Capítulo 3

A la mañana siguiente despertó a Isserley algo inusual: la luz del sol.

Por lo general, no dormía más que unas pocas horas por la noche, y luego seguía tumbada en la cama con los ojos totalmente abiertos en medio de una oscuridad claustrofóbica, presa de la amenaza de aquel dolor que era como si le clavaran alfileres en los músculos contraídos de la espalda.

Pero aquel día se encontró parpadeando bajo el resplandor dorado de un sol que producía la impresión de haber salido hacía ya bastante rato. Su dormitorio, encajonado en el piso superior, bajo la cumbrera del tejado a dos aguas de la casita de campo victoriana, tenía las paredes verticales sólo hasta la mitad de la altura y el resto con la misma inclinación que el tejado. Desde el punto en el que Isserley estaba tumbada, el dormitorio parecía un cuchitril hexagonal, iluminado como una celdilla de un panal resplandeciente. A través de una ventana, que estaba abierta, veía un cielo azul sin nubes, y, a través de la otra, la compleja arquitectura de las ramas de un roble cargadas de nieve reciente. El aire estaba en calma. Telarañas deshilachadas, abandonadas por las arañas que las habían tejido, colgaban de los marcos de madera de las ventanas sin agitarse apenas.

Hasta pasados un minuto o dos no percibió el zumbido subsónico de la actividad de la granja.

Se estiró, soltó un gruñido de malestar y empujó la sábana a un lado con las piernas. La inclinación del sol hacía que los rayos más cálidos cayeran justo sobre su cama, así que se quedó tumbada unos instantes, con los cuatro miembros extendidos formando una equis, dejando que le acariciaran la piel desnuda.

Las paredes de su dormitorio también estaban desnudas. En el suelo no había ninguna alfombra, sólo una fina lámina de viejas tablas de madera sin barnizar que no habrían pasado una prueba de nivelado. Bajo una de las ventanas brillaba un manchón de escarcha. Por curiosidad bajó la mano hasta el vaso de agua que tenía junto a su cama y lo levantó para que le diera la luz. El agua seguía apenas en estado líquido.

Se la bebió a pesar de que, al inclinar el vaso, crujió ligeramente. Tras una noche entera de haber estado tumbada inmóvil dejando que la naturaleza actuara, su cuerpo había alcanzado una temperatura circulatoria bastante alta, que se mantendría hasta que empezase a hacer los ejercicios para poner en marcha el metabolismo diurno.

Hasta ese momento su organismo estaría tan calentito como si fuera el de un ánsar nival.

Al beber el agua recordó que no había comido nada desde el desayuno del día anterior. Tendría que repostar adecuadamente antes de lanzarse a la carretera. Es decir, si es que se lanzaba a la carretera.

Porque, después de todo, ¿quién había dicho que tuviera que hacerlo todos los días de su vida? No era una esclava.

El despertador de plástico barato que estaba en la repisa de la chimenea marcaba las 9.03. En la habitación no había ningún otro dispositivo mecánico, salvo un televisor portátil, sucio y deteriorado, metido dentro del hueco de la chimenea. Estaba enchufado a un alargador cuyo larguísimo cable serpenteaba a lo largo del zócalo y salía por debajo de la puerta. La conexión a la red eléctrica se hallaba en algún punto, bajando las escaleras.

Hizo un gran esfuerzo para levantarse de la cama y probó a ver qué tal se encontraba de pie. No demasiado mal. Últimamente tenía un poco abandonados sus ejercicios, y eso hacía que se sintiera más agarrotada y dolorida de lo normal. Era evidente que podía hacer algo para mejorar.

Fue hasta la chimenea y encendió el televisor. Para verlo no necesitaba las gafas. En realidad, no tenía por qué llevarlas. Los cristales eran unos simples trozos de vidrio grueso que simulaban ser lentes ópticas. No le proporcionaban más que dolor de cabeza y cansancio de ojos, pero resultaban convenientes para su trabajo.

En la televisión un chef de cocina vodsel enseñaba a una inepta hembra a freír riñones en lonchitas, y, al empezar a salir humo de la sartén, a ella le entró una risilla nerviosa. Cambió de canal. Unas criaturas peludas y multicolores, que Isserley jamás había visto en la vida real, retozaban y cantaban unas canciones sobre las letras del abecedario. En otro canal unas manos con las uñas pintadas de color melocotón hacían una demostración de cómo funcionaba una batidora que vibraba. En otro canal daban dibujos animados, y un cerdo y un pollo iban volando por el aire en un cacharro impulsado por un cohete. Estaba claro que se había perdido las noticias.

Apagó el televisor, se enderezó y se colocó en el centro de la habitación para hacer los ejercicios de la espalda. Hacerlos como era debido le llevaba tiempo y le suponía un gran esfuerzo, por lo que desde hacía algunas semanas se había dejado llevar por la pereza, y su cuerpo la castigaba por ello. Tenía que volver a ponerse en forma. No había ninguna necesidad de padecer un dolor como el de los últimos días. Estar en malas condiciones físicas no conducía a nada, a menos que, por alguna razón malsana, lo que pretendiera en realidad fuera sentirse mal. Sentirse arrepentida de lo que había hecho.

Pero no se arrepentía de lo que había hecho. No.

Así que arqueó la espina dorsal, giró los brazos y apoyó el peso del cuerpo primero en una pierna y luego en la otra. Después se puso de puntillas con los brazos estirados hacia arriba, un poco temblorosos. Se mantuvo en aquella postura todo lo que pudo. Con las puntas de los dedos de las manos rozaba la bombilla apagada que colgaba de un cable. Incluso así, estirada al máximo, en aquel dormitorio de tamaño infantil, era demasiado baja para tocar el techo.

Quince minutos más tarde, sudorosa y un poco agitada, se dirigió al armario a elegir la ropa que se iba a poner. Se decidió por la misma del día anterior. En cualquier caso, la elección se limitaba a seis blusas con idénticos escotes, pero de diferentes colores, y a dos pantalones acampanados, ambos de terciopelo verde. No tenía más que un par de zapatos, hechos a medida, que había tenido que llevar al zapatero ocho veces antes de poder andar con ellos. No llevaba bragas ni sostén. Sus pechos se mantenían erguidos por sí mismos. Un problema menos del que preocuparse. Bueno, dos.

Isserley salió por la puerta de atrás de la casa y aspiró una bocanada de aire. La brisa marina olía con especial intensidad aquel día. Por supuesto que, en cuanto se tomara el desayuno, bajaría al estuario.

Y luego tenía que acordarse de lavar la ropa y ponerse otra, por si se cruzaba con algún otro listillo como el vodsel que llevaba un molusco en el bolsillo.

Alrededor de la casa los campos estaban cubiertos de nieve, pero acá y allá asomaban algunos pedacitos de tierra oscura, como si el mundo fuese una suculenta tarta de frutas con una capa de nata por encima. En el campo que quedaba al oeste había unas ovejas doradas, diminutas y solitarias en medio de la blancura, que metían los hocicos en la nieve buscando alguna delicia enterrada. En el campo que estaba al norte un gigantesco montón de nabos colocado sobre el heno apilado brillaba al sol como si se tratase de guindas confitadas. En dirección sur, detrás de las construcciones y los silos de la granja, se perfilaban los tupidos abetos navideños del bosque de Carboll. Y al este, más allá de las granjas, se agitaban las aguas del mar del Norte.

Por ninguna parte se veían tractores ni gente trabajando.

Todos los campos estaban arrendados a granjeros de la localidad que llevaban los utensilios necesarios cuando llegaba la época de la labranza, la de la recolección, la de parir las ovejas y así sucesivamente. En los intervalos de tiempo entre una tarea y otra, las tierras permanecían silenciosas y dejadas a su aire, y las construcciones que había en ellas se iban deteriorando, cubriéndose de óxido y de musgo.

En la época de Harry Baillie algunas de las construcciones se utilizaban para albergar el ganado durante el invierno, pero es que entonces resultaba rentable. El único ganado que había ahora eran unos cuantos bueyes que tenía Mackenzie y que estaban en el prado situado al lado de la colina de los Conejos. Y unas cien ovejas de cara negra que pastaban en los acantilados, junto al extremo de Ablach que daba al mar, y se alimentaban de hierbas saladas y de mala calidad. Tenían suerte de que por allí corriera un arroyuelo que desembocaba en el mar, porque los viejos abrevaderos de hierro fundido se habían ido llenando hasta arriba de unas algas tan oscuras como las espinacas o estaban cubiertos de una capa de óxido del color de la nuez moscada. No, desde luego, el actual propietario de Ablach no era uno de los pilares de aquella población como lo había sido Harry Baillie. Los naturales del lugar creían que era escandinavo, y lo consideraban un ermitaño chiflado. Isserley sabía que tenía esa fama porque, a pesar de su norma de no subir a su coche a nadie del pueblo, alguna vez había recogido autoestopistas en la A9, a más de treinta kilómetros de allí, que, de pronto, se habían puesto a hablar de la Granja Ablach. Aun teniendo en cuenta la escasa población de las Highlands, las posibilidades de que un asunto como aquél surgiera durante la conversación con un desconocido eran mínimas, sobre todo porque Isserley tenía siempre mucho cuidado de no decir dónde vivía.

Pero el mundo debía de ser más pequeño de lo que ella pensaba, ya que, una o dos veces al año, algún autoestopista parlanchín sacaba a relucir el asunto de los inmigrantes y de cómo estaban echando a perder las tradiciones de Escocia, e invariablemente, ponía el ejemplo de Ablach. Isserley se hacía la tonta cuando oía el cuento de que un escandinavo chiflado se había quedado con la granja de Baillie y, después, en vez de convertirla en una de esas empresas europeas que son una mina de oro, la había dejado irse a pique y había arrendado los campos a los mismos granjeros que habían participado en la subasta, pero que no habían podido mejorar su oferta.

—¡Lo que hay que ver! —le había dicho una vez un autoestopista—. A los extranjeros el coco les funciona de una manera diferente a la nuestra. No se sienta ofendida.

—No me siento ofendida —contestó ella mientras intentaba decidir si debía llevarse a aquel vodsel al lugar del que parecía saber tanto—. Y usted, ¿de dónde es? —le había preguntado luego.

No podía recordar qué le había contestado. Dependiendo de lo poco o mucho que pareciera haber viajado el autoestopista, había unos cuantos países de los que podía decir que procedía: la antigua Unión Soviética, Australia, Bosnia… o incluso de los países escandinavos, si es que el autoestopista no se había puesto a soltar juramentos sobre el chiflado hijo de puta que había comprado la Granja Ablach.

Sin embargo, con el paso de los años Isserley empezó a tener la impresión de que aquel hombre al que conocía por Esswis iba ganándose poco a poco y a regañadientes el respeto de la población. Los demás granjeros lo conocían como el señor Esswis, y todo el mundo daba por hecho que llevaba sus negocios desde la «Casa Grande», que era el doble de la de Isserley en cuanto a tamaño y estaba situada en el centro de la granja. A diferencia de la casita de Isserley, tenía corriente eléctrica en todas las habitaciones, así como calefacción, muebles, alfombras, cortinas, electrodomésticos y toda clase de chismes. Isserley no sabía qué hacía Esswis con aquellas cosas, pero, probablemente, le servían para impresionar a los que lo visitasen, aunque fuesen bien pocos.

En realidad, Isserley no conocía bien a Esswis, a pesar de que era la única persona del mundo que había pasado por lo mismo que ella. Así que, en teoría, había muchas cosas de las que podían hablar, pero, en la práctica, se evitaban.

A ella le parecía que haber compartido unos mismos sufrimientos no era garantía suficiente para establecer una estrecha amistad.

El hecho de que ella fuera mujer y él hombre no tenía nada que ver. Esswis tampoco mantenía relaciones sociales con los hombres. Simplemente, se pasaba el tiempo enclaustrado en su gran casa a la espera de poder ser útil.

En realidad, podía decirse que Esswis vivía prisionero en aquella mansión. Resultaba crucial que estuviera disponible veinticuatro horas al día, por si surgía alguna emergencia que pudiera plantear un enfrentamiento entre la Granja Ablach y el mundo exterior. Por ejemplo, hacía un año que una imprudencia en el manejo de una máquina para fumigar pesticida había ocasionado la muerte de una oveja extraviada. El animal no había muerto por el pesticida ni bajo las ruedas del vehículo, sino por una causa insólita: se había destrozado el cráneo con el extremo puntiagudo de uno de los brazos difusores. Sin perder un minuto, el señor Esswis había logrado ponerse de acuerdo con los dueños de la máquina de fumigar y de la oveja. Los dejó perplejos al decirles que asumiría toda la culpa de la pérdida del animal con tal de evitar las molestias y el papeleo.

Esa clase de cosas le habían hecho ganarse el respeto en la zona, a pesar de ser un inmigrante extranjero. Jamás se dejaba ver en los concursos de arado o en las fiestas del pueblo, eso ya se sabía, pero puede que no fuera por falta de interés: se rumoreaba compasivamente que padecía artritis o cáncer, o que tenía una pierna de madera. Y, además, comprendía mucho mejor que otros inmigrantes adinerados que los tiempos que corrían eran duros para los granjeros del pueblo, y muchas veces aceptaba paja o productos de la tierra como pago, en vez de exigir el dinero de la renta. Por mucho que Harry Baillie hubiera sido uno de los pilares de aquel pueblo, cuando se trataba de firmar contratos era un cabrón. Pero con Esswis una simple palabra dada por teléfono valía tanto como una firma. Y, en cuanto a cómo intentaba evitar que los turistas se metieran en su propiedad, con alambre de espino y carteles amenazantes, bueno, eso era otra cosa más a su favor. Las Highlands no eran un parque público.

Isserley fue caminando hasta el sendero principal y, con un suspiro de alivio al poder prescindir de las gafas durante un rato, miró hacia la casa de Esswis. Todas las habitaciones tenían las luces encendidas. Tenía las ventanas cerradas, y los cristales estaban opacos por la condensación del aire. Esswis podía hallarse en cualquier parte allí dentro.

La sensación de la nieve crujiendo bajo sus pies le resultó muy agradable. La simple idea de que el vapor del agua se solidificase al llegar a las nubes y cayera revoloteando en copos a la tierra le parecía algo milagroso. Incluso después de tantos años, le seguía pareciendo casi increíble. Era un maravilloso fenómeno de una formidable extravagancia, inútil e injustificable. Sin embargo, allí estaba, suave, esponjosa, tan pura que podía comerse. Cogió un puñado del suelo y se metió un poco en la boca. Estaba deliciosa.

Se dirigió hacia la construcción más grande de la granja, la que estaba en mejores condiciones o la que, por lo menos, no estaba en ruinas. El antiguo tejado de tejas había sido reemplazado por una chapa metálica. Los huecos que iban quedando en los muros al irse desmoronando las piedras se habían ido rellenando con cemento. El efecto general era más el de un contenedor gigantesco que el de una casa, pero los sacrificios estéticos habían sido necesarios. Era una edificación que tenía que estar protegida de los elementos y las miradas de intrusos curiosos. Era la entrada a un lugar secreto de enormes proporciones situado por debajo del suelo.

Isserley llegó hasta la puerta de aluminio. Apretó el timbre que había bajo una placa metálica que decía PELIGRO, PRODUCTOS QUÍMICOS y ENTRADA PERMITIDA SÓLO A PERSONAL AUTORIZADO. Aún había otra placa más, atornillada en la propia puerta, con una silueta estilizada de una calavera y dos huesos cruzados que Isserley suponía que eran fémures.

En el interfono se oyó un sonido abstracto. Se inclinó y se acercó a la rejilla casi hasta rozarla con los labios.

—Soy Isserley —susurró.

La puerta se abrió girando sobre su eje y ella entró.

Impaciente por ir cuanto antes al estuario, no se demoró mucho en el desayuno. Al cabo de veinte minutos ya estaba de vuelta en su casa, con el estómago lleno y llevando una bolsa de plástico que contenía los efectos personales del autoestopista alemán.

Parecía que los hombres que había allá abajo se habían alegrado de verla. Le dijeron cuánto lamentaban que se hubiese perdido la cena de la noche anterior.

—Fue un auténtico banquete —le había contado Ensel en su idioma, que hablaba con marcado acento provinciano—. Piernas de voddissin en salsa serslida y, de postre, grosellas silvestres recién cogidas.

—Bueno, no importa —contestó Isserley mientras untaba de mermelada de mussanta varias rebanadas de pan. Nunca sabía qué decirles a aquellos hombres, peones y manipuladores de alimentos, con los que seguro que jamás se habría relacionado si hubiera llevado una vida común y corriente en su tierra. Y, por supuesto, tampoco ayudaba mucho que tuvieran un aspecto tan diferente del suyo y que se quedaran mirándole los pechos y el rostro artificialmente cincelado cuando creían que no los veía.

Aquel día andaban muy atareados y la dejaron desayunar tranquila. Pero no antes de contarle unas cuantas novedades importantes: Amlis Vess iba a ir allí. ¡Amlis Vess! ¡En la Granja Ablach! ¡Y al día siguiente! Había mandado un mensaje diciendo que ya estaba de camino, que no quería que se tomaran ninguna molestia especial y que sólo quería ver cómo iban las cosas. ¡Quién lo iba a pensar!

Isserley hizo un comentario poco comprometedor y los hombres se fueron a continuar los preparativos para tan gran acontecimiento. La emoción era algo poco habitual en sus vidas desde que la Granja Ablach estaba consolidada y disponían de tiempo libre. No cabía la menor duda de que la visita del hijo del jefe resultaba un hecho tremendamente atractivo comparado con las aburridas tardes de jugar con pajitas o con lo que hicieran los hombres de aquella clase para entretenerse. Una vez sola en el comedor, Isserley se sirvió un cuenco de gushu, pero tenía un sabor extrañamente agrio. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que en todo el conjunto subterráneo, además del tufillo habitual a sudor masculino y mala comida, flotaba un olor ácido a productos de limpieza y a pintura. Eso determinó que aún se diera más prisa para volver al aire puro cuanto antes.

El camino de regreso a su casa a través de la nieve despejó sus senos nasales y la ayudó a bajar la comida. Sosteniendo la bolsa de plástico entre las piernas, metió la llave en la cerradura y abrió la puerta principal de su casa. Se dirigió al cuarto de estar, que, a excepción de unos grandes montones de ramas y ramitas que había por el suelo, estaba vacío.

Reunió varias de las mejores, formó una brazada, se la llevó al patio de atrás y la dejó caer junto con la bolsa de plástico al suelo cubierto de nieve. Dispuso las del tamaño más adecuado para formar una pequeña pira y el resto las dejó reservadas a un lado.

A continuación abrió con una llave la puerta herrumbrosa del cobertizo de hierro contiguo a su casa. Puso las palmas de las manos sobre el capó del coche y notó que estaba helado. Confiaba en que arrancase cuando llegara la hora, pero, de momento, aquello no la preocupaba. Abrió el maletero y sacó la mochila del autoestopista alemán. También había sufrido los efectos de la helada nocturna. No es que estuviera congelada, pero sí húmeda y muy fría, como si hubiera estado en la nevera.

La llevó al patio después de comprobar que no había nadie por los alrededores. No había ni un alma. Prendió las ramitas inferiores de la pira. Como las había recogido hacía varios meses y las había tenido guardadas desde entonces dentro de la casa, estaban muy secas, así que ardieron inmediatamente.

Una vez colocada vertical, la mochila resultó ser un inesperado cuerno de la abundancia. Estaba mucho más llena que lo que permitían suponer las leyes de la física. Y, además, contenía cosas de una extraordinaria variedad, guardadas todas ellas en docenas de bolsitas de plástico, botellitas, cajitas, saquitos y carteritas con cremallera, colocadas e intercaladas de una manera muy ingeniosa. Isserley las fue tirando, una a una, al fuego. Multicolores envases de comida se fueron retorciendo y quedaron reducidos a unas burbujas que apestaban a petróleo. Las camisetas y los calzoncillos, lanzados a las llamas después de desdoblarlos, se llenaron de bocas negras por las que salía el humo. Los calcetines lanzaron chispas. Una cajita de cartón con un medicamento estalló ruidosamente. Un bote cilíndrico transparente que contenía una figurita de plástico con el traje nacional escocés fue pasando por varios estados. El último de ellos fue la caída de bruces entre las llamas del rosado muñequito, ya desnudo y con los brazos derretidos.

La escasez de objetos inflamables hacía que el fuego fuese sofocándose, y, al añadirle un par de pantalones, amenazó con extinguirse. Isserley eligió unas ramitas bien secas y las fue colocando en zonas estratégicas. Los mapas desplegables de Inglaterra, Gales y Escocia también le sirvieron de ayuda. Convenientemente arrugados para facilitar la entrada de aire, ardieron con entusiasmo.

Escondido casi en el fondo de la mochila había un neceser de color rosa que no contenía artículos de aseo, sino un pasaporte. Al verlo, Isserley se preguntó si podría utilizarlo. Jamás había visto un pasaporte hasta ese momento, por lo menos ninguno «en vivo y en directo», por así decirlo. Se puso a pasar las páginas y a examinarlo con gran curiosidad.

Dentro había una foto del autoestopista, y también figuraban su nombre, su edad, su fecha de nacimiento y otras cosas por el estilo. Todo aquello no le decía nada a Isserley, pero sí le intrigó mucho que en la fotografía pareciera más rellenito y sonrosado de lo que había sido en realidad, y también, misteriosamente, menos real. Tenía una expresión de estoicismo alicaído. Era extraño que un ejemplar como aquél, bien cuidado, sano, con libertad para andar paseándose por el mundo y con una perfección de formas que, seguramente, le habría permitido aparearse con un número mayor de hembras que la media, pudiera parecer tan desgraciado. Por el contrario, otros machos, marcados por el abandono, plagados de enfermedades y rechazados por sus congéneres, irradiaban en algunas ocasiones una alegría que parecía surgir de algo más enigmático que la mera estupidez.

Aquella incapacidad que tenían algunos de los vodsels más aptos y mejor dotados para ser felices mientras estaban vivos constituía para Isserley uno de los mayores misterios con los que se enfrentaba en su trabajo, y la desconcertaba cada vez más con el paso de los años. Hablar de eso con Esswis no le hubiera aclarado nada, y mucho menos comentarlo con los demás hombres de la granja. Isserley había comprendido hacía mucho que, aunque tuviesen las mejores intenciones, carecían de cualquier preocupación espiritual.

Levantó la mirada y comprobó que se le estaba apagando el fuego, así que se puso a rebuscar alguna cosa que fuera más combustible. Lo primero que encontró fue la bolsa de plástico en la que el autoestopista llevaba los carteles, y la sacudió para que el fajo de papeles cayera sobre la nieve. Los fue echando al fuego uno a uno: THURSO, GLASGOW, CARLISLE y media docena más, hasta el último que decía SCHOTTLAND. Ardieron con una llamarada brillante, pero se consumieron en un instante. La pira se iba convirtiendo en un humeante amasijo de cenizas y plástico derretido con pocas probabilidades de poder consumir el objeto más grande de todos: la propia mochila.

Se dirigió a toda prisa al cobertizo a buscar una lata de gasolina, derramó una buena cantidad del reluciente combustible encima de la mochila y, con mucho cuidado, la lanzó sobre la mortecina pira, que se avivó con un estruendo que la llenó de emoción.

Echó una última mirada al pasaporte. Había decidido que, si se arriesgaba a conservar algún documento, un carné de conducir le sería más práctico. Y, de todos modos, se había dado cuenta, aunque con retraso, de que en el pasaporte figuraba el sexo del titular y también estaba registrada su altura: 1,90 m. Sonrió y tiró aquella libreta roja al fuego.

El billetero que contenía la bolsa de plástico también fue a dar a la pira, una vez extraído el dinero. Algunos de los billetes no eran de curso legal en el Reino Unido, así que se deshizo de ellos. Las libras podía añadirlas a su asignación para la gasolina. Era una suerte que no comprara ninguna otra cosa, porque, como las manos le apestaban a carburante, había impregnado los billetes con aquel olor.

La idea de ir hasta la playa y darse después una ducha le pareció mejor que nunca. Luego saldría con el coche. Si es que le apetecía. De todos modos, en un día de nieve no habría muchos autoestopistas en la carretera. Amlis Vess tendría que comprenderlo. No le quedaría otro remedio.

Fue caminando a lo largo de la playa de cantos rodados del estuario de Moray, embelesada por la belleza de aquel ancho mundo al aire libre.

Trillones de litros de agua se agitaban a su derecha entre la playa de Ablach y una Noruega invisible, situada más allá de la línea del horizonte. A su izquierda unas empinadas colinas repletas de tojos llevaban hasta la granja. Por detrás y por delante de ella se extendía la línea interminable del contorno de la península, cuyos pastizales encharcados, que se utilizaban para alimentar las ovejas, terminaban de un modo abrupto en una franja estrecha de rocas, moldeadas y esculpidas por hielos y fuegos prehistóricos al borde del agua. A Isserley le encantaba pasear por aquella franja rocosa.

La variedad de formas, colores y texturas que hallaba bajo sus pies le parecía infinita. Y debía de serlo. Cada caracola, cada canto y cada piedra habían sido conformados por milenios y milenios de masajes submarinos o glaciales. La dedicación eterna e indiscriminada que demostraba la naturaleza hacia sus innumerables partículas tenía para Isserley una enorme importancia emocional: colocaba la injusticia de la vida humana en su verdadera dimensión.

Arrojadas a la orilla, tal vez sólo unos momentos antes de volver a ser arrastradas mar adentro para pasar millones de años de pulimento y cambio de forma, las piedras permanecían serenas bajo sus pies desnudos. Le habría encantado poder recogerlas todas para organizar una compleja exposición infinita, un jardín de rocas del que se encargaría, pero de tales dimensiones que jamás podría recorrerlo de un confín a otro. En cierto sentido, la playa de Ablach ya era un jardín de rocas así, pero Isserley no había intervenido en su disposición, y le habría gustado mucho haber participado en su diseño.

Levantó del suelo una piedrecilla; era como una campanita suave con un agujero sedoso que la atravesaba. Tenía rayas anaranjadas, plateadas y grisáceas. A sus pies había otra piedra, redonda, totalmente negra. Dejó la que tenía forma de campanita y agarró el globo negro. Cuando lo estaba levantando, un huevo de cristal blanco y rosa brillante captó su mirada. Elegir una de aquellas piedras era un reto excitante, pero imposible.

Dejó el globo negro, se enderezó y se quedó mirando fijamente el océano, los surcos evanescentes de las olas. Luego dirigió la mirada al otro lado para localizar una gran roca sobre la que había dejado los zapatos. Allí seguían, con los cordones agitándose al viento.

Estaba corriendo un riesgo al ir descalza, con los pies a la vista, pero en el improbable caso de que alguien bajase a pasear por la playa, ella le vería a cien metros o más. Para cuando estuviera suficientemente cerca como para verle los pies, ella ya los habría puesto a salvo dentro de los zapatos o, si era necesario, los habría metido dentro del agua. El alivio que sentía al dejar que sus largos dedos se estiraran libres en la playa rocosa, curvándose sobre las piedras, era indescriptible. Y, de todas formas, ¿a quién, excepto a ella, le tenía que preocupar el riesgo que corriera? Estaba haciendo un trabajo que nadie más podía hacer y, además, conseguía cumplir los objetivos año tras año. Amlis Vess haría bien en recordarlo, si es que se atrevía a encontrarle algún defecto.

Siguió caminando y giró, acercándose más al borde del agua. Los charcos poco profundos que había entre las rocas más grandes estaban llenos de lo que ahora sabía que se llamaban buccinos, aunque le pareció que aquellos eran de los minúsculos que no interesaban en el mercado. Sacó uno del agua salada glacial y se lo llevó a la altura de la boca. Con la punta de la lengua se aventuró en el agujerillo resplandeciente. Tenía un gusto acre; sin duda, un sabor de esos a los que hay que acostumbrarse.

Volvió a colocar el buccino en su charco con mucha suavidad, como para no hacer ruido. Había una…, digamos que una visita.

Una oveja había bajado hasta la orilla, no muy lejos de donde estaba ella, y estaba olisqueando y probando a lengüetazos piedras de un tamaño similar al suyo. Isserley estaba intrigada. Nunca se había imaginado que una oveja pudiera andar por semejante terreno, no creía que sus pezuñas se lo permitieran. Pero allí estaba, andando entre las traicioneras ciénagas llenas de piedras y moluscos sin dificultad aparente.

Isserley se aproximó con mucho sigilo, balanceándose con cautela sobre los dedos de los pies y conteniendo la respiración por miedo a alarmar a aquella compañera de viaje.

Le resultaba difícil creer que aquella criatura no hablase. Tenía un aspecto que sugería que podía hacerlo. A pesar de lo extraño de sus rasgos, había en ella algo que parecía tan humano, que se sentía tentada, y no por primera vez, de cruzar la línea divisoria entre especies y establecer una comunicación.

—¡Hola! —la saludó.

—¡Ahí! —exclamó al ver que no la comprendía.

—¡Wün! —le dijo en un postrer intento.

Aquellos tres saludos, que no provocaron ningún efecto en la oveja, aparte del de alejarla, agotaron todas las posibilidades de saludar en los idiomas que Isserley conocía.

Había que admitir que no era una gran lingüista.

Pero es que ningún lingüista se hubiera presentado para hacer su trabajo. Eso, seguro. Sólo gente desesperada, sin ninguna otra perspectiva más que la de ser arrojada a los Estados Nuevos, lo habría tomado en consideración.

E, incluso en ese caso, solamente lo habrían hecho los que no estuvieran en su sano juicio.

La verdad es que, echando la vista atrás, en aquel entonces ella estaba totalmente loca. Perturbada hasta la demencia. Pero, después de todo, las cosas habían resultado bien. Era la mejor decisión que había tomado en su vida. Un pequeñísimo sacrificio personal, en realidad, si había servido para evitar pasarse la vida enterrada en los Estados Nuevos. Una vida brutalmente corta, por lo que se decía.

De hecho, cada vez que sentía molestias por lo que le habían hecho a su hermoso cuerpo para poder enviarla allí, intentaba recordar la apariencia que adquiría la gente que vivía en los Estados Nuevos. La decadencia física y el deterioro mental iban asociados al transcurso del tiempo allá abajo. Quizás fuera consecuencia del hacinamiento, o de la mala calidad de la comida, o del aire malsano, o de la falta de atención sanitaria, o, simplemente, se tratara del inevitable resultado de la vida subterránea. Pero en la gentuza que vivía en los Estados Nuevos se apreciaba una fealdad inconfundible, una degeneración casi infrahumana.

Cuando recibió la noticia de que la iban a enviar allí, Isserley se había hecho el firme y solemne juramento de que se mantendría sana y hermosa contra viento y marea. El rechazo categórico a que ocurrieran cambios en su físico sería su venganza contra los que detentaban el poder, su pataleo de rebeldía. Pero ¿habría podido realmente mantener esa esperanza? No cabía la menor duda de que en un principio todo el mundo se juraba que no permitiría que lo transformasen en una bestia, con la espalda encorvada y la carne llena de cicatrices, que no se le caerían los dientes, ni perdería los dedos, ni se quedaría sin pelo. Pero así era como terminaban todos. ¿Habría sido diferente en su caso, si hubiera ido allá en vez de venir aquí?

Por supuesto que no. Por supuesto que no. Y en la actualidad, después de ver cómo habían salido las cosas, no tenía una apariencia peor que la de la gentuza que vivía en los Estados Nuevos, ¿verdad? O, en todo caso, no mucho peor. ¡Y había que ver todo lo que había conseguido a cambio!

Dirigió su mirada al ancho mundo desde aquella posición estratégica sobre las rocas de la playa de la Granja Ablach. Era increíblemente hermoso. Tuvo ganas de corretear por allí para siempre, pero ya no podía correr.

No es que en los Estados Nuevos hubiera podido corretear de aquí para allá. Se habría arrastrado penosamente a lo largo de los corredores subterráneos de bauxita y ceniza prensada junto con los demás parias y fracasados. Se habría matado a trabajar en una planta de filtración de humedad o en una fábrica de oxígeno entre inmundicias, como los gusanos.

Y, en vez de eso, estaba allí, libre para deambular por una zona en estado natural casi ilimitada y con una cantidad impresionante de aire y de agua a su disposición.

Y todo lo que había tenido que hacer a cambio, reduciéndolo a lo esencial, era andar a dos patas.

Por supuesto que eso no era todo lo que había tenido que hacer.

Para dejar de pensar en todos los amargos detalles específicos de su sacrificio, Isserley decidió que debía volver al trabajo. No podía darse un buen baño de libertad sin que la embargaran aquellos recuerdos y pensamientos tan desagradables. Y el remedio estaba en ponerse a trabajar.

Ya había tirado las llaves y el reloj del autoestopista alemán al mar, donde recibirían otra forma y otra textura junto con los demás desechos de milenios. La bolsita de plástico vacía se la metió en la cinturilla de los pantalones para no dejar basura en la playa. Ya estaba bastante sucia con todos aquellos horribles residuos de los barcos y las plataformas petrolíferas. Un día encendería un fuego enorme en la playa y quemaría toda la porquería que había. Pero siempre se le olvidaba llevar lo necesario para hacerlo.

Volvió a donde estaban los zapatos y se los calzó, no sin cierta dificultad, porque tenía los pies helados y un poco hinchados. Quizás se había pasado al estar tanto tiempo expuesta al frío. Unas pocas horas en su cochecito con la calefacción a tope la pondrían como nueva.

Se puso a andar por la playa dirigiéndose a grandes zancadas hacia la zona cubierta de hierba. La oveja a la que había saludado se había reunido con el resto del rebaño y estaba ya lejos, en la zona más alta de la colina. Intentó distinguirla entre sus congéneres, pero tropezó y estuvo a punto de caerse porque los zapatos la hacían andar con torpeza. Tenía que mirar por dónde pisaba. Al borde de la zona en la que comenzaba la vegetación había esparcidas intrincadas marañas de algas, descoloridas y secas por la acción del sol, que se asemejaban a esqueletos o a fragmentos de esqueletos de criaturas inexistentes. Entre aquellos engañosos simulacros había auténticos restos de gaviotas, devoradas por algún congénere, que se mecían al viento. A veces, aunque no aquel día, había una foca muerta, con las aletas traseras enredadas en algún trozo de red de pescar y el cuerpo agujereado por la acción de otros habitantes marinos.

Fue ascendiendo por el sendero trazado por generaciones y generaciones de rebaños de ovejas a lo largo del terreno escalonado de la colina. Pero su mente ya se hallaba al volante.

Cuando llegó a su casa, la fogata se había apagado. En la nieve quedaba un halo, un círculo oscuro de cenizas y hierbajos chamuscados. Y en lo que había sido la pira aún quedaban restos de la mochila que no se habían consumido. Sacó de entre las cenizas los soportes metálicos cubiertos de hollín y los puso a un lado para deshacerse de ellos más tarde. Quizás al día siguiente, si es que tenía ganas de ir hasta el mar.

Entró en la casa y se fue derecha al cuarto de baño.

Como todas las demás habitaciones, tenía un aspecto vacío y deshabitado, con manchas de moho y residuos de insectos. A través de una ventana diminuta con el cristal cubierto de escarcha y suciedad se filtraba una luz pálida. El trozo de espejo mellado que colgaba torcido en la hornacina que había sobre el lavabo no reflejaba más que la pintura descascarillada. La bañera estaba limpia, aunque un poco oxidada, al igual que el lavabo. Por el contrario, el interior del retrete, que carecía de tapa, tenía el color y la textura de la corteza de los árboles; no se había utilizado, por lo menos, desde que Isserley vivía allí.

Sin detenerse nada más que para quitarse los zapatos, Isserley se introdujo en la bañera con churretes de color ocre. Atornillada en la pared, por encima de la altura de su cabeza, había una alcachofa de ducha que puso a funcionar por medio de un mando de baquelita para que lanzara agua a presión sobre ella. Cuando empezó a caer el agua, aún estaba quitándose la ropa y dejando que cayera en la bañera alrededor de sus pies.

Sobre la repisa oxidada había tres frascos de champú. Los tres juntos le habían costado cinco libras en la tienda de la gasolinera Arabella. Cogió el que más le gustaba y se echó un chorrito de aquel jarabe verde pálido en el pelo. Después se echó otro chorrito sobre el cuerpo desnudo y una buena cantidad encima de la ropa empapada que tenía alrededor de los pies. Con uno de ellos empujó la ropa y la aplastó encima del desagüe para que subiese el nivel del agua dentro de la bañera.

Se lavó el pelo a fondo y se lo aclaró varias veces. Cuando estaba en su tierra de lo que se sentía más orgullosa era de su pelo. Un miembro de la Élite le había dicho en cierta ocasión que con un pelo como el suyo no había ninguna duda de que no la destinarían a los Estados Nuevos. Mirando hacia atrás, le pareció un cumplido fácil y frívolo, pero en aquel momento le había resultado alentador. Le había hecho creer que el pasaje para un futuro brillante era una cuestión que radicaba inevitablemente en el físico, que era un derecho reluciente y fastuoso con el que había nacido, que todo el mundo podía apreciar a simple vista y que unos pocos afortunados podían acariciar con admiración.

Ahora le quedaba tan poco pelo, que ya no podía soportar ni tocárselo. La mayor parte nunca le volvería a crecer, y lo que le quedaba era un simple incordio.

Se tocó la piel de los hombros y de los brazos para comprobar si necesitaba afeitarse otra vez. Las palmas de las manos, resbaladizas por la espuma, detectaron una suave capa de pelo, pero decidió que podía esperar un día más. Había descubierto que había montones de hembras que tenían pelos en los brazos. La vida real no era en absoluto como mostraban las imágenes satinadas que salían en las revistas y la televisión. Y, de todos modos, nadie se los iba a ver.

Se enjabonó los pechos y se los enjuagó con cierta repugnancia. Lo único bueno que tenían era que le impedían ver lo que le habían hecho más abajo.

Cambió la dirección de la alcachofa de la ducha y bajó la mirada a la ropa que, para entonces, se arremolinaba en un charco poco profundo de agua jabonosa grisácea. La pisoteó un poco, luego la aclaró, volvió a pisotearla y después la retorció entre sus fuertes zarpas. La pondría a secar en el cuadrado que iluminaba el sol al entrar por la ventana de su cuarto o, si no hacía sol, en el asiento trasero del coche.

Cuando por fin salió de la granja al volante de su coche, ya era más de mediodía. El sol, que había brillado por la mañana, apenas era visible en aquellos momentos. El cielo se había vuelto de un color gris como de pizarra y estaba cargado de una nieve que no acababa de caer. Las probabilidades de encontrar en la carretera algún autoestopista eran mínimas, y menores aún las de que se tratase de uno apropiado. Pero se sentía con ganas de trabajar un poco o, por lo menos, de huir de todo el lío que sabía que seguiría habiendo bajo tierra.

Cuando iba a pasar por delante de la casa principal vio una cosa insólita: Esswis estaba encaramado a una escalera de madera, con un cubo en una mano y una brocha en la otra, pintando de blanco los muros de piedra.

Redujo la velocidad del coche, se detuvo al pie de la escalera y levantó la mirada hacia Esswis. Ya se había puesto las gafas, así que no lo veía con nitidez porque, además, le estaba dando el resplandor del sol. Pensó en quitarse las gafas un momento, pero le pareció de mala educación, dado que Esswis llevaba las suyas puestas.

—¡Ahí! —le dijo bizqueando un poco y sin saber si había hecho bien al detenerse.

—¡Ahí! —le respondió Esswis secamente. Tal vez deseara permanecer fiel a su papel de lacónico granjero escocés. O quizás se debiera su sequedad a que no quería hablar en su lengua públicamente, aunque no hubiera nadie en los alrededores que pudiera oírlo. La pintura chorreaba por el extremo de la brocha que tenía en la mano, pero, aparte de fruncir el ceño, Esswis no hacía nada por evitarlo, como si el saludo de Isserley fuese una especie de contratiempo que había que aguantar estoicamente. Llevaba mono, una gorra y botas de goma verdes salpicadas de pintura, cuyo diseño interior había sido casi tan difícil de conseguir como el de los zapatos de Isserley.

Considerando todos los detalles, a Isserley le parecía que había salido mejor parado que ella. Para empezar, carecía de pechos y tenía más pelo en la cara.

Señaló hacia el muro del que se estaba ocupando. Sólo una parte estaba ya blanqueada.

—¿Eso es en honor de Amlis Vess? —le preguntó.

Esswis soltó un gruñido.

—¡Vaya jaleo! —se aventuró a decir Isserley—. Seguro que no ha sido idea tuya.

Esswis torció el gesto y miró hacia abajo, furioso.

—¡Que le den por el culo a Amlis Vess! —dijo en inglés y con absoluta claridad. Luego se volvió y continuó pintando.

Isserley subió el cristal de la ventanilla y arrancó. Uno a uno empezaban a caer del cielo copos de nieve trazando espirales.