VIII


Sus pies resbalaron y cayó de costado. Tuvo una visión fugaz de suaves superficies cristalinas, mientras se deslizaba colina abajo sobre aquello en lo que estaba asentada la puerta. El material por el que corría colina abajo era seco y resbaladizo, aunque daba una sensación de superficie aceitosa. Por mucho que intentase afirmar sus talones, por muy firmemente que apoyase las palmas de las manos contra aquella superficie, intentando frenar, continuaba descendiendo cada vez más deprisa. Era como si se deslizase sobre hielo.

Continuó descendiendo, ganando velocidad. Girándose con un movimiento convulsivo, logró ponerse de cara hacia donde inevitablemente se dirigía. Más allá, la pendiente se suavizó y su velocidad disminuyó un poco. Aun así, iba a por lo menos cien kilómetros por hora sin ningún medio de detenerse. Mantenía la cabeza levantada para no quemarse la cara y las manos alzadas. Su ropa debería haber ardido ya, y su carne haber sufrido también los efectos de la fricción, pero continuaba avanzando sin la más leve sensación de calor.

Los cielos eran color púrpura y justo sobre el horizonte se dibujaba el arco de una luna, o de lo que él consideró una luna. El arco era de un púrpura más intenso que el cielo. No estaba dentro del palacio de ningún Señor; estaba en otro planeta. A juzgar por la distancia del horizonte, aquel planeta era aproximadamente del tamaño del que acababa de abandonar. De hecho, estaba seguro de que se trataba de uno de los cuerpos que había visto en los cielos desde la superficie del mundo acuático.

Urizen les había engañado. Había conectado la puerta por la que habían decidido saltar a uno de los cuerpos celestes que orbitaban Appirmatzum. La otra puerta del mundo acuático quizás pudiese haberles llevado al mundo de Urizen. O quizás les hubiese conducido al mismo sitio. Ya no había medio de saberlo.

Fuese cual fuese el camino que la otra entrada ofrecía, era demasiado tarde para cambiar las cosas. Estaba atrapado sin esperanza en una de las trampas de su padre. Una de sus bromas. Si es que podía considerarse la muerte una broma. Llevaba recorridos unos tres kilómetros, cuando la inclinación comenzó a cambiar de sentido y a convertirse en cuesta. Al cabo de un kilómetro más, había descendido a lo que parecía una velocidad de cincuenta kilómetros por hora, aunque resultaba difícil determinarlo dado las pocas referencias de que disponía. A su derecha, a gran distancia, había una serie de árboles de extraño aspecto. Al no saber la altura que tenían, o lo lejos que estaban, no podía determinar a qué velocidad viajaba.

Y entonces, cuando había descendido a unos quince kilómetros por hora, y lo que antes era rampa de descenso se hizo empinada cuesta, llegó al borde. Y se vio en el aire, ante un precipicio. Cayó, incapaz de reprimir un grito. Bajo él, a unos quince metros, había una corriente de agua de unos treinta de anchura. El otro lado estaba bloqueado por una pared de la misma sustancia cristalina que por la que él se había deslizado.

Cayó en el cañón, moviendo las piernas para mantenerse de pie y poder llegar al agua en esa posición. Pero el agua no estaba tan lejos como él había pensado sino a unos treinta y cinco kilómetros. Entró en ella de pie y se hundió en su tibia superficie. Descendió y descendió y luego comenzó a nadar hacia arriba. La corriente le arrastraba rápidamente entre las paredes del cañón haciéndole recorrer una curva. Justo antes de que la recorriera por completo, vio a un Señor alcanzar la superficie del agua y a otro a medio camino en su caída.

Luego, el cañón se abrió y se ensanchó el río. Se deslizaba entre rápidos. Afortunadamente, las rocas eran suaves y resbaladizas, cristalinas también. No sufrió ningún corte pero sí algunos golpes. Una vez pasados los rápidos, la corriente disminuía. Nadó hasta la orilla, que surgía suavemente del agua. Pero no pudo sujetarse a la tierra y cayó de nuevo al río.

Sólo podía seguir caminando a lo largo de la orilla con la esperanza de encontrar un sitio donde pudiese sujetarse y saltar a tierra. Su ropa, el arco y las flechas, el cuchillo y la pistola, eran un peso enorme. Mientras pudiese, aguantaría sin abandonar nada. Cuando empezó a cansarse, soltó el arco y la aljaba. Luego, se soltó el cinturón y la pistola y la funda del cuchillo. Los echó al agua, pero metió la pistola y el cuchillo dentro de los pantalones. Al cabo de un rato se libró del cuchillo.

De cuando en cuando miraba hacia atrás. Ocho cabezas subían y bajaban en el agua. Todos habían sobrevivido, pero si las orillas continuaban igual, pronto se ahogarían. Todos salvo Theotormon. Éste podía superarlos nadando a todos, aunque tuviese una aleta a medio crecer.

Fue entonces cuando a Wolff se le ocurrió la idea. Nadó contracorriente, aunque el esfuerzo le exigía más de lo que podía permitirse. Nadó hasta que estuvieron cerca de él Luvah, Vala y Tharmas. Entonces, les gritó que nadasen también contra corriente, si querían salvarse. Pronto apareció a su lado, inmenso, grasiento, una masa negriazul, Theotormon. Detrás venían Ariston, Enion, y Rintrah. Por último, el más fanfarrón, pero el más miedoso a la hora de cruzar la puerta, Palamabron. Estaba pálido, y respiraba más laboriosamente que ninguno.

—¡Sálvame, hermano! —gritó—. No puedo seguir mucho más. Moriré.

—Ahorra energías —dijo Wolff; y luego dijo a Theotormon—: Te necesitamos, hermano. Ahora tú, el despreciado, puedes ayudarnos. Sin ti nos ahogaremos todos.

Theotormon, que nadaba contra corriente sin gran esfuerzo se echó a reír.

—¿Y por qué habría de hacerlo? —dijo—. Todos me escupís, todos decís que os doy asco.

—Yo nunca te escupí —replicó Wolff—. Ni he dicho nunca que me des asco. Y fui yo quien insistió en que vinieses con nosotros. Lo hice porque sabía que te necesitaríamos. Hay cosas que sólo tú puedes hacer con ese cuerpo. Resulta irónico que Urizen, que puso esta trampa, y que te transformó a ti en animal marino, te preparase para sobrevivir en esta trampa. Se pasó de listo al darte los medios para escapar y ayudarnos así a escapar a nosotros.

Fue un largo discurso, dadas las circunstancias, y le dejó agotado. Sin embargo, tenía que alabar a Theotormon; de otro modo, les habría dejado morir muy satisfecho.

—¿Quieres decir que Urizen se pasó de listo? —pregunto Theotormon.

Wolff asintió.

—¿Y cómo puedo yo escapar de esto? —quiso saber Theotormon.

—Tú eres rápido y fuerte como una foca en el agua. Puedes lanzarte con tanta rapidez que salgas del agua y te lances hacia la orilla. Puedes también empujamos a nosotros, uno a uno, hacia la orilla. Estoy seguro de que puedes hacerlo.

Theotormon rio entre dientes.

—¿Y por qué habría de salvamos?

—Si no lo haces, te quedarás solo en este mundo extraño —contestó Wolff—. Quizás sobrevivas un tiempo. Pero te abrumará la soledad. No creo que haya nadie aquí con quien puedas hablar. Además, si hemos de salir de este mundo, tenemos que encontrar las puertas que conduzcan afuera. ¿Acaso puedes conseguirlo tú solo? Una vez en tierra, nos necesitarás.

—¡Vete al infierno! —gritó Theotormon. Se elevó y desapareció bajo la superficie.

—¡Theotormon! —llamó Wolff.

Los otros repitieron su llamada. Contemplaban el agua y se miraban desesperados. No quedaba en ellos nada del orgullo y la soberbia de los Señores.

De pronto Vala lanzó un grito. Alzó las manos al aire y desapareció bajo el agua. Fue tan rápido que no había duda de que tenían que haberla arrastrado desde abajo.

Pasaron unos segundos. Luego, apareció la cabeza grasienta de Theotormon, y un momento después, el pelo rojizo de Vala. Los largos dedos de los pies de su hermano estaban enredados en su pelo, su cabeza sujeta por el pie.

—¡Di que lo sientes! —gritaba Theotormon—. ¡Discúlpate! ¡Dime que no soy una masa repugnante de grasa! ¡Dime que soy hermoso! ¡Promete amarme como a Palamabron en la isla!

Ella consiguió liberarse, dejando mechones rojizos entre los dedos de él.

—¡Te mataré, miserable! —gritó—. ¡Aún me queda mucho para morir! ¡Pero aun así moriría contenta antes que entregarme a ti!

Theotormon, con los ojos muy abiertos, se apartó de su hermana, y volviéndose a Wolff dijo:

—¡Ves! ¿Por qué habría de salvarla a ella o a cualquiera de vosotros? Seguiríais odiándome lo mismo que yo a vosotros.

Palamabron comenzó a gritar y a chapotear violentamente.

—¡Sálvame, Theotormon! ¡No puedo aguantar más! ¡Estoy agotado! ¡Moriré!

—Recuerda lo que dije, piensa que te quedarás solo —dijo Wolff, jadeante.

Theotormon hizo una mueca y se hundió y comenzó a empujar a Palamabron. Apoyando la cabeza en las nalgas de su hermano, empujaba, impulsándose con las alelas y con sus grandes pies palmeados. Palamabron salió del agua y se deslizó por la cristalina orilla hasta unos cuantos metros de la corriente. Allí se quedó tendido, respirando como un caballo enfermo, echando agua por la nariz y saliva por la boca.

Uno a uno, Theotormon lanzó a todos los demás a la orilla, donde quedaron tendidos como muertos. Sólo Vala rechazó sus servicios. Nadó tanto como pudo, demostrando una resistencia que Wolff no hubiese creído posible. Patinó hacia arriba la longitud de un cuerpo y pronto se arrastraba muy lentamente, sobre los codos, por la suave elevación. En cuanto alcanzó un punto a nivel, se sentó cuidadosamente, miró a los demás y dijo burlona:

—¿Son éstos mis hermanos? ¡Los Señores todopoderosos de los universos! Un puñado de ratas medio ahogadas. Aduladores de una babosa marina, suplicando por sus vidas.

Theotormon se deslizó sobre la orilla y pasó ante los demás. Continuó caminando con sus piernas dobladas y pasó ante Vala sin mirarla. Y cuando los otros recuperaron algo de su fuerza y de su aliento, también se arrastraron a la tierra horizontal. Tenían un aspecto lamentable, pues la mayoría de ellos se habían desprendido de su ropa y de sus espadas en el agua. Solo Wolff y Vala habían conservado la ropa. Él había perdido todas sus armas salvo la pistola. Ella aún conservaba su espada. Salvo por el pelo, Vala no parecía haber estado en el agua. Su ropa tenía la propiedad de repeler los líquidos.

Luvah había llegado junto a Wolff después de intentar dos veces caminar hasta él y terminar las dos en el suelo. Había recuperado el color, y no destacaban ya con tanta agudeza las pecas sobre sus mejillas y su nariz.

—Nuestro padre nos engañó como si fuésemos niños —dijo—. Y ahora de niños hemos pasado a ser recién nacidos. Ni siquiera podemos andar, tenemos que arrastrarnos como bebés. ¿Crees que nuestro padre intenta decirnos algo?

—Eso no lo sé —contestó Wolff—. Pero sé esto: Urizen lleva mucho tiempo, muchísimo, planeando todas estas cosas; empiezo a creer que hizo que esos planetas orbitaran alrededor de Appirmatzum sólo por una razón. Este mundo y los otros están destinados a atormentamos y a probarnos.

Luvah se echó a reír, sin demasiada alegría.

—¿Y cuál será nuestra recompensa si sobrevivimos al tormento y pasamos las pruebas?

—Tendremos oportunidad de que nuestro padre nos mate o de matarle a él.

—¿Crees realmente que va a jugar limpio? ¿No habrá hecho su alcázar absolutamente inexpugnable? No puedo creer que nuestro padre obre con justicia.

—¿Justicia? ¿Qué es eso? Existe, teóricamente, el acuerdo tácito de que todo Señor dejará siempre algún fallo en su defensa. Algún defecto por el que un atacante sumamente hábil y astuto puede pasar. No sé si esto se cumple en todos los casos. Pero los Señores han resultado muertos o han sido desposeídos en otras ocasiones, y estos Señores pensaban que estaban seguros frente a los más poderosos y astutos. No creo que los que lo consiguieron lo hiciesen por debilidades internas del defensor. Los fallos en la armadura estaban allí por otra razón.

»La razón es que los Señores han heredado sus armas. Lo que no han heredado o no han arrebatado a otros, no pueden conseguirlo. La raza ha perdido su antigua sabiduría y su habilidad; se ha convertido en una raza de utilizadores, de consumidores, no de creadores. Así, un Señor debe utilizar lo que tiene. Y si esas armas no cubren toda contingencia, y dejan huecos en la armadura, se puede penetrar por ellos.

»Además, hay otro aspecto. Los Señores luchan por defender sus vidas y luchan para matarse unos a otros. Pero la mayoría han vivido demasiado. Están ya cansados de todo. Quieren morir. En lo más profundo de sus mentes, bajo los miles de estratos de años de demasiado poder y demasiado poco amor, quieren morir. Y así, hay fisuras en las paredes.

Luvah estaba atónito.

—¿Crees realmente en esa disparatada teoría, hermano? Yo sé que no estoy cansado de vivir. Amo la vida ahora tanto como cuando tenía cien años. Y los otros luchan por vivir como lo han hecho siempre.

Wolff se encogió de hombros y dijo:

—Es sólo una teoría personal. La elaboré después de convertirme en Robert Wolff. Puedo ver cosas que antes no podía y que ninguno de vosotros puede ver.

Se arrastró hasta Vala y dijo:

—Préstame tu espada un momento. Quiero hacer un experimento.

—¿Cómo cortarme la cabeza? —preguntó ella.

—Si quisiese matarte, tengo la pistola —replicó él.

Ella sacó la espada corta de la funda y se la entregó. Él golpeó la superficie cristalina con el agudo filo. Al ver que el primer golpe no hacía ninguna marca, golpeó más fuerte.

¿Qué haces? —preguntó Vala—. Vas a estropear el filo.

Él señaló la raya producida por el segundo golpe.

Es como un arañazo en el hielo. Este material es mucho más resbaladizo, produce menos roce que el hielo, pero en otros aspectos parece agua helada.

Le devolvió la espada y sacó su pistola. Después de colocarla a media potencia, apuntó a un punto de la superficie. El material enrojeció y luego comenzó a burbujear. Brotó líquido. Apagó la pistola y sopló el líquido del agujero Los otros se arrastraron hasta allí para observarle.

—Eres un hombre extraño —dijo Vala—. ¿Quién podía haber pensado en hacer esto?

—¿Por qué lo haces? —preguntó Palamabron—. Estás loco, ponerse a hacer agujeros en el suelo.

Palamabron había recobrado su arrogancia, y su tono mesurado de voz.

—No, no está loco —dijo Vala—. Es curioso, nada más. ¿Has olvidado ya lo que es ser curioso, Palamabron? ¿Estás tan muerto como parece… y como demuestran tus acciones? Estabas, desde luego, mucho más animado hace un rato.

Palamabron se ruborizó, pero nada dijo. Observaba cómo se formaban pequeños cristales en las paredes del agujero y en los bordes de la incisión.

—Se autoregenera —dijo Wolff—. En fin, he leído todo lo posible sobre la antigua ciencia de nuestros antepasados, pero nunca leí ni oí de una cosa así. Urizen debe poseer conocimientos que los otros han perdido.

—Quizás —dijo Vala—. Quizás los recibiese de Red Orc. Se decía que Orc sabía más que todos los otros Señores juntos. Es el último de los Antiguos; se dice que nació hace medio millón de años.

—Se dice. Se dice —remedó Wolff—. La verdad es que nadie ha visto a Red Orc desde hace cien mil años. Creo que él ha muerto y sólo vive su leyenda. Pero dejemos esto. Tenemos que encontrar las puertas siguientes, aunque no sé adónde podrán llevarnos.

Se levantó cuidadosamente y dio unos pasos vacilantes. La superficie de aquel mundo no era únicamente cristal desnudo. Había árboles muy espaciados a varios cientos de metros, y entre ellos matorrales en forma de hongos. Los árboles tenían pequeños troncos en espiral a rayas rojas y blancas, como postes de barbería. Los troncos se alzaban rectos durante unos siete metros y luego se curvaban a derecha e izquierda. Donde comenzaba la curva crecían ramas. Tenían la forma de nueves horizontales y estaban cubiertos de una fina pelusa gris, cuyas láminas alcanzaban casi un metro de longitud.

Rinthah, desnudo, se puso a temblar y dijo:

—No es que haga frío, pero hay algo que me inquieta y me hace temblar. Quizás sea el silencio. Escuchad, veréis como no se oye nada.

Guardaron silencio. Sólo se oía un rumor distante, el viento soplando entre los matorrales y las proyecciones de las ramas y el gorgoteo del río. Aparte de eso, nada. No se oía ni un pájaro. Ningún ruido animal. Ninguna voz humana. Sólo el viento y el río e incluso éste amortiguado como si la sábana púrpura del cielo lo asfixiase.

A su alrededor, aquella tierra pálida y blanca se ondulaba hasta los cuatro horizontes. Había algunas colinas altas y redondeadas, la mayor de las cuales era aquélla que les había enviado a velocidad acelerada hacia el río. Desde donde estaban, podían ver su masa, y la puerta, un pequeño objeto oscuro, en la cima. El resto eran colinas bajas y espacios llanos.

«¿Y adónde iremos desde aquí?, —pensó Wolff—. Sin una clave, podríamos vagar por aquí eternamente. Si encontrásemos algo de comer…».

—Creo que deberíamos seguir el río —dijo en voz alta—. Va hacia abajo, quizás hacia una gran masa de agua. Urizen nos echó al río. Eso debe significar que el río debe ser nuestra guía hasta la próxima puerta… o puertas.

—Eso quizás sea verdad —observó Enion—. Pero vuestro padre, mi tío, tiene un cerebro astuto y retorcido. A su modo perverso, quizás esté utilizando el río como una indicación de que debemos subir por él y no bajar.

—Quizás tengas razón, primo —admitió Wolff—. Pero sólo hay un medio de descubrirlo. Sugiero que vayamos río abajo, aunque sólo sea porque resulta más fácil.

Se volvió a Vala.

—¿Qué piensas tú?

Vala se encogió de hombros y contestó:

—No lo sé. La última vez elegí la puerta equivocada. ¿Por qué me preguntas?

—Porque siempre fuiste la que estaba más próxima a nuestro padre. Sabes mejor que los demás como piensa.

Vala sonrió.

—Supongo que no será un cumplido. Pero lo tomaré como tal. Aunque odio profundamente a Urizen, admiro y respeto su habilidad. Ha sobrevivido donde la mayoría de sus contemporáneos no lo consiguieron. Ya que me lo preguntas, creo que debemos seguir río abajo.

—¿Qué pensáis los demás? —preguntó Wolff. Él había decidido ya qué dirección iba a seguir. Pero no quería que los otros se quejasen si resultaba el camino equivocado. Quería que todos compartieran la responsabilidad.

Palamabron empezó a hablar:

—Yo digo que no. Insisto en que…