—¡Colin! —gritó Dunworthy, agarrando el brazo del niño mientras se zambullía bajo la gasa y entraba en la red, boca abajo—. En nombre de Dios, ¿qué estás haciendo?
Colin se soltó de su tenaza.
—¡No debería ir usted solo!
—¡No puedes atravesar la red! Esto no es un perímetro de cuarentena. ¿Y si la red se hubiera abierto? ¡Te podrías haber matado! —Cogió de nuevo a Colin por el brazo y se dirigió hacia la consola—. ¡Badri! ¡Deten el lanzamiento!
Badri no estaba allí. Dunworthy observó miope el lugar donde se hallaba la consola. Estaban en un bosque, rodeados de árboles. Había nieve en el suelo y el aire chispeaba con cristales de condensación.
—Si va usted solo, ¿quién le cuidará? —prosiguió Colin—. ¿Y si sufre una recaída? —Miró más allá de Dunworthy, y se quedó boquiabierto—. ¿Estamos allí?
Dunworthy soltó el brazo del niño y rebuscó sus gafas en la pelliza.
—¡Badri! —gritó—. ¡Abre la red! —Se puso las gafas. Estaban cubiertas de escarcha. Se las quitó de nuevo y frotó las lentes—. ¡Badri!
—¿Dónde estamos? —preguntó Colín.
Dunworthy se caló las gafas y miró alrededor. Los árboles eran viejos, la yedra que cubría sus troncos estaba plateada por la escarcha. No había ni rastro de Kivrin.
Había esperado que estuviera allí, lo cual era ridículo. Ya habían abierto la red y no la habían encontrado, pero tenía la esperanza de que cuando advirtiera dónde estaba, volvería al lugar de encuentro y esperaría. Pero no estaba allí, y no había el menor rastro de que hubiera ido en algún momento.
La nieve estaba lisa, sin ninguna huella. Era lo bastante profunda para ocultar cualquier pisada que Kivrin hubiera podido dejar antes de la nevada, pero no lo bastante para cubrir totalmente el carro aplastado y las cajas dispersas. Tampoco había rastro de la carretera de Oxford a Bath.
—No sé dónde estamos.
—Bueno, sé que no es Oxford —comentó Colin, que pisoteaba la nieve—, porque no está lloviendo.
Dunworthy levantó la cabeza y contempló a través de los árboles el cielo pálido y despejado. Si se había producido el mismo deslizamiento que en el lanzamiento de Kivrin, tenía que ser media mañana.
Colin corrió hasta un macizo de sauces rojizos.
—¿Adonde vas? —preguntó Dunworthy.
—A encontrar una carretera. Se supone que el lugar está cerca de una carretera, ¿no? —Se internó en el bosquecillo y desapareció.
—¡Vuelve aquí! —gritó Dunworthy.
Colin apareció, separando los sauces.
—Ven aquí —ordenó Dunworthy, más calmado.
—Sube hasta una colina —informó el niño, que regresó al claro a través de los sauces—. Podemos subirla y ver dónde estamos.
Ya se había mojado, su traje marrón aparecía cubierto de nieve de los sauces, y parecía alerta, preparado para las malas noticias.
—Va a enviarme de vuelta, ¿no?
—Debería hacerlo —dijo Dunworthy, pero el corazón se le encogió ante la perspectiva. Como mínimo faltaban dos horas para que Badri abriera la red, y no estaba seguro de cuánto tiempo permanecería abierta. No podía malgastar dos horas esperando para enviar de vuelta a Colín, ni tampoco dejarlo atrás—. Eres mi responsabilidad.
—Y usted es responsabilidad mía —replicó Colin, testarudo—. Tía Mary me dijo que cuidara de usted. ¿Y si sufre una recaída?
—No lo entiendes. La Peste Negra…
—Tranquilo. No se preocupe. Recibí la estreptomicina y todo eso. Hice que William le pidiera a su enfermera que me inyectara. No puede enviarme de regreso ahora; la red no está abierta y hace demasiado frío para quedarnos aquí y esperar una hora. Si vamos a buscar a Kivrin ahora, puede que la hayamos encontrado para entonces.
Tenía razón: no podían quedarse allí. El frío empezaba ya a calar la chillona capa victoriana, y el traje de arpillera de Colin le daba aún menos protección que su antigua chaqueta, y ya estaba igual de mojado.
—Subiremos a la cima de la colina —dijo—, pero primero debemos marcar el claro para poder encontrarlo después. Y no vayas por ahí corriendo de esa forma. Quiero tenerte a la vista en todo momento. No tendré tiempo para ir a buscarte a ti también.
—No me perderé —aseguró Colin, rebuscando en su bolsa. Mostró un rectángulo plano—. He traído un localizador. Ya está preparado para rastrear el claro.
Separó los sauces para que Dunworthy pasara, y salieron a la carretera. Apenas era un sendero de cabras y estaba cubierto de nieve y sin marca alguna a excepción de huellas de ardillas y un perro, o posiblemente un lobo. Colin caminó dócilmente junto a Dunworthy hasta que estuvieron a mitad de la colina, entonces no pudo contenerse y echó a correr.
Dunworthy trotó tras él, luchando con la tensión que ya sentía en el pecho. Los árboles se detenían en mitad de la colina, y entonces empezó a soplar viento. Era dolorosamente frío.
—Veo la aldea —le gritó Colin.
Llegó junto a Colin. El viento era peor allí, atravesaba la capa, a pesar del forro, y empujaba largas cadenas de nubes por el cielo pálido. A lo lejos, al sur, una columna de humo ascendía directa al cielo, y entonces, capturada por el viento, giró bruscamente hacia el este.
—¿Ve? —señaló Colin.
Una llanura se extendía bajo ellos, cubierta de nieve y casi demasiado brillante para poder mirarla. Los árboles pelados y los caminos se extendían oscuros sobre la nieve, como marcas en un mapa. La carretera de Oxford a Bath era una línea recta y negra, que dividía la llanura nevada, y Oxford era un dibujo a lápiz. Vislumbró los tejados nevados y la torre cuadrada de St. Michael’s sobre las oscuras murallas.
—No parece que la Peste Negra haya llegado todavía, ¿verdad? —dijo Colin.
Tenía razón. Todo parecía sereno, intacto, el antiguo Oxford de leyenda. No lo imaginaba asolado por la peste: los carros de muertos llenos de cadáveres arrastrados por las estrechas callejas, los colegios cerrados y abandonados, y en todas partes los moribundos y los ya muertos. No imaginaba a Kivrin allí, en alguna de aquellas aldeas que no podía ver.
—¿No lo ve? —le preguntó Colin, señalando al sur—. Tras aquellos árboles.
Él se esforzó por distinguir edificios entre el macizo de árboles. Vislumbró una sombra más oscura entre las ramas grises, la torre de una iglesia, tal vez, o el alero de una mansión.
—Hay un camino que conduce hasta allí —señaló Colin, mostrando una estrecha línea gris que comenzaba en alguna parte bajo ellos.
Dunworthy examinó el mapa que le había dado Montoya. No había forma de adivinar qué aldea era, ni siquiera con las notas, sin saber a qué distancia estaban del sitio de llegada. Si se encontraban directamente al sur, la aldea que estaba al este tenía que ser Skendgate, pero donde pensaba que tendrían que haber árboles no encontró nada, sólo una llanura de nieve.
—¿Qué? —dijo Colin—. ¿Vamos?
Era la única aldea visible, si era una aldea, y no parecía estar a más de un kilómetro de distancia. Si no era Skendgate, al menos estaba en la dirección adecuada, y si tenía una de las «características distintivas» de Montoya, podrían usarla para decidir dónde se hallaban.
—No te apartes de mi lado y no hables con nadie, ¿me entiendes?
Colin asintió, aunque estaba claro que no le escuchaba.
—Creo que la carretera está por aquí —dijo, y corrió al otro lado de la colina.
Dunworthy le siguió, intentando no pensar cuántas aldeas había, el poco tiempo que les quedaba, lo cansado que se sentía después de sólo una colina.
—¿Cómo convenciste a William para que te inyectaran la estreptomicina? —preguntó cuando alcanzó a Colin.
—Me pidió el número de médico de tía Mary para poder falsificar las autorizaciones. Estaba en su maletín.
—¿Y te negaste a dárselo a menos que accediera?
—Sí, y además le amenacé con contarle a su madre lo de sus novias —contestó el niño, y de nuevo echó a correr.
El camino que había visto era un sendero vallado. Dunworthy se negó a atravesar el campo que rodeaba.
—Debemos ceñirnos a los caminos —dijo.
—Por aquí es más rápido —protestó Colín—. No nos perderemos. Tenemos el localizador.
Dunworthy se negó a discutir. Continuó adelante, buscando un giro. Los estrechos campos daban paso a bosques y el camino se dirigía al norte.
—¿Y si no hay un camino a la aldea? —preguntó Colin después de medio kilómetro, pero a la siguiente curva lo encontraron.
Era más estrecho que el anterior, y nadie lo había surcado desde la nevada. Avanzaron a trancas y barrancas, hundiendo los pies en la capa de hielo a cada paso. Dunworthy intentó ansiosamente divisar la aldea, pero el bosque era demasiado denso.
La nieve los obligaba a avanzar despacio y ya se había quedado sin aliento. La tensión en su pecho era como una correa de hierro.
—¿Qué haremos cuando lleguemos allí? —preguntó Colin, avanzando sin esfuerzo sobre la nieve.
—Tú te quitas de en medio y me esperas. ¿Queda claro?
—Sí. ¿Está seguro de que éste es el camino correcto?
Dunworthy no estaba seguro de nada. El camino se curvaba hacia el oeste, apartándose del lugar donde creía que se encontraba la aldea, y por delante volvía a curvarse hacia el norte. Escrutó ansiosamente los árboles, intentando así avistar un destello de piedra o un techo de paja.
—Estoy seguro de que la aldea no estaba tan lejos —añadió Colin, frotándose los brazos—. Llevamos horas caminando.
No era tanto, pero sí al menos una hora, y no habían llegado siquiera a una choza, mucho menos a un aldea. Había varias, ¿pero dónde?
Colin sacó su localizador.
—Mire —indicó a Dunworthy la lectura—. Nos hemos desviado demasiado al sur. Creo que deberíamos volver al otro camino.
Dunworthy miró la lectura y luego el mapa. Estaban al sur del lugar de llegada, a más de tres kilómetros de distancia. Tendrían que desandar casi todo el camino, sin esperanza ninguna de encontrar a Kivrin en ese tiempo, y al final, no estaba seguro de poder llegar más lejos. Ya se sentía agotado, la tensión en su pecho aumentaba a cada paso, y sentía un brusco dolor en las costillas. Se giró y contempló la curva que tenían delante, intentando decidir qué debían hacer.
—Se me están congelando los pies —protestó Colin. Pisoteó la nieve y un pájaro salió volando, asustado. Dunworthy alzó la cabeza y frunció el ceño. El cielo se estaba nublando.
—Tendríamos que haber seguido ese sendero —se quejó Colin—. Habría sido mucho más…
—Calla.
—¿Qué pasa? ¿Viene alguien?
—Shh —susurró Dunworthy. Retrocedió con Colin al borde del camino y volvió a prestar atención. Le había parecido oír un caballo, pero ahora no percibía nada. Tal vez había sido el pájaro.
Condujo a Colin detrás de un árbol.
—Quédate aquí —susurró, y se arrastró hasta que divisó la curva.
El caballo negro estaba atado a un matorral. Dunworthy retrocedió rápidamente hasta un grupo de abetos y se quedó quieto, intentando ver al jinete. No había nadie en el camino. Esperó, tratando de acallar su propia respiración para atender cualquier ruido, pero no vino nadie, y no captaba más que los pasos del caballo.
Estaba ensillado y la brida estaba repujada de plata, pero parecía delgado: las costillas se le marcaban contra la cincha, que estaba suelta, y la silla se ladeó un poco mientras el animal retrocedía. El caballo agitó la cabeza, tirando enérgicamente de las riendas. Era evidente que intentaba liberarse, y cuando Dunworthy se acercó descubrió que no estaba atado, sino enganchado en las zarzas.
Salió al camino. El caballo volvió la cabeza hacia él y empezó a relinchar salvajemente.
—Tranquilo, tranquilo —murmuró, acercándose con cuidado a su flanco izquierdo. Le puso la mano en el cuello, y el caballo dejó de relinchar y empujó a Dunworthy con el hocico, buscando comida.
Él buscó hierba entre la nieve, pero la zona alrededor del matorral estaba casi pelada.
—¿Cuánto tiempo llevas atrapado aquí, amigo? —preguntó. ¿Había caído su jinete alcanzado por la plaga mientras cabalgaba, o había muerto, y el caballo había echado a correr, presa del pánico, hasta que las riendas se quedaron enganchadas en los matorrales?
Se internó un poco en el bosque, buscando huellas, pero no encontró ninguna. El caballo empezó a relinchar de nuevo, y Dunworthy regresó a liberarlo, arrancando de paso las briznas de hierba que asomaban entre la nieve.
—¡Un caballo! ¡Apocalíptico! —exclamó Colin, que se acercó corriendo—. ¿Dónde lo ha encontrado?
—Te dije que te quedaras donde estabas.
—Lo sé, pero oí relinchar al caballo, y pensé que tal vez tenía problemas.
—Razón de más para que me obedecieras. —Le tendió la hierba a Colin—. Dale de comer esto.
Se inclinó sobre el matorral y cogió las riendas. En sus esfuerzos por liberarse, el caballo había retorcido las riendas alrededor de las zarzas. Dunworthy tuvo que retirar las ramas con una mano y extender la otra para desatarlas. Se llenó de arañazos en cuestión de segundos.
—¿De quién es este caballo? —preguntó Colin, mientras ofrecía al animal un puñado de hierba desde una distancia de varios pasos. El caballo, hambriento, intentó morderla y Colin saltó hacia atrás—. ¿Está seguro de que es manso?
Dunworthy acababa de hacerse un profundo corte cuando el caballo se abalanzó hacia la hierba, pero logró liberar la rienda. Se la envolvió en la mano sangrante y cogió la otra.
—Sí —dijo.
—¿De quién es este caballo? —repitió Colin, acariciándole tímidamente el hocico.
—Nuestro. —Tensó la cincha y aupó a Colin tras la silla, pese a sus protestas, luego montó él.
El caballo, sin advertir todavía que estaba libre, volvió la cabeza con aire acusador cuando Dunworthy lo espoleó amablemente, pero luego comenzó a trotar por el camino nevado, feliz de encontrarse libre.
Colin se agarró con fuerza a la cintura de Dunworthy, justo donde le dolía, pero cuando avanzaron un centenar de metros se enderezó y preguntó:
—¿Cómo lo guía? ¿Y si quiere que vaya más rápido?
No tardaron nada en llegar a la carretera principal. Colin quería volver al sendero y cortar a campo través, pero Dunworthy hizo girar al caballo hacia el otro lado. La carretera se bifurcaba un kilómetro más allá, y tomó por el camino de la izquierda.
Parecía más transitado que el primero, aunque el bosque al que conducía era aún más tupido. El cielo estaba ahora completamente nublado y empezaba a soplar viento.
—¡La veo! —exclamó Colin, y se soltó de una mano para señalar más allá de un grupito de fresnos un destello de piedra gris oscura. Una iglesia, tal vez, o un granero. Se encontraba al este, y casi inmediatamente un estrecho sendero se bifurcaba del camino. Una plancha de madera cruzaba un arroyo, y al otro lado se extendía un pequeño prado.
El caballo no irguió las orejas ni intentó avivar el paso, y Dunworthy llegó a la conclusión de que no debía ser de aquella aldea. Menos mal, pensó, o nos ahorcarán por robar caballos antes de poder preguntar dónde está Kivrin. Entonces descubrió las ovejas.
Yacían de costado, montones de lana de un gris sucio, aunque algunas de ellas estaban acurrucadas cerca de los árboles, al abrigo del viento y la nieve.
Colin no las había visto.
—¿Qué haremos cuando lleguemos allí? ¿Nos colamos sin que nos vean, o le preguntamos a alguien si la han visto?
No habrá nadie a quien preguntar, pensó Dunworthy. Espoleó el caballo y entraron al trote en la aldea.
No se parecía a las ilustraciones del libro de Colin, edificios alrededor de un claro central. Las chozas estaban esparcidas entre los árboles, casi fuera de la vista unas de otras. Vio techos de paja, y más allá, en un bosquecillo de fresnos, la iglesia, pero aquí, en un claro tan pequeño como en el del lanzamiento, sólo había una casa de troncos y un cobertizo bajo.
Era demasiado pequeña para ser la casa del señor: sin duda era la del senescal, o la del molinero. La puerta de madera del cobertizo estaba abierta y había entrado nieve. Del techo no salía humo. No se oía ningún ruido.
—Tal vez han huido —apuntó Colin—. Muchas personas huyeron cuando se enteraron de que venía la peste. Así se extendía.
Tal vez habían huido. La nieve ante la casa estaba plana y dura, como si hubiera habido muchas personas y caballos en el patio.
—Quédate con el caballo —ordenó Dunworthy, y se acercó a la casa. La puerta tampoco estaba cerrada, aunque lo habían intentado.
El interior de la casa estaba helado y tan oscuro después de la brillante nieve que sólo vio una imagen roja. Abrió del todo la puerta, pero apenas había luz, y todo parecía teñido de rojo.
Debía de ser la casa del senescal. Había dos habitaciones separadas por una partición de troncos, y alfombras en el suelo. La mesa estaba vacía y el fuego del hogar llevaba días apagado. La habitación pequeña olía a cenizas frías. El senescal y su familia habían huido, y tal vez todos los demás aldeanos también, llevando sin duda la peste consigo. Y Kivrin.
De pronto, la tensión de su pecho se convirtió en dolor y tuvo que apoyarse en el marco de la puerta. Pese a todas sus preocupaciones sobre Kivrin, nunca se le había ocurrido esto: que ella se hubiera marchado.
Miró en la otra habitación. Colin se asomó a la puerta.
—El caballo quiere beber de un cubo que hay aquí fuera. ¿Le dejo?
—Sí —dijo Dunworthy, y se levantó para que Colin no pudiera ver lo que había tras la partición—. Pero no dejes que se atraque. Hace días que no bebe agua.
—No hay mucha en el cubo. —Contempló la habitación, interesado—. Ésta es una de las chozas de los siervos, ¿verdad? Eran muy pobres, ¿no? ¿Ha encontrado algo?
—No. Ve y vigila al caballo. Y no dejes que se escape.
Colin salió, y rozó con la cabeza la parte superior de la puerta.
El bebé yacía en una bolsa de plumas en el rincón. Al parecer todavía estaba vivo cuando su madre murió; ella yacía sobre el suelo de barro, con las manos extendidas hacia él. Las tenía oscuras, casi negras, y la ropita del bebé estaba rígida por la sangre seca.
—¡Señor Dunworthy! —llamó Colin, alarmado, y Dunworthy se volvió, temiendo que hubiera regresado, pero continuaba fuera con el caballo, que tenía la nariz dentro del cubo.
—¿Qué pasa?
—Hay algo allí en el suelo. —Señaló hacia las chozas—. Creo que es un cuerpo. —Tiró de las riendas del caballo con tanta fuerza, que el cubo se volcó y se formó un charquito de agua sobre la nieve.
—Espera —dijo Dunworthy, pero Colin ya corría hacia los árboles, seguido por el caballo.
—Es un ca… —empezó Colin, y su voz se apagó bruscamente. Dunworthy le alcanzó, sujetándose el costado.
Era el cadáver de un joven. Yacía boca arriba en la nieve, en medio de un charco congelado de líquido negro. Había una capa de polvo de nieve sobre su rostro. Se le habrán reventado las bubas, pensó Dunworthy, y miró a Colin, pero el muchacho no observaba el cadáver, sino el claro que había más allá.
Era más grande que el que había delante de la casa del senescal. Alrededor se alzaba una media docena de chozas, y al fondo la iglesia normanda. En el centro, sobre la nieve pisoteada, se amontonaban los cadáveres.
No habían hecho ningún intento por enterrarlos, aunque junto a la iglesia había una zanja, y un montón de tierra cubierta de nieve al lado. Parecía que habían arrastrado algunos hasta el patio de la iglesia (había largas marcas en la nieve), y uno al menos se había arrastrado hasta la puerta de su choza. Yacía medio dentro, medio fuera.
—«Temed a Dios, pues la hora del Juicio ha llegado» —murmuró Dunworthy.
—Parece como si se hubiese librado una batalla aquí.
—La hubo.
Colin dio un paso al frente, contemplando el cuerpo.
—¿Cree que todos están muertos?
—No los toques —advirtió Dunworthy—. No te acerques siquiera.
—Recibí la gammaglobulina —dijo él, pero se apartó del cuerpo, tragando saliva.
—Respira hondo —aconsejó Dunworthy, apoyándole una mano sobre el hombro—, y mira otra cosa.
—En el libro decían que era así —comentó el niño, observando fijamente un roble—. En realidad, temía que fuera mucho peor. Quiero decir que no huele mal ni nada de eso.
—Sí.
Tragó saliva otra vez.
—Ya estoy bien. —Contempló el claro—. ¿Dónde cree que puede estar Kivrin?
Aquí no, rogó Dunworthy.
—Tal vez esté en la iglesia. —Se dirigió hacia allí con el caballo—. Además, necesitamos ver si la tumba está allí. Puede que ésta no sea la aldea.
El caballo dio dos pasos y echó atrás la cabeza, con las orejas retraídas. Relinchó asustado.
—Llévalo al cobertizo —dijo Dunworthy, cogiendo las riendas—. Huele la sangre, y está asustado. Átalo.
Apartó al caballo de la vista del cuerpo y le tendió las riendas a Colín, quien las cogió con aspecto preocupado.
—Tranquilo —dijo, guiándolo hacia la casa del senescal—. Sé cómo te sientes.
Dunworthy se dirigió rápidamente al patio de la iglesia. Había cuatro cuerpos en el pozo y dos tumbas al lado, cubiertas de nieve, los primeros en morir tal vez, cuando todavía se celebraban funerales. Se encaminó hacia la parte delantera de la iglesia.
Había dos cuerpos más ante la puerta. Yacían boca abajo, uno encima de otro; el de arriba era un anciano. El cadáver de debajo era una mujer. Vio los faldones de su burda capa y una de sus manos. Los brazos del hombre cubrían la cabeza y los hombros de la mujer.
Dunworthy alzó torpemente la mano del hombre, y el cuerpo resbaló hacia el lado, tirando de la capa. La saya de debajo estaba sucia y manchada de sangre, pero vio que había sido azul. Retiró la capucha. Había una cuerda alrededor del cuello de la mujer. Su largo pelo rubio se había enredado en las ásperas fibras.
La ahorcaron, pensó, sin sorprenderse en absoluto.
Colin llegó corriendo.
—He descubierto qué son esas marcas del suelo. Por ahí arrastraron los cuerpos. Hay un niño pequeño tras el granero con una cuerda alrededor del cuello.
Dunworthy miró la cuerda y la maraña de pelo. Estaba tan sucio que apenas era rubio.
—Apuesto a que los arrastraron hasta el patio de la iglesia porque no podían con ellos —añadió Colin.
—¿Dejaste al caballo en el cobertizo?
—Sí. Lo até a una viga. Quería venir conmigo.
—Tiene hambre. Vuelve al cobertizo y dale un poco de heno.
—¿Ha pasado algo? No estará sufriendo una recaída, ¿verdad?
Dunworthy no creía que Colin distinguiera el vestido azul desde donde se encontraba.
—No —respondió—. Debe de haber algo de heno en el granero. O avena. Ve a darle de comer al caballo.
—Muy bien —dijo Colin, a la defensiva, y corrió hacia el cobertizo. Se detuvo a mitad del prado—. No tengo que darle el heno, ¿verdad? —gritó—. ¿Puedo ponerlo en el suelo delante de él?
—Sí —dijo Dunworthy, mirándose la mano. Había sangre en la mano de la mujer también, y en el interior de su muñeca. Tenía el brazo doblado, como si hubiera intentado detener la caída. Dunworthy podía cogerla y darle la vuelta fácilmente. Sólo tenía que cogerla del codo.
Le levantó la mano. Estaba rígida y fría. Bajo la suciedad estaba roja y agrietada, con la piel levantada en una docena de sitios. No podía ser de Kivrin, y si lo fuera, ¿qué había vivido durante las dos últimas semanas para acabar en este estado?
Todo estaría en el grabador. Le volvió la mano suavemente, buscando la cicatriz del implante, pero la muñeca estaba demasiado sucia para distinguirla, si la había.
Y si la encontraba, ¿entonces qué? ¿Debía llamar a Colín y decirle que buscara un hacha en la cocina del senescal? ¿Debía cortar la mano muerta para poder oír la voz de Kivrin contando los horrores que le habían sucedido? No podría hacerlo, desde luego, como tampoco podía darle la vuelta al cuerpo y averiguar de una vez por todas si era Kivrin.
Colocó la mano junto al cuerpo, la cogió por el codo y le dio la vuelta.
Había muerto de una variedad bubónica. Descubrió una repugnante mancha amarilla en el costado de su saya azul, donde la buba de su brazo se había reventado. Tenía la lengua negra y tan hinchada que le llenaba toda la boca, como un objeto obsceno introducido entre sus dientes para ahogarla, y la cara pálida estaba abotargada y tumefacta.
No era Kivrin. Intentó levantarse, tambaleándose un poco, y entonces pensó, demasiado tarde, que debía haber cubierto el rostro de la mujer.
—¡Señor Dunworthy! —gritó Colin, corriendo desesperadamente, y él lo miró a ciegas, indefenso.
—¿Qué ha pasado? —acusó el niño—. ¿La ha encontrado?
—No —respondió él, bloqueándole el paso. No vamos a encontrarla.
Colin miró a la mujer. Su cara era de un azul pálido contra la nieve blanca y el brillante traje azul.
—La ha encontrado, ¿verdad? ¿Es ella?
—No —repitió Dunworthy. Pero podía serlo. Podía serlo. Y no podía dar la vuelta a más cuerpos, a pesar de que debería hacerlo. Sentía las rodillas de trapo, como si no pudieran soportar más su peso—. Ayúdame a regresar al cobertizo.
Colin permaneció donde estaba, obstinado.
—Si es ella, puede decírmelo. Lo soportaré.
Pero yo no, pensó Dunworthy. No podré soportarlo si está muerta. Volvió hacia la casa del senescal, apoyando una mano en la fría pared de piedra de la iglesia y preguntándose qué haría cuando llegara a espacio abierto.
Colin saltó a su lado, le cogió el brazo y lo miró ansiosamente.
—¿Qué pasa? ¿Sufre una recaída?
—Sólo necesito descansar un poco —dijo él, y continuó, casi sin darse cuenta—: Kivrin llevaba un vestido azul cuando partió.
Cuando partió, cuando se tendió en el suelo y cerró los ojos, indefensa y confiada, y desapareció para siempre en esta cámara de los horrores.
Colin abrió la puerta del cobertizo y ayudó a entrar a Dunworthy, sujetándole el brazo con ambas manos. El caballo, que mordisqueaba un saco de avena, irguió la cabeza.
—No encontré heno —dijo Colin—, así que le di grano. Los caballos comen grano, ¿verdad?
—Sí —contestó Dunworthy, apoyándose en los sacos—. No dejes que se lo coma todo. Se atiborrará y acabará reventando.
Colin se acercó al saco y empezó a apartarlo del alcance del caballo.
—¿Por qué creyó que era Kivrin?
Vi el vestido azul. El vestido de Kivrin era de ese mismo color. El saco era demasiado pesado para Colin. Tiró de él con las dos manos y la tela se partió por el lado, esparciendo avena sobre la paja. El caballo la mordisqueó ansiosamente.
—No, quiero decir que toda esa gente murió de peste, ¿no? Y ella fue inmunizada. Así que no pudo contagiarse. ¿De qué más podría morirse?
De esto, pensó Dunworthy. Nadie podría sobrevivir a esto, viendo a niños y bebés morir como animales, apilados en zanjas y cubiertos de tierra, arrastrados con una cuerda pasada alrededor de sus cuellos muertos. ¿Cómo podría haber sobrevivido a semejante horror?
Colin consiguió apartar el saco del alcance del caballo. Lo dejó caer junto a un pequeño cofre y se plantó ante Dunworthy, algo cansado.
—¿Está seguro de que no sufre una recaída?
—No —dijo él, pero empezaba a tiritar.
—Quizá sólo está cansado. Repose, ahora mismo vuelvo.
Salió y cerró tras él la puerta del cobertizo. El caballo mordisqueaba la avena derramada, con bocados ruidosos y voraces. Dunworthy se levantó, agarrándose al travesaño, y se inclinó sobre el pequeño cofre. Los cierres de metal habían perdido el brillo y el cuero de la tapa tenía un pequeño arañazo, pero por lo demás parecía nuevo.
Se sentó y abrió la tapa.
El senescal lo usaba para guardar las herramientas. Había un rollo de cuerda de cuero y una cabeza de pico oxidada. El forro azul del que Gilchrist había hablado en el pub estaba rasgado donde se había apoyado el pico.
Colin regresó, cargando con el cubo.
—Le he traído un poco de agua. La cogí del arroyo. —Soltó el cubo y buscó un frasquito en el bolsillo—. Sólo tengo diez aspirinas, así que no puede sufrir una recaída. Se las escatimé al señor Finch.
Cogió dos.
—Conseguí también sintamicina, pero temía que no se hubiera inventado todavía. Supuse que tendrían que contentarse con aspirina. —Le tendió las pastillas a Dunworthy y acercó el cubo—. Tendrá que usar la mano. Me pareció que los cuencos de los contemporáneos estarían llenos de gérmenes de la peste.
Dunworthy tragó la aspirina y cogió con la mano agua del cubo para tragársela.
—Colin —dijo.
El muchacho acercó el cubo al caballo.
—Creo que ésta no es la aldea. Fui a la iglesia y la única tumba que encontré es de una dama. —Sacó el mapa y el localizador de otro bolsillo—. Hemos ido demasiado al este. Creo que estamos aquí —señaló una de las marcas de Montoya—, de manera que si volvemos al otro sendero y cortamos camino hacia el este…
—Vamos a volver al lugar del lanzamiento —dijo Dunworthy. Se levantó con cuidado, para no tocar la pared ni el cofre.
—¿Por qué? Badri dijo que teníamos un día como mínimo, y sólo hemos comprobado una aldea. Hay muchas más. Podría estar en cualquiera de ellas.
Dunworthy desató al caballo.
—Podría coger el caballo e ir a buscarla —propuso Colin—. Podría cabalgar muy rápido, mirar en todas esas aldeas y volver y decírselo en cuanto la encontrara. O podríamos dividirnos las aldeas y encargarnos de la mitad cada uno, y quien la encontrara primero enviaría algún tipo de señal. Podríamos encender un fuego o algo así, y el otro lo vería y acudiría.
—Está muerta, Colin. No la encontraremos.
—¡No diga eso! —exclamó Colin, y su voz sonó aguda e infantil—. ¡No está muerta! ¡Se vacunó!
Dunworthy señaló el cofre de cuero.
—Éste es el cofre que se llevó.
—¿Bueno, y qué? Podría haber montones de cofres iguales. O podría haber huido cuando llegó la peste. ¡No podemos irnos y dejarla aquí! ¿Y si fuera yo quien estuviera perdido, y esperara días y más días a que alguien viniera, y no llegara nadie?
Empezó a gimotear.
—Colin, a veces se hace cuanto se puede, y no se les salva.
—Como tía Mary —dijo Colin. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano—. Pero no siempre.
No siempre, pensó Dunworthy.
—No —admitió—. No siempre.
—A veces se les puede salvar —insistió Colín, testarudo.
—Sí. De acuerdo —Dunworthy volvió a atar al caballo—. Iremos y la buscaremos. Dame dos aspirinas más, y déjame descansar un poco hasta que me hagan efecto, y luego iremos a buscarla.
—Apocalíptico —dijo Colin. Apartó el cofre del caballo, que había empezado a lamerlo—. Traeré más agua.
Salió corriendo y Dunworthy se sentó contra la pared.
—Por favor —rezó—. Por favor, déjanos encontrarla.
La puerta se abrió lentamente. Colin se recortaba contra la luz.
—¿La oye? —preguntó—. Escuche.
Era un sonido lejano, ahogado por las paredes del cobertizo. Había una larga pausa entre los repiques, lo oyó claramente. Se levantó y salió.
—Procede de allí —dijo Colin, señalando hacia el suroeste.
—Trae el caballo.
—¿Está seguro de que es Kivrin? Está en dirección opuesta.
—Es Kivrin.