Dugarnn, el jefe, sólo capituló después de ciertos acuerdos. Se negó a abandonar la isla mientras no consiguiese parte al menos de lo que el ilmawir se había propuesto coger cuando ellos atacaran. Vala no vaciló en prometerle que serían botín de guerra todas las aves y animales domésticos de los defensores (ratas marinas y pequeñas gaviotas). Además, los abutales podían mutilar los cadáveres de sus enemigos y arrancarles el cuero cabelludo.
Los habitantes de la superficie de la isla, que se llamaban a sí mismo «friiqan», protestaron al enterarse de estas condiciones. Wolff dijo a sus dirigentes que si no aceptaban, continuaría la guerra. Y que entonces, Wolff no tomaría ningún partido. Entonces aceptaron a regañadientes lo que les pedía. Los abutales despojaron a los habitantes del poblado de todo lo que consideraron de valor.
Los otros Señores (Luvah, Enion, Ariston, Tharmas y Palamabron) estaban en el pueblo al iniciarse el ataque. Tanto se sorprendieron al verle, que no pudieron ocultar su envidia ante la pistola de rayos. Sólo Luvah pareció alegrarse de verle. El más pequeño del grupo, tenía el pelo pajizo y era de finos rasgos, salvo la boca, ancha y plena. Tenía los ojos azul oscuro, y una leve vía láctea de peces le cruzaba el puente de nariz y las mejillas. Abrazó a Wolff e incluso gimió un poco. Wolff le permitió abrazarle porque no creyó que Luvah aprovechase la oportunidad para acuchillarle. De niños habían estado siempre muy unidos y tenían mucho en común, siendo ambos imaginativos e inclinados a dejar a los otros hacer y pensar como quisiesen. En realidad, Luvah nunca se había entregado al mortífero juego de los Señores de intentar desposeer o acuchillar a los otros.
—¿Cómo se las arregló nuestro padre para obligarte a salir de tu mundo seguro y feliz? —preguntó Wolff.
Luvah esbozó una maliciosa sonrisa y contestó:
—Podría preguntarte lo mismo. Quizás utilizó contigo el mismo truco que conmigo. Envió un emisario, un hexáculo luminoso, y dijo que lo enviabas tú. Querías que viniese a visitarte; estabas muy solo y querías hablar otra vez con el único miembro de tu familia que no quería matarte. Así pues, después de adoptar las precauciones que consideré oportunas, dejé mi universo. Entré por lo que creí que era tu puerta y vine a dar a este isla.
—Siempre fuiste demasiado impetuoso, hermano —dijo Wolff—. Sin embargo, me siento muy honrado de que sacrificases tu seguridad para visitarme. Sólo que…
—Sólo que debía haber sido más cuidadoso, asegurarme de que el emisario lo enviabas tú. En otros tiempos, podría haberlo hecho, pero cuando llegó el hexáculo, yo estaba pensando en ti y anhelaba verte. Hasta nosotros los Señores tenemos nuestras debilidades, sabes.
Wolff guardó silencio un rato, mientras observaba a los satisfechos ilmawires que se llevaban aves, animales, collares y anillos de jade marino. Luego dijo:
—Luvah, estamos en la situación más desesperada en que nos hemos visto. El mayor peligro, por supuesto, es nuestro padre. Pero casi igual de mortíferos son aquéllos en los que más tenemos que confiar. Pese a su palabra de honor, tendremos que vigilarles constantemente. Te propongo, pues, que nos ayudemos. Mientras yo duerma, vigila tú. Cuando duermas tú, yo haré guardia.
Luvah volvió a sonreír maliciosamente y dijo:
—Y cuando tú duermas, mantendrás un ojo abierto para vigilarme, ¿verdad hermano?
Wolff frunció el ceño y Luvah dijo precipitadamente:
—No te enfades, Jadawin. Tú y yo hemos conseguido sobrevivir tanto porque nunca depositamos plenamente nuestra confianza en nadie. Con mucha razón. Qué triste es pensar que todos nosotros, nuestras hermanas, hermanos y primos, vivimos y estudiamos y jugamos juntos en otros tiempos con inocencia e incluso con amor. Sin embargo, hoy somos como lobos hambrientos. Y ¿por qué? Dime, ¿por qué? Bien, te lo diré. Porque los Señores están locos. Se creen dioses, cuando en realidad son sólo seres humanos, cuando en realidad no son mejores que estos salvajes de aquí. Sólo que son casualmente herederos de un poder, una ciencia y una tecnología que utilizan sin comprender los principios en los que se basan. Son como niños malos con juguetes que crean mundos completos y destruyen mundos completos. Los hombres nobles y sabios que inventaron los juguetes han muerto hace mucho. Han muerto también la ciencia y el conocimiento; y el bien inherente a los poderes cósmicos se altera para su beneficio y sólo para eso.
—Lo sé muy bien, hermano —dijo Wolff—. Quizás mejor que tú, pues fui en tiempos tan egoísta y malvado como esos otros. Sin embargo, pasé una experiencia que te contaré alguna vez. Me convirtió en un ser humano (espero), en un ser que sólo tú tienes capacidad para apreciar.
Los ilmawires habían soltado grandes escalerillas como globos con pesos en sus extremos desde la abuta. Todos los productos del saqueo se ataban a estas escaleras y eran izados hasta las escotillas que había en el fondo de la isla flotador. Una vez concluido el saqueo, subieron también los abutales. Wolff subió provisto de una armadura dotada de un par de vejigas. Tenía dispuesta la pistola, pues ahora los abutales estaban en una posición desde la que podían intentar matarle con cierta esperanza de éxito. Sin embargo, no hicieron ninguna tentativa. Se elevó a través de la abertura y dos sonrientes mujeres le cogieron. Le arrastraron a un lado y le liberaron de la armadura. Llevaron las vejigas al oscuro interior de una gran cámara donde había almacenadas más.
Cuando subieron todos los Señores, Dugarnn y su mujer, Sythaz, les llevaron por un retorcido tramo de escaleras hasta la parte superior de la isla. Las escaleras eran de un material muy ligero, del grosor del papel, pero muy fuerte. Era la cáscara endurecida de las vejigas de gas. En la abuta, donde el peso era un elemento crítico, todo tenía que ser lo más leve posible. Esta consideración había afectado incluso al lenguaje, como pronto descubriría. Aunque el idioma difería poco en vocabulario básico del originario, había experimentado algunos cambios profundos. Y habían surgido nuevas palabras relacionadas con peso, forma, flexibilidad, tamaño y dirección vertical u horizontal. Se utilizaban como términos clasificadores en un sentido que los primeros que utilizaran aquel idioma desconocían. Realmente, no se podía utilizar ningún nombre y muy pocos adjetivos sin acompañarlos de clasificadores. Además, había surgido una detallada terminología de náutica y navegación aérea.
La escalera era una hendidura practicada a lo largo de un espeso entramado de duras raíces. Al salir arriba, se encontró en el piso de una especie de anfiteatro. Estaba formado el piso por amplias fajas del material que cubría las vejigas, y las inclinadas paredes estaban constituidas por inmensas vejigas entrelazadas con raíces. Sólo había un edificio en la gran cubierta, una especie de cobertizo abierto por los lados con techo de bálago: era el edificio social y recreativo. Disponía de piedras lisas sobre las que cada familia preparaba sus comidas. Aves domésticas y ratas marinas corrían a su antojo, y junto al centro había un estanque de agua de pocos centímetros de profundidad en el que jugaban focas criadas también como alimento.
Sythaz, la mujer del comandante, les mostró su alojamiento. Eran cubículos excavados entre las raíces en los que se había construido un suelo y unas paredes con cáscaras de vejigas. En el suelo había aberturas y se podía descender por ellas mediante una escalerilla portátil. La única luz penetraba por la escotilla o procedía de pequeñas lámparas de aceite de pescado. Había sólo sitio para dar dos pasos en una dirección y dos en otra. Los lechos eran agujeros en forma de ataúd en la pared en los que había colchones de plumas en fundas de piel de foca. La mayor parte de la actividad diurna y nocturna tenía lugar en la cubierta principal. No había la menor intimidad, salvo en el puente de dirección.
Wolff había supuesto que los abutales soltarían anclas y zarparían inmediatamente. Dugarnn dijo que tenían que esperar un rato. Por una parte, la isla necesitaba más altura para salir a mar abierto. Las bacterias que generaban gas en las vejigas trabajaban muy deprisa cuando se alimentaban convenientemente, pero aún debían transcurrir dos días para que las vejigas estuviesen lo bastante llenas como para que Dugarnn considerase adecuado soltar amarras.
Por otra parte, la invasión había costado a los abutales un número de bajas relativamente considerable. No eran bastantes para manejar la isla con eficacia. Así que Dugarnn propuso algo que los abutales no habían tenido que hacer durante mucho tiempo. La escasez de población se supliría reclutando gente entre los friiqanos. Después de asegurarse de que sus «invitados» conocían sus alojamientos, Dugarnn volvió a la superficie. Wolff le acompañó curioso. Vala insistió en ir con él. Wolff no sabía si esto era para satisfacer su curiosidad o para vigilarle. Probablemente fuese por ambas cosas.
Dugarnn explicó al jefe de los friiqanes lo que quería. El jefe, desilusionado, hizo un gesto indicando que le daba igual. Dugarnn reunió a los supervivientes e hizo su oferta. Para sorpresa de Wolff, fueron muchos los voluntarios. Vala le dijo que los dos pueblos eran enemigos acérrimos, pero que los friiqanos estaban desanimados. Además, muchos de los jóvenes consideraban romántica la vida aérea.
Dugarnn examinó a los voluntarios y eligió a los que se habían distinguido en la lucha. Eligió más mujeres que hombres, especialmente las que tenían niños. Hubo una ceremonia inicial de tortura ritual, que consistió en quemar ligeramente al candidato o candidata en la ingle. Normalmente a los enemigos capturados se les torturaba hasta la muerte a menos que mostrasen un valor y un estoicismo excepcionales. Entonces podían iniciarlos y admitirlos en la tribu.
En casos de emergencia, como aquél, la tortura era sólo simbólica.
Más tarde, después de zarpar la isla, los iniciados pasaron por una ceremonia en la que cada uno de ellos mezcló su sangre con la de un ilmawir. Esto impedía que la gente de la superficie se vengase, pues la hermandad de sangre era sagrada.
—Hay una razón además de la necesidad de disponer de más tripulación —dijo Vala—. Los abutales, en realidad tanto los isleños de superficie como los del aire, tienen tendencia a la endogamia. Para evitar esto se admiten en la tribu prisioneros de cuando en cuando.
Vala se mostraba muy cordial con Wolff e insistía en no separarse de él ni un instante. Había vuelto incluso a llamarle wivkrath, término que significaba «querido» entre los Señores. Se apoyaba en él siempre que tenía oportunidad, y en una ocasión le dio un beso fugaz en la mejilla. Wolff no respondió. No había olvidado, pese a haber transcurrido quinientos años, que habían sido amantes y sin embargo ella había intentado matarle.
Wolff se dirigió a la zona de la puerta a través de la cual había entrado. Vala fue con él. A sus preguntas, él contestó que quería hablar de nuevo con Theotormon.
—¡Esa babosa marina! ¿Qué puede tener él que tú quieras?
—Información, quizás.
Se acercaron a la puerta. Theotormon no estaba a la vista. Wolff recorrió el borde de la isla, advirtiendo que de cuando en cuando la tierra se hundía levemente bajo su peso. Al parecer las vejigas no eran tan tupidas en aquellos lugares.
—¿Cuántas islas de este tipo hay en este planeta y cuál es el tamaño máximo? —preguntó.
—No lo sé. Hemos visto dos desde que llegamos aquí, y los friiqanes dicen que hay muchas más. Hablan de la Madre de las Islas, una isla relativamente grande de la que dicen haber oído hablar. Hay otras islas aéreas, también, pero ninguna mayor que las de los abutales. ¿Pero por qué quieres hablar de cosas aburridas como ésas, cuando podemos hablar de nosotros mismos?
—¿Qué, concretamente? —preguntó él.
Ella le miró, tan cerca que sus labios alzados casi rozaban su barbilla.
—¿Es que no puedes olvidar lo que pasó entre nosotros? Después de todo, fue hace mucho tiempo, cuanto éramos mucho más jóvenes y no sabíamos tanto.
—Dudo que hayas cambiado —dijo él.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó ella con una sonrisa—. Déjame demostrarte que ahora soy distinta.
Le rodeó con sus brazos y apoyó en su pecho la cabeza.
—Distinta en todo salvo en una cosa —continuó—. Te amé una vez y ahora que vuelvo a verte comprendo que nunca dejé en realidad de amarte.
—¿Ni cuando intentaste asesinarme en mi cama? —preguntó él.
—¡Oh, querido! Creí que estabas con esa despreciable y traidora Alagraada. Creí que estabas traicionándome. ¿Puedes reprocharme que enloqueciera de celos? Ya sabes lo terriblemente posesiva que soy.
—Lo sé muy bien. —La apartó y dijo—: Ya de niña eras egoísta. Todos los Señores son egoístas, pero pocos en el grado que lo eras tú. Y además, ahora no comprendo por qué te amé.
—¡Maldito! —gritó ella—. Me amabas porque yo soy Vala. Eso es todo, sólo porque soy Vala.
—Eso pudo ser cierto en otros tiempos —dijo él—. Pero ya no lo es. Ni volverá a serlo nunca.
—¡Tú amas a otra! ¿La conozco? No es Anana, no es mi estúpida y criminal hermana.
—No —dijo él—. Anana es criminal pero no tan estúpida. No cayó en la trampa de Urizen. No la veo aquí. ¿O es que le sucedió algo? ¿Murió?
Vala se encogió de hombros, le dio la espalda, y contestó:
—Llevo trescientos años sin saber nada de ella. Pero tu preocupación indica que te interesa. ¡Anana! ¿Quién lo hubiera pensado?
Wolff no intentó desengañarla. No consideró prudente mencionar a Chryseis, aunque quizás Vala nunca llegase a tener contacto con ella. No tenía sentido desafiar a la suerte.
Vala se giró y dijo:
—¿Qué fue de aquella chica terrestre?
—¿Qué chica terrestre? —preguntó él, sorprendido por su malicia.
—¿Qué chica terrestre? —remedó ella—. Me refiero a aquella Chryseis, la mortal que raptaste en la Tierra hace unos dos milenios y medio. De una región que los terrestres llaman Troya o algo parecido. La hiciste inmortal y se convirtió en tu amante.
—Como otros varios miles —dijo él—. ¿Por qué elegirla a ella?
—Oh, ya sé, ya sé. Te has vuelto realmente un degenerado, hermanito Wolff-Jadawin.
—Así que conoces mi nombre terrestre, el nombre que prefiero. ¿Y qué más sabes de mí? ¿Y por qué?
—Siempre he procurado informarme lo máximo posible sobre los Señores —dijo ella—. Por eso he conseguido mantenerme viva tanto tiempo.
—Y por eso han muerto tantos otros.
Ella suavizó de nuevo su voz y volvió a sonreír.
—No hay razón alguna para que discutas conmigo. ¿Por qué no olvidamos el pasado?
—¿Quién pretende discutir? No, no hay razón alguna para que no olvidemos el pasado, si es simple pasado. Pero los Señores nunca recuerdan un favor ni olvidan una injuria. Y mientras no me convenzas de lo contrario, seguiré considerándote la Vala de siempre. Igual de hermosa, quizás más aún, pero con un alma negra y malvada.
Ella intentó sonreír.
—Siempre fuiste demasiado grosero. Quizás fuese ésa una de las razones por las que te quise tanto. Y eras más hombre que los otros. Fuiste el mejor de todos mis amantes.
Esperó a que él le devolviese el cumplido. Pero él dijo:
—El amor es lo que hace a un amante. Yo te amé. En el pasado.
Se apartó de ella y continuó por el borde de la isla. Miraba hacia atrás de cuando en cuando. Ella le seguía a unos cuatro metros de distancia. Cada poco la tierra se hundía bajo sus pies. Se paró para que ella le alcanzase y dijo:
—Debe de haber muchas cuevas en el fondo. ¿Cómo puedo llamar a Theotormon?
—No puedes. Hay muchas cuevas, sí. A veces muere todo un grupo de vejigas, bien de enfermedad, de vejez o porque se las come un pez que las encuentra sabrosas. Así se forman cuevas durante un tiempo, pero acaban rellenándose otra vez con nuevos retoños.
Wolff archivó esta información para su posible uso. En caso de peligro, siempre podría refugiarse debajo de la isla. Vala debió de adivinar sus pensamientos… era un clon que le había irritado siempre mientras fueron amantes.
—Yo no bajaría ahí debajo —le dijo—. El agua está llena de devoradores de hombres.
—¿Y cómo sobrevive Theotormon?
—No lo sé. Puede que sea demasiado rápido y fuerte para los peces. Después de todo, se ha adaptado a ese tipo de vida… si es que puede llamársele vida a eso.
Wolff concluyó que tendría que renunciar a entrevistarse con Theotormon. Volvió a la selva, con Vala detrás. Permitía ya que caminase detrás. Le necesitaba demasiado para matarle.
A los pocos metros le golpearon por detrás. Al principio pensó que ella se había abalanzado sobre él. Dio la vuelta dispuesto a defenderse, intentando sacar su pistola de la funda al mismo tiempo. Vio entonces que la habían arrojado contra él. El inmenso cuerpo húmedo y relumbrante de Theotormon caía sobre él. Toda su masa le aplastó y quedó conmocionado por el impacto de doscientos kilos. Luego Theotormon se sentó sobre él y le golpeó ferozmente en la cara con las aletas. El primer golpe le dejó semiinconsciente. El segundo le sepultó en la oscuridad.