indicio de que fuese a heredar el imperio de su padre. Ni siquiera trabajaba en la Corporación Vess (bueno, nunca había trabajado en nada), y, seguramente, no tendría ningún poder para tomar decisiones en nombre de la empresa. De hecho, por lo que Isserley tenía entendido, Amlis sentía gran desprecio por el mundo de los negocios y, a ojos de su padre, era un inútil. Era un problema, pero no para Isserley. Por inexplicable que resultase su visita, no había ninguna razón para preocuparse por que fuese a la Granja Ablach.

Y, entonces, ¿por qué deseaba tanto evitarlo?

No tenía nada en contra de aquel chico (o de aquel hombre, ¿qué edad tendría en aquellos momentos?); no había pedido ser el único heredero del dueño de la mayor corporación del mundo, ni tampoco había hecho nada para ofenderla personalmente, y, además, en el pasado, le había entretenido mucho seguir sus andanzas. Aparecía continuamente en las noticias por la simple razón de que era un típico heredero joven y rico. En una ocasión se había afeitado por completo como parte de un rito de iniciación para entrar en una extraña secta religiosa, en la que ingresó con gran publicidad, pero que semanas más tarde abandonó sin hacer ningún comentario a la prensa. En otra ocasión se había divulgado que su padre y él se habían distanciado tras un terrible altercado porque apoyaba a los extremistas de Oriente Medio. Otra vez había declarado públicamente que la icpathua, tomada en pequeñas dosis, era un estimulante inocuo cuyo consumo no debería estar prohibido por las leyes, y en innumerables ocasiones se había organizado un escándalo porque alguna joven había declarado que estaba esperando un hijo suyo.

En definitiva, no era más que un típico chico rico sobre cuya cabeza se cernía una colosal fortuna.

De pronto, su instinto, que no había dejado de estar alerta mientras su cabeza pensaba todas estas cosas, devolvió a Isserley a la realidad al percibir que había algo importante a lo lejos: un autoestopista frente al primero de los muchos bares cutres de carretera que había entre Inverness y el Sur. Comprobó el estado de su respiración para decidir si se hallaba lo suficientemente tranquila para asumir el riesgo. Consideró que sí.

Pero al acercarse resultó que quien hacía autoestop al borde de la carretera era una hembra de aspecto desastrado, con el pelo canoso y la ropa vieja y sucia. Isserley pasó de largo e hizo caso omiso del llamamiento al sexo que compartían que había en aquellos ojos. Por un instante pudo ver en ellos la desilusión y el reproche. Después, aquella figura se convirtió en un punto cada vez más pequeño en el espejo retrovisor.

Agradecida de que algo diferente a Amlis Vess ocupase sus pensamientos, Isserley volvió a sentirse en forma. Dio la casualidad de que, pocos kilómetros más adelante, había otro autoestopista. Esta vez era un macho y, a primera vista, bastante impresionante, aunque, por desgracia, ubicado en un punto donde sólo los conductores más imprudentes se atreverían a parar. Isserley le hizo una señal encendiendo y apagando los faros delanteros, con la esperanza de que comprendiera que lo habría recogido si no se hubiese colocado en un sitio tan peligroso, aunque dudaba de que una simple ráfaga de luces pudiera comunicar aquello. Lo más probable sería que lo interpretase como una señal de desprecio o una especie de burla.

Sin embargo, no tenía por qué darlo por perdido; tal vez volviese a encontrárselo cuando regresase más tarde y, para entonces, quizás ya se habría colocado en un lugar menos peligroso. Con los años había aprendido que la vida solía ofrecer una segunda oportunidad. Incluso había llegado a recoger autoestopistas a los que había visto subirse agradecidos a otros coches muchas horas y muchos kilómetros antes.

Así que, llena de optimismo, continuó conduciendo.

Se pasó todo el día yendo y viniendo de Inverness a Dunkeld y de Dunkeld a Inverness. El sol se puso. La nieve, que había cesado durante el día, volvió a caer. Uno de los limpiaparabrisas comenzó a hacer un chirrido desagradable. Tuvo que echar gasolina. Pero durante todas aquellas horas no apareció nadie con el brazo extendido que le sirviera para sus propósitos.

Hacia las seis de la tarde ya casi había logrado comprender por qué la aterrorizaba tanto conocer a Amlis Vess.

En realidad, no tenía nada que ver con la condición social del importante visitante: ella era una parte inestimable del negocio y él no era más que una espina clavada en la empresa. Así que era probable que fuese él quien tuviera que temer de la Corporación Vess. No, la razón de que le aterrorizase encontrarse con él era mucho más sencilla.

Era porque Amlis Vess era de su tierra.

Cuando la mirase, la vería desde la óptica de cualquier persona normal de su tierra, y, por lo tanto, su estado le produciría espanto, y ella tendría que presenciar, impotente, aquel espanto. Sabía por experiencia lo que se sentía en aquella situación, y daría cualquier cosa por evitar volver a sentirlo. Al principio, los hombres que trabajaban con ella en la granja también se habían espantado, pero después se fueron acostumbrando, más o menos, a verla. Podían continuar con sus tareas en lugar de quedarse mirándola boquiabiertos (aunque, si no estaban ocupados en otra cosa, siempre sentía sus miradas clavadas en ella). No era de extrañar que prefiriese estar encerrada en su casita, y suponía que aquélla también sería la razón por la que Esswis hacía lo mismo. Ser un bicho raro resultaba agotador.

Al no haberla visto nunca antes, Amlis Vess retrocedería impresionado. Habría esperado ver a un ser humano, y, en cambio, se encontraría con un espantoso animal. Era ese momento…, el del terrible encuentro con lo opuesto de lo que uno espera hallar, lo que no podía soportar.

Decidió regresar inmediatamente a la granja, encerrarse en su casita y esperar allí hasta que Amlis Vess llegara y se marchase.

En medio de la montañosa desolación de Aviemore, ante los faros de su coche apareció un autoestopista. Era como una pequeña gárgola que gesticulaba ante el haz de luz, una imagen que la retina registraba como algo ya pasado; una pequeña gárgola estúpidamente aferrada a un punto en el que los coches pasaban zumbando a la máxima velocidad. Pero como la velocidad máxima de Isserley era de unos ochenta kilómetros por hora, tuvo tiempo para verlo. Parecía tremendamente ansioso de que alguien lo recogiera.

Al pasar a su lado Isserley pensó si realmente quería llevar a alguien en aquel momento. Esperó a que el universo le mandase alguna señal.

Había dejado de nevar, los limpiaparabrisas reposaban tranquilos, el motor emitía un agradable ronroneo y ella corría cierto riesgo de quedarse dormida. Redujo la velocidad, se detuvo en una parada de autobús, paró el motor y puso las luces de cruce. A un lado se erguían los montes de Monadhliath y al otro, los de Cairngorms. Estaba sola con ellos. Cerró los ojos, deslizó las yemas de los dedos por debajo de la montura de las gafas y se frotó las largas y satinadas pestañas. Un gigantesco camión cisterna apareció ante su vista con gran estruendo e inundó de luz el interior de su coche. Esperó a que desapareciese, encendió el motor y puso el intermitente.

Al pasar por segunda vez delante del autoestopista por el otro lado de la carretera notó que era bajo, que tenía una gran caja torácica y que la piel que le quedaba al descubierto era de un color tan moreno que ni siquiera las luces de los faros que le daban de lleno lograban decolorarla. Observó también que no muy lejos de él había un coche aparcado o, tal vez, averiado en la cuneta. Era un viejo Nissan familiar de color azul, lleno de abolladuras y arañazos, aunque no tan profundos como para pensar que había tenido un accidente. Parecía que tanto el autoestopista como el coche se hallaban bien, aunque los gestos exagerados del uno pretendían llamar la atención sobre el otro.

Siguió conduciendo un par de kilómetros más, resistiéndose a involucrarse en un asunto que ya pudiese haberse comunicado a la policía o a algún servicio de grúas. Sin embargo, un poco más tarde pensó que si aquel conductor hubiese estado esperando la llegada de ayuda, no estaría haciendo dedo. Así que giró en redondo y volvió sobre sus pasos.

Cuando ya estaba muy cerca, se dio cuenta de que era un ser bastante extraño, incluso considerándolo desde el punto de vista escocés. Aunque no era mucho más alto que Isserley, tenía una cabecita pequeña con un pelo ralo y débil y unas piernitas largas y flacas, pero los brazos, los hombros y el torso eran increíblemente grandes, como si se los hubieran trasplantado de otra persona mucho más fornida. Llevaba una camisa de franela vieja y descolorida, arremangada. Parecía insensible al frío y agitaba el pulgar en medio de aquel aire gélido con un entusiasmo cercano casi a la payasada y gesticulando exageradamente en dirección al decrépito Nissan. Isserley se quedó un momento dudando si no lo había visto antes en algún lugar, pero enseguida se dio cuenta de que lo estaba confundiendo con unos personajes de los dibujos animados que daban en la televisión a primera hora de la mañana. Pero no se parecía a los protagonistas, sino a los que solían acabar aplastados por unos mazos gigantescos o achicharrados por la explosión de un puro.

Decidió parar. Después de todo, tenía mucha más masa muscular entre el cuello y las caderas que la que muchos otros vodsels el doble de grandes tenían en todo el cuerpo.

Al ver que frenaba y giraba hacia él, comenzó a asentir estúpidamente con la cabeza y alzó los puños con los pulgares levantados en señal de triunfo, como otorgándole dos puntos por su decisión. Por encima del crujido de la gravilla a Isserley le pareció oír una exclamación de alegría.

Aparcó lo más cerca que pudo del coche del desconocido sin meter las ruedas en la cuneta, confiando en que los conductores que venían detrás advirtieran las luces de emergencia. Realmente, era un lugar inadecuado para detenerse, y tenía curiosidad por averiguar si al autoestopista también se lo parecía. Aquello aportaría algún dato revelador sobre él.

Nada más poner el freno de mano, bajó la ventanilla del otro lado e, inmediatamente, apareció por ella la cabecita del autoestopista. Sonreía de oreja a oreja mostrando unos dientes torcidos y amarillentos por entre las dos correosas medias lunas que tenía por labios. Su rostro, de color pardusco e hirsuto, estaba plagado de arrugas y cicatrices, y tenía una narizota llena de venillas y un par de ojos de chimpancé increíblemente enrojecidos.

—Es que me va a poner a caldo —dijo lanzándole una mirada lasciva y soltando un aliento que apestaba a alcohol.

—¿Perdón?

—Que mi chica me va a poner a caldo —repitió con una sonrisa que parecía una mueca—. Tenía que estar en su casa para la cena. Es la hora a la que tengo que llegar siempre. Y nunca lo consigo. Parece increíble, ¿verdad? —Se dejó caer sobre el borde de la ventanilla y cerró los ojos muy despacio, como si se hubiera quedado de pronto sin la energía que le mantenía abiertos los párpados. Hizo un esfuerzo, se enderezó y continuó hablando—. Todas las semanas la misma historia.

—¿Qué historia? —preguntó Isserley mientras intentaba no poner cara de asco a causa de los efluvios de cerveza que llegaban a sus narices.

El autoestopista parpadeó con enorme esfuerzo.

—Es que tiene muy mal genio —dijo mientras se le volvían a cerrar los ojos y se reía entre dientes como hacen los gatos de los dibujos animados bajo la sombra de una bomba que está a punto de caerles encima.

En realidad, Isserley lo encontraba bastante atractivo comparado con otros vodsels, pero tenía una forma rarísima de gesticular, lo cual le hizo pensar si no tendría algún problema mental. ¿Le darían el permiso de conducir a un subnormal? ¿Por qué se quedaba allí, colgado de la ventanilla y sonriendo como un idiota, cuando tanto su coche como el de ella podían ser arrollados en cualquier momento por un camión que pasase por allí? Nerviosa, echó una mirada al espejo retrovisor para comprobar que no se acercaba ningún vehículo a toda velocidad por detrás.

—¿Qué le ha pasado a su coche? —preguntó con la esperanza de que el autoestopista volviera a centrase en el meollo de la cuestión.

—No quiere andar —explicó con tono compungido y los ojos como dos hendiduras malhumoradas—. No quiere. Esa es la cuestión. No hay argumento que valga, ¿eh? ¿Eh?

Sonrió desafiante como para disuadirla de que expusiese cualquier opinión contraria.

—¿Es un problema de motor? —le preguntó animosa Isserley.

—¡Qué va! Es que me he quedado sin gasolina. Nada más —dijo dando un resoplido de vergüenza—. Es por culpa de mi novia, ¿sabe? Porque para ella cada minuto de retraso cuenta. Pero parece que tendría que haber echado más gasolina.

Fijó la mirada en los enormes ojos de Isserley, pero estaba segura de que no podía ver en ellos nada raro, aparte del imaginario reproche de otro conductor.

—Es que el indicador de la gasolina está hecho una mierda, ¿sabe? —dijo entrando en detalles. Se apartó del coche de Isserley y señaló el suyo—. Pone vacío cuando está casi lleno, y lleno cuando está casi vacío. No se le puede hacer caso a nada de lo que pone. Hay que confiar en la memoria, ¿comprende?

Abrió la puerta de su coche como si fuera a mostrarle todos sus defectos. Se encendió la luz del interior. Era una luz pálida y parpadeante, acorde con la mala reputación del vehículo. Los asientos estaban llenos de latas de cerveza y paquetes de patatas fritas.

—Llevo en pie desde la cinco de la mañana —manifestó el narigudo autoestopista mientras cerraba la puerta de su coche de un portazo—. He trabajado diez días seguidos, durmiendo sólo cuatro o cinco horas por noche. Un asco. Un asco. Pero de qué sirve quejarse, ¿eh? ¿Eh?

—Bueno…, tal vez pueda acercarle a algún sitio… —sugirió Isserley, que agitó su brazo delgaducho por encima del asiento del acompañante para atraer su atención.

—Lo que necesito es una lata de gasolina —dijo el autoestopista, que había vuelto a asomarse por la ventanilla del coche.

—Yo no llevo ninguna —dijo Isserley—. Pero suba, de todos modos. Puedo llevarlo a una gasolinera, o tal vez más lejos. ¿Adónde va?

—A casa de mi chica —contestó; le lanzó otra mirada lasciva y volvió a bajar y subir los párpados—. Tiene muy mal genio. Me va a poner a caldo.

—Ya, pero ¿dónde vive exactamente?

—En Edderton.

—Entonces, suba —insistió Isserley. Edderton estaba sólo a siete u ocho kilómetros de Tain y a unos veinte, más o menos, de la Granja Ablach. ¿Qué podía perder? Si luego tenía que renunciar a aquel macho, podría consolarse retirándose de inmediato a la granja. Y si se lo llevaba consigo, mejor aún. Pasara lo que pasara, para cuando llegase Amlis Vess estaría a salvo en su casita, y hasta podría dormir durante todo el tiempo que durase el revuelo, siempre que nadie fuese a llamar a su puerta.

Una vez que el autoestopista se hubo puesto el cinturón de seguridad, Isserley se alejó de la cuneta y aceleró por la A9 en dirección a casa. Lamentaba que aquel tramo de carretera no estuviese iluminado y que las leyes prohibieran encender la luz interior del coche, porque le hubiese gustado que aquel tipo pudiese examinarla a fondo. Presentía que era un poco tonto y, probablemente, en aquellos momentos estaría obsesionado con solucionar sus problemas más inmediatos, así que no le habría venido mal un incentivo extra para hablar de sí mismo. Sin embargo, la oscuridad de la carretera la ponía demasiado nerviosa para atreverse a conducir con una sola mano sobre el volante. Él no tenía más que forzar un poco la vista, sí es que quería verle los pechos. Aunque había que reconocer que aquellos ojos daban la impresión de haberse forzado demasiado. Así que miró hacia adelante, se puso a conducir con cuidado y dejó que se ocupase de lo que quisiera.

Seguro que me va a echar con cajas destempladas, iba pensando el autoestopista, pero tal vez me deje dormir una pizquita antes.

¡Qué va! ¡De eso nada! Le mostraría la fuente del horno con la cena reseca y le diría que ya no había quien se la comiese; aunque él estuviese desesperado por zampársela, ella no se lo permitiría, por supuesto. Ella era la razón por la que conducía como un loco por la A9 semana tras semana, todas las semanas. Su chica. Su Catriona. Si quisiera, podría levantarla en vilo y tirarla por la ventana como si fuese un jarrón y, sin embargo, era ella quien lo manejaba. Pero ¿cómo podía ser? ¿Eh? ¿Eh?

La chica que lo había recogido parecía diferente. Probablemente, ella estaría bien, como novia, quería decir. Le dejaría dormir cuando estuviera muerto de sueño, se notaba. No se pondría a sacudirle justo cuando se le estaban empezando a cerrar los ojos diciéndole: «No te estarás durmiendo, ¿eh?». Aquella chica tenía una mirada amable. Y un buen par de melones, ¡joder! Era una pena que no llevase ninguna lata grande de gasolina metida en algún rincón. Con todo, realmente, no podía quejarse, ¿verdad? Y, además, no servía de nada. Hay que mirar hacia adelante con una sonrisa, como solía decir su viejo. Pero, claro, su viejo no había conocido a Catriona.

¿Y hasta dónde lo llevaría aquella chica? ¿Estaría dispuesta a regresar a su coche si conseguía gasolina? No le gustaba nada haberlo dejado allí tirado. Podrían robárselo. Aunque el ladrón también tendría que echarle gasolina. Pero probablemente habría ladrones de coches que recorrerían toda la campiña con enormes latas de gasolina en los maleteros buscando coches como el suyo. Qué bajo podían caer algunas personas, ¿no? Era la ley de la selva, al final todo se reducía a eso.

Catriona lo mataría si llegaba un minuto más tarde de lo que ya iba a llegar. Aunque eso no era lo más grave. Lo más grave era que no le dejaría dormir, ése era el asunto. Si pudiera echarle un poco de gasolina al coche quizás podría dormir allí dentro e ir a ver a Catriona a la mañana siguiente. O incluso dormir en el coche todo el fin de semana, pasarse el día sentado en Little Chefs y luego volverse a trabajar el lunes por la mañana. Cojonudo, ¿eh? ¿Eh?

A aquella chica no le importaría que él apoyara la cabeza en el respaldo del asiento y descansara unos minutos, ¿no? De todos modos, no era un gran conversador. «No tienes ni dos dedos de frente», decía siempre Catriona.

Pero ¿cómo eran de gordos los dedos, eh? Dependía de cómo fuesen de gordos, ¿eh?

Isserley tosió para llamar su atención. No le era fácil toser, pero de vez en cuando lo intentaba, sólo para ver si lograba hacerlo de un modo convincente.

—¿Eh? ¿Eh? —ladró él, y sus ojos enrojecidos y su narizota, en la que relucían algunos mocos, surgieron de pronto en medio de la penumbra como animales asustados.

—¿Y usted a qué se dedica? —dijo Isserley. Había guardado silencio durante un minuto, convencida de que el autoestopista estaría comiéndosela con los ojos, pero un ronquido ahogado que venía de aquella dirección le había hecho darse cuenta de que se estaba quedando dormido.

—Soy leñador —dijo—. Madera para la construcción. Llevo dieciocho años en ese negocio, dieciocho años detrás de una motosierra. ¡Y todavía tengo los dos brazos y las dos piernas! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! No está mal, ¿eh? ¿Eh?

Levantó la mano derecha por encima del salpicadero y movió los dedos, probablemente para demostrarle que aún tenía los diez.

—Esos son muchos años de experiencia —dijo Isserley a modo de cumplido—. Le deben de conocer muy bien en todas las empresas madereras.

—Sí, sí —dijo asintiendo con la cabeza con tal énfasis que parecía que la barbilla iba a rebotarle en el enorme pecho—. Cada vez que me ven llegar, salen todos corriendo. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Nunca hay que dejar de sonreír, ¿eh?

—¿Quiere decir que no están satisfechos con su trabajo?

—Se quejan de que no soy puntual —contestó arrastrando las palabras—. De que hago esperar a los árboles demasiado tiempo, ¿entiende? El que siempre llega tarde, ése soy yo. El que siempre llega tarde…

Su cabeza iba inclinándose mientras alargaba la vocal, en consonancia con su lento hundimiento en la somnolencia.

—Eso es muy injusto —afirmó Isserley subiendo el volumen de la voz—. Lo que importa es la calidad del trabajo, no lo puntual que sea.

—Es usted muy amable, muy amable —dijo el leñador con una sonrisa bobalicona mientras la cabeza se le iba inclinando hacia las rodillas y los mechones de pelo se le iban reacomodando lentamente sobre la dura mollera.

—Así que vive en Edderton, ¿no?

De nuevo volvió a la realidad el leñador con lo que parecía una especie de ronquido.

—¿Eh? ¿Edderton? Mi chica vive allí. Me va a poner a caldo.

—¿Y usted dónde vive?

—Durante la semana duermo en el coche o en una pensión. Trabajo diez días seguidos, a veces, hasta trece. Empiezo a las cinco de la mañana en verano y a las siete en invierno. O, al menos, es lo que se supooone…

Isserley estaba a punto de estirar el brazo para enderezarle la cabeza después de aquella caída en picado cuando el leñador se incorporó solo, se giró en el asiento y apoyó la mejilla contra el reposacabezas, como si fuera una almohada. Volvió a abrir los ojos muy lentamente y, con una sonrisa cansada y zalamera, farfulló:

—Cinco minutos. Sólo cinco minutos.

A Isserley le hizo gracia, y siguió conduciendo en silencio mientras el leñador dormía.

Se quedó un tanto sorprendida cuando, después de cinco minutos casi exactos, se despertó sobresaltado y se quedó mirándola aturdido. Sin embargo, mientras pensaba en algo que decirle, el leñador volvió a relajarse y a apoyar la mejilla sobre el reposacabezas.

—Otros cinco minutos —dijo haciendo un mohín como para disculparse—. Cinco minutos.

Y volvió a quedarse dormido.

Isserley continuó al volante, no sin antes echar una mirada al reloj digital del salpicadero. En efecto, unos trescientos segundos después, el leñador volvió a despertarse sobresaltado.

—Cinco minutos —refunfuñó, y apoyó la otra mejilla en el reposacabezas.

Aquello continuó así durante veinte minutos. Al principio, Isserley no tenía ninguna prisa, pero luego apareció una señal en la carretera que anunciaba que pronto pasarían junto a un área de servicio y consideró que ya era hora de ponerse manos a la obra.

—Y esa novia que tiene… —le dijo cuando volvió a despertarse—. No le comprende, ¿verdad?

—Tiene muy mal genio —admitió el leñador, como si aquella expresión se le acabara de ocurrir y no la hubiese dicho nunca antes—. Me va a poner a caldo.

—¿Y no ha pensado en dejarla?

En su rostro se dibujó una sonrisa tan amplia, que parecía un tajo que le seccionara la cara en dos mitades.

—Es difícil encontrar una buena chica —dijo en tono de amonestación y sin mover apenas los labios.

—Ya, pero si no se preocupa por usted… —insistió Isserley—. Por ejemplo, si no apareciera esta noche, ¿se preocuparía? ¿Intentaría encontrarlo?

El leñador soltó un suspiro que denotaba un cansancio infinito.

—A ella le basta y le sobra con mi dinero —dijo—. Y, además, tengo cáncer en los pulmones. O sea, cáncer de pulmón. Yo no siento nada, pero los médicos dicen que está ahí. Puede que no me quede mucho, ¿entiende? No tiene sentido abandonar pájaro en mano, ¿entiende? ¿Eh?

—Mmm —contestó de manera vaga Isserley—. Comprendo lo que quiere decir.

Pasaron junto a otra señal que recordaba a los automovilistas que había un área de servicio un poco más adelante, pero el leñador ya había vuelto a acurrucarse en el asiento farfullando:

—Cinco minutos. Sólo otros cinco minutos.

Y volvió a quedarse dormido; con cada ronquido exhalaba una leve vaharada a alcohol.

Isserley le echó una mirada. Estaba desplomado sobre el asiento con la mejilla aplastada contra el reposacabezas, la boca, de labios carnosos, abierta, y los enrojecidos ojos cerrados. Parecía como si ya le hubiese pinchado con las agujas de la icpathua.

Mientras seguía conduciendo a través de la noche insonorizada, Isserley sopesaba los pros y los contras.

En el lado de los pros estaban las borracheras y la constante falta de sueño que todos sus allegados conocían perfectamente; nada los sorprendería menos que no verlo aparecer donde se suponía que tenía que estar. Se encontraría el coche lleno de envases de alcohol vacíos, en un lateral de la carretera barrido por el viento, entre dos cadenas montañosas; no cabría la menor duda de que el conductor se habría alejado de allí a trompicones, borracho perdido, y se habría internado en alguna zona pantanosa helada para acabar cayendo por algún precipicio. La policía buscaría su cuerpo diligentemente, aunque resignada desde el principio a no encontrarlo jamás.

En el lado de los contras estaba el hecho de que el leñador no era un ejemplar sano: tenía los pulmones, según él mismo había reconocido, minados por el cáncer. Isserley intentó imaginárselo. Intentó imaginar que alguien lo abría en canal y que un chorro de líquido negro y maloliente, compuesto de alquitrán de cigarrillo y flemas fermentadas, le salpicaba en pleno rostro. Sin embargo, sospechaba que aquello no sería más que una morbosa fantasía, consecuencia del asco que le provocaba la sola idea de inhalar una porquería quemada y llenarse con ella los pulmones. Posiblemente, no tenía nada que ver con lo que era el cáncer en realidad.

Frunció el ceño e hizo un esfuerzo para recordar lo que había estudiado. Sabía que el cáncer tenía algo que ver con una reproducción celular desenfrenada…, con una mutación en el crecimiento. ¿Querría eso decir que aquel vodsel tenía unos pulmones desmesurados, gigantescos, encajados dentro del pecho? No quería causar ningún problema a los hombres que trabajaban en la granja.

Pero, por otro lado, ¿qué importaba que los pulmones fueran demasiado grandes? Seguro que podían extirpárselos con independencia de su tamaño.

Aunque, por otro lado, le daba cierta aprensión llevar un vodsel enfermo a la granja. No es que nadie le hubiese dicho, concretamente, que no podía hacerse, pero…, bueno, es que ella tenía su propio código moral.

El leñador murmuraba algo en sueños; era una especie de canturreo entre dientes, un «misi, misi, misi», como si intentara calmar a un animal.

Isserley miró el reloj del salpicadero. Habían pasado más de cinco minutos, bastante más. Respiró hondo, se recostó contra el respaldo del asiento y siguió conduciendo.

Alrededor de una hora más tarde ya había pasado Tain y se encontraba cerca de la rotonda del puente de Dornoch. Las condiciones meteorológicas eran tan diferentes de las que había esa misma mañana en el puente de Kessock, que casi le pareció que estaba en otro planeta. Iluminada por altas columnas con luces de neón, la rotonda destacaba en medio de una impenetrable oscuridad, y su resplandor resultaba tanto más inquietante porque no soplaba el viento ni había el menor tráfico. Comenzó a subir por la pronunciada rampa en espiral, mirando de vez en cuando al leñador para ver si se despertaba con el reflejo de las luces. Ni siquiera se movió.

Refunfuñando por lo bajo, el coche de Isserley subió describiendo un arco sobre aquel laberinto surrealista de hormigón. Era una estructura tan monstruosamente fea, que podría haber pasado por una construcción de los Estados Nuevos de no haber sido porque el cielo se extendía por encima de ella. Isserley giró a la izquierda para no pasar por el estuario de Dornoch y emprendió un pronunciado descenso hacia la frondosa oscuridad. Las luces largas de los faros dieron de lleno sobre uno de los lados del edificio del Salón del Reino de los Testigos de Jehová, que quedaba por debajo, y luego se adentraron en el bosque de Tarlogie.

Sorprendentemente, fue entonces cuando el leñador se sobresaltó en medio del sueño. No había reaccionado ante las implacables luces de la rotonda y, sin embargo, a pesar de la oscuridad, parecía notar la presión que ejercía la densidad de aquel bosque sobre la estrecha carretera.

—Misi, misi, misi —canturreó suavemente.

Isserley se inclinó hacia adelante para escudriñar atentamente aquella oscuridad casi subterránea. Se sentía bien. Después de todo, el efecto de estar bajo tierra que producía el bosque era ilusorio, así que no le provocaba la nauseabunda claustrofobia de los Estados Nuevos. Sabía que la barrera que había por encima de su cabeza, y que impedía que llegase la luz, no era más que una bóveda de ramas, más allá de la cual se extendía la reconfortante eternidad del cielo.

Minutos más tarde el coche emergió del bosque y enfiló hacia las praderas que rodeaban Edderton. Un deprimente concesionario de venta de caravanas le dio la bienvenida a aquel minúsculo pueblo. Las luces de la calle iluminaban la oficina de correos y la parada de autobús, que tenía el techo de bálago. No había la menor señal de vida.

Isserley puso el intermitente, a pesar de que no había ningún vehículo al que advertir de su maniobra, y detuvo el coche en un lugar muy iluminado.

Tocó suavemente al leñador con sus fuertes dedos.

—Ya hemos llegado —dijo.

El leñador se despertó sobresaltado, con los ojos desorbitados, como si estuvieran a punto de abrirle la cabeza con un objeto punzante.

—¿Qué, qué, adónde? —farfulló.

—A Edderton —le contestó—. Adonde quería ir.

Parpadeó varias veces, haciendo un esfuerzo para creérselo, miró a través del parabrisas y, luego, por la ventanilla de su lado.

—¿En serio? —dijo, asombrado, intentando orientarse en medio de aquel familiar oasis de aridez.

Tenía que reconocer que ningún otro sitio podía tener un aspecto como aquél.

—Uy, esto es… no sé… —dijo casi sin aliento, sonriendo abochornado, pero también ansioso y satisfecho al mismo tiempo—. Me he debido de quedar dormido, ¿no?

—Supongo que sí —dijo Isserley.

El leñador volvió a parpadear, luego se puso tenso y miró, nervioso, hacia la calle desierta.

—Espero que mi chica no ande por aquí —dijo con una mueca—. Espero que no la vea. —Miró a Isserley y levantó una ceja, mientras evaluaba si aquello podía ofenderla—. Lo que quiero decir es que… —añadió mientras forcejeaba para desabrocharse el cinturón de seguridad—, tiene muy mal genio. Es, cómo diría…, muy celosa. Eso, muy celosa.

Una vez fuera del coche, se quedó dudando antes de cerrar la puerta, mientras intentaba encontrar unas palabras apropiadas que decirle.

—Y usted es… —Respiró hondo, cogiendo aire—. Es… preciosa —dijo por fin con una sonrisa de oreja a oreja.

Isserley le devolvió la sonrisa y, de pronto, se sintió totalmente agotada.

—Hasta pronto —le dijo.

Isserley se quedó allí durante largo rato, sentada en el coche, sin moverse, en medio del charco de luz cercano a la parada de autobús con el techo de bálago del pueblo de Edderton. En aquel preciso instante carecía completamente de lo que se necesitaba para ponerse en marcha, fuese lo que fuese.

Mientras esperaba recibir aquello de lo que carecía, apoyó los brazos sobre el volante y la barbilla sobre los brazos. La poca barbilla que tenía era resultado de un enorme sufrimiento y una ingeniosa operación quirúrgica. Poder apoyarla sobre los brazos era un pequeño triunfo, o quizás una humillación, nunca sabía cómo considerarlo.

Poco después se quitó las gafas. Se arriesgaba tontamente al hacerlo, incluso en aquel pueblo somnoliento, pero no podía soportar más la sensación que le causaban las lágrimas al acumularse en la parte interior de la montura de plástico para resbalar después por sus mejillas. Lloró y lloró, lamentándose bajito en su idioma, sin dejar de observar con atención la calle, por si algún vodsel pasaba por allí. Pero no pasaba nadie y el tiempo se resistía tercamente a transcurrir.

Levantó la mirada hacia el espejo retrovisor y fue moviendo la cabeza hasta ver reflejado en él el trozo que abarcaba sus ojos de color verde musgo y la línea de nacimiento del pelo. Aquella pequeña franja de su cara, apenas iluminada, era la única parte de su cuerpo que podía mirar sin odiarse a sí misma, era el único trocito que no había sido modificado. Aquella pequeña franja era su ventanita hacia la cordura. Durante los últimos años se había quedado muchas veces así, sentada en el coche, mirando a través de aquella ventanita.

A lo lejos, en el horizonte, destellaron unos faros. Se puso las gafas. Para cuando el vehículo llegó a Edderton, un buen rato después, Isserley ya se había calmado.

El vehículo era un Mercedes color ciruela, con cristales ahumados, que hizo un cambio de luces al pasar al lado de Isserley. Era un gesto amistoso, que no constituía una advertencia ni tenía nada que ver con el Código de Circulación. No era más que un coche que saludaba a otro de color y forma vagamente similares, independientemente de quién fuese su conductor.

Isserley arrancó y dio media vuelta, siguiendo los pasos de aquel desconocido conductor que la había saludado amistosamente. Salió de Edderton y se internó en el bosque.

Durante todo el camino de regreso a Ablach pensó en Amlis Vess y en lo que diría cuando se enterase de que había vuelto con las manos vacías. ¿Creería que la razón de que permaneciese escondida en su casa era que estaba avergonzada por no haber tenido éxito aquel día? Bueno, pues que pensara lo que quisiera. Tal vez con aquel fracaso, si es que él quería considerarlo así, quedase bien claro que su trabajo no era nada fácil. Probablemente, aquel joven mimado y hedonista se imaginaba que su trabajo era como coger flores silvestres al borde de la carretera o… buccinos en la playa, si es que tenía la menor idea de lo que era un buccino o del aspecto que pudiera tener una playa. Esswis tenía razón: ¡que le dieran por el culo!

Quizás, después de todo, hubiera debido traer consigo al leñador. ¡Qué brazos tan enormes tenía! ¡Y cuánta carne! Tenía más carne que ninguno de los que había visto hasta entonces. Seguro que para algo habría servido. Ah, pero eso del cáncer… Tenía que averiguar si el cáncer podía influir en algo o no, para futuras ocasiones. Preguntárselo a los hombres de la granja no tenía sentido. Eran más brutos que un arado, típicos candidatos a ser enviados a los Estados Nuevos.

La Granja Ablach estaba pálida como la nieve y más silenciosa que nunca cuando se internó por el camino de entrada, que estaba cubierto de maleza. En realidad, había dos caminos que llevaban a la granja, aunque, supuestamente, uno era sólo para maquinaria pesada; con todo, los dos estaban plagados de grietas, baches y malas hierbas, e Isserley los usaba indistintamente dependiendo de su estado de ánimo. Aquella noche entró por el que se suponía que era para los coches, aunque sólo solía transitarlo el suyo. Ya desde la misma entrada a Ablach había una serie de señales que advertían de la existencia de productos tóxicos, del peligro de muerte y de las responsabilidades legales a las que tendrían que enfrentarse los intrusos. Isserley sabía que al pasar junto a aquellas señales se disparaban algunas alarmas en los edificios de la granja, situados unos cuatrocientos metros más adelante.

Le gustaba aquel camino, especialmente un trozo que estaba plagado de tojos y al que llamaba la colina de los Conejos, porque allí habitaba una enorme colonia de conejos que siempre estaban saltando de un lado para otro a cualquier hora del día o de la noche. Isserley siempre conducía muy despacio por aquella zona, poniendo mucho cuidado en no arrollar a ninguna de aquellas encantadoras criaturitas.

Al final de la carretera, camufladas tras los árboles, se divisaban las luces de la casa de Esswis. Al verlas se acordó de la extraña conversación que habían tenido aquella mañana. Aunque lo conocía muy por encima, podía imaginarse cómo estaría torturándole la espalda en aquellos momentos y sintió pena por él, así como desprecio (porque hubiera podido no hacerlo) y una irreprimible sensación de solidaridad a causa de la similitud de sus vidas.

Pasó frente al establo, y por un instante los faros de su coche iluminaron su combada puerta, que adquirió un tono anaranjado y luego volvió a quedarse negra. Dentro no había caballos, sólo el proyecto favorito de Ensel.

—Funcionará, lo sé —le había dicho sólo unos días antes de abandonarlo y dejar que Esswis lo remolcase hasta allí. Por supuesto, ella no había demostrado el menor interés. Los hombres como él podían llegar a matarte de aburrimiento si les dabas la más mínima oportunidad.

Cuando llegó al edificio principal, lo encontró de una blancura ridícula, con la pintura aún fresca brillando a la luz de la luna. Nada más apagar el motor se abrió la gran puerta metálica y varios hombres se acercaron a toda prisa. Ensel, como de costumbre, fue el primero en asomarse por la ventanilla del asiento del acompañante.

—Hoy no he conseguido nada —dijo Isserley.

Ensel metió el hocico dentro del coche, casi como lo había hecho el leñador, y olfateó la tapicería impregnada de olor a alcohol.

—Ya se huele que no ha sido porque no lo hayas intentado —dijo.

—Sí, bueno… —respondió Isserley, rabiosa por lo que estaba a punto de decir, aunque lo soltó, de todos modos—, Amlis Vess tendrá que comprender que esto no es tan fácil como parece.

Ensel percibió su turbación y sonrió. No tenía una buena dentadura y lo sabía, así que, por deferencia hacia ella, bajó la cabeza.

—De todos modos, ayer trajiste uno muy grande —dijo—. Es de los mejores que has conseguido.

Isserley le miró a los ojos, ansiosa por comprobar si, aunque fuese por una vez, aquel cumplido era sincero. Pero, en cuanto se dio cuenta de que estaba ansiosa, arrancó de raíz aquel despreciable brote de sentimentalismo. Ensel no era más que uno de tantos desgraciados destinados a acabar en los Estados Nuevos, pensó, y desvió la mirada, decidida a dirigirse cuanto antes a su casa y encerrarse en ella. Había tenido un día demasiado largo.

—Pareces agotada —dijo Ensel. Los otros hombres ya habían vuelto a meterse en el edificio. Él intentaba tener un momento de intimidad con ella, y, como siempre, había elegido el momento más inoportuno.

—Sí —dijo Isserley suspirando—. Supongo que lo estoy.

Recordó otra ocasión, hacía un año o dos, en que la había atrapado de la misma forma: había metido la cabeza dentro del coche y ella había sido tan tonta que había apagado el motor. Le había dicho con aire de complicidad, casi con ternura, que tenía un regalo para ella. «Gracias», le había respondido, al mismo tiempo que cogía el paquetito que le entregaba y lo ponía sobre el asiento del acompañante. Al desenvolverlo, más tarde, se había encontrado con un delgadísimo filete, casi transparente, de voddissin en su jugo, un manjar que seguro que Ensel había robado. Metido en aquel papel encerado parecía hacerle guiños, todavía húmedo y tibio, irresistible y desagradable al mismo tiempo. Se lo había comido, e incluso había lamido el jugo acumulado entre los pliegues del papel. Pero nunca volvió a hablar de ello con Ensel, y ahí quedó la cosa. Aunque él continuó intentando impresionarla de diferentes maneras.

—Amlis Vess llegará probablemente de madrugada —estaba diciendo en aquel momento mientras se inclinaba aún más dentro del coche. Tenía las manos sucias y nudosas, llenas de costras—. Esta misma noche —añadió, por si no había quedado claro.

—Yo estaré durmiendo —dijo Isserley.

—Nadie sabe para cuánto tiempo viene. Puede que vuelva a marcharse en la misma nave, en cuanto carguen la mercancía.

Ensel hizo un gesto con la mano imitando la partida de una nave, igual que si fuera una preciosa oportunidad que hubiera desaparecido en el vacío.

—Bueno, supongo que ya nos enteraremos cuando llegue el momento —dijo Isserley, animosa, mientras lamentaba haber apagado el motor.

—Entonces…, ¿quieres que te avise? —propuso Ensel.

—No —contestó Isserley, que tuvo que hacer un esfuerzo para mantener un tono tranquilo—. No, es mejor que no. Puedes decirle que, de parte de Isserley, hola y adiós, ¿te parece bien? Y ahora, de verdad, tengo que irme a la cama.

—Claro —dijo Ensel, y se apartó de la ventanilla.

¡Qué cabrón!, pensó Isserley mientras se alejaba en el coche. Estaba tan cansada, que se había descuidado y había dejado escapar aquel comentario de que se iba a la cama. Seguro que a Ensel le había encantado oírlo, y que se lo contaría a los demás hombres, porque era una prueba de su estado infrahumano. Si se lo hubiera quitado antes de encima, nunca jamás se habría enterado. Él y los otros hombres habrían seguido creyendo que, cuando Isserley dormía en aquella casa suya tan inexpugnable, lo hacía como un ser humano, en el suelo.

Sin embargo, en un instante maldito, le había regalado imprudentemente aquella vergonzosa realidad: la imagen de un horrible monstruo que dormía sobre una extraña estructura rectangular de hierro, que tenía encima un envoltorio de tela relleno de miraguano, con el cuerpo envuelto en viejas sábanas de hilo, justo igual que los vodsels.