4
La semielfa

—Tenía tantas ganas de conocerte… —reiteró la mujer avanzando un paso más.

—Has utilizado una especie de gema enjauladora para atrapar al saurio, ¿no es eso? —replicó Mentor pasando por alto los cumplidos de Kyre—. Exijo que lo liberes de inmediato.

—No me es posible porque se trata de una criatura sumamente peligrosa —arguyó Kyre—, aunque es útil, al igual que tú. —Metió la mano en el bolsillo y sacó otro objeto igual al anterior—. Oscurantista —pronunció; una esfera de tinieblas emanó del objeto de la misma forma que minutos antes—. El Bardo Innominado —añadió despacio.

La esfera se estremeció y comenzó a formar un zarcillo negro. De pronto se deshizo y la oscuridad se disipó. La nuez mágica, tras fracasar en el intento de absorber al bardo, estalló y los fragmentos de la cáscara se esparcieron en todas direcciones. La mujer semiélfica, inmutable, observaba al bardo sin nombre con sumo interés en espera de una explicación.

—Ya no soy Innominado —anunció despectivamente—. ¡Pero tú, mujer, quienquiera que seas, responderás ante los arperos por este ataque!

Kyre rió sin el menor temor.

—No creo; verás, yo soy la arpera Kyre, y tú, Innominado o no, no tienes poder para amenazarme.

—Elminster jamás disculpará la cobardía con que te has enfrentado al saurio —le espetó iracundo—. ¿Acaso los arperos han degenerado tanto en los dos últimos siglos como para atacar a seres inocentes y a prisioneros indefensos?

Mientras Mentor hablaba, Olive observó el movimiento de la mano de la arpera, que había sacado una varilla mágica de la manga. No pudo contener la ansiedad ni un minuto más y salió gritando de su escondite.

—¡Cuidado, Mentor! —exclamó, y se tiró a sus piernas obligándolo a caer hacia un lado.

Un haz de luz verde se proyectó desde la punta de la vara de Kyre, erró el blanco por escasos milímetros y fue a estrellarse contra el frutero de plata que había sobre la mesa, detrás de Mentor, donde envolvió el cuenco y la fruta en una nube verdosa. Segundos después, el rayo y la nube se disiparon; el frutero estaba intacto pero las ciruelas, peras y manzanas habían madurado hasta la putrefacción, y la piel, marrón ya, se arrugaba sobre la consumida pulpa.

El miedo se reflejó por fin en el rostro de Mentor, al percatarse del peligro que corría, y observó a Kyre con los ojos desorbitados.

Olive reaccionó al instante y lanzó su cuchillo a la mujer semiélfica; le dio en la muñeca y la vara cayó al suelo. Los ojos de la arpera despidieron chispas iracundas, pero ésta no dijo ni hizo nada que indicara el daño que le había causado la daga en la mano. Olive se estremeció ante tamaña resistencia al dolor.

—¿Vamos a salir de aquí ahora, o no? —gritó la halfling al tiempo que lanzaba la Piedra de Orientación al maestro de bardos.

Mentor aferró la piedra con una mano y a Olive con la otra y entonó un mi bemol. Olive sonrió de felicidad cuando el resplandor amarillo comenzó a envolverla.

Pero su alegría fue efímera; a pesar del resplandor, ni ella ni Mentor desaparecieron de la celda tal como esperaban. La halfling tenía la sensación de que se estaba partiendo en dos y lanzó un alarido de dolor.

En el otro extremo de la habitación, Kyre reía a carcajadas con los brazos extendidos; de sus mangas salían largas ramificaciones verdes y gelatinosas en dirección a Mentor. Olive lanzó otro grito, de terror esta vez. Las ramificaciones de Kyre le recordaban a algo horrendo que ya había visto antes.

Los zarcillos llegaron a la cabeza de Mentor en el momento en que éste afinaba un segundo mi bemol, pero una octava por debajo del anterior. La luz amarilla rieló con la profunda resonancia de la voz del bardo y después lanzó un destello tan intenso que Olive dejó de ver a Kyre, los sarmientos y la habitación.

Alias, Mourngrym y los soldados esperaban con ansiedad al otro lado del recodo del pasillo donde Akabar pronunciaba el sortilegio de la bola de fuego. La voz del mago se elevó bruscamente, y luego una gran explosión sacudió el suelo y las paredes y retumbó por todos los rincones. Un segundo después, una vaharada de vapor llenó el corredor donde se encontraban y los envolvió en una niebla caliente y húmeda.

La mercenaria, movida por la preocupación, se precipitó a través del ardiente vapor hacia el lugar donde habían dejado a Akabar. El suelo estaba cubierto de agua y las paredes goteaban sin cesar. Localizó a su amigo entre la niebla, que ya se disipaba. Su oscuro cutis mostraba los efectos de la escaldadura que acababa de soportar, pero aún se mantenía en pie. Estaba calado hasta los huesos y, cuando se sacudió, una lluvia de gotas de agua se desprendió de su barba, cabellos y ropa.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Alias.

—Creo que sí; soy más resistente que vosotros gracias al poder de la magia. Por fortuna, la pared se ha deshecho —comentó al tiempo que señalaba hacia el pasaje que se abría ante ellos.

Mourngrym, Thurbal y los otros dos guardias de la torre se reunieron con el mago y la espadachina.

—¡Buen trabajo, Akabar! —felicitó Su Señoría con unos golpecitos en la espalda del mago.

Una vez comprobado que Akabar había salido ileso, Alias se preparó para el combate. Había acudido a la torre sin armas, de forma que optó por recuperar el hacha que Mourngrym había utilizado para derribar la muralla de hielo e inició la marcha a través del pasadizo. Esperaba encontrar a Innominado en perfectas condiciones; de lo contrario, lo vengaría debidamente.

Mourngrym la siguió, espada en ristre, mientras Akabar, Thurbal y los dos soldados se quedaban en la retaguardia. Una sombra se recortó contra el marco de la puerta del fondo del corredor. Mourngrym y Alias se detuvieron y se pusieron en guardia, dispuestos a atacar.

Una esbelta semielfa apareció en el umbral. Llevaba una sedosa túnica amarilla y delicadas botas élficas; la espada envainada colgaba de un cinturón negro ceñido a sus caderas, y una llamativa orquídea roja le adornaba la oscura melena. La mujer dio un paso hacia el corredor.

—¡Kyre! —exclamó Mourngrym—. ¿Te encuentras bien?

—¿Habéis traspasado el muro de hielo? —inquirió con un deje de perplejidad en la voz.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Mourngrym sin responder—. Kyre, ¿dónde está Grypht? ¿Dónde está Innominado?

—Me temo que he fracasado, Señoría —contestó al tiempo que bajaba la cabeza—. He sido incapaz de impedir que Grypht se apoderase del Bardo Innominado. Se lo ha llevado consigo lejos de nosotros.

Olive tenía la sensación de haber quedado atrapada para siempre en una telaraña dorada. Cuando la luz de la piedra se apagó por fin, Mentor y ella se encontraban en una colina empinada contemplando un prado verde. La halfling se dejó caer al suelo, agotada por el viaje mágico.

—Tienes que admitir —musitó Olive— que el encantamiento de Elminster para tenerte encerrado era un contrincante digno de la piedra, fuera lo que fuese. —Mentor blasfemó furioso en voz baja; Olive vio su rostro empapado de sudor y su tez pálida—. ¿Qué sucede? —inquirió—. ¿Te encuentras bien?

—Kyre me birló la Piedra de Orientación justo en el momento en que empezamos el viaje —gruñó el bardo con rabia—. ¡Esa bruja tiene mi talismán!

—¡Ah! —dijo Olive—. Bueno, al menos hemos escapado.

—¡Pero se ha quedado con mi piedra! —repitió Mentor, colérico.

—Podría haberse quedado contigo igual que con Grypht. Si no hubieras sido tan tozudo con lo de esperar la bendición de los arperos, te habrías escapado antes de que llegara ella, no habría capturado a Grypht y seguirías con esa dichosa piedra en tu poder.

—Dijo que era arpera —recordó el Innominado con incredulidad—. No puede ser.

—Pues lo es; ya te dije que era uno de los miembros del tribunal.

—Me parece increíble que haya intentado acabar conmigo. No la habrían perdonado jamás.

—No le importaba. Le dijiste algo de que Grypht era enemigo del Oscurantista. Es Moander, ¿verdad? El dios Oscurantista, ¿no?

—Sí; Grypht me dijo que estaba buscando a Dragonbait porque Moander tiene a su tribu subyugada.

—¡Genial! —musitó Olive al tiempo que se daba un manotazo en la frente.

—No veo la conexión —comentó Mentor con expresión desorientada.

—¿No lo entiendes? Kyre es servidora de Moander.

—¡Imposible! Ningún arpero se aliaría jamás con el Oscurantista.

Olive lanzó un bufido de paciencia.

—Esos sarmientos gelatinosos que utilizó para apoderarse de la Piedra de Orientación eran idénticos a los que cubrían el cuerpo de Moander; seguramente se instaló en su mente como lo hizo con Akabar el año pasado.

—Akabar —repitió Mentor en voz baja. Se acordaba del mago del sur; Akabar bel Akash había amparado a Alias el año anterior y el Oscurantista había ocupado su mente cuando trataba de liberarla de las garras del dios—. Akabar destruyó la encarnación de Moander en los Reinos —alegó—, no ha podido entrar en el cuerpo de Kyre.

—Supongamos que Kyre ha visitado un mundo de fuera de los Reinos —propuso Olive.

—Es posible —concedió con un rictus sombrío tras unos momentos de reflexión.

—Tenemos que regresar al Valle de las Sombras y contárselo a Dragonbait para que libere a Grypht. Pero ¿dónde nos encontramos? —preguntó al tiempo que lanzaba un guijarro a un arbusto.

—En casa —repuso Mentor.

—¿En casa? Esto no me parece Immersea.

—No lo es. ¿Creías que vivía en el castillo Piedra Roja con mi familia?

Olive hizo una mueca al recordar a todos los Wyvernspur que había conocido e imaginarse al bardo conviviendo con ellos.

—Tendría que haberlo sabido, claro.

—¿Qué significa eso?

—¿Te echaron a patadas? —inquirió la halfling con una risita ante la reacción defensiva de Mentor.

—Los abandoné —repuso él, airado, con ojos como cuchillas—. Nunca me tomaron en serio.

—Nadie es profeta en su tierra —se mofó Olive. El bardo se ensombreció aún más y la halfling comprendió que tal vez lo estaba provocando demasiado, de modo que cambió de tema—. Entonces, ¿qué casa es ésta?

—El Refugio de Mentor. —Indicó con un brazo extendido hacia la tierra detrás de Olive.

La pequeña se dio la vuelta bruscamente. Ante ella se alzaban los muros ruinosos de una mansión; los espinos y la hierba medraban entre las grietas de las piedras y las chimeneas estaban cubiertas de hiedra. El musgo y los hongos crecían en los maderos caídos de la techumbre.

—Creo que te hace falta un decorador —comentó socarronamente.

—El sistema subterráneo estaba sellado, de modo que debe de haberse conservado en perfecto estado.

—¿Todavía estamos en los Valles?

—Efectivamente, en la linde sur del bosque Nido de Arañas.

—Entonces el Valle de las Sombras no se encuentra lejos —dijo Olive con la imaginación desbordada—. Podemos alcanzar a pie el camino que une el Valle de las Sombras con Cormyr. Por estas fechas debe de haber mucho tráfico, así que podríamos unirnos a alguna caravana que se dirija hacia el norte y llegar al Valle de las Sombras en cuatro días.

—Olive, te has pasado la mañana intentando convencerme para que huya del Valle de las Sombras —le recordó—, y ahora pretendes que regrese y me entregue de nuevo a los arperos. ¿Y si Kyre no fuera la única víctima de Moander?

—Tendríamos problemas por tu causa, ¿no es verdad? —suspiró—. De acuerdo, cuando lleguemos a la carretera, nos dirigiremos al sur, hacia Cormyr, y por el camino enviaremos un mensaje a Dragonbait en la primera caravana que encontremos camino del Valle de las Sombras.

—No, no quiero hacerlo.

—Entonces, ¿cómo vamos a avisarle de lo que le ha pasado a Grypht? —inquirió exasperada.

—Es que no vamos a avisarle —replicó Mentor llanamente— porque entonces intentaría ayudarlo.

—Por eso lo digo, precisamente.

—Pero es que Alias también querrá colaborar —prosiguió Mentor—, y no quiero que se acerque a Moander ni a sus servidores. Moander la quiere para sí, para que le sirva, y no pienso consentir que vuelva a apoderarse de ella.

—¡Pero eso es asunto de Alias, no tuyo!

—Se trata de mi hija y la protejo de la forma que me parece más efectiva —replicó bruscamente.

—En ese caso, ¿no te parece que deberías advertirla de la posibilidad de que Moander ande tras ella otra vez? —sugirió Olive.

—Moander no puede localizarla a menos que ella vaya en su busca. Cuanto más ignore menos peligro correrá.

—Como digas —si resignó Olive—. No habrá mensaje para Dragonbait. De todas formas, tenemos que llegar a la carretera antes de que caiga la noche; nos dirigiremos hacia Cormyr. El sitio del que te hablé, donde no podrán detectarnos por medios mágicos, está en Cormyr.

—No pienso esconderme en ninguna parte. Tenías razón en cuanto al poder de los arperos: no es tan grande como yo suponía. En cuanto logre entrar en mi laboratorio, no volverán a capturarme jamás.

Olive suspiró; pensaba avisar a Dragonbait a pesar de todo, pero sólo lo lograría si se alejaba de Mentor.

No obstante, no deseaba abandonarlo en realidad. Apreciaba al maestro sinceramente porque, aunque la conocía mejor que nadie en todos los Reinos, no la condenaba por su avaricia, su cobardía o sus pequeñas envidias. Se había mostrado paciente con ella mientras le enseñaba en un mes mucho más sobre música de lo que había aprendido en toda su vida; como colofón, le había ofrecido un pasaje a la respetabilidad regalándole el alfiler de arpero.

—¿Sabes? —le dijo rascándose la barbilla—. Empieza a preocuparme ejercer sobre ti una mala influencia.

—No te preocupes —repuso Mentor con una risita—; no me dejo influir fácilmente. —Se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la ruinosa casa solariega.

«Eso es lo que más me preocupa», pensó la halfling; pero se mordió la lengua y lo siguió.

Cuando Alias supo que Innominado había sido secuestrado, se quedó sin una gota de sangre en las venas y se tambaleó de modo alarmante. Akabar le puso una mano en el hombro para ayudarla a recobrarse.

—No te preocupes, Alias —le dijo con suavidad—, lo encontraremos.

—Kyre, te presento a Alias de Westgate —terció Mourngrym—; Alias, esta dama es la barda Kyre, miembro del tribunal de arperos.

Tras respirar profundamente unas cuantas veces, Alias se recobró lo suficiente de la impresión como para saludar con amabilidad a la barda arpera. Kyre le devolvió el saludo aunque tenía la mirada prendida en el mago.

—Y este caballero es Akabar bel Akash, amigo de Alias —añadió Su Señoría al observar la intensa mirada de Kyre—. A él debemos la destrucción del muro de hielo. Lo deshizo por medio de la magia para abrirnos paso.

—Es una lástima que tu esfuerzo, a pesar de ser grande, llegara con retraso —comentó la semielfa.

—No comprendo cómo esa cosa de los planos inferiores ha podido colarse en la torre —terció Alias con impaciencia—. Elminster la había protegido contra esa clase de seres.

—También había pronunciado un hechizo de encierro en la habitación del bardo —agregó Mourngrym—. ¿Cómo se las arregló Grypht para traspasarlo?

—A veces, los guardianes y los hechizos se deterioran, Señoría, o se rompen por medio de magia poderosa —explicó Kyre. Aunque se dirigía a Mourngrym, su atención continuaba plenamente dedicada a Akabar—. Como habéis podido comprobar, acabo de salir de esa alcoba sin ningún problema.

—Nunca había oído que un ensalmo de Elminster se deteriorara o se rompiera —replicó Mourngrym con el entrecejo fruncido—. Es el mago más poderoso de los Reinos.

—Perdonad, Señoría —intervino Akabar—, pero la dama tiene razón; a veces suceden esas cosas. De hecho, se han hallado muchas pruebas de que numerosos encantamientos fallaron durante el último verano, cuando los dioses visitaron los Reinos.

—Elminster tomó la precaución de reforzar los guardianes de la torre después de esos hechos —objetó Mourngrym.

—A pesar de todo, no podemos negar lo que hemos constatado —concluyó Akabar.

—Hablando de Elminster, ¿dónde está? —preguntó Alias de pronto.

—Desapareció delante de nuestros mismísimos ojos y Grypht apareció en su lugar —contestó Kyre—; tal vez los conjuros se debilitaron a causa de su ausencia.

Mourngrym no estaba completamente de acuerdo con ese razonamiento, pero carecía de experiencia en cuestiones mágicas. Se dirigió hacia Thurbal y los otros soldados.

—Registraremos la torre por si se hubiera colado algún otro ser extraño.

Thurbal asintió e indicó a los dos guardias que lo acompañaran. Alias, que seguía sin estar convencida, interrogó a Kyre.

—¿Qué clase de monstruo era? ¿Qué aspecto tenía?

—Grypht no pertenece a ninguna clase de monstruos; es un ejemplar único en su especie —repuso Kyre con calma—. Es un duque de Caina, en los Nueve Infiernos. Los zhentarim los utilizan a veces para llevar a cabo sus perversos planes. Mide tres metros de altura, tiene la piel recubierta de escamas verdes y posee cuernos, garras y cola.

Alias entró en la habitación que había ocupado Innominado; las paredes, el alféizar de la ventana e incluso los cuarterones estaban repletos de emblemas y símbolos grabados, prueba evidente de los guardianes que habían sido colocados para proteger la estancia del acoso de criaturas de planos inferiores. A la espadachina le parecieron perfectos.

—Akabar, ¿qué opinas de esto? —preguntó al mago al tiempo que le indicaba que entrase.

Akabar entró en la celda y comenzó a estudiar los guardianes de Elminster. Los ojos de Kyre lo seguían a todas partes y Alias se preguntaba si la semielfa conocería al mago de algo, pero, cuando la vio ajustarse la orquídea del pelo, comprendió que lo que sentía era un atractivo físico por su amigo el mago mercader. Al fin y al cabo, Akabar era atractivo, tanto que hasta Cassana, una experta en cuestión de hombres, lo había deseado para sí.

Alias se giró para observar las demás cosas que había en la alcoba. Elminster le había jurado que había procurado lo mejor para la comodidad de Innominado y, ciertamente, no había mentido. Todo resultaba sumamente acogedor: los muebles, las colgaduras, las alfombras… En la mesa había un corno artesanal de factura esmerada, y junto al instrumento se hallaba un frutero de plata.

—¡Puag! —exclamó Alias de pronto con repugnancia al ver las peras, ciruelas y manzanas podridas y mohosas en el cuenco.

—¿Qué ocurre? —preguntó Akabar acercándose a ella presurosamente. Mourngrym le seguía de cerca.

—¿Se trata de una broma de mal gusto para escarnecer a Innominado? —inquirió Alias.

Mourngrym se enfureció al comprobar lo que había indignado a la espadachina.

—No tengo la menor idea de quién ha podido hacer semejante cosa —dijo ásperamente—, pero te garantizo que encontraré al responsable.

—La señal —murmuró Akabar.

—¿Qué? —preguntó Alias dirigiéndose hacia el turmita. Percibió enseguida la intensa palidez en el rostro de su amigo, que ni siquiera su tez morena podía disimular; el hombre temblaba visiblemente—. Akabar, ¿qué sucede?

—Es la señal de peligro, la que aparece en mis sueños. El frutero con fruta podrida indica que se aproxima —explicó Akabar.

Alias se estremeció, asustada por las palabras del mago. Con un gran suspiro desechó la ridícula idea de que los sueños de su amigo tuvieran algo que ver con la realidad.

Kyre llamó a Akabar desde la puerta con el rostro ensombrecido por la preocupación; cuando el sureño la miró, le dijo algo que ni Alias ni Mourngrym alcanzaron a comprender, aunque a la guerrera le sonaba a turmita.

Akabar no pareció recibir alivio con el mensaje secreto de la arpera semielfa. Dio unos pasos inciertos y terminó por apoyarse pesadamente en la mesa para no caer al suelo. Comenzó a musitar: «La señal…, la fruta podrida» una y otra vez.

—Contrólate, Akash —le rogó Alias, poniéndole las manos sobre los hombros.

—Creo que tu amigo no se encuentra bien —terció Kyre al tiempo que se precipitaba al interior de la habitación y tomaba las manos de Akabar entre las suyas.

—¿Qué es lo que le ocurre? —preguntó Mourngrym a la mujer—. ¿Qué le ha pasado?

—Está en una especie de trance. Tendría que acostarse. Aquí, Akabar bel Akash —dijo Kyre con suavidad, conduciéndolo despacio hasta la cama—. Siéntate aquí. —Y, como si estuviera realmente en pleno trance, el mago obedeció sin decir palabra—. Ahora échate.

Akabar subió los pies a la cama y apoyó la cabeza sobre la almohada.

—Sería conveniente ir a buscar a Morala —propuso Su Señoría alarmado por la mirada vidriosa del mago.

—No hay necesidad de molestar a la sacerdotisa, Señoría —arguyó Kyre—, estoy segura de que se recuperará enseguida.

—Cierto —corroboró Alias—. Akabar tiene esa especie de sueños últimamente —explicó— y creo que se los toma demasiado en serio.

—Es posible que pueda ayudarlo —dijo Kyre—. He estudiado los sueños y, si me los cuenta, quizá pueda ofrecerle una interpretación correcta.

—Alias —intervino Mourngrym desde el lado de la cama—, me parece que intenta decirte algo.

—Aquí estoy, Akabar. ¿De qué se trata? —preguntó Alias solícita, arrodillada junto al turmita.

Con un gran esfuerzo, Akabar musitó despacio:

—Llévame… con… Zhara. —Le brillaban los ojos y respiraba muy deprisa. Alias miró a Kyre.

—No es aconsejable moverlo en estas condiciones —opinó la arpera semielfa—. ¿Quién es Zhara?

—Su esposa —repuso Alias de mala gana. Se levantó y amplió la información en un susurro—. La tercera; es sacerdotisa y le ha hecho creer que sus sueños son realidad.

—Los sueños sólo son realidad en la cabeza —sentenció Kyre.

—¿Lo convencerás? —rogó Alias, esperanzada.

—Tal vez. Si lord Mourngrym y tú me dejarais a solas con él un rato, la conversación sería más fácil —insinuó Kyre.

Alias miró a Akabar con ansiedad. Pensó que, a lo mejor, ese ataque de nervios o lo que fuera iba a convertirse en una bendición. Kyre era una mujer de gran belleza y cabía la posibilidad de que, si los dejaba a solas, Akabar encontrara a la arpera tan atractiva como ella a él. Si Kyre llegara a gustarle mucho, quizá rompiera el hechizo de Zhara y lo convenciera de que su esposa estaba equivocada con respecto a los sueños, que no eran mensajes divinos para que se lanzara en pos del mal, sino que se trataba simplemente de recuerdos de terrores pasados.

Alias asintió con un movimiento de cabeza.

—Llámame si necesitas mi ayuda —advirtió la espadachina.

—Enviaré un mensaje a su esposa para que sepa que está bajo mis cuidados. ¿Dónde se aloja? —inquirió la semielfa.

—En la posada La Calavera de los Tiempos. Pedí a Jhaele que les diera la alcoba roja. Pero no hay prisa porque Zhara no espera que regrese de inmediato.

Kyre hizo un gesto de asentimiento y apoyó su elegante mano en la frente del enfermo. Mourngrym tomó a Alias por el hombro para salir de allí.

—Se pondrá bien —la consoló Su Señoría mientras cerraba la puerta—. Tengo entendido que Kyre es muy inteligente.

—Parece muy prudente —repuso Alias, y no pudo evitar añadir—: ¿Creéis que está en lo cierto con respecto a Grypht, que es un duque de los Nueve Infiernos?

—No lo sé. Dijo que trabajaba para los zhentarim. Sea quien sea ese Grypht, a los zhentarim les encantaría echar la zarpa a Elminster. Sin embargo, no estoy convencido de que éste corra un peligro serio, pues posee un sortilegio de huida que lo libra de las situaciones de peligro extremo.

—Pero Innominado no está protegido —subrayó Alias—. Es posible que los zhentarim lo utilicen para obligar a Elminster a quedarse con ellos. Innominado y Elminster eran amigos íntimos en algún tiempo, y el sabio no lo abandonaría, supongo. ¿Y si los zhentarim hubieran oído rumores sobre mí y hubieran decidido obligar a Innominado a crear otra réplica como yo para utilizarla como agente? No sería difícil que quisieran forzar a Elminster también a ayudarlo.

El rostro de Mourngrym se ensombreció de ansiedad. La teoría de Alias resultaba muy razonable y difícil de rechazar fácilmente.

—¿Por qué no vas a visitar al escriba del sabio? Lhaeo es el único que puede saber algo de Elminster. Mientras tanto, yo iré a consultar a varios encantadores para que intenten localizarlos.

Tan pronto como Alias y el señor de la Torre dejaron la celda de Innominado, Kyre se acercó a la puerta y se quedó a la escucha unos minutos, siguiendo el ruido de los pasos que se alejaban por el corredor. Cuando las pisadas y las voces se perdieron en la distancia, pronunció una letanía para mantener la alcoba cerrada y evitar interrupciones mientras estuviera con el turmita. Sin Elminster y con el mago en tan precarias condiciones, Mourngrym tardaría en encontrar a alguien capaz de deshacer el sortilegio de la puerta; para entonces, ella ya habría desaparecido con Akabar.

Regresó junto al lecho y se sentó al lado del sureño. Éste giró la cabeza y se sacudió como si estuviera en plena pesadilla. Kyre comprendió que para él debía de ser un mal sueño de verdad. Lo había enajenado con una palabra mágica delante de los mismos ojos del señor del Valle de las Sombras y de la espadachina, pero, como la había pronunciado en turmita, ni el uno ni la otra sospechaban que el estupor del mago mercader se debía al arte de magia. Al igual que la mayoría de los norteños, no se habían molestado en aprender la lengua turmita ni ninguna otra variedad de las lenguas del sur, y ahora ella recogería una buena cosecha a costa de la ignorancia de los dos norteños.

Durante unos instantes, cuando Akabar reunió fuerzas suficientes para pedirle a Alias que lo llevara junto a Zhara, Kyre temió por el éxito de su plan. Por fortuna, Alias estaba predispuesta a confiar más en una desconocida que a aceptar la fe del turmita en su esposa, la sacerdotisa. Cassana había acertado plenamente al condicionar a la mercenaria con respecto a los miembros del clero, se dijo Kyre con satisfacción.

Pasó un dedo bajo la manga del hombre. Después de meses de búsqueda infructuosa, el sureño había llegado a ella por su propio pie y en esos momentos lo tenía indefenso ante sí, totalmente a su merced. Antes de que recobrara el sentido, lo sometería a un poderoso encantamiento. Podía encerrarlo en una gema enjauladora y llevárselo a su amo, pero sería más fácil y mucho más divertido convencerlo de que se fuera con ella por voluntad propia.

—Por favor, perdóname por lanzarte un sortilegio, Akabar —dijo en la lengua nativa del mago—, pero no puedo consentir que le cuentes tus sueños a nadie. —El mago arrugó la frente, confundido. Kyre extrajo un frasquito del bolsillo de la túnica y lo abrió—. Bebe esto —le ordenó al tiempo que le acercaba el brebaje a los labios—. Te despejará la cabeza.

Debido a la ofuscación en que se hallaba, Akabar no pensó en resistirse al mandato de Kyre y tragó sumiso todo el líquido que ella le vertía en la boca. Después, la mujer se inclinó sobre él y lo besó suavemente en los labios.

—Permanece tumbado unos momentos y enseguida te encontrarás mejor —le aconsejó en un turmita intachable.

—Zhara —suspiró Akabar. Después, más agitado, exclamó—: ¡El frutero de frutos podridos! ¡Zhara, ten cuidado!

Kyre frunció el entrecejo ligeramente. Además de tener bien conquistado el corazón del mago, esa Zhara debía de saber más de la cuenta; por fortuna, Alias le había dado información suficiente y podría enfrentarse a la sacerdotisa con ventaja. Se puso en pie, se acercó silenciosamente a la ventana, descorrió las cortinas de un tirón y abrió los cuarterones.

—De momento ha dejado de llover, lo cual me favorece mucho. —Sacó del bolsillo de la túnica un fragmento de vilano que aún conservaba las semillas—. Oscurantista —murmuró en la lengua común de los Reinos. Las simientes de cardo que sujetaba en la mano comenzaron a brillar—. Zhara, esposa de Akabar bel Akash, en la alcoba roja de la posada La Calavera de los Tiempos —dijo en un susurro.

Después, se acercó la planta a la boca y sopló para que volara al exterior. Las fibras sedosas que contenían las semillas flotaron en contra del viento y se alejaron de la ventana, en dirección al corazón del Valle de las Sombras.

Kyre se quedó asomada, con la mirada perdida en los verdes alrededores de la ciudad. Akabar volvió la cabeza hacia ella al escuchar el nombre de su esposa y comenzó a estudiar con fascinación creciente el perfil de la mujer. El cabello sedoso y negro contrastaba vivamente con la piel clara y tenía una silueta estilizada y musculosa como las bailarinas. «Es muy hermosa, realmente —pensó—, por no mencionar su excelente educación. Habla muy bien el turmita, con suavidad, como las auténticas damas, y su roce es tierno como debe ser en las mujeres. ¿Por qué me habrá neutralizado? ¿Sólo para impedir que hablara de mis sueños? —Suspiró en silencio—. No importa. Me pidió disculpas, así que le daré tiempo para que me explique su conducta. Seguro que tiene razones poderosas».

Unos minutos después, tal como había predicho la semielfa, notó un gran alivio en la cabeza, el cuerpo descansado y la fuerza que poco a poco regresaba a sus miembros. El corazón aún latía demasiado aprisa, pero no se dio cuenta. Se sentó y respiró profundamente. Kyre se volvió hacia él y sonrió con amabilidad.

—Me alegro de que te encuentres mejor —le dijo suavemente en turmita—. Espero que sepas perdonarme por hablar con tanta franqueza, pero siento necesidad de decirte que eres el hombre más atractivo que he conocido en mi vida.

Akabar se sonrojó hasta las orejas. Por lo general, las insinuaciones directas de las mujeres norteñas lo molestaban, pero esta vez se sentía extrañamente halagado porque una mujer tan bella como Kyre lo encontrara atractivo. De todas formas, no solía dejar los misterios sin resolver.

—¿Por qué no quieres que hable con nadie de mis sueños? —le preguntó.

Kyre cruzó la estancia y se acercó al lecho con paso cadencioso y grácil.

—No sé en quién se puede confiar —replicó al tiempo que se sentaba junto a él.

—En Alias sí; es una amiga fiel.

—Pero no creo que pueda confiar en lord Mourngrym. No obstante, sé que en ti sí puedo hacerlo, Akabar. Tú eres un elegido.

La mujer le pasó un dedo por la curva de la oreja y la arteria del cuello. El corazón de Akabar saltaba en el pecho y la sangre le martilleaba en las sienes.

—¿Qué sabes tú de mis sueños?

Kyre deslizó las palmas bajo las amplias mangas del vestido de Akabar y le acarició suavemente el interior de los brazos con las yemas de los dedos.

—Se refieren al regreso del Oscurantista a los Reinos, ¿no es así?

—Sí, en efecto. —Tomó a la mujer por los hombros y pasó los pulgares por las sedosas mangas de la túnica.

—Y en los sueños tienes la misión de encontrarlo, ¿correcto?

—Sí.

—Te ayudaré, ¿quieres?

Akabar la atrajo hacia sí. Advirtió divertido la forma en que la orquídea estaba sujeta a la oreja izquierda de la mujer; los zarcillos del tallo se hallaban trenzados con varios mechones de cabello, sin duda en un alarde de magia élfica. Hundió el rostro en la oscura mata de pelo y aspiró el aroma embriagador de la flor.

—Me encantaría —le susurró.

Sin embargo, el perfume de la orquídea tenía algo que lo llenaba de inquietud, evocaba algo desagradable en su memoria que no lograba aflorar a la superficie. Kyre le insufló su cálido aliento en la oreja.

—Te llevaré al lugar de la resurrección de Moander.

Se apoyó sobre el pecho de Akabar con todo su peso y lo obligó a echarse sobre las almohadas; después, colocó la oreja derecha justo encima del corazón del mago. Akabar sabía que escuchaba los latidos de su corazón.

—¿Cómo es que sabes esas cosas?

—Me las ha dicho el maestro —contestó Kyre y, levantando la cabeza, le besó la punta de la barba y el mentón.

Al acercarse los labios de la mujer a los suyos, el turmita descubrió la verdadera situación de los zarcillos de la orquídea: no se trenzaban en el cabello sino que invadían el canal auricular; otros se hundían en las sienes y se retorcían bajo la epidermis como si quisieran ganar el cerebro. Se le revolvió el estómago de asco y el corazón se le aceleró de terror. Por fin recordó dónde había olido anteriormente el perfume de la flor: en uno de los brebajes somníferos de Moander. Lanzó un aullido y se quitó a Kyre de encima con un empujón.

Tres sarmientos saltaron de la boca de la mujer como víboras al ataque; eran mucho más largos que los de la orquídea e iban provistos en la punta de una vaina del tamaño de un guisante. Mientras observaba las ondulaciones y movimientos de los brotes verdes ante su rostro, el mago mercader comprendió con horror que podrían habérsele introducido en la boca hasta la garganta si hubiera cerrado los ojos antes de recibir el beso de la semielfa. Las vainas se abrieron de pronto, lanzaron pequeñas semillas negras a su cara y cayeron exánimes; Kyre las succionó de nuevo.

—Tendrías que haber tragado esas semillas —dijo la mujer una vez deglutidos los sarmientos—, pero no te preocupes porque hay más.

Akabar se sentó estremecido de terror e intentó deshacerse de Kyre, pero la mujer lo tenía atrapado por un hombro con mano férrea. Mientras se debatía por liberarse, comenzó a notar otros zarcillos increíblemente gelatinosos y fuertes como cuerdas que se le metían por las mangas y trepaban por sus brazos.

—De nada sirve que te defiendas, Akabar —aseguró, aún en turmita aunque en tono frío y autoritario—. Tu destino está sellado.

La mujer retiró las manos de las mangas de Akabar pero los apéndices verdes que salían de sus brazos y muñecas mantenían inmóvil a la víctima. Las ramas se hacían cada vez más largas y permitían a Kyre accionar con libertad sobre el rostro de Akabar. El mago mercader cerró los ojos asqueado por la forma en que los zarcillos brotaban bajo la piel de los antebrazos de la arpera.

—El Oscurantista desea poseer tu cuerpo otra vez y mirar de nuevo en el cristal tallado de tu mente —le comunicó hipnóticamente al tiempo que le acariciaba la barba—. Deberías sentirte muy honrado.

—¡No! —gritó. Logró ponerse en pie con gran esfuerzo y arrastró a Kyre consigo—. ¡Alias! ¡Ayúdame! —chilló aterrorizado.

Kyre sofocó sus voces estrangulándole la garganta.

—El Oscurantista preferiría que te entregara vivo —le espetó—, pero, si no fuera posible, le complacería igualmente tu cadáver.

Dejó de apretarle la garganta y, mientras el mago abría la boca para respirar, ella sacó un estilete de la manga y le presionó el cuello con la punta.

—No te atreverías —murmuró Akabar con voz ronca—. Si me asesinas, Alias te hará trizas.

—Alias nunca lo sabrá —respondió. Con la mano libre alcanzó un objeto y lo sostuvo ante los ojos de Akabar. Parecía un pedazo de cuarzo del tamaño y la forma de una nuez, incoloro, excepto un tenue destello oscuro en el centro—. Contempla esto, Akabar. Esta piedra encierra a un enemigo del amo, un mago mucho más poderoso que tú. Si continúas resistiéndote, te someteré y te llevaré ante el Oscurantista en otra piedra igual a ésta. Si por el contrario te decides a colaborar y a acompañarme por voluntad propia, serás bien recompensado. Moander te concederá unos poderes extraordinarios de los que pocos hombres en los Reinos podrían jactarse jamás.

Akabar la miraba a los ojos sin pestañear y pensaba lo estúpidamente que se había comportado. Zhara le había avisado que el peligro lo acecharía en el momento en que viera un frutero con fruta podrida; sin embargo, a pesar de su gran fe, no había tomado las medidas defensivas con la rapidez necesaria. Para mayor ignominia había confiado en Kyre, una extraña en todos los sentidos, y le había permitido tomarse libertades con su cuerpo; ahora el contacto lo había corrompido y lo había dejado a su merced. Estaba condenado y, lo que era peor, había condenado también todo lo que amaba y todo lo que habitaba bajo el cielo de los Reinos.

—Vas a portarte bien a partir de ahora, ¿verdad? —le preguntó Kyre con dulzura mientras le pinchaba la garganta con el estilete.

El mago relajó los hombros y los brazos cayeron sin fuerza; con un profundo sentimiento de vergüenza, comprendió que no estaba preparado para renunciar a la vida sólo para evitar que Moander se apoderase de su cuerpo e invadiese su mente una vez más, y asintió en silencio a la pregunta de la mujer.