No tenía la más leve idea de lo que iba a encontrar al otro lado. Esperaba que fuese otro planeta o el bastión de Urizen. Sospechaba que Urizen no había terminado su juego y que se encontraría en el tercero de los planetas que giraban alrededor de Appirmatzum. Podía tener un cómodo aterrizaje o caer en un pozo de animales salvajes o por un precipicio.
Cuando aterrizó, se dio cuenta de que lo había hecho en una rampa. Dobló las rodillas y extendió las manos para no estrellarse contra la piedra. Era suave pero tenía cierta adherencia, y se indinaba bajo él en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados. Volviéndose, vio por qué los ganchos se habían desprendido de la puerta en su primera tentativa. La base del hexágono estaba por aquel lado al nivel de la piedra. No había espacio para fijarse el gancho.
Sonrió al darse cuenta de que su padre había pensado en la posibilidad de que utilizasen un garfio y les había preparado aquella trampa. Pero su hijo había conseguido pasar.
Wolff avanzó hacia la zona aparentemente vacía del interior del hexágono. A diferencia de la puerta por la que había entrado en el mundo acuático, aquélla no era de un solo sentido. Urizen, por el motivo que fuese, no se preocupaba de que pudiesen volver al planeta de los cielos púrpura. O quizás supiese que nunca desearían regresar a él.
Wolff subió por la rampa de piedra, que estaba asentada sobre la ladera de una colina. Ató un extremo de su soga a un pequeño árbol y luego volvió a la puerta. Lanzó el extremo libre de la soga hacia el exterior. La soga se tensó y pronto apareció la cara de Vala. La ayudó a subir, y los dos ayudaron al resto de los Señores.
Una vez arriba el último, Rintrah, Wolff sacó la cabeza por la puerta para echar un vistazo final. Lo hizo rápidamente, porque le daba miedo saber que su cuerpo estaba en un planeta situado a siete mil kilómetros de distancia de su cabeza. Y sería una pesada broma, muy del gusto de su padre, el desactivar en aquel momento la puerta.
El final del puente estaba a sólo un metro del hexágono. El andamiaje aún se mantenía en pie, aunque pronto la corriente arrastraría a uno de los botes y acabaría con toda la estructura.
Apartó su cabeza, sintiendo un cosquilleo en el cuello, la sensación de haber escapado a una guillotina.
Los Señores deberían estar entusiasmados, pero estaban demasiado cansados de sus trabajos, apesadumbrados por el futuro. Sabían ya que estaban en otro de los satélites de Appirmatzum. El cielo era de un amarillo intenso. La tierra que les rodeaba, aparte de aquella colina, llana. Cubría el suelo una hierba de unos quince centímetros de altura, y había muchos matorrales. Éstos eran muy parecidos a las plantas terrestres que Wolff conocía. Había por lo menos una docena de especies que tenían bayas de diferentes tamaños, colores y formas.
Pero estas bayas tenían una cosa en común. Despedían todas ellas un olor muy desagradable.
Junto a la colina de la puerta, estaba la orilla de un mar. A lo largo del mar corría una ancha playa de arena amarilla que se extendía hasta el horizonte. Wolff miró tierra adentro y vio montañas. La ladera de una tenía una curiosa estructura que recordaba un rostro. Cuanto más la miraba más seguro estaba de que era un rostro.
Se lo dijo a los otros Señores:
—Nuestro padre nos ha dado una señal, según creo. Una indicación del camino que debemos seguir para llegar a las puertas siguientes. Creo también que no está dándonos estas instrucciones sólo para favorecernos.
Empezaron a cruzar la llanura hacia las montañas distantes. Al cabo de un rato llegaron a un ancho río y siguieron su curso. El agua era pura y suave, y comieron la carne y las bayas que llevaban con ellos del mundo blanco y púrpura. Luego se alzó en el horizonte la luna que traía la noche. Esta luna era de color malva y, como los otros satélites, cubrió la superficie del planeta con una oscuridad pálida.
Durmieron y prosiguieron la marcha durante todo el día siguiente. Eran una tropa silenciosa, estaban cansados, les dolían los pies y se sentían inquietos y nerviosos por su carencia de armas. Su silencio era también un reflejo de la calma y la quietud muda de aquel mundo. No se oían animales ni aves, ni veían signo alguno de vida aparte de ellos mismos y de la vegetación. Creyeron ver varias veces un pequeño animal a lo lejos, pero al acercarse no encontraron nada.
Las montañas estaban a tres días de distancia. A medida que se acercaban, sus formas iban haciéndose más claras. Al anochecer del segundo día, el rostro se convirtió en el de Urizen. Les sonreía, mirando hacia abajo. Entonces los Señores siguieron aún más silenciosos e inquietos, porque no podían ocultarse a aquel gigantesco rostro de piedra de su padre. Siempre parecía estar burlándose de ellos.
Hacia la mitad del cuarto día, llegaron al pie de la montaña bajo la afilada barbilla de Urizen. La montaña era de sólida piedra, de color rosa carne y muy dura. Cerca de donde se detuvieron había una abertura, un estrecho cañón que se alzaba hasta la cima de la montaña, a más de mil metros de altura.
—Parece que éste es el único camino posible —dijo Wolff—. A menos que rodeamos las montañas. Y creo que si lo hiciésemos perderíamos el tiempo.
—¿Por qué hemos de hacer lo que quiere nuestro padre que hagamos? —preguntó Palamabron.
—No tenemos elección —respondió Wolff.
—Sí, bailaremos al compás que él nos marque, y luego nos cazará y nos ensartará para asarnos como si fuésemos pollos —dijo Palamabron—. Creo que debemos abandonar esta ruta agotadora.
—¿Y dónde nos asentaremos? —preguntó Vala—. ¿Aquí?
¿En este paraíso? Quizás seas demasiado estúpido para caer en la cuenta, hermano, pero casi no nos queda comida. Hemos agotado ya prácticamente la carne, y esta mañana comimos las últimas bayas. No hemos visto en este mundo nada que parezca comestible. Puedes probar las bayas, si quieres. Pero yo creo que son venenosas.
—¡Oh, Los! ¿Creéis que Urizen pretende que muramos de hambre? —preguntó Palamabron.
—Creo que moriremos de hambre —contestó Wolff— si no encontramos comida. Y no la encontraremos quedándonos aquí.
Y después de decir esto se adentró en el cañón. El sendero continuaba sobre roca lisa y suave que había sido en tiempos el lecho de un río. El río había pasado al otro lado del cañón, y quedaba ahora a varios metros por debajo de las pétreas orillas. Entre las piedras crecían de cuando en cuando algunos matorrales.
Los Señores continuaron su marcha todo el día. Por la noche comieron lo último que les quedaba. Al amanecer, se levantaron con los estómagos vacíos y la sensación de que la suerte les había abandonado definitivamente. Wolff encabezó la marcha avanzando con la mayor rapidez posible, pues pensaba que cuanto antes saliesen de aquel lúgubre cañón mejor sería. Además, aquel lugar no ofrecía ningún alimento. No había peces en el río; no había siquiera insectos.
Al segundo día de hambre, vieron la primera criatura viviente. Doblaron un recodo en total silencio y caminando lentamente. Gracias a esto y a que se aproximaron con el viento en contra, pudieron acercarse al animal antes de que éste los descubriera. Tenía unos setenta centímetros de altura y estaba erguido sobre las patas traseras como un canguro, sujetando con sus patas delanteras lemuroides una rama. Al verlos, dejó de comer bayas, miró a su alrededor y luego se alejó a grandes saltos. Su cola, larga y delgada, se proyectaba rígida tras él.
Wolff comenzó a correr detrás, pero inmediatamente se dio cuenta de que no podría alcanzarle. El animal se detuvo a unos cien metros de distancia y se volvió para mirarle. Tenía la cabeza muy similar a la de un gato persa de pura raza, salvo por las orejas, que eran como de conejo. El cuerpo era de color caqui; la cabeza, color chocolate; las orejas tenían un tono magenta.
Wolff avanzó con paso firme hacia él, y el animal huyó hasta perderse de vista. Wolff pensó que no estaría mal que los Señores tuviesen bastones por si volvían a encontrarse a uno de aquellos animales a corta distancia. Cortó unas ramas lo suficientemente gruesas para que sirvieran como bastones.
Palamabron le preguntó por qué no había matado al animal con la pistola. Wolff contestó que quería ahorrar munición. El animal era tan rápido que no podía estar seguro de alcanzarle. La próxima vez, pese a la escasez de munición, dispararía. Tenían que comer algo.
Siguieron su camino y comenzaron a ver más saltadores. Debía de haberles avisado el primero, pues todos se mantenían a respetable distancia.
Dos horas después, llegaron a una gran fisura de las paredes del cañón. Wolff descendió por ella y descubrió que conducía a otro cañón cerrado. Estaba a unos diez metros por debajo del principal, y tenía unos trescientos metros de altura y unos cuatrocientos de profundidad. El suelo estaba cubierto de maleza y de matorrales, entre los que vio a un saltador.
Volvió adonde estaban los otros y les explicó lo que tenían que hacer. Luvah y Theotormon se quedarían dentro del estrecho pasillo mientras los demás entraban en el cañón. Se desparramaron en un amplio círculo para cercar al animal.
El saltador estaba en un gran claro, olfateaba inquieto, moviendo la cabeza en todas direcciones. Wolff indicó a los otros que se detuvieran y avanzó lentamente hacia él, con el bastón oculto atrás. El animal esperó hasta que Wolff estuvo a poco más de tres metros de él. Entonces desapareció.
Wolff miró alrededor, pensando que había saltado con tanta rapidez que no había podido verle. Pero no vio al animal. Sólo vio a los Señores que le preguntaban con gestos qué había pasado.
Aproximadamente tres segundos después, el animal reapareció. Estaba ahora a diez metros de él. Wolff dio un paso y el animal desapareció otra vez.
A los tres segundos había dos animales en el claro. Uno estaba a tres metros de Vala. El otro a la izquierda de Wolff y a unos cinco metros de distancia.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó Wolff. Estaba desconcertado.
El animal que estaba junto a Vala desapareció. Ahora había otro a la izquierda. Wolff corrió hacia él, con el bastón alzado y gritando, esperando inmovilizar por miedo al animal lo suficiente para poder golpearle.
Se desvaneció. Poco después, reapareció a su derecha. A su lado había otro saltador.
Los Señores avanzaron hacia ellos. Los dos animales se convirtieron de pronto en cinco.
Tras esto, hubo muchos gritos, chillidos y confusión. Algunos de los animales habían surgido detrás de los Señores, y varios Señores se volvieron para darles caza.
Luego aparecieron dos de las criaturas que Wolff decidió llamar «tempusfudgers».
Estos dos se convirtieron en tres mientras la frenética caza continuaba durante otros tres segundos.
Luego era uno.
Los Señores le persiguieron y de pronto vieron dos ante ellos.
Tres segundos después perseguían a tres.
Luego sólo era uno.
Los Señores se lanzaron sobre él desde todas direcciones a gran velocidad. Reaparecieron dos animales, uno directamente enfrente de Palamabron. Éste se quedó tan sorprendido que intentó parar, tropezó y cayó de bruces. El animal saltó sobre él y luego desapareció cuando Rintrah enarboló su bastón para golpearle.
Luego eran dos.
Tres.
De pronto nueve.
Los Señores dejaron de correr y se miraron. Los únicos ruidos que se oían en aquel cañón cerrado eran el rumor del viento y su pesado respirar.
De pronto, en medio de ellos aparecieron tres animales.
La caza se reanudó.
Luego era uno.
Cinco.
Tres.
Seis.
Durante seis segundos, tres.
Seis otra vez.
Wolff les ordenó que cesasen aquella caza desconcertante. Condujo de nuevo a los Señores a la entrada, donde se sentaron a tomar aliento. Hecho esto, comenzaron a hablar entre sí, todos haciendo las mismas preguntas que ninguno contestaba.
Wolff estudió a los seis animales que estaban a unos cien metros de distancia. Habían olvidado su pánico, aunque no su causa, y mordisqueaban bayas.
Cayó de nuevo el silencio sobre los Señores. Miraron todos a su pensativo hermano y Vala preguntó:
—¿Qué te parece esto, Jadawin?
—Estaba pensando en el momento en que vimos desaparecer al primer animal —dijo él—. Intentaba calcular los intervalos de sus desapariciones y la proporción entre su número cada vez y en todas las veces sucesivas.
Cabeceó, pensativo.
—No sé. Quizás. No parece posible. Pero ¿cómo explicarlo, describirlo al menos?
»Decidme, ¿habéis oído de algún Señor que tuviese éxito en experimentos de viaje en el tiempo?
Palamabron se echó a reír.
—¡Idiota! —dijo Vala; luego se dirigió a Wolff y dijo—: Oí que Blint Orc intentó durante varios años descubrir los principios del tiempo. Pero al parecer desistió. Afirmaba que intentar analizar el tiempo era un problema tan insondable como el de explicar el origen del universo.
—¿Por qué lo preguntas? —quiso saber Ariston.
—Hay una pequeña partícula subatómica que los científicos terrestres llaman neutrino —contestó Wolff—. Es una partícula sin carga de masa cero. ¿Entendéis lo que digo?
Todos movieron la cabeza negando.
—Sabes, Jadawin —dijo Luvah—, que hubo un tiempo en que poseíamos muchos conocimientos. Pero han transcurrido miles de años desde entonces y no hemos vuelto a interesamos por la ciencia, salvo para utilizar los instrumentos que teníamos a mano para nuestros fines.
—Sois realmente una pandilla de dioses ignorantes —dijo Wolff—. Los seres más poderosos del cosmos, pero bárbaros, divinidades analfabetas.
—¿Qué tiene que ver eso con nuestra situación actual? —preguntó Enion—. ¿Y por qué nos insultas? Tú mismo dijiste que si queríamos sobrevivir teníamos que dejar a un lado los insultos.
—Perdonadme —dijo Wolff—. Pero es que a veces me abruma la discrepancia… no importa. En fin, el neutrino se comporta de un modo muy extraño. De tal manera, en realidad, que podría decirse que viaja hacia atrás en el tiempo.
—¿Lo hace realmente? —preguntó Palamabron.
—Lo dudo. Pero su conducta puede describirse en términos de viaje en el tiempo, hágalo o no realmente.
»Creo que esto mismo es aplicable a esos animales. Quizás puedan viajar hacia adelante y hacia atrás en el tiempo. Quizás Urizen tenga poder para crear animales así. Lo dudo. Puede que los haya encontrado en algún universo que no conocemos y que los haya importado aquí.
»Sea cual sea su origen, tienen capacidad para hacer como si saltasen en el tiempo. Dentro de un límite de tres segundos, más o menos.
Trazó un círculo en el suelo con el extremo de su bastón.
—Esto representa al animal que vimos primero.
Trazó una línea desde el círculo y a su extremo dibujó otro círculo.
—Esto representa su desaparición, su no existencia en nuestro tiempo. Al parecer, viajó hacia adelante en el tiempo.
—Juraría que no desapareció durante tres segundos la primera vez que lo hizo —dijo Vala.
Wolff trazó una línea desde el segundo círculo y a su extremo hizo un tercer círculo. Luego trazó una línea en ángulo recto respecto a éste, y la hizo volver hasta una posición opuesta al segundo círculo.
—Saltó hacia adelante en el tiempo, o puede describirse así. Luego volvió al punto temporal que no ocupó cuando hizo el primer salto. Así, vimos un animal durante seis segundos pero sin saber que había ido hacia adelante y hacia atrás.
»Luego el animal (llamémosle tempusfudger) saltó de nuevo hacia adelante hasta el tiempo del que había salido su primer, digamos avatar, en el primer salto.
»Ahora tenemos dos. El mismo animal, escindido por el viaje en el tiempo.
»Uno saltó de nuevo tres segundos hacia adelante, y durante ese tiempo no le vimos. El otro no saltó, pero dio una vuelta. Saltó al mismo tiempo que reaparecía el tempusfudger número dos.
»Pero el número uno saltó también hacia atrás justo cuando el número dos salía del salto-tiempo. Así que tenemos dos de nuevo.
—Pero de pronto había cinco… —dijo Rintrah.
—Veamos. Teníamos dos. Ahora bien, el número uno había hecho un salto, y era uno de los cinco. Saltó hacia atrás para ser uno de los dos anteriores. Luego saltó de nuevo hacia adelante para convertirse en el número tres de los cinco.
»El número dos había saltado, cuando había sólo un tempusfudger, para convertirse en el número dos de los cinco. El número uno y el número dos saltaron hacia adelante y luego hacia atrás para convertirse también en los números cuatro y cinco de los cinco.
»Los números cuatro y cinco saltaron luego hacia adelante, hacia el período en que había solo dos. Entre tanto, el número uno había saltado tres segundos, el número cuatro no saltó y el número cinco sí. Así que había sólo dos en aquel instante.
Rio entre dientes al ver sus expresiones de asombro.
—¿Comprendéis ahora?
—Eso es imposible —dijo Tharmas—. ¡Viaje en el tiempo! ¡Sabes muy bien que es imposible!
—Claro que lo sé. Pero, si esos animales no viajan en el tiempo, ¿cómo lo consiguen? No sabéis más que yo, así que, si puedo describir su conducta como cronotraslación, y la descripción nos ayuda a capturarlos, ¿por qué objetar?
—¿Por qué no usas tu pistola? —preguntó Rintrah—. Tenemos demasiada hambre. Y me siento muy débil después de intentar cazar a esos escurridizos animales.
Wolff se encogió de hombros, se levantó y caminó hacia los tempusfudgers. Éstos continuaban comiendo, pero sin perderle de vista. Cuando estuvo a unos treinta metros, se alejaron saltando. Los siguió hasta que se aproximaron a la pared ciega del cañón. Se dispersaron. Puso la pistola a media potencia y apuntó a uno. Quizás el animal se sorprendiese al verle alzar el arma. Desapareció justo en el momento en que él disparaba y la energía del rayo fue absorbida por la pared de piedra.
Lanzó una maldición, apagó la pistola y apuntó a otro. Éste saltó a un lado y eludió el primer disparo. Wolff mantuvo el rayo y lo desvió hacia el animal. El animal saltó otra vez, escapando por muy poco. Wolff giró la muñeca para alcanzarle. El animal desapareció.
Rápidamente, desvió el arma hacia los otros. Uno de los animales cruzó su campo de visión y lanzó el rayo hacia allí.
El animal desapareció inmediatamente. Oyó un grito tras él. Se volvió y vio que los Señores señalaban a un animal muerto situado a pocos metros, a su izquierda. Yacía inerte, con la piel chamuscada.
Wolff pestañeó. Vala se acercó corriendo y dijo:
—Cayó del aire; estaba muerto y quemado cuando tocó el suelo.
—Pero no alcancé a ninguno sino ahora mismo —dijo—. El animal al que alcancé aún no ha reaparecido.
—Ese animal resultó muerto hace unos tres segundos, quizás un poco más —dijo ella—. Tres segundos antes de que alcanzases al otro.
Se detuvo, sonrió, y dijo:
—Pero por qué digo el otro… es el mismo al que tu alcanzaste. Muerto antes de que tú dispararas. O justo cuando le alcanzaste. Sólo que saltó hacia atrás.
—Quieres decir que le maté primero y luego disparé contra él —dijo lentamente Wolff.
—No, en realidad no. Pero eso parecía. Bueno, no sé. Es un lío.
—De todos modos, ya tenemos algo para comer —dijo—. Aunque no mucho. No hay carne suficiente para hartarnos.
Se giró, describiendo un arco horizontal con el rayo. Éste cayó sobre unas rocas y luego sobre uno de los animales.
Continuó apuntando con firmeza al animal, que seguía plantado sobre sus patas traseras, pestañeando con sus grandes ojos.
—Se acabó la carga —dijo. Guardó la pistola en el cinturón. De nada le servía ahora, pero no estaba dispuesto a tirarla. Quizás pudiese encontrar alguna vez nuevas cargas.
Quería continuar la caza con los bastones. Los otros se opusieron. Débiles y hambrientos, necesitaban comer inmediatamente. Aunque la carne estaba medio carbonizada, la devoraron ansiosos. Sus estómagos se calmaron un poco. Descansaron un rato y luego se levantaron otra vez dispuestos a perseguir a los tempusfudgers.
Su plan era desplegarse en un ancho círculo que iría cerrándose hasta que todos los animales estuvieran al alcance de sus bastones. Los animales comenzaron a saltar frenéticamente entrando y saliendo de la existencia… o del tiempo. En determinado momento, desaparecieron todos, cuando parecieron decidir simultáneamente saltar hacia adelante o hacia atrás. Resultaba difícil determinar lo que estaba pasando durante la caza.
Al principio, Wolff no hizo ningún esfuerzo por llevar la cuenta. Había seis, luego ninguno, luego seis, y luego tres, luego seis, luego uno, luego siete…
Hacia adelante y hacia atrás, dentro y fuera, mientras los Señores corrían y aullaban como lobos y enarbolaban sus bastones con la esperanzan de alcanzar a un tempusfudger en el momento en que saliese de su cronosalto. De pronto, el bastón de Tharma golpeó la cabeza de uno de los animales al materializarse éste. El animal se desplomó, se estremeció varias veces y murió.
Habían caído del aire ocho. Uno se había quedado detrás muerto mientras los otros se hacían invisibles. La próxima vez tenía que haber siete, pero aparecieron otra vez ocho. Tres segundos después eran tres. Otros tres segundos más tarde, nueve. Ninguno. Nueve. Dos. Siete. Once. Dos.
Once. Wolff enarboló su bastón y golpeó a uno en la espalda. El animal cayó de bruces. Vala se abalanzó sobre él y lo mató antes de que pudiese reaccionar.
Había quince, que se redujeron rápidamente a trece al conseguir matar Rintrah y Theotormon uno cada uno. Luego, ninguno.
Al cabo de un minuto, los animales parecieron presas del pánico. Aterrados, saltaban adelante y atrás, se convertían en veintiocho, ninguno, veintiocho, ninguno, y unos cincuenta y seis, según calculó aproximadamente Wolff. Era imposible, por supuesto, calcular con exactitud, poco después. Wolff estaba seguro, sólo porque su aritmética le aseguraba que debía ser así, que al doblarse pasaban a ser mil setecientos noventa y dos.
No había habido más bajas entre los tempusfudgers que redujesen su número. Los Señores no habían conseguido matar más. Se sentían desconcertados ante aquella horda siempre creciente, golpeados por los que saltaban de pronto frente a ellos, detrás de ellos, a su lado, sobre ellos, arañando, pateando y martilleando.
De pronto, los animales corrieron hacia la salida del cañón. Dado su número y su apresuramiento, deberían haberse amontonado en aquel estrecho paso, pero de algún modo se dispusieron de forma ordenada y lograron salir.
Lentamente, magullados y temblorosos, los Señores se levantaron. Contemplaron los cuatro animales muertos. De los casi mil ochocientos que habían tenido a mano sólo habían conseguido aquellos cuatro.
—Medio tempusfudger por cabeza será suficiente comida —dijo Vala—. Es mejor que nada. Pero ¿qué haremos mañana?
Nadie contestó. Empezaron a recoger leña para hacer fuego. Wolff pidió prestado a Theotormon el cuchillo y comenzó a desollar los animales.
Por la mañana, comieron las sobras del festín de la no che anterior. Wolff encabezó la marcha. El cañón seguía tan silencioso como antes, salvo por el murmullo del río Aquellas paredes continuaban abrumándole. El cielo ardía amarillo arriba, muy lejos. Aparecieron tempusfudgers en la distancia. Wolff les tiró piedras. Estuvo a punto de alcanzar a uno, pero le vio desaparecer como si se hubiese deslizado tras una esquina del aire. Volvió a aparecer de nuevo, a los tres segundos, a unos siete metros de distancia, saltando como si tuviese un compromiso importante y se hubiese acordado de pronto.
Dos días después de la última comida, los Señores estaban casi dispuestos a probar las bayas. Palamabron afirmaba que el olor repugnante que despedían no significaba necesariamente que tuviesen un gusto desagradable. Y aunque lo tuviesen, no tenían por qué ser venenosas. De todos modos iban a morir, así que ¿por qué no probar las bayas?
—Adelante —dijo Vala—. Es tu teoría y tu deseo. ¡Come unas cuantas!
Le sonreía malévolamente, como si disfrutase del conflicto en que se encontraba entre su hambre y su miedo.
—No —dijo Palamabron—. No seré vuestro conejillo de indias. ¿Por qué habría de sacrificarme por vosotros? Sólo comeré bayas si todos lo hacemos a la vez.
—Para poder morir así acompañado —dijo Wolff—. Vamos, Palamabron. Nos haces perder al tiempo discutiendo. Hazlo o si no déjalo de una vez.
Palamabron olisqueó la baya que tenía en la mano, hizo una mueca y la dejó caer en el suelo pedregoso. Wolff continuó la marcha y todos le siguieron. Una hora más tarde vio otro cañón lateral. Camino de él, eligió una piedra redonda que era justo del tamaño y el peso apropiado para utilizarla como proyectil. Si pudiese acercarse lo bastante a un tempusfudger y tirarle la piedra mientras miraba a otro lado…
El cañón era un poco más pequeño que aquél en el que los Señores habían hecho su primera cacería. Al fondo de él había un solo tempusfudger, comiendo bayas. Wolff avanzó de rodillas arrastrándose hacia él. Fue utilizando rocas y salientes para cubrirse y logró llegar hasta la mitad del cañón sin que el animal lo advirtiese. De pronto el animal dejó de mover las mandíbulas, se incorporó y miró a su alrededor, olfateando y moviendo las narices.
Wolff se apretó contra el suelo procurando no mover ni un solo músculo. Sudaba por el esfuerzo y la tensión, pues la dieta forzosa le había debilitado considerablemente. Dejaba levantarse de un salto y correr hacia el animal y lanzarse sobre él, desgarrarlo y comérselo crudo. Podría haberlo devorado entero y luego haber cascado los huesos para sorber el tuétano.
Se obligó a permanecer inmóvil. El animal abandonaría pronto su recelo, tras lo cual Wolff podría reanudar su lento avance.
Entonces, de detrás de una roca próxima al tempusfudger, salió otro animal. Era gris salvo las orejas rojas y lobunas. Tenía un hocico largo y afilado, un rabo peludo y un tamaño intermedio entre el zorro y el coyote. Saltó sobre el tempusfudger, saliendo de detrás de él justo en el Instante en que él miraba hacia el otro lado. Sus dientes se cerraron en el aire. El tempusfudger había desaparecido, escapando a sus mandíbulas por milímetros.
El predador desapareció también, desvaneciéndose antes de tocar el suelo.
Aparecieron tres animales, dos tempusfudgers y un predador. Wolff, que era muy aficionado a clasificar cosas desconocidas, lo bautizó inmediatamente como un cronolobo. Por primera vez, veía la criatura a la que la naturaleza, o Urizen, había colocado allí para evitar que los tempusfudgers superpoblaran aquel mundo.
Wolff tuvo tiempo entonces de imaginar lo que pasaba con los saltadores. Había habido dos. Luego nueve. Luego tres. Así que el saltador original y el cronolobo habían imitado hacia adelante. Pero el tempusfudger había permanecido allí sólo un microsegundo y saltado hacia atrás también. En consecuencia se había reproducido a sí mismo y ahora el lobo tenía que cazar dos.
Los animales se desvanecieron de nuevo. Reaparecieron, cuatro ahora. Dos tempusfudgers y dos cronolobos. La caza proseguía no sólo en el espacio sino en los extraños y grises pasillos del tiempo pasado y futuro.
Otro salto simultáneo en el tempolimbo. Wolff corrió Inicia una roca a cuyo alrededor crecían muchos matorrales. Se agachó y luego atisbo entre los matorrales.
Siete otra vez. Ahora un lobo había surgido de donde hubiese estado inmediatamente antes de la persecución. Se lanzó hacia adelante y sus mandíbulas se cerraron alrededor del cuello del tempusfudger. Hubo un crujido sordo; el tempusfudger se desplomó muerto.
Siete vivos y uno muerto. Un tempusfudger había ido hacia atrás y luego hacia adelante.
Los vivos se desvanecieron. Evidentemente el lobo no se proponía quedarse atrás a devorar su presa.
Luego saltaron seis. Ferozmente, un lobo mordió a otro lobo en el cuello y el atacado se derrumbó muerto.
Nada durante tres segundos. Wolff salió corriendo de su escondrijo y se echó al suelo. Aunque nada le ocultaba esta vez, tenía la esperanza de que su inmovilidad, unida al terror de los tempusfudgers y a la sed de sangre de los lobos, les impidieran verle.
Brotó otro lobo del vientre del tiempo. Partenogénesis cronoviajeros.
Dos lobos se lanzaron uno contra otro, mientras el tercero los observaba, y los tempusfudgers saltaban alrededor en aparente confusión.
El predador que observaba pasó a participar también, no en la lucha de sus congéneres sino en la cacería. Consiguió morder a un tempusfudger en el cuello, que surgió ante él desconcertado y aterrado.
Murieron un tempusfudger y un lobo.
El superviviente desapareció de nuevo. Cuando volvieron a aparecer ante su vista, un lobo mordía a otro tempusfudger en el cuello.
Wolff se puso de pie lentamente. En el momento exacto en que moría uno de los lobos, lanzó su piedra contra el ganador. Éste debió captar el movimiento por el rabillo del ojo, pues se desvaneció inmediatamente antes de que la piedra le golpease. Y cuando reapareció corría tan rápidamente como se lo permitían sus cuatro patas hacia la salida.
—Siento privarte de los frutos de tu victoria —gritó Wolff—. Pero puedes reanudar la caza en cualquier parte.
Volvió adonde estaban los otros Señores y les explicó que su suerte había cambiado. Podían llenar sus estómagos con seis animales y aún les quedaría un poco para el día siguiente.
Pero los Señores volvieron a encontrarse sin comida durante tres días. Estaban flacos, los ojos hundidos; Wolff les envió en parejas a cazar. Él se proponía ir sólo, pero Vala insistió en que llevase a Luvah. Ella cazaría sola. Wolff le preguntó por qué y ella contestó que no quería ir acompañada por un hombre solo.
—¿Crees que podrías convertirte en víctima de un caníbal? —preguntó Wolff.
—Exactamente —contestó ella—. Ya sabes que si continuamos sin conseguir alimentos empezaremos inevitablemente a devorarnos unos a otros. Puede que lo haya planeado así Urizen. Disfrutaría mucho viendo cómo nos matábamos entre nosotros y nos llenábamos el estómago con la carne de nuestros hermanos.
—Haz como quieras —dijo Wolff. Se fue con Luvah a explorar una serie de cañones laterales. Los dos localizaron a varios tempusfudgers comiendo de las ramas y comenzaron la paciente e interminable maniobra de arrastrarse hacia ellos. Estuvieron a punto de conseguirlo. La piedra, arrojada por Wolff, pasó por encima de la cabeza de su pretendida víctima. Después de eso, todo se perdió. Los tempusfudgers ni siquiera se molestaron en refugiarse en el tiempo, se limitaron a alejarse saltando y a perderse en otro camino.
Wolff y Luvah continuaron buscando casi hasta que la luna trajo otra noche de insomnio y hambre torturante. Cuando volvieron al lugar de reunión, encontraron a los otros muy alterados. Palamabron y su compañero de caza, Enion, habían desaparecido.
—No sé lo que pensaréis los demás —dijo Tharmas—. Pero yo estoy demasiado agotado para buscar a esos imbéciles.
—Quizás debiéramos buscarles —dijo Vala—. Podrían haber tenido suerte y estar dándose ahora un banquete con buena carne, en vez de compartirla con nosotros.
Tharmas lanzó una maldición. Sin embargo, se negó a salir a buscarlos. Si habían tenido suerte, dijo, ya lo sabría nada más mirarles a la cara. No podrían ocultar su satisfacción. Los mataría por su egoísmo y su codicia.
Todos haríais lo mismo si tuvieseis oportunidad —dijo Wolff—. ¿Por qué os escandalizáis tanto? No sabemos si han conseguido algo o no. Después de todo, fue sólo una sugerencia de Vala. No tenemos ninguna prueba.
Hubo gruñidos y maldiciones, pero pronto se quedaron dormidos de puro agotamiento.
Wolff se durmió también, pero despertó en medio de la noche. Creía haber oído un grito a lo lejos. Se incorporó y miró a los demás. Allí estaban todos, salvo Palamabron y Enion.
Vala se incorporó también.
—¿Oíste algo, hermano? —preguntó—. ¿O son los gruñidos de nuestras tripas?
—Viene del río —contestó él; se puso de pie—. Voy a echar un vistazo.
—Iré contigo —dijo ella—. Ya no podré dormir. La idea de que puedan estar dándose un banquete me enfurece y me impide relajarme.
—No creo que el banquete sea a costa de los pequeños saltadores —dijo él.
—¿Tú crees…? —empezó a preguntar ella.
—No sé. Tú mencionaste la posibilidad. Es mayor cada día, a medida que estamos más débiles o más hambrientos.
Wolff cogió su bastón y caminaron los dos por la orilla del río. No les era difícil ver por dónde caminaban. La luna sólo producía una semioscuridad. Aunque las paredes del cañón aumentaban la penumbra, aún había luz suficiente para que pudiesen caminar con seguridad.
Y así fue como vieron a Palamabron antes de que él los viese a ellos.
Su cabeza apareció un instante por encima de una roca junto a la pared del cañón. Distinguieron su perfil unos instantes, y luego desapareció. Lentamente avanzaron hacia él. El viento les traía el ruido que estaba haciendo. Parecía como si golpease una piedra contra otra.
—¿Estará intentando hacer una hoguera? —susurró Vala.
Wolff no contestó. Le abrumaba una sensación de repugnancia, pues sólo podía encontrar una razón de que Palamabron quisiese hacer una hoguera. Cuando llegó a la inmensa roca detrás de la cual estaba Palamabron, vaciló. No quería ver lo que imaginaba que vería cuando rodease la roca.
Palamabron estaba de espaldas a ellos. Estaba de rodillas ante un montón de ramas y hojas y golpeaba con un trozo de pedernal contra una roca veteada de hierba.
Wolff lanzó un suspiro de alivio. El cuerpo que había junto a Palamabron era de un tempusfudger.
¿Dónde estaba Enion?
Wolff se acercó silenciosamente a Palamabron, con el bastón alzado.
—Hola, Palamabron —dijo sonoramente.
El Señor lanzó un breve grito y se lanzó de cabeza sobre las ramas. Dio una vuelta y se puso de pie, enfrentándolo. Llevaba en la mano un tosco cuchillo de pedernal.
—Es mío —chilló—. Yo lo maté, y lo quiero para mí. Y será para mí. ¡Moriré si no lo como!
—Y también nosotros —dijo Wolff—. ¿Dónde está tu hermano?
Palamabron escupió y dijo:
—¡Ese animal! Ése no es hermano mío. ¿Cómo voy a saber yo dónde está? ¿Por qué habría de saberlo?
—Tú saliste con él —dijo Wolff.
—No sé dónde está. Nos separamos mientras cazábamos.
—Creí oír un grito hace un rato —dijo Vala.
—Creo que fue un tempusfudger —dijo Palamabron—. Sí, eso fue. El que yo maté hace un rato. Lo encontré dormido y lo maté y cuando moría lanzó un grito.
—Puede —dijo Wolff. Retrocedió apartándose de Palamabron hasta situarse a una distancia segura. Luego continuó río arriba. A menos de cien metros vio una mano tendida junto a una roca. Rodeó la roca y encontró a Enion. Tenía la cabeza destrozada; a su lado estaba la piedra ensangrentada que le había matado.
Volvió adonde estaban Vala y Palamabron. Ella aún seguía allí; el Señor y el tempusfudger habían desaparecido.
—¿Por qué le dejaste marchar? —preguntó Wolff.
Vala se encogió de hombros y le miró sonriendo.
—Soy sólo una mujer —contestó—. ¿Cómo iba a poder detenerle?
—Podrías haberlo hecho —replicó él—. Creo más bien que te gusta la idea de cazarle. Bien, permíteme que te diga una cosa, no habrá caza. Ninguno de nosotros tiene Tuerza suficiente para desperdiciarla persiguiéndole. Y después de que coma, tendrá más fuerza que ninguno.
—Está bien —aceptó ella—. ¿Qué hacemos ahora entonces?
—Seguir nuestra marcha y esperar tiempos mejores.
—¡Y morirnos de hambre! —dijo ella; señaló a la roca tras la que se ocultaba el cuerpo de Enion—. Ahí hay comida suficiente para todos.
Wolff no contestó por el momento. No había querido pensar siquiera en aquello, pero, enfrentado con ello, haría lo que había que hacer. Vala tenía razón. Sin aquella carne, por muy horrible que resultase sólo pensarlo, podrían morir. En cierto modo Palamabron les había hecho un favor. Había asumido la culpa en beneficio de ellos. Podrían comer ahora sin considerarse asesinos. No era que el matar preocupase gran cosa a los demás. Pero Wolff habría sufrido un calvario de remordimientos si se hubiese visto obligado a sacrificar a un ser humano para sobrevivir.
En cuanto al hecho concreto de comer aquella carne, sólo sentía ya una repugnancia muy leve. El hambre había amortiguado el horror natural que le producía el canibalismo.
Volvió a despertar a los otros mientras Vala cogía las piedras abandonadas por Palamabron. Cuando volvió con los demás, ella no sólo había encendido una hoguera sino que había empezado a descuartizar el cadáver. Wolff se mostró reacio durante unos instantes, pero luego, pensando que si iba a participar en la comida debía participar también en el trabajo, cogió el cuchillo de Theotormon. Los otros se ofrecieron a ayudar también, pero los rechazó. Era como si quisiera castigarse a sí mismo obligándose a hacer el trabajo más desagradable.
Una vez preparada la carne, medio cocida, cogió su parte y fue a comerla detrás de la roca. No estaba seguro de poder retenerla en el estómago, y sí lo estaba de que si veía comer a los otros no podría evitar el vómito. En realidad, no le parecía tan desagradable estando solo.
Les sorprendió el amanecer aún cocinando. Hasta mitad de la mañana no reemprendieron la marcha. Envolvieron la carne que quedaba en hojas.
—Si Urizen estuvo viéndonos —dijo Wolff— debió reírse mucho.
—Que se ría —dijo Vala—. Ya llegará mi turno.
—¿Tu turno? Querrás decir nuestro turno.
—Di lo que quieras. A mí lo único que me interesa es lo que hago yo.
—Típico de los Señores —dijo Wolff automáticamente. La observó un rato después de esto. Vala tenía una vitalidad asombrosa. Quizás fuese la comida lo que le había dado aquel paso vivo y había rellenado sus mejillas y sus brazos. Sin embargo, no podía creerlo. No podía ser. Además, ni siquiera durante los días de hambre había parecido sufrir tanto como el resto ni enflaquecer tan rápidamente.
Si alguien podía sobrevivir para alcanzar el cuello de su padre, sería Vala, pensó.
«Ojalá no quede yo muy por detrás de ella, —suplicó—, no tanto por vengarme de Urizen, aunque lo deseo, como por Chryseis».