Las frondas, de casi veinte metros de altura, habían ocultado el objeto que había en el cielo. Ahora Wolff podía ver una masa de por lo menos cuatrocientos metros de anchura, unos diecisiete metros de grosor y más de un kilómetro de longitud que flotaba a quince metros en el aire. La empujaba el viento, que llegaba de una dirección desconocida. En aquel mundo sin sol, nada significaban norte, sur, este y oeste.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Una isla que flota en el aire. De prisa. Tenemos que llegar al pueblo antes de que se inicie el ataque.
Wolff corrió tras ellos. De cuando en cuando miraba hacia arriba a través de las frondas hacia el aeronesus. Descendía a bastante velocidad hacia el extremo opuesto de la isla. Alcanzó a Vala y le preguntó cómo podía manipularse aquel objeto flotador. Ella contestó que sus habitantes utilizaban válvulas situadas en las gigantescas vejigas para liberar su hidrógeno. Este procedimiento exigía la colaboración de casi todos los nativos, pues cada una de las válvulas debía operarse a mano. Durante un descenso, todos estaban ocupados en la operación.
—¿Y cómo lo dirigen?
—Las vejigas tienen ventosas. Cuando los abutales quieren que la isla vaya en una dirección, liberan gas de los grupos de vejigas del lado opuesto a aquél hacia el que quieren ir. No tienen mucha energía de empuje, pero son muy hábiles. Aun así, tienen que luchar con los vientos y no siempre maniobran con eficacia. Ya nos han atacado dos veces, y en ambas ocasiones se equivocaron. Echaron anclas marinas (grandes piedras atadas a cables) para descender. Los primeros atacantes bajaron cerca de nuestra isla en vez de encima mismo y tuvieron que contentarse con un ataque por mar. Y fracasaron.
Guardó silencio unos instantes y luego dijo:
—¡Oh, no! Estos deben de ser los ilmawires. ¡Los nos ayude!
Al principio, Wolff pensó que los cincuenta aparatos que brotaban de la isla flotante eran pequeños aeroplanos.
Luego, al verlos girar para aterrizar contra el viento, vio que eran planeadores. Las alas, de unos quince metros de longitud, era de un material vagamente relumbrante y festoneado en los extremos. En la parte inferior de cada ala había pintada una imagen de un ojo sobre el que se cruzaban dos espadas. El fuselaje era una estructura descubierta, y toda pintada, junto con los alerones y el timón de color escarlata. El piloto se sentaba en una especie de cesto de junco situado justo delante de las mono-alas. El morro del aparato era redondeado y tenía un largo cuerpo que se proyectaba hasta una longitud de unos seis metros por delante. «Como el cuerno de un narval», pensó Wolff. Más tarde descubriría que los cuernos procedían de un pez gigante.
Pasó sobre ellos un planeador en una dirección que le liaría aterrizar delante. Wolff echó una ojeada al piloto. Su pelo rojizo alcanzaba al menos un palmo de altura.
Id pelo brillaba por obra de algún tipo de aceite fijador, llevaba la cara pintada como un piel roja, con círculos verdes y rojizos, y llevaba galones negros en el cuello y en los hombros.
—El pueblo queda a menos de un kilómetro de aquí —dijo Vala—. En el extremo de la isla.
Wolff se preguntó por qué estaría ella tan preocupada. ¿Por qué habría de preocuparse un Señor de lo que pudiese sucederles a los demás? Vala explicó que si los ilmawires efectuaban un aterrizaje con éxito, matarían a todos los seres humanos de la isla. Luego dejarían allí a miembros sobrantes de su pueblo como colonia.
La isla no era totalmente lisa. Había elevaciones de cuando en cuando, formadas por el crecimiento desigual de las vejigas. Wolff subió a la cima de uno de los montículos y miró por encima de la vegetación. La abuta estaba ahora a unos quince metros de altura, e iba descendiendo lentamente en dirección al pueblo. Éste era una agrupación de un centenar de cabañas en forma de colmena, construidas con hojas. Una empalizada de unos quince metros de altura rodeaba el pueblo. Parecía construida con piedras, bambú, palmas y algún tipo de poste de un gris mate que podían ser huesos de colosales criaturas marinas.
Detrás de la empalizada había hombres y mujeres y también había varios grupos fuera, en campo abierto. Iban armados con lanzas y arcos y flechas.
Más allá del pueblo, había embarcaderos construidos con bambú. En ellos y en la orilla, había embarcaciones de varios tipos y tamaños. Su fondo era un denso entramado de gruesas raíces. Había, sin embargo, aberturas en él, y de varias de éstas colgaban grandes piedras de los extremos de cables de materia vegetal. Las piedras eran blancas como yeso, y estaban grabadas en lisos discos. Se arrastraban por el mar como si tirasen de ellas desde la isla y luego golpeaban la tierra. Los cables de algunas quedaban por debajo de los embarcaderos.
Cayeron otras anclas y golpearon contra la empalizada del pueblo. Quedaron prendidas en la maraña vegetal que formaba la empalizada. Luego recorrieron el suelo sin hierba y golpearon las paredes de las cabañas. Éstas se derrumbaban bajo el impacto de las piedras. Al mismo tiempo, caían flechas, lanzas y piedras, y objetos llameantes. Algunos isleños resultaron alcanzados; comenzaron a arder cabañas. Los objetos llameantes explotaban y despedían un denso humo negro.
Pero los defensores no estaban desvalidos, De un gran edificio central salían hombres y mujeres con extraños instrumentos. Los encendían y los soltaban, y ascendían rápidamente hacia la parte inferior de la isla flotante. Quedaban atrapados en el entramado de raíces y empezaban a arder. Luego explotaban, y el fuego se extendía entre las raíces.
El techo de una cabaña se alzó y cayó a un lado como el de una trampa. Las paredes caían de forma regular hacia fuera, formando en el suelo una imagen petaliforme. En el centro de la cabaña había una catapulta, un arco gigante con una flecha como los cuernos de la criatura que había proporcionado los arietes de las puntas de los planeadores. Y a ella iban ligadas una serie de vejigas llameantes. El arco se disparó, y la flecha ardiente ascendió y se incendió en la parte inferior del flotador.
Un grupo de hombres armaba de nuevo la catapulta. Un individuo cayó de una abertura del flotador y diez más le siguieron. Descendían como paracaidistas. Su descenso quedaba controlado por una colección de vejigas dispuestas en una armadura que llevaban a los hombros y al pecho. Una flecha alcanzó al primer abutal antes de que llegase al suelo, y luego resultaron alcanzados tres más de los diez que le seguían.
Los supervivientes aterrizaron intactos a unos metros de la catapulta. Se liberaron de su armadura y las vejigas se elevaron apartándose de ellos. Por entonces, estaban rodeados. Lucharon con tanta ferocidad que uno llegó a la catapulta, aunque resultó atravesado allí por dos lanzas.
La isla-flotador, impulsada por el viento, comenzaba a alejarse del pueblo. Lanzaron entonces desde ella otras piedras ligadas a cables, y unas cuantas alcanzaron el entramado de la empalizada sin romperse, y luego otras sogas cayeron entre la maleza y sus grandes abrazaderas se aferraron a ella.
Alcanzada por el retroceso en su extremo delantero, la isla-flotador dio un giro de modo que su masa colgó sobre aquella parte de la superficie de la isla. Por entonces, los planeadores habían aterrizado ya, aunque no todos con éxito. Debido a la densidad de la vegetación, los aparatos tenían que descender sobre la fronda. Algunos se volcaban. Otros chocaban con varios obstáculos antes de quedar asentados. Otros bajaban entre los árboles y se estrellaban contra los espesos y altos matorrales.
Pero desde donde estaba, Wolff pudo ver por lo menos veinte pilotos, ilesos, que se deslizaban por la selva. Y tenía que haber más.
Oyó que le llamaban. Vala había vuelto y estaba al pie de la colina.
—¿Qué pretendes? —le dijo, colérica—. Tienes que tomar partido, Jadawin, quieras o no. Los abutales te matarán.
—Quizás tengas razón —dijo él, mientras bajaba la colina—. Quería tener una idea de lo que sucedía. No quería meterme a ciegas en esto sin saber dónde estaba cada uno, cómo iba la lucha…
—Siempre el cauto y astuto Jadawin —dijo ella—. Bueno, eso está bien; demuestra que no eres ningún idiota, cosa que yo ya sabía. Créeme, me necesitas tanto como yo a ti. No puedes arreglártelas solo.
Él la siguió, y al fin llegaron adonde estaba Rintrah acuclillado entre la maleza. Les hizo un gesto de silencio. Cuando llegaron, Wolff miró adonde Rintrah señalaba. Había cinco guerreros abutales a menos de veinte metros de ellos. La cola de un planeador destrozado se elevaba desde detrás de un aplastado matorral situado a su izquierda. Los abutales llevaban pequeños escudos redondos de hueso, jabalinas de punta de hueso y caña de bambú, y algunos tenían arcos y flechas. Los arcos estaban hechos de alguna sustancia corniforme, eran cortos y muy curvados, formados por dos partes distintas que se unían por un brazalete central de cuerno. Los guerreros estaban demasiado lejos para oírles conferenciar.
—¿Qué alcance tiene tu pistola de rayos? —preguntó Vala.
—Mata a quince metros —contestó él—. Quemaduras de tercer grado en los seis metros siguientes, y después quemaduras de segundo grado; luego simples chamuscaduras y luego nada.
—Ésta es tu oportunidad. Abrásales. Puedes matar a los cinco de una barrida antes de que se den cuenta de lo que pasa.
Wolff lanzó un suspiro. En otros tiempos no habría esperado a que Vala insistiera. Los habría matado y se habría sentido con ganas de continuar matando con Vala y Rintrah. Pero ya no era Jadawin. Era Robert Wolff. Vala no comprendería esto, y si lo captase, consideraría su vacilación debilidad. Él no quería matar, pero no creía que hubiese otro medio de obligar a los abutales a desistir de su ataque. Vala conocía a aquella gente, y lo más probable era que estuviese diciéndole la verdad sobre ellos. Así que, le gustase o no, tendría que tomar partido.
Oyeron un grito detrás. Wolff dio la vuelta y se incorporó y vio a tres guerreros abutales más a unos diez metros de ellos. Habían salido de una espesura y avanzaban hacia ellos, con las jabalinas dispuestas.
Wolff dio la vuelta para enfrentarse a los tres abutales, al mismo tiempo que apretaba una placa en la parte inferior de su lanzarrayos. Un rayo de un blanco cegador, del espesor de un lápiz, recorrió los tres vientres. La vegetación que había entre ellos y detrás de ellos humeó. Los tres se desplomaron de bruces soltando las jabalinas, y quedaron sobre la hierba boca abajo.
Wolff se incorporó, dio la vuelta y se enfrentó a los otros cinco. Los dos arqueros se detuvieron y apuntaron. Wolff les alcanzó primero, luego a los otros tres. Continuó inclinado buscando a su alrededor a otros a quienes pudiesen haber atraído los gritos. Pero sólo se oía el soplar del viento por la espesura y los apagados gritos y las sordas explosiones de la batalla del pueblo.
El olor a carne quemada le repugnó. Se levantó y se volvió hacia los tres cadáveres, y luego hacia los otros cinco. No creía que quedase ninguno de ello con vida, pero quiso asegurarse. Todos estaban partidos en dos por el rayo. No salía mucha sangre porque la energía del rayo, absorbida por los cuerpos, había cocido sus pulmones y sus intestinos. Sus visceras habían expulsado, al contraerse, todos sus contenidos.
Vala contempló la pistola de rayos. Aunque sentía mucha curiosidad, sabía lo bastante como para no pedir a Wolff que se la dejase probar.
—Hay dos palancas —dijo ella—, ¿qué es capaz de hacer a toda potencia?
—Puede atravesar una placa de acero de tres metros —le contestó—. Pero la carga no duraría más de sesenta segundos. A media potencia puede funcionar durante diez minutos sin recargarla.
Ella miró los bolsillos de Wolff y éste sonrió. No tenía la menor intención de decirle cuántas cargas llevaba en los bolsillos.
—¿Qué fue de vuestras armas? —preguntó.
Vala soltó una maldición y contestó:
—Nos las robaron mientras dormíamos. No sé si fue Urizen o si fue ese baboso de Theotormon.
Él comenzó a caminar hacia el combate, seguido de muy cerca por los otros dos.
La isla de arriba les mantenía en una pálida sombra, que pronto se profundizó al cubrir aquella parte del planeta la luna que traía la noche. Los ilmawires, hombres y mujeres, continuaban descendiendo a tierra por las aberturas. Otros, sosteniéndose en grandes racimos de vejigas, trabajaban en el fondo como bomberos. Utilizaban unos objetos poligonales que, al estirarlos, despedían agua.
—Son criaturas marinas —explicó Vala—. Anfibios. Viajan expulsando chorros de agua y avanzando por el empuja Wolff puso la pistola de rayos a toda potencia. Siempre que pasaban junto a una soga enredada en un árbol o un áncora de piedra, cortaba la soga. Tres veces se encontró con abutales y puso la pistola a media potencia. Cuando estaban a unos metros del pueblo, había cortado cuarenta cables y matado a veintidós abutales de ambos sexos.
—Fue una suerte que llegases en este momento —dijo Vala—. Creo que si no hubieses llegado no podríamos habernos librado de ellos.
Wolff se encogió de hombros. Expulsó un casquillo e introdujo otro de los pequeños cilindros en la recámara. Le quedaban seis y si las cosas continuaban así, pronto no le quedaría ninguno. Pero nada podía hacer para conservarlos.
El pueblo estaba rodeado por tierra por unos noventa abutales. Al parecer, los que habían caído dentro del pueblo estaban liquidados, pero los habitantes se habían entregado luego afanosamente a apagar el fuego. Sin embargo, no tenían ya que preocuparse de ningún ataque que llegase directamente de arriba. La isla se había visto afectada por la ruptura de las sogas. Había continuado a merced del viento recorriendo medio kilómetro, y sólo gracias a otras sogas y anclas había logrado no desprenderse por completo de la superficie de la isla.
Wolff liquidó con su rayo al grupo de oficiales que estaban en la cima de la única colina próxima al pueblo. Entonces los otros abutales se dieron cuenta de lo que sucedía. La mitad abandonaron el asedio para rodear la colina. La zona hormigueaba de lanzas y flechas. Los Señores podían quedar a merced de un fuego concentrado de flechas. Pero se protegían tras un grupo de cuatro ídolos de piedra blanca que había en la colina.
—Están ya a la defensiva —dijo Vala—. Si no lo saben ahora, pronto lo sabrán. Y eso será bueno para nosotros. Quizás…
Guardó silencio durante un rato. Wolff liquidó a tres hombres que corrían hacia una hondonada de la colina.
—¿Quizás qué? —preguntó.
—Nuestro amado padre dejó en esta isla un mensaje para nosotros. Nos dijo algo de lo que tenemos que hacer si queremos entrar en su castillo. Al parecer, tenemos que hallar las puertas que llevan a él. No hay ninguna en esta isla. Dice que hay un par en otra isla. Pero no dice exactamente dónde. Tenemos que encontrarlas por nuestros propios medios. Por eso, yo pensaba…
Se oyeron gritos de los abutales y sus líneas de vanguardia se lanzaron hacia la colina. Los arqueros hicieron disparos de protección, por lo menos de treinta flechas cada uno. Vala y Rintrah se protegieron tras un ídolo, tal como les había dicho Wolff. Por mucho que le fastidiase gastar sus municiones, se veía obligado a hacerlo. Puso la pistola a máxima potencia y disparó sobre las cabezas de la primera línea de ataque. Brotó humo de la vegetación y de la carne, mientras describía un círculo con el rayo blanco. Los arqueros habían tenido que exponerse para hacer buen blanco, y en consecuencia la mayoría cayeron.
Las flechas resonaron alrededor de Wolff, golpeando los ídolos de piedra. Una rozó su hombro; otra rebotó en una piedra y voló hasta sus piernas. Luego no hubo más flechas. Los abutales de la segunda línea, al ver ante ellos una escabechina, atufados por el olor de la carne chamuscada, vacilaron. Wolff apuntó hacia ellos y huyeron hacia la selva.
—¿Qué estabas pensando? —preguntó a Vala.
—Podríamos pasarnos mil años investigando, utilizando esta isla como nave, sin encontrar la isla de las puertas. Quizás sea ésa la idea de nuestro padre. Le gustaría vernos empeñados en una búsqueda inútil, y difrutaría contemplando nuestra desesperación. Y los choques, las rivalidades y las muertes que inevitablemente se producirían entre nosotros en una asociación tan larga. Pero si fuésemos en una abuta, no sólo podríamos viajar más deprisa, sino que veríamos mucho más desde arriba…
—Una magnífica idea —admitió él—. ¿Y cómo podemos convencer a los abutales para que nos dejen acompañarles? ¿Y qué garantía tenemos de que no van a cortarnos el cuello a la primera oportunidad que tengan?
—Te has olvidado mucho de tu hermana más joven. ¿Cómo tú precisamente, de todos los que me han amado, no recuerdas lo persuasiva que puedo ser?
Se irguió y lanzó un grito dirigido a la selva, aparentemente deshabitada. Durante un rato no hubo respuesta. Repitió el grito. Por fin, salió un oficial de entre unos matorrales. Era un hombre alto y fornido de treinta y pocos años, guapo tras los chillones círculos de su cara. Además de los galones negros del cuello y de los hombros, llevaba decorado el pecho con la imagen de un ave marina. Esta ave era un iiphtarz, lo cual indicaba a un comandante de la fuerza de planeadores. Tras él iba su mujer, vestida con una falda corta de plumas rojas y azules de ave marina, el pelo rojizo enrollado en la parte superior de la cabeza, la cara pintada a rombos verdes y blancos, un collar de tibias alrededor del cuello, un iiphtarz pintado sobre los pechos, y tres círculos concéntricos en rojo, negro y amarillo alrededor del ombligo. Acompañaba a su marido en el combate, según la costumbre de los abutales. Si moría él, estaba obligada a atacar a los que le habían matado hasta acabar con ellos o morir también.
Los dos subieron colina arriba hasta que Wolff les dijo que se detuvieran. Vala comenzó a hablar y el hombre a sonreír. Sus esposa, sin embargo, miraba con recelo a Vala durante la conversación.