32

Era más que probable que apocalíptico fuera el término adecuado para definir la posibilidad de rescatar a Kivrin. Dunworthy estaba agotado cuando Colin lo llevó de regreso a su habitación y volvía a tener fiebre.

—Descanse —dijo Colin, y le ayudó a meterse en la cama—. No puede tener una recaída si quiere ir a rescatar a Kivrin.

—Necesito ver a Badri y a Finch.

—Yo me encargaré de todo —le prometió Colin, y se marchó corriendo.

Necesitaría conseguir su alta y la de Badri, y equipo médico para la recogida, por si Kivrin estaba enferma. Necesitaría una vacuna contra la peste. Se preguntó cuánto tiempo haría falta para que surtiera efecto. Mary había dicho que había inmunizado a Kivrin mientras estaba en el hospital para que le implantaran el grabador. Eso fue dos semanas antes del lanzamiento, pero tal vez no era necesario tanto tiempo para conferir inmunidad.

La enfermera entró para comprobar su temperatura.

—Estoy terminando el turno —dijo, leyendo su parche.

—¿Cuándo me darán de alta?

—¿De alta? —ella se sorprendió—. Vaya, veo que se encuentra mucho mejor.

—Sí. ¿Cuándo?

Ella frunció el ceño.

—No es lo mismo dar un paseíto que marcharse a casa. —Ajustó el gotero—. No se agote.

Salió, y después de unos minutos Colin entró con Finch y el libro de la Edad Media.

—Se me ocurrió que a lo mejor lo necesitaría para disfraces y esas cosas. —Lo dejó caer sobre las piernas de Dunworthy—. Voy a buscar a Badri. —Se marchó corriendo.

—Tiene usted mucho mejor aspecto, señor —observó Finch—. Me alegro muchísimo. Me temo que es usted necesario en Balliol. Es la señora Gaddson. Ha acusado a Balliol de minar la salud de William. Dice que la tensión combinada de la epidemia y los estudios de Petrarca han acabado con su salud. Amenaza con acudir al decano de Historia.

—Dígale que lo intente. Basingame está en alguna parte de Escocia. Necesito que averigüe cuánto tiempo se necesita para una vacuna contra la peste bubónica, y que el laboratorio esté preparado para un lanzamiento.

—Lo estamos utilizando como almacén —objetó Finch—. Nos han llegado varios envíos de suministros desde Londres, aunque no de papel higiénico, a pesar de que solicité específicamente…

—Trasládelo todo al salón —ordenó Dunworthy—. Quiero que la red esté lista cuanto antes.

Colin abrió la puerta con el codo y empujó la silla de ruedas de Badri, usando el otro brazo y la rodilla para mantenerla abierta.

—Tuve que esquivar a la hermana —dijo, sin aliento. Acercó la silla a la cama.

—Quiero… —empezó a decir Dunworthy, y se detuvo al ver a Badri. Era imposible. Badri no estaba en condiciones de dirigir la red. Parecía agotado por el mero esfuerzo de haberse trasladado desde su pabellón, y tiraba del bolsillo de su bata como lo había hecho con el cinturón.

—Necesitamos dos RTN, un medidor de luz, y un portal —dijo Badri, y su voz también sonó agotada, pero la desesperación había desaparecido de ella—. Y necesitaremos autorizaciones para el lanzamiento y la recogida.

—¿Y los manifestantes que había ante Brasenose? —preguntó Dunworthy—. ¿Intentarán impedir el lanzamiento?

—No —respondió Colin—. Están en la sede del Fondo Nacional. Pretenden clausurar la excavación.

Bien, pensó Dunworthy. Montoya estará demasiado ocupada intentando defender su iglesia contra los piquetes para interferir. Demasiado ocupada para buscar el grabador de Kivrin.

—¿Qué más necesitarás? —le preguntó a Badri.

—Una memoria insular y un redundante para el backup —sacó una hoja de papel del bolsillo y la miró—. Y un enlace remoto para poder hacer comprobaciones de parámetros.

Seguidamente le tendió la lista a Dunworthy, quien a su vez se la pasó a Finch.

—También necesitaremos apoyo médico para Kivrin —añadió Dunworthy—, y quiero que instalen un teléfono en esta habitación.

Finch frunció el ceño ante la lista.

—Y no me diga que nos hemos quedado sin algo de eso —apuntó Dunworthy antes de que pudiera protestar—. Suplique, tómelo prestado o róbelo. —Se volvió a Badri—. ¿Necesitarás algo más?

—Sí, que me den de alta. Y me temo que eso será el mayor obstáculo.

—Tiene razón —dijo Colin—. La hermana nunca le dejará salir. Tuve que colarlo aquí.

—¿Quién es tu médico? —preguntó Dunworthy.

—El doctor Gates, pero…

—Seguro que podremos explicarle la situación —le interrumpió Dunworthy—, explicarle que se trata de una emergencia.

Badri sacudió la cabeza.

—Lo último que puedo hacer es contarle las circunstancias. Le pedí que me diera de alta para abrir la red cuando estaba usted enfermo. No creía que estuviera bien, pero accedió, y entonces tuve la recaída…

Dunworthy le miró ansiosamente.

—¿Estás seguro de que eres capaz de dirigir la red? Tal vez pueda conseguir a Andrews ahora que la epidemia está bajo control.

—No nos queda tiempo —alegó Badri—. Y fue culpa mía. Quiero dirigir la red. Tal vez el señor Finch pueda encontrar otro médico.

—Sí. Y dígale al mío que necesito hablar con él. —Cogió el libro de Colin—. Necesitaré un disfraz.

Pasó las páginas, buscando una ilustración de ropas medievales.

—Nada de correas, ni cremalleras, ni siquiera botones. —Encontró un retrato de Boccaccio y se lo mostró a Finch—. No creo que Siglo Veinte tenga nada. Llame a la Sociedad Dramática y mire a ver si tienen algo.

—Haré lo que pueda, señor —asintió Finch, contemplando la ilustración con el ceño fruncido.

La puerta se abrió de golpe y entró la hermana, airada.

—Señor Dunworthy, esto es un disparate —dijo con un tono que sin duda había causado bajas entre los terrores de la Segunda Guerra de las Malvinas—. Si no cuida de su propia salud, al menos podría respetar la de los otros pacientes —clavó sus ojos en Finch—. El señor Dunworthy no puede tener visitas.

Miró a Colin y le quitó la silla de ruedas de las manos.

—¿En qué estaba pensando, señor Chaudhuri? —dijo, e hizo girar la silla con tanto ímpetu que la cabeza de Badri osciló hacia atrás—. Ya ha sufrido una recaída. No voy a permitir que tenga otra. —Lo empujó hasta la puerta.

—Ya le dije que no nos permitirían sacarlo —dijo Colin.

Ella abrió la puerta.

—No quiero visitas —le advirtió a Colin.

—Volveré —susurró el niño y pasó esquivándola.

Ella lo miró fijamente.

—No, si yo tengo algo que decir.

Al parecer, lo tenía. Colin no regresó hasta después que terminara su turno, y sólo para traerle a Badri el enlace remoto e informarle a Dunworthy sobre las vacunas contra la peste. Finch había telefoneado al ministerio. La vacuna tardaba dos semanas en dar inmunidad total, y siete días para la parcial.

—Y el señor Finch quiere saber si no debería ser vacunado contra el cólera y el tifus.

—No hay tiempo —dijo él. Tampoco lo había para vacunarse contra la peste. Kivrin ya llevaba allí más de tres semanas, y cada día que pasaba reducía sus posibilidades de sobrevivir. Y a él no iban a darlo de alta.

En cuanto Colin se marchó, llamó a la enfermera de William y le dijo que quería ver a su médico.

—Estoy listo para que me den de alta —aseguró.

Ella se echó a reír.

—Estoy completamente recuperado. Esta mañana he recorrido el pasillo tres veces.

Ella sacudió la cabeza.

—Las recaídas en este virus son enormemente altas. No puedo correr el riesgo. —Le sonrió—. ¿Adonde está tan decidido a ir? Sea lo que fuere, seguro que puede pasar otra semana sin usted.

—Es el principio del trimestre —alegó él, y advirtió que era cierto—. Por favor, dígale a mi médico que quiero verlo.

—El doctor Warden sólo le dirá lo mismo que yo.

Pero al parecer transmitió el mensaje, porque el médico volvió después del té.

Obviamente, era un jubilado que había vuelto al trabajo para ayudar con la epidemia. Contó una larga y absurda historia acerca de estados médicos durante la Pandemia y luego dijo, temblequeando:

—En mis tiempos manteníamos a la gente en el hospital hasta que se recuperaban del todo.

Dunworthy no intentó discutir con él. Esperó hasta que el médico y la vieja enfermera se perdieron tambaleándose pasillo abajo, compartiendo recuerdos de la Guerra de los Cien Años, y entonces se enganchó su sonda portátil y se dirigió a la cabina telefónica junto a Admisiones para que Finch le informara de sus progresos.

—La hermana no dejará instalar un teléfono en su habitación —dijo Finch—, pero tengo noticias sobre la peste. Una aplicación de inyecciones de estreptomicina junto con gammaglobulina y potenciación de leucocitos-T proporcionará inmunidad temporal y puede iniciarse doce horas antes de la exposición.

—Bien, búsqueme a un médico que me las aplique y autorice mi alta. Un médico joven. Y envíeme a Colin. ¿Está preparada la red?

—Casi, señor. He conseguido las autorizaciones necesarias para el lanzamiento y la recogida, y he localizado un enlace remoto. Iba a buscarlo ahora.

Colgó y Dunworthy regresó a la habitación. No le había mentido a la enfermera. Se encontraba más recuperado a cada momento, aunque sentía una presión en las costillas inferiores cuando llegó a la habitación. La señora Gaddson estaba allí, buscando ansiosamente en su Biblia plagas, fiebres y pestilencias.

—Léame Lucas 11, versículo 9 —pidió Dunworthy.

Ella lo buscó.

—«Y yo os digo: Pedid y se os dará —leyó, mirándolo con recelo—; buscad, y encontraréis, llamad y se os abrirán las puertas.»

La señora Taylor llegó al final de la hora de visita, con una cinta métrica.

—Colin me envió a tomarle las medidas —dijo—. La vieja bruja de ahí fuera no le deja entrar en la planta. —Le pasó la cinta alrededor de la cintura—. Tuve que decirle que iba a visitar a la señora Piantini. Extienda el brazo. —Ella estiró la cinta—. Se encuentra mucho mejor. Puede que incluso toque When at Last My Sauvior Cometh de Rimbaud con nosotras el día quince. Actuaremos para Santa Re-Formada, ya sabe, pero el ministerio ha ocupado su iglesia, así que el señor Finch ha sido tan amable de cedernos la capilla de Balliol. ¿Qué número de zapatos usa?

Ella anotó sus medidas, le aseguró que Colin iría a visitarlo al día siguiente y le dijo que no se preocupara, que la red estaba casi lista. Se marchó, posiblemente para visitar a la señora Piantini, y volvió unos minutos después con un mensaje de Badri.

«Señor Dunworthy, he hecho veinticuatro comprobaciones de parámetros —decía—. Las veinticuatro muestran un deslizamiento mínimo, once muestran un deslizamiento de menos de una hora, cinco de menos de cinco minutos. Voy a hacer comprobaciones de divergencia y DAR para intentar averiguar qué pasa.»

Yo ya sé lo que pasa, pensó Dunworthy. Es la Peste Negra. La función del deslizamiento era impedir interacciones que pudieran afectar la historia. Un deslizamiento de cinco minutos significaba que no había anacronismos, ningún encuentro crítico que el continuo debiera impedir. Significaba que el lanzamiento se realizaba a una zona deshabitada. Significaba que la peste había estado allí y que todos los contemporáneos habían muerto.

Colin no fue a verlo por la mañana, y después del almuerzo Dunworthy se acercó a la cabina telefónica y llamó a Finch.

—No he podido encontrar a un médico dispuesto a aceptar nuevos casos. He llamado a todos los médicos y enfermeros del perímetro. Muchos de ellos siguen con gripe —se disculpó Finch—, y varios…

Se interrumpió, pero Dunworthy supo qué había querido decir. Varios han muerto, incluyendo la que sin duda habría ayudado, la que le habría administrado las vacunas y dado el alta a Badri.

«Tía Mary no habría abandonado», había dicho Colin. No lo habría hecho, a pesar de la hermana y la señora Gaddson y el dolor bajo las costillas. Si estuviera aquí, le habría ayudado en todo lo posible.

Regresó a su habitación. La hermana había colocado en su puerta un enorme cartel que decía: «No se permite ninguna visita», pero ella no estaba en su mesa, ni en su habitación. Dentro le esperaba Colin, con un gran paquete mojado.

—La enfermera está en el pabellón —sonrió el niño—. La señora Piantini se desmayó muy convenientemente. Tendría que haberla visto. Es muy hábil. —Jugueteó con la cuerda—. La otra enfermera acaba de entrar en su turno, pero no tiene que preocuparse tampoco por ella. Está en la habitación de las sábanas con William Gaddson. —Abrió el paquete. Estaba lleno de ropa: un largo jubón negro y polainas negras, que no parecían ni remotamente medievales, y unas medias negras de mujer.

—¿De dónde has sacado esto? ¿De un montaje de Hamlet?

Ricardo III —dijo Colin—. Keble lo representó el trimestre pasado. Le quité la joroba.

—¿Hay una capa? —preguntó Dunworthy, rebuscando entre las ropas—. Dile a Finch que me consiga una capa. Una capa larga que lo oculte todo.

—Vale —asintió Colin, ausente. Estaba distraído con la cinta de su chaqueta verde. Se abrió, y Colin se la quitó de los hombros—. ¿Bien? ¿Qué le parece?

Lo había hecho considerablemente mejor que Finch. Las botas no eran adecuadas (parecían un par de Wellingtons de jardinero), pero la saya de arpillera marrón y los pantalones grises e informes parecían la ilustración de un siervo del libro.

—Los pantalones tienen cremallera —señaló—, pero debajo de la camisa no se ve. Lo copié de un libro. Se supone que soy su escudero.

Dunworthy tendría que haberlo esperado.

—Colin, no puedes venir conmigo.

—¿Por qué no? Yo le ayudaré a encontrarla. Soy muy hábil encontrando cosas.

—Es imposible. La…

—Oh, ahora va a decirme lo peligrosa que es la Edad Media, ¿no? Bueno, esto también es bastante peligroso, ¿no? Mire qué le pasó a tía Mary. Habría estado más segura en la Edad Media, ¿no? He estado haciendo montones de cosas peligrosas. Llevando medicinas a la gente y colocando carteles en los pabellones. Mientras usted estuvo enfermo, hice todo tipo de cosas peligrosas que ni siquiera sabe…

—Colin…

—Es usted demasiado viejo para ir solo. Y tía Mary me pidió que le cuidara. ¿Y si sufre una recaída?

—Colin…

—A mi madre no le importa que vaya.

—Pero a mí sí. No puedo llevarte conmigo.

—Entonces tengo que sentarme aquí a esperar —se lamentó amargamente—, y nadie me dirá nada, y no sabré si está usted vivo o muerto. —Cogió su chaqueta—. Es una injusticia.

—Lo sé.

—¿Puedo ir al laboratorio, al menos?

—Sí.

—Todavía pienso que debería dejarme ir —insistió. Empezó a doblar los leotardos—. ¿Dejo aquí su disfraz?

—Será mejor que no. La hermana podría confiscarlo.

—¿Qué está pasando aquí, señor Dunworthy? —preguntó la señora Gaddson.

Los dos dieron un respingo. La mujer entró en la habitación con su Biblia en ristre.

—Colin ha estado recogiendo ropa —explicó Dunworthy, ayudándole a hacer un paquete—. Son para los retenidos.

—Pasar ropa de una persona a otra es un modo excelente de propagar la infección —le dijo ella a Dunworthy.

Colin recogió el paquete y se marchó.

—¡Y permitir que un niño entre aquí y pille algo! Se ofreció a venir y acompañarme a casa desde el hospital anoche, y le dije: «¡No permitiré que arriesgues tu salud por mí!»

Se sentó junto a la cama y abrió la Biblia.

—No me parece prudente que ese jovencito le visite. Pero supongo que es lo que cabría esperar dada la manera en que dirige su colegio. En su ausencia, el señor Finch se ha convertido en un auténtico tirano. Me echó con malos modos ayer, cuando solicité otro rollo de papel higiénico…

—Quiero ver a William —dijo Dunworthy.

—¡Aquí! —estalló—. ¿En el hospital? —Cerró la Biblia de golpe—. No lo permitiré. Sigue habiendo muchos casos infecciosos y el pobre Willy…

Está en la habitación de las sábanas con mi enfermera, pensó él.

—Dígale que deseo verlo cuanto antes.

Ella agitó la Biblia ante Dunworthy. Era la viva imagen de Moisés anunciando las plagas de Egipto.

—Pienso informar al decano de Historia de su fría indiferencia por el bienestar de sus alumnos —amenazó, y se marchó.

La oyó quejarse en voz alta a alguien en el pasillo, presumiblemente la enfermera, porque William apareció casi de inmediato, ordenándose el pelo.

—Necesito inyecciones de estreptomicina y gammaglobulina —le dijo Dunworthy—. También necesitaré que me den de alta, igual que Badri Chaudhuri.

El asintió.

—Lo sé. Colin me dijo que intentaría recuperar a su historiadora. —Pareció reflexionar—. Conozco a una enfermera…

—Una enfermera no puede poner una inyección sin la autorización de un médico, y en Altas también necesitarán autorización.

—Conozco a una chica en Archivos. ¿Para cuándo lo quiere?

—Cuanto antes.

—Me pondré en marcha. A lo mejor tardo un par o tres de días —dijo, y se marchó—. Vi a Kivrin una vez. Fue a Balliol para verle. Es muy bonita, ¿verdad?

Tengo que acordarme de advertirle sobre él, pensó Dunworthy, y se dio cuenta de que había empezado a confiar en poder rescatarla a pesar de todo. Aguanta, pensó, ya voy. Sólo dos o tres días.

Pasó la tarde caminando arriba y abajo por el pasillo, intentando recuperar fuerzas. El pabellón de Badri tenía un cartel de «No se permite ninguna visita» en cada puerta, y la hermana le miraba con un ojo azul acuoso cada vez que se acercaba a ellas.

Colin entró, empapado y sin aliento, con un par de botas para Dunworthy.

—Tiene guardias por todas partes —dijo—. El señor Finch dice que la red está lista, pero no encuentra a nadie para proveer ayuda médica.

—Pídele a William que se encargue de eso. Se ocupa de las altas y de la inyección de estreptomicina.

—Lo sé. Tengo que entregarle un mensaje suyo a Badri. Enseguida vuelvo.

No volvió, ni tampoco apareció William. Cuando Dunworthy se acercó al teléfono para llamar a Balliol, la hermana lo cogió a medio camino y lo escoltó de regreso a su habitación. O sus defensas reforzadas incluían a la señora Gaddson, o ésta todavía estaba enfadada con Dunworthy por causa de William. No apareció en toda la tarde.

Justo después del té, una bonita enfermera a la que nunca había visto antes entró con una jeringuilla.

—Han llamado a la hermana a una emergencia.

—¿Qué es eso? —preguntó él, señalando la jeringuilla.

Ella tecleó en la consola con un dedo de su mano libre. Miró la pantalla, tecleó unos cuantos caracteres más, y se acercó para inyectarlo.

—Estreptomicina —dijo.

No parecía nerviosa o furtiva, lo cual significaba que de algún modo William debía de haber conseguido la autorización. Inyectó la larga jeringuilla en la cánula, le sonrió, y salió. Había dejado la consola conectada. Dunworthy se levantó de la cama y fue a leer lo que había en la pantalla.

Era su historial. Lo reconoció porque se parecía al de Badri y era igual de ilegible. La última entrada decía: «icu 1580269114-1-551805150/ RPT 1 800CRSIMSTMC 4ML/Q6H NHS40-21 1-7 M AHRENS

Se sentó en la cama. Oh, Mary.

William debía de haber obtenido su código de acceso, quizá gracias a su amiga de Archivos, y lo había introducido en el ordenador. Sin duda Archivos iba retrasado, atascado con el papeleo de la epidemia, y todavía no había recibido la noticia de la muerte de Mary. Encontrarían el error algún día, aunque sin duda el ingenioso William ya habría dispuesto que se borrara.

Corrió hacia atrás la pantalla de su historial. Había entradas de M. AHRENS hasta el 8-1-55, el día en que ella murió. Debía de haberle atendido hasta que ya no pudo más. No le extrañaba que su corazón se hubiera detenido.

Desconectó la pantalla para que la hermana no pudiera ver la entrada y volvió a la cama. Se preguntó si William había preparado firmar también las altas con el mismo nombre. Eso esperaba. Ella habría querido ayudar.

No fue a verlo nadie en toda la noche. La hermana entró para comprobar su taquiobrazalete y darle el temp de las ocho, e introdujo los datos en la consola, pero no pareció advertir nada. A las diez entró una segunda enfermera, también muy guapa, repitió la inyección de estreptomicina y le dio una de gammaglobulina.

Dejó la pantalla conectada, y Dunworthy se tumbó y vio el nombre de Mary. No se creía capaz de dormir, pero lo hizo. Soñó con Egipto y el Valle de los Reyes.

—Señor Dunworthy, despierte —susurró Colin. Le estaba apuntando a la cara con una linterna de bolsillo.

—¿Quién es? —dijo Dunworthy, parpadeando contra la luz. Buscó sus gafas a tientas—. ¿Qué pasa?

—Soy yo, Colin. —Volvió la linterna sobre sí mismo. Por algún motivo desconocido, llevaba una gran bata blanca de laboratorio, y su expresión parecía forzada, siniestra bajo la luz de la linterna.

—¿Qué ocurre? —preguntó Dunworthy.

—Nada —susurró Colin—. Tiene usted el alta.

Dunworthy se enganchó las gafas tras las orejas. Seguía sin ver nada.

—¿Qué hora es?

—Las cuatro. —Le tendió las zapatillas y apuntó al armario con la linterna—. Dése prisa. —Cogió la bata de Dunworthy y se la entregó—. Ella puede volver en cualquier momento.

Dunworthy se puso torpemente la bata y las zapatillas, intentando despertarse, preguntándose por qué le daban de alta a aquella hora tan extraña y dónde estaba la hermana.

Colin fue a la puerta y se asomó. Apagó la linterna, se la guardó en el bolsillo de su bata demasiado grande, y cerró la puerta. Tras un largo momento de tensión, la abrió ligeramente y miró.

—Todo está despejado —dijo, haciendo señas a Dunworthy—. Se la ha llevado a la habitación de las sábanas.

—¿A quién, a la enfermera? —preguntó Dunworthy, todavía adormilado—. ¿Por qué está ella de servicio?

—A la enfermera joven no. A la hermana. William la entretendrá allí mientras nos vamos.

—¿Y la señora Gaddson?

Colin pareció tímido.

—Le está leyendo al señor Latimer —dijo a la defensiva—. Tenía que hacer algo con ella, y de todas formas el señor Latimer no la oye. —Abrió del todo la puerta. Había una silla de ruedas fuera. Cogió los manillares.

—Puedo andar —protestó Dunworthy.

—No hay tiempo. Y si alguien nos ve, siempre puedo decir que le llevo a Rayos.

Dunworthy se sentó y dejó que Colin lo empujara pasillo abajo, más allá del cuarto de las sábanas y de la habitación de Latimer. Oyó tenuemente la voz de la señora Gaddson a través de la puerta, una lectura del Éxodo.

Colin continuó de puntillas hasta el fondo del pasillo y luego emprendió una carrera que no podría interpretarse como que llevara a nadie a Rayos; recorrió otro pasillo, dobló una esquina y salió por la puerta lateral donde les había asaltado el tipo del cartel «El fin del mundo se acerca».

El callejón estaba completamente oscuro y llovía intensamente. Dunworthy sólo distinguió la ambulancia aparcada al fondo de la calle. Colín llamó a la puerta trasera con el puño y una camillera se bajó. Era la auxiliar que había ayudado a entrar a Badri y que formó parte del piquete ante Brasenose.

—¿Puede subir? —preguntó, ruborizada.

Dunworthy asintió y se levantó.

—Cierra las puertas —le indicó a Colin, y rodeó la ambulancia.

—No me lo digas, es amiga de William —dijo Dunworthy, mirándola.

—Por supuesto —contestó Colin—. Me preguntó qué tipo de suegra pensaba yo que sería la señora Gaddson. —Lo ayudó a subir a la ambulancia.

—¿Dónde está Badri? —preguntó Dunworthy, secándose la lluvia de las gafas.

Colin cerró las puertas.

—En Balliol. Lo llevamos primero, para que preparara la red. —Miró ansiosamente por la ventana trasera—. Espero que la hermana no haga sonar la alarma antes de que nos vayamos.

—Yo no me preocuparía por eso —dijo Dunworthy. Evidentemente, había subestimado los poderes de William. La vieja hermana probablemente estaría sentada en el regazo de William, bordando sus iniciales conjuntas en las toallas.

Colin encendió la linterna y apuntó a la camilla.

—He traído su disfraz —informó y tendió a Dunworthy el jubón negro.

Dunworthy se quitó la bata y se lo puso. La ambulancia aceleró y estuvo a punto de caerse. Se sentó en el banco, preparándose contra el traqueteo del viaje, y se puso los leotardos negros.

La auxiliar de William no había conectado la sirena, pero conducía a tal velocidad que debería haberlo hecho. Dunworthy se agarró a la correílla con una mano y se puso las polainas con la otra, y Colin, que cogía las botas, por poco da una voltereta.

—Le encontramos una capa. El señor Finch la pidió prestada a la Sociedad de Teatro Clásico. —La sacó. Era victoriana, negra y forrada de seda roja. La pasó sobre los hombros de Dunworthy.

—¿Qué estaban montando? ¿Dracula?

La ambulancia frenó de golpe y la auxiliar abrió las puertas. Colin ayudó a Dunworthy a bajar, sujetando la cola de la enorme capa como si fuera un paje. Corrieron a la puerta. La lluvia golpeteaba con fuerza sobre las piedras, pero por debajo se oía un sonido metálico.

—¿Qué es eso? —le preguntó Dunworthy, observando el oscuro patio.

When at Last My Savior Cometh —dijo Colin—. Las americanas están ensayando. Necrótico, ¿verdad?

—La señora Gaddson dijo que practicaban a todas horas, pero no tenía ni idea de que fuera a las cinco de la mañana.

—El concierto es esta noche.

—¿Esta noche? —se extrañó Dunworthy, y advirtió que era día quince. El seis del calendario juliano. Epifanía. La llegada de los Reyes Magos.

Finch corrió hacia ellos con un paraguas.

—Lamento llegar tarde, pero no encontraba ningún paraguas. No tiene usted ni idea de cuántos de los retenidos se van y los olvidan por ahí. Sobre todo las americanas…

Dunworthy empezó a cruzar el patio.

—¿Está todo preparado?

—El apoyo médico no ha llegado todavía —dijo Finch, intentando sostener el paraguas sobre la cabeza de Dunworthy—, pero William Gaddson acaba de llamar para decir que todo estaba listo y que vendría dentro de poco.

Dunworthy no se sorprendería si le hubiera dicho a la hermana que se presentara voluntaria para el trabajo.

—Espero que William nunca decida consagrar su vida al crimen —dijo.

—Oh, no lo creo, señor. Su madre nunca lo permitiría. —Corrió unos pocos pasos, intentando no quedarse rezagado—. El señor Chaudhuri está estableciendo las coordenadas preliminares. Y la señora Montoya está aquí.

Dunworthy se detuvo.

—¿Montoya? ¿Qué pasa?

—No lo sé, señor. Dijo que tenía información para usted.

Ahora no, pensó. No cuando estaban tan cerca.

Entró en el laboratorio. Badri se encontraba ante la consola, y Montoya, con su cazadora y sus vaqueros embarrados, estaba a su lado, contemplando la pantalla. Badri le dijo algo, y ella sacudió la cabeza y miró su digital. Levantó la cabeza, y cuando vio a Dunworthy, una expresión de compasión asomó a su rostro. Se levantó y rebuscó en el bolsillo de su camisa.

No, pensó Dunworthy.

Se acercó a él.

—No sabía que planeaba usted esto —dijo, sacando un papel doblado—. Quiero ayudar. —Le tendió el papel—. Es la información con que contaba Kivrin cuando atravesó.

Él miró el papel. Era un mapa.

—Éste es el lugar de llegada. —Montoya señaló una cruz sobre una línea negra—. Y esto es Skendgate. Lo reconocerá por la iglesia. Es normanda, con murales sobre la reja y una imagen de san Antón. —Le sonrió—. El santo patrón de los objetos perdidos. Encontré la imagen ayer.

Señaló otras cruces.

—Si por alguna circunstancia no fue a Skendgate, las aldeas más probables son Esthcote, Henefelde y Shrivendun. He apuntado sus características distintivas por detrás.

Badri se levantó y se acercó. Parecía aún más frágil que en el hospital, aunque parecía imposible, y se movía despacio, como el anciano en que se había convertido.

—Sigo recibiendo un deslizamiento mínimo, sean cuales sean las variables que introduzca —dijo. Se llevó una mano a las costillas—. Estoy haciendo un intermitente, abriendo a intervalos de cinco minutos a dos horas. De esa forma podremos mantener la red abierta hasta veinticuatro horas, treinta y seis con un poco de suerte.

Dunworthy se preguntó cuántos de aquellos intervalos de dos horas soportaría Badri. Ya parecía agotado.

—Cuando vea el titilar o los principios de la condensación de humedad, entre en la zona de encuentro —prosiguió Badri.

—¿Y si está oscuro? —preguntó Colin. Se había quitado la bata de laboratorio, y Dunworthy vio que llevaba su disfraz de escudero.

—De todas formas vería el titilar, y además le llamaríamos —dijo Badri. Emitió un gruñido y volvió a llevarse la mano al costado—. ¿Ha sido inmunizado?

—Sí.

—Bien. Entonces sólo nos falta el apoyo médico. —Miró intensamente a Dunworthy—. ¿Está seguro de que se encuentra bien para hacer esto?

—¿Y tú? —preguntó Dunworthy.

La puerta se abrió y entró la enfermera de William, vestida con un impermeable. Se ruborizó al ver a Dunworthy.

—William dijo que necesitarían apoyo médico. ¿Dónde quieren que me coloque?

Desde luego, tengo que acordarme de advertir a Kivrin contra él, pensó Dunworthy. Badri le mostró a la enfermera dónde quería que estuviese y Colin fue corriendo a buscar su equipo.

Montoya condujo a Dunworthy a un círculo de tiza bajo los escudos.

—¿Piensa llevarse las gafas?

—Sí. Podrá excavarlas en su cementerio.

—Estoy segura de que no estarán allí —declaró ella solemnemente—. ¿Quiere estar sentado o tendido?

Él pensó en Kivrin, tendida con el brazo sobre el rostro, indefensa y ciega.

—Estaré de pie —decidió.

Colin volvió con un baúl. Lo colocó junto a la consola y se acercó a la red.

—No tiene sentido que vaya solo.

—Tengo que ir solo, Colin.

—¿Porqué?

—Es demasiado peligroso. No puedes imaginar cómo fue la Peste Negra.

—Sí que puedo. Me he leído todo el libro dos veces, y me han puesto la… —Se interrumpió—. Sé todo lo necesario sobre la Peste Negra. Además, si fuese tan peligroso, usted no debería ir tampoco. Le prometo que no le daré la lata.

—Colin, estás bajo mi custodia. No puedo correr el riesgo.

Badri se acercó a la red con un medidor de luz.

—La enfermera necesita ayuda con el resto del equipo —dijo.

—Si no vuelve usted, nunca sabré qué le ha pasado —insistió Colin. Dio media vuelta y salió corriendo.

Badri hizo un lento circuito alrededor de Dunworthy, tomando medidas. Frunció el ceño, lo cogió por el codo, tomó más medidas. La enfermera se acercó con una jeringuilla. Dunworthy se subió la manga del jubón.

—Quiero que sepa que no apruebo nada de esto —advirtió, pinchando el brazo de Dunworthy—. Ustedes dos tendrían que estar en el hospital. —Retiró la jeringuilla y volvió a su baúl.

Badri esperó mientras Dunworthy se bajaba la manga y entonces movió el brazo, tomó más medidas, lo movió de nuevo.

Colin entró con una unidad sean y salió sin mirar a Dunworthy.

Éste vio que las pantallas cambiaban una y otra vez. Oía a las campaneras, un sonido casi musical con la puerta cerrada.

Colin abrió la puerta y las campanas tañeron salvajemente por un instante mientras el muchacho introducía un segundo baúl.

Colin lo arrastró hasta la enfermera y entonces se acercó a la consola y se colocó junto a Montoya, viendo cómo las pantallas generaban números. Dunworthy deseó haberles dicho que atravesaría sentado. Las botas le lastimaban los pies y estaba cansado por el esfuerzo de permanecer de pie.

Badri volvió a hablar al oído y los escudos bajaron, tocaron el suelo, se alzaron un poco. Colin le dijo algo a Montoya, y ella alzó la cabeza, frunció el ceño y luego asintió, finalmente se volvió hacia la pantalla. Colin se acercó a la red.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Dunworthy.

—Una de las cortinas se ha enganchado —dijo Colin. Se acercó al otro lado y tiró del pliegue.

—¿Listo? —preguntó Badri.

—Sí —dijo Colin, y volvió hacia la puerta—. No, espere. —Se acercó a los escudos—. ¿No debería quitarse las gafas, por si alguien le ve atravesar?

Dunworthy se quitó las gafas y se las guardó en el jubón.

—Si no vuelve, iré a buscarle —prometió Colin, y retrocedió—. Listo —exclamó.

Dunworthy miró las pantallas. Sólo eran un borrón, igual que Montoya, que se apoyaba en el hombro de Badri. Miró el digital.

Badri le habló al oído.

Dunworthy cerró los ojos.

Oía a las campaneras tocando When at Last My Savior Cometh.

Los abrió de nuevo.

—Ahora —indicó Badri. Pulsó un botón y Colin saltó hacia los escudos, justo a los brazos de Dunworthy.