35

La campana calló antes de que terminaran de ensillar el caballo.

—¡Rápido! —dijo Dunworthy, apretando la cincha.

—Tranquilo —contestó Colin, mirando el mapa—. Ha tocado tres veces. La tengo localizada. Está al suroeste, ¿no? Y esto es Henefelde, ¿verdad? —Alzó el mapa ante Dunworthy, señalando cada sitio—. Entonces tiene que ser esta aldea de aquí.

Dunworthy observó el mapa y luego se volvió hacia el suroeste, intentando mantener la dirección de la campana en su mente. Ya estaba inseguro, aunque aún sentía las reverberaciones del tañido. Deseó que la aspirina actuara pronto.

—Vamos —dijo Colin, tirando del caballo hasta la puerta del cobertizo—. Monte y en marcha.

Dunworthy puso el pie en el estribo y pasó la otra pierna. Se mareó al instante. Colin le miró.

—Será mejor que yo lo guíe —sugirió, y se sentó delante de Dunworthy.

Colin aguijó al caballo con demasiada amabilidad y tiró de las riendas con excesiva violencia, pero el animal, sorprendentemente, se puso en marcha.

—Sabemos dónde está la aldea —declaró Colin, confiado—. Ahora sólo tenemos que encontrar un camino que vaya en esa dirección.

Casi inmediatamente anunció que lo había encontrado. Era un sendero bastante ancho, bajaba por una pendiente y se internaba en un bosquecillo de pinos, pero apenas unos metros más allá se dividía en dos, y Colin miró a Dunworthy, indeciso.

El caballo no vaciló. Se encaminó al sendero de la derecha.

—Mire, sabe adonde va —se sorprendió Colin, deleitado.

Menos mal que uno de nosotros lo sabe, pensó Dunworthy, y cerró los ojos para protegerse del bamboleante paisaje y del dolor de cabeza. Era evidente que el caballo regresaba a casa y sabía que debería decírselo a Colin, pero la enfermedad volvía a cebarse en él y tenía miedo de soltar la cintura del niño aunque fuera por un momento, por miedo a que la fiebre se apoderara de su cuerpo. Tenía mucho frío. Era la fiebre, claro; el mareo, el dolor, todo se debía a la fiebre, y eso era buen síntoma: el cuerpo hacía acopio de fuerzas para combatir el virus, reunía a la tropa. El escalofrío era sólo un efecto secundario de la fiebre.

—Caray, cómo aprieta el frío —dijo Colin, cerrándose el abrigo con una mano—. Espero que no nieve.

Soltó las riendas y se cubrió la nariz y la boca con la bufanda. El caballo ni siquiera lo notó. Se internaba decididamente en el bosque cada vez más profundo. Llegaron a otra bifurcación y luego a otra, y cada vez Colin consultó el mapa y el localizador, pero Dunworthy ignoraba si el muchacho elegía la dirección o si era el caballo quien simplemente continuaba el rumbo que había escogido.

Empezó a nevar, copos pequeños que cubrieron el sendero y se fundieron en las gafas de Dunworthy.

La aspirina empezó a hacer efecto. Dunworthy se enderezó en la silla y se arrebujó en la capa. Se limpió las gafas con una punta. Tenía los dedos entumecidos y rojos. Se frotó las manos y las sopló. Todavía estaban en el bosque y el sendero era ahora más estrecho.

—El mapa dice que Skendgate está a cinco kilómetros de Henefelde —comentó Colin, limpiando la nieve del localizador—, y ya hemos recorrido casi cuatro; ya falta poco.

Saltaba a la vista que no estaban en ninguna parte. Se encontraban en medio de Wychwood, en un sendero de vacas o de ciervos. Terminaría en la choza de un campesino o una salina, o un matorral con bayas que el caballo recordaría con agrado.

—¿Ve? Ya lo decía yo. —Entre los árboles asomó la cima de un campanario. El caballo inició un trote—. Alto —le dijo Colin, y tiró de las riendas—. Espera un momento.

Dunworthy cogió las riendas y redujo el paso del caballo mientras salían del bosque, dejaban atrás un prado cubierto de nieve, y llegaban a la cima de la colina.

La aldea se extendía ante ellos, tras un bosquecillo de fresnos. No era la aldea adecuada (Skendgate no tenía campanario), pero si Colin se dio cuenta, no dijo nada. Espoleó al caballo sin conseguir nada unas cuantas veces, y bajaron lentamente la colina, Dunworthy todavía sujetando las riendas.

No había cadáveres a la vista, pero tampoco gente, y no salía humo de las chozas. El campanario parecía silencioso y desierto, y no había huellas de pisadas a su alrededor.

—He visto algo —anunció Colin a la mitad de la colina. Dunworthy también lo había visto. Un leve movimiento que podía deberse a un pájaro o a una rama—. Por allí.

Colin señaló la segunda choza. Una vaca salió de entre las cabañas, suelta, con las ubres repletas, y Dunworthy tuvo la seguridad de que, como temía, la peste había asolado también aquel lugar.

—Es una vaca —dijo Colin, decepcionado.

La vaca alzó la cabeza ante el sonido de su voz y empezó a caminar hacia ellos, mugiendo.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Colin—. Alguien tuvo que tocar la campana.

Están todos muertos, pensó Dunworthy, mirando hacia el patio de la iglesia. Había tumbas nuevas allí, con la tierra amontonada sobre ellas, y la nieve no las había cubierto por completo todavía. Afortunadamente, todos están enterrados en ese patio, pensó, y vio el primer cuerpo. Era un muchachito. Estaba sentado con la espalda apoyada en una lápida, como si descansara.

—Mire, ahí hay alguien —dijo Colin, tirando de las riendas y señalando el cuerpo—. ¡Hola!

Se volvió para mirar a Dunworthy.

—¿Cree que entenderán lo que digamos?

—Está… —dijo Dunworthy.

El muchachito se levantó, incorporándose dolorosamente, se apoyó con una mano en la lápida como si buscara un arma alrededor.

—No te haremos daño —exclamó Dunworthy, intentando pensar cómo sería el inglés medio. Bajó del caballo, agarrándose a la silla ante el súbito asalto del mareo. Se enderezó y extendió la mano, con la palma hacia arriba.

La cara del muchachito estaba sucia, manchada de tierra y sangre, y la parte delantera de su túnica y de sus pantalones remangados estaba empapada y rígida. Se agachó, sujetándose el costado como si el movimiento le doliera, cogió un palo que yacía enterrado en la nieve y avanzó para impedirle el paso.

Kepe from huiré. Der fevreblau hast bifalien us.

—Kivrin —dijo Dunworthy, y se dirigió hacia ella.

—No se acerque —exclamó ella en inglés, alzando el palo como si fuera una escopeta. El extremo estaba roto.

—Soy yo, Kivrin, el señor Dunworthy —anunció él, todavía acercándose.

—¡No! —Kivrin retrocedió, agitando la pala rota—. No comprende. Es la peste.

—No importa, Kivrin. Hemos sido vacunados.

—Vacunados —dijo ella, como si no supiera lo que significaba la palabra—. Fue el clérigo del obispo. Ya la tenía cuando vino.

Colin llegó corriendo y ella volvió a levantar el palo.

—No importa —repitió Dunworthy—. Éste es Colin. También le han puesto la vacuna. Hemos venido para llevarte a casa.

Ella le miró fijamente durante un largo minuto. La nieve caía a su alrededor.

—Para llevarme a casa —dijo, sin ninguna entonación en la voz, y miró la tumba a sus pies. Era más pequeña que las demás, y más estrecha, como si albergara a un niño.

Miró a Dunworthy, y tampoco había ninguna expresión en su rostro. Llego demasiado tarde, pensó él, desesperado, mirándola allí de pie con la ropa ensangrentada, rodeada de tumbas. Ya la han crucificado.

—Kivrin —dijo.

Ella dejó caer la pala.

—Tiene que ayudarme —pidió. Se volvió y se dirigió a la iglesia.

—¿Está seguro de que es ella? —susurró Colin.

—Sí.

—¿Qué le pasa?

Llego demasiado tarde, pensó Dunworthy, y se apoyó en el hombro de Colin. Nunca me perdonará.

—¿Qué pasa? —se inquietó Colin—. ¿Se siente enfermo otra vez?

—No —contestó, pero esperó un momento antes de retirar la mano.

Kivrin se había detenido ante la puerta de la iglesia y se sujetaba de nuevo el costado. Un escalofrío recorrió a Dunworthy. La tiene, pensó. Tiene la peste.

—¿Estás enferma? —preguntó.

—No —Kivrin retiró la mano y la miró, como si esperara encontrarla cubierta de sangre—. Me dio una patada. —Intentó abrir la puerta de la iglesia, dio un respingo, y dejó que lo hiciera Colin—. Creo que me rompió algunas costillas.

Colin abrió el pesado portón de madera, y entraron juntos. Dunworthy parpadeó contra la oscuridad, deseando que sus ojos se acostumbraran a ella.

Por las estrechas ventanas no entraba ninguna luz, aunque vio dónde se encontraban. Distinguió una forma baja y pesada a la izquierda (¿un cuerpo?), y las masas más oscuras de las primeras columnas, pero más allá estaba completamente oscuro. A su lado, Colin rebuscaba en sus abultados bolsillos.

Por delante, una llama aleteó, iluminando sólo a sí misma. Luego se extinguió. Dunworthy se dirigió hacia ella.

—Espere un momento —advirtió Colin, y sacó una linterna de bolsillo. Cegó a Dunworthy, haciendo que todo lo que rodeaba su difuso haz se volviera tan negro como cuando entraron. Colin apuntó con ella las paredes pintadas, las gruesas columnas, el suelo irregular. La luz reveló la forma que Dunworthy había confundido con un cuerpo. Era una tumba de piedra.

—Ella está allí —dijo Dunworthy, señalando hacia el altar, y Colin apuntó la linterna en esa dirección.

Kivrin estaba arrodillada junto a alguien que yacía en el suelo delante de la reja. Era un hombre, según vio Dunworthy mientras se acercaban. La parte inferior de su cuerpo estaba cubierta por una manta púrpura, y tenía las grandes manos cruzadas sobre el pecho. Kivrin intentaba encender una vela con un carbón, pero la vela se había consumido y no prendía. Pareció agradecida cuando Colin se acercó con la linterna. Los iluminó a los dos.

—Tienen que ayudarme con Roche —dijo ella, parpadeando ante la luz. Se inclinó hacia el hombre y le cogió la mano.

Cree que todavía está vivo, pensó Dunworthy, pero ella añadió, con aquella voz inexpresiva e indiferente:

—Murió esta mañana.

Colin iluminó el cuerpo. Las manos cruzadas estaban casi tan púrpuras como la manta, pero su rostro aparecía pálido y completamente sereno.

—¿Quién era, un caballero? —preguntó Colin, asombrado.

—No. Un santo.

Colocó la mano sobre la mano de él, ya rígida. Sus dedos eran callosos y ensangrentados, con las uñas negras de suciedad.

—Tienen que ayudarme.

—¿Ayudarte a qué? —preguntó Colin.

Quiere que la ayudemos a enterrarlo, pensó Dunworthy, y no podemos. El hombre al que había llamado Roche era corpulento. Aunque consiguieran cavar una tumba, los tres no serían capaces de levantarlo, y Kivrin nunca los dejaría ponerle una cuerda alrededor del cuello para arrastrarlo hasta el patio de la iglesia.

—¿Ayudarte a qué? —repitió Colin—. No nos queda mucho tiempo.

No les quedaba nada de tiempo. Ya era tarde, y les resultaría imposible encontrar el camino en el bosque después de oscurecer. No había forma de saber cuánto tiempo podría mantener Badri el intermitente en marcha. Había dicho veinticuatro horas, pero no parecía lo bastante recuperado para durar dos, y ya habían transcurrido casi ocho. Y el suelo estaba congelado, y Kivrin tenía las costillas rotas, y los efectos de la aspirina se estaban acabando. Empezó a tiritar de nuevo en la gélida iglesia.

No podemos enterrarlo, pensó, mirándola allí arrodillada. ¿Cómo voy a decírselo cuando he llegado tarde para todo lo demás?

—Kivrin —dijo.

Ella palmeó amablemente la mano rígida.

—No podremos enterrarlo —dijo con aquella voz tranquila, inexpresiva—. Tuvimos que poner a Rosemund en su tumba, después de que el senescal… —Miró a Dunworthy—. Intenté cavar otra esta mañana, pero el suelo está demasiado duro. Rompí la pala. Dije la misa de difuntos por él y traté de tocar la campana.

—Te oímos —asintió Colin—. Fue así como te encontramos.

—Deberían haber sido nueve golpes, pero tuve que parar. —Se llevó la mano al costado, como si recordara el dolor—. Tienen que ayudarme a tocar el resto.

—¿Por qué? —se extrañó Colin—. No creo que quede nadie vivo para oírla.

—No importa —dijo Kivrin, y miró a Dunworthy.

—No tenemos tiempo. Pronto oscurecerá, y el lugar de encuentro está…

—Yo la tocaré —dijo Dunworthy. Se levantó—. Quédate aquí. —Ordenó, aunque ella no hizo ningún ademán por levantarse—. Yo tocaré la campana.

—Está oscureciendo —insistió Colin y echó a correr para alcanzarlo. La luz de su linterna bailaba locamente sobre las columnas y el suelo mientras corría—. Usted dijo que no sabía cuánto tiempo podrían mantener la red abierta. Espere un momento.

Dunworthy abrió la puerta, parpadeó para protegerse del brillo de la nieve, pero había oscurecido mientras estaban en la iglesia, el cielo era gris y olía a nieve. Cruzó rápidamente el patio en dirección al campanario. La vaca que Colin había visto cuando entraron en la aldea se coló entre la valla y se dirigió hacia ellos, hundiendo las pezuñas en la nieve.

—¿Qué sentido tiene tocar la campana cuando no hay nadie para oírla? —preguntó Colin, y se detuvo para apagar su linterna. Luego corrió para volver a alcanzarlo.

Dunworthy entró en la torre. Estaba tan fría y oscura como la iglesia, y olía a ratas.

La vaca asomó la cabeza y Colin pasó por su lado y se apoyó contra la pared curva.

—Usted es el que no para de decir que tenemos que volver, que la red va a cerrarse y dejarnos aquí —insistió—. Usted es el que dijo que no teníamos tiempo ni para encontrar a Kivrin.

Dunworthy permaneció allí un momento, dejando que sus ojos se acostumbraran a la luz y tratando de recuperar el aliento. Había caminado demasiado rápido y la tensión en su pecho había vuelto. Miró a la cuerda. Colgaba por encima de sus cabezas en la oscuridad, y había un nudo de aspecto grasiento a un palmo del extremo deshilachado.

—¿Puedo tocarla yo? —preguntó Colin, contemplándola.

—Eres demasiado pequeño.

—No lo soy —replicó, y saltó hacia la cuerda. Cogió el extremo, bajo el nudo, y colgó de allí varios segundos antes de caer, pero la cuerda apenas se movió, y la campana sólo dobló débilmente, desafinada, como si alguien la hubiera golpeado con una piedra—. Sí que es pesada.

Dunworthy levantó los brazos y agarró la áspera cuerda. Estaba fría y resbaladiza. Tiró bruscamente hacia abajo, sin estar seguro de poder hacerlo mejor que Colin, y la cuerda le hirió las manos. Bong.

—¡Qué fuerte suena! —exclamó Colin, tapándose los oídos con las manos y mirando deleitado hacia arriba.

—Una —contó Dunworthy. Una y arriba. Recordando a las americanas, dobló las rodillas y tiró recto de la cuerda. Dos. Y arriba. Y tres.

Se preguntó cómo había podido tocar Kivrin con las costillas lastimadas. La campana era mucho más pesada, más fuerte de lo que había imaginado, y parecía reverberar en su cabeza, en su tenso pecho. Bong.

Pensó en la señora Piantini, doblando sus gruesas rodillas y contando para sí. Cinco. Desde luego, no había apreciado lo difícil que era. Cada tirón parecía arrancarle el aire de los pulmones. Seis.

Quiso detenerse y descansar, pero no quería que Kivrin, que estaría escuchando en la iglesia, pensara que se había rendido, que sólo pretendía terminar los golpes que ella había comenzado. Agarró con más fuerza la cuerda y se apoyó contra la pared de piedra un instante, tratando de aliviar la tensión del pecho.

—¿Se encuentra bien, señor Dunworthy?

—Sí —contestó él, y tiró con tanta fuerza que pareció que los pulmones se le abrían. Siete.

No tendría que haberse apoyado contra la pared. Las piedras estaban frías como el hielo. Ahora volvía a tiritar. Pensó en la señora Taylor, intentando terminar su Chicago Surprise Minor, contando los golpes que le quedaban, intentando no ceder a las pulsaciones que sentía en la cabeza.

—Puedo terminarlo yo —dijo Colin, y Dunworthy apenas lo oyó—. Si quiere iré a buscar a Kivrin, y entre los dos daremos los últimos golpes. Los dos podemos tirar de la cuerda.

Dunworthy sacudió la cabeza.

—Cada hombre debe ceñirse a su campana —dijo sin aliento, y tiró de la cuerda. Ocho. No debía soltarla. La señora Taylor se había desmayado y la soltó, y la campana dio la vuelta, y la cuerda coleteó como un ser vivo. Se enroscó en el cuello de Finch y por poco lo estrangula. Tenía que aguantar, a pesar de todo.

Tiró de la cuerda hacia abajo y se agarró a ella hasta que estuvo seguro de que podría soportarla y entonces la dejó subir.

—Nueve —dijo.

Colin le miraba con el ceño fruncido.

—No tendrá una recaída, ¿verdad? —preguntó, temeroso.

—No —contestó Dunworthy, y soltó la cuerda.

La vaca estaba asomada a la puerta. Dunworthy empujó bruscamente al animal a un lado y regresó a la iglesia.

Kivrin seguía arrodillada junto a Roche, sosteniendo su mano rígida.

Dunworthy se detuvo ante ella.

—He tocado la campana —dijo.

Ella levantó la cabeza, sin asentir.

—¿No cree que deberíamos irnos ya? —intervino Colin—. Está oscureciendo.

—Sí —concedió Dunworthy—. Creo que será mejor… —El mareo lo cogió completamente desprevenido; se tambaleó y estuvo a punto de caer sobre el cuerpo de Roche.

Kivrin extendió la mano y Colin se abalanzó para sujetarlo. La linterna destelló errática por el techo cuando le agarró la mano. Dunworthy detuvo su caída con una mano, apoyándose en una rodilla, y extendió la otra mano hacia Kivrin, pero ella estaba en pie, retrocediendo.

—¡Está enfermo! —Era una acusación—. Tiene la peste, ¿verdad? —preguntó, y por primera vez su voz mostró alguna emoción—. ¿Verdad?

—No, es…

—Tiene una recaída —explicó Colin, y apoyó la linterna en el codo de la estatua para poder ayudar a Dunworthy a sentarse—. No prestó atención a mis carteles.

—Es un virus —dijo Dunworthy, quien se sentó de espaldas a la estatua—. No es la peste. Los dos hemos recibido estreptomicina y gammaglobulina. No podemos contraer la peste.

Apoyó la cabeza contra la estatua.

—Es un virus. Me pondré bien. Sólo necesito descansar un momento.

—Le advertí que no tocara la campana —le regañó Colin, vaciando el saco de arpillera en el suelo. Cubrió con el saco vacío los hombros de Dunworthy.

—¿Quedan aspirinas?

—Se supone que tiene que tomárselas cada tres horas —dijo Colin—, y siempre con agua.

—Entonces ve a buscar agua —replicó Dunworthy.

Colin miró a Kivrin en busca de apoyo, pero ella se encontraba al otro lado del cuerpo de Roche, observando a Dunworthy recelosamente.

—Vamos —ordenó Dunworthy, y Colin se marchó corriendo. Sus botas resonaron sobre el suelo de piedra. Dunworthy miró a Kivrin, que retrocedió un paso—. No es la peste —aseguró—. Es un virus. Temíamos que hubieras quedado expuesta a él antes de atravesar. ¿Lo contrajiste?

—Sí —contestó ella, y se arrodilló junto a Roche—. Él me salvó la vida.

Alisó la manta púrpura y Dunworthy advirtió que se trataba de una capa de terciopelo. Tenía una gran cruz de seda bordada en el centro.

—Me dijo que no tuviera miedo —añadió ella. Le subió la capa hasta el pecho, sobre las manos cruzadas, pero la acción dejó sus pies descubiertos. Roche calzaba unas sandalias bastas e incongruentes. Dunworthy se quitó el saco de arpillera de los hombros y lo extendió amablemente sobre los pies, y entonces se levantó, con cuidado, aferrándose a la estatua para no caer otra vez.

Colin volvió con un cubo medio lleno de agua que debía de haber encontrado en un charco. Respiraba entrecortadamente.

—¡La vaca me atacó! —protestó y sacó un sucio cazo del cubo.

Depositó las aspirinas en la mano de Dunworthy. Quedaban cinco tabletas.

Dunworthy tomó dos de ellas, tragando la menor cantidad de agua posible, y tendió las otras a Kivrin. Ella las cogió con solemnidad, todavía arrodillada en el suelo.

—No he encontrado ningún caballo —informó Colin, mientras tendía el cazo a Kivrin—. Sólo una mula.

—Un burro —rectificó Kivrin—. Maisry robó el pony de Agnes. —Le devolvió el cazo y volvió a coger la mano de Roche—. Él tocó la campana por todos, para que sus almas pudieran ir seguras al cielo.

—¿No le parece mejor que nos vayamos? —susurró Colin—. Fuera está casi oscuro.

—Incluso por Rosemund —prosiguió Kivrin, como si no lo hubiera oído—. Ya estaba enfermo. Le dije que no nos quedaba tiempo, que debíamos marcharnos a Escocia.

—Tenemos que irnos ahora, antes de que se haga de noche —dijo Dunworthy.

Ella no se movió ni soltó la mano de Roche.

—Me sostuvo la mano mientras yo me estaba muriendo.

—Kivrin —insistió él amablemente.

Ella colocó la mano sobre la mejilla de Roche, lo miró un largo instante, y entonces se puso de rodillas. Dunworthy le ofreció la mano, pero ella se levantó sola, sujetándose el costado, y recorrió la nave.

Se volvió en la puerta y contempló la oscuridad.

—Cuando ya agonizaba, me dijo dónde estaba el lugar de recogida para que pudiera volver al cielo. Me dijo que quería que lo dejara y me fuera, para que cuando él llegara yo ya estuviera allí —dijo, y salió a la nieve.