Alias se alegró al ver que Breck Orcsbane azuzaba al caballo hacia la bifurcación de la izquierda del camino para ponerse al frente. El leñador estaba de un humor insoportable y era muy de agradecer que le diera una tregua alejándose un rato. No levantaba la ceñuda mirada del suelo y apenas le dirigía la palabra excepto para quejarse de Dragonbait. Comprendía el estado de ánimo del guardabosque, pero no era propio de ella compadecerse en silencio sin cuestionar su conducta. Llevaban ya tres horas de cabalgata, y al principio las previsiones del joven con respecto a que sería fácil seguir la pista de Grypht habrían resultado ciertas. Comenzaron la búsqueda en el cerro del Robledal y encontraron sin contratiempos la ruta descendente que el saurio había seguido. Grypht era grande y pesado, por lo que dejaba profundas huellas en el terreno húmedo, y su potente cola barría gruesas ringleras de vegetación como si fuera una guadaña.
No obstante, Grypht no era una bestia sino una criatura inteligente y astuta, y tenía la experiencia suficiente como para tomar rutas pedregosas siempre que fuera posible, donde no quedaban rastros, o atravesar por áreas mullidas de hojas caídas donde podía utilizar la cola a modo de cepillo y borrar las huellas. Perseguir al saurio iba a resultar una prueba dura para el leñador, a pesar de su avezada vista y los años de experiencia como rastreador. Se había impuesto a sí mismo tan estrictamente el deber de encontrar a Grypht que Alias prefería no pensar qué sucedería si llegaban a perderle la pista.
La espadachina se daba cuenta de que el leñador estaría más a gusto solo porque podría dolerse a sus anchas por la pérdida de la mujer semiélfica. Sin embargo, no podían arriesgarse a que encontrara él solo a Akabar y a Grypht sin la presencia de nadie más, pues sería capaz de lanzarse sobre cualquiera de ellos, o sobre ambos a la vez, y perder la vida. Ante la imposición de Mourngrym de que se llevara dos acompañantes, el leñador ocultaba su dolor tras un muro de hostilidad.
En cuanto a las quejas que formulaba sobre Dragonbait, Alias estaba a punto de darle la razón y dejar al saurio atrás. Al comienzo, había adoptado la postura de defender al paladín. El leñador no quería viajar con él a menos que utilizase una montura igual que ellos, alegando que, de otro modo, les retrasaría la marcha constantemente. Alias le había explicado que Dragonbait podía mantener el ritmo de un galope durante horas sin rezagarse y, a partir de ese mismo momento, el saurio se había dedicado a desmentir sus palabras con tanta frecuencia que hasta ella empezaba a irritarse. Se rezagaba una y otra vez sin motivo aparente, como si no le interesara la persecución; en un momento, cuando volvió atrás para recordarle que se mantuviera cerca, lo encontró recogiendo nueces. A veces incluso parecía saber el camino que había tomado Grypht, pero callaba hasta que Breck lo descubría por sí mismo.
Alias lo había visto olisqueando el aire por primera vez en el cerro del Robledal, y cuando alcanzaron el primer tramo rocoso lo sorprendió de nuevo. En cuanto Breck desapareció para comprobar la ruta del norte, el saurio descendió unos pasos por el del sur y se sentó con un suspiro. Repitió la operación una vez más en la siguiente bifurcación y aún otra en el lecho de un arroyo. Esperó un cuarto de hora mientras el leñador rebuscaba bajo una gruesa alfombra de hojarasca hasta que lo vio a punto de estallar. Entonces, se internó entre las hojas como por casualidad en una dirección que más tarde resultó ser la acertada, según comprobó Breck.
Por fin, Breck había pedido a Alias que le dijera a Dragonbait que dirigiera él la expedición porque, por lo visto, tenía un sentido del olfato tan fino como los perros de caza. Pero, en la siguiente intersección, el saurio se rascó la cabeza y fingió confusión, ante lo cual Breck, completamente decepcionado, asumió de nuevo el papel de guía.
Alias, que ya conocía la costumbre del paladín de mostrarse como un «bruto inútil», le había preguntado en susurros:
—¿Qué te pasa ahora? ¿Por qué no lo ayudas?
Está más allá de mis posibilidades, había respondido con gestos.
Alias se había ido tras el guardabosque muy enfadada. No comprendía lo que le pasaba al paladín pero sabía muy bien que no podían enemistarse por completo con Breck. Además de la preocupación por impedir que el leñador iniciara un ataque sobre Akabar y Grypht, Alias tenía muy clara en el fondo de su mente la idea de que, si encontraban a Innominado, Breck sería también uno de sus jueces.
Ahora, mientras Breck se alejaba por la desviación, Alias desmontó para estirar las piernas. No se veía a Dragonbait por ninguna parte y retrocedió un trecho para ver qué hacía. Lo descubrió atando una tira de tela azul a una rama por encima de la cabeza. Se acercó sigilosamente y se detuvo a menos de un metro de él.
—¿Qué es lo que haces? —preguntó de pronto. Dragonbait dio un brinco y giró en redondo presa del sobresalto—. Estás marcando la ruta, ¿por qué?
Es posible que Mourngrym venga detrás.
—Mourngrym no viene detrás —replicó Alias. Se estiró para arrancar el jirón de tela de la rama y estuvo a punto de perder el equilibrio al pisar un montón de nueces que había debajo—. ¿Por qué vas dejando nueces por el camino? —inquirió.
Es una ofrenda a Tymora.
—¿Nueces? —gritó exasperada—. ¿Desde cuándo pide la Dama Fortuna ofrendas de nueces? Dragonbait, ¿en qué estás pensando? ¿Por qué te empeñas en retrasar la marcha?
Breck está muy furioso, y no se ha calmado nada.
—Pero con tu actitud sólo lo irritas más. Además, todavía no me has dicho por qué estás marcando la ruta. Y ¿para quién son las nueces?
Dragonbait señaló hacia el camino, mostrándole que Breck había regresado. El saurio se acercó a la montura del leñador a pasos largos, y Alias se quedó rezongando en voz baja; estaba segura de que Dragonbait le ocultaba algo.
—¿Has encontrado algo? —preguntó al guardabosque mientras montaba de nuevo.
Breck asintió sin palabras y abrió la marcha hacia el terreno que acababa de estudiar. Dragonbait le dio un azote a la montura de Alias que la hizo salir al trote y dejarlo atrás. La guerrera tardó un momento en retomar el control del animal, hacerlo frenar y dar la vuelta para comprobar si el saurio los seguía; en ese momento Dragonbait los adelantó. Alias azuzó a su montura otra vez y siguió tras él; había visto otra tira de tela colgada de una rama para señalizar la dirección que habían tomado. Desde luego, no pensaba interrogar al saurio en presencia de Breck, pero averiguaría lo que se proponía el paladín aunque tuviera que sacárselo por la fuerza.
Akabar observaba fascinado a Grypht, que estudiaba el sortilegio de teletransporte grabado en el báculo. Los caracteres no se asemejaban a ningún otro tipo de escritura que el turmita conociera; parecían simples muescas y líneas trazadas a intervalos irregulares. El estudioso turmita ardía en deseos de insistir en que el mago saurio le tradujera lo que allí decía, pero el sortilegio de lenguas se había terminado. Por otra parte, ambos estaban de acuerdo en que lo más importante era regresar cuanto antes al Valle de las Sombras, de modo que Akabar guardó silencio.
En el fondo de sus pensamientos, estaba preocupado por Zhara, pues tenía un vago recuerdo de que Kyre había pronunciado un hechizo con el nombre de su esposa. De todas formas, Dragonbait le había prometido que cuidaría de ella, lo cual mitigaba sus temores considerablemente. A pesar de todo, se alegraría mucho de volver a su lado.
También tenía deseos de salir de aquellos alrededores tan salvajes. Los robles jóvenes resultaban deliciosos pero había tres arces enormes a un lado cuyo aspecto lo inquietaba profundamente. A juzgar por el tamaño, supuso que debían de tener cientos de años, si bien, al parecer, estaban ya cerca de la muerte porque tenían el tronco repleto de nidos de insectos y las ramas cubiertas de lianas parásitas y, aunque algunas hojas conservaban un tono dorado, la mayoría colgaban marrones y secas a pesar de la época temprana del año. Cuando recobró la conciencia, no se había percatado de la presencia de esos tres árboles centenarios y ahora, en cambio, no podía apartarlos del pensamiento aunque mirara hacia otra parte. A medida que el sol se ponía y las sombras se alargaban y se hacían más densas, los árboles enfermos e incluso los otros más jóvenes parecían acercarse y cerrar poco a poco el claro del bosque donde descansaban.
Akabar se asustó y dio un grito. Sí, se estaban acercando a ellos. Los robles jóvenes formaron un círculo perfecto de unos doce metros de diámetro en torno a ellos, tan cercanos unos a otros que parecían los barrotes de una prisión. Los dos magos estaban atrapados en el corro de robles junto con los tres enormes arces. Al grito de Akabar, Grypht levantó la vista del báculo, molesto por la interrupción de su sesión de estudio. En el momento en que vio los arces, se puso en pie de un salto y lanzó un rugido.
En ese mismo instante, Akabar percibió que uno de ellos tenía rostro y que su tronco se dividía en dos enormes piernas cubiertas de corteza. Los arces no eran árboles; eran treants, criaturas bondadosas y protectoras de los bosques. Se acercaron los tres a Grypht, y el saurio rugió otra vez amenazadoramente a la vez que alzaba una mano para formular un encantamiento.
—¡Detente! —le advirtió Akabar, situándose entre el saurio y el ser al que apuntaba—. Son treants —explicó el turmita—, no nos harán ningún daño.
Grypht rugió una vez más y apartó a Akabar a un lado. El turmita recordó de pronto que el saurio ya no le entendía; tenía que encontrar la forma de evitar que hiriera a los treants. El aroma de heno recién segado comenzó a llenar el calvero, mientras Grypht rociaba una diminuta esfera blanca con polvo amarillo.
—¡No! —exclamó Akabar y, precipitándose sobre el mago, le tiró de la manga para hacerle desviar el brazo, de forma que la bola de fuego explotó al lado de los treants en vez de alcanzarlos de lleno. Inmediatamente, varios robles jóvenes se incendiaron y se partieron.
De pronto, Akabar sintió que lo alzaban en el aire por el fajín que le ceñía la ropa. Giró como pudo y miró hacia arriba; un treant enorme lo sujetaba con una mano nudosa y lo observaba fijamente.
—Por favor —rogó Akabar en la lengua común—, no hagáis daño al saurio. Es un visitante de otro mundo y no sabe nada de treants.
El ser dejó escapar una risotada perversa y señaló a Grypht con la otra extremidad.
—¡Matadlo! —ordenó a los otros dos con una voz atronadora.
—¡No! —gritó Akabar mientras se debatía con fiereza y sacudía inútilmente la mano de madera que lo sujetaba a más de tres metros del suelo.
Grypht no disponía de tiempo material para lanzar otro hechizo antes de que los vegetales se le echaran encima, de modo que aferró al más próximo por un brazo y levantó los pies del suelo como un chico columpiándose de una rama; el brazo del treant no resistió el peso del colosal lagarto y se desgajó del tronco con el sordo ruido de un tronco podrido al caer bajo el hacha del leñador. El miembro de madera levantó una nube de polvo al estrellarse contra el suelo.
El rostro del ser mutilado se contrajo en una mueca pero no dio muestras de sentir dolor.
Akabar abrió los ojos desmesuradamente, aterrorizado, al ver que de la profunda herida que había dejado el brazo al desencajarse salía un sarmiento pegajoso, que se enroscó en la garganta del saurio. Entonces el sureño comprendió el error fatal que había cometido. Esas criaturas habían sido treants en algún tiempo, pero, al igual que Kyre, habían quedado infestadas de un parásito corruptor que los convertía en servidores del Oscurantista…
El zarcillo que había hecho presa en la garganta de Grypht comenzó a ahogar a su víctima al tiempo que se la acercaba al otro brazo. Grypht cogió con ambas manos un trozo del sarmiento que le oprimía la garganta, y de un enérgico tirón lo partió en dos como si fuera bramante gastado; pero, antes de que lograra alejarse para intentar otro encantamiento, un segundo treant se le acercó por la espalda y le asestó un fuerte golpe en la cabeza.
Grypht cayó al suelo aturdido y las dos criaturas empezaron a darle patadas con sus macizas patas de madera.
El que sujetaba a Akabar continuaba inmóvil; el turmita sacó un puñal de la manga y cortó el fajín que le ceñía la cintura. Aterrizó en el suelo sobre las rodillas; el golpe le produjo unos terribles pinchazos en las piernas, pero rodó sobre sí mismo inmediatamente para alejarse del treant y, rechinando los dientes de dolor, logró ponerse de pie.
Extrajo del bolsillo un trozo de fósforo rojo y comenzó a cantar en turmita. Un instante antes de que el fósforo ardiera, lo lanzó al aire y trazó un círculo imaginario.
Una cortina de fuego brotó de pronto en torno al treant y lo atrapó; el ser mutilado que acosaba a Grypht quedó prisionero en el perímetro del muro flamígero. La criatura aulló, y las hojas muertas que aún tenía se calcinaron con un siseo; la corteza, en cambio, se consumía sin arder.
El último treant se alejó del fuego, y Grypht aprovechó la oportunidad para rodar en dirección a Akabar. El mago sureño pronunció otro conjuro y se lanzó hacia adelante para despistar al treant, de modo que el saurio pudiera escapar. Al momento, seis imágenes de Akabar, producto de una ilusión mágica, echaron a correr alrededor del ser vegetal.
El treant iba de un lado a otro lleno de confusión; alargaba un brazo para agarrar al mago pero cerraba los dedos en el aire al tiempo que la ilusión que pretendía asir desaparecía ante su vista. Entonces se volvía hacia otra de las réplicas.
Akabar olió en la atmósfera el aroma del sortilegio de Grypht, y al punto dos rayos de fuego surgieron entre el turmita y sus dobles. Los feroces proyectiles mágicos prendieron en la corteza del treant e incendiaron todo su follaje, pero el tronco ardía tan mal como el de su compañero.
Grypht tomó al mago turmita por la cintura, se lo cargó a la espalda y se dirigió a la carrera hacia la muralla de árboles jóvenes que los rodeaba. Los tiernos arbustos no representaban un obstáculo serio para el cuarto de tonelada de saurio iracundo que se les venía encima, y el mago escamoso atravesó la muralla apisonándolos como si fueran meras hierbas. Al cabo de varios minutos se detuvo y dejó la carga en el suelo. A la luz del báculo, Akabar comprobó que el saurio estaba gravemente herido; respiraba con dificultad, tenía una hendidura en la acorazada cresta y el rostro lacerado y contuso.
Grypht tendió el báculo a Akabar y sacó de las mangas una tira de pergamino, unos polvos blancos y tres metros de cuerda de seda. Retorció el pergamino una vez antes de humedecer las puntas y pegarlas con un poco de polvo blanco; después pasó un extremo de la cuerda por el hueco del papel, lo roció con el resto de los polvos y lo lanzó al aire. La cuerda quedó prendida en algo invisible, colgando ante el rostro del saurio. Grypht siguió concentrado en la cuerda un minuto más —alargando la duración del conjuro, supuso Akabar— y después le indicó por señas que la escalara.
Akabar le devolvió el báculo, se escupió las manos y trepó hacia el espacio extradimensional creado por el hechizo del saurio. Grypht pasó el báculo a Akabar de nuevo mientras éste observaba ansiosamente el ascenso de la gran mole reptiliana y el esfuerzo de sus musculosos brazos. En cuanto el mago llegó arriba y se dejó caer a su lado, Akabar recogió la cuerda.
Se encontraban en un espacio vacío y blanco, y los dos encantadores, el báculo y la cuerda eran los únicos ocupantes de la dimensión; resultaba aburrido pero seguro, mientras durase. Akabar calculó que duraría varias horas a juzgar por el poder que había visto desplegar a su colega. Se giró para preguntarle qué harían después pero lo encontró inconsciente, jadeando como si lo hubieran envenenado.
El turmita retiró los restos de sarmientos que aún se aferraban a su garganta y desprendió con cuidado los parásitos que parecían haberse abierto camino entre las escamas y la lámina protectora del cuello. Casi al instante la respiración de Grypht se normalizó un poco, aunque las heridas eran de consideración. Al ver Akabar que el saurio se había chamuscado el costado que más cerca había estado del muro de fuego creado por él, sintió un pinchazo de remordimiento por haberlo puesto en peligro, pero en realidad no le había quedado otra salida. «Las peores heridas —pensó el sureño— deben de ser las que le produjeron los golpes de los retorcidos treants».
Lo único que podía hacer ahora era dejar descansar a la criatura para que mejorase espontáneamente. Esperaba que el mago despertase antes de que se disolviera el espacio extradimensional, y poder regresar al Valle de las Sombras sin mayores contratiempos.
Breck miró al fondo del barranco y maldijo entre dientes.
—¿Qué sucede? —preguntó Alias al tiempo que conducía a la yegua hasta la montura del leñador.
—¡Malditos trucos de magia! —gruñó éste—. La bestia ha saltado por una puerta dimensional. Tendremos que bajar al fondo, subir otra vez y buscar al otro lado la continuación del rastro.
—¡Ah! —exclamó Alias suavemente. Breck echó una ojeada al sol, que ya estaba bajo en el horizonte.
—Tenemos el tiempo justo para llegar a la otra parte antes de que anochezca.
—La bajada resulta muy empinada para los caballos —apuntó Alias.
—Hay un camino que baja; lo hemos pasado hace unos minutos —repuso Breck, espoleando al alazán hacia el sur por el borde de la garganta.
Alias dio la vuelta al suyo y se fue tras el leñador. Dragonbait no estaba por ninguna parte, pero, cuando llegaron al comienzo del sendero que descendía el barranco, encontraron al saurio sentado y comiendo una manzana.
Sin prestar atención al paladín, el guardabosque rascó a su montura en el cuello y le dijo a la oreja unas palabras de ánimo. El noble animal comenzó el descenso sin el menor titubeo, y el de Alias siguió el ejemplo del guía. Dragonbait se levantó cuando pasaron, tiró el corazón de la manzana a un arbusto y fue tras ellos.
En el fondo de la quebrada anocheció antes de que sol se hubiera puesto del todo, y Dragonbait se situó a la cabeza de la marcha. El paladín ordenó a su espada mágica que se encendiera y la enarboló como si se tratara de una antorcha. El río que discurría por el fondo era profundo y rápido pero, afortunadamente, el sendero llevaba hacia un rudimentario puente de madera que lo cruzaba. Rellenaron las cantimploras y prosiguieron; cuando llegaron al otro lado del barranco, el sol ya se había puesto. Breck adelantó al saurio e hizo virar al caballo otra vez hacia el norte.
—No pensarás ponerte a buscar el rastro en medio de la noche, ¿verdad? —preguntó Alias.
—Todavía queda al menos una hora de medialuz —replicó Breck— y hoy hay luna llena. —Indicó al caballo que avanzara.
Dragonbait se apartó a un lado para que Alias pudiera seguir al leñador y fue tras ella. La espadachina se giraba con frecuencia para comprobar si el saurio los seguía, ahora que oscurecía. De vez en cuando también lanzaba ojeadas al fondo de la garganta y, una de esas veces, vio una luz que atravesaba el puente. Detuvo la cabalgadura y esperó a que Breck se alejara para evitar que la oyera; entonces desmontó y sujetó a Dragonbait por la camisa antes de que pasara de largo.
—¿Quién nos sigue? —preguntó en un susurro imperativo.
El saurio se encogió de hombros.
—¿Para quién dejabas las señales en el camino?
Dragonbait la miró con ojos inexpresivos, pero Alias no pensaba aceptar esa careta de animal tonto.
—Dragonbait, no puedo creer que me trates así. ¿Por qué no confías en mí?
El lagarto bajó la mirada al suelo; parecía francamente avergonzado.
—Dímelo. Te prometo que no voy a enfadarme. ¿De quién se trata? ¿De Olive? ¿De Innominado? ¿De otro saurio?
El paladín deletreó un nombre de cinco letras.
—¡Zhara! —exclamó enfadada la mercenaria.
Me prometiste que no te enfadarías, le dijo por señas.
—¿Zhara? —repitió más suavemente—. No puede ser. Mourngrym me prometió que no la dejaría salir de la torre.
Dragonbait le explicó que la turmita era una sacerdotisa de grandes poderes.
Alias reflexionó en las palabras de su compañero. Apenas tenía nociones de los poderes que los dioses concedían a sus sacerdotes. Para lo único que le parecía útil el clero era para sanar y para anular maldiciones, de modo que no se le había ocurrido pensar que Zhara fuera capaz de escaparse de la torre vigilada.
—Breck se va a enfadar muchísimo cuando se entere —susurró.
Ya está muy enfadado.
—Pero no con nosotros.
Si no se lo dices no lo sabrá. Necesitamos a Zhara.
—No es verdad —gruñó Alias—. Le prometiste a Akabar que la cuidarías en su ausencia. ¿Qué pasará si resulta herida siguiéndonos de esa forma por los montes? ¿Te has parado a pensarlo?
Zhara sabe defenderse.
—Si tú lo dices… —Con un suspiro de resignación, volvió junto a la yegua y montó.
En ese mismo momento llegó Breck en su busca.
—¿Por qué os habéis parado? —inquirió—. He encontrado el rastro de la bestia en este lado.
—Mi yegua tenía una piedra en la herradura y se la he tenido que quitar —mintió Alias.
—¿Ahora se encuentra bien? —preguntó el leñador.
—Sí. Vámonos —repuso la mujer, temerosa de que Breck descubriera la luz en el barranco.
El guardabosque dio media vuelta y frenó en seco.
—¿Qué es eso? —exclamó.
—¿Qué?
—Allí abajo —señaló Breck—. Una luz brillante, como una esfera de fuego.
Para alivio de Alias, el leñador señalaba hacia un punto en el sudoeste, no hacía la luz de Zhara. Se quedó mirando el cielo unos instantes.
—No veo nada —dijo por fin.
—Aguarda un momento.
Alias se agitaba nerviosa. Si se quedaban allí mucho tiempo, Zhara terminaría de cruzar la garganta y toparía con ellos, y entonces, Breck explotaría.
—A lo mejor era una estrella fugaz —sugirió la espadachina—, o el fuego de campamento de otros aventureros.
Breck negó con un gesto de la cabeza y se sentó pacientemente a observar el cielo durante unos minutos; Alias hizo una seña a Dragonbait para que vigilara el camino y regresó junto al leñador.
—¡Allí! —exclamó Breck señalando de nuevo hacia el mismo punto.
—Parece fuego —comentó Alias, sorprendida—, y muy grande.
—Es Grypht —aseguró Breck.
—¿Cómo lo sabes? —se extrañó Alias.
—Es él, estoy seguro; seguiremos esa luz.
—Pero las huellas nos llevan hacia el norte y la luz está en dirección opuesta —objetó Alias.
—Grypht nos ha dejado un rastro falso. Si me equivoco, regresaremos después, pero sé que estoy en lo cierto.
Mientras hablaban, un segundo estallido luminoso apareció en el horizonte muy cerca del anterior.
—Otra bola de fuego —insistió Breck.
Alias asintió; a ella también le había parecido una bola de fuego.
—Debes de tener la vista muy aguda para haber distinguido la primera —le dijo—, o bien el favor de Tymora.
—Ambas cosas —contestó, halagado—. ¡Vámonos! —Viró y espoleó al caballo al trote.
Alias subió a su montura y lo siguió, mientras Dragonbait se detenía un momento para dejar una tira de tela azul en un arbusto, antes de salir tras ellos a grandes pasos.
No vieron más bolas incendiarias en el cielo y las lejanas llamas se extinguieron al cabo de unos minutos, pero aún quedaba un resplandor en el horizonte que les servía de faro. Habían cubierto unos siete kilómetros cuando empezaron a oler el humo del incendio. Redujeron entonces la marcha a un paso tranquilo y atravesaron una zona de zarzales en llamas; de no haber sido por la lluvia que había caído durante todo el día, no habrían podido seguir adelante. Por fortuna, la abundancia de torrenteras y de hojarasca empapada había impedido que el fuego se extendiera por doquier. Tras cruzar un arroyo de anchura considerable, Breck frenó y desmontó.
—Bien, dejaremos aquí a los animales; al lado del agua estarán bien —dijo el leñador mientras quitaba las bridas al suyo; luego le pasó una cuerda larga por el ronzal y la ató a una rama baja. El alazán comenzó a mordisquear la hierba que crecía a sus pies.
Alias desmontó también y estiró las piernas mientras Dragonbait se ocupaba de su yegua. Breck colocó una flecha en el arco y se dirigió cautelosamente hacia el fuego, y Alias sacó de las alforjas el que le había prestado Mourngrym. Dragonbait la miró alarmado.
—Tranquilo —susurró—, no pienso disparar a tu amigo, sólo me preparo para lo que pueda surgir de ahí. Si ha sido él el responsable de las bolas de fuego, seguro que las lanzaba contra alguien.
Los tres aventureros avanzaron entre la vegetación quemada hasta llegar a un círculo de robles jóvenes, tan próximos los unos a los otros que parecían las estacas de una cerca. Dieron la vuelta alrededor del círculo y llegaron a una sección donde los árboles estaban rotos y aplastados contra el suelo. A la luz de las fogatas moribundas y de la luna llena, Alias descubrió la silueta de tres ejemplares mucho mayores tendidos en el suelo. Breck se inclinó sobre uno de ellos y tocó la corteza ennegrecida; la espadachina tuvo la impresión de que el leñador se lamentaba.
—¿Qué ocurre? —preguntó acercándose al guardabosque.
—Son treants —repuso Breck, reprimiendo un sollozo—. Los han asesinado de la misma forma que a Kyre.
Alias se mordió el labio inferior y se volvió hacia Dragonbait para comprobar si el saurio tenía algo que decir sobre las criaturas muertas. El lagarto estaba junto al corro de robles jóvenes y dejó escapar un siseo. Su compañera percibió el aroma de violetas que avisaba de un peligro próximo.
—¿Qué hay? —inquirió Breck a Dragonbait.
—Dragonbait percibe la proximidad de fuerzas del mal —explicó la mercenaria.
—Sí, es evidente que han pasado por aquí —contestó Breck, enfadado—. Fue Grypht, mira. —El leñador señaló hacia una serie de grandes huellas en el barro, junto a los treants caídos—. Y allí también. Ésas deben de ser las de tu amigo Akabar —añadió señalando con un gesto de la cabeza otras más pequeñas producidas sin duda por sandalias de cuerda.
Alias notó de pronto que algo le rozaba la pierna; dio un grito e intentó apartarse de un salto, pero se había quedado enredada en algo y cayó al suelo cuan larga era. Enseguida, algo parecido a una serpiente se le enroscó desde el muslo hasta la cintura, y la joven percibió con desconcierto los zarcillos correosos que la envolvían. Empezó a gritar y a debatirse e intentó alcanzar el puñal de la bota.
Dragonbait se lanzó sobre uno de los treants y le cercenó un brazo con la espada de fuego. Los sarmientos que apresaban el cuerpo de la espadachina cayeron inermes. Breck corrió junto al paladín dando grandes voces.
—¿Pero qué haces?
Dragonbait retrocedió y blandió la espada para que Breck no diera un paso más.
—Me ha salvado la vida —declaró Alias mientras se deshacía de los zarcillos sin vida.
—¡Está profanando un cuerpo muerto! —acusó el leñador.
Dragonbait le hizo una seña a Alias.
—Breck, más vale que te fijes un poco más en estos treants. ¿No te parecen un poco extraños?
—Me parece que están muertos —respondió Breck furioso.
—Están enfermos —corrigió Alias—. Ni siquiera ardieron normalmente; se consumieron… como madera podrida.
—Estaban húmedos, como toda la vegetación de alrededor —replicó el leñador con tozudez.
—¡Míralos! —exigió la mercenaria al tiempo que agarraba a Breck por los hombros y lo obligaba a observar el que Dragonbait había atacado—. Están muy enfermos…, completamente podridos hasta la médula. ¡Míralo por dentro! —insistió acercándolo al brazo desgajado—. ¿Habías visto alguna vez un treant como éste, lleno de sarmientos por dentro?
Breck removió la herida con la punta de una flecha; los zarcillos parecían gusanos pululando en un cadáver. Apartó la mirada de aquella visión, totalmente horrorizado.
—¿Y bien? —preguntó Alias—. ¿Qué crees que es?
—No…, no lo sé; nunca… había visto algo así. ¿Vosotros sí?
—Sí —replicó la espadachina—. Se parecen a los sarmientos que el dios Moander, antes de morir, utilizaba para controlar a su gente, aunque la primera vez que los vi no estaban separados de su cuerpo.
—Moander está muerto —le recordó Breck.
Alias se agitó inquieta al comprender que los treants podían ser una señal del regreso del dios a los Reinos. Después de todo, tal vez Akabar estuviera en lo cierto, aunque de todos modos todavía no estaba preparada para admitirlo en público.
—Sí…, Moander está muerto —dijo.
—Entonces, esa putrefacción y esos sarmientos que infestan a los treants deben de ser obra de Grypht —sentenció—. Lo sabremos seguro cuando lo atrapemos. Seguiremos sus huellas hasta salir de esta zona arrasada y después regresaremos a buscar a los caballos.
El leñador se dispuso a rastrear el terreno entre los robles caídos. Alias se acarició las sienes; estaba cansada, hambrienta y decepcionada por la estrechez mental del leñador.
—Breck —lo llamó con intención de intentar una vez más sacarlo de su error—. Es posible que Kyre se equivocara con respecto a Grypht. Estos treants han debido atacarlo y, como es natural, él se habrá defendido lo mejor posible.
—¿Por eso asesinó a Kyre? —replicó iracundo—. ¿Para defenderse de ella?
—Tal vez Kyre murió por otra causa —sugirió Alias.
—O a manos de otra persona… como tu amigo Akabar, por ejemplo.
Alias levantó las manos al cielo. A falta de una idea mejor, recurrió a la del propio leñador.
—Supón que Grypht, efectivamente, mató a Kyre en defensa propia. Supón que ella lo confundió con un monstruo y atacó primero, y que entonces él se defendió.
—¡Kyre no confundió a Grypht con un monstruo porque es un monstruo! —Con esas palabras zanjó la cuestión y volvió a la tarea de rastreo.
Alias miró a Dragonbait y encogió los hombros; momentos después, ambos se reunían con el leñador.
Seguir el rastro de Grypht no presentó dificultades pese a no contar más que con la luz de la luna. La criatura había echado a correr sin acordarse de las huellas tan patentes que dejaba a su paso; pero, de pronto, las señales desaparecían. Junto a las de Grypht había las de un par de sandalias, pertenecientes a Akabar, y después nada. Tanto la criatura como el mago sureño se habían desvanecido en el aire.
—¡Por los hijos de Beshaba! —blasfemó Breck—. Han vuelto a volatilizarse por medio de la magia.
—Volvamos con los caballos y acampemos —propuso Alias—. Por la mañana registraremos la zona.
—A esas horas podrían haber llegado a cualquier parte —objetó Breck.
—Ya se han ido, leñador —replicó la mercenaria—. No pienso ir a ninguna parte en la oscuridad, y tú tampoco.
Breck dejó caer los hombros con abatimiento, se dio media vuelta sin decir palabra y se encaminó hacia el lugar donde habían dejado los corceles; Alias y Dragonbait lo siguieron, como de costumbre.
Cuando llegaron, las monturas habían desaparecido. No había resto alguno de las cuerdas con que los habían sujetado a las ramas, de modo que no las habían roto a mordiscos los animales; los habían soltado.
—Nos han robado —anunció Breck.
—¿Quién? —preguntó Alias mirando a Dragonbait—. Estamos en medio de la nada.
—No lo sé, pero voy a averiguarlo —afirmó Breck al tiempo que miraba el suelo hasta dar con unas huellas de botas.
—Ya estamos otra vez en las mismas —dijo Alias a Dragonbait en voz baja mientras salían del calvero tras el leñador, que marchaba en pos del ladrón—. Esto es obra de Zhara, ¿verdad? —le indicó por señas.
El saurio comenzó a examinar el terreno con un interés exagerado. De pronto, Breck se lanzó a la carrera río arriba. Allá, no lejos del arroyo, enmarcada en un claro bañado por la luna, se erguía una figura con ropajes femeninos ante la silueta de un corcel.
—¿Cómo no se le habrá ocurrido hacer un sortilegio de luz para que la distinguiéramos mejor? —comentó Alias sarcásticamente.
Dragonbait desenvainó la espada y corrió tras Breck. La silueta de la túnica continuaba acariciando el hocico del animal tranquilamente y dándole de comer en la palma de la mano sin notar, al parecer, que la observaban y que estaba a punto de sufrir un asalto. Alias estaba convencida de que se trataba de Zhara, pues sólo una sacerdotisa era tan estúpida como para exponerse de aquella forma. Se dirigió despacio hacia la escena pensando que, como Dragonbait era el responsable de ese problema, debía solucionarlo él.
Breck se lanzó sobre la mujer y la derrumbó. El caballo relinchó y retrocedió unos pasos, en tanto Zhara lanzaba un grito y Dragonbait caía sobre el atacante.
Alias sacó una manzana de las alforjas y comenzó a mordisquearla. Mientras el leñador, la sacerdotisa y el paladín saurio se revolcaban por el suelo, ella sujetaba al alazán, que era el de Breck, y lo alejaba de la zona de peligro. Le dio a comer el corazón de la manzana poco a poco mientras observaba las maniobras de Dragonbait para separar a Breck de Zhara.
La sacerdotisa logró ponerse de pie y se escudó de Alias tras el flanco de la montura de Breck. Alias le clavó la mirada, pero la turmita ya se había cubierto el rostro y la cabeza con la capucha de la capa. Dragonbait y Breck rodaron por la hierba unos cuantos minutos más hasta que intervino la espadachina.
—¿Os divertís mucho?
Dragonbait alzó la vista hacia ella y, al comprobar que Zhara ya estaba a cubierto y que Alias los observaba con una expresión de burla, asumió una actitud de timidez, se rindió y dejó a Breck que lo tumbara en el suelo.
—¡Ya te tengo! —declaró el guardabosque.
—Sí, pero ¿qué piensas hacer con él? No puedes montarlo y resulta correoso al paladar —informó Alias riendo entre dientes—, aunque tal vez puedas sacar de él un buen par de botas.
Breck la miró y se puso rojo de ira al ver cómo se mofaba de él; soltó a Dragonbait y se incorporó.
—¡Tú! —gritó señalando a Alias con un dedo—. ¡Tú la has ayudado a escapar! ¡No me extraña que defendieras a su marido con tanto ahínco! ¿Ya lo sabe lord Mourngrym?
—¿Saber qué? —preguntó Alias, sin hacer caso de las atropelladas acusaciones del leñador.
—¡Que es tu hermana! —rugió Breck.
—¿De qué estás hablando? —replicó Alias—. Yo no tengo hermana.
—Entonces ¿quién es ésta? —exclamó Breck al tiempo que retiraba la capucha de la cabeza de la sacerdotisa.
Alias contempló el rostro de Zhara bajo la luz de la luna y vio, por primera vez, lo que Breck había visto mientras forcejeaba con ella por el suelo. La barbilla orgullosa, los pómulos altos, la nariz fina, los ojos verdes y el cabello cobrizo le resultaban familiares. Ahogó un grito y retrocedió unos pasos; conocía los rasgos de Zhara porque eran exactamente igual que los suyos. La sacerdotisa podría ser su hermana gemela, excepto por el tono más oscuro de la piel; en un instante comprendió quién era la sacerdotisa.
—¡No! —gritó temblando de furia y desenvainando la espada—. ¡No es hermana mía! ¡Es un engendro de Phalse el Maligno!