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La trovadora

Los parroquianos de La Calavera de los Tiempos aplaudieron con entusiasmo cuando la trovadora terminó su canción. Hasta la posadera, Jhaele Silvername, se tomó una pausa en sus quehaceres tras el mostrador como tributo de admiración. La muchacha hizo una reverencia al auditorio y después al cornista que la acompañaba.

El rústico local público estaba a rebosar de ganaderos que media hora antes alborotaban y blasfemaban contra la lluvia que les había estropeado la cosecha de heno de la temporada; sin embargo, en esos momentos, en vez de alargar el primer trago dos horas y preocuparse por cómo alimentar al ganado a lo largo del invierno a base de hierba mohosa, empezaban a pedir la segunda ronda y a brindar por la barda, para que los deleitara con otra canción.

La trovadora, Alias de Westgate, espadachina mercenaria, también conocida como Alias del Tatuaje Azul, sonreía con gratitud. Cantaba para entretenerse porque los arperos no le permitían visitar a su padre, el Bardo Innominado, y al mismo tiempo para desafiar a los que pretendían borrar su música de la faz del mundo; pero, sobre todo, lo hacía porque estaba segura de que su padre así lo deseaba, fuera cual fuese el destino que le aguardara. No obstante, en su fuero interno, intentaba encontrar la forma de declinar airosamente las peticiones del público, al menos durante ese día.

—Alias, por favor —susurró el cornista—. Necesitan olvidarse un poco del mal tiempo.

—Han, yo… creo que me estoy quedando sin voz —respondió en tono discreto.

—Estás en plena forma —insistió Han.

—¡Otra! —rugió una voz grave desde la mesa de al lado del tablado—. O haré que te arreste la guardia por negar la felicidad a las buenas gentes del Valle de las Sombras.

Alias rió de buena gana. El de las amenazas era Mourngrym Amcathra, señor del Valle de las Sombras, y la espadachina lo consideraba un amigo. Se apartó el cabello bermejo hacia la espalda y se sacudió la túnica de lana verde para airearse un poco.

—En ese caso, dedicaré la canción a la guardia, ¿no? —le contestó.

—Eso es —asintió el lord con un guiño—. Y, luego —añadió—, te sentenciaré a cantar nanas a mi hijo durante un año. —Su Señoría columpió al mencionado vástago en las rodillas y le preguntó—: Te encantaría, ¿verdad, Scotty?

A pesar de que era muy pequeño para comprender la pregunta, el heredero respondió al entusiasta tono de voz de su padre con risas y batir de palmas.

—Un destino más amargo que la muerte —replicó Alias con un gesto de terror.

Los ganaderos estallaron en carcajadas, mientras el pequeño chillaba feliz. Pero Alias dudaba aún. Llevaba tres días seguidos cantando en La Calavera de los Tiempos, y todas sus baladas tenían gran éxito entre la gente; sin embargo, había perdido el control de su canto cuatro veces desde la primavera pasada, y le habían salido versos extraños y melodías diferentes de las de Innominado. Estaba segura de que era cuestión de tiempo que le sucediera de nuevo. Además, en el Valle de las Sombras se jugaba algo más que la sorpresa del público: si los hechos llegaban a oídos del bardo, se enfadaría mucho con ella.

Captó la mirada de Dragonbait al fondo de la taberna. El paladín saurio le hacía gestos de ánimo con las manos. Alias suspiró para sus adentros y se dijo: «No va a pasar nada; deja de comportarte como una boba y enfréntate a la música».

Se concentró un momento en los presentes y escogió un tema sobre labriegos basado en un antiguo romance popular con música de Innominado. Han conocía el poema pero no la melodía, de forma que se quedó en silencio junto a Alias escuchando con atención para intentar improvisar un acompañamiento a partir de la segunda o tercera estrofa. Alias entonó fuerte y claro.

Roturamos la tierra, sembramos la simiente,

espantamos las aves, rogamos que la lluvia riegue.

Riega la lluvia, nace la espiga,

también la cizaña, y después… sequía.

Cargamos el agua hasta partirnos en dos;

la cizaña prospera más el grano no.

Entonces, un día, Chantea redime nuestra porfía

y la simiente enraíza en el río de la vida.

El río de la vida, el río de la vida:

bebamos todos, hombres y mujeres, sin medida.

Bebamos hasta saciarnos del río de la vida.

El río de la vida, el río de la vida:

bebamos todos, hombres y mujeres, sin medida.

Bebamos hasta saciarnos del río de la vida.

Todo el mundo se unió al estribillo; cuando Alias atacó la segunda estrofa, Han comenzó a tocar suavemente para no estropear nada en caso de equivocarse de nota.

Segamos la simiente, cogemos los frutos,

guardamos las nueces y levantamos los bulbos.

Fríos se tornan los días, ya las aves se alejan,

crían las bestias pelo, grises los pastos se quedan.

Comemos la ración y conservamos el resto,

llega la nieve y deja los campos cubiertos.

En nuestras almas crece la oscuridad

y todo el esfuerzo se vierte en maldad.

Los dedos de Han titubearon, pues nunca había oído los dos últimos versos. La versión que él conocía hablaba de los preparativos para las festividades invernales; no obstante, había algo que le inquietaba aún más que esas palabras desconocidas; Alias había cambiado a una tonalidad distinta con resonancias ultraterrenas. Después, sin dar tiempo a la repetición del estribillo, la espadachina se embarcó en una tercera estrofa de letra inaudita que Han no identificaba.

Talamos los árboles, despedazamos las vidas,

quemamos las semillas y pisoteamos las raíces.

Después vuelve la lluvia y arrastra el suelo fértil,

y deja en su lugar roca desnuda y barro estéril.

Vestimos verdes cadenas hasta quedar podridos,

los cadáveres se mueven con mentes sin sentido.

Los Reinos serán devorados por la gran oscuridad,

la muerte es el poder que los arrasará.

Desde los primeros cuatro versos, los ganaderos comenzaron a fruncir el entrecejo y a murmurar entre ellos, pues aquello no reflejaba su forma de trabajar la tierra. Tal vez se refiriera a los pueblos que vivían bajo el yugo del mal, como los del norte, en manos de los zhentarim; pero aquí, en los Valles, intentaban por todos los medios vivir en armonía con la naturaleza. Mientras Alias desgranaba las cuatro últimas frases, el público se revolvía inquieto en las sillas y hundía la mirada en el fondo de las jarras, confundido por el giro que había tomado la canción.

Alias no se dio cuenta de que Han ya no la acompañaba, pero se percató de que había perdido la atención de la gente. Sabía perfectamente lo que sucedía y la voz se le quebró. «¡Oh, dioses! —se dijo estremecida de miedo—. He deformado esta canción igual que las otras». Notó la mano de Han sobre su hombro.

—Alias, ¿te encuentras bien? —le preguntó en voz baja.

—Lo siento —musitó ella—, estoy cansada, he olvidado la letra —mintió—; es mejor que me siente.

Han le dio un apretón afable y una palmada en la espalda mientras se alejaba. Ansioso por librarla de las miradas que la seguían, se llevó el oboe a la boca y comenzó a interpretar un aire brioso para distraer la atención de la clientela.

Jhaele también deseaba proteger los sentimientos de su artista y disolver el ambiente enrarecido del local, propiciado por la canción, y le indicó a su hijo Durgo que empezara a bailar con su hermana Nelil. Por su parte, Durgo, un granjero de edad media con escaso sentido del ritmo, sentía tanta afición por las danzas como por los cuervos o los gorgojos, pero era un hijo obediente. Tiró a Nelil de la mano y la puso sobre el suelo; el resto de la gente comenzó a sacudirse el malestar y a tocar palmas al compás y unos cuantos se unieron a los hermanos en los enérgicos pasos del baile.

Mientras tanto, Alias cruzaba cabizbaja entre las mesas sin atreverse a mirar a nadie por vergüenza. Quería echar a correr escaleras arriba y encerrarse en su habitación, pero, al pasar junto al saurio, éste la tomó por la muñeca y la acercó a sí con suavidad y firmeza. Alias se rindió a su fuerza y se desplomó en un asiento a su lado.

—Es la quinta vez que me pasa esto —protestó entre dientes, furiosa por su propio temor—. No cantaré más. No tendrías que haberme animado.

Normalmente, se comunicaban mediante un código de gestos que Alias había enseñado a Dragonbait; consistía en una variante de la jerga utilizada por los ladrones que la guerrera había aprendido mágicamente de los asesinos que contribuyeron a su creación, y lograba expresar mediante las manos ideas complejas, pero resultaba insuficiente siempre que el paladín intentaba consolar a su compañera. Alargó la extremidad y acarició con sus dedos escamosos la parte interior del brazo luchador de Alias. El roce sobre el tatuaje azulado del antebrazo —símbolo del vínculo que unía sus vidas— era el medio más efectivo de expresarle su afecto.

Alias notó la sensibilidad de la marca a la caricia y se tranquilizó en cierta medida porque el saurio le transmitía de esa forma parte de su calma interior; ella tocó la pechera de la túnica del lagarto, bajo la cual se hallaban los trazos del tatuaje parejo al suyo, con la conciencia de que él experimentaba la misma sensación a través de la tela. No obstante, aún le pesaba el ánimo y lamentaba agobiar a su camarada con sus propios problemas.

—¿Qué me sucede, Dragonbait? —murmuró intentando contener las lágrimas—. ¿Por qué no puedo cantar una simple canción sin destrozarla por completo?

El paladín sacudió la cabeza; él también lo ignoraba.

Alias olisqueó las emanaciones del saurio en busca de la respuesta y sonrió tristemente. El aroma de madreselva expresaba su tierna preocupación por ella, pero había también un rastro de olor a jamón cocido, señal de tribulación. Igual que sucede con el lenguaje del cuerpo entre los humanos, las esencias de su amigo comunicaban mucho más de lo que él habría deseado.

Oyeron una tos a su lado y ambos se giraron a mirar. Lord Mourngrym se hallaba de pie ante la mesa con su hijo culebreando bajo un brazo. Su Señoría dirigió a Alias una mirada enigmática.

—¿Te pasa algo, Alias?

—Nada importante, Señoría —respondió con precipitación—. Lamento haber estropeado la balada; debe de ser porque tengo demasiadas cosas en la cabeza.

Mourngrym no se conformó con esa justificación, pues percibía la palidez y el miedo en el rostro de la barda. Con Innominado en la cárcel y nadie más que el curioso hombre lagarto para cuidar de ella, el lord se sentía obligado a protegerla. Puso, pues, al niño sobre la mesa y tomó asiento al lado de la muchacha.

—Fui yo quien se empeñó en que cantaras —le recordó—, y te debo una disculpa. Bien, dime que me perdonas y explícame qué te pasa —añadió al tiempo que le daba palmadas en la mano.

—No lo sé —repuso con un encogimiento de hombros para disimular el temor—. Empezó en primavera; de pronto me puse a cantar de una forma extraña y ahora, en cuanto interpreto dos o tres temas, el siguiente me sale tergiversado; hablo de muerte, decadencia y oscuridad. Ni siquiera me doy cuenta de lo que pasa hasta que…, hasta que veo que la gente me mira como si fuera un monstruo. Pensaba que estaba hechizada o que pesaba sobre mí una maldición, pero me han estudiado tres sacerdotes y los tres me han dicho que no tengo nada malo, excepto la arrogancia, la testarudez y la falta de respeto.

—¡Ah! ¡En eso acertaron! —se rió Mourngrym irónicamente.

Scotty se estiró hacia Alias y tocó uno de sus brillantes rizos rojos. La luchadora lo cogió en brazos y lo puso de pie sobre el regazo; el niño doblaba y estiraba las rodillas y parloteaba contento.

—No sé qué hacer —comentó Alias en voz baja—. ¿Qué pensaría Innominado?

—Alias, el romance no era malo —arguyo Mourngrym—, únicamente resultaba… diferente.

—Me enfadaba que los arperos no me dejaran ver a Innominado —declaró con la mirada en el suelo, abrumada por la culpabilidad—, pero, sinceramente, en cierto modo me aliviaba. Temo que si me pidiera una canción, cambiaría la letra y él se enfadaría; no le gusta que cambien ni una coma de sus creaciones.

—Alias —replicó Mourngrym—, no puedes pasarte la vida haciendo las cosas a su gusto. Tienes que vivir tu propia vida.

—Ya lo sé —repuso ella con amargura—, pero no quiero decepcionarlo con sus canciones, precisamente. Si las mejorase, lo discutiríamos, pero lo único que hago son versiones grotescas y horribles.

Su Señoría creía que Alias no comprendía bien sus consejos, a pesar de que ella afirmaba que sí. La influencia del bardo en la muchacha era mucho más profunda que los hechizos mágicos; Alias quería a Innominado y cantaba para complacerlo. Mourngrym intentaba reforzarle la confianza en sí misma.

—Las canciones que infunden temor también son necesarias de vez en cuando, aunque no nos gusten; nos recuerdan cuáles son nuestras metas y qué nos aleja de ellas y nos sirven de incentivo para la acción.

—Pero ni siquiera sé a qué se refieren, a pesar de que me salen de la cabeza —objetó Alias—. ¿Qué acciones debo emprender? ¿Contra qué tengo que luchar?

Mourngrym no conocía la respuesta; eran preguntas para una mente más preclara que la suya.

—¿Has hablado de esto con Elminster? —inquirió.

—No quiero interrumpirlo hasta que termine de ayudar a Innominado.

Mourngrym sacudió la cabeza con pesar; Alias estaba perdiendo el control de su canto, cosa que la aterrorizaba a todas luces, y aun así la preocupaba mucho más la situación del bardo. El lord deseaba decirle que olvidará a Innominado de una vez por todas, pero sabía que la joven no prestaría atención a sus palabras.

Dragonbait emitió un gorjeo y señaló hacia la puerta. Alias se volvió y vio el grupo de viajeros que entraba en la taberna; eran una docena o más y enseguida se quitaron las capas empapadas y pidieron a gritos bebida, comida y alojamiento. Por el estilo de sus trajes, Alias pensó que eran comerciantes y vigilantes de caravanas procedentes de Cormyr. Sin embargo, uno de ellos debía proceder de mucho más al sur porque tenía la piel oscura propia de aquellas tierras. Sus ropas eran de seda a rayas blancas y rojas, y llevaba una cinta dorada alrededor del rizado cabello castaño oscuro. Destacaba en altura sobre los otros mercaderes y la mayoría de los escoltas.

—No es posible —musitó Alias cuando el hombre se giró. Tenía la barba cuadrada como los turmitas e indicaba su condición de varón casado por medio de un zafiro azul en el lóbulo de la oreja. Los tres puntos azules de la frente significaban que era un estudioso de la lectura, la magia y la religión. Pero Alias no prestaba atención a esos detalles en aquel momento, preocupada por lo familiar que le resultaba el rostro del desconocido—. ¡Es él! —dijo sin aire—. ¡Dragonbait, es Akabar! ¡Ha venido a buscarnos!

Alias se puso en pie, pasó al pequeño a su atónito padre y se lanzó hacia la puerta a la carrera llamando al turmita por su nombre.

Unas cuantas cabezas se giraron para ver a quién gritaba la luchadora, pero la mayoría seguía pendiente de la música de Han y de la danza de los espontáneos bailarines.

Akabar bel Akash extendió los brazos para acoger a la mercenaria con el tradicional apretón de manos, pero Alias se precipitó sobre él y lo estrechó como si se tratara de un hermano a quien no veía desde hacía mucho tiempo.

Mourngrym dedujo, por la expresión de sorpresa del recién llegado, que éste no esperaba un recibimiento tan cálido. Intercambió una mirada con Dragonbait, quien se encogió de hombros y siguió observando a los extraños; al ver a la mujer que acompañaba a Akabar, arrugó el escamoso entrecejo con inquietud.

Alias tomó al sureño por el brazo y lo condujo hasta la mesa sin percatarse de que una mujer tapada con numerosos velos los seguía a pocos pasos. Mourngrym, por el contrario, sí la vio y se levantó con Scotty en un brazo cuando se acercaron.

—Mourngrym, ¿conocéis a Akabar bel Akash? —preguntó Alias—. Formaba parte de mi grupo la primera vez que llegué al Valle de las Sombras.

—El «mago de las grandes aguas» —dijo Mourngrym recordando las propias palabras de Akabar.

Akabar hizo una profunda reverencia.

—Es un honor que os acordéis de mí, Señoría —contestó el turmita.

Mourngrym hizo un gesto. Según su propia experiencia, era raro que los magos vivieran tiempo suficiente como para demostrar sus fanfarronadas. Alias le había explicado el episodio en que el sureño había derrotado al perverso dios Moander. Akabar era ciertamente un «mago de las aguas primordiales», tal como decía su gente.

—¿Quién es la señora? —inquirió Mourngrym, y Alias percibió por primera vez la presencia de la mujer.

—Señoría, Alias, Dragonbait —anunció Akabar, apartándose a un lado—, permitid que os presente a Zhara, sacerdotisa de Tymora.

Zhara se adelantó un paso. Era alta como Alias, y la única parte de su cuerpo que no quedaba oculta entre los pliegues azules de su ropaje o el tupido velo azul y blanco que le cubría el rostro eran sus verdes ojos y las estilizadas manos morenas.

—Es un honor conoceros —manifestó Zhara suavemente; hizo una profunda genuflexión pero no se levantó el velo.

Mourngrym se inclinó y Dragonbait saludó con la cabeza, pero Alias se quedó mirando a la sacerdotisa con irritación; no le gustaban los clérigos ni las sacerdotisas. Dragonbait siempre trataba de convencerla de que esos sentimientos se debían a la influencia de Cassana y sus otros hacedores malignos, pero ella rechazaba la idea una y otra vez. No le gustaban los servidores de la iglesia porque, para ella, no eran más que un puñado de locos inútiles, incluso los que servían a Tymora, la diosa Fortuna y patrona de los aventureros. «¿Qué diablos hace Akabar viajando con una sacerdotisa?», se preguntaba.

Como si le hubiera captado el pensamiento, Akabar explicó:

—Zhara es mi tercera esposa.

La rabia y la decepción empañaron la alegría que Alias había sentido al ver de nuevo a Akabar. Un momento antes, imaginaba que el reencuentro sería como recuperar los viejos tiempos, pero la presencia de una de sus esposas suponía un obstáculo en la materialización de esa esperanza. Akabar era el amigo más antiguo de la espadachina, a excepción de Dragonbait; la había ayudado en la misión de descubrir sus orígenes y, si todo se hubiera hecho a gusto de Alias, jamás habría llegado a conocer a esa mujer.

En una ocasión, para evitar ese encuentro precisamente, se había disculpado alegando que no podía soportar las altas temperaturas del sur y había declinado la invitación de Akabar a acompañarlo a su hogar en Turmish; no se sentía preparada para superar el escrutinio de sus esposas, y, aunque nunca había llegado hasta las regiones sureñas, había oído comentar cuan orgullosas se sentían las mujeres de su forma de vida, de sus sencillos atavíos, de su tono suave y sumiso, de su eficiencia en los asuntos domésticos y económicos, de su numerosa prole… Eran como encargadas de verdulería, término que para Alias significaba aburrimiento y falta de aventuras; por tanto, no podía imaginarse que fueran capaces de acoger afectuosamente a una espadachina mercenaria y trotamundos sin familia propia. Pero la verdad era que la idea del posible rechazo no le parecía tan insufrible como tener que compartir la compañía y la atención de Akabar con unas mujeres que estaban más próximas a él que ella misma.

—Tenía la impresión de que las sureñas nunca se alejaban del hogar —comentó la luchadora con frialdad al tiempo que se sentaba a la mesa e indicaba a Akabar que ocupara la silla a su lado.

—Mis hermanas de matrimonio, Akash y Kasim, me han encomendado que proteja a nuestro esposo de los bárbaros del norte —replicó Zhara sin énfasis especial y sentándose en el lugar que Alias había indicado para Akabar, mientras éste se situaba en la silla entre Zhara y Dragonbait.

Lord Mourngrym se giró hacia la puerta de la posada, incómodo por la tensión del ambiente.

—Si me disculpáis, me retiro a mi casa antes de que arrecie la tormenta —dijo Su Señoría—. Os dejo solos con vuestros recuerdos de los viejos tiempos. —Hizo una última inclinación ante la esposa de Akabar y salió del local con Scotty sobre los hombros.

Akabar suspiró en su fuero interno mientras miraba alternativamente a Alias y a Zhara. Suponía que la guerrera no se llevaría bien con su esposa, pues, a pesar de que era demasiado orgullosa como para admitirlo, le parecía que sentía celos de sus mujeres. Al mismo tiempo, no esperaba que Zhara albergara resentimiento contra Alias, pero, por otra parte, la joven era una persona especial para él y su esposa lo sabía. Cuando menos, la frialdad recíproca de las mujeres le permitiría demorar la explicación que debía darle a Alias sobre Zhara.

Akabar miró a Dragonbait de reojo. El paladín, que contemplaba a Zhara con curiosidad, dirigió al sureño una mirada interrogante. «La ha olido, sabe quién es —pensó éste—. ¿Será tan sabio como para mantenerse en silencio?».

El saurio se encogió de hombros y se quedó mirando la taza de té. Sabía que Akabar creía que Alias estaba enamorada de él y que los celos la harían rabiar si supiera quién era en verdad Zhara. No obstante, el paladín conocía a la joven mucho mejor que el mago mercader y sabía que el amor de Alias por el sureño no era de la clase que éste suponía.

Alias poseía un cuerpo adulto y una inteligencia brillante, pero Dragonbait sabía que su madurez emocional se hallaba aún en la etapa infantil. Sospechaba que el bardo sin nombre, que se sentía orgulloso de negar sus propias emociones, había fracasado en dotar a su creación de autocontrol emocional en situaciones sentimentalmente conflictivas. Alias sucumbía con facilidad a los ataques de celos, igual que un crío, y no le resultaba fácil aceptar no ser siempre el centro de atención. La preocupación de Akabar por la reacción de la muchacha cuando descubriera la verdadera naturaleza de Zhara estaba plenamente justificada, pero el mercader no era consciente de que esa reacción no sería la propia de una mujer, sino la de una niña.

Fuera como fuese, no resultaría fácil posponer la explicación, pensaba el paladín. Concedería a Akabar un día para que lo hiciera, pero no más.

Alias captó el interés que la esposa de Akabar despertaba en su compañero por la emanación de azufre, leve por fortuna, que desprendía. Hizo caso omiso del desagradable olor y dedicó toda su atención a Akabar.

—¡Bueno! ¿Qué te trae hasta estos confines del norte en esta época tan avanzada del año? —preguntó al turmita.

—¿No te ha sucedido nada malo desde la última vez que nos vimos en Westgate? —inquirió él sin responder a la pregunta de Alias.

—Pues claro que no —replicó con el entrecejo fruncido de asombro—. ¿Por qué lo dices? Akabar, ¿qué sucede? ¿Por qué has venido aquí?

—He venido al Valle de las Sombras —contestó Akabar tras tomar una buena bocanada de aire— en busca del consejo de Elminster; esperaba encontrarte a ti también para ponerte sobre aviso.

—¿Sobre aviso? —repitió Alias, más confundida que alarmada—. ¿De qué?

—Del regreso del Oscurantista —explicó.

—¡El Oscurantista! ¿Te refieres a Moander?

Akabar asintió.

—Akabar —le recordó Alias—, después que destruiste a Moander, la mayoría de sus adoradores se suicidaron, y Cassana envió a la cofradía de los Cuchillos de Fuego para que acabaran con el resto y no tener que compartirme con ellos. El verano pasado, Dragonbait y yo nos dedicamos a recorrer todos los templos donde lo adoraban, y todos estaban abandonados. Sin adoradores, Moander tardaría muchos siglos en reunir la energía necesaria para hacerse con un cuerpo y regresar desde el abismo.

—Últimamente he tenido pesadillas insistentes —replicó Akabar—, y Zhara me ha dicho que son avisos de los dioses de la luz.

—Akabar —increpó Alias tras lanzar un suspiro—, al fin y al cabo, es lógico que tengas pesadillas porque Moander entró en ti, pero los dioses no tienen nada que ver.

—Pero hasta esta primavera, cuando se cumplía un año de su muerte, no había tenido ninguna —puntualizó.

—Lo liquidaste en primavera. Tal vez el tiempo te lo trajo a la memoria —sugirió Alias.

—La primavera es muy diferente en Turmish que en el norte o en Westgate, donde murió Moander —insistió Akabar.

Dragonbait dio unos golpes sobre la mesa para llamar la atención. Alias le miró las zarpas, que tamborileaban en el mantel, y después observó el movimiento de sus labios. Por fin, el saurio señaló a la muchacha y después a Akabar.

—No guarda relación alguna —respondió Alias al tiempo que negaba con la cabeza.

—¿Qué intenta decir? —preguntó Akabar, curioso.

—Nada importante.

Dragonbait clavó el codo a Alias en un costado, y espadachina y lagarto se miraron fijamente en un duelo intenso que duró sólo unos momentos. Akabar los contemplaba atónito, pues nunca había visto a Dragonbait enfrentarse a Alias de esa forma. Durante su viaje con los dos compañeros, el saurio se había mostrado siempre tan sumiso a la mujer como una esposa turmita ante su marido en público. Evidentemente, la relación entre ellos había cambiado en el transcurso del último año.

—De acuerdo, está bien —musitó Alias al tiempo que apartaba la mirada—. Piensa lo que quieras, pero estás equivocado.

—¿Qué pasa? —inquirió Akabar.

—Dragonbait cree que debo explicarte que desde la primavera pasada canto cosas raras.

—¿Cantas cosas raras? No comprendo —replicó Akabar enarcando las cejas.

—Deformo las melodías y las letras de las canciones sin darme cuenta; ni siquiera soy consciente de lo que canto —le contó Alias visiblemente afectada.

—¿Sueñas con Moander?

—No tengo la menor idea. Se me olvidan los sueños en cuanto me despierto; los sueños son para dormir.

—Pero te acordarás del que tuviste en el desfiladero de las Sombras, cuando viste a Innominado —le recordó Akabar.

—Pero eso fue distinto, como una especie de visión provocada por la bruja Cassana, para distraer mi atención de la emboscada que preparaba.

Akabar se mesaba la barba pensativamente.

—Es posible que los dioses traten de advertirte mediante las canciones porque no recuerdas los sueños —sugirió.

—¿Por qué habrían de molestarse los dioses en enviarte sueños a ti y en echar a perder mis canciones en vez de solucionarlo todo con una carta? —contestó Alias con escepticismo.

—Si no crees a Zhara ni me crees a mí, una carta tampoco serviría de nada, Alias. Los dioses saben los vínculos que existen entre tu corazón y tu arte.

Alias suspiró; Akabar era un erudito en religión, pero esa fe pía y repentina en que los dioses se comunicaban con ellos la desazonaba. Estaba segura de que se debía a la influencia de esa tercera esposa que tenía.

—Bueno, si los dioses son los causantes de los cambios en las canciones, desde luego demuestran muy mal gusto para la música. Además, podrían hacer un esfuerzo y componer letras con mensajes más claros.

Zhara, que había guardado silencio un largo rato, habló de pronto sin ira ni pasión.

—Las canciones de los dioses no son tan simples como las que os complacen a vosotros, bárbaros del norte.

—Mis canciones son las mejores de las Reinos —gruñó Alias con la mirada clavada en la sacerdotisa.

—No son nada comparadas con las palabras que los dioses pronuncian —replicó Zhara, más encendida—. Las oraciones son la música más apropiada con que podemos dirigirnos a ellos.

Alias se volvió de nuevo hacia Akabar en vista de la inutilidad de discutir con una fanática religiosa.

—Me imagino que los dioses no te habrán dado detalles concretos sobre el regreso de Moander.

—Pues sí, sí que me los han dado —repuso, y su semblante se tornó súbitamente ojeroso—. Tengo que encontrar el cuerpo de Moander en los Reinos y destruirlo de nuevo, y después seguirlo hasta el Abismo y acabar con él allí otra vez. Sólo así desaparecerá para siempre.

Alias miraba a su amigo con miedo y asombro. Advirtió que hablaba totalmente en serio y que tenía la intención de enfrentarse por segunda vez con el dios. Si Dragonbait no hubiera recurrido a la ayuda de un dragón rojo, que había perecido en el combate contra Moander, tanto ella como Akabar estarían todavía bajo el dominio de la terrible deidad, incapaces de oponer resistencia a los horrendos poderes de aquella abominación que había llegado a controlar sus mentes. Ahora, Akabar estaba dispuesto a luchar contra él no sólo en los Reinos, sino también en el Abismo, donde estaría rodeado de numerosos servidores poderosos. La mercenaria comprendió que su amigo no había podido concebir empresa tan peligrosa por sí solo. Observó a su esposa y, como solía sucederle, encauzó los temores hacia la ira.

—Todo esto te lo debe a ti, ¿verdad? —la zahirió Alias—. Vosotras, viles sacerdotisas, siempre andáis convenciendo a las almas nobles y generosas de que se enfrenten a los peores males, con los que nadie en su sano juicio desearía encontrarse cara a cara. Ni siquiera el altísimo reino élfico de Myth Drannor en la plenitud de sus poderes lograría destruir a Moander. Has ablandado a Akabar con dulces palabras y después has engordado sus pesadillas hasta sacarlas de sus límites razonables. Apuesto a que has utilizado tus poderes mágicos de sacerdotisa para que comenzara esta estúpida misión, ¿no es cierto? —Alias volvió la mirada hacia el turmita—. No seas loco, Akabar —le rogó—. Has hecho más de lo que te correspondía. No tendrías que haberte casado con esa sacerdotisa porque no le importas; sólo le interesa lo que puedas hacer para mayor gloria de su diosa.

A Akabar le temblaba el mentón y estaba blanco de ira. Instintivamente, Alias separó su silla de él. Zhara apoyó su delicada mano en el brazo de su esposo y le dijo unas palabras en turmita que la guerrera no alcanzó a comprender. Akabar cerró los ojos y se tranquilizó tras varias respiraciones largas y lentas.

Dragonbait dio un coletazo de advertencia a Alias por debajo de la mesa, y ella lo miró enojada. El paladín se tocó la mejilla, pidiéndole que se disculpara con Zhara, pero Alias se mantuvo inexorable. No le importaba lo que Akabar sintiera por Zhara porque era evidente que ella lo utilizaba.

Un joven vestido con uniforme de paje y el cabello chorreando por la lluvia torrencial del exterior irrumpió en el embarazoso silencio en que se había sumido la mesa de los cuatro.

—Perdonad, señora —se disculpó el muchacho tímidamente.

Alias levantó los ojos y reconoció al paje de lord Mourngrym. Sonrió para serenarlo.

—¿Sí? ¿Qué sucede, Heth?

—Alias de Westgate, el tribunal de arperos requiere que comparezcáis a su presencia —anunció con tono solemne.

La mercenaria se sobresaltó. Había olvidado durante un rato sus propias angustias con respecto a Innominado y ahora volvían con redoblado vigor. Se puso pálida y le temblaron los labios. El destino de Innominado estaba en sus manos; si decía o hacía algo malo, lo exiliarían de nuevo fuera de los Reinos, lejos de ella.

—¿Qué tribunal? —preguntó Akabar.

—La corte de arperos que revisa el caso del Bardo Innominado —explicó Alias al tiempo que se ponía de pie—. Les comuniqué que deseaba hablar en favor del acusado.

A pesar de la ofensa recibida y del insulto a su esposa, Akabar no pudo evitar un sentimiento de compasión hacia la guerrera. A Alias nunca le había resultado fácil confiar en los demás o intimar con nadie, pero había aceptado la paternidad del bardo. No quiso imaginarse el dolor que sentiría la muchacha si los arperos se mostraban tan inflexibles como para reafirmarse en la condena de Innominado.

—Creía que los arperos habían terminado con ese asunto el año pasado —dijo Akabar—. ¿Por qué lo han retrasado tanto?

—Elminster tardó un año entero en convencerlos de que había que revisar el caso —aclaró Alias—. Ahora tengo que irme.

—Voy contigo —anunció Akabar, ya de pie frente a ella—. También quiero hablar en su favor porque me salvó la vida.

El paje mostró indecisión por unos segundos, sin saber cómo reaccionar al deseo del extraño.

—Heth —intervino Alias—, este hombre es Akabar bel Akash, amigo mío, y conoce todo lo referente a Innominado. ¿Puede venir conmigo?

—Que os acompañe si lo desea, señora, pero no sé si el tribunal querrá escucharlo.

—Si no es así, gritaré con todas mis fuerzas —advirtió Akabar.

Alias lo miró y le sonrió agradecida. Por lo menos, la influencia de Zhara no era tanta como para impedirle prescindir momentáneamente de su misión demencial y acudir en socorro de un amigo.

Dragonbait emitió un gorjeo, y Alias lo miró para ver qué quería comunicar.

—Dice que se ocupará de Zhara —tradujo, y se abstuvo de pronunciar en voz alta el pensamiento de que la muy ladina sabría ocuparse de sí misma con toda seguridad. Habría preferido que el paladín la acompañara en vez de quedarse con la sacerdotisa, pero no quiso discutir con él delante del sureño.

Akabar indicó al paje que abriera la marcha. Alias fue a decirle algo a Jhaele y, tras recoger la capa de una percha, les dio alcance en la puerta. La espadachina y el turmita siguieron al muchacho hacia la lluvia que arreciaba fuera de la posada. Se encaminaron por la calle principal y después giraron a la izquierda hacia la torre de Ashaba. Sobre las copas de los árboles se divisaba la característica aguja descentrada de la torre, que le había valido el sobrenombre de «Torre Inclinada».

Pese a su fama, el Valle de las Sombras era una urbe pequeña, pero la mole de la torre resultaba impresionante y colosal. No sólo era la residencia del señor de la ciudad y de su familia, sino que albergaba también a casi todos los miembros de la corte y a la servidumbre, por no mencionar los numerosos aventureros amigos de Su Señoría. Mourngrym había invitado a Alias a pasar allí el invierno, pero ella sólo veía en aquella construcción la prisión de Innominado y había rechazado la oferta; no se habría dejado convencer por nada. Apreciaba mucho a Mourngrym, pero aceptar su hospitalidad habría significado renunciar a la independencia en cierto modo; se sentía más a gusto pagando a Jhaele la renta de una habitación en la posada.

Al pasar junto a la torre de Elminster, Akabar miró a Alias de soslayo y advirtió que la joven parecía nerviosa. Tras digerir la furia por la conducta de ella momentos antes, el mago estaba decidido a hacer las paces. Comenzó a romper el hielo con lo que los norteños llamaban «dar palique».

—¿Sabes algo de la maestra Olive Ruskettle? ¿Qué ha hecho desde que nos separamos en Westgate? —preguntó el turmita.

Alias lo miró e hizo un guiño. Sobre el tema de Olive, por lo menos, ambos estaban de acuerdo. La halfling ladrona se había unido al grupo de aventureros sin invitación previa el año anterior sólo para complicar las cosas y traicionarlos en favor de los enemigos de Alias; únicamente en el último momento contribuyó a liberarlos de un destino peor que la muerte. No se había despedido de ellos al final de la aventura, sino que había desaparecido en medio de la noche llevándose mucho más de lo que le correspondía del tesoro de la mazmorra de Cassana. Había que admitir en su favor que les había dejado todas las monedas de oro y plata porque prefería las joyas y las piedras preciosas, que resultaban más cómodas de transportar.

—Creo que está en Cormyr —dijo Alias—. Los viajeros que llegan de allá hablan de una halfling barda, intérprete de las canciones más bellas y que se atribuye el papel de cerebro oculto en la destrucción de la cofradía de los Cuchillos de Fuego, del Oscurantista, del dragón rojo, de un lich, de una hechicera perversa y de un maligno tartáreo. Naturalmente la asistían unos compañeros fíeles, un mago anónimo del sur, una espadachina mercenaria del norte poco conocida y un misterioso hombre lagarto.

—Sí, debe de tratarse de la Olive Ruskettle que nosotros conocemos.

—Casi desearía que estuviera aquí ahora. Si hay alguien capaz de darle la vuelta a ese tribunal arpero, es Olive.

—Recuerda el dicho: «Los deseos pueden hacerse realidad» —le advirtió Akabar con un chasquido de la lengua. Notaba la ansiedad en la voz de Alias e hizo un esfuerzo por animarla—. Elminster habla en favor de Innominado y los arperos tienen en cuenta las opiniones del sabio; aunque no lo escuchen, son buena gente y no se mostrarán tan crueles como para devolverlo al exilio después de tanto como ha sufrido. Tal vez no lo perdonen pero comprenderán que el aislamiento no sirve para nada. No te preocupes.

—No puedo evitarlo —replicó Alias en poco más que un susurro—. Sé que lo que dices es cierto, pero me acucia un mal presentimiento. Creo que le va a suceder algo horrible, que alguien quiere hacerle mucho mal.

El mago se estremeció internamente ante las palabras de la mujer. Alias había reaccionado con tanta fiereza cuando le explicó la misión contra Moander que no se atrevió a darle más detalles de los sueños. De todos modos, pronto comprendería que él no era el único escogido para pelear contra el dios maligno. También Innominado estaba destinado a implicarse en el enfrentamiento final con el Oscurantista.