28

El niño que huyó de Kivrin el día que ella intentó encontrar el lugar de recogida contrajo la peste por la noche. Su madre esperaba al padre Roche cuando fue a decir maitines. El niño tenía una buba en la espalda, y Kivrin la abrió mientras Roche y la madre sostenían al pequeño.

No quería hacerlo. El escorbuto lo había dejado ya débil, y Kivrin no sabía si había alguna arteria bajo los omóplatos. Rosemund no parecía haber mejorado, aunque Roche sostenía que su pulso era más fuerte. Estaba tan pálida que parecía que la habían dejado sin sangre, y permanecía inmóvil. Y no parecía que el niño pudiera soportar perder sangre.

Pero apenas sangró, y el color regresó a sus mejillas antes de que Kivrin terminara de lavar el cuchillo.

—Dadle una infusión de pétalos de rosa —dijo Kivrin, pensando que al menos eso ayudaría al escorbuto—. Y corteza de sauce.

Sostuvo la hoja del cuchillo sobre la hoguera. El fuego no era mayor que el día que ella se sentó a su lado, demasiado agotada para encontrar el lugar de recogida. No mantendría caliente al niño, y si le decía a la mujer que fuera a recoger madera, tal vez contagiaría a alguien más.

—Os traeremos leña —dijo, y se preguntó cómo.

Todavía quedaba comida del banquete de Navidad, pero se estaban quedando rápidamente sin todo lo demás. Habían usado casi toda la madera cortada para mantener calientes a Rosemund y el clérigo, y no había nadie a quien pedirle que cortara los leños que había apilados en la cocina. El molinero estaba enfermo, el senescal atendía a su mujer y su hijo.

Kivrin recogió un montón de madera ya cortada y algunos pedazos de corteza suelta para hacer leña y lo llevó a la choza, deseando poder trasladar al niño a la casa, pero Eliwys tenía que atender a su hija y al clérigo, y ya parecía al borde del agotamiento.

Eliwys permaneció sentada junto a Rosemund toda la noche, dándole sorbos de infusión de sauce y vendando la herida. Se habían quedado sin tela, de forma que se quitó la cofia y la rasgó en tiras. Se sentó en un sitio donde podía ver la puerta, y de vez en cuando se levantaba y se asomaba, como si oyera venir a alguien. Con el cabello oscuro suelto sobre los hombros, no parecía mayor que Rosemund.

Kivrin llevó la leña a la mujer y la dejó en el suelo, junto a la jaula de la rata. El animal había desaparecido. La habían matado, sin duda, y ni siquiera era culpable.

—El Señor nos bendice —le dijo la mujer. Se arrodilló junto al fuego y empezó a añadirle cuidadosamente madera con esmero.

Kivrin volvió a examinar al niño. Su buba seguía supurando un fluido claro y acuoso, lo cual era bueno. La de Rosemund había sangrado durante la noche y luego empezó a hincharse y a crecer otra vez. Y no puedo abrirla otra vez, pensó Kivrin. No puede perder más sangre.

Regresó al salón, preguntándose si debería relevar a Eliwys o intentar cortar más leña. Roche, que salía de la casa del senescal, le dio la noticia de que otros dos hijos del senescal estaban enfermos.

Eran los dos hijos menores y era sin lugar a dudas la peste neumónica. Los dos tosían y la madre expulsaba intermitentemente un esputo acuoso. El Señor nos bendice.

Kivrin volvió al salón. Todavía estaba brumoso por el azufre, y el brazo del clérigo parecía casi negro bajo la luz amarillenta. El fuego no era mejor que el de la choza de la mujer. Kivrin trajo los restos de madera cortada y le dijo a Eliwys que se acostara, pues ella atendería a Rosemund.

—No —dijo Eliwys, mirando hacia la puerta—. Lleva tres días en camino —añadió, casi para sí misma.

Había setenta kilómetros a Bath, un día y medio al menos a caballo y el mismo tiempo para regresar, si había podido encontrar un caballo fresco en Bath. Tal vez volvería aquel mismo día, siempre que hubiese encontrado a lord Guillaume inmediatamente. Si es que vuelve, pensó Kivrin.

Eliwys miró de nuevo hacia la puerta, como si oyera algo, pero el único sonido era Agnes, que le canturreaba a su carrito. Le había puesto un pañuelo encima como si fuera una manta y hacía como si le estuviera dando de comer.

—Tiene el mal azul —le dijo a Kivrin.

Kivrin pasó el resto del día haciendo tareas de la casa: trayendo agua, haciendo un guiso con los restos del asado, vaciando los orinales. La vaca del senescal, con las ubres hinchadas a pesar de las órdenes de Kivrin, entró en el patio y la siguió, empujándola con los cuernos hasta que Kivrin se rindió y la ordeñó. Roche cortó madera entre sus visitas al senescal y al niño, y Kivrin deseaba haber aprendido a cortar madera mientras golpeaba torpemente los grandes leños.

El senescal fue a buscarlos antes del anochecer. Ahora era su hija pequeña. Ya van ocho casos hasta ahora, pensó Kivrin. Sólo había cuarenta personas en la aldea. Se suponía que entre un tercio y la mitad de Europa habían contraído la peste y muerto, y el señor Gilchrist pensaba que este cálculo era una exageración. Un tercio serían trece casos, sólo cinco más. Incluso con el cincuenta por ciento, sólo la contraerían doce más, y los hijos del senescal ya habían sido todos expuestos.

Los contempló, la niña mayor gruesa y morena como su padre, el niño menor con el rostro afilado como su madre, el bebé tan delgadito. Todos os pondréis enfermos, pensó, y eso dejará a ocho.

No parecía poder sentir nada, ni siquiera cuando el bebé empezó a llorar y la niña se lo sentó sobre las rodillas y le metió el dedo sucio en la boca. Trece, rezó. Veinte como máximo.

Tampoco podía sentir nada por el clérigo, aunque estaba claro que no pasaría de esa noche. Tenía los labios y la lengua cubiertos de una costra marrón, y tosía una baba acuosa veteada de sangre. Le atendía automáticamente, sin sentir nada.

Es la falta de sueño, pensó, nos está aturdiendo a todos. Se tumbó junto al fuego y trató de dormir, pero parecía encontrarse más allá del sueño, más allá del cansancio. Ocho personas más, pensó, sumándolas mentalmente. La madre la contraerá, y la mujer del molinero y también sus hijos. Eso deja a cuatro. No dejes que uno de ellos sea Agnes o Eliwys. Ni Roche.

Por la mañana Roche encontró a la cocinera tendida en la nieve delante de su choza, medio helada y tosiendo sangre.

Nueve, pensó Kivrin.

La cocinera era viuda y no tenía nadie que la cuidara, así que la llevaron al salón y la colocaron junto al clérigo, que extrañamente, horriblemente, seguía vivo todavía.

Las hemorragias se le habían extendido ahora por todo el cuerpo, y tenía el pecho cruzado por marcas azules y amoratadas, los brazos y piernas eran casi negros. Tenía las mejillas cubiertas por una barba negra que de algún modo también parecía un síntoma, y debajo su rostro se iba oscureciendo.

Rosemund yacía pálida y silenciosa, debatiéndose entre la vida y la muerte, y Eliwys la atendía en silencio, con cuidado, como si el más leve movimiento, el menor sonido, pudieran empujarla a la muerte. Kivrin caminaba de puntillas entre los jergones, y Agnes, advirtiendo la necesidad de silencio, se sentía completamente aparte.

Gemía, se colgaba de la separación, le suplicaba a Kivrin una docena de veces que la llevara a ver a su perro, o a su pony, que le trajera algo de comer, que terminara de contarle la historia de la niña mala en el bosque.

—¿Cómo acaba? —preguntó con un tono que a Kivrin le crispaba los nervios—. ¿Se comen los lobos a la niña?

—No lo sé —respondió Kivrin después de la cuarta vez—. Ve y siéntate junto a tu abuela.

Agnes miró desdeñosa a lady Imeyne, que estaba todavía arrodillada en el rincón, de espaldas a todos. Había pasado allí toda la noche.

—Abuela no jugará conmigo.

—Bueno, pues entonces juega con Maisry.

Lo hizo durante cinco minutos, molestándola tan implacablemente que la criada contraatacó y Agnes regresó llorando, quejándose de que Maisry la había pellizcado.

—No se lo reprocho —dijo Kivrin, y las envió a las dos al desván.

Fue a ver al niño, que había mejorado tanto que incluso se había incorporado, y cuando regresó encontró a Maisry sentada en el sillón, profundamente dormida.

—¿Dónde está Agnes?

Eliwys miró aturdida a su alrededor.

—No lo sé. Estaban en el desván.

—Maisry —llamó Kivrin, acercándose al dosel—. Despierta. ¿Dónde está Agnes?

Maisry parpadeó estúpidamente.

—No tendrías que haberla dejado sola.

Kivrin subió al desván, pero Agnes no estaba allí, así que comprobó en la habitación. Tampoco la encontró.

Maisry se llevó una mano a la oreja, a la defensiva, y la miró boquiabierta.

—Eso es —la amenazó Kivrin—. Te tiraré de las orejas si no me dices dónde está.

Maisry enterró el rostro en su falda.

—¿Dónde está? —Kivrin la cogió por el brazo—. Se suponía que tenías que vigilarla. ¡Era tu responsabilidad!

Maisry empezó a aullar, un alarido agudo como el de un animal.

—¡Basta! ¡Dime por dónde se marchó! —Kivrin la empujó hacia la puerta.

—¿Qué pasa? —preguntó Roche al entrar.

—Es Agnes. Tenemos que encontrarla. Puede haber ido a la aldea.

Roche sacudió la cabeza.

—No la he visto. Es probable que esté en uno de los edificios externos.

—El establo —apuntó Kivrin—. Dijo que quería ver a su pony.

No estaba allí.

—¡Agnes! —llamó Kivrin en medio de la oscuridad que olía a estiércol—. ¡Agnes!

El pony relinchó y trató de salir del establo, y Kivrin se preguntó cuándo le habrían dado de comer por última vez, y dónde estarían los perros.

—Agnes.

Miró en cada uno de los establos y detrás del pesebre, en todos los rincones donde podía esconderse una niña pequeña, donde se hubiera podido quedar dormida.

Puede que esté en el granero, pensó Kivrin, y salió del establo, protegiéndose los ojos de la súbita claridad. Roche salía de la cocina.

—¿La habéis encontrado? —preguntó Kivrin, pero él no la oyó. Miraba hacia la puerta con la cabeza ladeada, como si intentara escuchar algo.

Kivrin prestó atención, pero no percibió nada.

—Es el señor —dijo él, y corrió hacia la puerta.

Oh, no, Roche no, pensó Kivrin, y corrió tras él. Se había detenido y abría la puerta.

—Padre Roche —llamó Kivrin, y oyó el caballo.

Galopaba hacia ellos, el sonido de los cascos era fuerte sobre el suelo helado. Kivrin comprendió que Roche se refería al señor de la casa. Cree que el marido de Eliwys ha llegado por fin, pensó, y entonces, con un destello de esperanza, pensó es el señor Dunworthy.

Roche alzó la pesada barra y la deslizó a un lado.

Necesitamos estreptomicina y desinfectante, y tiene que llevarse a Rosemund a un hospital. Necesitará una transfusión.

Roche había descorrido ya la barra. Abrió la puerta.

Una vacuna, pensó ella descabelladamente. Será mejor que traiga la oral. ¿Dónde está Agnes? Tiene que sacarla de aquí.

El caballo casi había llegado a la puerta antes de que ella recuperara el sentido.

—¡No! —exclamó, pero era demasiado tarde. Roche ya había terminado de abrir la puerta.

—No puede entrar aquí —gritó Kivrin, y buscó alrededor algo con que advertirle—. Contraerá la peste.

Había dejado la pala junto al corral de los cerdos después de enterrar a Blackie. Corrió a cogerla.

—No le dejéis entrar —gritó. Roche agitó los brazos en signo de advertencia, pero él ya había entrado en el patio.

Roche bajó los brazos.

—¡Gawyn! —dijo. El corcel negro parecía el de Gawyn, pero lo montaba un niño. No sería mayor que Rosemund, y llevaba la cara y la ropa manchadas de barro. También el caballo estaba sucio, respiraba con dificultad y salpicaba espuma, y el muchacho parecía igual de agotado.

Tenía la nariz y las orejas enrojecidas por el frío. Empezó a desmontar, mirándolos.

—No entres —advirtió Kivrin, pronunciando con cuidado para no volver al inglés—. Hay peste en esta aldea. —Levantó la pala, apuntando con ella como si fuera un rifle.

El niño se detuvo, a medio desmontar, y volvió a sentarse en la silla.

—El mal azul —añadió ella, por si no lo había entendido, pero él asintió.

—Está en todas partes —dijo, y se volvió para coger algo de la alforja—. Traigo un mensaje. —Tendió una bolsa de cuero hacia Roche, quien se adelantó a cogerla.

—¡No! —intervino Kivrin, y dio un paso al frente, agitando la pala en el aire—. ¡Déjala caer al suelo! No nos toques.

El niño sacó un rollo de pergamino y lo tiró a los pies de Roche.

El sacerdote lo recogió y lo desenrolló.

—¿Qué dice el mensaje? —preguntó al niño, y Kivrin pensó, claro, no sabe leer.

—No lo sé —contestó el niño—. Es del obispo de Bath. Tengo que llevarlo a todas las parroquias.

—¿Me dejáis leerlo? —preguntó Kivrin.

—Tal vez sea del señor —aventuró Roche—. Tal vez nos envía la noticia de que se ha retrasado.

—Sí —dijo Kivrin, cogiendo el pergamino, pero ya sabía que no se trataba de eso.

Estaba en latín, escrito con letras tan elaboradas que resultaban difíciles de leer, pero no importaba. Lo había leído antes. En el Bodleian.

Se echó la pala al hombro y leyó el mensaje, traduciéndolo.

—La contagiosa pestilencia de estos días, que se extiende con rapidez, ha dejado a muchas parroquias y otras casas de nuestra diócesis sin personas ni sacerdotes para cuidar de sus feligreses.

Miró a Roche. No, pensó. Aquí no. No dejaré que suceda aquí.

—Ya que no se puede encontrar ningún sacerdote que esté dispuesto…

Los sacerdotes habían muerto o huido, y no se podía persuadir a nadie para que ocupara su lugar, y la gente moría «sin el sacramento de la Penitencia».

Siguió leyendo, viendo no las letras negras sino las marrones ajadas que había descifrado en el Bodleian. Entonces le pareció que la carta era pomposa y ridicula.

—Moría gente a diestro y siniestro, y al obispo sólo le importaba el protocolo de la Iglesia —le había comentado al señor Dunworthy.

Pero ahora, al leerla al chico agotado y al padre Roche, ella parecía también agotada. Y desesperada.

—Si están al borde de la muerte y no pueden asegurarse los servicios de un sacerdote, entonces deben confesarse unos a otros. Con la presente os instamos, en nombre de Jesucristo, a hacer esto.

Ni el niño ni Roche dijeron nada cuando Kivrin terminó de leer. La joven se preguntó si el niño sabía lo que llevaba. Enrolló el pergamino y se lo devolvió.

—Llevo cabalgando tres días —dijo él, y se desplomó exhausto en la silla—. ¿No puedo descansar un poco?

—Este sitio no es seguro —contestó Kivrin, apiadándose de él—. Te daremos comida para que te la lleves.

Roche se volvió hacia la cocina y Kivrin recordó de pronto a Agnes.

—¿Has visto una niña pequeña por el camino? ¿Una niña de cinco años, con capa y capucha rojas?

—No, pero hay mucha gente en los caminos. Huyen de la peste.

Roche volvió con un saco de arpillera. Kivrin dio media vuelta y cogió avena para el caballo, y Eliwys pasó ante ellos con las faldas recogidas entre las piernas y el cabello suelto a la espalda.

—¡No…! —gritó Kivrin, pero Eliwys ya había cogido el caballo por la brida.

—¿De dónde vienes? —le preguntó, y cogió al niño de la manga—. ¿Has visto al valido de mi esposo, Gawyn?

El niño parecía asustado.

—Vengo de Bath, con un mensaje del obispo —le respondió, tirando de las riendas. El caballo relinchó y sacudió la cabeza.

—¿Qué mensaje? —preguntó Eliwys, histérica—. ¿Es de Gawyn?

—No conozco al hombre del que habláis.

—Lady Eliwys… —dijo Kivrin, y avanzó un paso.

—Gawyn cabalga un corcel negro con una silla repujada en plata —insistió Eliwys, tirando de la brida del caballo—. Ha ido a Bath para traer a mi esposo, que es testigo en los juicios.

—Nadie va a Bath. Todos los que pueden huyen de allí.

Eliwys se tambaleó, como si el caballo hubiera retrocedido, y pareció caer contra su flanco.

—No hay tribunales, ni leyes —prosiguió el niño—. Los muertos yacen en las calles, y todos los que los ven también mueren. Hay quien dice que es el fin del mundo.

Eliwys soltó la brida y retrocedió un paso. Se volvió y miró esperanzada a Kivrin y Roche.

—Entonces seguramente volverán pronto. ¿Estás seguro que no los has visto por el camino? Cabalga un corcel negro.

—Había muchos caballos. —Hizo avanzar a su montura hacia Roche, pero Eliwys no se movió.

Roche se adelantó con el saco de comida. El chico se inclinó, la recogió, y cuando hizo girar al caballo estuvo a punto de atropellar a Eliwys. Ella no hizo ademán de apartarse.

Kivrin avanzó y cogió una de las riendas.

—No regreses junto al obispo —le aconsejó.

El chico tiró de las riendas. Parecía más asustado de ella que de Eliwys.

Kivrin no las soltó.

—Ve al norte —le conminó—. La peste no ha llegado allí todavía.

Él liberó las riendas de un tirón, espoleó al caballo y salió al galope del patio.

—Apártate de los caminos principales —le gritó Kivrin—. No hables con nadie.

Eliwys se quedó donde estaba.

—Venid —le dijo Kivrin—. Tenemos que encontrar a Agnes.

—Mi esposo y Gawyn habrán cabalgado primero a Courcy para advertir a sir Bloet —aventuró Eliwys, y dejó que Kivrin la condujera de regreso a la casa.

Kivrin la dejó junto al fuego y se fue al granero. Agnes no estaba allí, pero encontró su propia capa, que había dejado el día de Nochebuena. Se la puso y subió al altillo. Miró en el lagar y Roche buscó en los otros edificios, pero fue en vano. Un frío viento se levantó mientras hablaban con el mensajero, y olía a nieve.

—Tal vez está en la casa —suspiró Roche—. ¿Habéis mirado tras el sillón alto?

Ella registró de nuevo la casa, mirando tras el sillón y bajo la cama. Maisry yacía gimiendo donde la había dejado, y tuvo que resistir la tentación de pegarle una buena patada. Le preguntó a lady Imeyne, que estaba arrodillada de cara a la pared, si había visto a Agnes.

La anciana la ignoró y siguió moviendo las cuentas de su rosario y los labios en silencio.

Kivrin la sacudió por el hombro.

—¿La visteis salir?

Lady Imeyne se volvió y la miró, echando chispas por los ojos.

—La culpa es de ella.

—¿De Agnes? —preguntó Kivrin, furiosa—. ¿Cómo puede ser culpa suya?

Imeyne sacudió la cabeza y miró a Maisry.

—Dios nos castiga por la maldad de Maisry.

—Agnes se ha perdido y ya está anocheciendo —dijo Kivrin—. Tenemos que encontrarla. ¿No habéis visto adónde fue?

—Su culpa —susurró la anciana, y se volvió hacia la pared.

Se hacía tarde y el viento silbaba contra los muros. Kivrin recorrió el pasaje y salió al prado.

Era como el día que había intentado encontrar por su cuenta el lugar de recogida. No había nadie en el prado cubierto de nieve, y el viento agitaba sus ropas al correr. Una campana tañía al noreste, lentamente, anunciando un funeral.

A Agnes le encantaba el campanario. Kivrin entró y la llamó, aunque distinguía claramente la campana. Salió y se quedó mirando las chozas, tratando de pensar adonde habría ido la niña.

A las chozas no, a menos que hubiera tenido frío. El perrito. Quería ver la tumba. Kivrin no le había dicho que lo había enterrado en el bosque. Agnes le había dicho que había que enterrarlo en el cementerio. Ya veía que la niña no estaba allí, pero de todas formas atravesó la valla.

Agnes había estado allí. Las huellas de sus botitas iban de tumba en tumba y luego se dirigían a la parte norte de la iglesia. Kivrin se volvió hacia la colina y la linde del bosque, pensando. ¿Y si ha ido al bosque? Nunca la encontraremos.

Rodeó la iglesia. Las huellas se detenían y volvían al otro lado. Kivrin abrió la puerta. Dentro casi estaba oscuro y hacía más frío que en el patio sacudido por el viento.

—¡Agnes! —llamó.

No obtuvo respuesta, pero un leve sonido llegó de junto al altar, como una rata huyendo.

—¿Agnes? —dijo Kivrin, escrutando la penumbra tras la tumba, los pasillos laterales—. ¿Estás aquí?

—¿Kivrin? —respondió una vocecita temblorosa.

Estaba junto a la imagen de santa Catalina, acurrucada entre las velas de la peana. Se había apretujado contra las burdas faldas de piedra de la estatua, con los ojos aterrados, envuelta en su capa. Tenía la cara roja y surcada por las lágrimas.

—¿Kivrin? —gimió, y se abalanzó a sus brazos.

—¿Qué estás haciendo aquí, Agnes? —dijo Kivrin, furiosa de puro alivio. La abrazó con fuerza—. Te hemos estado buscando por todas partes.

Ella enterró el rostro contra el cuello de Kivrin.

—Me escondía —dijo—. Llevé a Carro a ver a mi perro, y me caí. —Se frotó la nariz—. Os llamé muchas veces, pero vos no veníais.

—No sabíamos dónde estabas, cariño —la consoló Kivrin, acariciándole el pelo—. ¿Por qué has venido a la iglesia?

—Me escondía del hombre malo.

—¿Qué hombre malo? —Kivrin frunció el ceño.

La puerta de la iglesia se abrió, y Agnes se apretó contra el cuello de Kivrin.

—Es el hombre malo —susurró, histérica.

—¡Padre Roche! —llamó Kivrin—. La he encontrado. Está aquí. —La puerta se cerró y oyó los pasos del sacerdote—. Es el padre Roche. También te ha estado buscando. No sabíamos dónde te habías metido.

La niña aflojó un poco su abrazo.

—Maisry dijo que el hombre malo vendría y me cogería.

Roche llegó jadeando, y Agnes volvió a enterrar la cabeza contra Kivrin.

—¿Está enferma? —preguntó ansiosamente.

—No lo creo. Está helada. Ponedle mi capa.

Roche desabrochó torpemente la capa de Kivrin y envolvió con ella a Agnes.

—Me escondía del hombre malo —le explicó a Kivrin, volviéndose.

—¿Qué hombre malo?

—El hombre malo que os persiguió en la iglesia. Maisry dijo que viene y te coge y te da el mal azul.

—No hay ningún hombre malo —replicó Kivrin, pensando que cuando volviera a la casa sacudiría a Maisry hasta que le castañetearan los dientes. Se levantó. Agnes la abrazó con más fuerza.

Roche fue tanteando la pared hasta llegar a la puerta y la abrió. Una luz azulina los asaltó.

—Maisry dijo que él se llevó a mi perro —prosiguió Agnes, tiritando—. Pero a mí no. Me escondí.

Kivrin pensó en el cachorro negro, flácido en sus manos, con sangre en la boca.

No, pensó, y caminó rápidamente sobre la nieve. La niña tiritaba porque había estado demasiado tiempo en la iglesia helada. Notó su carita caliente contra el cuello. Es de tanto llorar, pensó, y le preguntó si le dolía la cabeza.

Agnes asintió o sacudió la cabeza contra Kivrin, pero no respondió. No, pensó Kivrin, y apretó el paso seguida de Roche. Dejó atrás la casa del senescal hasta llegar al patio.

—No fui al bosque —dijo Agnes cuando llegaron a la casa—. La niña mala sí fue, ¿verdad?

—Sí —contestó Kivrin, acercándola al fuego—. Pero no pasó nada. El padre la encontró y la llevó a casa. Y vivieron felices y comieron perdices. —Sentó a Agnes en el banco y le desabrochó la capa.

—Y nunca volvió al bosque.

—Nunca. —Kivrin le quitó los zapatos mojados y las calzas—. Acuéstate —le ordenó al tiempo que extendía la capa junto al fuego—. Te traeré un poco de sopa caliente. —Agnes se tendió dócilmente y Kivrin la cubrió con la capa.

Le trajo sopa, pero Agnes la rechazó, y se quedó dormida casi de inmediato.

—Ha cogido frío —le dijo a Eliwys y Roche casi ferozmente—. Ha estado fuera toda la tarde. Ha cogido frío.

Pero después de que Roche se marchara a decir vísperas, destapó a Agnes y le palpó bajo los brazos y en la ingle. Incluso le dio la vuelta, buscando un bulto como el del niño entre sus omóplatos.

Roche no tocó la campana. Volvió con una colcha ajada, sin duda de su propia cama, la tendió en el suelo y trasladó a Agnes a ella.

Las otras campanas de vísperas sonaban. Oxford, Godstow y la campana del suroeste. Kivrin no oyó la doble campana de Courcy. Miró ansiosamente a Eliwys, pero ella no parecía estar escuchando. Miraba hacia la puerta.

Las campanas cesaron, y la de Courcy comenzó. Parecía extraña, apagada y lenta. Kivrin miró a Roche.

—¿Es un funeral?

—No —respondió él, mirando a Agnes—. Es un día sagrado.

Kivrin había perdido cuenta de los días. El enviado del obispo se había marchado la mañana de Navidad y por la tarde ella descubrió que se trataba de la peste, y después de eso todo pareció un único día interminable.

Cuatro días, pensó, han sido cuatro días.

Había querido venir por Navidad porque había tantos días de fiesta que incluso los campesinos sabían qué día era, y así no perdería el encuentro.

Gawyn fue a Bath por ayuda, señor Dunworthy, pensó, y el obispo se llevó todos los caballos, y no sabía dónde estaba.

Eliwys se había levantado y escuchaba las campanas.

—¿Son las campanas de Courcy?

—Sí —dijo Roche—. No temáis. Es la Matanza de los Santos Inocentes.

La matanza de los inocentes, pensó Kivrin, mirando a Agnes. Dormía, y había dejado de temblar, aunque aún estaba caliente.

La cocinera gimió algo y Kivrin se acercó a ella. Estaba encogida en su jergón, intentando levantarse.

—Debo ir a casa —murmuró.

Kivrin la obligó a acostarse y le llevó un poco de agua. El cubo estaba casi vacío, así que lo cogió y salió con él.

—Decidle a Kivrin que quiero que venga —prorrumpió Agnes. Estaba sentada.

Kivrin soltó el cubo.

—Estoy aquí —dijo, arrodillándose junto a la niña—. Aquí mismo.

Agnes la miró, la cara roja y distorsionada por la furia.

—El hombre malo me cogerá si Kivrin no viene —gimoteó—. Pedidle que venga ahora mismo.

TRANSCRIPCIÓN DEL LIBRO DEL DÍA DEL JUICIO FINAL

(073453-074912)

No fui al encuentro. Perdí la cuenta de los días, cuidando de Rosemund, y no encontraba a Agnes, y no sabía dónde estaba el lugar.

Debe de estar usted muy preocupado, señor Dunworthy. Probablemente pensará que he caído entre asesinos y ladrones. Bueno, así ha sido. Y ahora tienen a Agnes.

Tiene fiebre, pero no le han salido bubas, y no tose ni vomita. Sólo fiebre. Es muy alta… no me conoce y sigue pidiendo que yo vaya. Roche y yo intentamos bajarle la fiebre lavándola con compresas frías, pero sigue aumentándole la temperatura.

(Pausa)

Lady Imeyne está enferma. El padre Roche la encontró esta mañana en el suelo. Tal vez llevaba allí toda la noche. Las dos últimas noches se negó a acostarse y permaneció de rodillas en el rincón, rezándole a Dios para que la protegiera a ella y al resto de los piadosos de la peste.

No lo ha hecho. Tiene la neumónica. Tose y vomita mucosidad manchada de sangre.

No quiere que Roche ni yo la atendamos.

—Ella tiene la culpa de esto —le dijo a Roche, y me señaló—. Miradle el cabello. No es una doncella. Mirad su ropa.

Mi ropa son una pelliza de chico y unas calzas de cuero que encontré en uno de los cofres del desván. Mi saya se estropeó cuando lady Imeyne me vomitó encima, y tuve que romper mi camisa para hacer vendas.

Roche intentó darle a Imeyne un poco de infusión de corteza de sauce, pero ella lo escupió.

—Mintió cuando dijo que la habían asaltado en el bosque. La han enviado para matarnos —dijo ella.

Una baba ensangrentada le resbalaba por la barbilla mientras hablaba, y Roche se la secó.

—El mal os hace creer esas cosas —dijo amablemente.

—La enviaron para que nos envenene —prosiguió Imeyne—. Ved cómo ha envenenado a las hijas de mi hijo. Y ahora quiere envenenarme a mí también, pero no permitiré que me dé nada de comer ni de beber.

—Shhh —dijo Roche amablemente—. No debéis hablar mal de quien pretende ayudaros.

Ella sacudió la cabeza violentamente, de un lado a otro.

—Pretende matarnos a todos. Es una sierva del diablo.

Yo nunca había visto a Roche enfadado. Casi volvió a parecer un asesino.

—No sabéis lo que decís. Es Dios quien la ha enviado para ayudarnos.

Ojalá fuera cierto que estoy aquí para servir de ayuda, pero se equivoca. Agnes grita para que yo vaya y Rosemund yace como hechizada, y el clérigo se vuelve negro y yo no puedo hacer nada para ayudarlos. Nada.

(Pausa)

Toda la familia del senescal la tiene. El hijo menor Lefric, era el único con bubas, y lo he traído aquí para desbridárselas. No puedo hacer nada por los demás. Todos tienen peste neumónica.

(Pausa)

El bebé del senescal ha muerto.

(Pausa)

Las campanas de Courcy doblan. Nueve golpes. ¿Cuál de ellos es? ¿El enviado del obispo? ¿El monje gordo que ayudó a robarnos los caballos? ¿O sir Bloet?

Espero que así sea.

(Pausa)

Un día aciago. La mujer del senescal y el niño que huyó de mí cuando fui a buscar el lugar de encuentro han muerto esta tarde.

El senescal está cavando sus tumbas, aunque el suelo está tan congelado que no sé cómo puede hacerle siquiera una mella. Rosemund y Lefric han empeorado. Rosemund apenas puede tragar y su pulso es débil e irregular.

Agnes no está tan mal, pero no consigo que le baje la fiebre.

Roche dijo vísperas aquí esta noche.

—Buen Jesús —rezó después de las oraciones establecidas—, sé que has enviado la ayuda que has podido, pero me temo que no podemos prevalecer contra esta oscura plaga. Tu santa servidora Katherine dice que este terror es una enfermedad, ¿pero cómo es posible? Pues no se mueve de hombre a hombre, sino que está en todas partes a la vez.

Así es.

(Pausa)

Ulf el molinero ha muerto.

También Sibbe, hija del senescal.

Joan, hija del senescal.

La cocinera (no sé su nombre).

Walthef, hijo mayor del senescal.

(Pausa)

Más del cincuenta por ciento de la aldea la sufre. Por favor, no dejes que Eliwys la contraiga. Ni Roche.