UNO DE LOS ÚLTIMOS CAPÍTULOS[61]

En este mundo todos intentan arreglar sus asuntos. «El que la persigue la mata», dice el proverbio. La expedición a través de los baúles fue un rotundo éxito, ya que a consecuencia de ella algo le ocurrió a su propia orquesta. En resumen, que todo fue llevado a cabo de modo sensato. No es que Chichikov robara nada, sino que supo aprovecharse de las circunstancias. Cualquiera de nosotros se aprovecha de algo: uno se aprovecha de un bosque público, otro de ciertas cantidades, aquél roba a sus propios hijos para entregarlo a alguna actriz extranjera, o a sus mujiks, para adquirir muebles lujosos o un carruaje.

¿Qué hacer si el mundo está lleno de tentaciones? Restaurantes de lujo con precios que están por las nubes, bailes de máscaras, singaros, fiesta. A uno no le resulta nada fácil abstenerse cuando ve que todos hacen lo mismo y la moda se impone. ¡A ver quién es el que consigue abstenerse! Es imposible que uno se aísle siempre y en todo momento. El hombre no es Dios. Y así Chichikov, del mismo modo que el incontable número de aficionados a las comodidades, orientó las cosas en provecho propio. Verdad es que habría debido abandonar la ciudad, pero los caminos se habían puesto intransitables.

Mientras tanto, en la ciudad iba a tener lugar una nueva feria, la destinada a la nobleza. La anterior había sido más bien una feria de caballos, de ganado, de materias primas y de artículos fabricados por los mujiks y que iban a comprar tratantes y mayoristas. Ahora le tocaba el turno a las mercancías compradas para los señores en la feria de Nizhni Novgorod. Se presentaba allí el azote de los bolsillos rusos; los franceses con sus tarros de pomadas y las francesas con sus sombreros, que se apoderaban de un dinero logrado con trabajo y con sangre; era, según expresión de Kostanzhoglo, una langosta que, al igual que las de las plagas de Egipto, no satisfecha con devorarlo todo, dejaba sus huevos enterrados.

Únicamente la mala cosecha y las calamidades de un año que en efecto había sido malo retenían a numerosos terratenientes en sus aldeas. En cambio, los funcionarios públicos, para quienes la cosecha no había sido mala, comenzaron a desatar sus bolsas; y sus mujeres, por desgracia, hicieron otro tanto. Saturadas con la lectura de los diversos libros que se habían publicado recientemente con el propósito de inspirar otras necesidades a la humanidad, se consumían en deseos de probar toda clase de nuevos placeres. Cierto francés abrió un establecimiento como hasta entonces no se había oído hablar en la provincia, llamado Vauxhall, en el cual se servían comidas, en extremo baratas según se decía, con facilidades de pago, ya que la mitad del importe lo entregaban a crédito. Esto bastó para que no sólo los jefes de negociado, sino absolutamente todos los oficinistas —confiados en las futuras gratificaciones de los solicitantes—, dieran rienda suelta a sus ansias de expansionarse.

Todos ellos experimentaron el afán de alardear de coches y de cocheros. Y es que cuando los jefes de negociado se sienten en vena de divertirse… A pesar de las lluvias y del fango, los elegantes coches no paraban en sus idas y venidas. Dios sabía de dónde los habían sacado, pero no habrían quedado nada mal ni siquiera en San Petersburgo. Los propietarios de las tiendas y sus dependientes se descubrían con suma amabilidad y convidaban a entrar a las señoras. Eran escasos los barbudos con gorros de piel. Abundaba el tipo europeo, con la barba afeitada, de apariencia debilucha y dientes careados.

—¡Aquí, aquí tengan la bondad! ¡Hagan el favor de pasar a la tienda!

—¡Señor, señor! —gritaban en algunos lugares los aprendices.

Pero los intermediarios que conocían Europa los observaban con aire despectivo, y con un sentimiento de dignidad, se limitaban a exclamar alguna que otra vez: «Tenemos paño de color blanco y negro».

—¿Tienen paño de color rojo oscuro con pequeñas motitas? —preguntó Chichikov.

—Hay un paño magnífico —repuso el comerciante al mismo tiempo que con una mano se desprendía de la gorra y con la otra señalaba la tienda.

Chichikov entró. El comerciante alzó ágilmente la tabla del mostrador y pasó al otro lado, dando la espalda a las telas, que pieza por pieza se iban amontonando hasta llegar al techo, y de frente al cliente. Apoyó las dos manos en el mostrador y mientras hacía balancear suavemente el cuerpo, preguntó:

—¿Qué clase de paño desea?

—Con motitas de color aceituna o verde botella, o parecido al arándano —repuso Chichikov.

—Aquí lo hallará de primerísima calidad, como el mejor que se puede encontrar en las capitales civilizadas. ¡Eh, muchacho! Tráeme ese paño de arriba, el número treinta y cuatro. ¡No, ése no, amigo! Siempre estás distraído como un proletario cualquiera. Déjalo aquí. ¡Vea qué paño!

Y tras desenrollar la pieza, acercó la tela a las mismas narices de Chichikov, con lo que éste tuvo ocasión no sólo de acariciar el sedoso brillo del paño, sino también de olerlo.

—Es de buena calidad, pero no es lo que yo deseo —dijo Chichikov—. He sido funcionario de Aduanas y allí podía encontrarlo de calidad realmente superior, realmente rojo y con las motitas que no tiraban a verde botella, sino a arándano.

—Entiendo. Usted quiere el color que ahora comienza a estar de moda en San Petersburgo. Tengo un paño excelente. Le advierto que es caro, pero, eso sí, de lo mejor.

El europeo se encaramó. Cayó la pieza. Él procedió a desenrollarla y lo hizo con el arte de otros tiempos, llegando incluso a olvidarse por unos momentos de que pertenecía a una generación posterior, y hasta sacó la pieza a la puerta para que el cliente la viera a la luz, diciendo:

—¡Es un paño magnífico! Color humo y llama de Navarino.

El paño gustó a Chichikov y ajustaron el precio, a pesar de que era «precio fijo», según afirmaba el comerciante. Éste rasgó con gran habilidad la tela con las manos y envolvió el corte, al estilo ruso, con increíble rapidez. Ató el paquete con un bramante, hizo el nudo, cortó la cuerda con las tijeras y finalmente ordenó que llevara el paquete al coche.

—Enséñeme un paño negro —resonó en aquel momento una voz.

«¡Diablo, si es Jlobuev!», pensó Chichikov, y se volvió de espalda para pasar desapercibido, ya que no creía oportuno tener con él explicación alguna respecto a la herencia. Pero Jlobuev ya había advertido su presencia.

—¿Cómo es eso, Pavel Ivanovich, me rehúye usted? No consigo encontrarle en ninguna parte. Es un asunto que tenemos que tratar muy seriamente.

—Mi querido amigo —dijo Chichikov dándole un apretón de manos—, puede tener la seguridad de que siempre quiero hablar con usted, pero aún no he tenido un momento disponible.

Y al mismo tiempo se decía para sus adentros: «¡Ojalá se te lleve el diablo!».

En ese preciso instante vio que entraba Murazov.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Pero si es Afanasi Vasilievich! ¿Qué tal está usted?

—Bien, ¿y usted? —respondió Murazov descubriéndose.

El comerciante y Jlobuev también se descubrieron.

—Me molesta el lumbago y duermo bastante mal. Sin duda será debido a que no me muevo mucho…

Pero Murazov, en lugar de interesarse por el motivo de los achaques que aquejaban a Chichikov, se dirigió hacia Jlobuev.

—Semión Semionovich, cuando he visto que entraba usted en esta tienda he corrido en su busca. Debo hablar sin falta con usted. ¿No le importaría venir a mi casa?

—Claro, claro —se apresuró a exclamar Jlobuev, quien salió tras él.

«¿Qué será lo que tienen que decirse?», pensó Chichikov.

—Afanasi Vasilievich es un hombre honorable e inteligente —dijo el comerciante—, y conoce muy bien su profesión, pero no tiene cultura. Porque el que se dedica al comercio es un hombre de negocios, y no un simple comerciante. Es algo que aparece unido al presupuesto, y a la reacción, pues de lo contrario sobreviene el pauperismo.

Chichikov intentó desentenderse de esta monserga.

—Pavel Ivanovich, le he estado buscando por todos lados —resonó detrás de él la voz de Lenitsin. El comerciante se descubrió con respeto.

—¡Ah, es Fiodor Fiodorovich!

—Por Dios se lo ruego, venga a mi casa. He de hablar con usted —dijo.

Chichikov se dio cuenta de que estaba desencajado. Pagó la compra y abandonó la tienda.

—Estaba esperándole, Semión Semionovich[62] —dijo Murazov viendo que Jlobuev entraba—. Tenga la bondad de pasar a mi cuartito —y llevó a Jlobuev a la estancia ya conocida por el lector; no se hallaría otra tan modesta en casa de un funcionario que cobra un sueldo anual de setecientos rublos.

—Dígame, imagino que su situación habrá mejorado ¿Ha heredado algo al morir su tía?

—No sé qué responder, Afanasi Vasilievich. No sé si mi situación ha mejorado. Me han correspondido en total cincuenta siervos y treinta mil rublos en metálico, con los que he podido liquidar una parte de mis deudas, de modo que nuevamente me he quedado sin nada. Pero lo más importante es que lo del testamento es un asunto nada claro. ¡Qué marrullerías, Afanasi Vasilievich! Se quedará perplejo cuando se lo explique. Ese Chichikov…

—Permítame, Semión Semionovich, antes de hablar de ese Chichikov hablemos de usted. Dígame, ¿cuánto considera usted que le haría falta para salir definitivamente de su apurada situación?

—Me encuentro en una situación muy difícil —repuso Jlobuev—. Para salir de ella, liquidar las deudas y verme en condiciones de mantener una vida de lo más sencilla, me harían falta, como mínimo, cien mil rublos, tal vez más. En resumen, que me es imposible.

—Y si tuviera esa cantidad, ¿de qué modo organizaría su vida?

—Entonces alquilaría un pisito y me dedicaría a la educación de mis hijos. En mí resulta inútil pensar; mi carrera ha llegado a su fin, yo no sirvo para nada.

—Pero seguirá su vida ociosa, y la ociosidad es la madre de tentaciones que no asaltarían al que se ocupa en un trabajo.

—No soy capaz, no sirvo para nada: estoy como atontado, sufro del lumbago.

—¿Cómo puede vivir sin trabajar? ¿Cómo puede estar sin un empleo, sin cualquier ocupación? ¡Por favor! Mire las criaturas de Dios: todo sirve para alguna cosa, todo tiene una misión que cumplir. Incluso la misma piedra existe para ser utilizada. ¿Y cree usted que es justo que el hombre, la criatura más racional, viva sin rendir beneficio alguno?

—Pero, con todo, yo haré algo. Puedo dedicarme a la educación de mis hijos.

—No, Semión Semionovich, no, eso resulta mucho más difícil que cualquier otra cosa. A los hijos únicamente se les puede educar con el ejemplo de la propia vida. ¿Acaso su vida es un buen ejemplo para ellos? ¿Para que aprendan a vivir en la ociosidad y a jugar a los naipes? No, Semión Semionovich, confíeme a mí sus hijos: usted no hará más que estropearlos. Piense en ello con toda seriedad; a usted le ha perdido la ociosidad. Debe huir de ella. ¿Es que resulta posible vivir en el mundo sin hallarse sujeto a ninguna obligación? Es preciso hacer algo, sea lo que fuere. El mismo jornalero cumple una misión; come un pan frugal, pero lo gana y siente interés por su trabajo.

—Ya lo intenté, Afanasi Vasilievich, intenté lograrlo. ¿Qué quiere que le haga si me siento viejo, si no soy más que un ser inútil, un incapaz? ¿Qué puedo hacer? ¿Buscar una colocación? ¿Cómo me voy a sentar, a mis cuarenta y cinco años, en la misma mesa de los escribientes que están comenzando? Por otra parte, yo no soy capaz de prevaricar; saldría perdiendo y a los demás les ocasionaría un perjuicio. Han constituido sus castas. No, Afanasi Ivanovich, lo he pensado bien, he meditado, he pasado revista a todas las colocaciones. No sirvo para nada. Sólo para ir a un asilo…

—El asilo es para aquellos que trabajaron; a los que pasaron la juventud entre placeres y diversiones les responden como la hormiga a la cigarra: «¡Márchate y continúa bailando!». Por otra parte, los que están en el asilo trabajan también, no pasan su tiempo jugando al whist. Semión Semionovich —concluyó Murazov clavando los ojos en su rostro—, se engaña a sí mismo y pretende engañarme a mí.

Murazov no apartaba la mirada de su rostro, pero el infeliz Jlobuev no sabía qué responder. Murazov se compadeció de él.

—Escúcheme, Semión Semionovich, usted reza, acude a la iglesia, estoy muy bien enterado de que no se pierde ni los maitines ni las vísperas. Le disgusta madrugar, pero se levanta y acude a la iglesia a las cuatro de la madrugada, cuando los demás continúan durmiendo.

—Eso es muy distinto, Afanasi Vasilievich. Sé que eso no lo hago por nadie sino por Aquel que nos mandó a todos permanecer en el mundo. ¿Qué quiere usted? Pienso que Él es misericordioso conmigo; por muy ruin y miserable que yo sea, Él puede perdonarme y acogerme, y en cambio los hombres me rechazarán con un puntapié y el mejor de los amigos me traicionará, y aún afirmará que su intención era buena.

Un sentimiento de amargura apareció reflejado en el rostro de Jlobuev.

El pobre hombre derramó una lágrima, pero no…

—Sirva pues a Aquel que es tan misericordioso. Le gusta el trabajo tanto como la oración. Ocúpese usted en cualquier cosa, pero ocúpese en ella como si la hiciera para Él y no para los hombres. Aunque no le rinda beneficio alguno, pero piense que lo está haciendo para Él. Siempre tendrá la ventaja de que no dispondrá de tiempo para cosas malas: para jugar a los naipes, para una comilona, para la vida de sociedad. ¡Vamos, Semión Semionovich! ¿Conoce usted a Iván Potapich?

—Sí, y siento mucha estimación por él.

—Era un buen comerciante, tenía una fortuna de medio millón de rublos. Pero en cuanto se dio cuenta de que todo eran ganancias, perdió la cabeza. Hizo que su hijo aprendiera a hablar francés, casó a su hija con un general. Ya no se le veía por su tienda ni tampoco por la calle de la Bolsa; cuando se tropezaba con un amigo, lo arrastraba consigo a la fonda a tomar té. De este modo pasaba todo el santo día, hasta que acabó arruinándose. Dios le envió una nueva desgracia, falleció su hijo. Y ahora ya puede usted ver, lo he empleado de dependiente. Volvió a empezar. Sus asuntos se han ido enderezando. De nuevo podría hacer negocios por quinientos mil rublos, pero afirma: «Dependiente he sido y como dependiente quiero morir. Ahora me encuentro sano y con energías, mientras que antes me llenaba el estómago de agua y empezaba a tener hidropesía. No». Ahora no toma nunca té. Su único alimento es la sopa de coles y las gachas. Y reza como nadie rezó hasta ahora. Y ayuda a los desvalidos como ninguno de nosotros lo hace. A otros les gustaría ayudarlos, pero malgastaron su dinero.

El pobre Jlobuev permaneció pensativo.

El anciano le cogió las dos manos.

—¡Si supiera usted, Semión Semionovich, qué lástima me da! No he dejado de pensar en usted. Escuche. Ya sabrá que en el monasterio se halla un monje que vive retirado y no se presenta nunca ante nadie. Se trata de un hombre de una extraordinaria inteligencia, como jamás he visto otro igual. Comencé a explicarle que tenía un amigo, sin mencionar su nombre, y le conté tu caso. Me escuchó al principio, pero después me interrumpió para decir: «Lo más importante de todo y lo principal es ocuparse de Dios antes que de uno mismo. Están construyendo una iglesia y se necesita dinero: es preciso pedir para la iglesia». Y me cerró la puerta. Yo ignoraba lo que quería decir con estas palabras. Imaginé que se negaba a darme un consejo. Pero acudí a ver a nuestro archimandrita. En cuanto me vio, lo primero que me dijo fue preguntarme si conocía a alguien a quien fuera posible encargarle de la misión de recoger dinero para edificar la iglesia. Debía ser un noble o un comerciante, una persona de cierta cultura para quien esta obra representara un medio de conseguir su salvación. Me quedé atónito por la sorpresa, pensando: «¡Santo Dios! Es el asceta quien señala para este cargo a Semión Semionovich. Los viajes le sentarán estupendamente para su enfermedad. Yendo con el libro de limosnas del terrateniente al mujik y del mujik al burgués, se pondrá al tanto de su vida y de sus necesidades. Cuando regrese, tras haber recorrido diversas provincias, conocerá la región mucho mejor que las personas que no salen de las ciudades… Personas así son hoy día muy necesarias». El príncipe mismo me aseguraba que daría lo que fuera por tener un funcionario que conociera los asuntos tal como son realmente, y no a través de los papeles, puesto que, según decía, de los papeles no se consigue sacar nada en claro, lo enredan todo.

—Me deja usted confundido, Afanasi Ivanovich —dijo Jlobuev, quien le miró fijamente lleno de asombro—. Me resisto a creer que me haga tal proposición; para eso es preciso un hombre activo, infatigable. Por otra parte, ¿cómo voy a dejar a mi mujer y a mis hijos, que no tienen qué llevarse a la boca?

—De su mujer y de sus hijos no se preocupe. Yo me encargaré de ellos; sus hijos tendrán preceptores. Es mejor y más noble pedir para Dios que ir con el zurrón mendigando para sí mismo. Le entregaré un coche; no tema las sacudidas, pues le irán muy bien para su salud. Le entregaré asimismo dinero para el camino con objeto de que, de paso, pueda usted ayudar a los más necesitados. Puede hacer muchas obras buenas. No se equivocará usted, dará a quien realmente sea digno de recibirlo. Viajando de esta forma, tendrá ocasión de aprender a conocer a la gente, cómo es y cómo vive. No le sucederá como a los funcionarios, hacia quienes todos sienten temor y de quienes todo el mundo se oculta; conociendo que usted pide para una iglesia, le explicarán sus cosas con gusto.

—Es una magnífica idea, ya me doy cuenta, y me gustaría en extremo cumplir aunque no fuera más que una parte de ella; pero, la verdad, lo juzgo superior a mis fuerzas.

—¿Qué hay que no sea superior a nuestras fuerzas? —dijo Murazov—. No existe nada que no sea superior a nuestras fuerzas. Todo es superior a nuestras fuerzas. Sin el auxilio de lo alto no es posible hacer nada. Pero la oración nos da fuerzas. El hombre se persigna, exclama: «¡Socórreme, Señor!», rema y logra alcanzar la orilla. No se necesita pensarlo mucho; es preciso aceptarlo sencillamente como una disposición divina. El cochecillo lo tendrá a punto en seguida. Vaya a ver al padre archimandrita, que le entregará el libro de recaudaciones y le dará su bendición, y póngase después en camino.

—Obedezco y lo acepto como una orden del Altísimo. «¡Bendíceme, Señor!», dijo mentalmente, y al mismo tiempo sintió que el ánimo y el vigor se adueñaban de su alma. Su espíritu parecía despertar a la esperanza de que hallaría salida a la penosa y agobiante situación en que se hallaba. Una luz brillaba a lo lejos…

Pero dejemos a Jlobuev y volvamos junto a Chichikov.

Mientras tanto, efectivamente, en el Juzgado las demandas se sucedían unas a otras. Aparecieron parientes de quienes nadie tenía la menor noticia. De igual modo que los buitres se precipitan sobre la carroña, así se agitaron todos sobre el inmenso patrimonio de la anciana dama. Hubo denuncias contra Chichikov, se discutía la autenticidad del último testamento y la del primero; prueba de robo y de ocultación de fondos. Hasta llegaron a aparecer pruebas contra Chichikov referentes a la compra de almas muertas y a su contrabando durante el tiempo que estuvo sirviendo en Aduanas. Salió a la luz todo y se conoció toda su historia. Sabe Dios cómo la olfatearon y llegaron a enterarse de ello, pero había prueba incluso de negocios en los que Chichikov había pensado y que sólo eran conocidos por él y las cuatro paredes de su dormitorio.

De momento, esto pertenecía al secreto del sumario y no había llegado a su conocimiento, por mucho que una nota del abogado le había hecho entender que habría lío. La nota era sumamente concisa: «Me doy prisas en comunicarle que tendremos pleito, pero recuerde que no ha de preocuparse por ello. Lo más importante es no perder la calma. Todo se solucionará». Esto le tranquilizó totalmente. «Este hombre es un genio», pensó Chichikov.

Para acabar de ponerle buen humor en ese preciso instante el sastre le traía el traje. Chichikov experimentó grandes deseos de verse con el nuevo frac color humo y llama de Navarino. Se puso primero los pantalones, que le ajustaban a la perfección. Los muslos y las pantorrillas aparecían moldeados con exactitud; la tela se adaptaba a los menores detalles, resaltando su turgencia. Cuando se hubo apretado la trabilla, el vientre le sobresalió como si fuera un tambor. Se dio en él un ligero golpe con el cepillo, al mismo tiempo que decía: «¡Qué absurdo! Aunque el conjunto queda bien».

El frac parecía todavía mejor cortado que los pantalones; no le hacía ni la más leve arruga, se ajustaba perfectamente a los lados y a la cintura, cuya línea subrayaba. Chichikov hizo notar que la sisa derecha le venía un poco apretada, pero el sastre se limitó a sonreír: de esta forma le ceñía mejor el talle.

—Quédese tranquilo, quédese usted tranquilo por lo que respecta al trabajo —repetía con una expresión de triunfo mal disimulado—. Sólo en San Petersburgo podrían hacerle un traje como éste.

El sastre procedía de San Petersburgo y en el rótulo de su establecimiento decía: «Extranjero de Londres y de París». No le gustaban las bromas y así pretendía cerrar la boca a todos sus hermanos de profesión; nadie osaría poner el nombre de estas dos ciudades y deberían conformarse con hacer figurar cualquier «Karlsruhe» o «Copenhague».

Chichikov pagó con generosidad al sastre y en cuanto se quedó solo, sin nada que hacer, se puso a contemplarse al espejo de igual modo que lo haría un artista, con un sentimiento estético y con amore. Toda su figura parecía haber ganado: las mejillas se veían ahora más agradables, la barbilla más seductora; el cuello, con su blancura, hacía refulgir las mejillas; la corbata de raso azul hacía destacar el cuello; los pliegues de la lechuguilla, a la última moda, hacían mejorar la corbata; el elegante chaleco de raso hacía destacar la lechuguilla; y el frac color humo y llama de Navarino, reluciente como la seda, hacía renovar todo el conjunto. Giró hacia la derecha, ¡fantástico! Giró hacia la izquierda, ¡todavía mejor! Verdaderamente el perfil de un gentilhombre de cámara o de uno de esos señores que se rascan a la francesa y que ni siquiera cuando se enojan son capaces de reñir en ruso, sino que echan mano del dialecto francés: ¡el colmo de los refinamientos!

Ladeó la cabeza, intentando adoptar la pose que correspondería al dirigirse a una señora de cierta edad y educada a la moderna; resultó lo que se dice un auténtico cuadro. ¡Pintor, coge tus pinceles y comienza a trabajar! En el máximo de la satisfacción, dio un pequeño saltito a modo de entrechat. Tembló la cómoda, y se precipitó contra el suelo un frasco de colonia. Pero aquella circunstancia no le alteró en absoluto. Llamó idiota al estúpido frasco, como se merecía, se dijo para sus adentros: «¿Por dónde iniciaré las visitas? Valdrá más…».

Así se hallaba cuando en el vestíbulo se oyó un leve ruido, como de botas y espuelas, y un gendarme armado de punta en blanco, que parecía la representación de todo un ejército, se presentó ante sus ojos.

—¡He recibido orden de llevarlo en seguida ante la presencia del gobernador general!

Chichikov se quedó petrificado. Frente a él tenía a un terrible fantoche con bigotes y una cola de caballo en la cabeza, doble tahalí y un desmesurado sable al costado. Creyó ver que del otro lado le pendía un fusil y el diablo sabe qué más. ¡Todo un ejército en un solo hombre! Intentó resistirse, pero el fantoche le interrumpió con suma grosería.

—¡He recibido orden de llevarlo en seguida!

A través de la puerta, en el vestíbulo, divisó a otro fantoche. Se asomó a la ventana y vio un coche a la puerta. ¿Qué podía hacer? Tal como estaba, con su frac color humo y llama de Navarino, se vio obligado a subir al coche y, temblando de pies a cabeza, a dirigirse a la residencia del gobernador general, acompañado por el gendarme.

En la antesala no tuvo ni siquiera tiempo para tranquilizarse.

—¡Pase! El príncipe le está aguardando —dijo el funcionario de servicio.

Ante él, como entre nieblas, pasó la antesala con los correos que se encargaban de los pliegos, y después un salón, que atravesó pensando: «¡Me va a encerrar! ¡Me va a enviar a Siberia sin esperar siquiera a que me condenen!». Su corazón comenzó a latirle con más fuerza que el del más celoso de los enamorados. Por último abrióse la puerta fatal: apareció el despacho con sus carpetas, armarios y libros, y el príncipe furioso como la encarnación de la ira.

«¡Me pierde! ¡Me pierde! —pensó Chichikov—. Perderá mi alma. Me degollará como el lobo al cordero».

—Le perdoné a usted, le autoricé a quedarse en la ciudad cuando debía enviarle a presidio, y usted se ha manchado con el delito más infame que nunca se haya cometido.

Los labios del príncipe temblaban de ira.

—¿Cuál es ese infame delito que he cometido, Excelencia? —preguntó Chichikov temblando de arriba abajo.

—La mujer —comenzó el príncipe, aproximándose un poco a Chichikov y fijando sus ojos en él—, la mujer a quien hizo usted firmar el testamento, ha sido detenida y les van a carear.

Chichikov sintió que la vista se le nublaba.

—Excelencia, le voy a decir toda la verdad. Soy culpable, verdaderamente soy culpable, pero no tanto como pretenden mis enemigos. Me han calumniado.

—Nadie puede calumniarle, ya que en usted hay muchísima más ruindad de lo que sería capaz de inventar el último de los mentirosos. Pienso que en toda su vida no ha llevado usted a cabo ni una sola acción que no sea impropia. ¡Cada kopec de los que usted ha reunido ha sido adquirido por procedimientos ilegales, es un robo y una acción deshonrosa que se castiga con el látigo y el destierro a Siberia! Inmediatamente serás metido en prisión y allí, al igual que los peores bandidos y malhechores, aguardarás a que se decida tu suerte. Y aún tienes que estar agradecido, pues tú eres mucho peor que ellos: ellos llevan ropa de mujik, y en cambio tú…

El príncipe miró el frac de color humo y llama de Navarino y, levantándose, tiró del cordón de la campanilla.

—¡Excelencia! —exclamó Chichikov—. ¡Compadézcase de mí! Usted es padre de familia. ¡Cuando no por mí, hágalo al menos por mi pobre madre!

—¡Mientes! —gritó indignado el príncipe—. En la otra ocasión me rogaste en nombre de tus hijos y de una familia de la que siempre has carecido, y ahora hablas de tu madre.

—¡Excelencia! Soy un miserable y el peor de los canallas —dijo Chichikov con voz…— Cierto es que mentí, no tengo ni hijos ni familia, pero Dios es testigo de que siempre he deseado tener mujer, cumplir mi obligación como hombre y como ciudadano, a fin de merecer después justamente el aprecio de los ciudadanos y de las autoridades. Pero ¡qué infinidad de circunstancias adversas! Con sangre, Excelencia, con sangre me vi obligado a ganarme el pan nuestro de cada día. A cada momento tentaciones, enemigos… gente que ansiaban perderme. Toda mi vida ha sido como violento torbellino o como un navío a merced de las olas, zarandeado por los vientos. ¡Soy un hombre, Excelencia!

Las lágrimas se deslizaron a raudales de sus ojos. Se arrojó a los pies del príncipe tal como se encontraba, con el frac de color humo y llama de Navarino con el chaleco y la corbata de raso, los pantalones cortados irreprochablemente, y los peinados cabellos, de los que se desprendía el delicado aroma de una colonia de la mejor calidad, y dio con la frente en el suelo.

—¡Márchate! ¡Vamos! ¡Que se lo lleven los soldados! —gritó el príncipe a los que habían acudido a su llamada.

—¡Excelencia! —exclamó Chichikov agarrándose con las dos manos a una bota del príncipe.

Éste se sintió presa de un temblor nervioso.

—¡Le repito que se marche! —gritó de nuevo, mientras hacía esfuerzos por liberar su pierna del abrazo de Chichikov.

—¡Excelencia! ¡No voy a moverme de aquí mientras no consiga su perdón! —exclamó Chichikov sin desasirse de la bota del príncipe, arrastrándose al mismo tiempo que la bota con su frac de color humo y llama de Navarino.

—¡Le ordeno que se aparte! —exclamó el príncipe, presa del asco que se siente cuando se contempla un repugnante insecto a quien carece del valor suficiente para aplastarlo. Dio tal sacudida que Chichikov percibió el golpe de la bota en su nariz, en los labios y en el redondeado mentón, aunque no la soltó, sino que se agarró a ella aún con más fuerza.

Dos robustos gendarmes se abalanzaron sobre él violentamente y se lo llevaron a través de todos los aposentos. Chichikov aparecía muy pálido, abatido, se hallaba en ese espantoso estado de insensibilidad que se apodera de quien contempla ante sí la muerte negra e inevitable, ese horrible monstruo que repugna a nuestra naturaleza.

Junto a la misma puerta, en el rellano de la escalera, compareció Murazov, que acudía a su encuentro. Vislumbró un rayo de esperanza. Con fuerzas sobrehumanas, logró liberarse de los gendarmes que le tenían sujeto y se precipitó a los pies del sorprendido anciano.

—¡Santo Dios, Pavel Ivanovich! ¿Qué ocurre?

—¡Sálveme! ¡Me llevan a la cárcel, a la muerte…!

Los gendarmes se apoderaron nuevamente de él y se lo llevaron sin dejarle tiempo para más.

Un tabuco húmedo e inmundo, que olía y apestaba a pies sucios de los soldados de la guardia, una mesa de madera sin pintar, dos sillas cojas, una ventana con rejas, una estufa decrépita por cuyas grietas se escapaba el humo sin proporcionar calor: tal era la estancia a la que fue conducido nuestro protagonista cuando comenzaba a disfrutar de las dulzuras de la vida y a atraer la atención de sus paisanos con su nuevo frac de excelente paño de color humo y llama de Navarino. Ni siquiera había sido autorizado a coger las cosas más imprescindibles, a llevarse el cofrecillo que contenía su dinero, quizá lo suficiente como para… Los documentos, las escrituras de compraventa de las almas muertas: todo se hallaba ahora en poder de los funcionarios.

Se dejó caer en el suelo, una tristeza llena de desesperación había anidado en su alma como un gusano zoófago. Con creciente rapidez, comenzó a devorar su corazón indefenso. Sólo un día más de desesperación y Chichikov habría desaparecido del mundo. Sin embargo, una mano salvadora velaba por él. Al cabo de una hora se abrían las puertas de la cárcel, para dar paso al anciano Murazov.

El peregrino atormentado por una sed febril, cubierto de polvo, rendido, agobiado, al que alguien derrama en su boca un chorro de agua fresca, no se reanima ni reconforta tanto como se reconfortó el infortunado Chichikov.

—¡Mi salvador! —exclamó apoderándose de su mano sin alzarse siquiera del suelo, al que en su desesperación se había arrojado, dándole incesantes besos y estrechándola contra su corazón—. ¡Dios le recompensará la visita que hace a este pobre desgraciado!

Y a continuación se deshizo en lágrimas.

El anciano le dirigió una mirada triste y compasiva, y se limitó a decir:

—¡Ay, Pavel Ivanovich, Pavel Ivanovich! ¿Qué ha hecho usted?

—¿Qué quiere usted? Me ha perdido mi desmesurado afán, no fui capaz de detenerme a tiempo. ¡El maldito Satanás me sedujo, haciéndome traspasar los límites de la prudencia y de la razón! ¡He cometido un delito, he cometido un delito! Pero ¿cómo han podido tratarme de este modo? ¡Encerrar en prisión a un noble, a un noble, sin que antes sea procesado y juzgado! ¡A un noble, Afanasi Vasilievich! ¿Por qué no dejaron que me llegara a casa para arreglar mis cosas? Todo ha quedado en el mayor abandono, sin que nadie se ocupe de ello. El cofrecillo, Afanasi Vasilievich, el cofrecillo. En él tengo guardado todo lo que poseo. Lo compré al precio de mi sangre, de muchos años de trabajos y sacrificios… ¡El cofrecillo, Afanasi Vasilievich! Lo robarán todo, se lo llevarán… ¡Oh, Dios mío!

Y no siendo ya capaz de contener el nuevo acceso de desesperación que había hecho presa en él, rompió en ruidosos sollozos, los cuales, tras atravesar los gruesos muros de la prisión, resonaron sordamente a lo lejos. Se arrancó la corbata de raso y rasgó de un tirón su frac de color humo y llama de Navarino.

—¡Ay, Pavel Ivanovich, de qué modo llegó a cegarle ese dinero! Por su culpa no se daba usted cuenta de lo terrible de su situación.

—¡Sálveme, mi protector, sálveme! —gritaba en el colmo de la desesperación el infeliz Pavel Ivanovich, arrojándose a los pies de Murazov—. El príncipe siente gran estimación hacia usted, hará cuanto usted le pida.

—No, Pavel Ivanovich. Me es imposible hacerlo, a pesar de mis buenos deseos. No ha caído usted bajo el poder de un hombre, sino de la ley, que es inexorable.

—¡Me tentó el maldito Satanás, el azote de todo el género humano!

Y se puso a dar cabezadas contra el muro, descargando tal puñetazo sobre la mesa, que incluso sangró su mano, pero no sintió ningún dolor, ni en la cabeza ni en el puño.

—¡Qué mala suerte la mía, Afanasi Vasilievich! ¿Habrá habido otra parecida? Cada kopec de todo lo que tengo fue adquirido a fuerza de paciencia, trabajando, luchando, y no robando a nadie ni entrando a saco en el Erario, como hacen muchos. ¿Para qué lo hacía?: Para vivir con desahogo lo que quedara de vida para dejar algo a los hijos que pensaba tener para el bien y el servicio de la patria. ¡Para eso quería hacerme rico! Escogí un camino tortuoso, es cierto… Pero ¿qué quiere usted? Sólo lo hice cuando advertía que el camino recto aparecía cerrado para mí y que el rodeo me conduciría mejor a la meta. Si me apropié de algo fue de los ricos. ¿Y esos canallas que utilizan los tribunales para apoderarse de miles de rublos del Erario, que no roban a los poderosos, sino que quitan el último kopec a los que nada poseen? ¡Qué desdicha la mía! En cada ocasión en que comenzaba a cosechar los frutos y ya los tocaba con la mano… una tormenta, un escollo, y mi barco quedaba convertido en astillas. Había conseguido amasar un capital de trescientos mil rublos. Poseía una casa de tres pisos. En dos ocasiones había comprado ya una aldea. ¡Ay, Afanasi Vasilievich! ¿Por qué he de correr esa suerte? ¿Por qué semejantes golpes? ¿Acaso mi vida no era ya un navío a merced de las olas? ¿Dónde está la justicia de los cielos? ¿Dónde está el premio a la paciencia, a la constancia sin ejemplo? Por tres veces volví a empezar; lo había perdido todo y acudía de nuevo a la brecha con sólo un kopec en el bolsillo, cuando, en mi situación, cualquier otro se habría lanzado a la bebida y habría acabado por pudrirse en las tabernas. ¡Cuánto he luchado, cuánto he tenido que sufrir! Hasta el último kopec lo gané, por así decirlo, poniendo en juego todas las potencias del alma… A otros les fue fácil, forzoso es reconocerlo, pero cada kopec mío estaba clavado, como dice el proverbio, con un clavo de tres kopecs, y ese kopec clavado con un clavo de kopecs lo adquirí, Dios es testigo, con un tesón de hierro…

Sin concluir la frase, arrastrado por la insoportable angustia que oprimía su corazón, se puso a sollozar estrepitosamente, se dejó caer sobre una silla, se arrancó un faldón del frac, que pendía desgarrado, y lo lanzó lejos de sí; llevándose las manos a los cabellos, se los arrancó sin compasión, recreándose en el dolor con que pretendía silenciar el dolor de su corazón, al que nada lograría calmar.

Durante mucho rato Murazov permaneció en silencio frente a él, contemplando aquel terrible sufrimiento fuera de lo común, que veía por primera vez. Aquel infeliz dominado por la desesperación, que no mucho antes se movía con el desembarazo de un hombre de mundo o un militar, se debatía en estos momentos despeinado, con un aspecto indecoroso, con el frac hecho jirones y con los pantalones desabrochados, llena de sangre la mano, maldiciendo y renegando de las fuerzas hostiles que oponen al ser humano.

—¡Ay, Pavel Ivanovich, Pavel Ivanovich! ¡Hasta dónde habría podido usted llegar si su constancia y sus energías se hubieran aplicado en una buena obra, si hubieran perseguido un fin mejor! ¡Dios mío, cuánto bien habría podido hacer! Si alguno de los que aman el bien empleara tantas energías en lograrlo como usted para adquirir sus kopecs y fuera capaz de sacrificar su amor propio y su orgullo, sin regatear esfuerzos, lo mismo que usted para procurarse sus kopecs. ¡Dios mío, hasta qué punto llegaría a prosperar nuestro país! ¡Pavel Ivanovich, Pavel Ivanovich! Lo que es realmente de lamentar no es que usted haya incurrido en culpa ante sí mismo. Con sus dotes y sus energías estaba destinado a ser un gran hombre, pero usted mismo se ha buscado su propia perdición.

El alma tiene sus misterios. Por más que el hombre descarriado se haya alejado del buen camino, por más que haya podido endurecerse un criminal impenitente, por más que hayan llegado a embotarse sus sentimientos en el transcurso de su depravada vida, si se le reprocha esgrimiendo las propias virtudes suyas que él ha ofendido, todo en él vacila y se conmueve.

—¡Afanasi Vasilievich! —exclamó el desgraciado Chichikov cogiéndole las dos manos—. ¡Oh, si lograra recobrar la libertad, si me fueran devueltos mis bienes! ¡Le juro que mi vida sería totalmente distinta! ¡Sálveme, mi protector, sálveme!

—¿Qué quiere que yo haga? Nada puedo hacer. Tendría que ir contra la ley. Supongamos que tomara la decisión de dar ese paso. Pero el príncipe es un hombre justiciero, no se echará atrás por nada ni por nadie.

—¡Mi protector, usted lo puede todo! No es la ley lo que temo, ante la ley sabría hallar recursos. Lo que me produce temor es que he sido metido en prisión sin causa alguna, que me voy a perder aquí dentro como un perro, y que mis bienes, los documentos, el cofre… ¡Sálveme!

Se abrazó entonces a las piernas del anciano y las regó con sus lágrimas.

—¡Ay, Pavel Ivanovich, Pavel Ivanovich! —exclamó el anciano Murazov moviendo la cabeza—. ¡Hasta qué extremo le ciegan esos bienes! Es lo que le impide oír la voz de su pobre alma.

—¡Pensaré también en mi alma, pero sálveme, por favor!

—Pavel Ivanovich… —comenzó el anciano Murazov, deteniéndose brevemente—. Usted mismo se da cuenta de que su salvación no depende de mí. A pesar de todo, haré lo que esté en mi mano por aliviar su suerte, y para que le pongan en libertad. Ignoro si lo lograré, pero voy a hacer todo lo posible. Si lo consigo, cosa que no espero, como pago a mis esfuerzos le pediré que renuncie a todo intento de enriquecerse. Se lo digo con el alma en la mano, si perdiera todos mis bienes, y tengo más que usted, no lo sentiría. Lo más importante no son los bienes, de los que me pueden desposeer, si no lo que nadie puede robarme ni quitarme. Ya ha vivido bastante en el mundo. Usted mismo afirma que su vida es un navío a merced de las olas. Posee lo suficiente para vivir el resto de sus días. Busque un rincón tranquilo, cerca de la iglesia y de gentes buenas y sencillas; o si anhela con tanta intensidad dejar descendencia, cásese con una joven buena y de clase humilde, habituada a la moderación y a una vida sencilla. Olvide este mundo ruidoso y sus seducciones, y que él lo olvide asimismo a usted. El mundo no proporciona la paz. Ya lo ve: sólo en él halla al enemigo, la tentación o la traición.

—¡Así lo haré, así lo haré! Ya lo había pensado, tenía la intención de comenzar una vida razonable, quería dedicarme a gobernar mi hacienda y moderar mi vida. El diablo de la tentación me alejó del camino recto. ¡Ha sido ese maldito Satanás!

Sentimientos hasta entonces desconocidos, unos sentimientos inexplicables, inundaron su alma como si algo luchara por despertar en él, algo lejano, reprimido en sus años de niñez por una educación rígida y carente de vida, por la falta de cariño de una infancia monótona y aburrida, por el vacío del hogar paterno, por la soledad del que jamás tuvo una familia, por la pobreza y la miseria de las primeras impresiones; como si aquello que había sido sofocado por la severa mirada del Destino se asomara a una ventana turbia, cegada por la tempestad de nieve, y luchara por ganar la libertad. Un gemido se escapó de sus labios y, cubriéndose el rostro con ambas manos, gritó con voz lastimera:

—¡Es cierto, es cierto!

—Ni el conocimiento del mundo y de la gente ni la experiencia le han servido de nada cuando actuaba contra la ley. Si hubiera procedido en justicia… ¡Ay, Pavel Ivanovich! ¿Por qué se buscó usted su perdición? ¡Despierte, no es demasiado tarde, todavía queda tiempo!

—¡No! ¡Es demasiado tarde, demasiado tarde! —gimió con voz dolida que partía el corazón al viejo Murazov—. Comienzo a sentir, me doy cuenta de que he seguido un camino falso y de que me he alejado mucho del buen camino, pero ya no me es posible. Me educaron mal. Mi padre me repetía sin cesar las reglas de la moral, me pegaba, me forzaba a copiar máximas, pero yo advertía que él robaba madera a los vecinos e incluso me obligaba a ayudarle. No se escondió de mí para iniciar un pleito en el que la razón no estaba de su parte; sedujo a una huérfana de la que era tutor. El ejemplo obra más que las máximas. Lo veo, Afanasi Vasilievich, veo claramente que mi vida no es lo que debería haber sido, pero el vicio no me repele: mi espíritu se ha insensibilizado. No amo el bien, no siento esa bella afición a las buenas obras que se transforma en una segunda naturaleza, en costumbre. No experimento tanto el afán de practicar el bien como el de conseguir riquezas. Le digo la verdad. ¿Qué quiere que haga?

El anciano lanzó un profundo suspiro.

—Pavel Ivanovich, tiene usted tanta paciencia, tanta voluntad… El remedio es amargo, pero ¿qué enfermo se resiste a tomar la medicina si sabe que de lo contrario no conseguirá recobrar la salud? Si no ama el bien, esfuércese por hacerlo, aunque sea sin amor. Aún será mayor su mérito que el de quien practica el bien por amor al bien. Impóngaselo varias veces y después vendrá el amor. Se nos ha dicho que el reino de los Cielos se alcanza con violencia. Únicamente con esa violencia se puede penetrar en él, es preciso ganarlo a trueque de ella. Usted, Pavel Ivanovich, tiene una fuerza de la que otros carecen, con su férrea paciencia, ¿no ha de lograrlo? Sería usted un titán. Porque ahora la gente es débil, no tiene voluntad.

Pudo apreciarse que estas palabras habían llegado hasta lo más profundo del alma de Chichikov, tocando su ambición. En sus ojos brilló algo que, si no era una firme resolución, cuando menos se le parecía.

—Afanasi Vasilievich —dijo con voz decidida—, si consigue usted mi libertad y los medios para salir de aquí con algún dinero, le prometo que comenzaré una nueva vida: compraré una pequeña aldea, me dedicaré a la agricultura, ahorraré, pero no para mí, sino para ayudar al prójimo, haré todo el bien que me sea posible. Me olvidaré de mí mismo y de los festines y banquetes de la ciudad; llevaré una vida modesta y sobria.

—¡Que Dios le ayude en sus propósitos! —exclamó el anciano lleno de alegría—. Haré lo que esté a mi alcance para lograr su libertad del príncipe. Ignoro si lo conseguiré, sólo Dios puede saberlo. De todos modos, no hay duda de que su suerte será suavizada. ¡Ay, Dios mío! Abráceme, permita que le dé un abrazo. ¡Qué gran alegría me ha proporcionado! Está bien, quédese con Dios. Me voy en seguida a ver al príncipe.

Chichikov se quedó solo.

Todo él se había conmovido y ablandado. El mismo platino, el más resistente de los metales, el más duro y que más soporta el fuego, acaba fundiéndose: cuando en el crisol aumenta la llama, sopla el fuelle y el calor resulta insoportable, el duro metal se blanquea y se transforma en líquido. De igual forma, el más duro de los seres humanos se dulcifica y ablanda en el crisol del infortunio cuando éste aumenta y con su fuego insufrible abrasa su pétrea naturaleza.

«Yo no sé si lo siento, pero gastaré todas mis facultades para hacer que mis semejantes lo sientan. Soy malo y no sé hacer nada, pero me valdré de todas mis energías para orientar a mi prójimo. Soy un mal cristiano, pero usaré de todas mis potencias para no caer en la tentación. Trabajaré, regaré con el sudor de mi frente los campos, lo haré con toda honradez con objeto de ejercer una saludable influencia sobre los demás. ¡No podrá decirse que no sirvo para nada! Tengo capacidad para dirigir una finca, soy activo, ahorrador, sensato y hasta perseverante. Lo único que hay que hacer es decidirse».

Así pensaba Chichikov, y las potencias adormecidas de su alma parecían tocar algo. Parecía que su espíritu comenzaba a darse cuenta de que el hombre tiene un deber que cumplir en la tierra y que ese deber puede ser realidad en cualquier parte, en cualquier rincón, al margen de las circunstancias, de las conmociones y de los movimientos que giran en torno al hombre. Y la vida laboriosa, alejada del bullicio de las ciudades y de las tentaciones inventadas por el hombre ocioso, apartado del trabajo, se dibujó ante él de una manera tan viva que estuvo a punto de olvidarse de lo desagradable de su situación. Quizá estaba dispuesto incluso a dar gracias a la Providencia, que le había dado tan dura lección, si le dejaban en libertad y le devolvían, al menos parte de…

Pero… se abrió la puerta del inmundo tabuco y apareció un sujeto perteneciente a la cofradía de los funcionarios. Se trataba de Samosvistov, un epicúreo[63], un individuo audaz, de anchos hombros y fino de piernas, compañero de excepción, juerguista y astuto, según afirmaban sus mismos amigotes. En época de guerra este hombre habría hecho milagros: le habrían ordenado cruzar lugares impracticables y peligrosos para apoderarse de un cañón frente a las mismas narices del enemigo. Eso habría sido algo digno de él. Pero, en vista de la imposibilidad de desplegar sus facultades en el campo de las armas, que quizá habría hecho de él una persona honrada, cometía todo género de vilezas. ¡Cosa incomprensible! Se atenía a unas peregrinas convicciones y normas: con sus compañeros era bueno, jamás hacía traición a nadie y cumplía su palabra; pero a los superiores los consideraba algo así como un batallón enemigo entre el que debía abrirse paso aprovechando cualquier punto débil, cualquier descuido o fallo.

—Estamos enterados de la situación en que se halla, lo sabemos todo —dijo en cuanto se hubo asegurado de que la puerta estaba bien cerrada—. No es nada, no es nada. No se preocupe, todo se solucionará. Trabajaremos todos para usted, estamos a su entera disposición. Treinta mil a repartir entre todos, ni un solo kopec más.

—¿Es verdad? —exclamó Chichikov—. ¿Y me absolverán con todos los pronunciamientos favorables?

—Completamente; y también le indemnizarán los daños causados.

—Y esto representará…

—Treinta mil rublos en total. Para los nuestros, para la gente del Gobierno general y para el secretario.

—Pero permítame, ¿cómo se los voy, a entregar? Todas mis cosas, objetos personales y el cofrecillo, todo ha sido sellado, bajo vigilancia.

—Dentro de una hora lo tendrá aquí. ¿Le parece bien?

Sellaron el acuerdo con un apretón de manos. El corazón de Chichikov latía con gran fuerza y no acababa de creer que todo aquello fuera posible.

—Ahora me marcho. Nuestro común amigo me ha dado el encargo de decirle que lo más importante es que no pierda la calma y que conserve su presencia de ánimo.

«¡Vaya! —pensó Chichikov—. Entiendo, se trata del abogado».

Samosvistov desapareció. Chichikov continuaba sin poder dar entero crédito a sus palabras, pero apenas había transcurrido una hora de la anterior conversación cuando le trajeron el cofrecillo: el dinero, los documentos, todo seguía en un orden perfecto. Samosvistov había comparecido como si le hubieran mandado a cumplimentar una orden: riñó a los guardias por negligencia, pidió que se reforzara la vigilancia, cogió el cofrecillo y todos los papeles que pudieran comprometer a Chichikov, hizo un paquete con todo ello, lo selló y dio orden al propio soldado de que lo llevara sin tardanza a Chichikov, presentándolo como si fuera ropa de cama, de manera que, además de los documentos y el dinero, el preso recibió incluso las mantas que necesitaba para cubrir su cuerpo mortal.

La rapidez con que todo esto se llevó a cabo le produjo una indescriptible alegría. Concibió vivas esperanzas y otra vez comenzó a soñar con cosas tan seductoras como el acudir aquella tarde al teatro, ver a la bailarina a quien galanteaba. La aldea y la tranquilidad volvieron a parecerle algo pálido; de nuevo sintió la atracción y el brillo de la ciudad y del bullicio. ¡Oh, vida!

Mientras tanto, el asunto había adquirido en el juzgado y el tribunal proporciones enormes. Trabajaban las plumas de los escribientes y, entre una y otra pulgarada de rapé, funcionaban sus diestras cabezas, admirando, como auténticos artistas que eran, su complicada letra. El abogado, al igual que un mago invisible, dirigía todo el mecanismo. Antes de que tuviera tiempo de darse cuenta, los envolvió a todos en sus redes. El embrollo fue en aumento. En cuanto a Samosvistov, se superó a sí mismo con un golpe de audacia inaudito.

Habiéndose enterado del lugar en que tenían encerrada a la mujer detenida, se presentó allí y entró con tal aire de autoridad, que el centinela le saludó quedó en posición de firmes.

—¿Desde cuándo estás aquí?

—Desde por la mañana, Señoría.

—¿Cuánto falta para el relevo?

—Tres horas, Señoría.

—Voy a necesitarte. Le diré al oficial que envíe alguien para que te releve.

—¡A sus órdenes, Señoría!

Y de regreso a su casa, a fin de no complicar a nadie y no dejar rastro alguno, se disfrazó él mismo de gendarme, poniéndose unas patillas y unos bigotes tales, que ni el propio diablo habría podido reconocerle. Acudió a casa de Chichikov, se apoderó de la primera mujer que encontró a mano, y tras entregarla a dos funcionarios, dos individuos de su misma ralea, se presentó, con sus bigotes y su fusil, como es debido, al centinela.

—Vete, me envía el oficial a relevarte.

Hicieron el relevo y se quedó de guardia.

Era todo lo que necesitaba. En primer lugar a la mujer detenida la sustituyeron por otra que no sabía ni comprendía absolutamente nada. A la primera la ocultaron tan bien, que nadie consiguió dar con ella. Y mientras Samosvistov obtenía tales éxitos como militar, el abogado obraba prodigios en el terreno civil: al gobernador se le comunicó bajo cuerda que el fiscal había presentado una denuncia contra él; al oficial de la gendarmería se le dijo que un funcionario que habitaba en la ciudad en secreto, escribía denuncias contra él; al funcionario que vivía secretamente le aseguró que había otro funcionario más secreto aún que lo había denunciado, poniéndolos en el brete de que todos se vieron obligados a acudir a él en busca de consejo.

El enredo y la confusión llegaron al máximo: unas denuncias se sucedían a otras y comenzaron a descubrirse tales asuntos que nunca habría salido a la luz u otros que ni siquiera existían. Se recurrió a todo: quién era hijo ilegítimo, de dónde procedía otro, con toda clase de pelos y señales, quién tenía una amante y la mujer de quién acosaba con sus galanteos a otro. Escándalos y revelaciones se entremezclaron y embrollaron tan bien con la historia de Chichikov y con las almas muertas, que era imposible comprender cuál de aquellos asuntos resultaba más absurdo; los dos parecían iguales.

Cuando, al fin, comenzaron a llegar documentos del Gobierno general, el pobre príncipe no era capaz de comprender nada. Al funcionario encargado de hacer un resumen, muy hábil y capaz, poco le faltó para perder el juicio ante la imposibilidad de seguir el hilo del asunto.

Durante aquellos días el príncipe se hallaba preocupado con una infinidad de cuestiones a cuál más desagradable. El hambre había hecho presa en una parte de la provincia y los funcionarios encargados de repartir trigo no habían llevado las cosas como es debido. En otra parte de la provincia habían levantado cabeza los disidentes religiosos. Alguien había hecho circular entre ellos el rumor de la aparición del Anticristo, el cual no dejaba en paz ni siquiera a los difuntos y adquiría ciertas almas muertas. Se arrepentían de sus pecados, pecaban de nuevo, y bajo pretexto de capturar el Anticristo, mataban a quienes ninguna relación tenían con todo aquello. En otro lugar los mujiks se habían amotinado contra los propietarios y los capitanes de la policía rural. Unos vagabundos habían propalado entre ellos la especie de que era ya llegado el momento de que los campesinos debían convertirse en propietarios y vestirse de frac, mientras que los propietarios debían vestir la ropa de los mujiks y convertirse en campesinos; y un distrito entero, sin detenerse a pensar que entonces los propietarios y capitales de la policía rural serían en exceso numerosos, se negaba rotundamente a pagar impuestos. Era preciso recurrir a la fuerza. El pobre príncipe estaba tremendamente abatido. En este momento le anunciaron la llegada del contratista.

—Que entre —repuso. El anciano entró.

—¡Ahí tiene usted a Chichikov! ¡Y tanto como usted lo defendía! Ahora se halla complicado en un asunto que ni siquiera el peor de los ladrones habría osado meterse en él.

—Permítame decirle, Excelencia, que en todo este asunto no veo nada claro.

—¡Falsificación de testamento! ¡Y de qué modo…! ¡Merecería que le azotaran en público!

—No es que pretenda defender a Chichikov, Excelencia, pero el delito aún no ha sido probado. Todavía no se ha concluido la información.

—Existen pruebas. La mujer que suplantó a la difunta ha sido detenida. Quiero interrogarla delante de usted.

El príncipe llamó y ordenó que trajeran en seguida a la mujer.

Murazov permanecía en silencio.

—¡Es una infamia! ¡Y lo más vergonzoso es que están complicados los primeros funcionarios de la ciudad, comenzando por el propio gobernador! ¡Él, que no tendría que estar mezclado con ladrones y sinvergüenzas! —exclamó el príncipe con calor.

—El gobernador es uno de los herederos, no tiene nada de particular que haga valer sus derechos. Por lo que respecta a los demás, Excelencia, es muy humano que hayan intentado sacar tajada. La difunta era una mujer acaudalada, no había tomado disposiciones justas y sensatas. Se presentaron de todas partes gentes a quienes gusta aprovecharse de la situación, es muy humano…

—Excelencia, ¿quién de nosotros es realmente bueno? Los funcionarios de nuestra ciudad son seres humanos, están dotados de buenas cualidades y gran parte de ellos conocen perfectamente su profesión, pero cualquiera se halla cerca del pecado.

—Dígame, Afanasi Vasilievich, usted es la única persona honrada que conozco. ¿Por qué ese interés suyo en defender a todo tipo de miserables?

—Excelencia —respondió Murazov—, quienquiera que sea la persona a la que usted llama miserable, es una persona. ¿Cómo no quiere que la defienda cuando uno sabe que la mitad de las malas acciones que comete se deben a que es un bruto y un ignorante? A cada paso cometemos injusticias incluso sin mala intención, y a cada paso somos causa del infortunio ajeno. Su Excelencia, mismo cometió una gran injusticia.

—¡Cómo! —exclamó el príncipe, asombrado por el inesperado giro que tomaba la conversación.

Murazov se detuvo, hizo una breve pausa como si meditara algo, y por último dijo:

—Siquiera sea en el asunto de Derpennikov.

—Afanasi Vasilievich, el delito contra las leyes fundamentales del Estado es lo mismo que traicionar a la patria.

—No intento justificarlo. Sin embargo, ¿es justo condenar a un joven inexperto, a quien otros arrastran, como si se tratara de uno de los instigadores? Porque Derpennikov ha corrido igual suerte que un Vorón-Drianni cualquiera. Y el delito que uno y otro habían cometido eran muy distintos.

—Por Dios —dijo el príncipe notablemente conmovido—, dígame si sabe algo acerca de esto. Justamente había pedido no hace mucho a San Petersburgo que se le conmutara la pena.

—No, Excelencia, no me refiero a que yo esté enterado de algo que usted no sabe. Hay, es bien cierto, una circunstancia atenuante, pero él mismo se resiste a hacerla valer, pues con ello perjudicaría a un tercero. Lo único que pienso es que quizá usted se precipitó demasiado. Perdóneme, Excelencia, yo juzgo según mi débil razón. En diversas ocasiones me ha rogado que le hable con franqueza. Yo tuve mucha gente a mis órdenes, unos eran buenos y otros malos. Sería preciso tener también presente la vida anterior de la persona, pues si uno no considera las cosas fríamente y comienza por gritar, lo único que se logra es atemorizarla y uno no consigue lo que pretende. Cuando uno pregunta con interés, como si lo hiciera a un hermano, el mismo interesado lo confiesa todo y no pide compasión, ni sentirá odio contra nadie, porque advierte con toda claridad que quien le condena es la ley, no los hombres.

El príncipe se quedó pensativo. En aquel preciso instante llegó un joven funcionario que llevaba una carpeta en la mano, y se detuvo con aire respetuoso. Su rostro juvenil y aún lozano reflejaba la preocupación que el trabajo a que se hallaba entregado le suponía. Se advertía que no en vano lo tenía el príncipe a sus órdenes inmediatas para cumplir misiones especiales. Era una de las escasas personas que se ocupaban de los asuntos de la Administración con amore. No le consumían ni la ambición ni el afán de hacer fortuna, ni le impulsaba el espíritu de imitación; sólo trabajaba por la sencilla razón de que tenía la seguridad de que resultaba necesario en el puesto que ocupaba, y no en otro, que para eso le había sido dada la vida. Su misión consistía en poner en claro los asuntos, analizarlos por partes y reunir y explicar los hilos de la más enmarañada de las cuestiones. Creía ver premiado sobradamente su trabajo, sus esfuerzos, sus noches pasadas en vela, si el asunto comenzaba a esclarecerse y se daba cuenta de que podía exponerlo en breves palabras, de un modo claro y conciso, de tal manera que todos pudieran entenderlo. Puede decirse que la alegría de un escolar cuando desentraña una frase harto difícil y descubre el verdadero sentido del pensamiento de un gran escritor no era tanta como la que él experimentaba al desentrañar una cuestión en extremo complicada. Por el contrario[64]….

(…) … el trigo en los lugares donde hay hambre; conozco esa comarca mucho mejor que los funcionarios; veré personalmente lo que precisa cada uno. Y si Su Excelencia lo desea, hablaré con los disidentes religiosos. Ellos tratan mejor con nosotros, con la gente del pueblo. Quizá yo podría contribuir a arreglar las cosas por las buenas. Los funcionarios no lo conseguirían, comenzarían a escribir, y el asunto se presenta ya tan complicado con sus papeles que éstos no permiten ver las cosas como son en la realidad. No aceptaré dinero porque en unos momentos en que la gente se está muriendo de hambre, produce vergüenza pensar en el provecho propio. Tengo trigo almacenado; antes había enviado a Siberia y el verano que viene llevarán más.

—Sólo Dios puede pagarle semejante servicio, Afanasi Vasilievich. No voy a decirle nada porque usted mismo puede comprender que no hay palabras para expresar lo que siento… No obstante, permítame que vuelva a su petición de antes. Dígame, ¿tengo derecho a dejar las cosas tal como están? ¿Sería justo, obraría yo con honradez si perdonase a unos miserables?

—No se les puede calificar así, Excelencia, sobre todo teniendo en cuenta que entre ellos se encuentran muchas personas muy honorables. La persona se halla en ocasiones en circunstancias difíciles, Excelencia, muy difíciles. A veces sucede que una persona parece verdaderamente culpable, y mirando las cosas de cerca resulta que no lo es.

—¿Y qué dirán ellos mismos si sobreseo su causa? Hay quienes se engreirán aún más y pensarán que me han asustado. Serán los primeros en no apreciar…

—Permítame, Excelencia, decirle mi parecer: reúnalos, comuníqueles que usted está al tanto de todo, presénteles su propia situación tal y como me la ha expuesto a mí, y pídales consejo: ¿cómo procedería cada uno de ellos en la situación en que usted se halla?

—¿Piensa usted que serán capaces de comprender un móvil noble que nada tiene que ver con las trapacerías y el deseo de hacer fortuna? Se burlarán de mí, estoy seguro.

—Lo dudo, Excelencia. El ruso, incluso el peor de ellos, tiene el sentimiento de lo que es justo. Acaso lo haría un judío, pero no un ruso. No Excelencia, no hay por qué esconder nada. Hábleles tal y como acaba de hablarme a mí. A usted le tachan de ambicioso y orgulloso, dicen que no le importa la opinión de los demás, que en todo momento se muestra seguro de sí mismo; que vean las cosas tal como son en realidad. ¿Qué más le da a usted? La razón está de su parte. Hábleles no como si lo hiciera ante ellos, sino como si se confesara ante Dios.

—Lo pensaré, Afanasi Vasilievich —repuso el príncipe, pensativo—. De todos modos, le agradezco muy de veras su consejo.

—Por lo que concierne a Chichikov, Excelencia, ordene que lo pongan en libertad.

—Dígale a ese Chichikov que se marche de aquí lo antes posible, y cuanto más lejos tanto mejor. A él jamás lo habría perdonado.

Murazov se despidió del príncipe y de allí se dirigió directamente a ver a Chichikov. Lo encontró animado, sumamente tranquilo, entretenido con una comida bastante pasable que le habían traído en fiambreras de porcelana de una cocina más que pasable. Las primeras palabras que se cruzaron convencieron al anciano de que Chichikov había tenido tiempo de ver a alguno de los funcionarios trapisondistas. Incluso se dio perfecta cuenta de que allí andaba la mano oculta de un experto picapleitos.

—Escúcheme, Pavel Ivanovich —dijo— le traigo la libertad, pero a condición de que abandone la ciudad cuanto antes. Recoja todas sus cosas y váyase con Dios inmediatamente, porque el asunto está aún peor. Sé que hay un sujeto que le solivianta a usted; pues bien, voy a decirle en secreto que se está descubriendo otro asunto tal, que nada en el mundo será capaz de salvarlo. Pretende que con él se hundan otros, para que no sea tan aburrido, pero todo se descubrirá. Cuando yo le dejé a usted se hallaba en mejor disposición de ánimo que ahora. Le aconsejo que lo tome en serio. No se trata de esas riquezas por las que todos pelean y se tiran a degüello, como si fuera posible adquirir el bienestar de ésta sin acordarse de la otra. Puede usted estar seguro, Pavel Ivanovich, de que mientras no se aparte uno de todo aquello por lo cual los hombres se muerden y se devoran los unos a los otros, sin acordarse para nada del bienestar del patrimonio espiritual, será imposible conseguir el bienestar material. Vendrán tiempos de hambre y de miseria para el pueblo en su conjunto y para cada uno en particular… Esto está claro… Dígase lo que se diga, el cuerpo depende del alma. ¿Cómo quiere que todo vaya como es debido? Piense, no en las almas muertas, sino en su alma viva, y con el auxilio de Dios siga otro camino. También yo me marcho mañana. ¡Apresúrese! Estando yo ausente le puede ir muy mal.

Una vez pronunciadas estas palabras, el anciano se fue. Chichikov permaneció pensativo. El sentido de la vida volvió a ganar ante él en importancia.

«Murazov tiene razón —pensó—. ¡Comienza a ser hora de seguir un nuevo camino!».

Con estos pensamientos salió de la prisión. Un centinela le sacó el cofrecillo y otro el colchón y la ropa. Selifán y Petrushka experimentaron una gran alegría al ser puesto su amo en libertad.

—Vamos, amigos —les dijo Chichikov afectuosamente—, es preciso hacer el equipaje y ponerse en camino.

—Saldremos, Pavel Ivanovich —respondió Selifán—. El camino debe estar firme: ha nevado bastante. Si he de decirle la verdad, ya es hora de que nos marchemos. Estoy tan harto de la ciudad que no quiero ni verla.

—Vete al carrocero y que ponga patines en el coche —dijo Chichikov, y acto seguido se encaminó hacia la ciudad.

No es que tuviera el propósito de despedirse de nadie. Después de lo ocurrido le resultaba un tanto violento, sobre todo si tenía en cuenta que circulaban sobre él las historias más desagradables. Evitó tropezarse con nadie y sólo se llegó disimuladamente a casa del comerciante que le había vendido el paño de color humo y llama de Navarino; adquirió cuatro varas más para frac y pantalones y se dirigió al mismo sastre de la otra ocasión. Por doble precio, éste se decidió a redoblar su celo y puso a trabajar durante toda la noche, a la luz de las bujías, a toda su gente, que no dejó de manejar las agujas, las planchas y los dientes.

Por la mañana el frac estaba concluido, aunque, bien es cierto, un poco más tarde de lo convenido. Los caballos habían sido ya enganchados, pero Chichikov se quiso probar el frac. Le sentaba a la perfección, tan bien como el anterior. Pero ¡ay!, vio que en su cabeza había algo más blanco y liso que el resto y pensó, entristecido: «¿Por qué me dejé llevar de tal manera por la desesperación? Y con mayor motivo, no debía haberme tirado así de los pelos».

Pagó al sastre y al fin partió. Ofrecía un aspecto algo extraño. No era el mismo Chichikov de antes. Era una ruina comparado con el anterior Chichikov. Ahora, su espíritu era como edificio que hubieran demolido a fin de construir con los restos uno nuevo; y la construcción del edificio nuevo no había comenzado a causa de que el arquitecto aún no había mandado los planos, dejando a los obreros sin saber qué hacer. Una hora antes se había marchado el anciano Murazov junto con Potapich, en un sencillo coche. Una hora después de haber partido Chichikov se hizo saber la orden del príncipe, quien, con motivo de su marcha a San Petersburgo, quería ver a todos los funcionarios sin ninguna excepción.

En la vasta sala del Gobierno general se reunió el estamento completo de los funcionarios de la ciudad, empezando por el gobernador y terminando por el último consejero titular: jefes de negociado y de sección, consejeros, asesores, los Kisloiedov, los Krasponosov, los Samosvistov; los que se dejaban sobornar y los que no; los que actuaban contra su conciencia, los que actuaban a medias y los que no actuaban en absoluto: todos esperaban con inquietud la aparición del gobernador general. El príncipe salió; no se le veía ni sombrío ni despejado; su mirada era tan firme y decidida como su paso. Los reunidos hicieron una inclinación, gran parte de ellos profundísima. El príncipe respondió con ligero saludo y comenzó así:

—Antes de partir hacia San Petersburgo he creído oportuno ver a todos ustedes e incluso, en parte, explicarles el motivo. Ha tenido lugar un escandaloso asunto. Imagino que la mayoría de los presentes saben a qué me refiero. Dicho asunto ha revelado la existencia de otros no menos vergonzosos en los cuales se hallan complicadas personas a las que hasta ahora yo había considerado honradas. Conozco también la oculta intención de embrollar las cosas de tal manera que fuese imposible decidir por vía legal. Sé quién es el que mueve todos los resortes y detrás del cual se oculta… aunque él ha disimulado con suma habilidad su participación. Pero yo estoy decidido a arreglar esto no por el procedimiento ordinario, acumulando expedientes, sino en juicio sumarísimo, como si nos halláramos en guerra, y espero que Su Majestad me permitirá hacerlo cuando le haya expuesto de qué se trata. Cuando es imposible solucionar las cosas por vía civil, cuando se prende fuego a los armarios con los expedientes dentro y se manejan todo género de falsas declaraciones de testigos que ninguna relación tienen con el asunto, y con falsas denuncias se intenta enturbiar un caso como el presente, ya suficientemente sucio de por sí, yo considero que el tribunal militar es el único medio a nuestro alcance, y querría saber su opinión.

El príncipe hizo una pausa como aguardando contestación. Todos permanecieron con la mirada fija en el suelo. Muchos de ellos se habían puesto pálidos.

—Estoy asimismo informado respecto a otro asunto, por mucho que los interesados tengan la convicción de que nadie puede saber nada acerca de él. El proceso no se instruirá por el procedimiento ordinario, ya que yo mismo seré acusador y demandante, y presentaré pruebas contundentes.

Algunos de los presentes temblaron de pies a cabeza; entre los de la categoría de los pusilánimes hubo igualmente cierta turbación.

—No es preciso decir que a los promotores se les privará de títulos y bienes; los demás serán separados de sus empleos. No es preciso decir que sufrirán muchos inocentes. ¡Qué le vamos a hacer! El asunto es demasiado escandaloso y pide justicia a voz en grito. Aunque no ignoro que ni siquiera servirá de lección a los demás, ya que el puesto de los que dejen vacantes sus cargos será ocupado por otros y los que hasta el presente eran honrados dejarán de serlo, y aquéllos en quienes ahora se deposite la confianza engañarán y harán traición, a pesar de todo, yo tengo que obrar con rigor, pues la justicia clama. No ignoro que me tacharán de cruel, pero sé muy bien quiénes serán ésos… Debo recurrir, pues, al instrumento insensible de la justicia, al hacha, que es forzoso que caiga sobre la cabeza de los culpables.

Un estremecimiento sacudió a todos los reunidos. El príncipe aparecía sereno. Sus facciones no revelaban ni ira ni indignación.

—Y ahora, ese mismo en cuyas manos se halla la suerte de gran parte de ustedes y que no cedía ante ninguna súplica, les perdona a todos. Todo caerá en el olvido, será perdonado, borrado; yo personalmente intercederé en favor de todos si cumplen mi petición. Hela aquí. Sé que ningún medio es suficiente, ni el miedo ni el castigo, para extirpar la injusticia: sus raíces son demasiado profundas. Una acción tan vergonzosa como la prevaricación se ha convertido en algo necesario incluso en personas que no han nacido para ser deshonestas. Sé que resulta poco menos que imposible ir contra la corriente. Pero en este momento yo debo, como en el instante decisivo y sagrado en que se halla en juego la salvación de la patria, cuando cualquier ciudadano ofrece y ofrenda todo lo que posee, yo debo hacer un llamamiento aunque sólo sea a aquéllos en cuyo pecho palpita aún un corazón ruso y que conservan cierta noción de lo que significa la palabra «nobleza». No vamos a preguntarnos cuál de nosotros es más culpable. Tal vez sea yo el primero; tal vez me comportara al principio con demasiada severidad, tal vez mostrara excesiva suspicacia, apartando de mí a aquellos de ustedes que querían sinceramente serme útiles, aunque yo, a mi vez, podría asimismo hacerles un reproche. Si verdaderamente amaban la justicia y el bien de su país, no debieron sentirse ofendidos por mi orgullo, debieron reprimir su amor propio y sacrificar su misma persona. Por fuerza me habría dado cuenta de su abnegación y amor al bien, y habría acabado aceptando sus prudentes y sabios consejos. Se quiera o no, es el subordinado quien tiene que adaptarse al jefe antes que el jefe al subordinado. Esto es justo y, por lo menos, más fácil, dado que el subordinado tiene un solo jefe y el jefe tiene cientos de subordinados. Pero dejemos aparte la cuestión de quién es más culpable. De lo que se trata es de que tenemos que salvar a nuestra patria, de que nuestra patria desfallece por culpa de nosotros mismos; de que al margen del Gobierno legítimo se ha formado un Gobierno incomparablemente más fuerte que cualquier Gobierno legítimo. Ha establecido sus condiciones, a todo se le ha puesto precio y hasta esos precios han sido pregonados en público. Y ningún gobernante, aunque fuera el más sabio de todos los estadistas y legisladores, puede reparar el daño por más restricciones que ponga a los actos de los malos funcionarios, poniéndolos bajo la vigilancia de otros. Todo resultará inútil mientras cada uno de nosotros no llegue a comprender que, al igual que en los tiempos del alzamiento de los pueblos empuñó las armas contra los enemigos, tiene ahora que rebelarse contra la injusticia. Ahora me dirijo a ustedes como ruso, como hombre unido a ustedes por los vínculos de la sangre. Me dirijo a aquellos de ustedes que conservan alguna noción de lo que es la nobleza de pensamiento. Les invito a que tengan presente el deber que en cualquier parte corresponde al hombre. Les invito a considerar más de cerca su deber y las obligaciones que en este mundo tienen, porque la idea que de ello nos hacemos es confusa y no (…)[65]

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