—Os haré esto —dijo alguien.
Dunworthy abrió mucho los ojos y buscó las gafas, pero no estaban allí.
—Os enviaré terror, destrucción, y fiebre ardiente.
Era la señora Gaddson. Estaba sentada en la silla junto a su cama, leyendo la Biblia. No tenía puesta la mascarilla ni la bata, aunque la Biblia parecía cubierta de politeno. Dunworthy la miró con el ceño fruncido.
—Y cuando estéis congregados en vuestras ciudades, os enviaré la peste.
—¿Qué día es? —preguntó Dunworthy.
Ella hizo una pausa, le observó y continuó plácidamente.
—Y seréis entregados a las manos del enemigo.
No podía llevar allí mucho tiempo. La señora Gaddson estaba leyendo a los pacientes cuando fue a ver a Badri. Tal vez era la misma tarde, y Mary aún no había acudido para echarla.
—¿Puede tragar? —preguntó la enfermera. Era la anciana de Suministros—. Tengo que darle un temp —gruñó—. ¿Puede tragar?
Él abrió la boca y la enfermera le puso el temp en la lengua. Le inclinó la cabeza hacia delante para que pudiera beber y Dunworthy oyó el crujido del delantal.
—¿La ha tragado? —preguntó, y dejó que se recostara un poco.
La cápsula se le había atascado en algún lugar de la garganta, pero asintió. El esfuerzo hizo que le doliera la cabeza.
—Bien. Entonces me llevaré esto. —Le quitó algo del antebrazo.
—¿Qué hora es? —preguntó él, tratando de no escupir la cápsula.
—Hora de descansar —replicó ella, mirando miope las pantallas tras su cabeza.
—¿Qué hora es? —repitió él, pero la enfermera ya se había marchado—. ¿Qué día es hoy? —le preguntó a la señora Gaddson, pero también ella se había marchado.
No podía llevar allí mucho tiempo. Todavía tenía fiebre y dolor de cabeza, que eran los primeros síntomas de la gripe. Tal vez sólo llevaba enfermo unas horas. Tal vez todavía era la misma tarde y había despertado al trasladarlo a la habitación, antes de tener tiempo de conectar el botón de llamada o darle un temp.
—Hora de su temp —dijo la enfermera. Era una distinta, la rubia guapa que le había preguntado por William Gaddson.
—Ya he tomado uno.
—Eso fue ayer. Vamos, tómeselo.
El estudiante de primer curso le había dicho que había contraído el virus.
—Creía que estaba enferma —comentó él.
—Lo estuve, pero ya me he curado. Y usted también se curará. —Le puso la mano detrás de la cabeza para que pudiera tomar un sorbo de agua.
—¿Qué día es?
—Once —respondió ella—. He tenido que pensarlo un poco. Al final las cosas se volvieron un poco confusas. Casi todo el personal cayó, y tuvimos que trabajar turnos dobles. Perdí la cuenta de los días. —Tecleó algo en la consola y contempló las pantallas con el ceño fruncido.
Él ya lo sabía antes de que se lo dijera, antes de intentar coger la campana para pedir ayuda. La fiebre había convertido las noches delirantes y las mañanas drogadas en una interminable tarde lluviosa, pero su cuerpo había seguido computando el tiempo, los días. Lo sabía antes incluso de que ella se lo dijera: había perdido el encuentro.
En realidad no hubo ningún encuentro, se dijo amargamente. Gilchrist desconectó la red. No habría importado que hubiera estado allí o que no hubiera estado enfermo. La red estaba cerrada y él no podría haber hecho nada.
Once de enero. ¿Cuánto tiempo había esperado Kivrin ante el lugar de recogida? ¿Un día? ¿Dos? ¿Tres antes de empezar a pensar que se había equivocado de fecha o de lugar? ¿Había esperado toda la noche en la carretera de Oxford a Bath, acurrucada en su inútil capa blanca, reacia a encender fuego por miedo a que la luz atrajera a lobos, o ladrones, o campesinos huyendo de la peste? ¿Cuándo comprendió por fin que nadie iría a rescatarla?
—¿Puedo traerle algo? —preguntó la enfermera. Introdujo una jeringuilla en la cánula.
—¿Ahí hay algo para hacerme dormir?
—Sí.
—Bien —murmuró él, y cerró los ojos, agradecido.
Durmió unos cuantos minutos, o un día, o un mes. La luz, la lluvia, la falta de sombras seguían igual cuando despertó. Colin estaba sentado junto a la cama, leyendo el libro que Dunworthy le había regalado por Navidad y chupando algo. No puede haber pasado tanto tiempo, pensó Dunworthy, todavía tiene el chicle.
—Vaya —dijo Colin y cerró el libro de golpe—. Esa horrible enfermera dijo que sólo podía quedarme si prometía no despertarlo, y no lo he hecho, ¿verdad? Le dirá que se ha despertado solo, ¿verdad?
Se sacó el chicle, lo examinó y se lo guardó en el bolsillo.
—¿La ha visto? Debió de vivir durante la Edad Media. Es casi tan necrótica como la señora Gaddson.
Dunworthy le observó. La chaqueta donde se había guardado el chicle era nueva, verde, y la bufanda a cuadros grises que llevaba al cuello resultaba aún más sombría contra el verdor. Colin parecía mayor, como si hubiera crecido mientras Dunworthy dormía.
Colin frunció el ceño.
—Soy yo, Colín. ¿Me conoce?
—Sí, claro que te conozco. ¿Por qué no llevas una mascarilla?
Colín sonrió.
—No tengo por qué. Y en cualquier caso ya no es usted contagioso. ¿Quiere las gafas?
Dunworthy asintió, con cuidado, para que el dolor de cabeza, no comenzara otra vez.
—Cuando se despertó las otras veces, no me reconoció. —Rebuscó en el cajón de la mesilla de noche y le tendió a Dunworthy sus gafas—. Estuvo usted fatal. Pensé que iba a palmarla. No dejaba de llamarme Kivrin.
—¿Qué día es?
—Doce —replicó Colin, impaciente—. Esta mañana ya me lo ha preguntado. ¿No lo recuerda?
Dunworthy se puso las gafas.
—No.
—¿Recuerda algo de lo que ha pasado?
Recuerdo cómo le fallé a Kivrin. Recuerdo que la he dejado en 1348.
Colin acercó la silla y dejó el libro sobre la cama.
—La enfermera me dijo que no se acordaría por culpa de la fiebre —dijo, pero parecía casi furioso con Dunworthy, como si él fuera responsable—. No me dejó entrar a verlo ni me decía nada. Creo que es una injusticia. Te hacen sentarte en una sala de espera, y no paran de decirte que te vayas a casa, que no puedes hacer nada aquí, y cuando les preguntas te dicen: «Enseguida vendrá el doctor», y no te dicen nada. Te tratan como a un niño. Quiero decir que hay que enterarse alguna vez, ¿no? ¿Sabe lo que hizo la enfermera esta mañana? Me echó. Dijo: «El señor Dunworthy ha estado muy enfermo. No quiero que le molestes.» Como si fuera a hacerlo.
Parecía indignado, pero también cansado, preocupado. Dunworthy lo imaginó acechando en los pasillos y sentado en la sala de espera, aguardando noticias. No era extraño que pareciera mayor.
—Y ahora la señora Gaddson me dice que sólo le diga buenas noticias, porque las malas noticias pueden hacerle recaer, y si se muriera sería por mi culpa.
—Ya veo que la señora Gaddson sigue elevando la moral —sonrió Dunworthy—. Supongo que no hay ninguna posibilidad de que contraiga el virus, ¿no?
Colin pareció sorprendido.
—La epidemia ha acabado —dijo—. Van a levantar la cuarentena la semana que viene.
El análogo había llegado, después de todas las súplicas de Mary. Se preguntó si habría llegado a tiempo para ayudar a Badri, y entonces pensó cuáles serían las malas noticias que la señora Gaddson no quería que le dijeran. Ya me la han dicho. Se ha perdido el ajuste y Kivrin está en 1348.
—Dame alguna buena noticia —pidió.
—Bueno, nadie ha caído enfermo desde hace dos días, y los suministros por fin han pasado, así que ya tenemos algo decente para comer.
—Ya veo que llevas ropa nueva.
Colin miró la chaqueta verde.
—Es uno de los regalos de Navidad de mi madre. Los envió después… —Se detuvo y frunció el ceño—. Me envió más vids, y un juego de máscaras también.
Dunworthy se preguntó si habría esperado a que la epidemia hubiera pasado efectivamente antes de molestarse en enviar los regalos de Colin, y qué habría dicho Mary al respecto.
—Mire —dijo Colin, incorporándose—. La chaqueta se cierra automáticamente. Sólo hay que tocar el botón, así. Ya no tendrá que volver a decirme que me abroche.
La enfermera llegó entre crujidos.
—¿Le ha despertado? —demandó.
—¿Lo ve? —murmuró Colin—. Yo no he sido, hermana. Estuve tan callado que ni siquiera se oía cómo pasaba las páginas.
—No me despertó, y no me está molestando —intervino Dunworthy antes de que ella pudiera hacerle la siguiente pregunta—. Sólo me está contando las buenas noticias.
—No tendrías que decirle nada al señor Dunworthy. Debe descansar —advirtió ella, y colgó una bolsa de líquido claro en el gotero—. El señor Dunworthy sigue demasiado enfermo para que lo molesten las visitas. —Empujó a Colin hacia la salida.
—Si le preocupan tanto las visitas, ¿por qué no impide que la señora Gaddson le lea la Biblia? —protestó Colin—. Eso pondría enfermo a cualquiera. —Se detuvo en la puerta, mirando a la enfermera—. Volveré mañana. ¿Quiere que le traiga algo?
—¿Cómo está Badri? —preguntó Dunworthy, y se preparó para la respuesta.
—Mejor. Estaba casi recuperado, pero tuvo una recaída. Ahora está mucho mejor. Quiere verle.
—No —dijo Dunworthy, pero la enfermera ya había cerrado la puerta.
«No es culpa de Badri», había dicho Mary, y por supuesto tenía razón. La desorientación era uno de los primeros síntomas. Recordó que había sido incapaz de marcar el número de Andrews, que la señora Piantini cometía un error tras otro con las campanillas, y murmuraba «Lo siento» sin cesar.
—Lo siento —murmuró. No fue culpa de Badri. Fue suya. Le preocupaban tanto los cálculos del estudiante que contagió a Badri sus temores, tanto que Badri decidió volver a introducir las coordenadas. Colin había dejado su libro en la cama. Dunworthy lo acercó. Parecía imposiblemente pesado, tanto que el brazo le tembló por el esfuerzo de abrirlo, pero lo apoyó contra la baranda de la cama y pasó las páginas, casi ilegibles desde el ángulo en que se hallaba, hasta que encontró lo que buscaba. La Peste Negra había golpeado Oxford en Navidad. Por ello habían cerrado las universidades y los que pudieron huir a las aldeas vecinas llevaron la epidemia consigo. Los que no pudieron marcharse cayeron a miles, de modo que «no quedó nadie para hacerse cargo ni para enterrar a los muertos». Y los pocos que quedaron se atrincheraron en los colegios, escondiéndose y buscando a alguien a quien echar la culpa.
Se quedó dormido con las gafas puestas, pero cuando la enfermera se las quitó, se despertó. Era la enfermera de William, y le sonrió.
—Lo siento —dijo, guardándolas en el cajón—. No quería despertarlo.
Dunworthy la miró.
—Colin dice que la epidemia ha pasado.
—Sí —confirmó ella, sin perder de vista las pantallas que había tras él—. Descubrieron la fuente del virus y consiguieron el análogo al mismo tiempo; menos mal. Probabilidad estimaba una tasa de incidencia del ochenta y cinco por ciento y del treinta y dos por ciento de mortalidad incluso con antimicrobiales y potenciación de leucocitos-T, y eso sin tener en cuenta la escasez de suministros y el elevado número de miembros del personal enfermos. Tuvimos casi el diecinueve por ciento de mortalidad y un buen número de casos siguen siendo críticos.
Le cogió la muñeca y miró la pantalla.
—Le ha bajado un poco la fiebre —anunció—. Tiene mucha suerte, ¿sabe? El análogo no funcionó en todo el mundo que estaba ya infectado. La doctora Ahrens… —dijo, y entonces se interrumpió. Él se preguntó qué habría dicho Mary. Que la palmaría—. Tiene usted mucha suerte —repitió—. Ahora intente dormir.
Durmió, y cuando volvió a despertar, la señora Gaddson estaba junto a él, preparada para arremeter con su Biblia.
—«Caerán sobre ti todas las plagas de Egipto —leyó en cuanto Dunworthy abrió los ojos—. También cada enfermedad y cada epidemia, hasta que seas destruido.»
—«Y serás entregado a las manos del enemigo» —murmuró Dunworthy.
—¿Qué? —preguntó la señora Gaddson.
—Nada.
Había perdido por dónde iba. Pasó las páginas de un lado a otro, buscando las pestes, y empezó a leer.
—… por eso Dios envió a Su único Hijo al mundo.
Dios nunca le habría enviado si hubiera sabido lo que sucedería. Herodes y la matanza de los inocentes y Getsemaní.
—Léame a san Mateo —pidió—. Capítulo 26, versículo 39.
La señora Gaddson se interrumpió, irritada, y luego buscó a Mateo entre las páginas.
—«Y avanzando un poco más, cayó sobre su rostro y oraba, diciendo: “Padre mío, si es posible, haz que pase de mí este cáliz.”»
Dios no sabía dónde estaba Su Hijo, pensó Dunworthy. Había enviado a Su único Hijo al mundo, y algo había salido mal con el ajuste, alguien había desconectado la red, y no pudo recuperarlo; lo arrestaron, le pusieron una corona de espinas en la cabeza y lo clavaron en una cruz.
—Capítulo 27, versículo 46.
Ella frunció los labios y pasó la página.
—Realmente no creo que estas Lecturas sean apropiadas para…
—Lea.
—«Y hacia la hora nona, gritó Jesús con fuerte voz, diciendo: “Eloi, Eloi, lama sabactani?”, que quiere decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”»
Kivrin no sabría lo qué había sucedido. Pensaría que había equivocado el lugar o el momento, que de algún modo había perdido la cuenta de los días durante la peste, que algo había ido mal con el lanzamiento. Pensaría que la habían olvidado.
—¿Bien? —dijo la señora Gaddson—. ¿Alguna otra petición?
—No.
La señora Gaddson volvió al Antiguo Testamento.
—«Pues caerán por la espada, por el hambre y por la peste —siguió leyendo—. El mayor pecador morirá de peste.»
A pesar de todo, Dunworthy se durmió, y cuando despertó por fin ya no era la tarde interminable. Seguía lloviendo, pero ahora había sombras en la habitación y las campanas daban las cuatro. La enfermera de William le ayudó a ir al cuarto de baño. El libro había desaparecido y se preguntó si William había vuelto sin que lo recordara, pero cuando la enfermera abrió la puerta de la mesilla de noche para coger sus zapatillas, lo vio allí. Le pidió que le levantara la cama para estar más incorporado, y cuando ella se marchó se puso las gafas y sacó el libro.
La peste se había extendido de forma tan aleatoria, tan implacable, que los contemporáneos no pudieron creer que se trataba de una enfermedad natural. Acusaron a los leprosos, a las viejas y a los enfermos mentales de envenenar pozos y echarles maldiciones. Todos los forasteros y desconocidos se convirtieron inmediatamente en sospechosos. En Sussex lapidaron a dos viajeros. En Yorkshire quemaron a una joven en la hoguera.
—Por fin le encuentro —dijo Colin, entrando en la habitación—. Creía que lo había perdido.
Llevaba la chaqueta verde y estaba muy mojado.
—Tuve que llevar las fundas de las campanillas a Santa Reformada para la señora Taylor, y está lloviendo a mares.
El alivio inundó a Dunworthy al oír el nombre de la señora Taylor, y advirtió que no había preguntado por ninguno de los retenidos por miedo a recibir malas noticias.
—¿Está bien entonces la señora Taylor?
Colin tocó el botón de su chaqueta, y la prenda se abrió de golpe, salpicando agua por todas partes.
—Sí. Van a tocar en Santa Re-Formada el día quince. —Se inclinó hacia delante para poder ver qué estaba leyendo Dunworthy.
Dunworthy cerró el libro y se lo tendió.
—¿Y el resto de las campaneras? ¿La señora Piantini?
Colin asintió.
—Está todavía en el hospital. Ha adelgazado tanto que no la reconocería. —Abrió el libro—. Ha estado leyendo sobre la Peste Negra, ¿verdad?
—Sí. El señor Finch no contrajo el virus, ¿verdad?
—No. Sustituye como tenor a la señora Piantini. Está muy preocupado. No recibimos papel higiénico en el envío de Londres, y dice que casi nos hemos quedado sin existencias. Tuvo una discusión con la fiera al respecto. —Puso el libro sobre la cama—. ¿Qué le va a pasar a su chica?
—No lo sé.
—¿No puede hacer nada para sacarla de allí?
—No.
—La Peste Negra fue terrible. Murió tanta gente que ni siquiera los enterraban. Sólo los dejaban amontonados.
—No puedo ir a buscarla, Colin. Perdimos el ajuste cuando Gilchrist desconectó la red.
—Lo sé, pero de todas formas, ¿no podemos hacer nada?
—No.
—Pero…
—Intenté hablar con su médico para que restringiera sus visitas —dijo la enfermera, y agarró a Colin por el cuello de la chaqueta.
—Empiecen por la señora Gaddson —replicó Dunworthy—, y dígale a Mary que quiero verla.
Mary no vino, pero sí Montoya, obviamente desde la excavación. Tenía barro hasta las rodillas, y su cabello oscuro y rizado también estaba manchado. Colin la acompañaba, con la chaqueta verde toda salpicada.
—Hemos tenido que colarnos cuando ella no miraba —jadeó Colin.
Montoya había perdido mucho peso. Sus manos parecían muy delgadas, y el digital en su muñeca le quedaba suelto.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó.
—Mejor —mintió él, mirándole las manos. Tenía barro bajo las uñas—. ¿Y usted?
—Mejor.
Debía de haber ido directamente a la excavación a buscar el grabador en cuanto le dieron de alta en el hospital. Y ahora había venido directamente aquí.
—Está muerta, ¿verdad?
Sus manos soltaron la barandilla.
—Sí.
Kivrin estaba en el lugar correcto, después de todo. Las situacionales sólo habían cambiado unos pocos kilómetros, unos pocos metros, y había conseguido encontrar la carretera de Oxford a Bath, había encontrado Skendgate. Y había muerto allí, víctima de la gripe que había contraído antes del salto. O de hambre después de la peste, o de desesperación. Llevaba muerta setecientos años.
—Lo encontró entonces —dijo, y no era una pregunta.
—¿Encontrar el qué? —intervino Colin.
—El grabador de Kivrin.
—No —respondió Montoya.
Sus manos temblaron un poco, aferradas a la barandilla.
—Kivrin me lo pidió —explicó—. El día del lanzamiento. Fue ella quien sugirió que el grabador pareciera un espolón óseo, para que la grabación sobreviviera aunque ella no lo hiciera. «El señor Dunworthy se preocupa en vano —dijo—, pero si algo va mal, intentaré que me entierren en el cementerio de la iglesia para que no tengan que excavar por media Inglaterra.» —Le tembló la voz.
Dunworthy cerró los ojos.
—Pero no saben que está muerta si no han encontrado el grabador —estalló Colin—. Usted dijo que ni siquiera sabían dónde estaba Kivrin. ¿Cómo pueden estar tan seguros de que ha muerto?
—Hemos hecho experimentos con ratas de laboratorio en la excavación. Sólo una exposición de un cuarto de hora al virus basta para que se produzca el contagio. Kivrin estuvo directamente expuesta a la tumba durante más de tres horas. Hay un setenta y cinco por ciento de probabilidades de que contrajera el virus, y con el limitado apoyo médico del siglo XIV, es casi seguro que desarrolló complicaciones.
Limitado apoyo médico. Era un siglo que había suministrado a la gente sanguijuelas y estricnina, que nunca había oído hablar de esterilización, gérmenes ni leucocitos-T. Le habrían puesto apestosas cataplasmas y murmurado oraciones, o le habrían abierto las venas. «Y los médicos los sangraban —decía el libro de Gilchrist— pero a pesar de todo muchos murieron.»
—Sin antimicrobiales ni potenciación de leucocitos-T —dijo Montoya—, la tasa de mortalidad del virus es del cuarenta y nueve por ciento. Probabilidad…
—Probabilidad —dijo Dunworthy—. ¿Son cifras de Gilchrist?
Montoya miró a Colin y frunció el ceño.
—Hay una probabilidad del setenta y cinco por ciento de que Kivrin haya contraído el virus, y un sesenta y ocho por ciento de que quedara expuesta a la peste. La tasa de contagio de la peste bubónica es del noventa y uno por ciento, y la de mortalidad…
—No ha contraído la peste —dijo Dunworthy—. Recibió su inmunización. ¿No se lo dijeron la doctora Ahrens o Gilchrist?
Montoya volvió a mirar a Colin.
—Me advirtieron que no debía decírselo —alegó Colin, mirándola desafiante.
—¿Decirme qué? ¿Está enfermo Gilchrist? —recordó que había mirado las pantallas y luego se desplomó en sus brazos. Se preguntó si lo habría contagiado al caer.
—El señor Gilchrist murió de gripe hace tres días.
Dunworthy miró a Colin.
—¿Qué más te ordenaron que no me contaras? —exigió—. ¿Quién más ha muerto mientras yo estaba enfermo?
Montoya alzó la mano para silenciar a Colin, pero ya era demasiado tarde.
—Tía Mary.
TRANSCRIPCIÓN DEL LIBRO DEL DÍA DEL JUICIO FINAL
(077076-078924)
Maisry ha huido. Roche y yo la hemos buscado por todas partes, por miedo de que hubiera caído enferma y se hubiera arrastrado hasta algún rincón, pero el senescal dijo que cuando cavaba la tumba de Walthef la había visto dirigirse al bosque. Cabalgaba el pony de Agnes.
Sólo propagará la peste, o llegará a una aldea que ya la tenga. Ahora está en todas partes. Las campanas suenan como a vísperas, pero desacompasadas, como si los campaneros se hubieran vuelto locos. Es imposible distinguir si son nueve golpes o tres. Las campanas dobles de Courcy sólo han tocado una vez esta mañana. Me pregunto si es el bebé. O una de las muchachas charlatanas.
Rosemund sigue inconsciente y su pulso es muy débil. Agnes grita y se debate en su delirio. Sigue llamándome a gritos, pero no deja que me acerque. Cuando intento hablarle, patalea y chilla como si tuviera una rabieta. Eliwys se esfuerza intentando atender a Agnes y lady Imeyne, que me grita «¡Diablo!» cuando la atiendo y casi me puso un ojo morado esta mañana. El único que me deja acercarme es el clérigo, que está más allá de los cuidados. No creo que pase de hoy. Huele tan mal que tuvimos que trasladarlo al fondo de la habitación. La buba le ha empezado a supurar otra vez.
(Pausa)
Gunni, segundo hijo del senescal.
La mujer con las cicatrices de escrófula en el cuello.
El padre de Maisry.
El monaguillo de Roche, Cob.
(Pausa)
Lady Imeyne está muy mal. Roche intentó administrarle los últimos sacramentos, pero se negó a confesarse.
—Debéis hacer las paces con Dios antes de morir —insistió Roche, pero ella volvió el rostro a la pared y dijo:
—Él tiene la culpa de todo esto.
(Pausa)
Treinta y un casos. Más del setenta y cinco por ciento. Roche ha consagrado parte del prado esta mañana porque el cementerio está casi lleno.
Maisry no ha vuelto. Probablemente está durmiendo en el sillón de alguna mansión abandonada por sus habitantes, y cuando todo esto se acabe se convertirá en antepasada de alguna rancia familia de abolengo.
Tal vez eso es lo malo de nuestra época, señor Dunworthy: fue fundada por Maisry, el enviado del obispo y sir Bloet. Y toda la gente que se quedó e intentó ayudar contrajo la peste y murió.
(Pausa)
Lady Imeyne ha caído inconsciente y Roche le está administrando los últimos sacramentos. Yo se lo pedí.
—Es la enfermedad la que habla. Su alma no se ha vuelto contra Dios —afirmé, lo cual no es cierto, y quizás ella no se merezca el perdón, pero tampoco se merece esto, su cuerpo envenenado, pudriéndose, y apenas puedo condenarla por culpar a Dios cuando yo la culpo a ella. Y nadie es responsable. Es una enfermedad.
El vino consagrado se ha acabado y no queda aceite de oliva. Roche utiliza aceite de cocinar. Huele a rancio. Cuando le toca las sienes y las palmas de las manos, su piel se vuelve negra.
Es una enfermedad.
(Pausa)
Agnes ha empeorado. Es horrible mirarla, allí tendida y jadeando como su pobre cachorrito.
—¡Decidle a Kivrin que venga a buscarme! ¡No me gusta estar aquí! —grita.
Ni siquiera Roche puede soportarlo.
—¿Por qué nos castiga así Dios? —me preguntó.
—No lo hace. Es una enfermedad —repetí—. Pero no es ninguna enfermedad, y él lo sabe.
Toda Europa lo sabe, y la Iglesia lo sabe también. Continuará durante unos cuantos siglos más, poniendo excusas, pero no puede ocultar el hecho esencial: que El dejó que esto pasara. No viene a rescatar a nadie.
(Pausa)
Las campanas han cesado. Roche me preguntó si creía que era un signo de que la epidemia ha terminado.
—Después de todo, quizá Dios ha podido venir a ayudarnos —aventuró.
No lo creo. En Tournai las autoridades eclesiásticas ordenaron que cesaran las campanas porque el sonido asustaba a la gente. Tal vez el obispo de Bath ha hecho lo mismo.
Desde luego, el sonido era pavoroso, pero el silencio es aún peor. Es como el fin del mundo.