30

Mary murió al principio de la enfermedad de Dunworthy. Contrajo la gripe el día en que llegó el análogo. Desarrolló neumonía casi inmediatamente, y al segundo día su corazón se detuvo. El seis de enero. Epifanía.

—Tendrías que habérmelo dicho —se lamentó Dunworthy.

—Se lo dije —protestó Colin—. ¿No lo recuerda?

Él no recordaba nada, no había visto ninguna advertencia ni siquiera en el hecho de que la señora Gaddson tuviera libre acceso a su habitación, ni cuando Colin dijo que no le permitían decirle nada. No le había parecido extraño que ella no hubiera venido a verlo.

—Se lo dije cuando se puso enferma —aseguró Colin—, y también cuando se murió, pero estaba usted demasiado débil para importarle.

Pensó en Colin esperando ante la habitación de ella, aguardando noticias y luego velándolo junto a su cama, deseando que le dijera «Lo siento, Colin».

—No pudo evitar estar enfermo —añadió el muchacho—. No fue culpa suya.

Dunworthy le había dicho lo mismo a la señora Taylor, y ella no le creyó más que él a Colin ahora. No creía que Colin lo creyera tampoco.

—No importa —prosiguió Colin—. Todo el mundo fue muy amable excepto la enfermera jefa. No me dejó decírselo ni siquiera cuando se puso usted mejor, pero todo el mundo fue amable excepto la fiera. Se pasaba las horas leyéndome las Escrituras sobre cómo Dios castiga a los malvados. El señor Finch llamó a mi madre, pero ella no pudo venir y Finch se encargó de todos los preparativos del funeral. Fue muy amable. Las americanas también. Me dieron un montón de dulces.

—Lo siento —dijo Dunworthy entonces, y después de que Colin se marchara, expulsado por la vieja enfermera—. Lo siento.

Colin no volvió, y Dunworthy no sabía si la enfermera le había prohibido acceder al hospital o si, a pesar de lo que decía, Colin no lo perdonaba.

Había abandonado al muchacho, lo había dejado a merced de la señora Gaddson, de la enfermera y de los médicos que no querían decirle nada. Había ido a un sitio donde nadie podía alcanzarlo, tan incomunicado como Basingame, que seguía pescando salmones en algún río de Escocia. Y no importaba lo que dijera Colin, el muchacho pensaba que si Dunworthy lo hubiera deseado realmente, con enfermedad o sin ella, podría haber estado allí para ayudarlo.

—Usted también cree que Kivrin ha muerto, ¿verdad? —le preguntó después de que se marchara Montoya.

—Me temo que sí.

—Pero dijo usted que no podía contraer la peste. ¿Y si no está muerta? ¿Y si está en el lugar de encuentro ahora mismo, esperándolo?

—Estaba contagiada por la infección, Colin.

—Usted también, y no se ha muerto. Tal vez ella tampoco. Creo que debería ir a ver a Badri por si se le ocurre alguna idea. Tal vez pueda conectar la máquina de nuevo o algo así.

—No lo comprendes. No es como una linterna de bolsillo. El ajuste no puede ser conectado otra vez.

—Bueno, pero a lo mejor podría hacer otro. Un ajuste nuevo, a la misma época.

A la misma época. Un lanzamiento, incluso cuando las coordenadas ya eran conocidas, tardaba días en ser establecido. Y Badri no tenía las coordenadas, sólo tenía la fecha. Podía establecer un nuevo grupo de coordenadas basándose en la fecha, si las situacionales habían permanecido igual, si Badri en su fiebre no las había confundido también y si las paradojas permitían un segundo lanzamiento.

No había forma de explicárselo a Colin, no había forma de decirle que Kivrin no podría haber sobrevivido a la influenza en un siglo donde el tratamiento habitual era hacer sangrías.

—No funcionará, Colin —suspiró, demasiado cansado para explicar nada—. Lo siento.

—¿Entonces, la va a dejar allí, aunque no esté muerta? ¿Ni siquiera piensa preguntárselo a Badri?

—Colin…

—Tía Mary lo hizo todo por usted. ¡No se rindió!

—¿Qué está pasando aquí? —profirió la enfermera, que entró con una serie de crujidos—. Si continúas molestando al paciente, tendré que pedirte que te marches.

—Me marchaba ya de todas formas —replicó Colin, y se fue.

No había vuelto esa tarde ni por la noche, ni tampoco a la mañana siguiente.

—¿Se me permiten visitas? —le preguntó Dunworthy a la enfermera de William cuando le tocó el turno.

—Sí —dijo ella, mirando las pantallas—. Una persona está esperando para verle.

Era la señora Gaddson. Ya tenía la Biblia abierta.

—Lucas, capítulo 23, versículo 33 —dijo, mirándolo pestíferamente—. Ya que está tan interesado en la crucifixión. «Y cuando llegaron al lugar llamado Calvario, lo crucificaron.»

Si Dios hubiera sabido dónde estaba Su Hijo, nunca habría dejado que le hicieran eso. Le habría salvado, habría ido y le habría rescatado.

Durante la Peste Negra, los contemporáneos pensaban que Dios les había abandonado. «¿Por qué nos vuelves el rostro? —habían escrito—. ¿Por qué ignoras nuestros lamentos?» Pero tal vez Él no los había oído. Tal vez estaba inconsciente, enfermo en el cielo, indefenso e incapaz de acudir.

—«Y hacia el mediodía las tinieblas cubrieron la tierra hasta las tres de la tarde —leyó la señora Gaddson—. Y el sol se eclipsó…»

Los contemporáneos creyeron que era el fin del mundo, que había llegado el Armageddon, que Satán había triunfado por fin. Lo hizo, pensó Dunworthy. Cerró la red. Perdió el ajuste.

Pensó en Gilchrist. Se preguntó si había advertido lo que había hecho antes de morir o si falleció inconsciente y ajeno, ignorando que había asesinado a Kivrin.

—«Y Jesús los llevó hasta cerca de Betania, alzó las manos y los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos y subió al cielo.»

Se separó de ellos y subió al cielo. Dios fue a buscarlo, pensó Dunworthy. Pero demasiado tarde. Demasiado tarde.

Ella siguió leyendo hasta que la enfermera de William entró en el turno.

—Hora de dormir —anunció cortante, y echó a la señora Gaddson. Se acercó a la cama, le quitó la almohada de debajo de la cabeza y le dio unos golpecitos.

—¿Ha venido Colin? —preguntó él.

—No lo he visto desde ayer —dijo ella, y volvió a colocarle la almohada bajo la cabeza—. Ahora tiene que dormir un poco.

—¿No ha estado aquí la señora Montoya?

—Desde ayer, no. —Le tendió una cápsula y un vaso de papel.

—¿Ha habido algún mensaje?

—Ninguno. —Recogió el vaso vacío—. Trate de dormir.

Ningún mensaje. «Intentaré que me entierren en el cementerio de la iglesia», le había dicho Kivrin a Montoya, pero en las iglesias ya no cabía ningún cadáver. Acabaron enterrando a las víctimas de la peste en zanjas, en trincheras. Las arrojaban al río. Al final, ni siquiera las enterraban. Las amontonaban y les prendían fuego.

Montoya nunca encontraría el grabador. Y si lo hacía, ¿cuál sería el mensaje? «Fui al lugar de recogida, pero no se abrió. ¿Qué ha pasado?» La voz de Kivrin alzándose llena de pánico, de reproche, gimiendo: «Eloi, Eloi, ¿por qué me has abandonado?»

La enfermera de William le hizo sentarse en una silla para que comiera el almuerzo. Mientras se terminaba unas ciruelas escarchadas, llegó Finch.

—Casi nos hemos quedado sin fruta en lata —dijo, señalando la bandeja de Dunworthy—. Y papel higiénico. No tengo ni idea de cómo esperan que empecemos el trimestre. —Se sentó al pie de la cama—. La Universidad ha dispuesto el principio del trimestre para el día veintiuno, pero no podremos estar listos para esa fecha. Todavía tenemos cincuenta pacientes en Salvin, las vacunas en masa apenas han comenzado, y no estoy tan seguro de que hayamos visto el último caso de gripe.

—¿Y Colin? ¿Está bien?

—Sí, señor. Estuvo un poco melancólico cuando la doctora Ahrens murió, pero se ha animado bastante desde que usted se ha recuperado.

—Quiero darle las gracias por haberle ayudado. Colin me dijo que usted se encargó del funeral.

—Oh, me alegré de hacerlo, señor. No tiene a nadie más, ¿sabe? Estaba convencido de que su madre vendría cuando el peligro pasó, pero ella le dijo que le resultaba demasiado complicado hacer los preparativos con tan poco tiempo. Ni siquiera envió flores bonitas. Lirios y flores láser. Celebramos el servicio en la capilla de Balliol. —Se rebulló en la cama—. Oh, hablando de Balliol, espero que no le importe, pero le he dado permiso a la Santa Re-Formada para que lo utilice para un concierto de campanillas el día quince. Las campaneras americanas van a interpretar When at Last My Savior Cometle de Rimbaud, y el ministerio ha requerido, Santa Re-Formada como centro de vacunación. Espero que no le importe.

—No —dijo Dunworthy, pensando en Mary. Se preguntó cuándo habría sido el funeral, y si habrían tocado las campanas después.

—Puedo llamarlas para decirles que prefiere usted que utilicen St. Mary’s —apuntó Finch ansiosamente.

—No, claro que no. La capilla está perfectamente bien. Veo que ha hecho usted un gran trabajo en mi ausencia.

—Bueno, lo he intentado, señor. Ha sido difícil, con la señora Gaddson. —Se levantó—. No quiero privarle de su descanso. ¿Hay algo que pueda traerle, algo que pueda hacer?

—No —respondió Dunworthy—, nada.

Finch se dirigió a la puerta y entonces se detuvo.

—Espero que acepte mis condolencias, señor Dunworthy —dijo. Parecía incómodo—. Sé la estrecha relación que le unía a la doctora Ahrens.

Estrecha relación, pensó después de que Finch se marchara. No estuve con ella en los momentos importantes. Intentó recordar a Mary inclinada sobre él, dándole su temp, mirando ansiosamente las pantallas, a Colín de pie junto a su cama con la chaqueta nueva y la bufanda, diciendo «Tía Mary ha muerto. Muerto. ¿No me oye?», pero no le quedaba ningún recuerdo. Nada.

La enfermera anciana vino y enganchó otro gotero que lo dejó dormido, y cuando despertó se sintió mejor.

—Es su potenciación de leucocitos-T, que empieza a responder —le dijo la enfermera de William—. Se ha dado en bastantes casos. Algunos hacen recuperaciones milagrosas.

Le hizo caminar hasta el cuarto de baño, y después de almorzar, por el pasillo.

—Cuanto más lejos llegue, mejor —le dijo, arrodillada para ponerle las zapatillas.

No voy a ir a ninguna parte, pensó él. Gilchrist desconectó la red.

Ella le colgó el suero al hombro, conectó el motor portátil y le ayudó con la bata.

—No debe preocuparse por la depresión —dijo, ayudándole a ponerse en pie—. Es un síntoma habitual después de la gripe. Desaparecerá en cuanto su equilibrio químico quede restaurado.

Caminó con él hasta el pasillo.

—Tal vez le apetezca visitar a algunos de sus amigos. Hay dos pacientes de Balliol en el pabellón al fondo del pasillo. La señora Piantini está en la cuarta cama. Le vendrá bien un poco de alegría.

—¿El señor Latimer…? —preguntó él, y se interrumpió—. ¿El señor Latimer está todavía aquí?

—Sí —contestó ella, y Dunworthy comprendió por su tono de voz que Latimer no se había recuperado del infarto—. Está dos puertas más abajo.

Recorrió el pasillo hasta la puerta de Latimer. No había ido a verle después de que cayera enfermo, primero porque tenía que esperar la llamada de Andrews y luego porque el hospital se quedó sin RPE. Mary le había dicho que sufría parálisis total y pérdida de funciones.

Abrió la puerta de la habitación. Latimer yacía con las manos a los costados, el izquierdo ligeramente doblado para acomodar los enganches y el gotero. Tenía tubos en la nariz y en la garganta, y fibrasop que le conectaban la cabeza y el pecho con las pantallas situadas sobre la cama. Su cara quedaba medio oculta por ellas, pero no daba muestras de que le molestaran.

—¿Latimer? —preguntó Dunworthy, acercándose a la cama.

No dio ninguna señal de haberle oído. Tenía los ojos abiertos, pero no los movió ante el sonido, y su cara bajo la maraña de tubos no cambió. Parecía vago, distante, como si intentara recordar un verso de Chaucer.

—Señor Latimer —llamó, con más fuerza, y miró las pantallas. Tampoco cambiaron.

No es consciente de nada, pensó. Se apoyó en el respaldo de la silla.

—No sabe nada de lo que ha pasado, ¿verdad? Mary ha muerto. Kivrin está en 1348 —declaró, mirando las pantallas—, y usted ni siquiera se ha enterado. Gilchrist desconectó la red.

Las pantallas no cambiaron. Las líneas siguieron moviéndose firmemente, ajenas.

—Gilchrist y usted la enviaron a la Peste Negra —gritó—, y se queda ahí tendido…

Se detuvo y se desplomó en la silla.

«Intenté decirle que tía Mary había muerto —había dicho Colin—, pero usted estaba demasiado enfermo.» El muchacho había intentado decírselo, pero él permaneció acostado, como Latimer, ajeno, sin preocuparse por nada.

Colin nunca me perdonará, pensó. No más de lo que perdonará a su madre por no venir al funeral. ¿Qué había dicho Finch? ¿Que le resultaba demasiado difícil hacer los preparativos con tan poco tiempo? Pensó en Colin solo en el funeral, mirando los lirios y flores láser que su madre había enviado, a merced de la señora Gaddson y las campaneras.

«Mi madre no pudo venir», había dicho, pero no lo creía.

Por supuesto que podía haber venido, si de verdad lo hubiera querido.

Nunca me perdonará, pensó. Ni Kivrin. Es mayor que Colín, imaginará todo tipo de circunstancias atenuantes, tal vez incluso la auténtica. Pero en el fondo de su corazón, dejada a merced de quién sabe qué asesinos, ladrones y pestilencias, no creerá que no pude ir a buscarla. Si de verdad lo hubiera querido.

Dunworthy se levantó con dificultad, agarrado al respaldo de la silla, sin mirar a Latimer ni a las pantallas, y volvió al pasillo. Había una camilla vacía contra la pared y se apoyó en ella durante un instante.

La señora Gaddson salió del pabellón.

—Por fin le encuentro, señor Dunworthy. Iba a leerle. —Abrió la Biblia—. ¿Tiene que estar levantado?

—Sí.

—Bien, he de decir que me alegro de que se esté recuperando. Las cosas han sido un desastre mientras usted ha estado enfermo.

—Sí.

—Debe hacer algo con el señor Finch. Permite que las americanas ensayen con sus campanas a cualquier hora del día o de la noche, y cuando me quejé fue bastante descortés. Y ha asignado a mi Willy labores de enfermería. ¡Labores de enfermería! Cuando Willy siempre ha sido muy enfermizo. Es un milagro que no contrajera el virus.

Desde luego, pensó Dunworthy, considerando el número de jóvenes probablemente infecciosas con las que había contactado durante la epidemia. Se preguntó qué porcentaje habría dado Probabilidad al hecho de que quedara inmune.

—¡Mira que asignarle labores de enfermería! —machacaba la señora Gaddson—. No lo permití, por supuesto. «No pienso permitir que ponga en peligro la salud de Willy de esta manera irresponsable —le dije—. No puedo permanecer impasible mientras mi pequeñín está en peligro mortal.»

Peligro mortal.

—Debo ir a ver a la señora Piantini —dijo Dunworthy.

—Tendría que regresar a la cama. Tiene muy mal aspecto. —Agitó la Biblia ante él—. Es un escándalo la forma en que dirigen este hospital, como eso de permitir a los pacientes ir de paseo. Tendrá una recaída y morirá, y no podrá echarle la culpa a nadie más que a sí mismo.

—No —dijo Dunworthy. Empujó la puerta del pabellón y entró.

Esperaba que el pabellón estuviera casi vacío, que los pacientes hubieran sido enviados a casa, pero todas las camas estaban ocupadas. La mayoría de los pacientes estaban sentados, leyendo o viendo vidders portátiles, y había uno sentado en una silla de ruedas junto a la cama, contemplando la lluvia.

Dunworthy tardó un momento en reconocerlo. Colin le había dicho que había sufrido una recaída, pero no esperaba esto. Parecía un anciano, su rostro oscuro estaba escuálido y arrugado a ambos lados de la boca. Tenía el pelo completamente blanco.

—Badri —llamó.

Él se volvió.

—Señor Dunworthy.

—No sabía que estabas en este pabellón.

—Me trasladaron aquí después… —Se interrumpió—. Oí decir que estaba usted mejor.

—Sí.

No puedo soportar esto, pensó Dunworthy. ¿Cómo te encuentras? Mejor, gracias. ¿Y tú? Voy tirando. Claro, que es la depresión, un síntoma posviral habitual.

Badri giró la silla para mirar la ventana y Dunworthy se preguntó si tampoco él podía soportarlo.

—Cometí un error en las coordenadas cuando volví a introducirlas —manifestó Badri, contemplando la lluvia—. Los datos eran erróneos.

Dunworthy debería decirle que tenía fiebre, que estaba enfermo. Debería decirle que la confusión mental era uno de los primeros síntomas. Debería decirle que no fue culpa suya.

—No me di cuenta de que estaba enfermo —prosiguió Badri, tirando de la bata como había tirado de las sábanas en su delirio—. Tuve dolor de cabeza toda la mañana, pero no le hice caso y fui a trabajar en la red. Tendría que haber advertido que algo iba mal y abortado el lanzamiento.

Y yo tendría que haberme negado a tutorarla, tendría que haber insistido a Gilchrist para que hiciera comprobaciones de parámetros, tendría que haberle hecho abrir la red en cuanto dijiste que algo fallaba.

—Tendría que haber abierto la red el día que usted cayó enfermo y no haber esperado al encuentro —se lamentó Badri, retorciendo el cinturón entre los dedos—. Tendría que haberla abierto enseguida.

Dunworthy miró automáticamente la pared sobre la cabeza, de Badri, pero no había ninguna pantalla sobre la cama. Badri ni siquiera llevaba un parche de temp. Se preguntó si era posible que no supiera que Gilchrist había desconectado la red, si en su preocupación por que sanara no se lo habían dicho, igual que a él le habían ocultado la noticia de la muerte de Mary.

—Se negaron a dejarme salir del hospital. Tendría que haberlos obligado a dejarme ir.

Tendré que decírselo, pensó Dunworthy, pero no lo hizo. Permaneció allí en silencio, viendo a Badri torturar el cinturón, sintiéndose infinitamente apenado por él.

—La señora Montoya me mostró las estadísticas de Probabilidad. ¿Cree que Kivrin está muerta?

Eso espero, pensó. Espero que muriera del virus antes de darse cuenta de dónde estaba. Antes de advertir que la abandonamos allí.

—No fue culpa tuya —dijo.

—Sólo abrí la red dos días más tarde. Estaba convencido de que ella estaría allí, esperando. Sólo llegué dos días tarde.

—¿Qué? —dijo Dunworthy.

—Intenté conseguir permiso para salir del hospital el seis, pero se negaron a darme de alta hasta el ocho. Abrí la red en cuanto pude, pero ella no estaba allí.

—¿Pero qué estás diciendo? ¿Cómo pudiste abrir la red? Gilchrist la desconectó.

Badri le miró.

—Usamos el backup.

—¿Qué backup?

—El ajuste que yo hice en nuestra red —explicó Badri. Parecía asombrado—. Estaba usted tan preocupado por la forma en que Medieval dirigía el lanzamiento, que decidí hacer una copia de seguridad, por si algo fallaba. Fui a Balliol a pedirle permiso el martes por la tarde, pero usted no estaba allí. Le dejé una nota diciendo que necesitaba hablarle.

—Una nota.

—El laboratorio estaba abierto. Hice un ajuste redundante a través de la red de Balliol. Usted estaba tan preocupado…

De pronto la fuerza pareció abandonar las piernas de Dunworthy. Se sentó en la cama.

—Intenté decírselo —prosiguió Badri—, pero estaba demasiado enfermo para hacerme entender.

Había habido un backup todo el tiempo. Había malgastado días intentando obligar a Gilchrist a que abriera el laboratorio, buscando a Basingame, esperando que Polly Wilson encontrara una forma de entrar en el ordenador de la Universidad, y mientras tanto el ajuste estaba en la red de Balliol.

«Tan preocupado», había dicho Badri en su delirio. «¿Está abierto el laboratorio?» «Atrás.» «Backup.»

—¿Puedes volver a abrir la red?

—Claro, pero aunque ella no haya contraído la peste…

—No, no —cortó Dunworthy—. La inmunizaron.

—… ya no estará allí. Han pasado ocho días desde el encuentro. No podrá haber esperado todo este tiempo.

—¿Puede atravesar alguien más?

—¿Alguien más? —se extrañó Badri, aturdido.

—Para ir a buscarla. ¿Podría alguien más usar el mismo lanzamiento?

—No lo sé.

—¿Cuánto tiempo tardarías en establecerlo para que pudiéramos intentarlo?

—Dos horas como mucho. Las temporales y situacionales están ya establecidas, pero no sé cuánto deslizamiento habría.

La puerta del pabellón se abrió de golpe y entró Colin.

—Está usted aquí —dijo—. La enfermera dijo que había ido a dar un paseo, pero no le encontraba por ninguna parte. Creí que se había perdido.

—No —dijo Dunworthy, mirando a Badri.

—Ella dijo que le hiciera regresar —Colin cogió a Dunworthy del brazo y le ayudó a levantarse—, y que no se agotara.

Le acompañó hasta la puerta.

Dunworthy se detuvo.

—¿Qué red utilizaste cuando abriste la red el día ocho?

—La de Balliol —dijo Badri—. Temía que parte de la memoria permanente se hubiera borrado cuando la de Brasenose fue desconectada, y no había tiempo de realizar una rutina de evaluación de daños.

Colin abrió la puerta.

—La hermana entra de servicio dentro de media hora. No querrá usted que le encuentre levantado, ¿eh? —Dejó que la puerta se cerrara—. Lamento no haber vuelto antes, pero tuve que llevar a Godstow los planes de vacunación.

Dunworthy se apoyó contra la puerta. Podría haber demasiado deslizamiento, y el técnico estaba en una silla de ruedas, y él no estaba seguro de poder llegar al fondo del pasillo, mucho menos hasta su habitación. Tan preocupado. Creía que Badri había vuelto a introducir las coordenadas, pero en realidad había hecho un backup. Un backup.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Colin—. No tendrá una recaída o algo de eso, ¿verdad?

—No.

—¿Le ha podido preguntar al señor Chaudhuri si podía rehacer el ajuste?

—No. Había un backup.

—¿Un backup? —exclamó él, excitado—. ¿Quiere decir, otro ajuste?

—Sí.

—¿Significa eso que puede rescatarla?

Dunworthy se detuvo y se apoyó en la camilla.

—No lo sé.

—Le ayudaré. ¿Qué puedo hacer? Quiero serle útil. Iré a hacer encargos, o traerle cosas. No tendrá que preocuparse por nada.

—Tal vez no funcione. El deslizamiento…

—Pero lo intentará, ¿verdad? ¿Verdad?

Una cadena se tensaba en su pecho con cada paso, y Badri ya había tenido una recaída, y aunque lo intentaran, la red tal vez no lo enviaría.

—Sí —decidió—. Voy a intentarlo.

—¡Apocalíptico! —exclamó Colin.

TRANSCRIPCIÓN DEL LIBRO DEL DÍA DEL JUICIO FINAL

(078926-079064)

Lady Imeyne, madre de Guillaume dYverie. (Pausa)

Rosemund se hunde. No le encuentro el pulso en la muñeca, y su piel está amarillenta, cerúlea, y sé que eso es una mala señal. Agnes lucha con fuerza. Todavía no tiene ninguna buba ni vomita, lo cual es un buen signo, creo. Eliwys tuvo que cortarle el pelo. No paraba de tirarse de él, y gritaba para que yo acudiera a trenzárselo.

(Pausa)

Roche ha dado los sacramentos a Rosemund. Ella no pudo confesar, por supuesto. Agnes parece mejor, aunque tuvo una hemorragia nasal hace un ratito. Pidió su campana.

(Pausa)

¡Cabrona! No dejaré que te la lleves. Es sólo una niña Pero ésa es tu especialidad, ¿no? Matar a los inocentes. Ya has matado al bebé del senescal y al perrito de Agnes y al niño que fue a buscar ayuda mientras yo estaba en la choza, y eso ya es suficiente. ¡No dejaré que la mates a ella también, hija de puta! ¡No te dejaré!