IX


Se oyó un grito que bajaba contra el viento y todos se volvieron a mirar río arriba. A varios cientos de metros, había surgido de detrás de una colina un animal alto como un elefante. Ahora se mantenía entre dos grandes montículos, la cabeza al extremo de su largo cuello, muy parecida a la de un camello con cuernos. Los ojos eran enormes y los dientes grandes y agudos, de carnívoro. Tenía el cuerpo entre rojo y marrón, y peludo y muy inclinado a partir de los hombros. Las piernas eran delgadas como las de una jirafa, pese a lo voluminoso del cuerpo. Terminaban en grandes y desparramadas ventosas de un color azul oscuro.

Al ver aquellos pies, Wolff intuyó su función. Sólo con unas patas así podía un animal caminar por aquella lisa superficie.

—No os mováis —dijo a los demás—. No podemos correr. Aunque pudiésemos, no tenemos ningún lugar donde ocultamos.

El animal resopló y avanzó lentamente hacia ellos. Balanceaba su cuello adelante y atrás, volviendo la cabeza de vez en cuando para mirar atrás. El pie delantero de la derecha y la pata trasera de la izquierda se alzaban al unísono, y las ventosas producían un ruido hueco. Las patas descendían otra vez y le permitían sujetarse en su avance. Cuando estaba a cincuenta metros de ellos, se detuvo y alzó la cabeza. Lanzó un grito que era medio rebuzno medio gemido de fantasma. Bajó el cuello hasta apoyar las quijadas en el suelo, y luego raspó el suelo con ellas. La cabeza se deslizó hacia adelante y hacia atrás sobre la pálida superficie.

Wolff pensó que aquel movimiento podía ser el equivalente a patear el suelo de un toro terrestre antes de embestir. Puso su pistola a media potencia y esperó. Súbita mente, el animal alzó la cabeza lo más alto que pudo, lanzó un grito (muy parecido al de un conejo herido) y galopó hacia ellos. Era necesariamente un galope lento, pues las ventosas no se desprendían fácilmente. Para los humanos, parecía demasiado rápido.

Wolff podía permitirse esperar para determinar si el animal sólo intentaba impresionarles. A veinte metros, apuntó hacia la juntura del cuello y el pecho. Brotó humo de la piel rojiza, que se ennegreció. El animal lanzó un nuevo chillido, pero no abandonó su embestida. Wolff continuó manteniendo el rayo con la mayor firmeza que podía. Luego, viendo que su ímpetu podría llevarle hasta el punto en que su colmilluda cabeza pudiese alcanzarles, puso la pistola a plena potencia.

El animal lanzó un último grito. Sus largas y flacas piernas cedieron, su cuerpo se derrumbó. Las ventosas golpearon el suelo. Las piernas se doblaron bajo el peso y el cuerpo se desplomó lentamente. El cuello quedó fláccido y la cabeza cayó a un lado, con la lengua púrpura fuera y los nebulosos ojos empañados.

Hubo un silencio, interrumpido por la risa de Vala.

—Ahí tenemos nuestra cena, nuestro desayuno y nuestra cena siguiente, cocinada ya para nosotros.

—Si es comestible —dijo Wolff. Observó mientras Vala y Theotormon, que manejaba el cuchillo con un pie, despellejaban al animal y cortaban filetes medio quemados. Theotormon se negó a probar la carne. Wolff se acercó cautelosamente, pero aun así sus pies continuaban fallándole. Vala y Theotormon, que habían llegado hasta el animal sin resbalar, se reían. Wolff se levantó y continuó caminando.

—Si nadie más se atreve, yo probaré la carne —dijo—. No podemos quedarnos aquí discutiendo si es comestible o no.

—No tengo miedo, simplemente me repugna —dijo Vala—. Tiene un olor muy desagradable. —Dio un mordisco, masticó con repugnancia y tragó.

Wolff decidió que no tenía sentido ya que realizase él la prueba. Esperó, junto con los otros. Después de media hora, al ver que Vala no experimentaba ningún efecto negativo, empezó a comer también. Los otros se acercaron, arrastrándose o tambaleándose, al animal, y también comieron. No había demasiado para comer, pues la mayor parte de la carne estaba carbonizada, y sólo quedaba una zona muy estrecha donde el calor había cocido o medio cocido la carne.

Wolff pidió prestado el cuchillo a Theotormon y cortó más filetes. A regañadientes, pues deseaba conservar las cargas de la pistola, los asó. Luego, tomaron cada uno un puñado y comenzaron su marcha río abajo. Wolff se entretuvo un rato considerando la posibilidad de cortar las ventosas de las patas del animal y utilizarlas como medio de locomoción. Abandonó la idea después de comprobar la anchura de los huesos de las piernas y la dureza del cartílago de la juntura entre pata y pezuña. La espada de Vala podría servir para separar ambas, pero su filo quedaría demasiado mellado para poder utilizarla luego.

Después de arrastrarse durante tres kilómetros, llegaron a una masa de matorrales próxima a la orilla. Las plantas tenían un metro de altura y forma de hongo, extendiéndose la parte superior muy lejos de la delgada base. Las ramas eran gruesas y con forma de sacacorchos, y desarrollaban una especie de pelusa como los árboles. Desde cerca, la pelusa parecía una serie de delgadas agujas. Había también grandes bayas de un rojo oscuro en racimos en los extremos de las ramas.

Wolff cogió una baya y la olió. El olor le recordaba el de las nueces. La piel era suave y ligeramente húmeda.

Vaciló sin decidirse a probarla. De nuevo fue Vala quien probó el alimento extraño. Comió una, hallando su sabor excelente. Transcurrió media hora, durante la cual comió seis más. Wolff comió entonces varias. Los otros le imitaron. Palamabron, el último en probarlas, se quejaba de que no le habían dejado apenas para él.

—La culpa es tuya —dijo Vala—, por ser tan cobarde.

Palamabron la miró furioso, pero no contestó. Theotormon, pensando que había encontrado al fin a alguien que no se atrevería a replicarle, siguió con los insultos que había iniciado Vala. Palamabron le dio una bofetada. Theotormon lanzó un grito de cólera y saltó contra Palamabron. Resbaló y cayó de bruces entre las piernas de éste. Palamabron cayó como un bolo. Se deslizó de costado, fuera del alcance de la amenazadora aleta de Theotormon. Ambos hacían frenéticos pero vanos esfuerzos por golpearse.

Por fin Wolff, que no había compartido las carcajadas de los otros, puso fin a la disputa.

—Si continúan estas chiquilladas y estas pérdidas de tiempo, estoy decidido a ponerles fin. No con la pistola, pues no malgastaré una carga con tipos como vosotros. Continuaremos sencillamente sin vosotros o prescindiremos de vosotros. Debemos tener unidad y reducir al mínimo las disputas. En caso contrario, Urizen tendrá la satisfacción de ver cómo nos destrozamos unos a otros.

Theotormon y Palamabron se escupieron pero abandonaron la lucha. Silenciosamente, bajo la pálida sombra púrpura de la luna, continuaron deslizando sus pies hacia adelante. La noche había puesto fin al silencio. Oían como balidos de ovejas y mugidos que parecían de vaca, a lo lejos. Algo rugió como un león. Pasaron ante otro grupo de matorrales y vieron pequeños animales bípedos que comían bayas. Tenían algo menos de un metro de altura, piel marrón y rostro de lémures. Los ojos eran achinados y las orejas grandes y como de conejo. Las extremidades superiores terminaban en garras; las inferiores en discos de succión. Tenían cortos rabos escarlata, parecidos a los de los conejos. Al ver a los seres humanos, dejaron de comer y los miraron, moviendo las narices. Después de convencerse de que los recién llegados no constituían ningún peligro, siguieron comiendo. Pero uno siguió mirándoles fijamente y les ladró como un perro.

Entonces salió de detrás de una colina un animal de cuatro patas. Era peludo como un perro pastor, amarillento y del tamaño de un zorro. Al final de sus pies tenía pequeñas protuberancias de hueso sobre las que corrió hacia los bípedos. Éstos ladraron para dar la alarma y desaparecieron todos rápidamente. Avanzaban con mucha rapidez, pese a las patas, pero el lobo patinado era mucho más rápido. El jefe de los bípedos, al ver que no tenían ninguna posibilidad, se quedó atrás hasta situarse a la altura del más lento del grupo. Se lanzó contra el rezagado, derribándole, y luego continuó corriendo. El sacrificado chilló intentando ponerse otra vez de pie, pero fue derribado por el lobo patinador. Hubo una breve lucha que concluyó cuando las mandíbulas del lobo se cerraron sobre el cuello del bípedo.

—Ahí está la explicación —dijo Wolff— de las rayas que veíamos de cuando en cuando sobre la superficie. Algunas de estas criaturas son patinadoras.

Guardó silencio un rato, pensando que aquella especie de patines les permitirían avanzar con mucha mayor rapidez. El problema era hacerse con ellos.

Pasaron ante otro animal de largo cuello, cuerpo de hiena y cuernos de venado. No hizo ningún gesto de ataque. Mordisqueó en una roca de la sustancia cristalina, arrancó un trozo y lo masticó. No les perdía de vista, pero gruñía satisfecho ante el sabor de la roca, mientras su estómago ronroneaba como la cañería defectuosa de una casa vieja.

Continuaron y pronto se vieron a unos trescientos metros de un rebaño de animales del mismo género, que pastaban lodos en las rocas. Había entre ellos crías que se perseguían juguetonas unas a otras o mamaban de sus madres. Algunos de los machos mugieron al ver a los intrusos, y uno fue siguiéndoles durante un rato. Pasaron ante animales similares a los antílopes, tachonados de pintas en forma de diamante de color rojo sobre fondo blanco y con dos cuernos que se entrelazaban. Tenían en los extremos de las patas patines óseos.

Wolff empezó a buscar un sitio para dormir. Condujo por fin al resto a una especie de anfiteatro, una zona llana entre cuatro colinas.

—Yo haré la primera guardia —dijo. Asignó la siguiente a Luvah y la otra a Enion. Enion protestó, alegando que Wolff no tenía ninguna autoridad para elegirle.

—Puedes negarte a cumplir tu parte de responsabilidad, si lo deseas —dijo Wolff—. Pero si te duermes cuando llegue tu turno, quizás te despiertes entre las mandíbulas de eso.

Señaló por encima de Enion, y Enion se volvió tan rápidamente que perdió pie. Los otros miraron hacia donde apuntaba el dedo de Wolff. En la cima de una de las colinas, les contemplaba un animal de inmensa crin. Tenía cabeza de cocodrilo de hocico corto, cuerpo felino y los pies como anchas ventosas.

Wolff puso la pistola a media potencia y disparó. Apuntó hacia los pelos de la crin. Los pelos se encresparon y humearon y el animal lanzó un aullido, se volvió y desapareció detrás de la colina.

—Bueno —dijo Wolff—, alguien tiene que tener oficialmente autoridad. Hasta ahora hemos evitado esto, es decir lo habéis evitado, habéis evitado tomar una decisión. Me habéis dejado a mí, más o menos, dirigir. Sobre todo porque sois demasiado perezosos y estáis demasiado preocupados por vuestros pequeños problemas para pensar en el grupo. Pues bien, ha llegado el momento de aclarar esto. Sin un jefe cuyas órdenes se obedezcan inmediatamente en caso de emergencia, todos estamos perdidos. ¿Qué me decís?

—Querido hermano —dijo Vala—, creo que has demostrado que eres el más adecuado para mandar. Yo voto por ti. Además tienes la pistola, y eso te hace el más poderoso de todos. A menos, claro está, que alguno de nosotros tenga armas ocultas que aún no ha mostrado.

—Tú eres la única que tiene ropa suficiente para ocultar armas —dijo él—. En cuanto a la pistola, la tendrá el que esté de guardia.

Al oír esto todos enarcaron las cejas.

—No hago esto —dijo— porque confíe en vuestra lealtad. Es sólo porque no creo que ninguno de vosotros sea tan estúpido de intentar quedársela o marcharse con ella. Al reanudar la marcha, tendréis que devolvérmela.

Todos votaron, salvo Palamabron. Este dijo que no quería votar porque era evidente que sería derrotado por la mayoría de todos modos.

—Supongo, hermano, que no irías a nombrarte a ti mismo —dijo Vala—. Ni siquiera tú, pese a lo engreído y lo egoísta que eres, podrías pensar eso.

Palamabron no hizo caso a este comentario. Dirigiéndose a Wolff, dijo:

—¿Por qué no hago guardia yo? ¿No confías en mí?

—Tú puedes hacer la primera guardia mañana por la noche —contestó Wolff—. Ahora lo mejor es que durmamos un poco.

Wolff hizo guardia mientras los otros dormían sobre sus duros lechos de roca blanca. Se oían distantes gritos de animales: gruñidos, mugidos y algunos sonidos nuevos, chillidos quejumbrosos, silbidos. En una ocasión se oyó como un gong y hubo un batir de alas en el cielo. Wolff se puso de pie y luego dio lentamente la vuelta cubriendo todos los puntos cardinales. Al cabo de media hora, despertó a Enion y le dio la pistola. No tenía reloj para medir el tiempo, ni tampoco los otros; pero, como ellos, conocía el paso exacto del tiempo. De niño, había pasado por un tipo de hipnosis que le permitía contabilizar los segundos con la misma exactitud que el más preciso de los cronómetros.

Estuvo sin dormir durante un rato. Le preocupaba la primera guardia de la noche siguiente, en la que tendría que confiar la pistola a Palamabron. De todos los Señores era el más inestable. Odiaba a Vala aún más que los otros. ¿Podría resistir la tentación de matarla mientras dormía? Wolff decidió tener una charla con Palamabron por la mañana. Su hermano tenía que entender que si la mataba tendría que matarlos a todos. Podía hacer esto con la pistola, pero entonces se quedaría solo. Era curioso, aunque los Señores no se podían soportar unos a otros, tampoco podían soportar la idea de estar solos, quizás menos. En otras circunstancias, habrían preferido estarlo, claro está. Pero, dada la situación, compartían el miedo a su padre y una sensación de seguridad al tener compañeros de miseria y peligro.

Poco antes de quedarse dormido se le ocurrió una idea. Lanzó una maldición. ¿Por qué no se le habría ocurrido antes? ¿Por qué no se le habría ocurrido a los otros? Era tan evidente. No había ninguna necesidad de arrastrarse y de fijarse por aquella superficie cristalina. Con barcas, podrían viajar rápidamente y con mucha mayor seguridad. No tendrían encima la amenaza de los predadores. Estudiaría la posibilidad de construir barcas por la mañana.

Al amanecer le despertó súbitamente un grito. Al incorporarse vio a Tharmas que disparaba contra un animal melenudo, parecido al que habían asustado chamuscándole el pelo. El animal bajaba rápidamente por la colina, y tras él había otros tres animales de la misma especie muertos. El superviviente llegó hasta tres metros de distancia y luego se desplomó, con el hocico partido por la mitad.

Tharmas, sin soltar la pistola, miraba fijamente el cadáver. Wolff le gritó que apagase al arma. El rayo estaba taladrando la ladera. Tharmas se dio cuenta de pronto de lo que estaba haciendo y desactivó el arma. Pero ya había gastado la mayor parte de la carga. Wolff le quitó la pistola con un gruñido. Estaba terminando sus municiones.

Los otros se pusieron a trabajar rápidamente. Hicieron turnos con los cuchillos de Theotormon y Vala y desollaron a los animales muertos. Fue un trabajo lento, por su ineptitud y porque resbalaban constantemente en la cristalina superficie. Y no podían evitar discutir constantemente entre sí, por la dureza del trabajo al que calificaban de absurdo e inútil. ¿De dónde iban a sacar el armazón de las barcas que Wolff planeaba construir? Aunque pudiesen utilizar aquellas pieles para cubrir las barcas, no bastaría.

Él les mandó callar y seguir trabajando. Sabía lo que hacía. Con Luvah, Vala y Theotormon se acercó a los matorrales más próximos. Allí tuvo que utilizar de nuevo la pistola para matar a un animal que estaba comiendo bayas y se negaba a marcharse. Era como un dragón chino. Silbó y avanzó amenazador hacia ellos antes de que entraran en su radio de acción. Tenía la piel gruesa y dura como una armadura y tuvo que poner la pistola a toda potencia para traspasarla. Tenía protegidos incluso los ojos. Cuando Wolff disparó contra ellos el rayo chocó con unas cubiertas transparentes. La criatura comenzó a balancear la cabeza frenéticamente para que Wolff no pudiese fijar el rayo en un puntó. Por fin consiguió taladrar la armadura detrás de la cabeza y el animal se desplomó mostrando las placas dentadas y unos pequeños discos de succión con los que caminaba.

—Si esto sigue así, pronto nos quedaremos sin cargas —dijo a los otros—. Rezad para que no suceda.

Wolff tanteó la dureza de la corteza de los árboles y descubrió que era bastante firme. Cortar las ramas y sacar tiras para hacer un entramado según tenía pensado sería un trabajo largo y duro y estropearía además el filo de la espada. Mirando a aquella especie de dragón vio una embarcación dispuesta. Bueno, no totalmente terminada, pero que exigiría menos trabajo que la embarcación que en principio había imaginado.

La espada, manejada por su potente brazo, sirvió para separar las placas de locomoción del dragón de la armadura del cuerpo. Después, la espada y el cuchillo eliminaron los órganos internos. Por entonces ya estaban con ellos los otros Señores, que fueron haciendo turnos de trabajo. Pronto estuvieron todos cubiertos de sangre, que corría por toda la zona y hacía la superficie aún más resbaladiza. Varios cocodrilos melenudos, atraídos por el olor de la sangre y enloquecidos por ella, les atacaron. Wolff tuvo que gastar más municiones liquidándoles.

El único posible suministro de remos eran las ramas en forma de nueve de los árboles. La corteza resistió firmemente al filo de la espada. Wolff tuvo de nuevo que utilizar su pistola. Cortó ramas suficientes para hacer diez remos, tres de respuesto, pues Theotormon no podía manejar el remo con sus aletas. Las agujas podían eliminarse fácilmente con un cuchillo.

Construyeron así una canoa bastante flexible de unos veinte metros de longitud. Las única aberturas que planteaban problemas eran la boca y los ollares. Se solucionó doblando la parte frontal hueca hacia atrás y hacia arriba y atándole una pequeña piedra con la capa de Vala. El peso de la piedra impediría que la parte delantera se enderezara y la mantendría por encima del nivel del agua… al menos eso esperaban. Wolff tuvo que utilizar de nuevo la pistola para eliminar los trozos de cartílago y la sangre que se habían adherido a las paredes internas de la placa-armadura. Luego, caminando de rodillas, los Señores empujaron su embarcación hacia el río.

Cerca de la orilla se pusieron de pie y se introdujeron en el barco-dragón, echándose por la borda hacia el fondo. Lo hicieron de dos en dos, uno por cada lado, para que no se volcara. Cuando todos salvo Wolff y Vala estaban dentro, éstos comenzaron a empujar la embarcación hacia el río. Por fortuna había una inclinación muy suave. Cuando la barca adquirió cierta velocidad, Wolff y Vala se agarraron a las amuras y los otros les subieron a bordo.

La luna cruzó el horizonte y el barco-dragón emprendió su viaje río abajo. Dos Señores hacían el turno de remo para que la embarcación se mantuviese derecha mientras los otros intentaban dormir. Pasó la luna, y tras ella llegó el púrpura brillante de los cielos desnudos. El río era suave, y sólo quebraban su superficie pequeñas olas y ondulaciones. Cruzaron cañones y salieron de nuevo a terreno ondulado. Pasó el día sin incidente. Se quejaban del hedor de la piel y de la sangre que no habían sido capaces de limpiar del todo. Hicieron chistes sobre cómo cada uno tenía que deshacerse de comida y bebida. Refunfuñaron sobre su falta de sueño la noche anterior. Hablaron de lo que les aguardaría cuando encontrasen la puerta, si es que la encontraban, que les conduciría al palacio de su padre.

Pasaron un día y una noche. Varias horas después del segundo amanecer, doblaron una ancha curva del río. Ante ellos había una roca que dividía el río, una cúpula blanca de unos diez metros de altura. En su cima, una junto a otra, había dos grandes estructuras doradas de forma hexagonal.