II


La tierra terminaba abruptamente contra el mar sin playa. El animal acababa de surgir del mar y estaba sólo a unos metros de él. Era chaparro como un sapo y estaba acuclillado sobre unos inmensos pies reticulares, sus piernas plegadas como si careciesen de huesos. El torso era humanoide y grueso, y el vientre sobresalía como el de un pato cebado. El cuello era largo y flexible. A su extremo había una cabeza humana, pero con nariz lisa y grandes y estrechos ollares. Alrededor de la boca brotaban zarcillos de carne roja. Tenía los ojos muy grandes y de un verde musgoso. Carecía de orejas. Tenía la cabeza cubierta, como la cara y el cuerpo, de una piel aceitosa de un azul oscuro.

—¡Jadawin! —dijo la criatura; hablaba en el antiguo idioma de los Señores—. ¡Jadawin! ¡No me mates! ¿No me conoces?

Wolff estaba sorprendido, pero no tanto como para olvidarse de mirar atrás. Aquella criatura quizás estuviese intentando distraerle.

—¡Jadawin! ¡No reconoces a tu propio hermano!

Wolff no le conocía. Aquel cuerpo de rana, sin orejas, de piel azul, aquella nariz alargada y estrecha dificultaban la identificación. Y además estaba el Tiempo. Si él había llamado alguna vez realmente hermano a aquel ser, debía de haber sido milenios atrás.

Aquella voz. Hurgó en las capas de polvorientos recuerdos, como un perro tras un hueso enterrado. Fue recorriendo capa tras capa…

Movió la cabeza y miró detrás hacia la tupida vegetación.

—¿Quién eres tú? —preguntó.

La criatura lanzó un gemido y entonces él supo que su hermano (si es que de su hermano se trataba) debía llevar mucho tiempo aprisionado en aquel cuerpo. Ningún Señor gemía.

—¿Vas a repudiarme? ¿Harás como los otros? No quieren saber nada de mí. Se burlaron de mí, me escupieron, me echaron a patadas entre risas. Decían…

Juntó sus patas y dobló la cara y de sus ojos verde musgo brotaron grandes lágrimas que rodaron por las azules mejillas.

—¡Oh, Jadawin, no seas como los otros! ¡Tú fuiste siempre mi favorito, el más querido! ¡No seas tan cruel como ellos!

Los otros, pensó Wolff. Había habido otros. ¿Hacía cuánto?

—Dejemos de jugar —dijo impaciente—; dime quién eres. ¡Dime tu nombre!

La criatura se alzó sobre sus piernas sin huesos, sus músculos se destacaron sobre la grasa que los cubría y dio un paso hacia adelante. Wolff no retrocedió, pero dispuso la pistola.

—Ya basta. Tu nombre.

La criatura se detuvo, pero las lágrimas seguían rodando por sus azules mejillas.

—Eres tan malo como los otros. No piensas más que en ti mismo; no te preocupas por lo que haya podido sucederme. ¿Es que no te conmueven mis sufrimientos, mi soledad y mi calvario durante todo este tiempo, todo este tiempo interminable?

—Quizás sí, pero debo saber antes quién eres —dijo Wolff—. Y lo que te sucedió.

—¡Oh, señor de los señores! ¡Mi propio hermano!

Dio otro paso, sobre sus gigantescos pies palmeados de los que se desprendía agua. Alzó una aleta como si suplicase una mano amistosa. Luego se detuvo y sus ojos se fijaron en un punto situado a un lado de Wolff. Éste saltó hacia su izquierda y giró, intentando cubrir con la pistola a la criatura y a quien pudiese estar detrás de él. No había nadie.

Y, como había planeado, aquella criatura se abalanzó sobre Wolff en el mismo instante en que Wolff saltaba y se giraba. Las piernas de la criatura disparadas como una catapulta le lanzaron hacia adelante. Si Wolff no hubiese hecho más que volverse, le habría derribado. Apoyándose a un lado, sólo resultó alcanzado por la punta de la aleta derecha de la criatura. Y este golpe, que alcanzó su hombro y su brazo izquierdo, fue suficiente para lanzarle tambaleándose a un lado y hacer caer la pistola de rayos. Wolff era enormemente sólido y vigoroso, con músculos e impulsos nerviosos de fuerza y velocidad superiores a los naturales por la ciencia de los Señores. Si hubiese sido un terrícola normal hubiese quedado inválido para siempre de aquel brazo, y no hubiese podido eludir el segundo salto de la criatura.

Chillando de cólera y decepción, aterrizó en el punto donde había estado Wolff, se irguió sobre sus piernas como si fuesen muelles, saltó, y se lanzó de nuevo contra Wolff. Todo esto con tal rapidez que la criatura parecía un actor en cámara rápida.

Wolff había conseguido recuperar el equilibrio. Saltó hacia donde estaba la pistola de rayos. Sobre él pasó la sombra de la criatura; eran tan fuertes sus chillidos que parecía como si tuviese los labios apretados contra su oído. Cuando tuvo de nuevo la pistola en la mano, rodó varias veces y se puso de nuevo de pie. Y en aquel momento el monstruo se lanzaba otra vez hacia él. Wolff sujetó la pistola de rayos y, utilizando la mano derecha, golpeó con aquel objeto de metal ligero pero prácticamente indestructible la cabeza de la criatura. El impacto del inmenso cuerpo le lanzó hacia atrás; rodó hacia un lado ágilmente. La criatura marina yacía inmóvil boca abajo, y brotaba sangre de su cabeza.

Oyó aplausos y se volvió y vio a dos seres humanos a unos treinta metros de distancia, tierra adentro, a la sombra de una fronda. Eran un hombre y una mujer, y vestían las esplendorosas ropas de los Señores. Caminaban hacia él, sin armas en la mano. Sus únicas armas eran toscas espadas con vainas de piel de pescado. Pese a su aparente inofensividad, Wolff no abandonó su guardia. Cuando estaban a veinte metros de él les dijo que se detuviesen. La criatura lanzó un gruñido y movió la cabeza, pero no hizo esfuerzo alguno por incorporarse. Wolff se apartó de ella y se situó fuera del alcance de su salto.

—¡Jadawin! —llamó la mujer. Era una hermosa voz que conmovió su corazón y sus recuerdos. Aunque llevaba más de quinientos años sin verla, la conoció.

—¡Vala! —dijo—. ¿Qué haces tú aquí?

La pregunta era retórica; sabía muy bien que debía estar también atrapada por su padre. Y entonces reconoció al hombre. Era Rintrah, uno de sus hermanos. Vala, su hermana, y Rintrah, su hermano, habían caído en la misma trampa.

Vala le sonrió y él sintió que el corazón le saltaba de nuevo. De todas las mujeres que había conocido era la más bella, con dos excepciones. Su amada Chryseis y su otra hermana, Anana la Luminosa, la sobrepasaban. Pero él nunca había querido a Anana tanto como a Vala. Lo mismo que nunca había odiado a Anana tanto como a Vala.

Vala aplaudió de nuevo y dijo:

—¡Bien hecho, Jadawin! No has perdido nada de tu habilidad ni de tu fuerza. Esa criatura es peligrosa, es un ser detestable. Chilla y gime e intenta que te confíes y luego, ¡zas! ¡Te salta al cuello! Estuvo a punto de matar a Rintrah cuando llegó y lo habría hecho si yo no la hubiese dejado inconsciente con una piedra. Así que, ya ves, también yo he tenido que tratar con ella.

—¿Y por qué no la matasteis entonces? —preguntó Wolff.

Rintrah sonrió y dijo:

—¿Es que no conoces a tu propio hermanito, Jadawin? Esa criatura es tu querido hermano Theotormon.

—¡Dios mío! —exclamó Wolff—. ¡Theotormon! ¿Quién le hizo esto?

Ninguno de los dos contestó, ni era necesario que lo hicieran. Aquél era el mondo de Urizen; sólo él podía haber remoldeado así a su hermano.

Theotormon lanzó un gruñido y se incorporó. Se llevó una aleta a la herida sangrante de su cabeza y, balanceándose, comenzó a gemir. Sus ojos verde liquen miraron coléricos a Wolff, y murmuró en silencio reproches que no se atrevió a formular en voz alta.

—¿No pretenderéis convencerme de que no le matasteis por sentimientos fraternales? —dijo Wolff—. Os conozco muy bien.

Vala se echó a reír y luego dijo:

—¡Por supuesto que no! Pensé que podría resultarnos útil más tarde. Conoce bien este pequeño planeta, porque lleva mucho tiempo aquí. Es un cobarde, hermano Jadawin. No tuvo el valor de jugarse la vida en el laberinto de Urizen; se estableció en esta isla y se convirtió en uno más de los nativos degenerados. Nuestro padre se cansó de esperar a que reuniese una virilidad inexistente. Para castigarle por su falta de valor, le atrapó y le desterró a su fortaleza, Appirmatzum. Allí cambió su forma, y le dio este desagradable aspecto de criatura marina. Ni siquiera entonces se atrevió Theotormon a cruzar las puertas del palacio de Urizen. Se quedó aquí viviendo como un ermitaño, odiándose y despreciándose a sí mismo, odiando a todos los demás seres vivos, sobre todo a los Señores.

»Vive de las frutas de las islas, de las aves y peces y otros seres marinos que puede capturar. Los come crudos y mata a los nativos y los devora cuando se le presenta una oportunidad. No es que los nativos no merezcan ese destino. Son los hijos e hijas de otros Señores que, como Theotormon, fueron cobardes. Vivieron en este planeta sus miserables vidas, tuvieron hijos, los criaron y luego murieron.

»Urizen hizo con ellos lo mismo que con Theotormon. Se los llevó a Appirmatzum, les dio formas repugnantes y los trajo de nuevo aquí. Nuestro padre pensó que sin duda su monstruosidad les haría odiarle tanto que probarían los planetas de falsas puertas intentando penetrar en Appirmatzum para vengarse. Pero eran todos cobardes. Prefirieron seguir viviendo, pese a sus repugnantes metamorfosis, en vez de morir como auténticos Señores.

—Tengo mucho que aprender sobre esta hazaña de nuestro padre —dijo Wolff—. Pero ¿cómo puedo estar seguro de que sois sinceros?

Vala rompió a reír otra vez.

—Todos los que hemos caído —dijo— en las trampas de Urizen estamos en esta isla. La mayoría llevamos aquí sólo unas semanas, aunque Luvah llegó hace por lo menos medio año.

—¿Quiénes son los otros?

—Algunos de tus hermanos y primos. Además de Rintrah y Luvah hay otros dos hermanos, Enion y Ariston. Y tus primos Tharmas y Palamabron.

Vala se echó de nuevo a reír alegremente y señaló el cielo rojo.

—¡Todos, todos engañados y atrapados por nuestro padre! —dijo—. Todos reunidos otra vez después de una ausencia de milenios. Una feliz reunión familiar como los mortales no podrían imaginar siquiera.

—Yo puedo imaginarlo —dijo Wolff—. Aún no habéis respondido a mi pregunta sobre vuestra sinceridad.

—Hemos jurado todos formar un frente común —explicó Rintrah—. Nos necesitamos mutuamente, así que debemos dejar a un lado nuestra enemistad natural y trabajar unidos. Sólo así podremos derrotar a Urizen.

—Nunca, que yo recuerde, ha habido un pacto para establecer un frente común —dijo Wolff—. Recuerdo que madre me dijo que hubo un pacto así en una ocasión, cuatro mil años antes de que yo naciese, cuando los compañeros negros amenazaban a los Señores. Urizen ha realizado dos milagros. Ha atrapado a ocho Señores y ha forzado una tregua. Esto puede ser su caída.

Wolff dijo luego que aceptaría la tregua. En nombre del Padre de todos los Señores, el gran Epónimo Los, juró respetar las reglas del acuerdo de paz hasta el momento en que todos los asociados aceptasen ponerle fin o muriesen todos salvo uno. Sabía mientras juraba que no podía confiar en que los otros no le traicionasen. Sabía que Rintrah y Vala sabían esto y no confiaban en él más que él en ellos. Pero al menos trabajarían todos juntos durante un tiempo. Y no era probable que ninguno de ellos quebrase el pacto por las buenas. Sólo si se presentaba una gran oportunidad, con grandes posibilidades de escapar al castigo, lo harían.

—Jadawin —dijo Theotormon con un gemido—. Mi propio hermano. Mi hermano favorito, el que decía que siempre me querría, que siempre me protegería. Eres como los otros. Quieres hacerme daño, matarme. A tu propio hermanito.

Vala le escupió y dijo:

—¡Cállate, bestia maldita y repugnante! Tú no eres un Señor, no eres hermano nuestro. ¿Por qué no te hundes en las profundidades y te ahogas, y apartas tu miedo y tu traición de nuestra vista y de la vista de todos los seres que respiran aire? Deja que los peces se alimenten de tu grasienta carroña, aunque luego tengan que vomitarla.

Extendiendo una aleta, Theotormon se arrastró hacia Wolff.

—Jadawin. No sabes cuánto he sufrido. ¿Es que no hay en ti piedad para mí? Siempre pensé que tú, al menos, tenías lo que les faltaba a estos otros. Tenías un corazón tierno, compasivo, del que estos monstruos desalmados carecían.

—Intentaste matarme —dijo Wolff—. Y volverías a intentarlo si creyeses que tenías una buena posibilidad de conseguirlo.

—No, no —negó Theotormon, intentando sonreír—. No me comprendes. Creí que me odiarías por preferir continuar viviendo una vida inferior que morir como Señor. Quería quitarte tus armas para que no pudieses herirme. Luego te habría explicado lo que me había sucedido, cómo llegué a ser de esta forma. Y habrías entendido entonces. Te habrías compadecido de mi y me habrías querido como me querías cuando eras un muchacho en el palacio de nuestro padre y yo era tu hermano pequeño. Sólo quería eso, explicarte lo sucedido y que me amases otra vez, que no me odiases. No pretendía hacerte daño. En nombre de Los, te lo juro.

—Te veré más tarde —dijo Wolff—. Ahora, de momento, desaparece.

Theotormon se alejó torpemente. Cuando llegó al borde de la isla, se volvió y gritó obscenidades e insultos contra Wolff. Wolff alzó su pistola de rayos, aunque sólo se proponía asustar a Theotormon. Éste se acuclilló y saltó como una rana gigante hacia el agua, sus gomosas piernas y sus pies palmeados tras él. Se zambulló y no volvió a salir. Wolff preguntó a Vala cuánto tiempo podía permanecer sin salir a la superficie.

—No lo sé. Media hora quizás. Pero dudo mucho que contenga la respiración. Lo más probable es que esté en una de las cavernas que hay entre las raíces y algas que forman la base de esta isla.

Luego añadió que debían ir a reunirse con los otros. Mientras caminaban a través de la fronda, fue explicando los datos físicos de aquel mundo, en la medida en que los conocía.

—Supongo que te darías cuenta de lo próximo que está el horizonte. Este planeta tiene un diámetro de unos 3470 kilómetros. —Aproximadamente el tamaño de la luna terrestre, pensó Wolff—. Pero la gravedad es sólo ligeramente menor que la de nuestro planeta natal. —No muy superior a la de la Tierra, pensó Wolff.

—La gravedad desaparece bruscamente sobre la atmósfera —continuó ella— y se extiende débilmente a través de este universo. Los demás planetas tienen campos similares.

A Wolff no le extrañaba esto. Los Señores podían alterar los campos y las gravitaciones de un modo que los terrestres aún no habían soñado siquiera.

—Este planeta está totalmente cubierto de agua.

—¿Y esta isla? —preguntó él.

—Flota. Tiene su origen en una planta que crece en el fondo del mar. Cuando se encuentra a mitad de su desarrollo, su vejiga empieza a llenarse de gas, producido por una bacteria. Se desarraiga por si sola y sube hasta la superficie. Allí tiende raíces o filamentos que se entrelazan con los filamentos de otras plantas del mismo género. Al final se forma una masa sólida de plantas de este tipo. La parte superior de la planta muere, mientras que la parte inferior continúa creciendo. La zona superior se pudre y forma un suelo. A él añaden las aves sus excrementos. Van de islas nuevas a islas viejas y desperdigan así las semillas. Estas producen las frondas que ves y el resto de la vegetación —indicó una mata de plantas semejantes al bambú.

—¿Y de dónde salieron estas rocas? —preguntó él.

Había varias rocas blanquecinas de unos cuatro metros de diámetro, más allá de los bambúes.

—Las plantas de vejiga gaseosa que forman islas son una de las quizás miles de especies. Hay un tipo de planta que se liga a las rocas del fondo del mar y que las eleva hasta la superficie cuando tienen gas suficiente. Los nativos las reúnen y las colocan en las islas si no son demasiado grandes. Las blancas atraen al ave Garzhu por alguna razón, y los nativos matan a esas aves o las domestican.

—¿Y el agua para beber?

—Es un océano de agua dulce.

Wolff, mirando a través de un claro en la masa de vegetación púrpura con vetas amarillentas y matorrales cargados de bayas que le llegaban hasta la cintura, vio aparecer en el horizonte un tremendo arco negro. En sesenta segundos se había convertido en una esfera y se elevaba sobre el horizonte.

—Nuestra luna —dijo ella—. Aquí las cosas son al revés. No hay sol. La luz viene del cielo. Así que la luna proporciona noche, o ausencia de luz. Es una especie de noche pálida y desvaída, pero es mejor que nada.

»Más tarde verás el planeta de Appirmatzum. Está en el centro de este universo, y a su alrededor giran los cinco planetas secundarios. Los verás también, negros, llenando el cielo, como nuestra luna.

Wolff le preguntó cómo sabía tanto sobre la estructura del mundo de Urizen. Ella contestó que el propio Theotormon le había proporcionado la información, aunque no voluntariamente. Éste había aprendido mucho mientras fue prisionero de Urizen. No había querido compartir la información, pues era una criatura torpe y egoísta. Pero ruando sus hermanos, primos y hermanas le capturaron, le obligaron a hablar.

—Casi todas las heridas están ya curadas —dijo ella, y rompió a reír.

Wolff se preguntó si Theotormon no habría tenido buenas razones, después de todo, para desear matarle. Y se preguntó que proporción de la historia que su hermana le contaba sobre su pacto sería cierta. Tendría que hablar alguna vez con Theotormon; a una distancia segura de él, por supuesto.

Vala dejó de hablar y cogió a Wolff por el brazo. Este iba a apartarse de aquel contacto, pensando que se proponía algún truco. Pero ella tenía la vista clavada en el cielo y parecía alarmada, y lo mismo Rintrah.