Enterraron a Rosemund en la tumba que el senescal había cavado para ella. «Necesitaréis estas tumbas», había dicho, y tuvo razón. Nunca habrían conseguido cavarla ellos solos. Ya les resultó bastante difícil sacar a la niña al prado.
La colocaron en el suelo junto a la tumba. Parecía imposiblemente delgada, consumida casi hasta la nada. Los dedos de la mano derecha, todavía en el rictus de coger la manzana que había dejado caer, no eran más que huesos.
—¿La oísteis en confesión? —preguntó Roche.
—Sí —dijo Kivrin, y le pareció que no faltaba a la verdad. Rosemund había confesado tener miedo de la oscuridad, de la peste y a estar sola, dijo que amaba a su padre y era consciente de que nunca volvería a verlo. Todas las cosas que ella misma no se atrevía a confesar.
Kivrin desabrochó el alfiler que sir Bloet le había regalado a Rosemund y la envolvió en la capa hasta cubrirle la cabeza, y Roche la cogió en brazos como si fuera una niña dormida y bajó a la tumba.
Tuvo problemas para salir, y Kivrin tuvo que agarrar sus grandes manos y tirar de él. Y cuando empezó las oraciones por los muertos, Roche dijo:
—Domine, ad adjuvandum me festina.
Kivrin le miró ansiosamente. Debemos salir de aquí antes de que también él la contraiga, pensó, y no le corrigió. No tenemos ni un momento que perder.
—Dormiunt in somno pacis —concluyó Roche, y cogió la pala y empezó a llenar la tumba.
Le pareció que tardaba una eternidad. Kivrin le ayudó, arrojando tierra al montón que se había convertido en una sólida masa congelada y tratando de calcular hasta dónde llegarían antes del anochecer. Todavía no era mediodía. Si se marchaban pronto, podrían atravesar Wychwood y cruzar la carretera de Oxford a Bath para dirigirse a la meseta central. Podrían estar en Escocia en menos de una semana, cerca de Invercassley o de Dornoch, donde nunca llegó la peste.
—Padre Roche —dijo en cuanto él empezó a alisar la tierra con el plano de la pala—. Tenemos que marcharnos a Escocia.
—¿Escocia? —se extrañó él, como si nunca hubiera oído hablar de aquel lugar.
—Sí. Tenemos que irnos de aquí. Debemos coger el burro e ir a Escocia.
Él asintió.
—Bien, nos llevaremos los sacramentos. Pero antes tengo que tocar la campana por Rosemund, para que su alma pase al cielo.
Kivrin quiso decirle que no, que no había tiempo, que debían marcharse enseguida, inmediatamente, pero asintió.
—Recogeré a Balaam —dijo.
Roche se dirigió al campanario y ella corrió al granero antes de que el sacerdote llegara siquiera. Quería ponerse en marcha a toda prisa, antes de que sucediera nada más, como si la peste esperara para saltarles encima como el hombre del saco que se escondía en la iglesia o el lagar o el granero.
Cruzó corriendo el patio, entró en el establo y sacó al burro. Empezó a atarle las alforjas.
La campana sonó una vez y luego guardó silencio. Kivrin se detuvo, con la cincha en la mano, y prestando atención, esperando a que volviera a sonar. Tres golpes por una mujer, pensó, y comprendió por qué Roche se había detenido. Uno por cada niño. Oh, Rosemund.
Ató la cincha y empezó a llenar las alforjas. Eran demasiado pequeñas para contenerlo todo. Tendría que atar también sacos. Llenó una bolsa con avena para el burro, apilándola del montón con las dos manos y derramándola por el suelo sucio, y la ató con una burda cuerda que colgaba del establo del pony de Agnes. La cuerda estaba atada al establo con un grueso nudo que no consiguió soltar. Acabó corriendo hacia la cocina en busca de un cuchillo y regresó, con los sacos de comida que había recogido antes.
Cortó la cuerda y luego volvió a cortarla en secciones más pequeñas, soltó el cuchillo, y salió a buscar el burro. El animal intentaba mordisquear el saco de avena. Kivrin ató el saco junto con las otras bolsas en el lomo del burro con los trozos de cuerda y condujo al animal hasta la iglesia.
Roche no aparecía por ninguna parte. Kivrin todavía tenía que coger las mantas y las velas, pero quería meter los sacramentos en las alforjas primero. Comida, avena, mantas, velas. ¿Qué más debía llevarse?
Roche apareció en la puerta. No traía nada.
—¿Dónde están los sacramentos? —preguntó ella.
Él no respondió. Se apoyó un instante contra la puerta de la iglesia, mirándola, y la expresión de su rostro era la misma que cuando fue a hablarle del molinero. Pero todos han muerto, pensó, ya no queda nadie.
—Voy a tocar la campana —dijo, y se dirigió al campanario.
—Ya la habéis tocado. No hay tiempo para un funeral. Tenemos que marcharnos a Escocia. —Ató al burro a la puerta, sus dedos helados maniobrando torpemente con la burda cuerda, y corrió tras él. Lo cogió por la manga—. ¿Qué pasa?
Roche se volvió casi violentamente, y la expresión de su rostro la asustó. Parecía un asesino.
—Debo tocar vísperas —adujo, y se liberó bruscamente de su mano.
Oh, no, pensó Kivrin.
—Sólo es mediodía. Aún no es hora de vísperas.
Sólo está cansado, pensó. Los dos estamos tan cansados que lo confundimos todo. Volvió a agarrarlo por la manga.
—Venid, padre. Debemos partir si queremos haber salido del bosque al anochecer.
—Ya ha pasado la hora, y no las he tocado todavía. Lady Imeyne se enfadará.
Oh, no, pensó ella, oh, no, no.
—Yo la tocaré —manifestó, y se plantó ante él para detenerlo—. Entrad en la casa y descansad.
—Está oscureciendo —barbotó él, furioso. Abrió la boca como para gritarle, y expulsó un gran borbotón de vómito y sangre que manchó la pelliza de Kivrin.
Oh, no, oh, no, oh, no.
Él contempló asombrado la pelliza empapada. La violencia había desaparecido de su rostro.
—Vamos, debéis acostaros —dijo Kivrin, pensando que nunca llegaría a la casa.
—¿Estoy enfermo? —preguntó él, todavía mirando la pelliza cubierta de sangre.
—No. Sólo estáis agotado; debéis descansar.
Lo condujo a la iglesia.
El sacerdote tropezó, y Kivrin pensó que si se caía, nunca conseguiría levantarlo. Lo ayudó a entrar, manteniendo la puerta abierta con la espalda, y lo sentó contra la pared.
—Temo que el trabajo me ha agotado —murmuró él y apoyó la cabeza contra las piedras—. Me gustaría dormir un poco.
—Sí, dormid.
En cuanto cerró los ojos, Kivrin corrió a la casa a buscar mantas y un almohadón para hacerle un jergón. Cuando regresó, él ya no estaba allí.
—¡Roche! —llamó, tratando de ver en la oscura nave—. ¿Dónde estáis?
No hubo respuesta. Salió de nuevo, todavía apretando las mantas contra su pecho, pero no lo encontró en el campanario ni en el patio de la iglesia, y sin duda no podría haber llegado a la casa. Regresó corriendo a la iglesia y lo encontró allí, arrodillado delante de la imagen de santa Catalina.
—Deberíais acostaros —dijo y extendió las mantas en el suelo.
Él se tumbó obediente, y Kivrin le colocó el almohadón detrás de la cabeza.
—Es la peste, ¿verdad? —preguntó, mirándola.
—No —contestó Kivrin, arropándolo—. Estáis cansado, eso es todo. Intentad dormir.
Se tendió de lado, apartándose de ella, pero unos pocos minutos después se sentó y se quitó las mantas. La expresión asesina había regresado.
—Debo tocar la campana de vísperas —declaró, acusador, y Kivrin apenas pudo impedir que se levantara. Cuando volvió a dormirse, ella hizo tiras con su ajada pelliza y le ató las manos a la reja.
—No le hagas esto —murmuraba Kivrin una y otra vez, sin ser consciente de ello—. ¡Por favor! ¡Por favor! No le hagas esto.
Él abrió los ojos.
—Sin ninguna duda Dios oirá tan fervientes plegarias —musitó, y se sumergió en un sueño más profundo y tranquilo.
Kivrin salió, descargó al burro y lo desató, recogió los sacos de comida y la linterna y lo llevó todo a la iglesia. El padre Roche dormía aún. Kivrin salió de nuevo, cruzó corriendo el patio y llenó un cubo de agua.
Él seguía sin despertar, pero cuando Kivrin rasgó una tira del mantel del altar y le lavó la frente con ella, dijo, sin abrir los ojos:
—Temía que os hubierais ido.
Ella le limpió la sangre seca de la boca.
—No me iría a Escocia sin vos.
—A Escocia no. Al cielo.
Kivrin comió un poco del pan rancio y el queso del saco y trató de dormir, pero hacía demasiado frío. Cuando Roche se volvió y suspiró en sueños, vio que su aliento formaba una nube.
Encendió una hoguera, tras derribar la valla de una de las chozas y apilar los palos delante de la reja, pero la iglesia se llenó de humo, incluso con las puertas abiertas. Roche tosió y vomitó de nuevo. Esta vez era casi todo sangre. Ella apagó el fuego e hizo otros dos viajes apresurados en busca de tantas pieles y mantas como pudo hallar, y formó una especie de nido con ellas.
Por la noche, el sacerdote tuvo más fiebre. Pataleó y maldijo a Kivrin, casi siempre con palabras que ella no comprendía, aunque una vez dijo claramente:
—¡Vete, maldito seas! —y luego repitió varias veces, furiosamente—: ¡Está oscuro!
Kivrin trajo las velas del altar y de lo alto de la reja y las colocó delante de la imagen de santa Catalina. Cuando sus delirios sobre la oscuridad arreciaban, las encendía y volvía a taparlo, y eso parecía aliviarlo un poco.
La fiebre le subió y los dientes le castañetearon a pesar de las mantas. A Kivrin le pareció que su tez estaba ya oscura por las venas que reventaban bajo la piel. No le hagas esto. Por favor.
Por la mañana mejoró. Descubrió que su piel no se había ennegrecido, era sólo la débil luz de las velas lo que le había dado una apariencia moteada. La fiebre le bajó un poco y estuvo durmiendo durante toda la mañana y casi toda la tarde, sin vomitar. Kivrin salió a por más agua antes de que oscureciera.
Algunas personas se recuperaban espontáneamente y algunas se salvaban con sus oraciones. No todos los contagiados morían.
La tasa de mortalidad de la peste neumónica era sólo del noventa por ciento.
Roche estaba despierto cuando ella entró, tendido en un charco de luz. Kivrin se arrodilló y le acercó un cuenco de agua, sosteniéndole la cabeza para que pudiera beber.
—Es el mal azul —murmuró él cuando ella le soltó la cabeza.
—No vais a morir —aseguró Kivrin. Noventa por ciento. Noventa por ciento.
—Debéis oír mi confesión.
No. No podía morir. Se quedaría allí sola. Sacudió la cabeza, incapaz de hablar.
—Bendígame, padre, pues he pecado —empezó a decir él, en latín.
No había pecado. Había atendido a los enfermos, confesado a los moribundos, enterrado a los muertos. Era Dios quien tendría que suplicar perdón.
—… de pensamiento, palabra, obra y omisión. Me enfadé con lady Imeyne. Le grité a Maisry —tragó saliva—. Tuve pensamientos carnales con una santa del Señor.
Pensamientos carnales.
—Pido humildemente perdón a Dios, y vuestra absolución, padre, si me consideráis digno.
No hay nada que perdonar, quiso decir ella. Tus pecados no son tales. Pensamientos carnales. Sostuvimos a Rosemund, impedimos que entrara en la aldea un niño inofensivo, enterramos a un bebé de seis meses. Es el fin del mundo. Sin duda se te pueden permitir unos cuantos pensamientos carnales.
Alzó la mano, indefensa, incapaz de pronunciar las palabras de la absolución, pero él no pareció advertirlo.
—Oh, Dios mío —oró—. Lamento de todo corazón el haberos ofendido.
Ofendido. Tú eres el santo del Señor, quiso decirle, ¿y dónde demonios está Él? ¿Por qué no viene y te salva?
No quedaba aceite. Kivrin introdujo los dedos en el cubo y le hizo la señal de la cruz sobre los ojos y oídos, la nariz y la boca, sobre las manos que habían sostenido las suyas cuando estaba muriéndose.
—Quid quid deliquiste —dijo él, y ella metió de nuevo la mano en el agua y le hizo la señal de la cruz sobre las plantas de los pies.
—Libera nos, quaesumus, Domine —instó él.
—Ab omnibus malis —rezó Kivrin—, praeteritis, prasentibus, et futuris.
Te pedimos, Señor, que nos libres de todo pecado, presente, pasado y futuro.
—Perducat te ad vitam aeternam —murmuró él.
Y llévanos a la vida eterna.
—Amén —dijo Kivrin, y se inclinó hacia delante para detener la sangre que le brotaba de la boca.
Roche estuvo vomitando el resto de la noche y casi todo el día siguiente, y luego se hundió en la inconsciencia por la tarde, respirando de forma inestable y entrecortada. Kivrin se sentó a su lado, lavándole la frente ardiente.
—No te mueras —rogó cuando su respiración se interrumpió y luego continuó, más forzada—. No te mueras —dijo en voz baja—. ¿Qué haré sin ti? Me quedaré sola.
—No debéis permanecer aquí —dijo él. Abrió un poco los ojos. Los tenía rojos e hinchados.
—Creía que estabais dormido —lamentó ella—. No pretendía despertaros.
—Debéis regresar al cielo, y rezad por mi alma en el purgatorio, para que mi tiempo allí sea corto.
Purgatorio. Como si Dios quisiera hacerle sufrir más de lo que ya estaba sufriendo.
—No necesitaréis mis oraciones —le sonrió.
—Debéis regresar al lugar de donde vinisteis —prosiguió él, y su mano hizo un movimiento rápido y vago ante su rostro, como si intentara esquivar un golpe.
Kivrin le cogió la mano y la sostuvo, pero con cuidado, para no magullar la piel, y la colocó contra su mejilla.
Debéis regresar al lugar de donde vinisteis. Lo haría si pudiera, pensó. Se preguntó cuánto tiempo habrían mantenido abierta la red antes de desistir. ¿Cuatro días? ¿Una semana? Tal vez todavía estaba abierta. El señor Dunworthy no los habría dejado cerrarla mientras quedara la menor esperanza. Pero no la hay, pensó. No estoy en 1320. Estoy aquí, en el fin del mundo.
—No puedo —dijo—. No conozco el camino.
—Debéis intentar recordar —Roche liberó su mano y la agitó—. Agnes, tras la bifurcación.
Estaba delirando. Kivrin se puso de rodillas, temiendo que intentara levantarse de nuevo.
—Donde caísteis —prosiguió él, sujetándose el codo tembloroso, y Kivrin advirtió que intentaba señalar—. Tras la bifurcación.
Tras la bifurcación.
—¿Qué hay tras la bifurcación?
—El lugar donde os encontré cuando bajasteis del cielo —dijo, y dejó caer los brazos.
—Creía que me había encontrado Gawyn.
—Sí —afirmó él, como si no viera ninguna contradicción en lo que decía—. Lo encontré en el camino cuando os llevaba a la casa.
Roche había encontrado a Gawyn en el camino.
—El lugar donde cayó Agnes —repitió, intentando ayudarla a recordar—. El día que fuimos a buscar acebo.
¿Por qué no me lo dijiste cuando estuvimos allí?, pensó Kivrin, pero enseguida comprendió por qué. Él estaba muy ocupado con el burro, que se había atascado en la cima de la colina y se negaba a continuar.
Porque me vio atravesar, pensó, y comprendió que Roche se encontraba junto a ella en el claro, mientras yacía allí tendida con el brazo sobre el rostro. Lo vi, pensó. Vi su huella.
—Debéis regresar a ese lugar, y de allí al cielo —dijo él, y cerró los ojos.
La había visto atravesar, la había contemplado mientras yacía allí con los ojos cerrados, la había montado en su burro cuando estuvo enferma. Y ella nunca lo había sospechado, ni siquiera cuando le vio en la iglesia, ni siquiera cuando Agnes le dijo que él pensaba que era una santa.
Porque Gawyn le había dicho que la había encontrado él. Gawyn, a quien gustaba alardear y sólo quería impresionar a lady Eliwys. «Os encontré y os traje aquí», le había dicho, y tal vez ni siquiera lo consideraba una mentira. A fin de cuentas, el cura de la aldea no era nadie. Y todo el tiempo, mientras Rosemund estaba enferma y Gawyn se marchaba a Bath y la red se abría y luego volvía a cerrarse para siempre, Roche sabía dónde estaba el lugar.
—No es necesario que me esperéis. Sin duda anhelan vuestro regreso.
—Callad —dijo ella amablemente—. Intentad descansar.
Él volvió a hundirse en un sueño preocupado, moviendo las manos con inquietud, intentando señalar y tirando de las mantas. Se destapó y se llevó la mano a la entrepierna. Pobre hombre, pensó Kivrin, no se le perdonaba ninguna indignidad.
Ella volvió a colocarle las manos sobre el pecho y lo tapó, pero él apartó de nuevo las mantas y se subió la túnica. Volvió a agarrarse la entrepierna y de pronto se estremeció y retiró las manos, y algo en el movimiento hizo que Kivrin pensara en Rosemund.
Frunció el ceño. Había vomitado sangre. Eso y el estado que había alcanzado la epidemia le habían sugerido que Roche tenía peste neumónica; además no le había visto ninguna buba bajo los brazos cuando le quitó la casulla. Le apartó la túnica y dejó al descubierto sus calzas de lana burdamente tejidas. Estaban tensas en el centro y enmarañadas con la cola de su alba. Le resultaría imposible quitárselas sin levantarlo, y había tanta tela que no pudo ver nada.
Le puso con suavidad la mano sobre el muslo, recordando lo sensible que era el brazo de Rosemund. Él dio un respingo pero no despertó, y Kivrin deslizó la mano hasta el interior y la subió, tocando apenas la tela. Estaba caliente.
—Perdóname —dijo, y deslizó la mano entre sus piernas.
Roche gritó e hizo un movimiento convulsivo, alzando las rodillas bruscamente, pero Kivrin ya se había apartado, la mano en la boca. La buba era gigantesca y ardía al contacto. Tendría que haberla drenado hacía horas.
Roche no había despertado, ni siquiera cuando gritó. Tenía la cara oscura, y su respiración era firme, ruidosa. Su movimiento espasmódico había vuelto a destaparlo. Kivrin se detuvo y lo cubrió. Roche alzó las rodillas, pero ya con menos violencia, y ella le arropó. Luego cogió la última vela de la reja y la colocó en la linterna, y la encendió con una de las velas de santa Catalina.
—Enseguida vuelvo —dijo, y salió de la iglesia.
La luz de fuera la hizo parpadear, aunque ya casi había anochecido. El cielo estaba nublado, pero había un poco de viento, y parecía más cálido fuera que dentro de la iglesia. Cruzó corriendo el prado, protegiendo con la mano la parte abierta de la linterna.
Había un cuchillo afilado en el granero. Lo había utilizado para cortar la cuerda cuando empaquetaba. Tendría que esterilizarlo antes de abrir la buba. Tenía que desbridar el nodulo linfático inflamado antes de que reventara. Cuando las bubas se encontraban en la ingle, estaban peligrosamente cerca de la artería femoral. Aunque Roche no muriera desangrado, cuando se rompiera el ganglio, todo aquel veneno iría directo a su corriente sanguínea. Tendría que haberla drenado hacía horas.
Corrió entre el granero y el corral vacío y llegó al patio. La puerta del establo estaba abierta y oyó a alguien dentro. Su corazón dio un respingo.
—¿Quién anda ahí? —llamó, alzando la linterna.
La vaca del senescal se encontraba en uno de los establos, comiendo la avena derramada. Levantó la testa y miró a Kivrin, y se dirigió a ella al trote.
—No tengo tiempo —dijo Kivrin. Cogió el cuchillo del suelo y salió. La vaca la siguió, avanzando con torpeza a causa de sus ubres repletas, mugiendo penosamente.
—Márchate —ordenó Kivrin, a punto de llorar—. Tengo que ayudarlo o morirá.
Contempló el cuchillo. Estaba sucio. Cuando lo encontró en la cocina, ya lo estaba, y lo había dejado caer en el estiércol del granero mientras cortaba las cuerdas.
Se acercó al pozo e izó el cubo. Sólo quedaban unos centímetros de agua en el fondo, y tenía una ligera capa de hielo. No había suficiente para cubrir siquiera el cuchillo, y tardaría una eternidad en encender fuego y hacerla hervir. No quedaba tiempo para eso. La buba podía haber reventado ya. Lo que necesitaba era alcohol, pero habían empleado todo el vino para perforar las bubas y administrar los sacramentos a los moribundos. Pensó en la botella que tenía el clérigo en la habitación de Rosemund.
La vaca se apretujó contra ella.
—No —dijo firmemente, y abrió la puerta de la casa, con la linterna en la mano.
La antesala estaba oscura, pero la luz del sol se filtraba en el salón a través de las estrechas ventanas, creando largas y neblinosas lanzas doradas que iluminaban el frío hogar, la alta mesa y el saco de manzanas que Kivrin había vaciado.
Las ratas no escaparon corriendo. La miraron cuando entró, retorciendo sus orejitas negras, y luego volvieron a dedicarse a las manzanas.
Había casi una docena sobre la mesa, y una estaba sentada en el taburete de Agnes, con las patitas ante la cara como si estuviera rezando.
Kivrin depositó la linterna en el suelo.
—Marchaos —estalló.
Las ratas de la mesa ni siquiera la miraron. La que estaba rezando sí lo hizo, por encima de las patas cruzadas, una mirada fría y calculadora, como si la intrusa fuese Kivrin.
—¡Fuera de aquí! —gritó, y corrió hacia los animales.
Siguieron sin escapar. Dos de ellas se colocaron detrás del salero, y otra soltó la manzana que sujetaba, que rodó hasta el borde de la mesa y cayó al suelo.
Kivrin levantó el cuchillo.
—¡Fuera!
Lo descargó sobre la mesa y las ratas se dispersaron.
—¡Fuera de aquí!
Volvió a alzarlo. Tiró al suelo las manzanas, que rebotaron y salieron rodando. Debido a la sorpresa o al miedo, la rata que se encontraba en el taburete de Agnes echó a correr directamente hacia Kivrin.
—¡Fuera!
Kivrin le lanzó el cuchillo; la rata volvió a correr bajo el taburete y desapareció entre la paja.
—¡Marchaos de aquí! —gritó Kivrin, y se cubrió el rostro con las manos.
La vaca mugió en la antesala.
—Es una enfermedad —susurró Kivrin, temblorosa, con las manos todavía sobre la boca—. No es culpa de nadie.
Recogió el cuchillo y la linterna. La vaca se había quedado atascada en la puerta. La miró suplicante.
Kivrin la dejó allí y subió a la habitación, ignorando los ruidos de roces a su alrededor. La habitación estaba helada. El lino que Eliwys había atado sobre la ventana se había soltado y colgaba de una esquina. Los colgantes de la cama también se hallaban a un lado, donde el clérigo había intentado apoyarse, y el colchón de plumas yacía medio fuera de la cama. Había pequeños sonidos bajo la cama, pero no intentó averiguar de dónde procedían. El cofre aún seguía abierto, con la tapa tallada apoyada contra el pie de la cama, y la gruesa capa púrpura del clérigo estaba doblada en su interior.
La botella de vino había rodado bajo la cama. Kivrin se echó al suelo y palpó. La botella rodó escapando a su contacto, y tuvo que arrastrarse bajo la cama para alcanzarla.
El tapón se había salido, probablemente cuando rodó bajo la cama. Un poco de vino reposaba pegajoso en el gollete.
—No —sollozó, desesperanzada, y permaneció allí durante un largo minuto, sosteniendo la botella vacía.
No quedaba vino en la iglesia. Roche lo había usado todo para los últimos sacramentos.
De pronto recordó la botella que el sacerdote le había dado para que curara la rodilla de Agnes. Se arrastró bajo la cama y barrió con cuidado el brazo, temiendo volcarla. No recordaba cuánto vino quedaba, pero le parecía que no lo había gastado todo.
A pesar de su cuidado, estuvo a punto de volcarla, y la agarró por el grueso cuello cuando ya se tambaleaba.
La sacó de debajo de la cama y la agitó. Estaba casi medio llena. Se guardó el cuchillo en el cinturón de la pelliza, se puso la botella bajo el brazo, cogió la capa del clérigo, y bajó las escaleras. Las ratas habían vuelto y se entretenían con las manzanas, pero esta vez echaron a correr cuando ella bajó las escaleras de piedra, y Kivrin no intentó ver dónde se escondían.
La vaca había conseguido introducir medio cuerpo por la puerta y ahora bloqueaba el camino. Kivrin despejó el suelo para poder depositar la botella sin que se volcara, y empujó a la vaca hacia atrás. El animal gimió tristemente todo el tiempo.
Una vez fuera, intentó volver enseguida junto a Kivrin.
—No. No hay tiempo —dijo ella, pero volvió al granero, subió al altillo y arrojó un puñado de heno. Luego lo recogió todo y corrió de vuelta a la iglesia.
Roche se había quedado inconsciente. Su cuerpo se había relajado. Tenía las piernas separadas y las manos a los costados, con las palmas vueltas hacia arriba. Parecía un hombre derribado por un puñetazo. Su respiración era pesada y trémula, como si estuviera tiritando.
Kivrin lo cubrió con la gruesa capa púrpura.
—He vuelto, Roche —dijo, y le palmeó el brazo extendido, pero él no dio ninguna señal de haber oído.
Quitó la caperuza de la linterna y usó la llama para encender todas las velas. Sólo quedaban tres de las velas de lady Imeyne, todas medio quemadas ya. Encendió también las velas de sebo, y la gruesa vela del nicho de la imagen de santa Catalina, y las acercó a las piernas de Roche para tener luz.
—Tengo que quitaros las calzas —advirtió mientras retiraba las mantas—. Hay que abrir la buba.
Desató las calzas y Roche no se agitó ante su contacto, pero gimió un poco, un sonido líquido.
Kivrin tiró de las calzas, intentando bajarlas hasta las piernas, pero eran demasiado estrechas. Tendría que cortarlas.
—Voy a cortaros las calzas —anunció, y se arrastró hasta donde había dejado el cuchillo y la botella de vino—. Intentaré no haceros daño.
Olisqueó la botella, luego dio un sorbito y se atragantó. Bien. Era añejo, bastante alcohólico. Lo vertió sobre la hoja del cuchillo, secó el filo en su pierna, vertió un poco más, cuidando de dejar suficiente para echarlo sobre la herida cuando la hubiera abierto.
—Beata —murmuró Roche. Acercó la mano a la ingle.
—Tranquilo —dijo Kivrin. Agarró una de las perneras y cortó la lana—. Sé que ahora duele, pero voy a perforar la buba.
Con las dos manos tiró del tejido, que afortunadamente se rasgó, produciendo un fuerte ruido. Las rodillas de Roche se contrajeron.
—No, no, bajad las piernas. —Kivrin intentó empujar las rodillas—. Tengo que abrir la buba.
No consiguió hacerle bajar las piernas. Las soltó un momento y terminó de rasgar la pernera, metiendo la mano por debajo para romper el resto y así poder ver la buba. Era el doble de grande de la de Rosemund y estaba completamente negra. Tendría que haberla perforado hacía horas, días.
—Roche, por favor, bajad las piernas —rogó, apoyándose en las rodillas con todas sus fuerzas—. Tengo que abrir el furúnculo de la peste.
No le respondió. No estaba segura de que él pudiera contestar, de que sus músculos no se estuvieran contrayendo solos, como había hecho el clérigo, pero no podía esperar a que el espasmo pasara, si se trataba de eso. Podía reventar en cualquier momento.
Se retiró un instante y luego se arrodilló junto a sus pies, e introdujo la mano entre sus piernas dobladas, sujetando el cuchillo. Roche gimió; Kivrin bajó un poco el cuchillo y lo hizo avanzar despacio, con cuidado, hasta que tocó la buba.
La patada la alcanzó de lleno en las costillas y la derribó. Soltó el cuchillo, que resbaló ruidosamente sobre el suelo de piedra. La patada la dejó sin aliento, y Kivrin permaneció allí tendida, jadeando en busca de aire. Intentó sentarse. El dolor le acuchillaba el costado derecho, y cayó hacia atrás, sujetándose las costillas.
Roche gritaba, un sonido largo e imposible, como un animal torturado. Kivrin rodó lentamente sobre el costado izquierdo, apretándose las costillas, para poder verlo. El se mecía adelante y atrás como un niño, sin dejar de gritar, con las piernas encogidas protectoramente contra el pecho. No pudo ver la buba.
Kivrin intentó levantarse, apoyando la mano en el suelo hasta que quedó sentada a medias, y luego tanteó hasta que consiguió arrodillarse. Gritó, débiles gemidos que se perdían entre los gritos de Roche. Seguramente le había roto varias costillas. Escupió sobre la mano, temiendo ver sangre.
Cuando por fin consiguió arrodillarse, se sentó sobre los pies durante un minuto, intentando contener el dolor.
—Lo siento —susurró—. No pretendía haceros daño.
Avanzó de rodillas hacia él, usando la mano derecha para sostenerse. El esfuerzo la hizo respirar más profundamente, y cada inspiración le apuñalaba el costado.
—Tranquilo, Roche —susurró—. Ya voy. Ya voy.
Él levantó las piernas espasmódicamente ante el sonido de su voz, y Kivrin se retiró a un lado, colocándose entre él y la pared, fuera de su alcance.
Al darle la patada, había derribado una de las velas de Santa Catalina, que ahora yacía en un charquito amarillo junto al sacerdote, todavía ardiendo.
Kivrin la enderezó y le puso la mano en el hombro.
—Shh, Roche —dijo—. Tranquilo. Estoy aquí.
Él dejó de gritar.
—Lo siento —murmuró Kivrin, inclinándose sobre él—. No quería haceros daño. Sólo intentaba abrir la buba.
Roche levantó las rodillas con más ímpetu que antes. Kivrin cogió la vela roja y la sostuvo sobre su trasero desnudo. Veía la buba, negra y dura a la luz de la vela. No la había perforado. Levantó más la vela, intentando ver adonde había ido a parar el cuchillo. Se había perdido en dirección a la tumba. Extendió la vela, esperando distinguir un destello metálico. No vislumbró nada.
Empezó a levantarse, moviéndose con mucho cuidado para protegerse del dolor, pero a mitad de camino la asaltó, y ella gritó y se inclinó adelante.
—¿Qué pasa? —preguntó Roche. Había abierto los ojos y tenía un poco de sangre en la comisura de los labios. Kivrin se preguntó si se habría mordido la lengua al gritar—. ¿Os he hecho daño?
—No —contestó ella, y volvió a arrodillarse a su lado—. No, no me habéis hecho daño. —Le limpió los labios con la manga de la pelliza.
—Debéis… —empezó él, y cuando abrió la boca brotó más sangre. Tragó saliva—. Debéis decir las oraciones para los muertos.
—No. No moriréis. —Volvió a limpiarle la boca—. Pero he de perforaros la buba antes de que reviente.
—No —respondió él, y Kivrin no supo si quería decir que no lo hiciera o que no se marchara. El sacerdote apretaba los dientes, y entre ellos manaba sangre.
Kivrin se sentó, con cuidado para no gritar, y le apoyó la cabeza en su regazo.
—Réquiem aeternam dona ei —Roche emitió un sonido borboteante alzó la cabeza, colocó debajo la capa púrpura, y le secó la boca y la barbilla con la pelliza. Estaba empapada en sangre. Extendió la mano para coger su alba.
—No —dijo él.
—No me iré. Estoy aquí.
—Rezad por mí —pidió, y trató de unir las manos sobre el pecho—. Rec… —Se atragantó con la palabra que intentaba pronunciar, que terminó en un sonido borboteante.
—Réquiem aeternam —rezó Kivrin. Cruzó las manos—. Réquiem aternam dona ei, Domine.
—Et lux…
La vela roja se apagó y la iglesia se llenó del penetrante olor a humo. Kivrin se volvió hacia las otras velas. Sólo quedaba una encendida, la última de las velas de cera de lady Imeyne, casi consumida ya.
—Et lux perpetua.
—Luceat eis —prosiguió Roche. Se detuvo y trató de lamerse los labios ensangrentados. Tenía la lengua hinchada y rígida—. Dies irae, dies illa. —Deglutió de nuevo e intentó cerrar los ojos.
—No le hagas sufrir más —susurró ella en inglés—. Por favor. No es justo.
—Beata —le pareció que decía, y Kivrin intentó pensar la siguiente línea, pero no comenzaba con «bendita».
—¿Qué? —preguntó, inclinándose.
—En los últimos días —dijo, con la voz nublada por la lengua hinchada.
Kivrin se acercó más.
—Temía que Dios nos olvidara por completo —jadeó él.
Y lo ha hecho, pensó Kivrin. Le limpió la boca y la barbilla con la punta de la pelliza. Lo ha hecho.
—Pero en Su gran misericordia no nos olvidó —volvió a deglutir—. Envió a Su santa para que viviera entre nosotros.
Levantó la cabeza y tosió, y la sangre los manchó a ambos, empapando el pecho de él y las rodillas de Kivrin. Ella la frotó frenéticamente, intentando detenerla, intentando levantarle la cabeza, y no pudo ver nada entre las lágrimas.
—Y no sirvo de nada —se lamentó.
—¿Por qué lloráis?
—Me salvasteis la vida, y yo no puedo hacer nada para salvar la vuestra —contestó, la voz prendida en un sollozo.
—Todos los hombres deben morir —dijo Roche—, y nadie, ni siquiera Cristo, tiene poder para salvarlos.
—Lo sé.
Kivrin se llevó la mano al rostro, intentando contener el llanto. Las lágrimas se acumularon en su mano y cayeron goteando sobre el cuello de Roche.
—Sin embargo, me habéis salvado —suspiró él, y su voz sonó más clara—. Del miedo. —Inspiró, borboteando—. Y de la falta de fe.
Kivrin se secó las lágrimas con el dorso de la mano y cogió la del padre Roche. La sintió fría, ya rígida.
—Soy el más bendito de los hombres por teneros aquí conmigo —murmuró él, y cerró los ojos.
Kivrin se movió un poco para apoyar la espalda contra la pared. Fuera estaba oscuro, no entraba luz ninguna por las estrechas ventanas. La vela de lady Imeyne borboteó y luego prendió otra vez. Kivrin movió la cabeza de Roche para que no le lastimara las costillas. El sacerdote gimió y sacudió la mano como para liberarse de la de Kivrin, pero ella le sujetó. La vela aleteó, adquiriendo un súbito brillo, y los dejó sumidos en la oscuridad.
TRANSCRIPCIÓN DEL LIBRO DEL DÍA DEL JUICIO FINAL
(082808-083108)
Creo que no conseguiré volver, señor Dunworthy. Roche me ha dicho dónde está el lugar, pero me he roto algunas costillas, creo, y todos los caballos han desaparecido. Me parece que no podré montar el burro de Roche sin silla.
Voy a intentar que la señora Montoya encuentre esto. Dígale al señor Latimer que la inflexión adjetiva era aún considerable en 1348. Y dígale al señor Gilchrist que se equivocaba. Las estadísticas no eran exageradas.
(Pausa)
No quiero que se sienta culpable de lo sucedido. Sé que habría venido a buscarme si hubiese podido, pero de todas formas no me habría marchado, no con Agnes enferma.
Quise venir, y si no lo hubiera hecho, habrían estado solos, y nadie habría sabido jamás lo asustados y valientes e insustituibles que eran.
(Pausa)
Es extraño. Cuando no encontraba el lugar y llegó la peste, me resultaba usted tan lejano que me parecía que nunca volvería a encontrarlo. Pero ahora sé que estuvo usted aquí todo el tiempo, y que nada, ni la Peste Negra, ni setecientos años, ni la muerte ni las cosas venideras ni ninguna otra criatura podría separarme jamás de su cuidado y preocupación. Ha estado conmigo en todo momento.