VII


Vala le saludó a la media luz de una célula esferoidal, junto a una pasarela. Se reía. Su risa no era histérica sino sinceramente divertida. Wolff estaba seguro de que si hubiese suficiente luz podría ver un brillo de alegría en sus ojos.

—Me alegro de que te resulte divertido esto —dijo.

Estaba cubierto de sangre de nichiddor, que su copioso sudor iba borrando rápidamente, y temblaba.

—Siempre fuiste extraña, Vala. Ya de niña te gustaba fastidiamos a todos y gastarnos bromas crueles. Y cuando te hiciste mujer preferías contemplar la sangre y el sufrimiento de los otros a gozar del amor.

—Soy una auténtica Señora —replicó ella—. Hija de mi padre. Y, podría añadir, hermana de mi hermano. Tú eras exactamente como yo, querido Jadawin, antes de convertirte en el blandengue humano Wolff, el degenerado semiterrícola.

Se acercó más a él y, bajando la voz, dijo:

—Hace mucho que no tengo un hombre, Jadawin. Y tú no has tocado a una mujer desde que cruzaste la puerta. Sin embargo sé que eres como un macho cabrío, hermano, y que no puedes soportar que pase un día sin llevarte una mujer a la cama. ¿Por qué no olvidas de momento ese evidente desprecio que sientes por mí, que yo no comprendo, y me haces un poco de caso? Hay centenares de escondites en esta isla, sitios oscuros y cálidos, íntimos, donde nadie nos molestará. Pese a mi orgullo, ya ves que soy quien te lo pido.

Lo que ella decía era cierto. Wolff era un hombre sumamente fuerte y vigoroso. Y se sentía invadido por el deseo, un deseo que había logrado aplacar mediante una actividad constante. Cuando llegaba la noche y se acostaba, centraba su mente en los planes de lucha contra su padre, intentando prevenir mil contingencias y hallar el mejor modo de enfrentarlo.

—Primero un festín de sangre y luego un postre de lujuria —dijo—. No soy yo quien te excita sino el brillo de la espada y el olor de la sangre.

—Ambas cosas —dijo ella; le tendió la mano—. Ven conmigo.

Él hizo un gesto negativo.

—No. Y no quiero que vuelvas a hablar de esto. Es un tema muerto para siempre.

Ella resopló furiosa.

—Como pronto lo estarás tú. Nadie puede…

Vala se volvió y se alejó, y la próxima vez que la vio hablaba animadamente con Palamabron. Al cabo de un rato, los dos se perdieron en la oscuridad de un pasillo.

Wolff pensó por un momento ordenarles volver. En realidad abandonaban su puesto. El peligro de los nichiddor parecía haber desaparecido, pero si la lluvia de mercurio arreciaba, la isla podía quedar gravemente averiada o destruida.

Se encogió de hombros y olvidó el asunto. Después de lodo, no tenía ninguna autoridad sobre ellos. La cooperación entre los Señores era sólo un acuerdo verbal; no había ningún acuerdo formal de organización con un sistema de castigos. Además, si intentaba intervenir, lo acusarían de hacerlo por celos. La acusación no sería totalmente infundada. Había sentido cierto resquemor al ver a Vala irse con otro hombre. Y esto era un indicio de lo que había sentido en otros tiempos por ella, el que después de quinientos años y de lo que ella había intentado hacerle, aún pudiese sentir aquello durante una fracción de segundo.

—¿Cuánto dura una lluvia de este tipo? —preguntó a Dugarnn.

—Sobre una media hora —contestó el jefe—. Las gotas acompañan a los cometas negros. Les llamamos la risa de Urizen, pues debió de crearlas él. Urizen es un dios sanguinario y cruel que goza con los sufrimientos de su pueblo.

Dugarnn no tenía exactamente la misma actitud hacia Urizen que los Señores. A lo largo de los muchos miles de años transcurridos desde que estaban allí los descendientes de los Señores atrapados, el nombre de Urizen correspondía al del dios del mal en el panteón abutal. Dugarnn no tenía una idea clara del universo en que había nacido. Para él aquel mundo era El mundo. El único. Los Señores eran semidioses, hijos e hijas de Urizen con mujeres mortales. Los Señores eran mortales también, aunque extraordinariamente poderosos.

Hubo una explosión y Wolff temió por un momento que hubiese sido alcanzada una de las vejigas de gas del extremo de la isla. Uno de los abutales dijo que había estallado un nido de los nichiddor. Menos protegido que la isla, había recibido una concentración de gotas, se había producido una explosión en cadena de las vejigas y el nido se había desmoronado.

Wolff se acercó al rincón donde estaba acuclillado Theotormon. Su hermano le miró con odio y aflicción. Cuando Wolff se dirigió a él apartó la cara. Al cabo de un rato, cuando Wolff se acuclilló tranquilamente a su lado, pareció ablandarse. Por fin miró a Wolff y dijo:

—Padre me dijo que había cuatro planetas que orbitaban alrededor de un quinto. Ese quinto es Appirmatzum, el planeta en el que tiene su bastión. Cada uno de estos planetas es aproximadamente del tamaño del mundo en que nos encontramos, y la distancia de todos ellos a Appirmatzum, es de sólo treinta y cinco mil kilómetros. Este universo no es reciente. Se creó como parte de una serie, lo creó nuestro padre, hace por lo menos quince mil años. Lo mantuvo oculto, y sólo activó las puertas cuando quiso entrar o salir. Así, los localizadores no pudieron detectarlo.

—Entonces por eso sólo pude ver tres de los planetas —dijo Wolff—. Los exteriores están en los vértices de un cuadrado. El planeta opuesto queda siempre oculto por Appirmatzum.

No se asombró de las gigantescas fuerzas que habían sido necesarias para que masas tan grandes pudiesen estar relativamente próximas y sin embargo mantenerse en sus órbitas. La ciencia de los Señores quedaban fuera de su comprensión… en realidad quedaba fuera de la comprensión de cualquiera de los Señores. Habían heredado y utilizado un poder cuyos principios ya no comprendían. No se preocupaban por comprender. Les bastaba con poder utilizar los poderes.

Esta misma falta de conocimiento de los principios era lo que hacía a veces tan vulnerable a los Señores. Tenían sólo un número determinado de armas y máquinas. Si alguna de ellas resultaba destruida o la perdían o se la robaban, sólo podían reemplazarla robándosela a otros Señores… si aún había algún modelo en funcionamiento. Y las defensas que establecían contra otros Señores siempre tenían fallos, por muy inexpugnables que pareciesen. La cuestión vital era vivir el suficiente tiempo, y atacar constantemente para descubrir los fallos. Por eso, por muy importante que de momento pareciese el grupo, Wolff tenía esperanzas de alcanzar su objetivo.

Mientras esperaban a que cesase la lluvia de mercurio, tuvo tiempo de pensar. De algún rincón de su mente brotó un pensamiento que le había inquietado durante muchísimo tiempo. Nada tenía que ver con la situación en que se hallaba. Quizás lo enviase el inconsciente para que no siguiera preocupándose por Chryseis, por la que nada podía hacer en absoluto por el momento.

Los nombres de su padre, sus hermanos, hermanas y primos le habían hecho preguntarse una cosa, desde que había recuperado el recuerdo de su vida como Jadawin, Señor del Mundo de Tiers. Urizen, Vala, Luvah, Anana, Theotormon, Palamabron, Enion, Ariston, Tharmas, Rintrah, ésos eran los nombres de los inmensos y oscuros cosmógenos de las Obras Didácticas y Simbólicas de William Blake. No era ninguna coincidencia. De eso Wolff estaba convencido. Pero ¿cómo había dado con ellos el poeta místico inglés? ¿Habría llegado a conocer a algún Señor desposeído que vagaba por la Tierra, que le había hablado por alguna razón de los Señores? Era posible. Y Blake debía de haber utilizado algo de la historia de los Señores como base de su poesía apocalíptica. Pero Blake había distorsionado mucho la historia.

Algún día, si Wolff lograba salir de aquella trampa, haría una investigación en la Tierra y también entre los Señores que le dejasen aproximarse lo suficiente para poder hablarles.

El repiqueteo de las gotas de azogue cesó. Después de esperar media hora para asegurarse de que a tormenta había terminado, los isleños volvieron a la cubierta principal. El suelo estaba cuarteado, agujereado, calcinado. Las paredes, tan agujereadas que las raíces y las hojas eran pingajos de vegetación. La plataforma de la proa había sido alcanzada por una concentración especialmente intensa y estaba destruida. Por toda la cubierta se veían pequeños glóbulos de mercurio.

—La lluvia de mercurio —dijo Theotormon— puede compararse a una lluvia meteórica. Las gotas sólo viajan a unos ciento sesenta kilómetros por hora al alcanzar la atmósfera, y quedan considerablemente frenadas y fragmentadas antes de llegar a la superficie. Sin embargo…

Movió una aleta para indicar los daños.

Wolff se asomó al mar. Los nidos supervivientes se alejaban lentamente. Los hombres alados tenían bastantes problemas propios sin reanudar el ataque. Había un nido atestado de refugiados de otros que iba perdiendo altura.

Dugarnn estaba triste. Había perdido tanta gente que le sería difícil manejar la isla e imposible defenderse contra otro ataque. Tendrían que vagar sin esperanza por el mundo. Hasta que sus hijos no creciesen no volverían a ser poderosos. Era poco probable que la isla sobreviviese lo suficiente para que los niños se hicieran adultos.

—Mi gente está condenada —dijo.

—No mientras sigáis luchando —replicó Wolff—. Después de todo, podéis eludir el combate con otras islas abutales y con las islas de superficie. Tú me explicaste que la única razón de que dos abutas se encuentren para luchar es que ambas maniobren para aproximarse. Puedes evitarlo. Y los nichiddor son pocos. Es la primera vez en quince años que os encontráis con un grupo de nidos.

—¡Cómo! ¡Eludir la lucha! —exclamó Dugarnn, asombrado—. Eso… eso es inadmisible. Sería una cobardía. Nuestros enemigos se burlarían.

—Eso es un disparate —replicó Wolff—. Los otros abutales no puedan aproximarse lo bastante para identificaros si no les dejáis. Pero, en fin, es asunto vuestro. Morid si queréis con tal de no cambiar vuestras costumbres…

Wolff ayudó a limpiar la isla. Los nichiddor muertos y heridos fueron arrojados al mar. A los abutales muertos se les hizo un entierro con todo ritual, oficiado por Dugarnn, pues el brujo había muerto en la batalla. Luego los cuerpos fueron echados al mar.

Pasaron días y noches. Wolff dedicó mucho tiempo a observar las grandes esferas marrones de los otros planetas. Appirmatzum estaba a sólo a treinta y cinco mil kilómetros de distancia. Tan cerca y sin embargo tan lejos. Podría estar lo mismo a un millón de kilómetros. O, ¿era verdaderamente tan imposible llegar allí? Comenzaba a formarse un plan en su mente, un plan tan fantástico que estuvo a punto de desecharlo. Pero, si pudiese conseguir los elementos necesarios, podría, sin duda, llevarlo a efecto.

La abuta pasó sobre la zona polar, cuya superficie era exactamente igual a la del resto del planeta. Vieron por dos veces, a lo lejos, islas enemigas. Cuando comenzaron a desviar su curso hacia la isla de Dugarnn, éste ordenó con tristeza eludir el combate. Accionaron los grupos de vejigas de gas de un lado para dar a la isla un lento impulso lateral, y la distancia entre las dos se mantuvo igual. Al cabo de un rato, el enemigo cedió, después de gastar tanto gas de sus vejigas como consideró conveniente.

Dugarnn explicó que las maniobras que llevaban a las abutas a iniciar el conflicto duraban a veces cinco días.

—Nunca vi gente tan ansiosa de morir —fue el único comentario de Wolff.

Un día, cuando todos los Señores pensaban que continuarían eternamente volando sobre las aguas, un vigía lanzó un grito que les hizo correr a todos.

—¡La Madre de Todas las Islas! —gritó el vigía—. ¡Frente a nosotros! ¡La Madre de las Islas!

Si aquélla era la madre de las islas, sus hijos debían ser realmente pequeños. Desde mil metros de altura, Wolff pudo recorrer la masa flotante de una orilla a otra con un leve movimiento de los ojos. No tenía más de cincuenta kilómetros de anchura en el punto máximo y veinte de longitud. Pero la mayoría de las cosas son relativas, y en aquel mundo aquello era un continente.

Había calas y bahías e incluso espacios rotos que formaban lagos de agua dulce. En varias ocasiones, alguna fuerza, quizás la colisión con otras islas, había hecho ascender parte del suelo. Se habían formado así colinas. Y fue en la cima de una de estas colinas donde Wolff vio las puertas.

Eran dos hexágonos de algún metal que poseía luz propia, ambos del tamaño del extremo abierto de un hangar de zepelín.

Wolff se apresuró a notificárselo a Dugarnn. Éste había visto las puertas y estaba dando órdenes. Había prometido mucho tiempo atrás a Wolff que cuando encontraran las puertas, terminaría su acuerdo. Wolff y la pistola de rayos y los Señores dejarían la abuta.

Apenas si había tiempo para soltar gas suficiente para hacer descender la isla. Antes de que pudiesen alcanzar la altitud deseada, la abuta habría dejado atrás la Mitza, la madre. Así que los Señores se apresuraron a descender a la cubierta más baja, donde tenían dispuestas armaduras de vijigas para el salto. Se las colocaron y se dirigieron luego a la escotilla. Dugarnn y las abutales se reunieron alrededor de ellos para despedirlos. Sólo dijeron palabras amables de despedida a Wolff y a Luvah. A estos dos les besaron y pusieron en sus manos una flor de planta de gas. Wolff se despidió y se deslizó por la escotilla. Descendió con la rapidez de un hombre bajo un paracaídas abierto. Los otros Señores le siguieron. Había un claro en la espesura e intentó aterrizar en él, pero había calculado mal el viento. Cayó sobre la maleza, que se inclinó bajo él y amortiguó su caída. Los otros hicieron también buenos aterrizajes, aunque algunos resultaron con golpes y arañazos. Theotormon tenía una armadura de aterrizaje extra debido a sus doscientos treinta kilos de peso, pero de todos modos descendió con más rapidez que el resto. Sus frágiles piernas se doblaron, dio una vuelta y quedó de pie, tambaleándose, porque se había dado un golpe en la cabeza. Wolff esperó a que todos se recobrasen. Hizo un gesto de despedida a lo silmawir, que les miraban por las escotillas. Luego, la isla continuó su marcha y pronto se perdió de vista. Los Señores cruzaron la selva hacia la colina. Iban atentos y alerta, pues habían visto varias aldeas nativas desde la abuta. Pero llegaron a la colina sin ver a los aborígenes y pronto se encontraron ante los enormes hexágonos.

—¿Por qué dos? —preguntó Palamabron.

—Éste es otro de los acertijos de nuestro padre —contestó Vala—. Estoy segura. Una puerta debe de conducir a su palacio de Appirmatzum. La otra, Dios sabe a dónde…

—Pero ¿cómo sabremos cuál es la que conduce a su palacio? —preguntó Palamabron.

—¡Estúpido! —le increpó Vala—. No lo sabremos hasta que no crucemos una u otra.

Wolff sonrió. Desde que se había ido con Palamabron, había pasado a tratarle con más desprecio y burla aún que a los demás. Esto desconcertaba a Palamabron. Evidentemente, esperaba algún tipo de gratitud.

—Debemos entrar todos por la misma —dijo Wolff—. No es aconsejable que dividamos nuestras fuerzas. Sea la correcta o no, debemos entrar todos por una.

—Tienes razón, hermano —convino Palamabron—. Además, si nos dividimos, y llegase un grupo al alcázar de Urizen y le matase, se haría con el control, y traicionaría al otro grupo.

—Ése no es el motivo por el que yo creo que debemos permanecer juntos —dijo Wolff—. Pero es una buena observación.

—Palamabron no es mejor pensador que amante —dijo Vala.

Palamabron enrojeció y se llevó la mano a la empuñadura de la espada.

—Estoy harto de aguantar los insultos de esta perra en celo —dijo—. Un insulto más y te rebano la cabeza.

—Ya tenemos bastante lucha ante nosotros —dijo Wolff—. Reserva tu furia para lo que haya al otro lado de esas puertas.

Advirtió un movimiento entre el follaje a un centenar de metros de distancia. Apareció una cara. Era un nativo y les observaba. Wolff se preguntó si alguno de los nativos habría intentado cruzar las puertas. Si alguno lo había hecho, su desaparición habría aterrado a los otros. Posiblemente aquella zona fuese tabú.

Tenía interés por ver las reacciones de los nativos, porque consideraba que quizás pudieran llegar a serle útiles. Pero de momento, no tenía tiempo para dedicarse a ello. Chryseis estaba en el alcázar de Urizen, y cada minuto debía de ser un calvario. Y quizás no se tratase sólo de un calvario espiritual. Su padre quizás estuviese torturándola también físicamente.

Se estremeció e intentó borrar de su mente las imágenes que este pensamiento conjuraba.

Cada cosa a su tiempo. Miró a los otros. Le observaban atentamente; aunque lo habrían negado con firmeza, le consideraban su jefe. No era el hermano mayor, y uno de sus primos era más viejo que él. Pero había tomado medidas radicales e inmediatas siempre que había sobrevenido una crisis; y tenía la pistola de rayos. Además, todos parecían detectar algo distinto en él, una dimensión de la que carecían. Aunque lo habrían negado también. Su experiencia como Robert Wolff, el terrícola, le había proporcionado dominio de cuestiones que ellos habían considerado siempre demasiado mundanas para interesarse por ellas. Exentos del trabajo duro, de tener que abordar las cosas a un nivel primitivo, se sentían perdidos. En otros tiempos, habían sido creadores y regidores semidivinos de sus propios universos privados. Ahora no eran mejores (ni siquiera iguales, quizás) que los salvajes que tanto despreciaban. Jadawin (o Wolff, como empezaban a llamarle) era un hombre que sabía cómo arreglárselas en un mundo de salvajes.

—Todo está en manos del destino —dijo Wolff—. Debemos entregarnos a él.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Vala.

—Bien, os diré lo que podemos hacer. Vala es la única mujer del grupo.

—Pero soy más hombre que la mayoría de vosotros —replicó Vala.

—¿Por qué no la dejamos a ella —continuó Wolff— elegir la puerta? Es un método tan bueno como cualquier otro.

—Esa zorra no ha hecho nada a derechas en su vida —dijo Palamabron—. Pero yo propongo que la dejemos elegir la puerta. Luego no nos equivocaremos si entramos por la contraria.

—Haced lo que queráis —dijo Vala—. Pero yo elijo… aquélla.

Señaló el hexágono de la derecha.

—Está bien —dijo Wolff—. Dado que yo tengo la pistola, entraré primero. No sé lo que hay al otro lado. O, mejor dicho, sé lo que hay: muerte, pero no sé qué forma adoptará. Antes de entrar, me gustaría deciros esto: hubo un tiempo, hermanos, primos, hermana, en que nos amábamos. Nuestra madre aún vivía y éramos felices con ella. Teníamos miedo y respeto a nuestro padre, el sombrío, remoto y prohibido Urizen. Pero no le odiábamos. Luego, murió nuestra madre. Aún no sabemos cómo. Creo, como algunos de vosotros, que Urizen la mató. A los tres días de su muerte, tomó por esposa a Araga, señora de su propio mundo, y unió así sus dominios con los de ella.

»Quienquiera que fuese el que mató a nuestra madre, sabemos lo que pasó después. Descubrimos que Urizen empezaba a lamentar haber tenido hijos. Era uno de los escasísimos Señores que tenía hijos educados como Señores. Los Señores van desapareciendo. Pagan por su inmortalidad, y por su poder, con la extinción gradual. También han pagado con la pérdida de eso que hace la vida digna de vivirse: el amor.

—¡El amor! —exclamó Vala. Se echó a reír y los otros la imitaron. Luvah sonrió, pero no rio.

—Parecéis un rebaño de hienas —dijo Wolff—. Las hienas son animales carroñeros, fuertes, repugnantes, malévolos, cuyo hedor y cuyos hábitos hacen que los desprecien y los odien en todas partes. Sin embargo, cumplen una función útil, que es más de lo que puedo decir de vosotros.

»Amor, dije. Y lo repito. Para vosotros esa palabra nada significa; han pasado demasiados miles de años desde que lo sentisteis. Y dudo que ninguno de vosotros lo sintiese entonces con mucha firmeza. En fin, como iba diciéndoos, descubrimos que Urizen estaba pensando deshacerse de nosotros. O, al menos, desposeernos y echamos a vivir con los aborígenes en un planeta de uno de sus universos, un mundo que se proponía hacer sin puertas para que nunca pudiéramos volvernos contra él. Huimos. Nos persiguió e intentó matamos. Conseguimos burlarle y matamos a otros Señores y ocupamos sus mundos.

»Entonces olvidamos que éramos hermanos y hermanas y primos y nos convertimos en auténticos Señores. Odiosos, ambiciosos, posesivos, envidiosos. Asesinos, crueles entre sí y con los seres miserables que poblaban nuestros mundos.

—Ya basta, hermano —dijo Vala—. ¿Qué te propones?

Wolff lanzó un suspiro. Tomó aliento.

—Iba a decir que quizás Urizen nos haya hecho un favor sin pretenderlo. Quizás podamos, de algún modo, encontrar dentro de nosotros mismos aquel amor de la infancia, y actuar como deben hacerlo los hermanos. Nosotros…

Se detuvo. Sus caras eran como las de ídolos de piedra. El tiempo podía conmoverles, pero el amor nunca los ablandaría.

Se volvió y cruzó la puerta de la derecha.