Mientras Wolff corría hacia el puente, apareció otro objeto. Antes de llegar a la plataforma de proa vio dos más. Le hicieron sentirse inquieto y con una sensación extraña. No pudo identificar al principio el motivo de esto. Pero antes de llegar a la plataforma cayó en la cuenta. Los objetos no avanzaban impulsados por el viento sino que se acercaban en ángulo recto. Algo los impulsaba.
En el puente, Dugarnn dijo a Wolff lo que quería de él. Debía permanecer a su lado hasta que él ordenase otra cosa. En cuanto a los otros Señores, era el momento de que se ganasen su manutención. Dugarnn les había oído ufanarse de sus proezas. Ahora tendrían ocasión de demostrar su heroísmo y su fuerza.
Las comunicaciones en la superficie de la isla se hacían durante el combate por tambor. Las órdenes a los que estaban en el interior de la isla, estacionados en los puertos de los lados o en las escotillas del fondo, se transmitían por otros medios. En el interior de la abuta había toda una red de finos y delgados tubos. Estaban hechos con los huesos del pez girrel y tenían la propiedad de transmitir muy bien el sonido. Podía transmitirse la voz a través de aquellos huesos hasta unos veinticinco metros de distancia. A partir de ahí existía un código especial y se hacían las señales con un pequeño martillo.
Wolff observaba a Dugarnn dar órdenes, que ponían en práctica rápidamente individuos bien adiestrados. Incluso los niños tenían deberes concretos en consonancia con su capacidad, y aliviaban así a los adultos de determinadas cargas para que pudiesen cubrir los puestos más difíciles y peligrosos.
—Nosotros, los supuestos Señores divinos —dijo Wolff a Vala, que había subido al puente—, podríamos aprender mucho en cuanto a cooperación de estos supuestos salvajes.
—No lo dudo —contestó Vala; miraba hacia afuera, por encima del océano—. Son seis ya. ¿Quiénes son?
—Dugarnn mencionó a los nichiddor, pero no ha tenido tiempo de explicarme quiénes son. Ten paciencia. Lo sabremos muy pronto. Sospecho que demasiado pronto.
Los planeadores tenían ya sus vejigas de elevación correspondientes. Los pilotos ocuparon sus cabinas mientras los ayudantes colocaban en las alas las bombas-vejigas explosivas. Luego el hechicero, vestido con ropa especial y máscara, pasó ante los planeadores. Llevaba un doble cetro con el que bendijo a pilotos y aparatos. Paraba entre cada planeador agitando su cetro y lanzando conjuros. Dugarnn se impacientaba pero no se atrevía a dar prisas al brujo. Tan pronto como el último de los veinte pilotos fue tocado por el cetro y bendecido, Dugarnn dio la señal. Se soltaron las vejigas con sus cargas de blancas alas. Ascendieron hasta unos trescientos metros por encima de la isla.
—Se soltarán ellos mismos —dijo Dugarnn— en cuanto tengan a tiro los nidos de los nichiddor. Los les proteja, pocos volverán. Pero si pueden destruir los nidos…
—Hay ocho ahora —dijo Wolff.
El más próximo estaba a unos ochocientos metros de distancia. Tenía forma de globo y unos trescientos metros de diámetro. Su apariencia difusa se debía a las muchas proyecciones irregulares de plantas. Éstas crecían para ocultar las vejigas de gas que formaban irregulares anillos concéntricos. Sobre la superficie del nido esferoidal había centenares de pequeñas figuras.
Dugarnn señaló hacia arriba y Wolff vio una serie de pequeños objetos oscuros.
—Observadores —dijo Dugarnn—. Los nichiddor no atacarán hasta que no les informen sus observadores.
—¿Quiénes son los nichiddores?
—Ahí baja uno para observar mejor.
Las alas tenían plumas negras y una longitud de por lo menos quince metros. Les brotaban de los hombros, de unos dos metros de anchura, y por debajo tenían un torso humano sin pelo. La osamenta del pecho se proyectaba como un metro y debajo se veía un abdomen con ombligo humano. Las piernas eran flacas y terminaban en unos inmensos pies formados por dedos como garras. En la parte posterior tenían una larga cola negra de plumas. El rostro era humano salvo la nariz. Ésta se alargaba como la probóscide de un elefante casi un metro y era igual de flexible. Cuando el nichiddor pasó sobre ellos alzó la probóscide y trompeteó ásperamente.
Dugarnn miró la pistola de Wolff. Wolff hizo un gesto negativo y dijo:
—Preferiría que no supiesen aún con lo que se enfrentan. Tengo pocas cargas. Quiero esperar a tener a tiro gran cantidad de ellos.
Observó cómo se alejaba el nichiddor hacia el nido más próximo. Aquellas criaturas eran indudablemente obra de Urizen, que las había situado allí para divertirse. Debían de ser seres humanos (aunque no necesariamente Señores) a los que había transmutado en el laboratorio. Quizás los hubiese raptado de otros mundos distintos al suyo; algunos podrían descender incluso de terrícolas. Ahora vivían una vida extraña bajo unos cielos rojos y una negra luna, nacidos y criados en un nido aéreo que volaba impulsado por el viento de aquel mundo sin tierra. Vivían principalmente de pescado, que capturaban como capturan peces las águilas pescadoras, con las garras. Pero cuando descendían a una isla de la superficie o asaltaban una isla aérea, mataban para comer carne humana cruda.
Wolff pudo ver entonces por qué los nidos avanzaban contra el viento. Centenares de nichiddor sujetos a las plantas por las garras agitaban sus alas al unísono. Aquel extraño carro de los cielos era arrastrado por las aves más extrañas que hubiesen existido jamás.
Cuando el nido llegó a unos cuatrocientos metros de distancia, las alas dejaron de batir. Fueron acercándose lentamente los otros nidos. Dos se situaron más abajo; desde ellos los nichiddor atacarían la parte inferior de la isla. Los otros fueron bordeando para situarse al otro lado. Dugarnn esperó tranquilamente a que los nichiddor establecieran su formación de ataque.
Wolff le preguntó por qué no ordenaba atacar a los planeadores.
—Si se soltasen antes de que llegase a nosotros la masa principal de nichiddor —contestó Dugarnn—, todos ellos se elevarían para cortarles el paso. Los planeadores no podrían probablemente pasar entre ellos. Pero si sólo es un escaso número de nichiddor el que les ataca, tendrán posibilidad de llegar a los nidos. Al menos, ésa ha sido mi experiencia hasta ahora.
—¿No sería más prudente, desde el punto de vista de los nichiddor, eliminar primero a los planeadores? —preguntó Wolff.
—Parece lo lógico —convino Dugarnn, encogiéndose de hombros—. Pero ellos nunca hacen lo que a mí me parece más adecuado estratégicamente. Pienso que al estar privados de manos, los nichiddor han sufrido una reducción de la inteligencia. Es cierto que pueden manipular objetos en cierta medida con los pies y con los troncos, pero no tienen la misma capacidad de manejo que nosotros.
»Además, podría equivocarme. Quizás los nichiddor obtengan cierto placer dando a los planeadores una posibilidad de lucha. O quizás sean tan arrogantes como las águilas marinas, que atacan a un tiburón que pesa quinientos kilos más que ellas, una criatura maligna a la que un águila no puede matar y si pudiese no podría transportar a una isla de superficie.
El viento llevaba hasta la abuta el rumor de centenares de voces y el trompeteo de centenares de probóscides. De pronto hubo un silencio. Dugarnn se quedó inmóvil, pero sus ojos continuaron moviéndose afanosamente. Alzó con lentitud una mano. Un guerrero que estaba junto a él sujetaba una vejiga. Al lado tenía una piedra en forma de cuenco con carbones al rojo. No perdía de vista a su jefe.
Quebró el silencio el grito simultáneo de los nichiddor a través de sus serpentinas narices. Hubo un ruido atronador cuando se lanzaron desde los nidos batiendo sus alas al unísono. Dugarnn bajó la mano. El guerrero fijó la vejiga al cuenco de fuego y luego la soltó. El cuenco ascendió hasta unos veinte metros y explotó allí.
Los planeadores se desprendieron de sus elevadores, dirigiéndose cada uno de ellos hacia el nido correspondiente. Wolff veía avanzar las hordas oscuras, perdiendo parte de su confianza en la pistola de rayos. Sin embargo, los ilmawires habían rechazado en otras ocasiones a los nichiddor… aunque con grandes pérdidas. Y además nunca habían tenido que enfrentarse con ocho nidos.
Pasó sobre ellos un ave blanca de grandes alas. Su graznido llegó hasta él y se preguntó si no sería un ojo de Urizen. ¿Estaría su padre observando a través de los ojos y los cerebros de aquellas aves? Si así era, iba a contemplar un espectáculo que llenaría de gozo su sanguinario corazón.
Los nichiddor, en una formación tan cerrada que parecía una nube negra, rodeaban la isla. En un punto situado fuera; del alcance de las flechas interrumpieron su avance y comenzaron a volar en círculo. Giraban y giraban en un círculo que iba disminuyendo progresivamente. Los arqueros ilmawires, todos varones, esperaban la señal de su jefe para disparar. Las mujeres iban armadas de hondas y piedras y esperaban también.
Dugarnn, sabiendo que debilitaría sus defensas el esparcir a su gente por la parte superior de los muros, había concentrado sus fuerzas en la proa. Nada impedía a los nichiddor aterrizar al otro extremo. Sin embargo no se posaron allí. Les resultaba duro caminar sobre sus débiles piernas.
Wolff observó los planeadores. Algunos habían caído por debajo de su línea de visión para atacar a los dos nidos inferiores. Los otros descendían rápidamente sobre sus objetivos. De los nidos surgían nichiddor a su encuentro.
Dos planeadores pasaron sobre el nido más próximo. Cayeron de ellos pequeños objetos que dejaron estelas de humo y fueron a estrellarse en los nidos. Nichiddor hembras, batiendo sus alas, corrieron hacia ellos. Luego hubo una explosión. Brotaron humo y fuego. Siguió otra explosión.
Los dos planeadores ascendieron otra vez, impulsados por el empuje de su descenso en picado, dieron la vuelta y volvieron para hacer una última pasada. De nuevo sus bombas alcanzaron el nido. El fuego se extendió entre las plantas secas y alcanzó algunas de las células de gas gigantes. Las mujeres chillaban tan sonoramente que podían oírse sus gritos por encima del batir de alas y del trompeteo de la horda que volaba en círculo. Abandonaron el nido en llamas, con sus crías sujetas en las garras. El nido explotó, atrapando a algunas de las hembras, quemándolas en el aire y derribándolas. Cayeron crías hacia el mar, batiendo torpemente sus cortas alas.
Wolff vio a una madre plegar sus alas y lanzarse como un águila pescadora hacia su cría. Logró alcanzarla, aleteó de nuevo y se elevó lentamente hasta un nido intacto.
Dos nidos, ardiendo y explotando, cayeron hacia el océano. Por entonces varios centenares de machos se habían deslacado del anillo que rodeaba la isla. Volaban tras los planeadores que, muy abajo ya, se disponían a aterrizar sobre las olas.
Los nidos que estaban al mismo nivel de la isla quedaban fuera del alcance de su pistola de rayos. Cabía, sin embargo, la posibilidad de que no lo estuviesen los dos que había más abajo. Wolff explicó a Dugarnn lo que pretendía hacer y descendió por una escalerilla hasta una escotilla del fondo. Los nidos estaban muy cerca y alcanzó a ambos con una ráfaga de la pistola a plena potencia. Estallaron con tal violencia que estuvo a punto de salir despedido de la plataforma por el impacto. La escotilla se llenó de humo. Luego, cuando el humo desapareció, vio cómo caían llameantes fragmentos de vegetación. Cuerpos de mujeres y niños caían también a plomo al mar.
Los guerreros varones de los nidos intentaban penetrar por las escotillas del fondo. Wolff puso la pistola a media potencia y despejó la zona. Luego siguió corriendo, parando en las escotillas y disparando desde ellas. Dio cuenta de por lo menos un centenar de atacantes. Algunos habían conseguido desbordar a los abutales que defendían las escalerillas más extremas. Tardó un rato en liquidar a éstos, pues tenía que procurar que sus disparos no alcanzasen las grandes vejigas que había allí. Aunque liquidó a treinta no pudo acabar con todos. La isla era demasiado grande para que pudiese cubrir él sólo toda la zona inferior.
Cuando regresó a la superficie se encontró con que los nichiddor habían lanzado un ataque masivo. Aquel extremo de la isla hervía de gritos, chillidos y ruidos de lucha. Había cuerpos por todas partes.
Arqueros y honderos habían hecho una masacre con la primera ola de atacantes y algo menos con la segunda. Luego los nichiddor consiguieron desbordarles y la batalla se convirtió en un generalizado enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Aunque los hombres alados no tenían más armas que sus alas y sus pies, éstas eran poderosas. Con un aletazo, un nichiddor podía dejar fuera de combate a un ilmawir. Podía luego saltar sobre él y destrozarlo con sus garras. Los abutales se defendían con lanzas, espadas, que eran unas láminas lisas orladas de dientes de tiburón, y cuchillos hechos de una planta de superficie semejante al bambú.
Wolff se dedicó a eliminar metódicamente a todos los enemigos que había en las cercanías de la cubierta principal. Los Señores habían formado un grupo compacto, espalda contra espalda, y se defendían con sus espadas. Wolff apuntó cuidadosamente y liquidó a los nichiddor que les asediaban. Una sombra cayó sobre él y se tiró de espaldas. Disparó hacia arriba. Dos nichiddor caían sobre él, uno de ellos amenazándole con un ala. Le cubrió como una bandera, apestaba a pescado. Salió de debajo de él justo a tiempo para disparar contra dos que tenían a Dugarnn arrinconado contra la pared. La mujer de Dugarnn estaba junto a él en el suelo, su lanza clavada en el vientre de un hombre alado. Tenía la cara y los pechos desgarrados, y el nichiddor que le había hecho aquello le desgarraba ahora el vientre. Cayó hacia atrás, con las garras clavadas en las entrañas de ella, cuando Wolff le disparó por detrás.
Durante el minuto siguiente, todo fue muerte para él. Aparecieron por lo menos dos docenas de nichiddor que le rodearon por todas partes y por arriba. Giró como una peonza, utilizando la pistola como un rociador, a su alrededor y en el aire. Los cadáveres, medio seccionados, humeando, apestando, se amontonaban a su alrededor. Luego salió de entre ellos, a terreno despejado, aproximándose al punto central de la batalla. Disparaba hacia todas partes alcanzando normalmente sus objetivos, aunque por dos veces cayeron abutales junto a los nichiddor. No podía evitarlo; era una suerte que no alcanzase a más.
Los ilmawires, pese a su encarnizada resistencia, habían perdido a la mitad de sus miembros. Aun con la ayuda de Wolff, todo parecía indicar que iban a ser derrotados. Los nichiddor, pese al número de bajas, que debería haberlos hecho retroceder, se negaban a hacerlo. Se proponían exterminar a sus enemigos, aunque eso significase su casi exterminación también.
Wolff volvió a liquidar a los atacantes que asediaban a los Señores. Éstos seguían en pie esgrimiendo sus espadas, cubiertos de sangre. Wolff les pidió que se colocaran a su alrededor. Mientras ellos mantenían a distancia a los hombres alados él podría disparar con mayor tranquilidad. Se colocó sobre un montón de cadáveres de nichiddor, con los pies enredados entre cuerpos resbaladizos, y continuó disparando metódicamente. De pronto se dio cuenta de que no le quedaban más que dos cargas. Había pensado reservar alguna para el baluarte de Urizen, pero nada podía hacer para conservarlas ya. Si no utilizaba la pistola, él y todos los que luchaban con él morirían.
Vala, que estaba justo frente a él, lanzó un grito. Él miró hacia arriba, hacia donde ella señalaba. Cruzaba el cielo un objeto oscuro: un cometa negro. Había aparecido mientras todos estaban entregados a la lucha.
Los abutales que estaban cerca de ellos también miraban hacia arriba. Lanzaron un grito de desesperación y tiraron sus armas. Ignorando a los hombres alados, corrieron hada las trampillas más próximas. Los nichiddor, después de mirar hacia el cielo para ver la causa del pánico, también reaccionaron con terror. Se lanzaron al aire, hacia sus nidos, para buscar protección bajo la isla.
Wolff no tiró su pistola, pero se apresuró tan frenéticamente como los otros a refugiarse en el escondite más próximo. Dugarnn le había hablado de los cometas negros que de cuando en cuando aparecían sobre el planeta. Le había advertido de lo que acompañaba siempre a los cometas.
Mientras Wolff corría hacia una trampilla, comenzaron a oírse a su alrededor pequeños ruidos silbantes. Aparecieron agujeros en las hojas que formaban las paredes; de la superficie de la cubierta principal comenzaron a alzarse rizos de humo. Un nichiddor, que batía sus alas frenéticamente a unos tres metros de altura, lanzó un grito. Cayó sobre la cubierta, con la piel agujereada en varios puntos, y humeándole un ala. Y tras él empezaron a caer hombres alados y con ellos algunos abutales. Los cadáveres se estremecían con los impactos de los pequeños proyectiles.
La pistola saltó de la mano de Wolff por el golpe de una gota de azogue. Se detuvo y la recogió otra vez y reanudó su carrera. Pero no podía entrar por la trampilla porque los Señores se amontonaban ante ella. Luchaban entre sí, maldecían y suplicaban a Los. Algunos suplicaban incluso a su padre, Urizen, y a su madre, muerta hacía mucho.
Durante un frenético segundo, Wolff pensó abrirse camino con la pistola. Era exactamente lo que cualquiera de ellos, quizás con la excepción de Luvah, habría hecho. Seguir lucra era morir. Cada segundo contaba.
Luego, el que provocaba el atasco logró pasar y los otros también se abrieron camino hacia el interior.
Wolff penetró por la escotilla de cabeza. Algo rozó sus pan talones. Ardió su pantorrilla. Luego oyó un ruido chapoteante y cayó sobre su nuca mercurio al rojo. Cayó por encima de la escalerilla y dio en el suelo con las manos, soltando la pistola antes de tocarlo. Amortiguó la mayor parte del impacto con los brazos doblados y luego dio una vuelta. Se levantó frente a Palamabron, que miraba por la segunda escalerilla. Palamabron dio un grito y se lanzó hacia abajo. Wolff asomó la cabeza y vio a Palamabron sobre un montón de Señores. Todos gritaban y maldecían. Sin embargo, ninguno parecía herido de consideración.
En otras circunstancias Wolff se habría reído. Pero entonces estaba demasiado preocupado arrancándose los glóbulos de azogue al rojo del pelo. Examinó su pierna para asegurarse de que se trataba sólo de una herida superficial. Luego continuó bajando por la escalerilla. Cuanto más descendiese, mejor. Si se trataba de una lluvia de gotas de mercurio persistente y copiosa, todas las cubiertas superiores quedarían destruidas. Y si resultaban alcanzadas las grandes vejigas de gas, no habría salida posible.