Llevaban un día sin comer cuando salieron del cañón. Ante ellos, al pie de una colina alargada y suave, había una llanura que se extendía hasta el horizonte. A unos cuatrocientos metros de distancia había una pequeña colina, y sobre ella dos hexágonos gigantes.
Se detuvieron y contemplaron lúgubremente su objetivo.
—Sugiero que elijamos inmediatamente una de las puertas —dijo Wolff—. Quizás haya comida al otro lado.
—¿Y si no la hay? —preguntó Tharma.
—Preferiría morir rápidamente Intentando atravesar las defensas de Urizen que morir de hambre lentamente. Cosa que, por el momento, parece posible…
Apagó su voz, pensando que los Señores se sentían ya bastante deprimidos.
Le siguieron cansinamente hasta el pie de las doradas estructuras tachonadas de gemas.
—Hermana —dijo a Vala—, a ti te corresponde el honor de elegirnos la derecha o la izquierda. Adelante. Pero hazlo pronto. Siento como se me van escapando las fuerzas.
Vala cogió una piedra, volvió la espalda a las puertas y la tiró por encima de la cabeza. Pasó por la puerta derecha, casi golpeando el marco.
—Sea —dijo Wolff; miró a los otros y se echó a reír—. ¡Vaya grupo! ¡Valerosos Señores! ¡Parecéis vagabundos! Palos, una espada rota, un cuchillo y los músculos temblando de debilidad y los estómagos gruñendo de hambre. ¿Se habrá visto a algún Señor atacado alguna vez en su propia fortaleza por una cuadrilla tan despreciable?
—Al menos —dijo Vala, riendo también— te quedan ánimos, Jadawin; eso ya es algo.
—Así lo espero —dijo él, y echando a correr, saltó a través de la puerta de la derecha. Salió bajo un cielo azul intenso y sobre un suelo que cedió ligeramente bajo sus pies. La topografía era llana, salvo unas cuantas colinas empinadas, tan ásperas y oscuras que más parecían excrecencias que montones de tierra. Dudaba que fuesen de tierra, pues la superficie sobre la que estaba no lo era. Era amarronada pero suave y con pequeños agujeros. Una varilla de unos treinta centímetros, fina como la baqueta de una pipa, brotaba de cada uno de los agujeros.
Casi como la piel de un gigante, pensó.
La única vegetación, si es que podía considerarse tal, la constituían una serie de árboles muy alejados unos de otros. Tenían unos trece metros de altura, y los troncos eran delgados y las ramas terminaban en agudas puntas que se proyectaban en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados hacia arriba del tronco. Las ramas tenían un tono más oscuro que el azafrán del tronco y estaban difusamente cubiertas de hojas como espadas de unos sesenta centímetros de longitud.
Los otros señores cruzaron la puerta un minuto después. Wolff se volvió y dijo:
—Me alegro de no haberme encontrado con nada que no hubiese podido manejar sin vuestra ayuda.
—Estaban todos seguros —dijo Vala— de que esta vez la puerta conduciría a la fortaleza de Urizen.
—Y quizás yo activara unas cuantas trampas antes de morir —dijo—. Dándoos así a vosotros la posibilidad de vivir unos minutos más.
No le contestaron. Wolff miró con reproche a Luvah, que enrojeció.
Wolff examinó la puerta. O había sido desactivada o era unipolar. Vio una larga línea negra que podía ser la costa de un lago o del mar. Aquel mundo, a diferencia del que acababan de dejar, no mostraba ninguna indicación de la dirección que debían seguir. A un lado, donde había pisado por primera vez, había visto, sin embargo, dos ásperas y oscuras colinas muy juntas. Quizás fuesen una especie de indicación de Urizen. Sólo había un medio de descubrirlo, y Wolff se puso inmediatamente en marcha. Los otros le siguieron. La sombra de un ave pasó ante ellos, y alzaron los ojos. Era blanca y con las patas rojas, y del tamaño aproximado de un águila calva, con cara de mono y en vez de nariz pico curvado de ave. Volaba tan bajo que Luvah intentó alcanzarla con el bastón. El bastón pasó por debajo de su vistosa cola. El animal graznó indignado y se alejó rápidamente.
—En aquel árbol parece haber un nido —dijo Wolff—. Veamos si tiene huevos.
Luvah se adelantó a recuperar su bastón, pero se detuvo a medio camino.
Wolff miró hacia donde señalaba Luvah.
La tierra se ondulaba. Se alzaba en ondas de unos tres centímetros de altura y avanzaba hacia el bastón. Luvah se volvió para huir, lo pensó mejor, dio la vuelta otra vez y corrió a recoger el bastón. La tierra se alzó tras él y avanzó como una ola gigantesca.
Wolff gritó. Luvah se volvió, vio el peligro y huyó corriendo. Corrió en ángulo hacia el extremo de la ola. Wolff se situó detrás, sin saber qué hacer para ayudar a Luvah, pero esperando poder hacer algo.
Entonces la ola desapareció. Wolff y Luvah se detuvieron. Bruscamente, Wolff sintió que la tierra se elevaba bajo sus pies y que comenzaba a alzarse otra ola a unos tres metros de Luvah. Ambos se volvieron y se alejaron corriendo, mientras la tierra (o lo que fuese) les perseguía.
Volvieron a la zona que rodeaba la puerta, que era estable y continuaría siéndolo… al menos, eso esperaban.
Llegaron a la zona de seguridad justo a tiempo de escapar al súbito hundimiento de la tierra tras ellos. Apareció un ancho agujero superficial. Luego se estrechó y se hizo más profundo. El círculo se cerró sobre sí mismo. Hubo un chasquido y el agujero invirtió su proceso original. Se ensanchó hasta ser casi liso como antes, salvo por las finas varillas de treinta centímetros de altura que brotaban de cada depresión y que vibraban incesantemente.
—¡En nombre de Los! —exclamó Luvah. Estaba pálido y las pecas destacaban en su cara como una galaxia.
Wolff se sentía también muy afectado. El sentir temblar la tierra bajo sus pies había sido como sentirse atrapado en un terremoto. De hecho, eso era lo que había pensado al principio.
Alguien gritó tras él. Dio la vuelta y vio a Palamabron que intentaba cruzar otra vez la puerta por la que hacía poco había entrado, y había salido disparado contra el marco. Sin duda les había seguido y esperado a que estuviesen a una distancia segura de la puerta. Ahora estaba tan atrapado como ellos.
Aun más, porque Wolff había tomado una decisión respecto a él. Apartó a los otros que intentaban matarle y les gritó que le dejaran en paz. Los otros retrocedieron mientras Palamabron temblaba rechinando los dientes.
—Palamabron —dijo Wolff—, has sido condenado a muerte por romper el pacto que habíamos establecido matando a tu hermano.
Palamabron, al ver que no iban a matarle inmediatamente, recobró ánimos. Quizás pensase que tenía una posibilidad.
—¡Al menos no devoré a mi propio hermano! —gritó—. ¡Además tuve que matarle! ¡Él me atacó primero!
—A Enion le mataron por detrás —replicó Wolff.
—¡Le derribé y le golpeé cuando estaba en el suelo! —gritó Palamabron—. Empezaba a levantarse y entonces cogí una piedra y le di con ella. No tengo la culpa de que estuviese de espaldas. ¿Acaso debía esperar a que se volviese?
—De nada vale hablar de esto —dijo Wolff—. Pero puedes irte libremente. No nos mancharemos las manos con tu sangre. Aun así, no puedes quedarte con nosotros. Ninguno podría dormir seguro a tu lado, ni darte la espalda.
—¿Me dejas marchar? —dijo Palamabron—. ¿Por qué?
—No pierdas el tiempo hablando —dijo Wolff—. Si no desapareces de nuestra vista en diez minutos, dejaré que los otros hagan contigo lo que quieran. Será mejor que te vayas. ¡Ahora mismo!
—Un momento —dijo Palamabron—. Hay algo muy raro en todo esto. No, no me iré.
Wolff hizo una señal a los otros.
—Adelante. Matadle.
Palamabron lanzó un chillido, se volvió y se alejó corriendo con la mayor rapidez posible. Parecía débil, y sus piernas comenzaron a moverse lentamente después de los primeros treinta metros. Miró hacia atrás varias veces, y luego, al ver que no iban tras él, dejó de correr.
La tierra se hinchó tras él y fue alzándose hasta dos veces su estatura. En el momento en que alcanzaba su cúspide, Palamabron miró de nuevo por encima del hombro. Vio correr hacia él la gigantesca ola y lanzando un grito empezó a correr de nuevo. La ola se desvaneció y los temblores que siguieron a su hundimiento hicieron que perdiera el equilibrio y cayera. Consiguió levantarse otra vez y continuar corriendo, aunque torpemente.
Ante él se abrió un agujero. Palamabron dio un grito y se apartó en ángulo recto, pareciendo ganar nuevas fuerzas con el terror. El agujero desapareció, pero se abrió otro delante de él. De nuevo lo eludió, esta vez desviándose en diagonal.
Otra ola comenzó a formarse detrás de él. Se volvió, res baló, cayó, rodó, se incorporó y cayó de nuevo. Entonces la ola, que se había alzado justo entre Palamabron y los Señores, se hizo tan alta que éstos le perdieron de vista, tras lo cual la ola se inmovilizó un momento, rígida salvo por un leve temblor. Gradualmente se replegó y la llanura volvió a ser lisa, con la excepción de una protuberancia de unos dos metros de longitud.
—Tragado —dijo Vala. Parecía emocionada. Tenía los ojos muy abiertos, la boca semicerrada y el labio inferior húmedo. Recorrió con la punta de la lengua el óvalo de sus labios.
—Nuestro padre —dijo Wolff— ha creado realmente un monstruo para nosotros. Quizás todo este planeta esté cubierto con la piel de… de este Weltthir.
—¿Qué? —preguntó Theotormon. Tenía aún los ojos vidriosos de terror. Y aunque había adelgazado mucho durante el período de hambre en el último mundo, parecía haber perdido de pronto veinticinco kilos más en los últimos dos segundos. Le colgaba la piel por todas partes.
—Weltthir, animal-mundo. Del alemán, un idioma terrícola.
Un planeta cubierto de piel viva, pensó. O quizás no fuese tanto una piel como una ameba de tamaño continental, extendida sobre el globo. La idea le hizo tambalearse.
La piel existía, de eso no había duda. Pero ¿cómo conseguía alimentarse? ¿Cómo conseguía los millones y millones de toneladas de protoplasma que tenía que ingerir? Desde luego, aunque comiese animales, no podría conseguir suficientes para mantenerse.
Wolff decidió investigar la cuestión, si alguna vez tenía ocasión de hacerlo. Era tan curioso como un mono o un gato siamés, siempre experimentando, midiendo, especulando y analizando. Nunca podía estar tranquilo hasta no saber el cómo y el porqué.
Se sentó a descansar mientras consideraba la conducta a seguir. Los otros, salvo Vala, se sentaron también o se tendieron. Vala salió de la «zona de seguridad», y avanzó cautelosamente. Observándola, comprendió lo que intentaba. ¿Por qué no lo habría pensado antes? Procuraba evitar todo contacto con las plantas (¿pelos?), que brotaban de los agujeros (¿poros?). Después de recorrer en círculo un radio de unos veinticinco metros, regresó a la zona de la puerta.
La piel no había temblado ni había adoptado formas amenazadoras en ningún momento.
Wolff se levantó y dijo:
Muy bien, Vala, me has ganado. El animal, o lo que sea, detecta vida por el contacto con los sensores o pelos, navegamos con la cautela de los barcos que cruzan entre los arrecifes, podremos cruzarla. El único problema es cómo conseguir pasar aquello.
Señaló hacia los dos tocones córneos, las colinas que parecían excrecencias. Los pelos se amontonaban en sus bases, y más allá de las colinas alfombraban el suelo.
—No lo sé —dijo Vala, encogiéndose de hombros.
—Ya lo veremos cuando lleguemos allí —dijo él.
Empezó a caminar, mirando hacia abajo para guiarse entre los sensores. Los Señores le siguieron en fila india, siendo Vala otra vez la única excepción. Ella siguió un rumbo paralelo a una distancia de cinco o seis metros a la derecha.
—Va a ser muy difícil cazar animales para alimentarnos en estas condiciones —dijo él—. Tendremos que mirar con un ojo a los pelos y con otro al animal. Será un problema terrible.
—Yo no me preocuparía —dijo ella—. Quizás no haya animales.
—Este estoy seguro de que existe —dijo Wolff.
No dijo nada más sobre el tema, aunque era evidente que Vala se preguntaba lo que había querido decir. Wolff se encaminó hacia el «árbol» en una de cuyas ramas vio el nido. Era una pila circular de varas y hojas. Estaba emplazado en la juntura del tronco y una rama, y tenía aproximadamente un metro de diámetro. Los palitos y las hojas parecían estar ligados con una sustancia gomosa.
Wolff se detuvo entre dos sensores, apoyó su bastón en el árbol y subió por el tronco. A mitad de éste, vio las cúspides de dos hexágonos en uno de los tocones. Cuando llegó al nido, se agarró al tronco con la piernas, lo rodeó con una mano y con la otra hurgó entre las hojas hasta alcanzar el nido. Descubrió dos huevos, moteados en verde y negro y de un tamaño aproximado del doble de los huevos de pavo. Sacándolos uno a uno, se los dio a Vala.
Inmediatamente después, regresó la madre. Era mayor que un águila calva, blanca con bandas azuladas, peluda, cara de mono, pico de halcón, dientes largos y afilados, orejas de lobo, alas de vampiro, cola de arqueópteris y patas de buitre.
Cayó sobre él con las alas plegadas hasta estar a escasa distancia. Entonces, abrió las alas con un silbido y lanzó un grito con el que pretendió sin duda inmovilizar de terror a su presa. Fracasó. Wolff se separó del tronco y se dejó caer. Sobre él sonó un golpe y otro grito, esta vez de frustración y pánico, cuando el animal chocó en parte con el nido y en parte con el tronco.
Evidentemente esperaba que el cuerpo de Wolff absorbiese su impulso. Debió quizás subestimar su propia velocidad y su cólera.
Wolff cayó al suelo y rodó, sabiendo que iba a rozar los sensores pero sin poder impedirlo. Se puso de pie mientras llovían a su alrededor palitos y hojas impregnados de sustancia gomosa procedentes del nido destrozado. Se hizo a un lado justo a tiempo de eludir el cuerpo de la criatura voladora que caía. Sin embargo, el golpe no habría sido demasiado fuerte porque la criatura había frenado su caída al abrir instintivamente sus alas.
Por entonces, la tierra-piel reaccionaba a los mensajes transmitidos por los sensores. No sólo los había tocado Wolff. Los otros Señores se dispersaron al ver caer a Wolff, y rozaron los pelos que rodeaban el árbol.
—Volved al árbol —les gritó Wolff. Vala se había anticipado a su consejo. Iba ya por la mitad del tronco. Wolff comenzó a gatear detrás de Vala, pero sintió unas garras agudas y calientes que se clavaban en su espalda. El animal volador se había recuperado y le atacaban de nuevo. Una vez más se soltó y cayó hacia atrás. Apoyó los pies en el tronco y se impulsó en horizontal. Cayó a plomo, pero encima del animal.
Dos jadeos siguieron al golpe, el suyo y el del animal que había quedado atrapado bajo él. Menos herido, Wolff se incorporó y lanzó una patada contra las costillas del animal. Éste lanzó un estertor por su negruzco pico, sus dos afilados y largos colmillos cubiertos de saliva y de sangre. Wolff le golpeó otra vez y se volvió al árbol. Pero se vio desbordado por dos Señores que intentaban frenéticamente refugiarse en la seguridad del árbol. Pharmas apoyó un pie en su cabeza y la utilizó como trampolín para saltar al tronco. Rintrah le dio un empujón y empezó a gatear. Tambaleándose por el empujón, Pharmas cayó sobre Wolff, que estaba incorporándose.
Desde su rama en la cima del árbol, Vala se reía histéricamente. Se reía y se daba palmadas en los muslos… pero de pronto lanzó un grito. Perdió apoyo y cayó, rompió una rama, dio la vuelta y fue a dar en el suelo de cabeza. Quedó tendida al pie del árbol.
Theotormon era quizás el más aterrado. Aún muy voluminoso, pese a los muchos kilos de grasa que había perdido, y con la desventaja de las aletas, tenía grandes dificultades para gatear. Resbalaba constantemente tronco abajo, incapaz de dejar de mirar por encima del hombro y de gemir.
Wolff logró levantarse. A su alrededor, rodeando el árbol, la piel comenzaba a agitarse. Se levantaban grandes olas que perseguían a Luvah y a Ariston. Éstos corrían en círculo a gran velocidad, sus cuerpos vivificados, pese al hambre y el cansancio, por el terror. Tras ellos, la tierracarne se alzaba, moviéndose rápidamente. De pronto, aparecieron otras olas delante de ellos y pozos bajo sus pies.
Súbitamente, Luvah y Ariston se cruzaron y los diversos tumores y depresiones móviles que les seguían chocaron. Wolff estaba desconcertado ante aquel caos de movimientos y ondulaciones del protoplasma. Más que nada, la escena parecía una colección de remolinos.
Antes de que la piel pudiese ordenar sus señales y reorganizarse, perdió a Ariston y a Luvah. Éstos alcanzaron el tronco del árbol, aunque se impedían uno a otro gatear. Mientras se arañaban y se mordían, Wolff cogió el cuerpo del animal volador y lo lanzó lo más lejos posible. Aterrizó en una ondulación que avanzaba hacia el árbol y que se detuvo en cuanto detectó el cuerpo. Alrededor de éste apareció una depresión que lo absorbió. Lentamente, el cuerpo desapareció bajo la superficie. Luego los bordes del agujero se cerraron sobre él y sólo quedó una protuberancia que indicaba su presencia debajo.
El animal volador había sido un sacrificio, pues Wolff había querido reservar el cuerpo como alimento. La zona que rodeaba el árbol se suavizó, hizo unas cuantas ondulaciones y se quedó inerte como si realmente fuese tierra. Wolff rodeó el árbol y se acercó a examinar a Vala. Se había incorporado y respiraba pesadamente, la cara contraída por el dolor. Como la piel era flexible, el impacto no había sido tan duro como si se hubiese producido sobre tierra. Se había golpeado un hombro y un lado de la cara, y durante un rato no pudo mover el brazo.
Donde más herida parecía era en su dignidad. Les maldijo y les acusó de estúpidos cobardes y de hombres dignos únicamente de ser esclavos. Los Señores se quedaron un poco avergonzados ante sus insultos. Consideraban que tenía razón. Pero desde luego no admitirían la verdad.
Wolff empezó a pensar que a fin de cuentas todo aquello había sido cómico y divertido. Rompió a reír, pero de pronto se enderezó con un gemido. Se había olvidado de las heridas que le habían hecho las garras del animal volador.
Luvah miró su espalda y lanzó una exclamación. Aún sangraba, aunque esperaba que pronto se cerrase la herida. Esperaba que Wolff no tuviese una infección, ya que no tenían ninguna medicina.
—Es muy alentador tu comentario —gruñó Wolff. Miró a su alrededor buscando los huevos. Uno se había roto y esparcido sobre la base del árbol. El otro no aparecía por ninguna parte; probablemente se lo hubiese tragado la piel.
—¡Oh, Los! —gimió Ariston—. ¿Qué hacemos ahora? Estamos a punto de morir de hambre; estamos perdidos; si abandonamos este árbol, ese monstruo nos tragará vivos. Nuestro padre nos ha matado, y ni siquiera hemos podido acercarnos a su fortaleza.
—Vosotros, Señores y creadores de universos, sois unas criaturas miserables realmente, privados de los muros de vuestras fortalezas y de vuestras armas —dijo Wolff—. Os diré otro viejo proverbio de la Tierra: «Hay más de un modo de desollar a un gato».
—¿Qué gato? ¿Dónde? —preguntó Theotormon—. Yo sería capaz de comerme una docena de gatos en este momento.
Wolff alzó los ojos al cielo, pero no contestó. Dijo a los otros que se colocasen al otro lado del árbol o que se subiesen a él. Luego cogió el cuchillo de Theotormon y se separó unos metros del árbol. Acuclillándose, clavó el cuchillo con toda su fuerza en la piel. Si era lo bastante flexible para deformarse en ásperos seudópodos o agujeros, tenía que ser vulnerable.
Sacó el cuchillo de la herida, se incorporó y retrocedió unos cuantos pasos. La piel se hundió, se convirtió en un agujero, luego se formó un cono alrededor de la herida y el cono se alzó, como un cráter en lenta formación. Wolff esperó pacientemente. Pronto desapareció el cráter y se reveló la herida. En vez de la sangre que había medio esperado, manó un líquido pálido y espeso.
Se aproximó a la herida procurando evitar el pelo cercano a ella. Rápidamente acuchilló de nuevo la piel, arrancó una masa palpitante de carne y corrió hasta el árbol. Hubo entonces, una vez más, una tormenta de formas protoplasmáticas: olas, cráteres, cordilleras y leves torbellinos en los que la carne formaba columnas salomónicas. Luego, todo se calmó.
—La piel que rodea el árbol —dijo Wolff— parece ser menos flexible y más dura que el resto. Creo que estamos seguros mientras permanezcamos aquí, aunque la piel pueda ser capaz de… de un gran ola que pueda barrerlo todo… De cualquier modo, tenemos comida.
Los otros Señores fueron cortando trozos a turnos. La carne cruda era dura, pegajosa y olía mal, pero podía masticarse y tragarse. Después de echar algo al estómago se sintieron más fuertes y más optimistas. Algunos se tendieron a dormir; Wolff se acercó a la orilla. Vala y Theotormon le siguieron, y Luvah, al verles, decidió ir también. La zona de tierra terminaba abruptamente sin playa ni transición. A lo largo del borde había tan pocos sensores que pudieron relajarse algo. Wolff se colocó al mismo borde y miró al agua. Pese a que no había sol que arrojase sus rayos, el agua clara les permitía ver hasta muy profundo.
Había peces de diversos tamaños, formas y colores, nadando junto a la costa. Mientras miraba vio que un largo fino y pálido tentáculo salía debajo del borde y agarraba un gran pez. El pez se debatió, pero fue arrastrado rápidamente hacia debajo del borde. Wolff se echó al suelo y se inclinó sobre el borde para ver que tipo de criatura era la que había capturado la presa. El borde sobre el que él estaba se extendía muy lejos. En realidad, no pudo ver la base de la tierra. En su lugar vio una masa de culebreantes tentáculos, muchos de los cuales sujetaban peces. Y más atrás había tentáculos que se dirigían hacia las profundidades del abismo. Uno se replegó mientras él miraba y sacó de las profundidades un gigantesco pez.
Wolff retiró la cabeza rápidamente al darse cuenta de que unos de los tentáculos próximos culebreaba fuera del agua, hacia arriba, en su dirección.
—Me preguntaba antes cómo un monstruo así podía conseguir suficiente alimento —dijo—. Debe alimentarse principalmente de seres marinos. Y apuesto a que este animal sobre el que estamos es un inmenso flotador. Como las islas del mundo acuático, este ser está libre, desligado de cualquier base.
—Está muy bien que lo sepamos —dijo Luvah—, pero ¿en qué puede ayudarnos el saberlo?
—Necesitamos más alimentos —contestó Wolff—. Theotormon, tú eres el que mejor nadas de nosotros. ¿Por qué no te tiras al agua y nadas un poco? Mantente cerca de la orilla para poder volver a tierra rápidamente.
—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó Theotormon—. Ya viste cómo esos tentáculos agarraban a los peces.
—Creo que los agarran a ciegas. Quizás puedan detectar vibraciones en el agua. No lo sé, pero tú eres bastante rápido para eludirlos. Y los tentáculos que hay inmediatamente debajo de este borde son pequeños.
—No —dijo Theotormon—. No arriesgaré mi vida por vosotros.
—Si no lo haces te morirás de hambre —dijo Wolff—. No podemos mantenernos a base de ir cortando trozos de la piel. Se enfurece demasiado.
Señaló un pez que nadaba cerca de ellos, bajo la superficie. Era gordo y lustroso y con una cabeza como de esfinge.
—¿No te gustaría clavar tus dientes en eso?
Theotormon babeó, su estómago atronó, pero estaba decidido a no ir.
—Dame entonces tu cuchillo —dijo Wolff. Sacó el arma de la funda antes de que Theotormon, apoyándose en una pierna, pudiese alzar la otra para agarrar la empuñadura con los dedos de los pies. Wolff se volvió, echó a correr y se tiró de cabeza con la mayor rapidez posible. El pez se apartó de él, alejándose. Era lento, pero no tanto como para que Wolff pudiese alcanzarle. Tampoco había pensado que podría. Le interesaba descubrir si un tentáculo, al percibir las vibraciones de su chapoteo y de sus brazadas, se lanzaría hacia él. Uno lo hizo. Avanzó ondulando desde la base carnosa a la que estaba ligado. Wolff nadó hacia la orilla, metiendo la cabeza por debajo del agua para observarlo. Vio que súbitamente adquiría velocidad y se aproximaba a él. No estaba seguro de si el tentáculo podría ser venenoso, como una medusa. Sin embarco, el pez que había visto atrapado se debatía vigorosamente sin mostrar ningún indicio de envenenamiento. El tentáculo se dobló sobre sí mismo, hizo un lazo y le rodeó. Él soltó la punta, se volvió y cogió el tentáculo a unos treinta centímetros de ella. Comenzó a cortar la piel con el cuchillo, que la cercenó con bastante facilidad. El tentáculo desistió de su tentativa de rodearle y comenzó a retroceder.
Wolff siguió cogiéndolo con una mano y continuó corlándolo. El agua se hacía más oscura a medida que iba aproximándose a la zona situada debajo del borde. Luego el cuchillo no pudo más y él nadó hacia la superficie con la parte cortada entre los dientes.
Lanzó el tentáculo hacia la orilla y ya comenzaba a salir cuando sintió que algo rodeaba su pie derecho. Miró hacia abajo y vio el extremo de otro tentáculo con una boca. La boca carecía de dientes, pero era lo bastante fuerte para sujetar su pie. Afirmó los brazos en el borde y gritó: «¡Ayudadme!».
Theotormon dio unos pasos hacia él con sus frágiles piernas, y luego se detuvo. Vala miró hacia el tentáculo y sonrió. Luvah sacó rápidamente de la funda de Vala la espada rota y se lanzó al agua. Ante esto, Vala se echó a reír y siguió a Luvah. Salió a la superficie, cogió la daga de Wolff y buceó de nuevo. Ella y Luvah comenzaron a cortar el tentáculo a cosa de un metro de la boca. La presión cesó; Wolff salió con el trozo del tentáculo-boca amputado aún fijado a su pie.
Para poder comer los dos trozos de carne tuvieron que macerarlos golpeándolos contra el tronco del árbol. Incluso entonces, el comerla era casi como masticar caucho. Pero era más alimento en el estómago.
Después, continuaron avanzando cautelosamente por la llanura. En un punto próximo al primer tocón, donde los pelos comenzaban a espesarse, se detuvieron. Ahora podían ver su objetivo. A unos ochocientos metros de distancia en la cima de un alto tocón, había un par de hexágonos dorados.
Wolff había recogido la rama que en su caída había roto Vala. La arrojó con la mayor fuerza que pudo y vio cómo caía entre los pelos. Toda la zona reaccionó inmediatamente y con mucha mayor violencia que las zonas menos peludas. La piel inició una tormenta.
—¡Oh, Los! —exclamó Ariston—. No hay salida Nunca podremos cruzar eso —alzó un puño al cielo y gritó—: ¡Tú, padre nuestro! ¡Te odio! ¡Te desprecio, abomino del día en que me engendraste! ¡Debes pensar que nos tienes dónde querías tenemos! ¡Pero, por Los y por el malvado Enitharmon, te juro que llegaremos hasta donde estás!
—¡Bien dicho! —dijo Wolff—. Por un momento, creí que te ibas a poner a gemir con un perro enfermo. ¡Dile al maldito viejo lo que se merece! Quizás te oiga.
Ariston, respirando entrecortadamente, con los puño cerrados, dijo:
—Palabras muy valerosas. Pero aun así repito que me gustaría saber qué podemos hacer.
—¿Alguna idea? —preguntó Wolff dirigiéndose a los otros.
Todos cabecearon con tristeza.
—¿Dónde está —ironizó Wolff— toda la diabólica astucia y la agilidad mental de comadreja que se atribuye a los hijos de Urizen? He oído historias de todos vosotros, de cómo tomasteis fortalezas de otros Señores gracias a vuestra astucia y vuestro poder, de cómo arrebatasteis a otros sus universos. ¿Qué os pasa ahora?
—Eran muy valientes y muy listos —dijo Vala—, pero creo que aún no se han recuperado de la impresión de verse engañados tan fácilmente por nuestro padre. Y de verse privados de sus armas. Sin ellas, pierden lo que les hacía Señores. Ahora son sólo hombres, y además unos hombres bastante lastimosos.
—Estamos tan cansados —dijo Rintrah—. Me duelen todos los músculos. Es como si estuviésemos en un planeta mucho más pesado.
—¡Músculos! —dijo Wolff—. ¡Músculos!
Les llevó de nuevo al árbol. Pese al dolor que sentía en la espalda a causa de las heridas cada vez que arrancaba una rama, trabajaba con decisión. Los otros Señores le ayudaron y pronto tuvieron cada uno un haz de ramas. Volvieron al borde de la zona donde los pelos se espesaban y comenzaron a tirar los palos entre los sensores lo más lejos que podían. No los tiraron todos seguidos, sino que espaciaron las tiradas. La piel se alzó como un mar bajo el huracán. Olas y cráteres se sucedieron.
Pero al continuar activándola, la piel fue disminuyendo sus alteraciones. Cuando terminaron ya con el suministro de ramas, la piel comenzó a reaccionar más débilmente. El último palo no provocó más que un agujero superficial y una ola débil que rápidamente desapareció.
—Está ya cansada —dijo Wolff—. Pero puede recuperarse muy rápidamente. Así que sugiero que nos demos prisa.
Se lanzó el primero, caminando rápidamente. La piel tembló y vibró en respuesta a los avisos de los sensores y aparecieron anchos agujeros de seis o siete centímetros de profundidad. Wolff los eludió, pero luego decidió correr sin tenerlos en cuenta. No se detuvo hasta llegar al pie del tocón. Éste, como el primero que habían pasado, parecía ser sólo una excrecencia, una inmensa verruga de la piel. Aunque sus lados se elevaban perpendicularmente, era lo bástate rugoso para que pudiesen subir por él. La ascensión no era fácil pero tampoco imposible. Llegaron lodos a la cima sin novedad.
—De nuevo te corresponde el honor, Vala —dijo Wolff—. ¿Qué puerta?
—No lo ha hecho demasiado bien hasta ahora —dijo Ariston—. ¿Por qué vamos a dejarla escoger?
Vala se volvió hacia él como una tigresa.
—¡Hermano, si crees que puedes hacerlo mejor, elige tú! ¡Pero tendrás que mostrar tu confianza en ti mismo atravesando el primero la puerta!
—Está bien —dijo Ariston, retrocediendo—. Seguiremos la costumbre.
—¡Así que ya es una costumbre! —dijo Vala—. Bien, elijo la izquierda.
Wolff no vaciló. Aunque pensaba que esta vez podría encontrarse, débil y desarmado, en el bastión de Urizen, cruzó la puerta.
Durante unos instantes, no pudo comprender dónde estaba o lo que sucedía, tal era su desconcierto y tan extraños los objetos que se movían sobre él.