Mientras el paje Heth partía en busca de Alias, el tribunal seguía discutiendo el caso del bardo sin nombre.
—Incluso si esa tal Alias fuera la réplica a la que te refieres, Elminster —dijo Morala—, su existencia no palia la culpa original del bardo. En el primer juicio no abogabas por él —le recordó—. ¿Qué te ha hecho cambiar de entonces al presente?
Eso mismo se preguntaba el sabio.
—No ignoráis, Eminencia, que yo era amigo de Innominado y, cuando llevó adelante el experimento en contra de mi consejo, me sentí… traicionado; estaba furioso con él, de modo que no hice nada en su favor. Ahora creo que cometí una equivocación al negarle mi defensa.
—El deber del maestro arpero es proteger a sus discípulos —agregó Morala— y el bardo fue hallado culpable de arriesgar la vida de los suyos sin escrúpulo alguno, con resultado de muerte en un caso y heridas graves en otro. ¿Qué puedes alegar en su favor?
—Nada, Señoría.
—¿Nada? —repitió Breck, sorprendido.
Kyre inclinó la cabeza en gesto de perplejidad, pero Morala achicó los ojos tratando de adivinar; estaba segura de que el sabio escondía una baza en la manga.
—Nada, buen leñador —repitió Elminster—. Y, sin embargo —añadió—, tampoco puedo alegar nada en favor de la condena impuesta por el tribunal de arperos, que sentenció al bardo al exilio. —Su tono se hizo más profundo, teñido de ira y desprecio—. ¿A cuántos años de aislamiento lo condenaron? —Él mismo respondió la pregunta—. A perpetuidad. Ha pasado doscientos años en soledad. Al igual que los bárbaros, que rebanan las manos de los ladrones, los arperos le han negado toda posibilidad de redención. Y, además, ¿qué se hizo con lo mejor de ese hombre, con la maravillosa música que creaba a despecho de su vanidad e inconsciencia, prueba viva de lo bueno que había en él? Los arperos intentaron aniquilarla del mismo modo que los bárbaros aniquilan a niños inocentes, hijos de sus enemigos.
Kyre enarcaba las cejas a cada analogía y Breck se ruborizaba de vergüenza. Morala se puso en pie, plena de furia.
—¡Innominado no sabe lo que significa expiación! —exclamó—. Tenía una marcada tendencia a convencer a los demás de que dedicaran la vida al servicio de sus propios planes. Ni siquiera la muerte de sus discípulos le impidió intentar la creación de una segunda réplica cantante. De no haber sido por la intervención de terceros, quién sabe qué horrores habrían imbuido Cassana y su consorcio en la voluntad de esa Alias. El exilio debía cumplirse en soledad para impedir que causara daño a otros seres con su temeridad. En cuanto a la música, él no deseaba que se perpetuara entre los bardos de generación en generación, de modo que, en realidad, respetamos su decisión.
—No es justo encerrar a nadie por lo que pueda llegar a hacer, Morala —replicó Elminster—. Mañana, vos o yo podríamos causar daños graves. ¿Deberíamos exiliarnos por ello en este mismo momento? Por lo que respecta a la música, si los arperos lo hubieran castigado con unos cuantos años de prisión pero hubieran permitido que sus canciones corrieran por ahí de forma natural, tal vez Innominado habría aprendido a aceptar el cambio y la evolución de sus composiciones. Lo que lograron en cambio los arperos fue exacerbar los temores del bardo.
—No podíamos permitirnos elevarnos a la altura de tu sentido de la justicia, Elminster —comentó Morala— porque deseábamos intensamente proteger las vidas ajenas del peligroso Innominado. Su actitud no habría cambiado en unos pocos años, y dudo incluso que haya cambiado en dos siglos. Ahora que ya tiene a su intérprete, Alias, ¿crees que dejará de utilizar a los demás? ¿Tienes alguna prueba que testifique la transformación de Innominado?
Elminster meditó la pregunta con atención rebuscando en la memoria alguna palabra o acto del bardo que hablara en su descargo.
—Sí —dijo por fin.
Los tres jueces arperos esperaban con impaciencia la continuación del relato. Elminster se puso en pie y rodeó la mesa hasta situarse frente al tribunal.
—Tres cosas… —comenzó. Repentinamente, su rostro palideció; aspiró con dificultad y se apretó el pecho.
—¡Elminster! —gritó Morala al tiempo que se incorporaba.
—¿Os encontráis bien, señor? —inquirió Breck, que ya abandonaba su asiento para acudir en ayuda del sabio. Pero una fuerza invisible impidió el avance del joven guardabosque y lo hizo retroceder hasta el estrado, a los pies de Kyre.
En el lapso de tres inhalaciones, el cuerpo de Elminster pareció transformarse en puro cristal y, tras un resplandor de brillante luz, desapareció dejando en su lugar una horrible bestia de gran tamaño.
La criatura, erguida en toda su estatura, se cernía amenazadora sobre los tres arperos. La larga túnica roja y el tocado de pieles con que se cubría no lograban ocultar sus formas inhumanas. Estaba cubierto de escamas y sus ojos lanzaban destellos rojizos bajo la luz de las antorchas; de la frente salían dos afilados cuernos de marfil y un tercero, aún más grande, se elevaba desde la punta del alargado hocico. Tenía la parte posterior de la cabeza delimitada por una especie de cresta ósea ribeteada con púas y labrada con misteriosos símbolos mágicos. La cola musculosa se enroscaba desde el borde de la túnica agitándose de un lado a otro como una serpiente colérica.
En un apéndice dotado de garra, aferraba un báculo de hierro rematado por una esfera amarilla; en la otra garra sujetaba un pequeño objeto de color sangre que recordaba vagamente a una torre de ajedrez. El objeto comenzó a brillar y a irradiar un calor que los arperos percibieron enseguida.
—¡Matadlo! —gritó Kyre y, sin dudarlo un momento, empuñó la daga que tenía guardada en la bota y la arrojó.
El arma golpeó el objeto rojo que la bestia llevaba en la mano y lo tiró al suelo, donde aterrizó con un sonido amortiguado.
El ser miró a Kyre y rugió amenazadoramente.
—¡Mata a ese monstruo, Breck! —chilló Kyre—. ¡Mátalo antes de que sea demasiado tarde!
El leñador se incorporó sin perder un segundo, esgrimió la espada y se lanzó a la carga.
La criatura reaccionó también al momento y enarboló el bastón con ambas garras para contener la embestida de Breck. Brotaron chispas al contacto del acero de la espada con el hierro del báculo. La bestia fustigó la cola hacia adelante, golpeó a Breck en el hombro izquierdo y lo obligó a retroceder. El leñador se tambaleó hasta el estrado, gimiendo por el dolor que le atravesaba el brazo y la espalda.
Entre tanto, Morala se había puesto de pie y sujetaba entre las manos un frasquito de agua bendita que había sacado de la manga; al mismo tiempo entonaba una serie de escalas musicales en tono cada vez más agudo invocando la asistencia de Milil, dios de los bardos. Kyre bajó de la tarima y, tras rodear a la bestia hasta situarse fuera de su campo de visión, comenzó a recitar una letanía mágica que había inventado, mucho más ronca y gutural que la de la papisa.
Breck se recuperó lo suficiente como para acercarse de nuevo a su oponente en busca de un punto débil en sus defensas donde atacar. La bestia lo asió por el brazo herido y lo levantó un metro del suelo. Breck oyó el ruido que hacía su brazo al dislocarse de la articulación del hombro y lanzó un grito de agonía; poseído por la rabia, clavó la espada en la cabeza del agresor, pero la hoja quedó apresada en el ribete óseo que la protegía.
Entre los rugidos del ser, un reguero de sangre carmesí comenzó a teñirle la piel de la cresta; arrojó a Breck por el aire directamente hacia Morala, y la sacerdotisa perdió el equilibrio.
El leñador y la anciana cayeron del estrado. La cabeza de Breck golpeó el suelo con un sonido desagradable, pero Morala logró amortiguar el impacto con las manos, aunque el frasquito de agua bendita se hizo añicos y ella perdió la concentración. El hechizo, que habría enviado aquella abominación a la putrefacta esfera de donde proviniera, quedó roto sin remedio.
—Es posible que acabes de destrozar nuestra única esperanza, leñador —le espetó la sacerdotisa.
Al no escuchar respuesta, la anciana se volvió hacia él; lo encontró tendido en el suelo y se arrodilló a su lado para examinarlo de cerca: todavía respiraba, pero la contusión en la cabeza lo había dejado inconsciente.
Kyre, indiferente al destino de sus compañeros arperos, completaba su encantamiento antes de que la bestia le dedicara toda su atención. Un abanico de llamas brotó de los dedos de la mujer semielfa. El fuego prendió justo en el centro del cuerpo del lagarto e hizo presa en sus ropas. Con un aullido, la criatura se dejó caer al suelo y rodó sobre sí mismo para extinguir las llamas.
La mujer desenvainó la espada y se acercó a la bestia yaciente. Levantó el arma dispuesta a hincársela pero no tuvo en cuenta el poder de la cola del ser. El apéndice serpentino culebreó de pronto y le azotó las piernas. La semielfa cayó sobre las manos y las rodillas, y su espada rodó por el suelo de piedra. Kyre se movió con rapidez para alcanzarla de nuevo.
La abominación se incorporó con ayuda del báculo y cruzó la sala tambaleándose hasta llegar al vestíbulo.
—¡Alertad a la guardia! —ordenó la semielfa, poniéndose en pie—. ¡Voy a perseguir a la bestia!
—¡Breck está muy malherido! —replicó Morala—. ¡Avisa tú a la guardia mientras me ocupo de él! —Morala levantó la vista al no recibir respuesta, pero Kyre ya se había lanzado en pos de la bestia—. ¡Kyre! ¡Regresa ahora mismo! —gritó la sacerdotisa inútilmente. Cerró la boca en gesto de rabia—. ¡Qué impulsiva! —murmuró.
Mientras la papisa de Milil imponía las manos sobre el pálido rostro del leñador y musitaba un sortilegio curativo, una extraña mixtura de olores comenzó a flotar en el aire. Sabía que el rastro de ropa quemada era el resultado del ataque de Kyre pero no atinaba a explicarse el origen del aroma de heno recién segado y pan acabado de salir del horno.
Olive se hallaba de pie junto a la puerta de la celda de Mentor, presa de agitación.
—¡Sé lo que acabo de oír! —insistió—. ¡Ha sido un rugido ahí fuera!
—Olive, estamos en la torre de Ashaba —le recordó Mentor—, la mansión de Mourngrym, señor del Valle de las Sombras. Los centinelas no permiten el paso a las bestias salvajes.
—¿Cómo lo sabes? Al fin y al cabo, a mí me han permitido el paso.
Mentor hizo un gesto de burla ante esa respuesta con que la halfling se había puesto a sí misma a la altura de una bestia salvaje.
—Aléjate de la puerta, Olive —le advirtió pacientemente—. No nos hace ninguna falta que los guardias te sorprendan aquí.
—Sólo voy a echar una ojeada —dijo, al tiempo que abría unos pocos centímetros más. Intentó salir pero una barrera invisible cerraba el umbral y no pudo avanzar un paso—. ¡Está obstruida! —siseó furiosa—. ¡Esta puerta es de entrada solamente! ¿Por qué no me advertiste que me había metido en una ratonera?
La sorpresa le hizo enarcar las cejas.
—No lo sabía, Olive, de verdad —y comenzó a reírse.
—¿Qué demonios te hace tanta gracia?
—Lo irónico que resulta todo esto. Creía que Elminster confiaba en mí, pero me conoce muy bien y tomó las debidas precauciones. Seguro que ha hechizado la puerta para atrapar a quien intentase ayudarme a escapar.
—Sigo sin verle la gracia —repuso Olive fríamente.
—Olive, Olive, Olive; ya te he dicho que la Piedra de Orientación elude cualquier encantamiento que Elminster pronuncie para evitar que me escape. Ni en sus sueños más atrevidos habría llegado a imaginarse que tú encontrarías el talismán y me lo traerías.
—Pues a ver si lo pones en marcha para que nos saque de aquí y me concedes un respiro.
Mentor movió la cabeza de un lado a otro.
—Nos iremos cuando sepamos la decisión de los arperos, ni un momento antes o después —replicó. Dejó la piedra en la mesa y volvió a tomar el corno.
Olive apoyó la espalda en la pared de al lado de la puerta y dio una patada contra el suelo mientras Mentor comenzaba a tocar una marcha militar. La halfling olisqueó el aire. Aunque la barrera mágica les impedía salir de la celda, un aroma a pan recién hecho la había atravesado y llegado hasta ella. Sus tripas respondieron al estímulo.
—Tendría que haber desayunado mucho más —musitó. Entonces oyó unas fuertes pisadas que se acercaban hacia la puerta—. ¿Es hora de que te traigan la comida? —susurró.
Mentor dejó de tocar.
—¿Qué estás di…? —El bardo enmudeció a media palabra al ver abrirse la puerta inesperadamente. Un enorme lagarto verde con las ropas carbonizadas se agachó y entró. Chorreaba sangre por una herida superficial en la cabeza y tenía las escamosas manos ennegrecidas y llenas de ampollas.
Olive, cautamente, se quedó de pie y procuró no llamar la atención de la bestia, mientras Mentor recogía la Piedra de Orientación de la mesa y se apartaba de la entrada.
—¡No avances un paso más! —ordenó el bardo.
El olor a pan reciente era desbordante. Olive tragó saliva y de pronto un recuerdo le iluminó la memoria. El lagarto, al percibir el ruido emitido por la halfling, se volvió hacia ella y la señaló con un dedo.
—¡No la toques! —bramó Mentor—. Aléjate despacio, Olive —le susurró a la pequeña.
—No pasa nada —respondió ésta, mostrando mayor valor del que Mentor le hubiera atribuido nunca—. Bueno, al menos eso creo —añadió con suavidad. Alargó una mano y tocó las ropas del ser—. ¿Eres amigo de Dragonbait? —inquirió a modo de tanteo.
La bestia la miró como haciendo un esfuerzo de concentración para comprender la pregunta, pero no respondió.
—¡Claro! —suspiró la halfling—. Dragonbait nos entendía porque estaba unido a Alias. —Se volvió hacia Mentor—. Supongo que no hablas la lengua de los saurios, ¿verdad, Mentor?
—¿Qué te hace pensar que esta criatura es un saurio? —preguntó éste a su vez mientras observaba a la bestia con recelo—. No se parece en absoluto a Dragonbait.
La halfling elevó los ojos a los cielos y musitó:
—¡Humanos! —Después, decepcionada, se dirigió de nuevo hacia el bardo—. Yo tampoco me parezco a ti —puntualizó—, ni tú te pareces a Alias, y, sin embargo, todos somos hijos de los Reinos. ¿Por qué supones que todos los saurios deben ser copias de Dragonbait?
—De acuerdo, supongamos que pertenecen a la misma raza —concedió Mentor—, pero ¿qué te hace pensarlo?
—Sólo existen dos cosas que huelan a pan recién salido del horno: el pan recién salido del horno y los saurios cuando se enfadan.
—Porque comunican su ira por medio de ese olor —agregó Mentor al recordar lo que Alias le había explicado en cuanto a las peculiares emanaciones de Dragonbait.
—Ahora no huele tanto a pan fresco. Espero que signifique que ya no está tan furioso —comentó Olive.
—Sí, pero ¿por qué estaría tan enfadado? —se preguntó Mentor—, y ¿qué ha venido a hacer aquí?
—Parece que han intentado asarlo —subrayó Olive al tiempo que indicaba la ropa y las manos chamuscadas—. Supongo que es razón suficiente como para volverse loco.
La bestia sacó de la manga un medallón de plata con una cuerda de seda y se la tendió a Olive.
—¿Es para mí? —inquirió con expresión de placer.
El ser tocó el medallón con la garra y Olive abrió los ojos desmesuradamente al ver el grabado del pulido metal.
—¡Mentor! ¡Mira ese dibujo! ¡Es Dragonbait! —exclamó Olive al tiempo que sujetaba el objeto para que su amigo lo viera—. Es exactamente igual que él, y ahí está su espada… Bueno, la que llevaba el año pasado hasta que Alias la perdió en la batalla contra Phalse. Este tipo conoce a Dragonbait —concluyó, señalando al lagarto con el dedo.
—Dragonbait se hospeda en La Calavera de los Tiempos con Alias —arguyó Mentor—. Si este lagarto gigantón es amigo de Dragonbait, ¿por qué no está con él en la posada celebrando el encuentro con unos tragos? ¿Qué hace aquí con nosotros?
—A lo mejor lo han enviado Dragonbait y Alias para sacarte del encierro —sugirió Olive mientras se guardaba el medallón discretamente en el bolsillo de la túnica.
Mentor guardó silencio, reflexionando.
—¡Un momento! —dijo de pronto, dándose una palmada en la frente—. No hay necesidad de andar jugando a las adivinanzas. La piedra posee el sortilegio de lenguas.
El bardo dejó el corno en la mesa, estiró los brazos ante sí con la piedra en el hueco de las manos y entonó una escala en la menor. Olive observaba fascinada el resplandor amarillo que emanaba de la piedra y envolvía a Mentor.
Hombre y lagarto se miraron fijamente durante un tiempo que a la halfling le pareció una eternidad, aunque en realidad no fue más de un minuto. Percibía la mezcla de aromas procedente tanto de la bestia como de su amigo, pero comenzaba a aburrirse porque no comprendía la conversación.
—¿Bien? —intervino, para recordarles que aún seguía allí.
—La criatura se llama Grypht —aclaró Mentor por fin—. Busca a Dragonbait pero no ha podido localizarlo por medios mágicos.
—Porque está con Alias y el escudo de ilocalización mágica protege a los dos —explicó Olive.
—Sin duda —asintió Mentor—. Grypht sabe que eres amiga de Dragonbait y ha venido en tu busca con la esperanza de que lo ayudes a encontrarlo. Llegó a la torre directamente teletransportado desde su dimensión, pero, al parecer, lo tomaron por un ser maligno y lo atacaron. Ha colocado un muro de hielo en el pasillo para evitar que lo sigan.
—Entonces, vamos a llevarlo con Dragonbait antes de que se deshaga el hielo —insistió Olive.
—No hay prisa —dijo Mentor—. Explicaré a los soldados que no representa amenaza alguna.
—¿Y si no te creen? —inquirió Olive ansiosamente.
Mentor, un poco harto ya de tanta interrupción, le indicó con un gesto que guardara silencio y volvió a concentrarse en la «conversación» con el saurio Grypht.
Olive volvió a apoyarse en la pared a regañadientes. Deseaba con fervor que el extraño amigo de Dragonbait convenciera al bardo para salir del encierro, y lo más pronto posible. Cada vez estaba más impaciente aunque no sabía con exactitud por qué. Sólo pensaba en ponerse del lado no peligroso, de modo que, por el momento, cerró la puerta y echó el cerrojo con la ganzúa. Ya que ella no podía escapar, dificultaría la entrada a los posibles intrusos.
Kyre, pendiente del rastro de sangre dejado por la herida de Grypht, estuvo a punto de chocar contra la barrera de hielo que la criatura había levantado en el corredor. El frío la afectaba profundamente, hasta el punto de poder llegar a causarle grandes males, detalle que, por desgracia, Grypht conocía muy bien. Se alejó de la helada muralla temblando sin control.
La mujer semielfa no sabía con exactitud cómo había llegado el lagarto hasta la torre de Ashaba, pero con toda seguridad no había venido en su busca porque ambos se sorprendieron en la misma medida cuando se encontraron frente a frente. Tenía que capturarlo o destruirlo antes de que fuera demasiado tarde.
Un minuto después, ya había recuperado el calor suficiente y, con él, el pensamiento sereno y el gobierno de sus movimientos. Colocó la espada en la vaina y extrajo un papiro mágico de un bolsillo de la túnica. Tenía la intención de utilizarlo para sacar al bardo sin nombre de la celda, pero el enfrentamiento con Grypht había pasado a ser prioritario. Desenrolló el pergamino, se lo puso ante los ojos y comenzó a leer. En ese momento, lord Mourngrym apareció corriendo tras ella acompañado por tres soldados armados; los cuatro guerreros blandían las espadas al aire.
—¿Qué sucede? —inquirió Mourngrym—. He oído rugidos.
—Se trata de un morador de los Nueve Infiernos, Señoría —explicó Kyre—. Teletransportó a Elminster de alguna manera y se quedó él en su lugar.
—Eso es imposible, aquí no puede entrar ningún monstruo de los planos inferiores. Elminster tiene protegida la torre contra semejantes maldades —arguyó Mourngrym.
—Nada es imposible, Señoría —replicó Kyre—. Conozco a ese monstruo; se llama Grypht y es muy poderoso, un maestro de la mentira que trabaja para los zhentarim. Atacó a Breck. Morala está curándolo en la sala del juicio. Yo he perseguido a la bestia por el corredor pero ha dejado una muralla de hielo tras de sí.
—Caitlin, ve a ver cómo se encuentran Morala y Breck —ordenó Mourngrym a uno de los guardias.
El soldado se dirigió a la sala a toda prisa.
—¿Hay algún pasaje que lleve al otro extremo del corredor? —preguntó Kyre.
—No —replicó Mourngrym—, no hay nada más allá; por eso precisamente Elminster puso al Bardo Innominado en esa habitación tan… —De pronto palideció—. ¡Innominado! ¡Está encerrado allí…, completamente indefenso! —barbotó—. Tenemos que atravesar esta barrera como sea. Thurbal, vete a buscar a un mago. Sat, tú trae antorchas y hachas —ordenó.
Mientras los soldados corrían a cumplir las órdenes, Kyre volvió a sacar el pergamino mágico.
—Traspasad la barrera lo más rápido que podáis, Señoría —le dijo a Mourngrym—, pero yo no puedo esperar; voy a crear una puerta mágica para pasar al otro lado.
—No puedes ir sola —arguyó Mourngrym.
—Es necesario —insistió la semielfa—. El Bardo Innominado precisa protección contra la criatura.
Su Señoría asintió, consciente de que no había otra opción. Se quedó mirando a la mujer, que ya entonaba en voz alta las palabras del sortilegio. Leía deprisa, pero tardó un minuto cumplido en terminar el ensalmo y, en el instante en que pronunció la última sílaba, el pergamino ardió por sí solo y Kyre desapareció en el umbral de una puerta dimensional.
Mourngrym desenfundó la daga y procedió a rascar el muro de hielo, incapaz de esperar a que llegaran las hachas mientras la valiente mujer semielfa se enfrentaba sola a Grypht.
Alias y Akabar se detuvieron ante la entrada principal de la torre para que Heth los anunciara.
—Alias de Westgate y su amigo Akabar bel Akash —informó el muchacho a los cuatro soldados de guardia.
Las presentaciones holgaban; eran puro formalismo, pues todos los soldados conocían a Alias perfectamente y no era probable que dieran el alto a quien la acompañara. El invierno anterior ella había prestado servicio en la torre también y lord Mourngrym la contaba entre sus amigos de confianza.
En el mismo momento en que atravesaban el umbral, un soldado corpulento y medio calvo llegaba a toda velocidad en dirección a las puertas. Alias reconoció al capitán Thurbal, alcalde de la ciudad del Valle de las Sombras. Thurbal estaba ansioso y enajenado y, sin darse cuenta, atropello a Heth.
—Capitán —protestó el muchacho—, ¿qué sucede?
—¡Heth! ¡Estupendo! Eres justo la persona que necesito —dijo al tiempo que sujetaba al chico por los hombros—. ¡Regresa rápido a la posada y trae a todos los magos que encuentres allí! ¡No te demores! —Empujó al paje hacia la salida y se volvió a Alias—. Alias, me alegro de que estés aquí, tal vez necesitemos tu ayuda.
Heth estaba confuso y comenzó a protestar.
—Pero, capitán, Su Señoría me ordenó que hoy me dedicara al servicio exclusivo de los miembros del tri…
—¡Nada de peros, chico! —gritó Thurbal—. ¡Estamos en plena emergencia!
—Disculpad —intervino Akabar—. Soy mago. ¿Qué sucede? ¿Puedo ayudaros en algo?
—¡Gracias a Tymora! —exclamó el capitán—. Venid conmigo, por favor.
Tomó al turmita por un brazo y se apresuró a conducirlo hacia la escalera principal de la torre. Alias corría tras ellos.
—¿Qué sucede, Thurbal? —preguntó con ansiedad.
—Un ser maligno de los planos inferiores ha irrumpido en la torre —comenzó a explicar el capitán sin aminorar el paso.
—¡Imposible! —lo contradijo Alias—. Elminster tiene la torre protegida contra…
—Eso creíamos todos —replicó Thurbal—. Sin embargo, la barda arpera Kyre dice que es un morador de los Nueve Infiernos. Se ha protegido con una muralla de hielo y en estos momentos se encuentra en el mismo pasadizo que Innominado. Kyre se ha transportado al otro lado por medio de un encantamiento, pero los demás hemos quedado atrapados de este lado y necesitamos la ayuda de un mago para que destruya la barrera.
Al oír lo referente al bardo, Alias se alarmó y aceleró el paso; Akabar y Thurbal tuvieron que subir los escalones de dos en dos para no perderla de vista.
—¡Hacia el ala oeste! —resolló Thurbal al alcanzar el tercer piso.
Alias se precipitó delante de los dos hombres y pasó ante muchas puertas hasta llegar a la sala de juicio. Cuando giró en la esquina del pasillo, tuvo que parar en seco para no chocar contra el muro de hielo.
Estaba mortalmente frío y el pasillo semejaba un pantano en invierno. Dos guardias colocaban antorchas encendidas al pie de la barrera, pero no parecía que sirviera de nada.
Mourngrym daba vigorosos hachazos con una herramienta enorme y había logrado hacer saltar varios trozos, pero lo estaba pagando caro. Tenía el rostro y las orejas encarnados de frío, las manos rojas y desolladas y las yemas de los dedos blancas de congelación, y se hallaba exhausto. Mientras Alias lo miraba, el hacha se le cayó de las manos.
—¡Mourngrym! —gritó Alias al tiempo que lo sujetaba por los hombros y lo alejaba del hielo—. Tenéis que dejarlo antes de que perdáis las manos.
Mourngrym miró a la espadachina con un gesto de determinación.
—No puede ser, Alias. Innominado y la arpera Kyre están atrapados ahí detrás con una bestia monstruosa.
—Ya lo sé —repuso Alias tratando de aparentar mayor tranquilidad de la que sentía en realidad—. Akabar ha venido conmigo y él deshará el hechizo.
En esos mismos momentos, Akabar y Thurbal doblaban la esquina del corredor. Akabar abrió los ojos desmesuradamente a la vista de la muralla de hielo y tragó saliva, desconcertado. El muro era muy grueso, señal de que lo había levantado un encantador mucho más poderoso que él. Sin grandes esperanzas, comenzó a entonar una letanía para deshacerlo.
Mourngrym, Alias y los dos guardias se alejaron de la barrera cuando Akabar unió las manos sobre la cabeza. Terminó la letanía separando los dedos con un gesto ampuloso. Una lluvia de motas de luz doradas como el sol cayó titilando sobre el muro y se esparció por el hielo.
Se apagaron poco a poco pero el hielo continuaba allí, impenetrable. Akabar bajó los brazos con aire abatido.
—Voy a intentarlo con una bola de fuego —anunció el mago—. Entraña peligro porque la explosión despide un vapor ardiente, así es que poneos a cubierto.
—¿Y tú? —preguntó Alias.
—No puedo realizar el hechizo desde detrás de una pared —replicó Akabar.
En la celda de Mentor, Olive empezó a jugar con las correas del morral mientras la expresión del bardo se agravaba. El arpero sacudió la cabeza por algo que Grypht le había comunicado.
El agudo oído de la halfling captó unos ruidos en la cerradura de la puerta de la celda.
—Viene alguien —anunció en voz baja.
Grypht se volvió con un gruñido, y Mentor lanzó a Olive la Piedra de Orientación.
—Coge esto, tu capa y tu morral y escóndete —ordenó el bardo a la halfling—. ¡Ya!
Olive recogió las cosas y se escurrió tras los cortinajes de terciopelo; a toda prisa, hizo un pequeño agujero con la daga para observar.
Cuando la puerta se abrió, Mentor se situó al lado de Grypht, listo para amonestar a los guardias por haber agredido a la criatura sin previa provocación.
Sin embargo, no esperaba encontrarse con Kyre. La encantadora semielfa apareció en el vano provista de una nuez enorme, aunque inofensiva a primera vista.
—Me temo que no tengo el placer de conocerte —comentó el bardo haciendo gala de la mejor de sus sonrisas. El rostro de Kyre se contorsionó en una mueca de asco y volvió la mirada con impaciencia hacia el lagarto gigante. Grypht siseó y levantó el báculo.
—¡Oscurantista! —gritó Kyre. La nuez que llevaba en la mano comenzó a emitir una esfera de tinieblas, que, en el espacio de cinco latidos de corazón, se hizo tan grande como una calabaza y dejó ocultos la mano y el brazo de la mujer en una bolsa negra como la tinta.
Mentor se interpuso entre ella y el saurio.
—Te equivocas —dijo con calma—, aquí ha habido un malentendido. Este ser es enemigo del Oscurantista, no aliado suyo.
Kyre hizo caso omiso de las palabras del bardo.
—Grypht —replicó ella secamente; la esfera de oscuridad que la rodeaba comenzó a emitir un vapor de alquitrán hirviendo y después lanzó una especie de zarcillo de parra, como de cuarzo negro, por encima de la cabeza de Mentor. El extremo del zarcillo golpeó al saurio en el rostro y lo inmovilizó, mientras la esfera de tinieblas que rodeaba la nuez se deslizaba por el zarcillo hacia su presa. Cuando alcanzó a Grypht, la oscuridad penetró en él como un chorro de pez líquida y cubrió su cuerpo por completo. El gran lagarto quedó convertido en una mera silueta negra, y la oscuridad comenzó a comprimirse a su alrededor hasta reducirlo a una diminuta esfera de mármol negro.
Desde detrás de la cortina, Olive contemplaba aterrorizada el regreso del zarcillo contraído al corazón de la nuez, con Grypht en su interior. Después, la oscuridad se disipó y la nuez quedó clara como el cristal.
—No era necesario hacer eso —dijo Mentor, enfurecido—. Te dije que no intentaba hacer ningún mal.
Kyre guardó la nuez en el bolsillo y luego dedicó toda su atención al prisionero.
—Maestro Innominado, es para mí un gran placer conocerte por fin —declaró con una sonrisa.
Olive se estremeció tras la cortina. La halfling no habría puesto la mano sobre el fuego pero percibía con claridad algo escalofriante en la sonrisa de aquella mujer.