Alias, presa entre las garras de cuatro saurios magos, se estremecía y gritaba mientras Coral entonaba oraciones viles sobre Akabar y declaraba su sangre semilla de la resurrección de Moander. Cuando el cuerpo del turmita comenzó a ser absorbido por la montaña de podredumbre que los saurios habían construido para el dios, los temblores de la espadachina aumentaron hasta llegar al descontrol. Ésa era la peor pesadilla que había sufrido, la que se obligaba a olvidar tan pronto como despertaba; durante el sueño contemplaba inevitablemente la forma en que su amigo era succionado por el Oscurantista, exactamente como lo estaba presenciando en ese momento. Sólo qué ahora no despertaría.
Akabar tendría que haber regresado a la cueva en cuanto descubrieron que él era la semilla, pensó Alias. Ella debería haberlo dejado fuera de combate y llevárselo lejos de allí, y Zhara no tendría que haberle permitido ir al norte bajo ningún concepto… Seguro que habrían encontrado la forma de evitar ese final.
De pronto, un brazo comenzó a arderle como si estuviera envuelto en llamas. El tatuaje azul brillaba con más intensidad que la luz de una farola.
—¡No! —susurró.
—Sí —repitió una voz en saurio.
Alias miró el rostro de la sauria que en el pasado había sido amante de Dragonbait. Una vez terminadas sus tareas con la semilla, se volvió hacia la espadachina y estudió las marcas de su brazo con satisfacción.
—El símbolo de Moander vuelve al brazo de la mujer —anunció.
Dragonbait, que casi había alcanzado la cima, no necesitaba oír la proclama de la Voz de Moander para saber lo que le sucedía a Alias. Él sentía lo mismo en el tatuaje del pecho que lo unía a la mercenaria. Allí estaba, tomando forma sobre sus escamas, la marca azul brillante de la boca de colmillos en medio de una palma humana.
Cuando el dolor se calmó un poco, coronó la montaña por un lado y avanzó sobre la carroña vegetal, a la vez que lanzaba el grito que encendía la espada. De una estocada atravesó el corazón de uno de los magos, quien cayó al suelo. Como si el montículo tuviera un apetito insaciable, absorbió al saurio mago instantáneamente.
Antes de que el paladín pudiera atacar de nuevo, Coral concluyó un encantamiento de sujeción; un sarmiento surgió de entre el humus y se enroscó en torno a la muñeca de Dragonbait para alejarlo de Alias de un tirón. Otro sarmiento le sujetó las piernas y lo inmovilizó de forma que no podía cortar las ramas sin hacerse daño a sí mismo. Coral se acercó con la daga ceremonial en la mano.
—Champion —susurró—, ya sabes lo que tiene que suceder ahora. Te inmolaremos para someter la voluntad de la servidora a la voluntad de Moander.
—No, Coral; no lo hagas. Ésa no eres tú. Rebélate, por favor —le rogó el paladín.
—Tienes la espada —murmuró la sauria blanca.
Dragonbait blandió el arma sobre la cabeza de la sacerdotisa y las llamas de la hoja se reflejaron en sus blancas escamas.
—O te mato yo a ti o me matas tú a mí —dijo Coral.
Dragonbait vio el forcejeo de Alias con los otros tres magos. Si él hubiera sido el único que tenía que morir, no habría pensado ni un instante en acabar con Coral; le habría entregado su vida sin oposición. Sin embargo, Alias era su hermana, y Coral, la Voz de Moander. No podía permitir que el dios se apoderase de Alias, pero aún dudaba.
Coral levantó la daga con lágrimas en los ojos; el olor penetrante del dolor saurio llenaba el aire.
—¿Por qué me condenas a que sea yo tu verdugo? —lo acusó—. Pensaba que me amabas.
Dragonbait descargó la espada, y el cuerpo y la cabeza de Coral rebotaron sobre el montículo por separado. No hubo derramamiento de sangre; únicamente ramas podridas y polvo salieron del cuello sin cabeza de la sacerdotisa sauria. La infecta montaña no se molestó en succionarla como alimento porque de ella no quedaba nada.
Al instante, los sarmientos que sujetaban a Dragonbait cayeron como si la magia que los animaba se hubiera desvanecido. El paladín supuso que habían muerto con Coral y se dirigió con cautela hacia los saurios que sujetaban a Alias. Uno de ellos comenzó a formular un hechizo contra él, pero las palabras murieron en sus labios y cayó hacia adelante con un puñal en la espalda.
Alias, entre los brazos de los dos restantes, se lanzó con todo su peso hacia un lado e hizo perder el equilibrio a uno de ellos, que aterrizó de rodillas. Dragonbait atravesó al otro y lo cortó en dos. Al igual que Coral, aquel ser sólo tenía ramas gangrenadas por dentro. Con los puños desnudos, Alias se batió contra la hembra que tenía al lado hasta hacerla caer al suelo.
—¡Dragonbait, la espada! —gritó—. ¡Dame la espada!
Sin comprender, el paladín le permitió que le quitara el arma de las manos, y la espadachina comenzó a hender la vegetación de la cima en busca de Akabar.
Una figura oscura aterrizó junto al saurio y, sin una palabra, sacó el puñal de la espalda del mago que había estado a punto de lanzar un hechizo sobre el paladín. La silueta se incorporó con la daga; era Mentor Wyvernspur.
El montículo se agitó de pronto e hizo caer de rodillas a Dragonbait y al bardo. El paladín comprendió que aquel montón de basura no se estaba asentando meramente, sino que estaba cobrando vida. Se esforzó por ponerse en pie mientras Alias se abría camino hacia el interior con mayor frenesí gritando el nombre de Akabar.
El paladín ayudó a Mentor a ponerse en pie mientras éste decía a voces:
—¡No podemos quedarnos aquí!
Dragonbait se inclinaba a coincidir con él, pero cuando vio la mirada demencial de la espadachina comprendió que jamás la convencería de marcharse. El aroma de su dolor por la pérdida de Akabar impregnaba la atmósfera.
—¡Akabar se ha ido! —gritó Mentor—. ¡Ya no hay esperanza para él! Si no me ayudas a llevarla de aquí, morirá también.
Dragonbait asintió, tomó la mano que le ofrecía, y se dirigieron juntos hacia la mercenaria.
—Hermana —le dijo—, dame la mano.
Alias miró a su hermano saurio confundida. No preguntó nada; sencillamente alargó el brazo y le tomó la garra. Dragonbait cerró los dedos con todas sus fuerzas, y entonces la muchacha vio a su padre detrás del paladín, con la Piedra de Orientación en alto.
—¡No! —exclamó con un chillido.
Mentor cantó una nota y los tres quedaron envueltos en el resplandor amarillo para desaparecer al momento. Cuando reaparecieron en la Gruta Sonora, Alias aún gritaba; se soltó bruscamente del saurio y apuntó la espada flamígera al corazón del bardo. Mentor soltó la mano de Dragonbait.
—Enseguida vuelvo —dijo. Cantó de nuevo y se desvaneció en el aire.
Cuando Olive llegó a la cumbre, el montículo temblaba peligrosamente. No estaba segura de si sería producto de su imaginación, pero le daba la sensación de que se dirigía hacia el este del valle. Miró los cadáveres y la vegetación en movimiento y comenzó a temblar.
Llamó a gritos a Dragonbait mientras trataba de distinguir si era alguno de aquellos cuerpos sin vida. Un sarmiento brotó repentinamente justo delante de ella; tenía un ojo en la punta, redondo y vidrioso como los de los peces. Se sobresaltó y retrocedió un paso, pero surgieron más zarcillos alrededor de ella, cada uno con un ojo diferente en el extremo: un ojo de saurio, uno de gato montes, otro de pájaro… También aparecieron ramas con bocas de todas clases: bocas de lagartos, llenas de dientes; picos de aves, una boca de castor… Todas empezaron a gritar el nombre de Moander a la vez formando un confuso coro que aceleró los latidos del corazón de la halfling.
Se acercó con cautela hacia el final del montículo y decidió que resbalaría hacia abajo como fuera; sería preferible la caída a convertirse en un ojo o una boca como aquéllos. Un sarmiento con fauces felinas se lanzó hacia ella, y la pequeña se estremeció de pies a cabeza.
Antes de que la rama le asestara un golpe, unos brazos poderosos la levantaron en vilo. Olive jadeó por la sorpresa, pero enseguida respiró aliviada. Se dio la vuelta esperando encontrar el rostro de Akabar o el de Grypht, y casi se le salen los ojos de las órbitas cuando comprobó la fisonomía del salvador.
—¿No te dije que tuvieras más cuidado, pequeña dama fortuna? —le dijo Mentor Wyvernspur mientras se elevaba en el aire rumbo al norte con la halfling en brazos.
Grypht levantó la mirada del agotado saurio volador hacia el clérigo Sweetleaf que aguardaba ansioso a su lado.
—Perdóname, Supremo —dijo éste—. Es que tenemos un problema en el valle. El…
—Colocaré una barrera para contener el fuego y que no se extienda más —repuso Grypht—. Todavía hay tiempo, no te preocupes, Sweetleaf.
—No me refería al fuego, Supremo —replicó el clérigo—, sino a Moander. Ha resucitado.
Grypht se incorporó miró hacia el valle. Sweetleaf estaba en lo cierto; habían resucitado al Oscurantista y ya se acercaba en dirección este, hacia ellos.
El mago no había abrigado en ningún momento la esperanza de que el rescate de Dragonbait y la liberación de su pueblo impidieran la reencarnación del dios; en todo caso, pensaba que precipitaría la resurrección. Sin embargo, como la Voz de Moander tenía la semilla en su poder y la iba a utilizar esa noche, le pareció que no había motivos para posponer lo inevitable.
El montículo de vegetación avanzaba despacio pero sin detenerse a través del valle, impelido por una fuerza mágica. Grypht se estremeció sólo a la vista del inmenso poder desplegado para trasladarse. A medida que progresaba, las fogatas que aún quedaban se apagaban al instante al contacto con la humedad de la masa en movimiento. Las rocas que encontraba a su paso quedaban reducidas a gravilla, y cada vez que encontraba un árbol de gran tamaño, que los saurios habían cortado pero no habían logrado transportar, lo succionaba al momento y lo convertía en pequeñas astillas en su interior.
Ahora que los saurios ya no estaban en poder del dios y que no le servían para nada, el mago sabía muy bien el fin que les esperaba: serían engullidos en masa. Escudriñó la ladera de la colina en busca de Alias, Dragonbait, Olive y Akabar, pero no los localizó en ninguna parte, aunque habían acordado reunirse allí con él. Empezaba a preocuparse; ¿qué les habría sucedido?
El sordo ruido provocado por el desplazamiento de Moander aumentaba a medida que se acercaba aplastando árboles, moliendo rocas y conmoviendo la tierra, y por fin llegó a oídos del gran saurio. Por encima de la barahúnda imperaba la confusa cantinela de los cientos de bocas que surgían de la mole rediviva. El Oscurantista proclamaba su nombre una y otra vez en son de victoria.
—Supremo, ¿qué debemos hacer? —preguntó Sweetleaf, nervioso.
Grypht estaba a punto de recoger rápidamente a cuantos voladores pudiera y teletransportarse con ellos y el ayudante cuando, de pronto, Moander viró en dirección norte, hacia la falda del cerro de la Gruta Sonora.
—¡Va detrás de aquella sombra voladora! —exclamó Sweetleaf al tiempo que señalaba hacia una mancha oscura que surcaba el aire con los movimientos suaves de un mago bajo los efectos de un sortilegio de vuelo—. ¿Quién es, Supremo?
Justo antes de que la silueta desapareciera en la Gruta Sonora, Grypht percibió el resplandor amarillo que la piedra de Mentor producía en la oscuridad.
—¿Es posible que sea… el bardo? —se preguntó el mago con incertidumbre.
De repente, le vino a la memoria la figura oscura que había visto en el campamento junto a Coral al comenzar el ataque. Después de todo, Mentor había regresado a tiempo para la batalla, y ahora se había teletransportado a la gruta con la piedra mágica. ¿Estaría alejando a Moander de los saurios deliberadamente? ¿Sabría lo que les había sucedido a los demás?
Era necesario conocer las intenciones del bardo; además, tal vez podía ayudarlo a transportar a los saurios inconscientes.
—Haz lo que puedas por los nuestros, Sweetleaf —ordenó al clérigo—. Volveré lo más pronto posible. —Y, apretando el báculo, el mago Saurio se teletransportó a la Gruta Sonora.
Mentor viró suavemente hacia la boca de la gruta y aterrizó en el interior entre los helechos.
—¡No te muevas! —ordenó Alias, apuntándole al pecho con la espada de Dragonbait.
El paladín le hizo bajar el arma de un manotazo.
—Alias, ¿no ves que lleva a Olive en brazos? ¿Quieres chamuscarla? —la amonestó. Había percibido a la halfling con su visión de energía calorífica.
—¿Qué dices? ¡No tiene nada en los brazos! —replicó la mercenaria.
—No es cierto —declaró Olive asomando la cabeza. Formuló el deseo de ser visible y, al instante, allí estaba. Miró al bardo—. ¿Cómo me viste si era invisible?
—Cuando se alcanza mi edad, Olive, no hay mujer hermosa que pase inadvertida —repuso él, lisonjero.
Olive comenzó a sonreír por la adulación del bardo, pero enseguida vio la flor de la oreja y se agitó inquieta. Notando su nerviosismo, Mentor la dejó en el suelo, y la halfling corrió a escudarse tras Alias.
Grypht apareció a espaldas del bardo; percibía el olor de irritación y miedo que impregnaba la atmósfera.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—¡Mentor está poseído por Moander! —exclamó Alias, con la voz quebrada por el dolor y la pena.
—¿Veis la flor que tiene en la oreja? —señaló Olive.
En la cueva iluminada por la espada flamígera de Dragonbait, la Piedra de Orientación y los destellos azules que emanaban de los tatuajes azules de Moander grabados en Alias y el paladín, Grypht distinguió con facilidad la inflorescencia que adornaba la oreja del bardo y el musgo que le crecía en la barbilla.
—Champion puede curarlo —dijo Grypht.
—¡No! —protestó Mentor, retrocediendo—. No necesito curación. Os parece que estoy en poder de Moander pero no es así. Alias, no me viste, pero fui yo quien desencantó los sarmientos de Coral, y también os rescaté a Dragonbait y a ti de las garras de Moander. ¿Crees que lo habría hecho si fuera su servidor?
—¡Me impediste salvar a Akabar! —lo acusó Alias—. ¡Permitiste que Moander lo absorbiera!
Grypht sintió un profundo dolor en el corazón al saber del nefasto sino del turmita. El valor y la generosidad del mago lo habían conmovido, pues se había esforzado por un pueblo que ni siquiera era el suyo.
—Alias, ya no había posibilidad de alcanzarlo —arguyó Mentor, acercándose a ella con los brazos extendidos.
—¡No te muevas! —le ordenó ella, esgrimiendo la espada de nuevo.
—Mientras nosotros hablamos —intervino Grypht—, Moander se dirige hacia aquí guiado por Mentor…
—Pretendía alejarlo de tus gentes —alegó el bardo.
—Olive, asómate a ver hasta dónde ha llegado —dijo Alias, y la halfling se apresuró hacia la boca de la gruta.
—Necesitamos tu ayuda, pero no podemos confiar en ti a menos que permitas a Dragonbait curarte la infección que crece dentro de ti —le indicó Grypht.
—No puedo curarlo, Supremo —terció Dragonbait—. Utilicé toda la energía intentando sanar a Coral. Pero he mirado al bardo con mi visión shen y no he percibido maldad en él.
Grypht comprendía que Mentor no se doblegaba con facilidad al poder de cualquier amo, pero, por otra parte, jamás había sabido de nadie que lograra resistirse a la posesión de Moander desde el momento en que la enfermedad comenzaba a manifestarse físicamente.
—¿Cómo es posible? —inquirió.
—Xaran me lanzó una semilla de posesión en la guarida de los orcos —dijo Mentor—. Explotó y las esporas me dieron en la cara, pero, como no sucedió nada, supuse que la magia había fallado. Había olvidado que dos horas antes había tomado una poción mágica que retrasaba y neutralizaba el veneno. Creo que el brebaje afectó a las esporas; tardaron más tiempo del habitual en desarrollarse y las alteró de forma que Moander no puede tomar el control de mi cuerpo ni de mi mente.
—¡Acaba de llegar al pie de la colina! —informó Olive desde la entrada—. La pendiente le dificulta el avance pero continúa subiendo.
—Si no estás poseído, ¿qué hacías en la cabaña de Coral? —inquirió Alias, poco convencida por la historia de Mentor—. Olive te vio allí.
—Estaba buscando la semilla para destruirla. Tenía la esperanza de engañar a Coral y a Moander con la flor y el musgo en la barba y que así me revelaran dónde estaba. Sabía que Olive espiaba desde fuera y repetí en voz alta que la sangre de Akabar era la semilla, y en la lengua común de los Reinos para que lo entendiera bien.
—Olive te oyó —admitió Alias. Convencida por fin de las buenas intenciones de Mentor, bajó la espada y pronunció la orden para que desaparecieran las llamas—. Nos lo dijo a Akabar y a mí —musitó.
—Entonces, ¿por qué no te llevaste a Akabar lejos de allí? —preguntó el bardo.
—Se negó a marcharse —gimió Alias—. Se empeñó en luchar contra Moander a pesar del peligro.
—¡Qué locura! —musitó el bardo.
—Akabar actuó según su conciencia —fue la opinión de Grypht—. Si no estás poseído, ¿por qué te niegas tan rotundamente a que Dragonbait te cure? Los sarmientos de posesión te devorarán las entrañas.
—Pero no me matarán —replicó—. Por el poder de su magia alcanzaré la inmortalidad.
Grypht sacudió la cabeza, atónito por la forma en que el humano aceptaba una vida tan fuera de lo común.
—Necesitamos la ayuda de Mentor para sacar a la tribu del valle —declaró—. Creo que ya estoy dispuesto a confiar en él, de momento.
—¡Moander ha llegado al bosque que no habían destrozado! —anunció Olive entrando a toda prisa—. Es el momento de marcharnos de aquí.
—Teletransportaré a todos a mi refugio —dijo Mentor—. Por ahora estaremos a salvo allí.
Olive tenía tanta prisa por desaparecer antes de que Moander avanzara un metro más, que olvidó sus temores anteriores con respecto al bardo y le tendió la mano.
—¿Y los saurios? —preguntó Alias, enfadada.
—Los transportaré en varios viajes —respondió Mentor—. El poder de mi piedra es inagotable.
—¿Y después? —insistió la espadachina. La rabia que le hervía en las venas desde el momento de la desaparición de Akabar explotó contra el bardo—. ¿Qué ocurrirá cuando desaparezcamos todos y Moander cruce las montañas? ¿Empezaremos a evacuar los Valles? Y después ¿qué? ¿El Bosque de los Elfos? ¿Y Cormyr? ¿Podrás trasladar los Reinos a un lugar seguro, Mentor? —Las lágrimas le caían a raudales por las mejillas y la voz aumentaba de volumen a cada palabra—. Akabar está dentro de esa abominación, ¡por tu culpa! Si hubieras utilizado el hielo paraelemental de esa estúpida piedra tuya para adormecer a los saurios, no se habría acercado jamás a ese montículo. Ahora estaría aquí con nosotros, y todos los saurios se salvarían. Pero esa gema es más importante que la gente. Jamás has querido a nadie más que a ti mismo. Y, ahora que por fin has alcanzado la inmortalidad y que posees la Piedra de Orientación, ¿por qué te molestas en ayudarnos? No nos necesitas para nada, no significamos nada para ti.
—Alias —musitó Mentor—, eso no es cierto; te quiero con toda mi alma.
—¡No! ¡No te creo! —espetó la espadachina—. ¡No entiendes lo que es amar!
Mentor guardó silencio unos instantes, abochornado como para alegar nada más. Todo lo que Alias había dicho era cierto, excepto una cosa. La quería, tanto como para admitir su propia equivocación.
—Lo lamento —se disculpó—. Tienes razón; tendría que haber utilizado la piedra antes y sé que ahora ya es muy tarde. Lo siento de verdad.
—¡Danos una prueba! ¡Libera el hielo de la piedra! —replicó Alias con vehemencia—. ¡Rasga las entrañas de Moander con él y congélalo hasta la muerte! ¡Entonces rescataremos a Akabar!
—No sé si… funcionará —repuso Mentor dubitativo.
—Es posible —terció Grypht a toda prisa—, si encontramos algo con que sujetar el hielo, algo que resista ese frío intenso… Tal vez un arma mágica, o un báculo…
Dragonbait le quitó la espada a Alias y se la dio al mago por la empuñadura.
—¿Hielo paraelemental en una espada flamígera? —se cuestionó el gran saurio—. Yo no lo aconsejaría.
Mentor miró el rostro lacrimoso de Alias. Ahora tenía una idea de cómo debía de sentirse ella cuando la había amonestado por la herejía de alterar sus canciones. Luchó contra el deseo incontrolable de ver su sonrisa otra vez, pero perdió la batalla y tomó la daga de su abuelo.
—Este puñal perteneció al padre de mi padre —comentó—, y posee ciertos poderes contra las criaturas del mal.
—Creo que eso sí nos servirá —opinó Grypht—. Bien, ¿rompemos la gema para llegar al hielo?
—¿Podrías mantenerla levitando en el aire? —preguntó el bardo, sujetándola en alto.
Grypht asintió con un gesto y sacó un pequeño hilo dorado del bolsillo. Mientras se concentraba en reunir energías mágicas, el aroma de heno fresco inundó la gruta.
—Elévate —pronunció al tiempo que formaba una cuchara con el hilo metálico y lo elevaba en el aire. El hilo brilló un momento y desapareció, en tanto el cuarzo mágico se soltaba de las manos del bardo y quedaba flotando.
Comenzaron a escuchar el ruido de la madera que se quebraba al paso del dios por el bosque, a medida que éste se abría camino hasta la cueva asimilando los árboles a su cuerpo.
Mentor dio unos golpecitos en el cuarzo con la punta de la daga hasta que lo situó con el eje más largo perpendicular al suelo.
—Olive —dijo con voz serena—, necesito tus firmes manos de halfling y tu dulce voz. ¿Todavía llevas el anillo que te di?
—Sí. ¿Lo quieres?
—No; guárdalo para que te proteja y ponte también éste otro contra el frío. —Se quitó otro anillo y se lo puso a la halfling junto al que le había entregado antes. Después se dirigió a Alias—. Canta un do agudo cuando te dé la entrada y mantenlo hasta que te avise. —Alias asintió—. Olive, tú un sol agudo y mantenlo también.
Mentor les dio la entrada, y, mientras las dos voces femeninas se entremezclaban, el bardo cantó una serie de notas atonales al azar. Después les hizo una seña para que callaran y golpeó suavemente una cara de la piedra con la daga; una grieta diminuta se abrió desde el centro hacia las aristas.
Mientras tanto, el estruendo de los árboles que caían bajo los pasos de Moander había aumentado tanto que los aventureros tenían que levantar mucho la voz para entenderse. Oían ya claramente la confusa letanía de su nombre. Dragonbait se asomó un momento para verificar el avance del dios.
—Sujétalo con la hoja a ras del suelo —indicó Mentor a la halfling al tiempo que le pasaba el puñal.
Olive lo sujetó con ambas manos, y el bardo separó la mitad superior de la gema de la inferior. Un frío tremendo inundó la gruta al instante, y el aliento de cada cual se congeló en el aire. Las gotas de agua de las paredes quedaron solidificadas, los helechos se tornaron grises y quebradizos y las golondrinas que anidaban por todos los recovecos comenzaron a piar alarmadas. El brazo de Alias brillaba intensamente, y ella temblaba sin control. Grypht se acercó a la boca de la gruta, donde el aire era más cálido; Olive no percibía el frío a causa de la protección del anillo, y Mentor no hizo el menor caso de la bajísima temperatura.
—Alias, toma esto —dijo el bardo pasándole la mitad superior de la piedra.
Alias la recogió con resquemor, pensando en lo fría que estaría, pero, para su sorpresa, la encontró tan cálida como la mano de Mentor.
Del centro de la mitad inferior, como un alfiler en un acerico, salía una astilla de hielo clara como el cristal. Mentor colocó las manos debajo y le pidió a Grypht que interrumpiera el sortilegio de levitación.
—Ya está —avisó el mago desde la entrada.
Mentor se arrodilló frente a Olive y sopló sobre la punta de la daga una vez para humedecerla un poco.
—Ahora, mantente firme, Olive, chiquilla —le recordó.
Inclinó la piedra para que la punta de la aguja de hielo tocara la estría del puñal. Al retirar la base, la astilla de hielo resbaló en la estría y quedó con la punta sobresaliendo de la hoja del arma. El bardo volvió a echar el aliento para que la aguja de hielo paraelemental quedara congelada sobre la hoja de la daga.
Después se levantó con la mitad inferior de la piedra en la mano.
—Creo que este trozo tiene suficiente poder para guiarme hacia Akabar —explicó a la espadachina—. Si consigo destruir a Moander pero no logro salir del montículo, utiliza la otra mitad para localizar al mago.
—¿No puedes juntar las dos partes otra vez? —preguntó Alias.
—No, nunca más.
Alias comprendió al punto que la inmortalidad de Mentor quizá no lo protegiera de morir a manos de un dios. Tal vez no regresara jamás. Le había exigido que sacrificara la piedra, pero no deseaba que entregara su vida también.
—Permíteme llevar el puñal —rogó la mercenaria—. Moander es más enemigo mío que de nadie.
—No. La responsabilidad es mía —declaró con firmeza.
Las paredes y el techo de la cueva comenzaron a oscilar por la proximidad de Moander. Las golondrinas abandonaron los nidos y salieron volando al exterior para huir de la montaña en movimiento.
—Deja el puñal en el suelo con cuidado, Olive —ordenó Mentor—. Después, devuélveme el anillo de protección contra el frío, pero quédate con el otro. Eres tan descuidada que te hará mucha falta.
La halfling dejó la daga entre los helechos helados, y Mentor se colocó el anillo en un dedo. Olive se quitó rápidamente el alfiler arpero que el bardo le había regalado y, cuando éste se agachó para recoger el puñal, se lo prendió en la túnica y le dijo:
—Esto te dará buena suerte.
—Pero ¡si te lo regalé yo! Es tuyo…
—Entonces, más vale que me lo traigas de vuelta, ¿estamos? —le respondió con un guiño.
—Cuídate mucho, pequeña dama fortuna —le susurró mientras le besaba la frente. Después se irguió y miró a Alias a los ojos—. No te olvides nunca de que, pase lo que pase, te quiero —le dijo y, con una caricia sobre el emblema tatuado de Moander, añadió—: Te libraré de esto.
—¡Se acerca cada vez más deprisa! —advirtió Dragonbait—. ¡No te entretengas!
Mentor dio un beso a Alias en la mejilla y se apresuró a salir de la gruta. El montículo de vegetación estaba a unos treinta metros y la cima quedaba al nivel de la entrada de la cueva. De la mole del cuerpo del dios surgían ocho largos tentáculos rematados en bocas dentadas, que se extendían en dirección a la caverna.
Grypht retrocedió al interior y entonó una letanía. Dragonbait blandió la espada, en guardia para espantar al dios, pero Mentor lo empujó hacia adentro.
—¡Cuida a Alias! —gritó por encima del estruendo.
Tres largos brazos restallaron en el aire, se apoderaron de Mentor y lo retiraron de la boca de la gruta. Los otros cinco penetraron en la caverna en busca de Dragonbait y los demás, pero las ramas viscosas chocaron contra un muro invisible de energía que Grypht había creado. Los dos saurios y las dos humanas estaban a salvo por el momento, pero no podían hacer nada por impedir que la bestia acercara al bardo a su cuerpo colosal.
Cuando el monstruo apretó los zarcillos en torno a los miembros y el torso de su presa, éste tuvo que obligarse a mantener la calma. La aguja de hielo paraelemental estaba protegida por un encantamiento que la aislaba del aire, y el bardo aún tenía que deshacerlo. Los tentáculos lo llevaron a la cúspide de Moander, que ya se elevaba varios centenares de metros sobre el suelo. El humus en descomposición lanzaba vaharadas de humo impregnado de un hedor penetrante y terrestre. La superficie estaba cubierta de cientos de zarcillos con ojos o fauces y uno de ellos, rematado en un ojo de ciervo, lo miró con curiosidad.
—Estás infestado de sarmientos —le advirtió una boca—. ¿Por qué no me obedeces?
—Porque no soy servidor tuyo, Moander —rió Mentor—. No me tienes bajo tu yugo.
El bardo entonó una nota aguda que deshizo el escudo protector de la aguja de hielo y la dejó totalmente expuesta a la atmósfera. El frío fluía de la punta de la daga como un soplo de viento helado. Las bocas aullaron y los tentáculos que las sujetaban se congelaron y quedaron tan frágiles como tallos de cristal. Mentor rasuró con la hoja los sarmientos que lo sujetaban, y éstos saltaron en pedazos.
Moander comprendió al instante el error que había cometido. Había instruido a sus servidores para que canalizaran la mayor parte de su poder hacia la protección contra el fuego, pero esa precaución lo había dejado totalmente vulnerable a la congelación. El frío paraelemental que despedía el puñal suponía una amenaza muy seria y decidió abandonar la idea de capturar al bardo, pues la supervivencia era primordial.
Cernido en lo alto del cuerpo del dios, con la mitad de la piedra mágica en la mano, Mentor pensó en Akabar bel Akash. Al recordar las discusiones que habían sostenido sobre la gema mágica, evocó al instante sus rasgos, y un rayo de luz se proyectó desde la piedra en dirección al centro de la mole de vegetación corrompida.
Los ojos de los zarcillos guiñaron, cegados por la luz, y, sin previo aviso, un tronco entero salió disparado hacia Mentor desde el cuerpo del dios. El bardo se hizo a un lado… y cayó en la emboscada.
De pronto se encontró asaeteado por todas partes con dardos hechos de los árboles más jóvenes. Algunos le daban y rebotaban, pero uno se le clavó en el muslo; se lo sacó y decidió que ya era hora de dejar de ser el blanco. Con el puñal apuntado ante sí, emprendió el camino hacia las entrañas de Moander siguiendo el rayo de la Piedra de Orientación.
El follaje de la superficie se congelaba y se quebraba como cristal a medida que el bardo avanzaba entre los aullidos de dolor de las múltiples fauces. El montículo se convulsionaba y se tambaleaba, y el bardo tropezaba de un lado a otro como un dado agitado en un cubilete. A cada traspié molía ramas congeladas, sarmientos y cadáveres de animales silvestres con las botas.
De pronto, los temblores cesaron. Mentor se recompuso y procedió a seguir la luz guía de nuevo. Cuanto más penetraba en las entrañas del dios, más calor hacía, de modo que las ramas que lo atrapaban e intentaban cerrarle el paso tardaban más en congelarse, y cada vez tenía que emplear más energías en abrirse camino con el puñal.
Comenzaba a sentirse agotado por el esfuerzo y por la sangre que había perdido por la herida del muslo y sopesaba la posibilidad de abandonar la empresa, cuando de pronto el rayo orientador se situó sobre una zona en tinieblas que no lograba penetrar. Mentor se paró, sorprendido y asustado.
La zona impenetrable al rayo tenía forma de puerta y la identificó inmediatamente: era el acceso al plano del Tártaro desde el Valle Perdido, el que había utilizado Moander para transportar a los saurios esclavizados a los Reinos. Toda la mole del dios había sido levantada en torno a esa puerta.
Moander solía habitar en el Abismo, y desde el Tártaro se accedía al Abismo con facilidad. Seguramente, el dios había succionado a Akabar a través de esa puerta y a través de la región Tartárea hasta su morada en el Abismo.
Una gema pequeña y brillante situada cerca del umbral le llamó la atención. Se agachó para estudiarla de cerca y comprobó que tenía la forma y el color de una gota de sangre y que estaba caliente al tacto, muy caliente; parecía latir con un gran poder. ¿Sería la semilla que había resucitado al dios? ¿Qué le sucedería a ese cuerpo recién estrenado si la hacía desaparecer por la puerta?
Intentó tirarla hacia la masa de tinieblas pero rebotó; es decir que tendría que ser transportada por un ser vivo. La recogió y se la guardó en la bota. Después se acercó a la puerta, pero dudó un momento antes de traspasarla.
En su juventud, había visitado los planos etéreos y astrales varias veces. Más tarde había investigado varias esferas elementales y paraelementales, y durante los años de exilio había habitado en la región intermedia entre el plano de la energía positiva y el cuasielemental. Aún así, la idea de saltar a un plano distinto lo llenaba de horror, sobre todo tratándose de una región tan inferior como el Tártaro, donde, según decían los sabios, las criaturas del Abismo y las del Hades luchaban continuamente por la hegemonía de las envilecidas y venenosas tierras y esclavizaban a cuantos seres descubrían.
Dragonbait había atravesado un acceso semejante hacia el Tártaro en persecución de criaturas del mal; así era como había sido capturado por Phalse y transportado a los Reinos. El paladín había sufrido mucho en manos de Phalse, pero había salido vivo de allí. Los servidores saurios de Moander también habían sobrevivido a la excursión obligatoria por aquel plano. El bardo se burló de sí mismo en voz alta por sus tibios temores.
—Seguro que Mentor Wyvernspur puede con esos peligros.
«Siempre será más fácil que enfrentarme a Alias sin llevarle a Akabar», pensó.
Respiró hondo y se precipitó por el agujero negro guiado por la luz de la Piedra de Orientación.
Cuando Alias, Olive, Dragonbait y Grypht vieron que Mentor se zambullía en el cuerpo de Moander, la esperanza renació en sus corazones. El dios lanzó un aullido agónico y perdió el equilibrio sobre la falda de la colina; llegó al fondo del valle dando tumbos y dejando por el camino grandes porciones de su ingente masa. Después se quedó tendido en el suelo. Los aventureros salieron de la gruta y mantuvieron la vigilancia durante mucho tiempo, pero ni Akabar ni Mentor reaparecían.
Alias empezaba a pensar en lanzarse al valle y enfrentarse ella al dios, cuando de repente sintió como una quemazón en el tatuaje del brazo. Se miró y profirió un grito de júbilo.
—¡Se ha terminado! ¡El emblema de Moander ha desaparecido! ¡El dios ha muerto!
Dragonbait se aferraba el pecho del dolor que le causaba la desaparición del grabado, y después se abrazó a la espadachina.
—¡Mentor ha destruido a Moander! —anunció Olive, eufórica.
—No…, sólo ha terminado con su encarnación en este mundo —les recordó Grypht; sus palabras tendieron una sombra premonitoria sobre la alegría general.