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Mentor en el Submundo

Una vez atravesada la puerta del interior del cuerpo de Moander en los Reinos, Mentor se encontró flotando a corta distancia de una ciénaga que bordeaba un río. El cieno desprendía una luminosidad oscura de tono rojizo que sumía la atmósfera del plano en una luz infernal. Se alegraba de que el sortilegio volador no se hubiera terminado todavía, porque prefería no tocar el suelo ni las plantas. El río era negro como la noche y fluía rápido y homogéneo. Aunque era la primera vez que se encontraba en el Tártaro, sabía lo suficiente como para identificar aquel río: era el Estigia, y beber o tocar sus aguas sumía en el olvido total.

El aire debía de haber sido caliente antes de que él llegara, pero estaba helado alrededor del puñal. Sobre el cielo se veía una línea de esferas de tamaños progresivamente menores, como perlas ensartadas en un sedal invisible, que también despedían una oscura luz roja. A cada uno de los mundos del plano de materia primordial le correspondía una esfera diferente del Tártaro; él se hallaba en la correspondiente a los Reinos, y la del mundo original de los saurios debía de encontrarse en alguna parte. Entre las diferentes esferas había aire, de modo que él podía volar de unas a otras, pero no había llegado hasta allí para dedicarse al turismo.

En ese lugar, la piedra fulguraba pálidamente, como una vela en una habitación con poco oxígeno. Distinguía el rayo orientador con cierta dificultad, pero emprendió el vuelo en dirección a Akabar y llegó a la ribera del río, donde se detuvo.

Necesitaba un bote. Si intentaba viajar por sus propios medios, atraería la atención de millares de criaturas malignas que habitaban en el plano; seres como Phalse que cazaban a locos como Dragonbait o él mismo por entrar en lugares donde no debían. Y, aunque lograra zafarse de semejantes habitantes, sería fácil perderse allí y vagar por los siglos de los siglos.

Tenía una idea somera de lo que había que hacer para convocar la presencia de Caronte, el barquero del Estigia: era necesario pronunciar ciertas fórmulas mágicas que él no conocía. En sustitución, decidió probar suerte con los únicos elementos mágicos de que disponía, aparte de la mitad de la piedra y la daga, que tal vez aún necesitara para liberar a Akabar de las garras de Moander. Soltó la trompa del cinturón, con la esperanza de que, si no lograba atraer a Caronte, tal vez alguno de los barqueros menores que llevara pasajeros por el río acudiría a la llamada.

No formuló las palabras del conjuro destructivo sino que sopló como si se tratara de un instrumento normal, y tocó una fanfarria que había compuesto en honor de una legión cuyos guerreros habían muerto en masa en un solo día de batalla. Le parecía una música apropiada, en consonancia con el ambiente, y se quedó a la espera después de acabarla.

El agua comenzó a agitarse y a espumajear antes de transcurrido un minuto; después, una niebla cerrada y moteada de plata apareció en lo alto del río, navegando hacia él con la corriente. A medida que la nube se acercaba distinguía con mayor claridad la proa puntiaguda de una barca. Repentinamente, la embarcación, tan negra como el río mismo, emergió de entre la niebla plateada y ésta se disolvió en la nada.

Un barquero solitario se hallaba de pie al fondo del bote, acercándolo a la orilla con una larga pértiga. Paró al lado de Mentor e inmovilizó la embarcación sin esfuerzo aparente, a pesar de la rápida corriente en que flotaba. El bardo abrió los ojos de asombro al ver aquel ser: era Caronte en persona, no un ayudante. El señor del Estigia se cubría hasta los pies con una capa y capucha de seda negra rematada con armiño. Bajo la caperuza, su rostro tenía una expresión fiera, y los ojos brillaban con un resplandor rojo. Permanecía en la barca sin hablar, sujetando la pértiga con manos esqueléticas.

—Soy Mentor de Wyvernspur —se presentó el bardo—. Vengo en busca de Akabar bel Akash, que ha sido secuestrado por el dios Moander, morador del Abismo.

Caronte extendió la palma de la mano.

—¿Aceptas esta trompa como pago? —preguntó.

Caronte le hizo seña de que tocara otra vez, y él repitió la composición en honor de la legión caída. El barquero asintió y extendió la mano de nuevo, y Mentor depositó el instrumento en la palma cuidando de no rozarle la piel.

Caronte dejó el instrumento a sus pies e hizo un gesto a Mentor para que subiera a bordo. El bardo flotó sobre la embarcación y descendió con toda la suavidad posible; para su sorpresa, la barca no se balanceó en absoluto al recibir su peso. El interior estaba completamente vacío; no había más que el barquero, la trompa y él. Se sentó mirando hacia adelante para no tener que enfrentarse a Caronte directamente, porque sus ojos lo hacían sentirse incómodo. No notó la sensación de navegar ni la del viento en el rostro siquiera cuando el barquero tomó impulso con la pértiga para alejarse de la orilla hacia el centro de la rápida corriente. La inmovilidad era tal que a Mentor le parecía haberse sentado en un féretro enterrado bajo tierra.

El río humeaba a causa del frío que creaba la aguja de hielo paraelemental, y el bardo se volvió hacia Caronte para comprobar si lo afectaba, pero el barquero se mantenía tan indiferente a la temperatura como a la presencia del pasajero. Entonces el bardo recordó que aquel ser surcaba regiones de planos exteriores que harían parecer templado el valle del Viento Helado.

Dirigió la atención hacia el paisaje, pero las ciénagas que se extendían en ambas márgenes proporcionaban una visión deprimente. El suelo estaba cubierto por vegetación de pantano muerta y marrón hasta donde alcanzaba la vista, y la monotonía de la topografía llana sólo se rompía de vez en cuando por la aparición de arbustos achaparrados y desprovistos de follaje. Nada crecía en aquel yermo, a pesar de que la temperatura era cálida; sólo después de las grandes tormentas, cuando la lluvia barría temporalmente el veneno del suelo, sobrevivía algún vegetal en aquella región desolada.

Hizo un esfuerzo por apartar de la mente esas imágenes desesperanzadoras y se concentró en Alias y Olive. Trató de recordar sus rostros, el sonido de sus voces cuando cantaban a dúo en la Gruta Sonora y el tacto de sus manos en las de él, pero la memoria no quería colaborar. Las aguas del Estigia se llevaban los recuerdos de los vivos.

De pronto se encontró pensando en Flattery, en Kirkson y en Maryje; tuvo la impresión de no haber recordado nada más durante horas, mientras Caronte bogaba por los retorcidos meandros del río. Un deseo de tirarse a la corriente y olvidar para siempre aquellas imágenes perturbadoras de su vida pasada iba apoderándose de su ánimo con mayor pujanza a cada minuto que transcurría.

De repente se sacudió alarmado al acordarse de que el río le arrebataría todos los recuerdos, tanto los buenos como los malos; olvidaría las canciones…, a Olive…, incluso a Alias. No sabía si la tentación del olvido se debía a la influencia de las aguas, al paisaje deprimente o a su propia flaqueza, pero comprendió que tenía que oponerse como fuera. «Una canción —pensó—, debería cantar una canción».

Con incertidumbre por la reacción del barquero a la música, comenzó a tararear «Las lágrimas de Selune». Caronte no dio señales de inquietud ni de disgusto, ni nada invadió la embarcación desde las orillas, de modo que incorporó la letra. A mitad de la balada lo asaltó la duda de si Olive tendría razón y ese tema sería más apto para dos voces. Comenzó de nuevo desde el principio y, por primera vez desde que había creado la composición hacía ya tres centurias, modificó la letra para adaptarla a un dúo. Cuando Caronte atracaba en la orilla opuesta, el bardo tenía la impresión de que toda su vida había cambiado. Dio las gracias al barquero por el viaje, a pesar de que ya le había pagado con la trompa, y Caronte aceptó el agradecimiento del pasajero con un gesto de la cabeza.

Mentor se elevó sobre la barca y atravesó volando la corta distancia que lo separaba de tierra firme. Mientras se concentraba en la canción no se había percatado del cambio en el paisaje, pero ahora lo contemplaba con repulsión. Las ciénagas del Tártaro no eran tan horribles de ver como el reino de Moander en el Abismo. La costa tenía una corteza de légamo parduzco y resbaladizo; las orillas rebosaban de esqueletos en putrefacción y vegetación descompuesta, y un hedor asfixiante llenaba el aire. Mentor se volvió hacia Caronte con la incertidumbre de si en realidad deseaba internarse más en ese mundo, pero la barca y el barquero habían desaparecido.

Agradeció una vez más que el sortilegio volador no se hubiera terminado todavía y sacó el fragmento de la Piedra de Orientación, que envió un tenue destello en dirección contraria al río. El olor apestoso de tierra adentro resultaba ya insoportable, pero no tenía otra alternativa. Sobrevolaba los campos hacinados de basura y montañas de desechos y se preguntaba si el reino de Moander sería el vertedero de porquerías de los otros seiscientos sesenta y cinco estratos del Abismo.

No se había adentrado mucho cuando le pareció percibir por el rabillo del ojo una gema enorme, pero, al aterrizar para recogerla, comprobó que sólo se trataba de una fruta podrida. Los ojos volvieron a engañarlo con la visión de una espada plateada, que resultó ser un hueso cubierto de limo de una bestia enorme. Intentó apoderarse de un grueso tomo con lomos dorados y encuadernado en piel, y se encontró con un tronco podrido entre las manos, totalmente infestado de larvas. Entonces comprendió que todos esos espejismos estaban preparados para desviarlo de su misión y siguió volando sin prestar más atención a las riquezas que creía ver, por muy tentadoras que se presentaran.

La luz de la gema mágica lo llevó a un gran cerro tan extenso como el promontorio donde se asentaba la ciudad de Yulash. Al principio pensó que podría tratarse del cuartel general de Moander, pero, a medida que se acercaba, se dio cuenta de que la colina era el mismísimo cuerpo del dios, el que contenía la verdadera esencia del ser divino. Al contrario de lo que sucedía con los soportes físicos que poseía en los otros mundos del plano de materia primordial, si ese cuerpo fuera destruido, el Oscurantista cesaría de existir para siempre.

La forma abisal de Moander era también una montaña de vegetación putrefacta, pero cinco veces mayor que la reencarnación de los Reinos. Miles de tentáculos terminados en ojos o fauces salían por todas partes, y ríos anaranjados de agua ponzoñosa fluían por sus laderas. Y, sin embargo, a pesar del tamaño colosal, el verdadero cuerpo de Moander parecía estremecerse por el frío que emanaba del puñal de Mentor.

Al pie de la montaña que era el dios mismo, yacía Akabar bel Akash, atado de pies y manos por sarmientos pegajosos y con los ojos cerrados; no profería palabra alguna.

—¡Detente, Bardo Innominado! —clamó un coro de voces desde las bocas de Moander.

Mentor se detuvo.

—Has cometido una insensatez viniendo aquí —proclamaron las bocas—. Por haber destruido mi reencarnación en los Reinos te has merecido mi enemistad para toda la eternidad. Y aun así, pese a los crímenes que has cometido contra mí, admiro tu riqueza de recursos. Creo que te permitiré conservar la vida a mi servicio. Ahora, pásame la semilla de poder que me robaste en los Reinos.

Mentor deslizó el trozo de Piedra de Orientación en la bota y sacó la pequeña gema roja como la sangre que había descubierto ante las puertas mágicas de la encarnación de Moander en su plano. Al parecer, al cruzar las puertas y separar la gema de la reencarnación había privado al dios del poder de existir en ese mundo. Mentor sospechaba que allí se encerraba algo más que poder, algo como un atributo que permitía a Moander regresar a los Reinos.

Si la aplastara contra el suelo, tal vez le impediría recobrar ese atributo, y su mundo quedaría libre del Oscurantista para siempre. Por otra parte, si se la entregaba, tardaría muchos años en encontrar la forma de construirse un tercer cuerpo en los Reinos, y las gentes que los habitaban tendrían tiempo para preparar defensas contra él.

—Moander, te doy la semilla a cambio de Akabar bel Akash y vía libre para abandonar tus dominios. Incluso te dejaré que conserves esa eterna enemistad conmigo —añadió maliciosamente.

—¡Insensato arrogante! ¡Podría descuartizarte ahora mismo! —bramaron las fauces a una.

—Sospecho que no —replicó el bardo—. Si fuera cierto, me habrías matado en el momento en que pisé este plano; pero no puedes hacerlo, ¿verdad? Durante estos últimos meses has gastado casi todas las energías en poseer a los saurios y someterlos a tu voluntad. Ahora debes estar bastante debilitado. Además, tu verdadero cuerpo también es susceptible al frío, ¿no es así? Veo cómo te tiemblan los tentáculos en el aire congelado que rodea este puñal. Por otra parte, yo podría destruir esta preciosa semilla de un pisotón. Libera a Akabar ahora mismo y te la devuelvo —ordenó.

—No —pronunció una voz parecida a la de Akabar, pero no podía ser la del turmita porque sus labios no se movieron. Mentor se quedó fascinado al contemplar una neblina blanca que se desprendía del cuerpo yaciente del mago mercader y se acercaba flotando hacia él.

—¡No! —exclamaron las múltiples bocas.

La neblina se condensó en una forma translúcida que reprodujo el cuerpo de Akabar.

—Akabar, ¿eres tú? —preguntó Mentor a la vaporosa forma.

—Esto que te habla es mi alma y mi espíritu. Moander ha esclavizado mi cuerpo y mi mente, pero no tiene acceso a esta otra parte de mi ser. Mentor, no puedo consentir que regatees por mi vida. Pronto habré terminado. Estoy preparado para habitar otros planos desde ahora.

—Pero Alias quiere que te devuelva a los Reinos —objetó Mentor.

—Sí —replicó el espíritu del mago con una sonrisa—, Alias siempre ha sido muy exigente. Mentor, he resistido junto a este monstruo sólo para aguardar tu llegada. Los dioses de la luz me comunicaron en sueños que debía instruirte, y por fin ahora sé que tengo que enseñarte. Primero, comprende lo que te digo —acotó la forma espiritual adoptando el tono magistral de los eruditos sureños—. Lo que ves detrás de mí es el verdadero cuerpo de Moander; si resulta destruido, la esencia misma del dios quedará aniquilada para siempre, completamente, en todas y cada una de sus encarnaciones en todos los mundos.

—Akabar —lo interrumpió el bardo—, eso ya lo sé, pero no me importa. Sólo he venido a buscarte a ti.

—Ahora, aprende lo que te digo —prosiguió el alma de Akabar—. Tienes el poder necesario para destruirlo, y estabas en lo cierto: en estos momentos es débil. No te desprendas por nada de la semilla de poder, Mentor Wyvernspur, porque con ella y tu puñal de frío puedes destruir a este dios.

—¡Destrúyeme! ¡Destruye al mago! ¡Destrúyete a ti mismo! —cantaron las bocas, pero había un deje de pavor en su tono.

—Sí, es posible que perezcas en el intento —continuó el espíritu.

—No he venido a matar a Moander —protestó Mentor—. He venido para devolverte a los Reinos. Moander, libera el cuerpo y la mente de Akabar, y me marcharé sin hacerte daño.

—¿Lo prometes? —preguntaron las fauces ansiosamente.

—¡No! —gritó el espíritu furioso—. ¡Mentor! —Lo increpó secamente—. Comprendo que no es éste el destino que te habías forjado para ti, pero si no terminas con Moander ahora, echarás a perder la única oportunidad que la creación ha tenido jamás de deshacerse de este monstruo. Sabe una cosa por último, Mentor —añadió el espíritu para concluir con su mensaje—, así muere un hombre que no es egoísta.

La forma espiritual de Akabar levantó los brazos tan alto como le fue posible y pronunció en turmita el nombre de cada uno de los dioses de la luz que veneraba. Mentor los reconoció casi todos, aunque no alcanzaba a comprender muchas de las cosas que decía. Sus últimas palabras fueron una oración en su lengua materna que el bardo no conocía.

—Dioses de mi corazón, reclamad a vuestro ferviente servidor —gritó el espíritu, y una luz esplendorosa como el sol del desierto envolvió el alma del mago. El resplandor se intensificó de tal forma que Mentor tuvo que cerrar los ojos y volver la espalda.

Las bocas de Moander se retorcían de terror y rabia mientras los múltiples ojos quedaban enceguecidos; el dios percibía que le arrebataban la codiciada presa.

La luz desapareció, y con ella el espíritu y el alma de Akabar, mientras su cuerpo se deshacía en polvo.

Mentor se estremeció de temor y respeto. No podía hacer caso omiso del sacrificio del mago y regresar a casa tranquilamente. Sólo un insensato sería capaz de aceptar la suerte que Tymora había derrochado a sus pies durante los dos últimos días sin dar nada a cambio. Aferraba en un puño la semilla creada con la sangre de Akabar y el poder de Moander, y en el otro sostenía la daga con el hielo paraelemental soldado a la hoja, y, así pertrechado, se lanzó en un vuelo hacia el cuerpo del dios.

—¡Destrúyeme! ¡Destrúyete! —aullaban todas las bocas.

—Sólo mi cuerpo, Moander —le recordó—, pero mi alma no.

Viró y acometió contra la mole colosal puñal en ristre. Al hendir la corteza del Oscurantista y penetrar en el interior, se encontró inmerso en la oscuridad y el olvido totales. No veía nada, no sentía nada, tenía la mente completamente en blanco.