Breck se apartó de Zhara y desenvainó el arma, pero miraba confuso a Alias. Entonces recordó las palabras del sabio en el tribunal.
—Elminster nos dijo que Phalse había sido destruido.
—Sí —confirmó Alias—, por mi propia mano. Pero, antes, ese monstruo la creó a ella y a otras once más, meros peones que pretendía utilizar contra su antiguo enemigo Moander. —Alzó la punta de la espada hasta la garganta de Zhara—. Por eso te esfuerzas tanto en obligar a Akabar a ir en busca de Moander, ¿no es así? ¡Porque eres una criatura de Phalse!
Zhara miró a la mercenaria directamente a los ojos y contestó con calma.
—¿Acaso tú estás aún bajo el poder de Moander y por ese motivo procuras por todos los medios que el regreso del Oscurantista se convierta en realidad? Ahora tienes la oportunidad de matarme, estás armada. ¿Por qué no usas la espada y terminas conmigo?
—¡Bruja! —insultó Alias y, dejando caer la espada, se abalanzó de un salto sobre la sacerdotisa.
Cayeron las dos al suelo; Dragonbait hizo un amago rápido de separarlas pero Breck se interpuso.
—Nunca se debe intervenir en una pelea de mujeres —le advirtió el leñador con tono irónico.
El paladín entrecerró los ojos y miró a Breck ofendido por la actitud de superioridad que adoptaba y el gesto de burla, pero, tras pensarlo dos veces, cedió a la sabiduría de las palabras del guardabosque. Se quedó mirando los revolcones de las dos mujeres en el suelo húmedo y captó la ironía de la situación: hacía sólo unos minutos, era Alias quien se burlaba de su combate con Breck.
Alias intentó apretar las manos en torno a la garganta de Zhara, pero las retiró a toda prisa al sentir el pinchazo de unas puntas metálicas; bajo la ropa de sacerdotisa, llevaba un collar de cuero tachonado. Sospechando algo, la mercenaria cogió el cuello de la túnica de su contrincante y rasgó la tela hasta la cintura; bajo las ropas apareció una cota de malla con el escote muy generoso.
—¡Me has robado la armadura! —gritó a pleno pulmón; alzó el puño, pero, antes de llegar a estamparlo en la cara de Zhara, la sacerdotisa sacó un mallo de la manga y golpeó a la espadachina en un lado de la cabeza. Alias rodó hacia un lado, gimiendo y apretándose la oreja y la sien con ambas manos. Zhara se levantó y se apartó mientras Dragonbait se agachaba junto a Alias, que permanecía de rodillas.
—¿Habéis terminado esa escaramuza de gatos? —preguntó Breck.
—¿Escaramuza de gatos? —repitió Zhara, confundida—. ¿Qué quiere decir eso?
—Cuando dos mujeres se pelean —explicó Breck— se llama escaramuza de gatos.
—¿Por qué?
—Bueno, porque lucháis de otra forma, no como los hombres… Os parecéis a los gatos…, luchando a zarpazos.
Zhara lo miró furiosa e hizo girar amenazadoramente el mallo en la mano.
—Ven aquí, leñador. Te voy a enseñar cómo pelean las mujeres —gruñó.
Dragonbait dejó a Alias y se interpuso entre Zhara y Breck. Cogió a la turmita por la muñeca de la mano con que sostenía el arma y sacudió la cabeza con violencia.
—¡Suéltame, Dragonbait! —exigió Zhara—. Este norteño bárbaro y arrogante está pidiendo una lección a gritos —dijo inclinando la cabeza hacia Breck.
Dragonbait levantó las manos al aire. Aquello le parecía una pesadilla; sólo había una cosa peor que pudiera suceder: que Alias y él también se pelearan.
—¡Devuélveme la cota, ladrona! —exclamó Alias con la espada en la mano, poniéndose trabajosamente en pie. Un chichón de gran tamaño y un moretón oscuro comenzaban a formársele al lado de la sien.
—¡Claro que te la devolveré! ¡No quería ponérmela! Sólo una bárbara como tú sería capaz de llevarla sin avergonzarse.
—¿Que no querías…? —Alias miró a Dragonbait—. Se la diste tú, ¿verdad? —acusó al paladín—. Y la capa y las botas… Todo eso es mío, ¿no?
Dragonbait asintió humildemente e indicó por señas que lo sentía. Se acercó a Alias con la intención de curarle la herida de la cabeza, pero ella se alejó bruscamente del saurio.
—¡No me toques! —gruñó.
Lo siento, se disculpó el saurio de nuevo. Perdóname.
—¡Jamás! —replicó, dándole la espalda—. ¡No te acerques a mí, ni me hables! ¡No tengo nada que decirte!
Se alejó del paladín a grandes pasos, paró al final del claro y se apoyó contra un árbol. Dragonbait vio el movimiento convulsivo de sus hombros y comprendió que estaba llorando. Una náusea le llenó el estómago; se sentó en la hierba y escondió la cabeza entre las rodillas.
Breck se sintió cohibido de pronto e intentó hacer algo constructivo. Se agachó a recoger la cuerda de su alazán y se dirigió después a Zhara.
—¿Qué has hecho con la montura de Alias?
—La dejé libre.
—¿Cómo?
—La dejé libre para que no fuera instrumento de la persecución de mi esposo Akabar —explicó Zhara—. Intenté que este otro se marchara también pero no quiso.
—Pues claro que no. Es mi caballo y está muy bien entrenado; no cometería jamás semejante estupidez. ¿Dónde dejaste la silla de Alias?
—No se la quité.
—¡Sureños! —bufó Breck—. ¿Es que no sabéis nada sobre caballos?
—No —reconoció Zhara llanamente, sin avergonzarse en absoluto de su ignorancia—. Soy sacerdotisa de Tymora, no mozo de cuadras.
—¿En qué dirección se fue? —preguntó Breck, fastidiado.
—¿Por qué crees que te lo voy a decir? —contestó Zhara con altanería.
—Porque, si no, esa yegua que «dejaste libre» va a terminar con heridas en la piel por el roce de la silla, rodeada de una nube de insectos que le contagiarán infecciones, y al final acabará muriendo porque no te preocupaste de desensillarla.
—Se fue por allí —respondió contrita, e indicó en dirección al Valle de las Sombras.
—Vamos a buscarla —dijo el leñador, dándole un empujón en el brazo—. Tú vienes a ayudarme.
Zhara sacó una piedra de luz del bolsillo y la levantó en alto para que el leñador rastreara las huellas en el suelo. Por fortuna, el animal estaba cansado y tenía hambre, y lo encontraron pastando en la hierba no lejos de allí. Breck lo llamó y el corcel acudió enseguida.
—Criatura tonta —la regañó mientras la sujetaba por el ronzal y le acariciaba la frente—. ¿Cómo se te ocurrió dejarnos? —Recogió la cuerda manchada del suelo—. Esta cuerda podría haberse enredado en cualquier sitio —le dijo a Zhara moviéndola en su cara— y entonces se habría muerto de hambre o de sed.
—Lo lamento, no lo sabía. Pero no puedo consentir que mates a mi Akabar. Es tan inocente como este animal.
—¿Cómo lo sabes? No estabas presente cuando Kyre fue asesinada.
—Akabar es mi marido y lo conozco muy bien. Dragonbait dice que es amigo de Grypht y que Grypht no es un monstruo.
—Kyre no mentiría jamás —insistió Breck—. Era mi maestra y la conocía bien.
—¿Era tu amante? —preguntó Zhara con el distanciamiento propio de los eruditos sureños.
—¿Qué pregunta es ésa? —repuso molesto y sonrojado—. A ti eso no te importa.
—Sí que me importa. Es evidente que tú amabas a Kyre. Lady Shaerl dice que Kyre no era fea sino muy hermosa. Si no te aceptó como amante, tal vez la mataras tú por rabia o por celos.
—Estás loca.
—O quizá temía tu mal genio —insinuó.
—¡No! ¡Decía que yo era muy joven! —-gritó Breck.
—¡Ah! —exclamó Zhara con suavidad—. ¿Cuántos años tienes?
—Veinte inviernos. ¡Por Tymora! ¡No es posible que te lo haya dicho! —se lamentó.
—¿Que tienes veinte años? ¿Por qué? ¿Es que es una especie de secreto?
—No me refería a la edad —repuso el leñador tocándose las sienes—. Olvídalo.
—Veinte años no es tan poco.
—Cuando tenía dieciocho —explicó Breck exasperado— hacía muchas tonterías y la asediaba constantemente con… mis sentimientos hacia ella. Entonces decidió que dejáramos de trabajar juntos una temporada. Después se marchó, desapareció durante más de un año y, cuando me comunicaron que ella me había nombrado para formar parte del tribunal de arperos, creí que tal vez ya no me consideraba tan joven.
—¿Y fue así?
—No lo sé. Hacía sólo dos días que había llegado al Valle de las Sombras y todavía no había tenido oportunidad de estar a solas con ella unos momentos, y además…
—Además ¿qué? —lo animó Zhara.
—Estaba cambiada…, como inasequible. —Sacudió la cabeza y miró hacia el suelo; sentía que estaba traicionando el recuerdo de la semielfa—. No —se retractó—, no te he dicho la verdad exactamente. En realidad, yo tenía miedo de acercarme a ella… por lo que pudiera decirme. Ahora ya no importa. ¡Ojalá estuviera viva todavía!
Sin más palabras, Breck dirigió la montura de Alias hacia el calvero donde habían quedado Dragonbait y la espadachina. Zhara lo seguía perdida en sus pensamientos.
Cuando llegaron, Dragonbait encendía una hoguera para preparar la cena en el centro del claro mientras Alias limpiaba el corcel de Breck cerca de los árboles, de espaldas al saurio. Su rostro era una máscara de concentración tras la cual pretendía ocultar su turbulento estado de ánimo.
Breck acercó la yegua a un árbol próximo a la espadachina y la ató a una rama. Su silla de montar y las alforjas se hallaban colocadas sobre un tronco caído.
—He abierto tus cosas para buscar los cepillos —le dijo Alias.
—Está bien. Pásame el de púas. Empezaré a limpiar a tu yegua —respondió mientras la desensillaba. Dejó los arreos en el tronco caído junto a los suyos y echó la manta sudadera por encima.
Alias le dio el rascador, y Breck comenzó a limpiar al animal.
—Siento haberte acusado de ayudar a Zhara a escapar.
—No sabías mis sentimientos hacia ella.
—No te gustaba siquiera antes de saber que era tu… Bueno, una de esas copias que hicieron de ti, ¿verdad?
—No, no me gustaba.
—¿Sabes una cosa? No me parece tan mala. Bueno…, al menos es fiel a su esposo.
—¡Vaya! ¡No es más que una buena actriz! —replicó la espadachina rencorosamente.
—Creo que Dragonbait la aprecia.
—Dragonbait es idiota —gruñó.
Breck, atónito por la vehemencia de Alias, no hizo más comentarios. Alias terminó de limpiar al corcel en silencio, sacó las alforjas de la silla y se alejó hacia otro árbol del linde del claro. Se sentó bajo sus ramas y empezó a quitarse la armadura.
Cuando Breck terminó de asear a la yegua se acercó a la fogata. Dragonbait y Zhara habían preparado un estofado de aspecto delicioso con las raciones del día y unas hierbas aromáticas que el saurio había recogido por el camino. El paladín comunicó algo a Zhara por señas.
—Dragonbait quiere que le lleves un cuenco a Alias —le explicó ésta.
—Sí, claro. ¿Suelen durar mucho los enfados entre vosotros?
Dragonbait respondió con unos gestos que Zhara tradujo para Breck.
—Es la primera vez que se enfadan.
—Genial —musitó el leñador—. Por si no teníamos ya suficientes problemas con la persecución…
Llevó dos cuencos de estofado y pan hasta el borde del claro, donde Alias estaba sentada bruñendo la espada. La guerrera levantó la vista al oírlo llegar.
—No tengo hambre —le advirtió.
—Tienes que comer —insistió Breck, poniéndose en cuclillas junto a ella.
—¿Para qué?
—¿Para qué? —repitió el leñador—. ¿Acaso no prometiste a lord Mourngrym que me ayudarías a encontrar a Akabar y a Grypht y a llevarlos a la torre? Pues no podrás cumplir tu palabra si te caes del caballo de debilidad. Y, si cumplir con Mourngrym no te parece razón suficiente, recuerda que Grypht sabe dónde está Innominado; tenía entendido que querías encontrarlo.
—Cierto —repuso Alias con un tono de esperanza en la voz.
—Entonces, come. —Alias aceptó por fin el plato—. ¿Molesto si me quedo aquí? —preguntó.
—Haz lo que quieras, pero me temo que en estos momentos no soy la compañera ideal.
—Ni yo, así es que podemos entendernos —contestó. Partió el pan y le dio un trozo. Alias le hizo una mueca triste—. No llegamos a escuchar lo que ibas a decir a favor de Innominado.
—En realidad no sabía lo que iba a decir —confesó Alias; se llevó a la boca una cucharada de comida y, cuando acabó de masticar y tragar, preguntó—: ¿Qué quieres saber de él?
—¿Lo quieres?
—Es mi padre —respondió Alias, como si eso explicara todo.
—Pero ¿lo quieres? —insistió Breck.
—Todo lo que soy se lo debo a él. Le debo la vida. —Breck tomó un bocado de su plato—. Le dije a Morala que lo amaba como a un padre —prosiguió Alias—, y ella quiso convencerme de que no se lo merecía. Supongo que tú no intentarás hacer lo mismo…
—No conozco a Innominado lo suficiente —repuso Breck con un movimiento de cabeza. Se preguntaba a qué juego estaría jugando la papisa—. Las canciones que cantabas la otra noche en La Calavera de los Tiempos ¿son suyas?
—La mayoría.
Breck aguardó a que Alias empapara hasta la última gota de la salsa del estofado en el pan, y después le preguntó:
—¿Te importaría cantar esa canción de la ninfa otra vez… sólo para mí?
Alias bajó la cabeza para esconder la expresión de incertidumbre y temor. Deseaba que Breck admirara el talento de Innominado, y la balada de la ninfa sonaría completamente natural allí, en medio del bosque. Tenía que arriesgarse a cantar, aunque el poema quedara tergiversado.
—De acuerdo —asintió con una sonrisa incierta.
Dejó el cuenco en el suelo y se aclaró la garganta con un trago de agua. Dirigió a los dioses una petición improvisada mirando al cielo con hostilidad: «Ya sé lo de Moander y quiero ayudar a Innominado, así que, por favor, no estropeéis la canción».
Comenzó a cantar en la paz del bosque, con mayor suavidad de lo que le permitía la bulliciosa cantina de Jhaele. Primero entonó una serie de llamadas de sirena y después entró en los primeros versos: «Danzan lentejuelas de sol en la espiga de la dedalera, y se transforman luego en una cálida visión con figura de mujer».
Breck apoyó la espalda en un tronco y cerró los ojos.
La trovadora contemplaba el halo de la luna y se imaginaba el sol sobre las hojas doradas de los árboles, las tersas bayas y las flores silvestres. Cantó todo el tema sin un solo titubeo y, cuando terminó, miró a Breck para comprobar si le había complacido.
El guardabosque tenía las mejillas húmedas de lágrimas. Abrió los ojos y miró a la cantante ligeramente cohibido.
—Lo…, lo siento. Es que me recuerda a Kyre. —Se enjugó los ojos rápidamente con la manga—. Montaré el primer turno de guardia. Vete a dormir un poco.
Alias asintió sin palabras, y Breck fue a situarse en otro punto del borde del calvero. Comprendió decepcionada que todos los pensamientos del hombre se dirigían a Kyre exclusivamente y que Innominado no le interesaba, y descargó la rabia en un puñetazo contra las alforjas.
«A nadie le importa Innominado; sólo yo me preocupo por él. —Se arropó en la capa y apoyó la cabeza en las alforjas—. Y de mí tampoco se preocupa nadie; sólo él. Que Akabar y ese engendro maligno de esposa que tiene se vayan en pos de Moander, si quieren. Y Dragonbait que se vaya con ellos también; me importa un comino. Pero, en cuanto encuentre a Grypht y lo obligue a devolverme la Piedra de Orientación, me largaré a buscar a mi padre».
Olive se vendó sin ayuda la herida que le había causado el argos, demasiado enfadada todavía para aceptar la de Mentor. Se sentía traicionada por su declaración de que pretendía hacer un trato con Xaran; había confiado en que el bardo tuviera el suficiente amor propio como para no rebajarse a tratar con semejante criatura. Le informó sucintamente que Flattery había saqueado el laboratorio y había dejado una trampa mortal para él, y se fue al rincón más apartado a reconcomerse en silencio.
Mentor fingió no percatarse del enfado de la halfling y comenzó a revolver todo el laboratorio febrilmente en busca de algo, lo que fuera, con que defenderse de los orcos. No consiguió abrir la segunda puerta de la estancia, de modo que ahora no tendrían más remedio que burlar al enemigo de alguna forma para salir de allí.
Desafortunadamente, la búsqueda le proporcionó preciosos y escasísimos hallazgos. Flattery había descubierto, o bien conocía ya, hasta el último rincón secreto del laboratorio, porque se había llevado todo excepto los instrumentos musicales, los cuales había arrojado a un lado para quemarlos después. Sólo uno de ellos se había salvado del incendio; se trataba de una trompa en cuyo bronce las llamas no habían hecho mella.
La rescató del montón de yartings calcinados, flautas fundidas y arpas destrozadas y la limpió con cuidado.
—¡Qué pródiga en fortuna te muestras hoy, Tymora! —susurró el bardo.
—¿Es mágica esa trompa? —inquirió la halfling con un tono de esperanza, demasiado curiosa como para continuar en silencio.
—¿Por qué no lo pruebas y lo averiguas tú, Olive? —le dijo al tiempo que se la pasaba.
Olive tuvo que sujetar el pesado instrumento con ambas manos para llevárselo a los labios. Hinchó los carrillos de aire y sopló con todas sus fuerzas, pero sin resultado alguno.
—Tengo la boca pequeña para esto —dijo, y se lo devolvió.
—Increíble, teniendo en cuenta la cantidad de ruido que es capaz de producir —replicó muy serio. Se puso el instrumento en los labios y le sacó un toque de caza y después una llamada militar a las armas. Finalmente, lo fijó al cinturón como si fuera una espada.
—Bueno, ¿qué? ¿Es mágico? —preguntó Olive otra vez. Mentor asintió—. ¿Qué hace?
—Tira la casa abajo con unas palabras mágicas; literalmente abajo.
—Teniendo en cuenta que los orcos no son famosos por sus gustos refinados en el terreno musical, supongo que nos será de gran utilidad.
Inclinándose sobre los restos quemados, Mentor sacó un arpa con el armazón de madera partido y chamuscado y las cuerdas rotas y retorcidas, y abrió un compartimiento secreto que había en la base.
—¿No había dejado yo un…? ¡Ajá! —exclamó cuando un objeto pequeño y brillante le cayó en la palma—. Toma, Olive, ponte esto —y le tendió un pendiente.
Sin tocarla, Olive miró la pequeña joya con ojo calculador. Del eslabón de cierre colgaba un pendiente de platino con un espléndido diamante blanco, que según las estimaciones de la halfling debía de pesar más de un quilate. El trabajo de orfebrería era evidentemente élfico y muy bello.
—Una baratija para distraer a los orcos, ¿no es verdad? —comentó intentando resistirse a aceptar el regalo.
Mentor se sentó a su lado y, tras quitarle el diminuto aro de oro que llevaba, le pasó el eslabón del diamante por el agujero del lóbulo y le dio con el dedo para que se moviera.
—Olive —preguntó de pronto—, ¿hablas la lengua de los elfos?
—En realidad no —repuso Olive, meneando la cabeza. A pesar de lo furiosa que se sentía con Mentor, no podía evitar el placer que le producía el roce de la joya contra el cuello—. Sólo recuerdo los números y algunas palabras sueltas…, lo justo para el comercio.
—Hay un dicho entre los elfos: «Que tu oído sea siempre tan diáfano como el diamante». ¿Qué tal oído tienes, Olive?
La halfling lo miró, confundida, y de pronto comprendió:
—¡Estás hablando en élfico! ¡Te he entendido perfectamente! ¡El pendiente también es mágico!
—Con él comprenderás casi todas las lenguas de los Reinos —explicó el bardo—. ¿Todavía estás enfadada conmigo?
—Debería —repuso muy digna.
—Ya lo sé, ¿pero lo estás o no? —Olive dejó escapar un suspiro y movió la cabeza de un lado a otro. Mentor sonrió y bebió un trago de agua de la cantimplora de la pequeña—. Olive —comenzó—, ¿la imagen de Flattery no dijo nada más? ¿Sólo que había limpiado el laboratorio y que yo tenía que estar muerto?
—Nada más —mintió Olive—. Después lanzó los rayos desintegradores por toda la habitación y me afeitó la coronilla.
Mentor pasó un dedo por el vello suave de color castaño cobrizo, que era lo único que le quedaba en la parte alta de la cabeza.
—¡Bien! Ser pequeña también tiene sus ventajas —bromeó el bardo.
—Y arrastrarse por el suelo también, pero no resulta muy digno que digamos —replicó Olive.
—Olive, ¿quieres dejar ya ese tema? —gruñó el bardo—. No nos queda otro remedio que llegar a un acuerdo con Xaran.
—Yo no estoy dispuesta —se negó Olive, y dio una patada en el suelo. Se sintió embargada de la misma rabia de antes, y se dijo que no iba a dejarse engatusar por un pendiente de diamante por muy mágico que fuera—. Con un argos no valen los tratos. ¿Es que no aprendiste la lección cuando Cassana y Phalse dejaron que te pudrieras en las mazmorras de la bruja?
—Olive, la posición en que nos hallamos no es precisamente de fuerza —explicó el bardo refiriéndose con un gesto a la habitación vacía—. Ni siquiera tenemos una poción curativa para la herida del hombro.
—Eso no lo sabías antes, cuando empezaste el trato con Xaran —lo acusó.
—La inmortalidad no es un bien despreciable —repuso irritado.
—¡Espléndido! —exclamó Olive—. ¡Devórala de un golpe! ¡Ojalá se te atragante!
—¡Oh! ¡Por…! —dejó la frase sin terminar y suspiró—. De momento, la inmortalidad es una cláusula de la negociación a la que tendré que renunciar. Aquí no hay nada que pueda ofrecerle y no tengo intenciones de pasarme otro año construyendo réplicas para monstruos maléficos.
—¿De modo que piensas vender a Akabar sólo para salir de aquí con vida?
—Sólo para que los dos salgamos de aquí con vida.
—Yo haré mis tratos con el puñal.
—¡Caramba! Sí que te has hecho orgullosa y valiente en un año —comentó Mentor sarcásticamente.
—Es que tenía un buen maestro —contestó Olive—, o al menos así lo creía.
Mentor giró la cara como si hubiera recibido una bofetada. Agarró a la halfling por los hombros y acercó su rostro al de ella hasta tenerlo a escasos milímetros. Olive se estremeció a causa del dolor del hombro pero no dijo una palabra.
—¡Escúchame, Olive Ruskettle! Sobrevivir no es ninguna deshonra; tal vez consiguieras matar unos cuantos orcos, pero al final te atraparían, aunque no te matarían enseguida. ¡No, no! Eres una hembra muy atractiva, y tu pequeña estatura no te protegería ni un poco; al contrario, les parecería más divertido así. Ya los conoces y sabes lo bestias que son.
Olive temblaba y la sangre no le llegaba al cerebro, pero no pensaba ceder.
—No te permitiré que traiciones a Akabar —dijo reprimiendo un sollozo—. Seguro que Xaran tiene formas de asegurarse de que no lo engañas si llegáis a un acuerdo. ¿Y si te hechizara con uno de sus ojos? Ya no podrías hacer nada.
—Dudo que los encantamientos de Xaran tengan poder sobre mí.
—Podría ponerte un collar estrangulador por si no volvieras, o enviarnos con una escolta de orcos o utilizarme a mí como rehén.
—No me iría de aquí sin ti, y, por muchas garantías con que Xaran pretenda asegurarse, encontraremos la forma de evitarlas —aseguró el bardo—. Por otra parte, dijo que quería una cosa de Akabar, no que deseara matarlo. ¿Y si Akabar quisiera vendérselo, sea lo que sea? ¿Eh?
—Akabar comercia con paños. ¿Para qué va a querer paño un argos? ¿Para poner cortinas en las guaridas de los orcos? —preguntó Olive con sorna.
Mentor soltó a la halfling y jugueteó con el pendiente de diamante.
—¡Pero qué mujer tan tozuda eres! —protestó—. Confía en mí. Voy a conseguir que los dos salgamos de aquí con vida y no permitiré que le suceda nada a Akabar, pero necesito tu colaboración.
Miró fijamente a los ojos azules del bardo. Se sentía como una mariposa atraída por la luz de una vela.
Como siempre, Mentor acabaría por convencerla de sus planes, al menos hasta que se quemara en el último, como la mariposilla en la llama de la vela.
—Toma —le dijo al tiempo que le pasaba la daga—. La encontré en los túneles. A lo mejor te hace falta.
A Mentor se le iluminó la cara cuando vio el arma heredada de su padre.
—Eres mi querida Dama Fortuna propia, ¿verdad que sí?
—A lo mejor por eso tienes tan poca suerte —se chanceó.
—Es que con un talento como el mío —presumió el bardo— sólo hace falta un poco de suerte.
Olive sacudió la cabeza, descontenta.
—Vamos a terminar de una vez con esta merienda de amiguitos —murmuró.
Mentor quitó una piedra luminosa de la pared y se la dio a la halfling para que la sostuviera; después cogió el puñal con la derecha y tomó la mano de Olive con la izquierda.
—No te alejes —le ordenó mientras se dirigían hacia la salida.
«Brillas con tanta intensidad que no hay mariposa que se te resista», pensó ella con tristeza.
Mentor recorrió la clave de sol con el dedo, y la puerta se abrió hacia adentro unos treinta centímetros. Los orcos apostados en el exterior comenzaron a chillar y alborotar al instante. Mentor arrastró a Olive al otro lado, cantó tres notas y la puerta se cerró de golpe.
Seis orcos de gran tamaño, armados con ballestas, obstruían el paso, y sin duda debía de haber veinte más agazapados tras ellos en el pasadizo. Los monstruos guiñaban los ojos por la luz de la piedra de Olive, pero veían lo suficiente como para disparar al humano y a la halfling.
Sin amilanarse ante la superioridad numérica del enemigo, Mentor se lanzó a la carga. Adoptó una pose de ataque con la daga refulgiendo en la luz, y rugió a los orcos:
—¡Llevadnos ante Xaran!
Las bestias lanzaron unos gruñidos hasta que el más corpulento farfulló unas palabras a Mentor en la lengua común.
—Las armas al suelo… y la luz también.
Mentor se acercó más al portavoz haciendo caso omiso de la ballesta que le apuntaba al estómago y gruñó igualmente en respuesta.
—Nos llevas ahora mismo ante Xaran tal como estamos o me ocuparé de que te castigue por insolente.
El monstruo maldijo en orco y Olive, que llevaba el pendiente mágico, entendió perfectamente lo que preferiría no haber entendido. El orco dio media vuelta y se adentró en el pasadizo. Mentor lo seguía tan de cerca, sin soltar a Olive, que le llegaba el hedor que emanaban las ropas de la criatura.
Unos cuantos se adelantaron corriendo y desaparecieron por la galería que se abría junto a la caverna para alertar al resto de la tribu, pero la mayoría esperó a que pasaran el jefe y los prisioneros para ponerse en pie y seguirlos. Olive veía cómo la señalaban, escuchaba sus sucias palabras y sentía sus miradas en la piel.
En el momento en que iban a entrar en la caverna abierta en la pared, otro orco de gran tamaño les salió al paso y se dirigió en su lengua al jefe de la partida.
—Xaran sólo quiere al bardo. Nos prometió todos los tesoros que sacara de la habitación mágica, de modo que la pequeña nos pertenece por derecho. —Los otros orcos lanzaron murmullos de aprobación.
El jefe se volvió hacia Mentor.
—Mi hermano tiene razón. Xaran sólo te quiere a ti, así que deja aquí a la halfling —ordenó.
Olive recobró de pronto su antigua naturaleza aterrorizada y se apretó contra Mentor esforzándose por contener los gemidos. Mentor miró al jefe y a su hermano con todo el desprecio posible y dijo:
—Es mía.
—A Xaran no le importa la pequeña —repitió el jefe—. No nos castigará si no se la llevamos.
—Pero yo sí —bramó Mentor en orco—, y muy lentamente —añadió en tono amenazador.
El jefe de la cuadrilla refunfuñó pero retomó el camino. Su hermano clavó en Mentor una mirada hostil, y el bardo le devolvió otra aún más fiera, rebosante de un odio sin ambages que lo hizo retroceder.
Entraron por el hueco de la pared y prosiguieron la marcha hacia el cubil de las criaturas.
Dragonbait se despertó de pronto cuando Breck le tocó un hombro. El leñador parecía muy ansioso, y el saurio emitió un silbido burlón.
—Alias camina dormida —dijo Breck—. ¿Qué hacemos?
Dragonbait sintió auténtico pánico. Alias jamás había caminado en sueños desde el día en que «nació», cuando se encontraban en el barco que los llevó de Westgate a Suzail tras escapar de las mazmorras de Cassana. En aquellos momentos, aunque parecía una mujer ya hecha, era en realidad una criatura y sentía todos los temores propios de la infancia. Los horrores y las ceremonias que habían dado lugar a su creación poblaban sus sueños de pesadillas, aunque por fortuna no los recordó nunca más a partir de la cura de sueño que hizo en Suzail, de la cual despertó convertida en una mujer adulta.
Ahora se encontraba junto al fuego, cubierta sólo con la túnica; estaba muy pálida, tenía la boca abierta y gemía suavemente. Dragonbait se levantó y se aproximó a ella; le pasó un dedo bajo la manga derecha, sobre el tatuaje azul, y la mercenaria se calmó enseguida al mismo tiempo que su respiración.
De pronto, el aire que rodeaba la hoguera se llenó de sonidos y silbidos muy agudos y el saurio se dio la vuelta con un jubiloso aroma de limones. Pensaba que iba a encontrarse con Grypht pero no vio a nadie en el claro; sólo estaban Breck, Alias, Zhara, que dormía, y él. Se giró de nuevo hacia Alias con la mirada llena de asombro.
—¿Qué ocurre? —preguntó Breck—. ¿Pasa algo malo?
Dragonbait le indicó que se mantuviera en silencio. El leñador no oía los sonidos que provenían de la boca de Alias porque sus oídos eran sordos a ese lenguaje, tan sordos como los de cualquier otro humano que no hubiera aumentado su receptividad por medio de la magia. A pesar de que era la propia trovadora quien emitía esos sonidos con su extraordinaria voz, seguramente tampoco ella alcanzaría a escucharlos; pero Dragonbait sí lo hacía, no sólo porque eran los sonidos típicos de los saurios sino también auténticas palabras de su lengua.
No obstante, la retahíla sauria de la espadachina sonaba como un simple balbuceo.
—Estamos preparados para la semilla. ¿Dónde está la semilla? Encontrad la semilla. Traed la semilla —repetía una y otra vez.
Sin las glándulas aromáticas mediante las cuales los saurios comunicaban emoción y énfasis, el mensaje resultaba tan inexpresivo como el código de signos que tenía que utilizar para hablar con ella. Mientras escuchaba el ritmo hipnótico de las palabras comprendió que si su compañera pudiera desprender olores estaría cantando en esos momentos, y no simplemente recitando. Entonces, Alias comenzó un verso nuevo.
—Encontramos a Innominado —prosiguió la joven en saurio—. Innominado tiene que unirse a nosotros. Innominado encontrará la semilla. Innominado traerá la semilla.
De pronto, dejó de recitar y, extendiendo una mano, señaló hacia abajo con un dedo y trazó un círculo paralelo al suelo.
El paladín se estremeció, y Alias comenzó a gritar en la lengua común:
—¡No! ¡No! ¡No!
Se tiró hacia adelante y se agarró a los hombros de Dragonbait. Entonces abrió los ojos y parpadeó a la luz de la fogata; luego comenzó a llorar quedamente.
Dragonbait le acarició otra vez el brazo del tatuaje y la arropó con su capa. La empujó con suavidad por los hombros hasta obligarla a acostarse otra vez en la manta que había junto al fuego y la envolvió bien; Alias cerró los ojos. El saurio se quedó acariciándole el pelo hasta que ella cesó de gemir por completo y no se movió más; le deseó un feliz descanso con todo fervor.
—Sería mejor que hicieras tú la segunda guardia, en vez de ella —opinó Breck.
Dragonbait asintió.
—¿Le sucede con frecuencia?
El saurio negó con una enérgica sacudida de cabeza.
—Nunca, ¿eh? Igual que tampoco se enfada nunca contigo, ¿verdad?
El paladín lo miró furioso.
—Apuesto a que sé por qué es sonámbula: porque está enfadada contigo a causa de Zhara.
Dragonbait clavó los ojos en el fuego.
—Tienes que pedirle perdón por haberla hecho enfadar, sea cual sea la causa —le dijo Breck—. No es posible dedicarse a la persecución del asesino de Kyre y tener que solucionar cuestiones extrañas como paseos en pleno sueño y todo eso.
El leñador se dio media vuelta y se dirigió a donde tenía las alforjas sin dejar de olisquear el aire. «Es curioso —pensó—. Huele a violetas, aunque aún es pronto para que hayan florecido». No conocía al saurio lo suficiente como para saber que ese aroma emanaba del miedo de Dragonbait.
El paladín vigilaba el campamento con sus amarillos ojos de reptil, pero lo único que veía era a Alias trazando un círculo en el aire con el dedo índice. Ese movimiento no pertenecía al sistema de señas de los ladrones que le había enseñado la espadachina, sino que era un símbolo saurio: el símbolo de la muerte.