Mentor maldijo entre dientes cuando Olive y él giraron en un recodo de los túneles subterráneos y se vieron obligados a parar de nuevo. La halfling suspiró resignada. El camino estaba cerrado por un muro de rocas, cascotes y barro procedentes de un derrumbe del techo y era la cuarta vez que topaban con un obstáculo así. La primera, al pie de la escalera que descendía desde la ruinosa mansión al subsuelo, les supuso una hora de trabajo para abrirse paso. El segundo derrumbe no fue tan dificultoso de superar; sólo necesitaron treinta minutos para excavar un hueco hasta el otro lado. Al llegar al tercer montón de piedras, Mentor decidió desandar el camino hasta el principio e intentar otra ruta para atravesar el dédalo de pasadizos. Ahora no les quedaba más solución que ponerse a cavar de nuevo.
—Si no hubiera perdido la piedra trazaríamos una puerta dimensional hasta el laboratorio —rezongó el bardo al tiempo que daba una patada a la pila de cascotes.
—Eso si el techo del laboratorio no se ha venido abajo allí también —apostilló Olive en un intento de paliar las continuas lamentaciones por la pérdida de la Piedra de Orientación—, porque entonces apareceríamos muertos, enterrados por los escombros.
—No —repuso el bardo mientras asentaba la antorcha en la base de los desechos—, porque en ese caso la puerta dimensional nos dejaría en el plano astral. De todas formas, el laboratorio estará en buenas condiciones; no le puede haber pasado nada.
—Con media tonelada de piedras, no se necesita llave para entrar —puntualizó Olive al tiempo que posaba su antorcha junto a la de Mentor.
—Cierto, pero estos derrumbes no se deben a causas naturales. —Señaló hacia una parte arqueada del techo intacta todavía, revestida de bloques cuadrados de piedra perfectamente encajados—. No hemos visto ni un solo bloque de éstos entre los escombros —añadió.
—Seguramente estarán debajo de lo demás —arguyo Olive—. No hemos excavado tanto.
—Tendría que haber algunos por los alrededores. Los arcos no se derrumban a menos que se les retire una de las piezas. —Indicó la parte más elevada del tramo caído—. No lo han arrancado de una pieza ni lo han picado, y tampoco se ha resquebrajado en línea recta. Fíjate que las partes demolidas son circulares, describen un arco que atraviesa las piedras.
—Sí —repuso Olive, ligeramente inquieta.
—Lo han desintegrado.
—¡Magnífico! —susurró la halfling.
—Y hace poco además, diría yo, a juzgar por la ausencia de manchas de humedad. Seguro que lo hizo la misma persona o criatura que rompió el hechizo de la luz continúa en las piedras angulares de los arcos.
—¡Maravilloso!… —replicó Olive con sarcasmo—. Y ahora nos dirigimos justamente hacia el autor de la hazaña. ¿No se te ha ocurrido pensar que quien ha hecho este desastre lo hizo porque quería que lo dejaran en paz?
—No me importa —espetó el bardo—. Si está aquí, ha ocupado mi casa y no pienso consentirlo.
—De acuerdo —asintió Olive sin entusiasmo—. ¿Y si te desintegra a ti primero?
—Mi laboratorio tiene poderes suficientes como para arrasar un ejército. Allí creé la Piedra de Orientación —contestó, y comenzó a retirar cantos de la escombrera.
Olive se subió al montón y procedió a quitar cascotes y barro con su diminuta pala plegable. Mentor había roto el mango al utilizarlo como palanca en el primer montón de rocas, de modo que ahora sólo ella podía manejarla con comodidad.
—Querrás decir —le enmendó la plana— que allí fue donde alteraste la naturaleza mágica de la piedra con una esquirla de hielo encantado paraelemental.
Mentor la miró con cierta dosis de sorpresa.
—¿Y dónde aprendiste tú todo eso? —le preguntó.
—Elminster se lo estaba explicando al tribunal de arperos cuando… Bueno, cuando pasaba yo por allí.
—¿Ah sí? ¡Vaya! En fin, hay que reconocer que esa piedra fue una de las ideas más geniales de todo el siglo —comentó sin dejar de echar cascotes al pasillo que tenían a la espalda—. El hielo paraelemental es infinitamente más frío que el hielo común e impide que la piedra se caliente demasiado por mucha ciencia y muchas canciones que almacene en su memoria; además, gracias al frío, preserva toda la información que le he traspasado con tanta exactitud como la mente humana mejor preparada.
Olive recordó que en una ocasión Mentor había comparado su propia memoria y su voz con el hielo pulido.
—¿También pusiste hielo mágico en Alias?
—Sí. Los magos más sabios de la época me decían que era imposible, que no funcionaría jamás, pero todos se equivocaron. Alias vive y jamás olvidará ninguna de mis enseñanzas; es superior incluso a la Piedra de Orientación puesto que aprende otras cosas sin mi ayuda. Incluso Elminster la admira —alardeó el bardo.
—Creo que Elminster la aprecia más de lo que la admira.
—No te dejes engañar por la conducta paternal del sabio. Sabe muy bien que Alias es la obra de arte más sorprendente que ha visto en su vida. Es un recordatorio vivo de que yo tenía razón y él no, y se arrepentirá eternamente de haberme vuelto la espalda cuando le pedí ayuda para crear el primer cantante.
Olive dudaba seriamente de todos esos sentimientos que Mentor atribuía al sabio; cada vez se sentía menos inclinada a tolerar la vanidad del bardo. Tenía hambre, estaba cansada y sucia y sinceramente asustada por la mano que había desintegrado el techo. A Mentor se le había escapado el peligro que representaba Kyre, y Grypht había pagado las consecuencias. No estaba dispuesta a perecer víctima de los intentos del bardo por recuperar su hogar, de modo que decidió que había llegado el momento de atacar aquel ego tan crecido, de hacerle poner los pies en tierra y de obligarlo a pensar en volver a la civilización.
—Entonces, ¿por qué falló el primer cantante? —le preguntó sin intención aparente.
—Un descuido por mi parte —contestó al tiempo que liberaba una piedra enorme del montón—. Inserté el fragmento de hielo encantado precipitadamente y explotó.
—Eso es lo que le explicaste a Elminster, pero ¿qué pasó en realidad?
—¿Por qué habría de mentir a Elminster? —replicó Mentor sin negar que había ciertos puntos oscuros en la historia.
—Lo sabré cuando me cuentes lo que sucedió de verdad —respondió Olive con un guiño.
—¿Qué sabes del asunto, niña? —inquirió el bardo en tono ligero, pero la halfling se dio cuenta de que lo había puesto nervioso.
—Sé que Flattery cobró vida —repuso— y que era exactamente igual que tú pero no tan obediente como Alias; no quiso sumarse al negocio musical de la familia porque prefirió dedicarse a la ciencia de la magia.
Mentor dejó de trabajar y se quedó mirando a Olive con asombro, o temor tal vez.
—¿Cómo lo has averiguado? —dijo con voz entrecortada.
Olive se sentó en una roca, dejó la pala en el suelo y, tras quitarse los guantes, se pasó la mano por el pelo para sacudirse el polvo.
—De ninguna manera especial. Topé con él por casualidad, o sea, con Flattery.
Mentor alzó los ojos al techo y murmuró, como si se tratara de una maldición:
—¡Qué suerte de halfling!
—No creerás en esa estúpida superstición, ¿verdad? —rió Olive.
—Pues claro que sí —aseguró el bardo con la espalda apoyada en la pared—. Tú eres la prueba viviente. ¿Por qué crees que Cassana y Phalse intentaron con tanto ahínco que te pusieras en contra de Alias?
Olive entrecerró los ojos; le resultaba incómodo recordar hasta qué punto había estado dispuesta a traicionar a Alias, Akabar y Dragonbait.
—Porque eran unos sádicos redomados —soltó— que sólo querían ver cuánto me asustaban.
—Sin embargo, eran ellos los que te temían a ti. Ni tú ni los de tu raza seguís jamás la partitura; siempre improvisáis sin permiso del compositor. Les destrozaste los planes con una sola decisión por tu parte y esa suerte de halfling que te acompaña. Ahora comprendo cómo debían de sentirse —añadió con un gesto de incomodidad—. ¿Y qué quieres decir con eso de que «topaste con Flattery por casualidad»? —preguntó inquisitivo.
El interés repentino del bardo por la suerte de los halfling le produjo resquemor; hablar de suerte daba mala suerte.
—Cuéntamelo tú primero. ¿Qué fue lo que salió mal en la creación de Flattery?
—No quería cantar —repuso con un encogimiento de hombros—. Discutimos sobre el tema y él se enfadó. En aquel tiempo yo tenía dos aprendices, Kirkson y Maryje. Flattery mató a Kirkson e hirió a Maryje y después huyó. Cuando conseguí traer ayuda para Maryje, el rastro estaba frío. Después, los arperos me llevaron a juicio. Intenté localizar a Flattery durante todos esos años, pero se escondió bien por medio de sus poderes mágicos.
—¿Le pusiste tú ese nombre?
Mentor se enfureció.
—Eso fue por culpa de Kirkson, una bromita para tomarme el pelo[1]. En cuanto le dijo a la criatura que se llamaba Flattery, ya no quiso que se lo cambiáramos por otro.
—¿Qué nombre habías pensado tú?
—Todavía no lo había decidido.
—¿No lo habías decidido o no se te había ocurrido siquiera bautizarlo? —lo zahirió Olive.
—Me acordé de ponerle nombre a Alias —repuso contrito y a la defensiva.
—Alias, ¡menudo nombre! Pero sigo sin saber por qué mentiste a Elminster.
—No quería que los arperos se lanzaran a la caza y captura de la cri…, de Flattery. Tenía la esperanza de que, si seguía libre, tal vez consintiera en cantar mis canciones algún día.
—Esperanza vana —sentenció Olive—. Flattery odiaba tus entrañas, quería destruirte y acabar con todo el clan de los Wyvernspur.
Mentor se alejó de la halfling. A la luz de las antorchas, Olive no distinguía qué clase de emoción quería ocultar el bardo. Vuelto de espalda, preguntó:
—Entonces, ¿cómo lo encontraste?
—Fue en Immersea. Ya sabes lo del espolón de wyvern que heredó tu familia, que convierte al heredero en un wyvern y lo protege de los poderes mágicos y…
Mentor se giró en redondo e interrumpió el relato.
—Sé muy bien la historia del espolón —le contestó irritado—. Vi al idiota de mi hermano usarlo un montón de veces. Ve al grano, haz el favor.
—Bueno, pues Flattery no sabía todo lo que tenía que saber sobre el amuleto. Hace catorce años, un miembro de tu familia, Colé Wyvernspur, el padre de Giogi Wyvernspur, descubrió que Flattery asesinaba a gente. Colé dedujo que se trataba de un miembro de la familia y lo desafió a un duelo por el honor del apellido. Flattery mató a Colé, pero éste, con la ayuda del espolón, le asestó un golpe casi mortal. Entonces, intentó robar el amuleto pensando que podría utilizarlo contra ti y los demás; sin embargo, Giogi le paró los pies.
—¿Giogi? ¿Giogi Wyvernspur? ¿Ese petimetre ridículo que Alias estuvo a punto de matar el año pasado?
—El mismo, aunque ha crecido algo desde entonces. Es un buen chico.
—¿Qué le pasó a Flattery? —preguntó Mentor con impaciencia.
—Giogi se vio obligado a matarlo —repuso Olive con suavidad—. Aun sin la ayuda del espolón, Flattery habría sido capaz de destruir a toda la familia Wyvernspur; tenía el poder necesario, y desde luego estaba tan loco como para conseguirlo.
Mentor bajó la vista al suelo y dejó escapar un suspiro de resignación. Olive creyó que tal vez lo lamentaba, pero cuando le vio la expresión comprendió que le había quitado un peso de encima.
—Sin la intervención de Dragonbait, Alias sería tan perversa como Flattery —comentó Olive—, o tal vez peor.
—¡No, ni mucho menos! —exclamó el bardo con vehemencia—. Con ella no cometí el mismo error.
—¿Qué error?
Mentor no respondió; se inclinó hacia el suelo y reemprendió el trabajo de abrir un paso entre los escombros. Olive se acercó a él.
—¿Qué error? —insistió.
—Ninguno. Tienes razón: es diferente gracias a Dragonbait.
A Olive no se le ocurría por qué motivo Mentor renunciaba a parte de su éxito con Alias, pero estaba segura de que le había mentido. De todas formas, no estaba segura de querer saber toda la verdad; lo que sabía con certeza era que no le apetecía nada entrar en el laboratorio donde Flattery y Alias habían sido creados. Tocó la muñeca del bardo con suavidad.
—Mentor, vámonos. Hablé a Giogi de ti y me dijo que te recibiría con los brazos abiertos en cualquier momento; allí quería llevarte.
—¿Giogi? —replicó el bardo con una carcajada—. ¿En ése confiabas para que me protegiera de los arperos? Ruskettle, has perdido el juicio.
—Giogi tiene una amiga que se llama Cat, y ella puede esconderte. Pensé que te gustaría conocerla.
—¿Por qué?
—Es una de las copias de Alias fabricadas por Phalse.
—¿Cómo? —gritó el bardo al tiempo que agarraba a la halfling por la muñeca.
—Ya lo sabes, una de las doce que hizo. Además, conocí a otra; Jade se llamaba. Éramos amigas pero Flattery la mató porque la confundió con Cat; estaba furiosísimo con ella porque pensaba que lo había traicionado. Cat fue pupila suya por un tiempo, porque es maga también. Pero Jade era ladrona, y muy buena. En fin, la cuestión es que Cat se puso de parte de Giogi y en contra de Flattery. Él la trataba muy mal, o sea, Flattery la trataba muy mal.
Mentor se sentó en el montón de piedras que había formado.
—Olive, creo que me estoy haciendo muy viejo para ponerme a tu altura. Si tienes más revelaciones que hacerme, házmelas ahora mientras estoy sentado.
—La primavera que viene, Cat dará a luz un hijo de Giogi, así es que te convertirás en una especie de abuelo, aparte de ser también su tío bisabuelo en decimoprimera generación.
Mentor cerró los ojos y empezó a frotarse las sienes con las yemas de los dedos.
—De modo que ¿qué te parece si nos ponemos rumbo a Immersea? —propuso la halfling con la esperanza de aprovechar la conmoción del bardo para arrancarle una respuesta positiva.
—Tengo que llegar primero al laboratorio —contestó tras ponerse en pie, visiblemente afectado—. Después discutiremos lo que hay que hacer.
—Imagínate si el ser que se ha instalado aquí se oculta entre este lugar y el laboratorio —arguyó Olive.
—No estoy dispuesto a consentir que un intruso me eche de mi propia casa —respondió furioso.
—Mentor, llevas doscientos años en el exilio. Creo que quien sea dejó pasar un tiempo prudencial antes de instalarse aquí.
—Es muy tarde para ponerse en camino, Olive —objetó el bardo con gesto astuto—. ¿No preferirías tomar un baño y descansar en una cama acogedora antes de emprender el viaje? Te lo puedo proporcionar con la magia que hay en el laboratorio. —Olive intentó huir de la tentación imaginándose un rayo desintegrador dirigido hacia ella—. Sólo faltan unos trescientos metros para llegar a la puerta —añadió. Olive vio con claridad el rayo verde que Flattery había utilizado para destruir a su amiga Jade y no respondió—. Entonces, ya no tendríamos que ir a pie —prosiguió él—. Tengo allí copias de numerosos encantamientos y podremos teletransportarnos a Immersea.
Olive suspiró por su debilidad. Se colocó los guantes de nuevo, recogió la pala y se puso a trabajar. Mentor empezó a cantar una canción minera de los enanos mientras apartaba rocas. A pesar de la frustración que le producía el empecinamiento del bardo y del miedo a lo que pudiera esperarles al otro lado, Olive se sumó a la melodía tarareando un acompañamiento. Resistirse al poder de la voz del bardo era muy difícil.
Los primeros efectos del cansancio comenzaron a causar estragos en los dos, y el ritmo de trabajo fue descendiendo poco a poco. Llevaban casi una hora sin parar cuando Olive sintió una corriente de aire en el cabello.
—¡Ya está! —susurró al bardo.
—¿Ves algo?
La halfling alzó el rostro hacia la corriente de aire y guiñó los ojos.
—Está muy oscuro —informó. Su vista no era tan penetrante como lo habitual en su raza, pero tenía los demás sentidos muy aguzados—. Siento un calorcillo y… ¡caramba! Ese mayordomo nuevo que tienes no parece una buena ama de casa; huele a basura.
Mentor cobró renovados bríos ante la proximidad de la meta. Olive bajó al suelo para dejarle más campo de acción. El bardo apilaba cascotes a ambos lados del pasadizo para asegurar el techo a medida que vaciaba un pasaje por el centro. Olive lo vio arrastrarse como una culebra por el agujero que había abierto y desaparecer. Si prefería ir él delante, no tenía objeciones que hacer; en caso de que hubiera algo esperando al otro lado, Mentor era de mayor tamaño y le serviría de escudo.
—Necesito la antorcha —pidió la voz sofocada por las ruinas.
Olive tomó la tea de Mentor y se acercó a la boca del agujero; alargó el brazo todo lo que pudo y apoyó la luz en las piedras que el bardo había apilado. Mentor retrocedió con precaución y arrastró la antorcha hacia sí. Olive guardó la pala en el morral y fue a buscar la suya.
—¡Maldición! —exclamó Mentor desde el otro extremo.
—¿Qué sucede? —preguntó Olive, alarmada. Mentor no respondió y ella se quedó helada de miedo—. ¿Mentor? —susurró. Un sonido metálico le llegó del otro lado; la halfling cogió la antorcha de un tirón y se precipitó por el túnel—. ¡Mentor! —llamó a voces.
—No hace falta que chilles, niña —respondió Mentor—. Te oigo perfectamente.
—¿Por qué dijiste «maldición»? —inquirió enfadada al tiempo que lanzaba la tea hacia adelante.
—Han colocado una verja de hierro para cerrar el pasadizo —explicó el bardo—, aunque para mí no es problema.
Mientras la halfling se arrastraba por el agujero hacia la luz, oyó el ruido de un alambre en una cerradura y, al asomar la cabeza al otro lado, vio la puerta a tres metros de distancia. La cerradura parecía sencilla, y el bardo estaba inclinado sobre ella manipulando con un trozo de alambre. «¿Con qué intención —se preguntó Olive— habrán sellado los pasajes con múltiples derrumbes para colocar después una parrilla con una puerta encajada? Bueno, a no ser que quisieran que alguien la abriera por algún motivo retorcido…».
—¡Mentor, espera! —gritó con urgencia—. ¡Déjame echar un vistazo primero!
Un chasquido clarísimo resonó en el pasadizo, y Mentor empujó la hoja. Ésta se abrió con un chirrido, y el bardo se volvió hacia Olive con gesto burlón.
—Ya te dije que para mí no era problema.
—Toda precaución es poca con las cerraduras —sentenció Olive haciendo girar los ojos—. Podría ser una trampa.
—No lo era —replicó el bardo con un encogimiento de hombros—. No ha pasado nada. Vamos, adelante.
«A veces —se dijo la halfling— se comporta como un chiquillo». Y bajó por la montaña de cascotes y piedras a recoger la antorcha.
—Tú primero, querida —indicó Mentor, cediéndole el paso con un gesto.
Olive observó el pasaje con cautela. Estaba tan oscuro que no se distinguía nada, en caso de que hubiera trampas escondidas.
—La edad antes que la belleza —declaró.
Una mirada triste asomó a los ojos del bardo, pero se dio la vuelta y puso un pie al otro lado del umbral.
Olive supo interpretar esa mirada. Ahora que Mentor ya no habitaba en los límites del plano de la vida, su cuerpo acusaba mucho más la avanzada edad, y al bardo nunca le había gustado que le recordasen su naturaleza mortal. La joven halfling no tuvo valor para bromear con ese tema. Se acordaba perfectamente de los lamentos de su madre cuando su cuerpo comenzó a decaer con el paso de los años. «Sin duda —reflexionó— a mí me pasará exactamente igual, siempre y cuando viva lo suficiente como para envejecer». Sospechaba que, cuanto más cerca de Mentor estuviera, menos probabilidades tendría de llegar a esa situación. No obstante, se apresuró a seguir los pasos del bardo.
—Bueno, ¿dónde está ese laboratorio? —preguntó en cuanto lo alcanzó.
—Un poco más adelante, Olive —dijo, señalando la negrura.
Olive levantó la antorcha un poco más y escrutó la oscuridad. A lo lejos se veía otro par de antorchas encendidas.
—Viene alguien —musitó, parándose en seco.
Mentor rió entre dientes y subió y bajó la tea; una de las luces que se veían enfrente subió y bajó al mismo tiempo.
—Es nuestro propio reflejo, Olive. La puerta está encantada y es de acero pulido para que no la afecte la desintegración.
Olive reemprendió la marcha detrás de Mentor. A medio camino, un mechón de cabello le cayó sobre la cara; se paró de nuevo y se volvió hacia un lado. Un soplo de aire cálido cargado de olor a basura penetró en el pasadizo desde un socavón en la pared lo bastante grande como para albergar a un humano. La piedra cúbica que lo había tapado en algún tiempo se hallaba en el suelo rota en pedazos y crujía bajo sus pisadas. Tras la caverna se abría un túnel más profundo de lo que se podía distinguir a la luz de las antorchas.
—Por aquí debió de entrar ese ser que desintegró los arcos —comentó Olive.
Mentor volvió sobre sus pasos para inspeccionar el hueco.
—Sí —asintió despacio—. La falda de la colina está llena de galerías y cuevas naturales; sellé este agujero para que no entraran monstruos, pero tendría que haber rellenado la galería también. En fin, ahora ya no tiene remedio —remató con indiferencia y reanudó la marcha, tenaz en su propósito.
Olive se quedó escudriñando el túnel que se abría detrás del socavón, preguntándose qué clase de criatura, con semejante poder de desintegración, sería capaz de vivir entre aquel hedor. Seguramente no tendría nariz, se dijo, y la idea no le gustó nada. Durante unos breves instantes, le pareció distinguir unos puntos diminutos de luz roja, pero desaparecieron enseguida; entonces se adentró un paso en la caverna.
Desde el fondo del pasadizo por donde se había ido Mentor, llegó otra vez el chasquido metálico de una puerta. Sobresaltada, Olive comprendió que habían caído en una trampa, preparada sin duda alguna por el ser desconocido que demolía los techos. Echó a correr hacia el bardo con el corazón desbocado. A diez metros de la puerta del laboratorio subterráneo habían colocado otra verja con una puerta. Mentor había encajado la antorcha en la verja y estaba inclinado sobre la cerradura hurgando con el trozo de alambre.
—Debe de ser para que no se acerquen los niños —murmuró con desdén.
Sin embargo, con una sola ojeada, Olive se dio cuenta de que esa cerradura era mucho más complicada que la anterior.
—Mentor —musitó llena de nerviosismo, tirándole de la manga—, es una trampa. Algo se acerca. Tenemos que escapar de inmediato. ¡Ya!
—¡No seas tonta, Olive! Tardaré sólo un momento, y después nos encerraremos en el laboratorio. ¡Ay! —Mentor se llevó la mano a la boca y se chupó un nudillo—. Un rasguño —añadió con cierta vergüenza.
—¡Escupe! —le ordenó, horrorizada.
—¿Cómo? —respondió el bardo, divertido.
—¡Escupe, idiota! ¡Te has pinchado con una aguja envenenada! ¡No lo tragues!
Mentor arrugó la frente lleno de preocupación. Se giró y escupió a un lado mientras Olive sacaba un frasco y se lo ponía en las manos.
—Lávate la boca y la mano —exigió con la mirada puesta en el fondo del corredor.
Mentor tomó un sorbo y lo escupió entre arcadas y toses.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Lurien Rivengut —le dijo la halfling—. El mejor whisky del mundo.
—¡Por Tymora! Si el veneno no me mata, este brebaje seguro que sí lo hará —musitó el bardo.
—Lávate el arañazo. —Mentor cumplió la orden—. Vámonos.
—Olive, ahora que he abierto la trampa, ya no tenemos nada que perder —dijo Mentor al tiempo que se agachaba otra vez sobre la cerradura—. En un momento esto estará abierto y entraremos en el laboratorio.
—No, no lo conseguirás —insistió la halfling, cada vez más desesperada—. La primera tenía una alarma silenciosa y esta otra será tan complicada que nos detendrá el tiempo suficiente para que los guardianes lleguen desde el túnel hasta aquí y nos atrapen. Caeremos prisioneros mucho antes de que la abras.
—No, no va a ser así —aseguró Mentor mientras movía la ganzúa en la cerradura; un momento después, se le soltó de los dedos y cayó al otro lado de la verja. Deslizó el brazo pero no consiguió alcanzarla.
Oyeron pisadas sobre las piedras derrumbadas del pasadizo que tenían a la espalda. Mentor se quedó petrificado y olvidó el alambre; muy despacio, comenzó a separarse de la verja, se puso de pie y se dio la vuelta.
En la galería que se abría cerca del túnel situado tras el socavón en la pared había tres siluetas sombrías de tamaño humano. Sus incandescentes ojos rojos reflejaban la luz de las antorchas de la halfling y el bardo. Mentor tomó a Olive por la muñeca con la mano izquierda y la situó tras de sí, mientras con la derecha sacaba un puñal de la bota.
Una de las sombras se acercó a la luz. Era un macho de frente prominente, hocico, largos colmillos, orejas en punta y piel verde cubierta de pelo hirsuto.
«Orcos —pensó Olive con un estremecimiento de asco—. ¡Tymora! ¿Por qué no se tratará de seres más limpios, como ratas gigantes rabiosas?».
Los otros dos orcos avanzaron hacia la luz detrás del primero. Llevaban pantalones, una chaqueta de paño amarillo sucio, un collar guarnecido de orejas humanas secas y un cinturón con un hacha colgando, e iban armados con ballestas ya cargadas y apuntadas al corazón de Mentor. No tenían antorchas, pues sin duda veían bien en la oscuridad.
—Rendir o morir —ordenó el primero en un chapurreo apenas inteligible de la lengua común.
—Dos posibilidades atractivas —replicó Mentor con elocuencia sospechosa—. Toma —dijo al tiempo que tendía la daga al orco por la parte del mango, pero Olive comprendió, por la forma en que le apretaba la muñeca, que se disponía a la lucha.
El orco bizqueó como si sospechara algo, pero lo tentaba la visión de las esmeraldas y topacios incrustados en el mango del puñal y no quería ordenarle que lo tirara al suelo. Se adelantó un paso y alargó el brazo para coger el arma.
Con mayor rapidez de lo que Olive habría supuesto, la pierna derecha de Mentor se levantó del suelo y dio al orco en la mano con que empuñaba la ballesta. El monstruo aulló y descargó el arma, pero la flecha salió disparada inofensivamente hacia el techo y después se estrelló contra el suelo. Mentor se lanzó a la carrera entre los otros dos orcos con Olive tras de sí, y la halfling tiró la antorcha a la cara de una de las criaturas al pasar a su lado. El bardo avanzó por el oscuro pasadizo a toda prisa arrastrando a Olive como si fuera una muñeca de trapo.
Olive oyó las pisadas de los orcos que los perseguían y después la tensión de una ballesta, cuyo dardo topó con algo blando. Por el gruñido que soltó Mentor y la forma en que se tambaleó, la halfling dedujo que lo habían alcanzado, pero el bardo recuperó el equilibrio y siguió corriendo. Cuando se precipitaba hacia la verja de hierro del otro lado, escucharon una risotada muy cerca. Era el cuarto orco, enviado allí para cerrarles el paso. ¡Esos malditos orcos no eran tan estúpidos como parecían! Olive no lo veía en la oscuridad, pero sentía su aliento justo al lado.
Mentor forcejeó con la puerta, pero ésta permaneció inmóvil. Una mano ruda y peluda cogió a Olive por el brazo izquierdo y comenzó a tirar de ella para separarla del bardo. La pequeña se echó a temblar. Mentor reafirmó el apretón sobre su muñeca derecha y tiró hacia sí. Olive se sintió como un hueso de la suerte en un festín; oyó los golpes que Mentor asestaba al orco con el puñal y, entonces, un líquido cálido y pegajoso empezó a gotearle sobre el pelo: sangre de orco. La bestia soltó el brazo de su presa y se desplomó en el suelo.
—¡Ocúpate de la cerradura! —gritó Mentor, empujándola hacia la puerta y situándose entre la halfling y los otros orcos, que se acercaban sigilosamente hacia ellos.
Olive encontró la cerradura a tientas, sacó un alambre del cabello y comenzó a trabajar en el mecanismo. Se quedó pasmada ante la facilidad con que consiguió abrirla; si hubiera sido ella la que hubiese abierto la primera vez, se habría dado cuenta enseguida de que se trataba de una trampa. Mientras empujaba la hoja oyó que tensaban las ballestas de nuevo, disparaban un proyectil y éste se hundía en un cuerpo.
Tironeó de la manga del bardo y le hizo pasar la puerta, la cerró y en un instante volvió a colocar la cerradura en su sitio con el alambre. Cuando se dio la vuelta para escapar, una mano se deslizó entre los huecos de la verja y la aferró por el pelo.
—¡Suéltame! —chilló. Notó la presencia cercana de Mentor que descargaba una cuchillada en el aire. Después, la mano que la sujetaba se volvió fláccida y soltó su agarre.
—¡Por el agujero! —gritó Mentor—. ¡Vete! ¡Vete! ¡Vete!
Olive trepó el montón de desechos y piedras y, sumida en la oscuridad, se concentró en localizar la corriente de aire procedente de la cueva del otro lado.
—¡Mentor! ¡Por aquí! —lo llamó tan pronto como notó un soplo de aire fresco que llegaba del túnel.
El bardo subió hasta colocarse a su lado y la empujó por la abertura. Olive gateó lo más aprisa posible para despejar el paso a Mentor. Tras un minuto bien cumplido, y al ver que el bardo no emergía de la oscuridad, volvió hacia atrás para ver qué lo detenía y encontró su cuerpo inmóvil tendido en el túnel.
—¡Mentor, tienes que levantarte! —gritó, sacudiéndolo por los hombros.
Le tomó una mano con la esperanza infundada de sacarlo de allí a rastras; la encontró cálida pero inflamada, del tamaño de un pomelo.
«Es por el veneno de esa maldita cerradura —pensó—. Fue mucho más que un arañazo; se la clavó hasta el fondo».
—Tendría que haberme dado cuenta de que mentía —murmuró para sí mientras rebuscaba en el morral la única poción que podría servirle de algo a su compañero. En medio de la oscuridad, tuvo que identificar el frasco al tacto; lo sacó y volvió a sacudir al bardo.
—Mentor, tienes que beberte esto. ¡Despierta! —insistió.
El arpero dejó escapar un suave gruñido. «Tal vez no pueda hacer mayor esfuerzo que ése», pensó Olive. Rápidamente le colocó la cabeza de lado, abrió la ampolla y se la puso entre los labios.
—Bebe —le ordenó, y, para su gran alivio, el hombre bebió.
Momentos después, el herido se movió y gruñó.
—Mentor, vamos —le imploró.
El bardo se incorporó y comenzó a avanzar penosamente. Olive se retiró un poco y le tironeó de la túnica para darle ánimos. Por fin, llegaron al otro lado y se dejaron caer por el montón de cascotes.
Olive oía la discusión de los orcos, que cuchicheaban en una lengua extraña; después, la verja chirrió estruendosamente.
—Voy a encender una antorcha —dijo Olive—. Cogeré una…
—No nos hace falta —musitó Mentor.
Cogió la mano derecha de Olive con su izquierda mientras con la otra, que tenía envenenada, palpaba la pared siguiendo el camino entre el laberinto de galerías. Olive notó que cojeaba.
El siguiente derrumbe resultó más fácil de atravesar, pero a Mentor le costó varios minutos superarlo. Olive le puso la mano en la espalda cuando completó la operación, y advirtió que tenía la camisa y la túnica empapadas de sudor.
—¿Quieres descansar un momento? —le preguntó.
—No —gruñó—, sigue andando.
Cuando llegaron junto a las piedras derrumbadas bajo la escalera, Mentor jadeaba y tenía la piel fría y pegajosa. Olive pensó que no sería capaz de subir la cuesta del primer túnel que habían cavado. Cuando al fin divisaron el haz de luz que se colaba desde arriba, estaba agotada. El bardo, en cambio, cobró vitalidad, tal vez por el hecho de saber que ése sería el último esfuerzo; se arrastró por el túnel y, con un rugido bestial, sobrepasó a su compañera y se precipitó escaleras arriba.
Olive murmuraba porque se veía obligada a subir los escalones a gatas, con ayuda de las manos. Tan pronto como alcanzó el último peldaño, cerró la puerta de un golpe y echó el cerrojo. Su compañero tenía la llave pero no estaba en condiciones de utilizarla.
Mentor se quedó tumbado en el suelo de su ruinosa casa solariega, silencioso e inmóvil. Olive se inclinó sobre él y lo sacudió ligeramente al tiempo que lo llamaba por su nombre. El bardo no respondió. Tenía un dardo en el hombro derecho y otro en el muslo izquierdo; a pesar de todo, había tenido la suerte de su parte, o bien los orcos eran unos ineptos con las armas. Extrajo suavemente los proyectiles y la sangre comenzó a manar de las heridas, aunque, por fortuna, no salía a borbotones; sin duda los flechazos no eran tan graves como para morir.
«Es el efecto del maldito veneno», pensó Olive. La poción que le había administrado nada podía contra la pócima letal de la aguja. Lo único que había conseguido era prolongar la agonía unas horas.