31

Agnes murió el día después de Año Nuevo, todavía gritando para que Kivrin acudiera.

—Está aquí —dijo Eliwys, apretándole la mano—. Lady Katherine está aquí.

—¡No está! —gimió Agnes, con la voz ronca pero todavía enérgica—. ¡Decidle que venga!

—Lo haré —prometió Eliwys, y entonces miró a Kivrin con una expresión levemente aturdida—. Id a buscar al padre Roche.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kivrin.

El sacerdote había administrado los últimos sacramentos la primera noche, mientras Agnes se agitaba y pataleaba como si tuviera un berrinche, y desde entonces la niña no había permitido que se le acercara.

—¿Estáis enferma, señora?

Eliwys sacudió la cabeza, todavía mirando a Kivrin.

—¿Qué le diré a mi esposo cuando venga? —dijo entonces, y le colocó a Agnes la mano en el costado. Sólo en ese momento advirtió Kivrin que estaba muerta.

Kivrin lavó el cuerpecito, que estaba casi cubierto de magulladuras púrpuras. Donde Eliwys le había sostenido la mano, la piel estaba completamente negra.

Parecía que la habían golpeado. Y así era, pensó Kivrin, golpeado y torturado. Y asesinado. La matanza de los inocentes.

La saya y la camisa de Agnes estaban totalmente estropeadas, una masa seca de sangre y vómito, y su camisa de lino de diario hacía tiempo que había sido rota a tiras. Kivrin envolvió el cadáver con su propia capa blanca, y Roche y el senescal la enterraron.

Eliwys no acudió.

—Debo quedarme con Rosemund —dijo cuando Kivrin le comunicó que era la hora. No había nada que Eliwys pudiera hacer por Rosemund, la niña yacía inmóvil, como hechizada, y Kivrin pensaba que la fiebre debía de haberle causado alguna lesión cerebral—. Además, Gawyn puede venir —añadió Eliwys.

Hacía mucho frío. Roche y el senescal exhalaban grandes nubes de vapor mientras bajaban a Agnes a la tumba, y la vista de su blanco aliento enfureció a Kivrin. No pesa nada, pensó amargamente, podrían sostenerla con una mano.

La vista de todas las tumbas la enfureció también. El cementerio estaba lleno, y casi todo el prado que había consagrado Roche. La tumba de lady Imeyne estaba casi en el sendero, y el bebé del senescal no tenía ninguna: el padre Roche había dejado que lo enterraran a los pies de su madre, aunque no había sido bautizado. El cementerio seguía lleno.

¿Y el hijo menor del senescal, pensó Kivrin furiosamente, y el clérigo? ¿Dónde piensas ponerlos? Se suponía que la Peste Negra había matado entre un tercio y la mitad de Europa, no a toda.

Requiescat in pace. Amén —dijo Roche, y el senescal empezó a echar tierra helada sobre el pequeño bulto.

Tenía usted razón, señor Dunworthy, pensó Kivrin amargamente. El blanco sólo se ensucia. Tenía razón en todo, ¿verdad? Me advirtió que no viniera, que sucederían cosas terribles. Bien, pues tenía razón. Y le faltará tiempo para decirme que me avisó. Pero no tendrá esa satisfacción, porque no sé dónde está el lugar de recogida, y la única persona que lo sabe probablemente está muerta.

No esperó a que el senescal terminara de echar tierra sobre Agnes ni a que Roche terminara su charla de amigos con Dios. Cruzó el prado, furiosa con todos ellos: con el senescal por estar allí con la pala, dispuesto a cavar más tumbas; con Eliwys por no haber ido; con Gawyn por no regresar. No viene nadie, pensó. Nadie.

—Katherine —llamó Roche.

Se volvió, y él casi corrió hasta alcanzarla, su aliento formó como una nube a su alrededor.

—¿Qué pasa? —barbotó ella.

Él la miró con solemnidad.

—No debemos renunciar a la esperanza.

—¿Por qué no? —estalló Kivrin—. Hemos llegado al ochenta y cinco por ciento, y esto no ha hecho más que empezar. El clérigo se está muriendo, Rosemund también, todos habéis quedado expuestos. ¿Por qué no iba a renunciar a la esperanza?

—Dios no nos ha abandonado por completo. Agnes está a salvo en Sus brazos.

A salvo, pensó ella con amargura. En la tierra. En el frío. En la oscuridad. Se cubrió el rostro con las manos.

—Está en el cielo, donde la plaga no puede alcanzarla. El amor de Dios siempre nos acompaña —dijo él—, y nada puede separarnos de eso: ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni las cosas presentes…

—Ni las cosas por venir.

—Ni las alturas, ni la profundidad, ni ninguna otra criatura. —Le puso la mano en el hombro, amablemente, como si le estuviera dando la unción—. Fue Su amor el que os envió para que nos ayudarais.

Ella le cogió la mano y la sostuvo con fuerza contra su hombro.

—Debemos ayudarnos mutuamente.

Se quedaron allí durante un largo instante, y entonces Roche dijo:

—Debo ir a tocar la campana para que el alma de Agnes tenga un tránsito seguro.

Ella asintió y retiró la mano.

—Iré a ver cómo están Rosemund y los demás —murmuró, y entró en el patio.

Eliwys había dicho que tenía que quedarse con Rosemund, pero cuando Kivrin regresó a la casa, no la encontró junto a la niña, sino acurrucada en el jergón de Agnes, envuelta en su capa, mirando fijamente la puerta.

—Tal vez los que huyen de la peste le han robado el caballo —dijo—, y por eso tarda tanto en volver.

—Hemos enterrado a Agnes —declaró Kivrin fríamente, y fue a ver a Rosemund.

Estaba despierta. Miró solemnemente a Kivrin cuando se arrodilló a su lado y le cogió la mano.

—Oh, Rosemund —suspiró Kivrin, y las lágrimas le quemaron la nariz y los ojos—. Cariño, ¿cómo te encuentras?

—Tengo sed. ¿Ha venido mi padre?

—Todavía no —respondió Kivrin; no parecía posible que pudiera hacerlo—. Te traeré un poco de guiso. Debes descansar hasta que vuelva. Has estado muy enferma.

Rosemund cerró obedientemente los ojos. Parecían menos hundidos, aunque seguía teniendo oscuras ojeras.

—¿Dónde está Agnes? —preguntó.

Kivrin le apartó el cabello oscuro y enmarañado del rostro.

—Está durmiendo.

—Bien —murmuró Rosemund—. No quiero que esté por ahí gritando y jugando. Hace demasiado ruido.

—Te traeré el guiso. —Kivrin se dirigió a Eliwys—. Lady Eliwys, tengo buenas noticias —anunció ansiosamente—. Rosemund está despierta.

Eliwys se incorporó apoyándose en un codo y miró a Rosemund, pero apáticamente, como si estuviera pensando en otra cosa, y enseguida volvió a tenderse.

Kivrin, alarmada, le puso la mano en la frente. Parecía caliente, pero Kivrin tenía las manos frías por haber estado fuera, y no estaba segura.

—¿Estáis enferma? —preguntó.

—No —dijo Eliwys, pero como si su mente siguiera en otra parte—. ¿Qué le diré?

—Podéis decirle que Rosemund está mejor —sugirió ella, y esta vez Eliwys pareció comprender. Se levantó, se acercó a Rosemund y se sentó a su lado. Pero cuando Kivrin regresó de la cocina con el guiso, la mujer había vuelto al jergón de Agnes y yacía acurrucada bajo su capa de piel.

Rosemund estaba dormida, pero no era el sueño aterrador de antes, tan similar a la muerte. Tenía mejor color, aunque la piel seguía tensa alrededor de los pómulos.

Eliwys dormía también, o fingía hacerlo. No importaba. Mientras Kivrin estaba en la cocina, el clérigo se había levantado del jergón y se había arrastrado hasta la separación, y cuando ella intentó arrastrarlo de vuelta, la golpeó violentamente. Tuvo que ir a buscar al padre Roche para que le ayudara a someterlo.

El ojo derecho se le había ulcerado. La plaga se abría camino royendo desde dentro, y el clérigo se rascaba sañudamente con ambas manos.

Domine Jesu Christe —juraba—, fidelium defunctorium depoenis infernis.

Salva a las almas de los fieles de las penas del infierno.

Sí, rezó Kivrin, mientras luchaba contra las manos del enfermo convertidas en garras, sálvalo ahora.

Buscó de nuevo en el zurrón de las medicinas de Imeyne, intentando encontrar algo para combatir el dolor. No había polvo de opio, ¿existía la adormidera en la Inglaterra de 1348? Encontró unas tiras anaranjadas y secas que se parecían remotamente a las semillas de adormidera y las metió en agua caliente, pero el clérigo no quiso beber. Su boca era un horror de llagas abiertas, tenía los dientes y la lengua cubiertos de sangre seca.

No se merece esto, pensó Kivrin. Aunque trajera la peste. Nadie se merece esto.

—Por favor —rezó, sin estar segura de qué pedía.

Fuera lo que fuese, no le fue concedido. El clérigo empezó a vomitar una bilis oscura, manchada de sangre. Estuvo nevando durante dos días; y Eliwys empeoró a ojos vistas. No parecía ser la peste. No tenía bubas, no tosía ni vomitaba, y Kivrin se preguntaba si era enfermedad o simplemente sentimiento de pena o culpa.

—¿Qué le diré? —repetía Eliwys hasta la saciedad—. Nos envió aquí para que estuviéramos a salvo.

Kivrin le palpó la frente. Estaba caliente. Todos acabarán enfermos, pensó. Lord Guillaume los envió aquí para que estuvieran a salvo, pero todos acabarán enfermos, uno por uno. Tengo que hacer algo. Pero no se le ocurría nada. La única protección contra la peste era huir, pero ya habían huido aquí, y eso no los había protegido; además, no podían escapar con Rosemund y Eliwys enfermas.

Pero Rosemund recupera fuerzas cada día, pensó Kivrin, y Eliwys no tiene la peste. Es sólo una fiebre. Tal vez tengan otras posesiones a las que podamos ir. Al norte.

La peste no había llegado todavía a Yorkshire. Podría encargarse de que se mantuvieran apartadas de otras gentes en los caminos, de que no quedaran expuestas.

Le preguntó a Rosemund si tenían una casa en Yorkshire.

—No —respondió Rosemund, apoyada en uno de los bancos—. En Dorset.

Eso no servía de nada. La peste ya estaba allí. Y Rosemund, aunque se iba recuperando, estaba aún demasiado débil para permanecer sentada más de unos pocos minutos. Nunca podría montar a caballo. Si tuviéramos caballos, pensó Kivrin.

—Mi padre tenía una casa en Surrey también —prosiguió Rosemund—. Nos alojamos allí cuando nació Agnes. —Miró a Kivrin—. ¿Ha muerto Agnes?

—Sí.

Ella asintió, como si la noticia no le sorprendiera.

—La oí gritar.

Kivrin no supo qué decir.

—Mi padre ha muerto, ¿verdad?

Tampoco había nada que decir a eso. Era casi seguro que lord Guillaume había muerto, y Gawyn también. Habían transcurrido ocho días desde que partió a Bath.

—Vendrá ahora que ha pasado la tormenta —dijo Eliwys, todavía febril, esta mañana. Pero ni siquiera ella parecía creerlo.

—Puede que venga —asintió Kivrin—. La nieve tal vez lo ha retrasado.

El senescal entró con su pala al hombro y se detuvo ante la separación. Iba todos los días a ver a su hijo, lo contemplaba aturdido desde el otro lado de la mesa volcada, pero esta vez se limitó a observarlo y luego se volvió a mirar a Kivrin y Rosemund, apoyado en su pala.

Llevaba la gorra y los hombros cubiertos de nieve, y la hoja de la pala estaba mojada. Ha estado abriendo otra tumba, pensó Kivrin. ¿Para quién?

—¿Ha muerto alguien?

—No —respondió él, y siguió mirando especulativamente a Rosemund.

Kivrin se levantó.

—¿Queréis algo?

Él la miró sin expresión, como si no hubiera entendido la pregunta, y luego volvió a mirar a Rosemund.

—No —dijo, y recogió la pala y se fue.

—¿Va a cavar la tumba de Agnes? —preguntó Rosemund, mirándole marchar.

—No —contestó Kivrin amablemente—. Ya ha sido enterrada en el cementerio.

—¿Entonces va a cavar la mía?

—No —estalló Kivrin, sorprendida—. ¡No! No vas a morir. Has estado muy enferma, pero lo peor ha pasado. Ahora debes descansar y tratar de dormir para que puedas recuperarte.

Rosemund se tendió dócilmente y cerró los ojos, pero al cabo de un instante volvió a abrirlos.

—Si mi padre ha muerto, la corona dispondrá de mi dote. ¿Creéis que sir Bloet vive aún?

Espero que no, pensó Kivrin. Pobrecilla, ¿ha estado preocupada por su matrimonio todo este tiempo? El hecho de que él haya muerto es lo único bueno de esta epidemia. Si es que ha muerto.

—No te preocupes por él ahora. Debes descansar y recuperar fuerzas.

—El rey a veces respeta un compromiso matrimonial si las dos partes están de acuerdo —dijo Rosemund, tirando de las mantas con sus finas manos.

No tienes que estar de acuerdo con nada, pensó Kivrin. Está muerto. El obispo los mató.

—Si no están de acuerdo, el rey me ordenará casarme con quien él quiera —añadió Rosemund—, y al menos a sir Bloet ya lo conozco.

No, pensó Kivrin, y supo que eso era probablemente lo mejor. Rosemund había estado conjurando horrores peores que sir Bloet, monstruos y asesinos, y Kivrin sabía que existían.

Rosemund sería vendida a algún noble con quien el rey estuviera en deuda o con quien quisiera establecer una alianza, uno de los problemáticos partidarios del Príncipe Negro, tal vez, y la llevaría Dios sabía dónde a Dios sabía qué situación.

Había cosas peores que un viejo lascivo y una cuñada mandona. El barón Garnier había mantenido a su esposa encadenada durante veinte años. El conde de Anjou había quemado a la suya viva. Y Rosemund no tendría familia, ni amigos para protegerla, para atenderla si se ponía enferma. Me la llevaré, pensó Kivrin de repente, a algún lugar donde Bloet no la encuentre y donde estemos a salvo de la peste.

No había un lugar así. La peste ya había llegado a Bath y Oxford, y se movía hacia el sureste, a Londres, y luego a Kent, al norte a través de las Tierras Medias hasta Yorkshire y de vuelta al canal hasta Alemania y los Países Bajos. Incluso había llegado a Noruega, flotando en un barco de cadáveres. No había ningún lugar que estuviera a salvo.

—¿Está aquí Gawyn? —preguntó Rosemund, y habló como su madre, como su abuela—. Quiero que vaya a Courcy y le diga a sir Bloet que me reuniré con él.

—¿Gawyn? —dijo Eliwys desde su jergón—. ¿Ha venido?

No, pensó Kivrin. No ha venido nadie. Ni siquiera el señor Dunworthy.

No importaba que hubiera perdido el encuentro. Ellos no habrían estado allí, porque no sabían que se encontraba en 1348. Si lo supieran, nunca la habrían abandonado a su suerte.

Algo debía haber fallado en la red. Al señor Dunworthy le preocupaba que la enviaran tan atrás en el tiempo sin hacer comprobaciones de parámetros. «A esa distancia, podría haber complicaciones imprevistas», había dicho.

Tal vez una complicación imprevista había marrado el ajuste o los había hecho perderlo, y la estaban buscando en 1320. He perdido el encuentro por casi treinta años, pensó.

—¿Gawyn? —repitió Eliwys, y trató de levantarse.

Fue en vano. Empeoraba a ojos vista, aunque seguía sin tener ninguna de las marcas de la peste.

—Ahora no vendrá hasta que la tormenta haya pasado —dijo aliviada cuando empezó a nevar, y se levantó y fue a sentarse junto a Rosemund, pero por la tarde tuvo que volver a acostarse, y la fiebre le subió.

Roche la oyó en confesión. Parecía agotado. Todos estaban agotados. Si se sentaban a descansar, se dormían en cuestión de segundos. El senescal, cuando entró a mirar a su hijo Lefric, permaneció junto a la separación, roncando, y Kivrin se quedó dormida mientras atendía el fuego y se quemó la mano.

No podemos seguir así, pensó, mientras veía cómo el padre Roche hacía el signo de la cruz sobre Eliwys. Morirá de agotamiento. Contraerá la peste.

Tengo que sacarlos de aquí, pensó de nuevo. La peste no llegó a todas partes. Hubo aldeas que quedaron completamente intactas. No afectó a Polonia y Bohemia, y hubo partes del norte de Escocia que no fueron afectadas.

Agnus dei, qui tollis peccata mundi, miserere nobis —rezó el padre Roche, y su voz fue tan reconfortante como cuando ella se estaba muriendo, y de repente Kivrin comprendió que no serviría de nada.

Nunca dejaría a sus feligreses. La historia de la Peste Negra estaba llena de sacerdotes que habían abandonado a su gente, que se habían negado a celebrar funerales, que se habían encerrado en sus iglesias y monasterios o bien habían huido. Ahora Kivrin se preguntó si aquellas estadísticas eran también erróneas.

Y aunque encontrara un medio de llevárselos a todos, Eliwys, que se volvía hacia la puerta incluso mientras se confesaba, insistiría en que esperaran a Gawyn y a su esposo, ya que estaba convencida de que llegarían en cualquier momento, ahora que había dejado de nevar.

—¿Ha ido el padre Roche a recibirlo? —le preguntó a Kivrin cuando Roche se marchó a devolver los sacramentos a la iglesia—. Estará aquí pronto. Sin duda ha ido primero a Courcy para advertirlos de la peste, y desde allí sólo hay medio día de viaje. —Insistió en que Kivrin le colocara el jergón delante de la puerta.

Mientras Kivrin ordenaba la separación para protegerla de la corriente de la puerta, el clérigo empezó a gritar y a convulsionarse. Todo su cuerpo se retorció en espasmos, como si recibiera una descarga eléctrica, y su cara adquirió un rictus terrible, con el ojo ulcerado mirando hacia arriba.

—No le hagas esto —gritó Kivrin, intentando meterle la cuchara de Rosemund entre los dientes—. ¿No ha tenido suficiente?

El clérigo se sacudió.

—¡Basta! —gimió Kivrin—. ¡Basta!

Su cuerpo se aflojó bruscamente. Ella le metió la cuchara entre los dientes y un hilillo de baba negra manó por la comisura de su boca.

Está muerto, pensó, y no pudo creerlo. Le miró, tenía el ojo ulcerado medio abierto, la cara abotargada y ennegrecida bajo la barba de varios días. Mantenía los puños cerrados a los costados. No parecía humano, allí tendido, y Kivrin le cubrió el rostro con una burda manta, por miedo a que Rosemund lo viera.

—¿Está muerto? —preguntó la niña, incorporándose curiosa.

—Sí. Gracias a Dios. —Kivrin se levantó—. Debo ir a decírselo al padre Roche.

—No quiero que me dejéis sola.

—Tu madre está aquí, y también el hijo del senescal. Yo sólo estaré fuera unos minutos.

—Tengo miedo —dijo Rosemund.

Yo también, pensó Kivrin, contemplando la burda manta. El estaba muerto, pero ni siquiera eso había aliviado su sufrimiento. Todavía parecía angustiado, aterrorizado, aunque su rostro ni siquiera parecía humano.

Los dolores del infierno.

—Por favor, no me dejéis —gimió Rosemund.

—He de decírselo al padre Roche —contestó Kivrin, pero se sentó entre el clérigo y la niña y esperó a que se durmiera antes de ir a buscarlo.

No lo encontró en el patio ni en la cocina. La vaca del senescal estaba en el pasaje, comiendo el heno del fondo del corral, y la siguió al prado.

El senescal estaba en el cementerio, cavando una tumba, hundido hasta el pecho en el suelo nevado. Ya lo sabe, pensó ella, pero era imposible. El corazón le empezó a latir con fuerza.

—¿Dónde está el padre Roche? —preguntó, pero el senescal no le respondió ni la miró. La vaca se acercó a ella y mugió—. Márchate —le dijo, y corrió hacia el senescal.

—¿Qué hacéis? —exigió—. ¿Para quién son estas tumbas?

El senescal arrojó una paletada de tierra al montón. Los terrones helados producían un sonido chasqueante, como piedras.

—¿Por qué caváis tres tumbas? ¿Quién ha muerto? —La vaca le empujó el hombro con su cuerno. Ella se apartó—. ¿Quién ha muerto?

El senescal clavó la pala en el duro suelo, como de hierro.

—Son los últimos días, chico —replicó, pisando con fuerza la hoja, y Kivrin sintió un arrebato de miedo, pero entonces advirtió que no la había reconocido con sus ropas de muchacho.

—Soy yo, Katherine.

Él la miró y asintió.

—Es el final de los tiempos —dijo—. Los que no han muerto, pronto lo harán. —Se inclinó hacia delante, apoyando todo el peso en la pala.

La vaca trató de meter la cabeza bajo el brazo de Kivrin.

—¡Márchate! —exclamó ella, y la golpeó en el morro. EÍ animal retrocedió torpemente, sorteando las tumbas, y Kivrin advirtió que no todas tenían el mismo tamaño.

La primera era grande, pero la de al lado no era mayor que la de Agnes, y la tumba donde se encontraba el senescal no era mucho más larga. Le dije a Rosemund que no estaba cavando su tumba, pensó, pero le mentí.

—¡No tenéis derecho a hacer esto! Vuestro hijo y Rosemund están mejorando. Y lady Eliwys sólo está agotada por la pena. No van a morir.

El senescal la miró, con el rostro tan inexpresivo como cuando se plantó ante la separación, midiendo a Rosemund para su tumba.

—El padre Roche dice que habéis sido enviada para que nos ayudéis, ¿pero cómo podréis prevalecer contra el fin del mundo? —Pisó de nuevo la pala—. Necesitaréis estas tumbas. Todos, todos morirán.

La vaca trotó hasta el otro lado de la tumba, con la cabeza al nivel de la cara del senescal, pero él no pareció advertirlo.

—No cavéis más tumbas —exigió ella—. Lo prohibo.

Él siguió cavando, como si tampoco la hubiera advertido.

—No van a morir. La Peste Negra sólo mató entre un tercio y la mitad de los contemporáneos. Ya hemos tenido nuestra cuota.

Él siguió cavando.

Eliwys murió por la noche. El senescal tuvo que ampliar la tumba de Rosemund para ella, y cuando la enterraron, Kivrin vio que ya había empezado otra para Rosemund.

Debo sacarlos de aquí, pensó, mirando al senescal. Tenía la pala al hombro, y en cuanto terminó de llenar la tumba de Eliwys, empezó de nuevo con la de Rosemund. Debo sacarlos de aquí antes de que se contagien.

Porque acabarían contagiándose. La enfermedad les esperaba en los bacilos de sus ropas, en las mantas, en el mismo aire que respiraban. Y si por algún milagro no la contraían, la peste barrería todo Oxfordshire en primavera, mensajeros y aldeanos y enviados del obispo. No podían quedarse.

Escocia, pensó, y se dirigió a la casa. Podría llevarlos al norte de Escocia. La peste no llegó tan lejos. El hijo del senescal podría montar el burro, y ella fabricaría una litera para Rosemund.

La niña estaba sentada en su jergón.

—El hijo del senescal os ha estado llamando —le anunció en cuanto Kivrin entró.

Había vomitado un moco sanguinolento. El jergón estaba completamente manchado, y cuando Kivrin lo limpió, vio que el niño estaba demasiado débil para levantar la cabeza. Aunque Rosemund pueda cabalgar, él no puede, pensó desesperada. No podemos marcharnos a ninguna parte.

Por la noche, pensó en la carreta que había traído consigo. Tal vez el senescal la ayudaría a repararla, y Rosemund podría viajar en ella. Encendió una linterna con las brasas del fuego y fue al establo. El burro de Roche le rebuznó cuando abrió la puerta, y hubo un sonido de roce y huida cuando alzó la humeante luz.

Las cajas aplastadas se alzaban contra la carreta como una barricada, y en cuanto las retiró supo que aquello no funcionaría. Era demasiado grande.

El burro no podría tirar de ella, y faltaba el eje de madera, que algún contemporáneo emprendedor se habría llevado para reparar una cerca o para alimentar una hoguera. O para empalarse y librarse de la peste, pensó Kivrin.

El patio estaba negro como la boca de un lobo cuando salió y las estrellas titilaban afiladas y brillantes, como en Nochebuena. Pensó en Agnes dormida contra su hombro, en la campanita que llevaba en la muñeca, y el sonido de las campanas, tocando el repique del Diablo. Prematuramente, pensó Kivrin. El Diablo no ha muerto todavía. Campa a sus anchas por el mundo.

Permaneció despierta largo rato, intentando idear otro plan. Tal vez podrían construir una especie de litera para que las arrastrara el burro si la nieve no era demasiado profunda. O montar a los dos niños en el burro y llevar el equipaje en mochilas a la espalda.

Por fin se quedó dormida y se despertó de nuevo casi de inmediato, o eso le pareció. Todavía estaba oscuro, y Roche se hallaba inclinado sobre ella. El fuego moribundo le iluminaba el rostro desde abajo, de modo que tenía el mismo aspecto que en el claro, cuando ella pensó que era un asesino, y todavía medio dormida extendió la mano y la colocó amablemente en su mejilla.

—Lady Katherine —llamó él, y Kivrin despertó.

Es Rosemund, pensó, y se dio la vuelta para verla, pero la niña dormía tranquilamente, con la manita bajo la mejilla.

—¿Qué ocurre? ¿Estáis enfermo?

Él sacudió la cabeza. Abrió la boca y volvió a cerrarla.

—¿Ha venido alguien? —preguntó ella, y se puso en pie.

Él volvió a sacudir la cabeza.

No puede ser alguien enfermo, pensó. No queda nadie. Miró al montón de mantas junto a la puerta donde dormía el senescal, pero no estaba allí.

—¿Está enfermo el senescal?

—Él hijo del senescal ha muerto —anunció él con voz extraña y aturdida, y Kivrin vio que Lefric tampoco estaba allí—. Fui a la iglesia a decir maitines… —La voz se le apagó—. Venid conmigo —dijo, y salió.

Kivrin cogió su ajada manta y lo siguió al patio.

No podían ser más de las seis. El sol apenas despuntaba por el horizonte, tiñendo de rosa el cielo nublado y la nieve. Roche se dirigía ya al prado. Kivrin se echó la manta sobre los hombros y le siguió.

La vaca del senescal estaba en el pasaje, con la cabeza metida en una grieta de la valla del corral, mordisqueando la hierba. Levantó la cabeza y le mugió a Kivrin.

—¡Eh! —gritó ella, agitando las manos, pero el animal tan sólo sacó la cabeza de la valla y se dirigió hacia ella.

—No tengo tiempo para ordeñarte —murmuró Kivrin. Le dio una palmada en los cuartos traseros y continuó su camino.

El padre Roche ya había recorrido la mitad del prado cuando lo alcanzó.

—¿Qué pasa? ¿No podéis decírmelo? —preguntó ella, pero él no se detuvo ni la miró. Tomó hacia la fila de tumbas en el prado, y ella pensó con súbito alivio, que el senescal había intentado enterrar a su hijo solo, sin un sacerdote.

La tumba pequeña estaba cubierta, con la tierra nevada amontonada encima; también había terminado la tumba de Rosemund y había cavado otra, más grande. De ella asomaba la pala, apoyada contra el borde.

Roche no fue a la tumba de Lefric. Se detuvo ante la más nueva, y repitió, con la misma voz aturdida:

—Fui a la iglesia a decir maitines…

Kivrin miró la tumba.

Al parecer el senescal había intentado enterrarse con la pala, pero no pudo hacerlo en tan estrecho espacio, de forma que la había apoyado en el extremo de la tumba y empezó a atraer tierra con las manos. Tenía un gran terrón en la mano congelada.

Sus piernas estaban casi cubiertas, y aquello le daba un aspecto indecente, como si estuviera tendido en el baño.

—Debemos enterrarle adecuadamente —dijo Kivrin, y trató de coger la pala.

Roche sacudió la cabeza.

—Es suelo santo —objetó aturdido, y ella comprendió que el padre Roche pensaba que el senescal se había suicidado.

No importa, pensó, y advirtió que a pesar de todo, a pesar de todos los horrores, Roche seguía creyendo en Dios. Iba a la iglesia a decir maitines cuando encontró al senescal, y si todos murieran, seguiría diciéndolos y no encontraría nada incongruente en sus oraciones.

—Es la enfermedad —apuntó Kivrin, aunque no tenía ni idea de si estaba en lo cierto—. La peste septicémica. Infecta la sangre.

Roche la miró sin comprender.

—Debió de caer enfermo mientras cavaba. La peste septicémica envenena el cerebro. No estaba en su sano juicio.

—Como lady Imeyne —asintió él. Parecía casi alegre.

No quería tener que enterrarlo fuera del suelo santo, pensó Kivrin, a pesar de lo que cree.

Ayudó a Roche a enderezar un poco el cuerpo del senescal, aunque ya estaba rígido.

No intentaron moverlo ni envolverlo en una mortaja. Roche le colocó una tela negra sobre el rostro, y se turnaron para cubrirlo de tierra. La tierra negra chasqueaba como piedras.

Roche no fue a la iglesia a buscar sus vestimentas o el misal. Se acercó primero a la tumba de Lefric y luego a la del senescal y dijo las oraciones por los muertos. Kivrin, tras él, con las manos cruzadas, pensó: no estaba en su sano juicio. Había enterrado a su esposa y seis hijos, había enterrado a casi todos los que conocía, y aunque no hubiera tenido fiebre, si se había arrastrado hasta la tumba para morir allí congelado, la peste había sido la culpable de su muerte.

No se merecía una tumba de suicida. No se merece ninguna tumba, pensó Kivrin. Se suponía que iba a venir con nosotros a Escocia, y se horrorizó ante la súbita alegría que sintió.

Ahora podemos irnos a Escocia, pensó, mirando la tumba que había cavado para Rosemund. Ella puede montar el burro, y Roche y yo llevaremos la comida y las mantas. Abrió los ojos y miró al cielo, pero ahora que el sol estaba alto, las nubes parecían más claras, como si pudieran disolverse a media mañana. Si se marchaban esa misma mañana, podrían haber salido del bosque a mediodía y llegado a la carretera de Oxford a Bath. Por la noche estarían camino de York.

Agnus dei, qui tollis peccata mundi, dona eis réquiem —oró Roche.

Debemos coger avena para el burro, pensó ella, y el hacha para cortar leña. Y mantas.

Roche terminó las oraciones.

Dominus vobiscum et cum spiritu tuo. Requiescat in pace. Amén.

Se marchó a tocar la campana.

No hay tiempo para eso, pensó Kivrin, y se dirigió a la casa. Cuando Roche hubiera terminado de doblar a difuntos, casi habría terminado de empaquetar y le contaría. Entonces él cargaría el burro y se marcharían. Cruzó corriendo el patio y entró en la casa. Tendrían que llevarse carbones para alimentar el fuego. Podrían utilizar el cofre de las medicinas de Imeyne.

Entró en el salón. Rosemund aún dormía. Eso era bueno. No era necesario despertarla hasta que estuvieran listos para partir. Pasó junto a ella de puntillas y cogió el cofre y lo vació. Lo colocó junto al fuego y se dirigió a la cocina.

—Me desperté y no estabais aquí —dijo Rosemund. Se sentó en el jergón—. Temía que os hubieseis ido.

—Nos vamos todos —explicó Kivrin—. Iremos a Escocia. —Se acercó a ella—. Debes descansar para el viaje. Volveré enseguida.

—¿Adonde vais?

—Sólo a la cocina. ¿Tienes hambre? Te traeré unas gachas. Ahora tiéndete y descansa.

—No me gusta estar sola —protestó Rosemund—. ¿No podéis quedaros conmigo un poco?

No tengo tiempo para esto, pensó Kivrin.

—Sólo voy a la cocina. Y el padre Roche está aquí. ¿No lo oyes? Está tocando la campana. Sólo tardaré unos minutos. ¿De acuerdo? —Le sonrió alegremente a Rosemund y ella asintió, de mala gana—. Volveré pronto.

Casi corrió al exterior. Roche seguía tocando a difuntos, lenta, firmemente. Venga, pensó, no nos queda mucho tiempo. Registró la cocina, colocando la comida sobre la mesa. Había una pieza de queso y bastantes panes planos. Los metió como si fueran platos en un saco de arpillera, junto con el queso, y lo llevó todo junto al pozo.

Rosemund se encontraba en la puerta de la casa, agarrada al quicio.

—¿No puedo sentarme en la cocina con vos? —preguntó. Se había puesto la saya y los zapatos, pero tiritaba en el aire helado.

—Hace demasiado frío —objetó Kivrin—. Tienes que descansar.

—Cuando os vais, me da miedo de que no regreséis.

—Estoy aquí —declaró Kivrin, pero entró con ella y cogió la capa de Rosemund y un puñado de pieles—. Puedes sentarte en los escalones mientras yo hago los paquetes. —Echó la capa sobre los hombros de Rosemund y la sentó, apilando las pieles a su alrededor como si fueran un nido—. ¿De acuerdo?

El broche que sir Bloet le había regalado a Rosemund estaba todavía en el cuello de la capa. La niña jugueteó con el cierre, las manos le temblaban un poco.

—¿Vamos a Courcy? —preguntó.

—No —respondió Kivrin, y le prendió el broche. Ib suiicien lui dami amo. Estás aquí en el lugar del amigo que amo—. Nos vamos a Escocia. Allí estaremos a salvo de la peste.

—¿Creéis que mi padre ha muerto?

Kivrin vaciló.

—Mi madre dijo que sólo se había retrasado o que no podía venir. Dijo que tal vez mis hermanos estaban enfermos, y que vendría cuando se hubieran recuperado.

—Y tal vez tuviera razón —dijo Kivrin, colocando una piel alrededor de sus pies—. Le dejaremos una carta para que sepa adonde hemos ido.

Rosemund sacudió la cabeza.

—Si viviera, habría venido a buscarme.

Kivrin la envolvió con una colcha.

—Tengo que coger comida —dijo amablemente.

Rosemund asintió, y Kivrin fue a la cocina. Había un saco de cebollas contra una pared y otro de manzanas. Estaban arrugadas, y la mayoría tenía manchas marrones, pero Kivrin arrastró el saco afuera. No habría que cocerlas y todos necesitarían vitaminas antes de la primavera.

—¿Te apetece una manzana? —le preguntó a Rosemund.

—Sí —respondió la niña, y Kivrin rebuscó en el saco, tratando de encontrar una que estuviera sana y sin arrugas. Limpió de tierra una marrón rojiza, la frotó contra sus calzas de cuero, y se la dio, sonriendo ante el recuerdo de lo buena que le habría sabido una manzana cuando estuvo enferma.

Pero después del primer mordisco, Rosemund pareció perder interés. Se apoyó contra el marco de la puerta y miró en silencio al cielo escuchando el rítmico repique de la campana de Roche.

Kivrin siguió rebuscando entre las manzanas, escogiendo las que merecía la pena llevar, y preguntándose cuántas podría cargar el burro. Tenían que llevar avena para el animal. No habría pasto, aunque cuando llegaran a Escocia encontrarían brezo que le serviría de alimento. No era necesario que llevaran agua. Había arroyos de sobra. Pero necesitarían una olla para hervirla.

—Vuestra gente no vino a recogeros —dijo Rosemund.

Kivrin levantó la cabeza. La niña estaba todavía apoyada en la puerta, con la manzana en la mano.

Sí vinieron, pensó, pero yo no estaba allí.

—No —dijo.

—¿Creéis que la peste los ha matado?

—No —respondió Kivrin, y pensó, al menos no tengo que preocuparme por si están muertos o indefensos en alguna parte. Al menos sé que se encuentran bien.

—Cuando vaya con sir Bloet, le diré cómo nos habéis ayudado —dijo Rosemund—. Le pediré que el padre Roche y vos os quedéis conmigo. —Alzó la cabeza con orgullo—. Se me permiten mis propios sirvientes y un capellán.

—Gracias —dijo Kivrin, solemne.

Colocó el saco de manzanas buenas junto al de queso y pan. La campana se detuvo y su eco se difundió todavía en el aire frío. Cogió el cubo y lo bajó al pozo.

Cocinaría unas gachas y le añadiría las manzanas pasadas. Sería una buena comida para el viaje.

La manzana de Rosemund rodó ante sus pies hasta la base del pozo y se detuvo allí.

Kivrin se agachó para recogerla. Sólo tenía un bocadito, blanco contra la roja piel. Kivrin la frotó contra su pelliza.

—Se te ha caído la manzana —señaló, y se volvió para dársela.

Todavía tenía la mano abierta, como si se hubiera inclinado a cogerla cuando cayó.

—Oh, Rosemund.

TRANSCRIPCIÓN DEL LIBRO DEL DÍA DEL JUICIO FINAL

(079110-079239)

El padre Roche y yo nos vamos a Escocia. A decir verdad no tiene sentido contarle esto, supongo, puesto que nunca oirá lo que hay en este grabador, pero quizás alguien lo encuentre en algún páramo un día, o la señora Montoya haga una excavación en el norte de Escocia cuando termine en Skendgate, y si eso sucede, quiero que sepa usted lo que nos ha pasado.

Sé que huir es probablemente lo peor que podemos hacer, pero tengo que sacar al padre Roche de aquí. Toda la casa está contaminada por la peste: camas, ropa, el aire, y las ratas campan por todas partes. Vi una en la iglesia cuando fui a coger el alba y la estola de Roche para el funeral de Rosemund. Y aunque no la contraiga por ellas, la plaga se cierne a nuestro alrededor, y nunca podré convencerle de que se quede aquí. Querrá ir y ayudar.

Nos mantendremos apartados de los caminos y los poblados. Tenemos comida suficiente para una semana, y entonces estaremos lo bastante lejos al norte para poder comprar comida en alguna aldea. El clérigo tenía una bolsa con monedas de plata. Y no se preocupe. Estaremos bien. Como diría el señor Gilchrist: «He tomado todas las precauciones posibles.»