Al día siguiente todo salió a las mil maravillas. Kostanzhoglo le entregó de buen grado diez mil rublos sin interés y sin garantía, contra un simple recibo. Hasta tal punto llegaba su deseo de ayudar a los que aspiran a hacerse ricos. Mostró a Chichikov toda su finca. ¡Cuánta sencillez e inteligencia en su organización! Parecía que las cosas se realizaran por sí mismas. No perdía inútilmente ni un solo minuto, no se advertía ni la menor negligencia. El terrateniente, al igual que un Argos de cien ojos, sorprendía al culpable. No había nadie desocupado. El mismo Chichikov se quedó sorprendido ante lo mucho que aquel hombre había llevado a cabo sin ruido, silenciosamente, sin escribir proyectos ni tratados sobre el modo de lograr el bienestar de todo el género humano; consideró la vida estéril del habitante de la capital, del que se dedica a pasear por parques y a galantear a las damas en los salones, o a dictar, alejado de todos, disposiciones que deberán aplicarse en los últimos límites del Estado. Chichikov quedó entusiasmado y la idea de transformarse en terrateniente se fue afirmando más y más en él.
Konstanzhoglo no se limitó a mostrarle toda su finca, sino que se ofreció a acompañarle a casa de Jlobuev a fin de ver juntos su hacienda. Chichikov se encontraba de excelente humor. Tras un copioso almuerzo se acomodaron los tres en el carruaje de Pavel Ivanovich. El cabriolé del anfitrión les seguía vacío. «Yarb» corría delante, asustando a los pájaros del camino. A lo largo de quince verstas se extendían a los dos lados los bosques y tierras de labor de Kostanzhoglo. Era una continua sucesión de prados y arboledas. No se veía ni una mala hierba, aquello parecía verdaderamente un jardín de delicias.
Pero comenzaron las tierras de Jlobuev y, sin darse cuenta, se quedaron mudos: en lugar de los bosques de antes había unos matorrales recomidos por el ganado; el raquítico centeno apenas si conseguía abrirse paso por entre las malas hierbas. Por último, surgieron unas cabañas ruinosas, sin ninguna cerca que las rodeara, en medio de las cuales se alzaba un edificio de mampostería deshabitado que había quedado a medio construir. Sin duda habían faltado materiales para el tejado, y así quedó, cubierta con una techumbre de paja que con el tiempo había ennegrecido. El propietario habitaba en otra casa, ésta de una sola planta. Salió a su encuentro, vestido con una raída levita, desarreglado, con unas botas viejas, como si se levantara de dormir y con muestras de gran abandono. No obstante, su rostro era el de una buena persona.
La llegada de los visitantes le alegró sobremanera, igual que si viera a unos hermanos de los que llevaba largo tiempo separado.
—¡Konstantin Fiodorovich! ¡Platón Mijailovich! ¡Cuánto me alegro de que hayan venido! Lo veo y no lo creo. Lo cierto es que tenía la seguridad de que nadie se dignaría visitarme. Todos huyen de mí como de la peste; tienen miedo de que les pida dinero prestado. ¡Oh, qué difícil, pero qué difícil es la vida, Konstantin Fiodorovich! Yo mismo me doy perfecta cuenta de que toda la culpa es mía. ¿Qué le voy a hacer? He vivido como un auténtico cerdo. Me perdonarán, señores, si les recibo como me ven. Las botas son viejas y están rotas, ya lo habrán observado. ¿Qué puedo ofrecerles?
—Sin cumplidos. Venimos por cierto asunto. Le he traído a un comprador, Pavel Ivanovich Chichikov —dijo Kostanzhoglo.
—Mucho gusto en conocerlo. Permítame que le estreche la mano.
Chichikov extendió las dos.
—Querría muy de veras, estimado Pavel Ivanovich, poder mostrarle una hacienda que realmente valiera la pena… Pero díganme, señores, ¿han comido?
—Sí, hemos comido ya —repuso Kostanzhoglo impaciente por abreviar los trámites—. No perdamos tiempo y vayamos en seguida al asunto.
—En este caso, vamos —y cogió su gorra.
Los recién llegados se pusieron las suyas y, todos juntos, comenzaron a caminar por la calle de la aldea.
—Vamos a contemplar mi desorden y mi incuria —dijo Jlobuev—. Lo cierto es que han hecho bien comiendo antes. Créame, Konstantin Fiodorovich, si le digo que en toda la casa no hay ni una mala gallina. ¡Hasta ese punto hemos llegado!
Lanzó un suspiro, y como si comprendiera que Konstantin no compartiría sus sentimientos, se cogió del brazo de Platonov y, apretándolo contra su pecho, se adelantó con él. Kostanzhoglo y Chichikov se quedaron y les siguieron igualmente cogidos del brazo.
—¡Qué duro es todo esto para mí, Platón Mijailovich, qué duro! —decía Jlobuev a Platonov—. ¡No puede darse idea de mis dificultades! ¡Sin pan, sin dinero, sin calzado! Pero para usted esto es como si le estuviera hablando en una lengua desconocida. No me importarían en absoluto si fuera y estuviera solo. Pero cuando estas desgracias caen sobre uno en la vejez, y tiene mujer y cinco hijos, uno lo ve todo negro, aunque no lo quiera…
—¿Y la venta de su hacienda le va a servir para arreglar su situación? —preguntó Platonov.
—¡No existe arreglo posible! —exclamó Jlobuev desalentado—. Todo se irá en pagar las deudas y apenas si me quedarán mil rublos limpios.
—¿Y qué piensa hacer?
—Sólo Dios lo sabe.
—¿Y por qué no intenta algo para salir de esta situación?
—Pero ¿qué podría intentar?
—No lo sé, quizá pudiera buscarse un empleo.
—Soy un simple secretario de provincia. ¿A qué colocación podría aspirar? A un empleo de nada, algo insignificante. Todo lo más, a un sueldo de quinientos rublos. Y tengo mujer y cinco hijos.
—Empléese de administrador en una hacienda.
—¿Y quién me confiaría a mí la administración de su hacienda si no he sido capaz de conservar la mía?
—Pero uno debe hacer cualquier cosa cuando le amenazan el hambre y la muerte. Le preguntaré a mi hermano, quizá a través de sus relaciones le podría hallar una colocación en la ciudad.
—No, Platón Mijailovich —dijo Jlobuev lanzando otro suspiro mientras le apretaba fuertemente el brazo—. Yo no sirvo para nada. Estoy hecho un desastre con el lumbago, consecuencia de los excesos de otros tiempos, y con el reumatismo. ¿Adónde quiere que vaya? ¿Para qué contribuir a la ruina del erario público? No faltan ya los que van detrás de las canonjías. No permita Dios que para ganarme un sueldo se acrecienten las cargas que pesan sobre las clases pobres.
«He ahí los resultados de una vida desordenada —se dijo Platonov para sus adentros—. Esto es mucho peor que mi indolencia».
Mientras hablaban de esta forma, Kostanzhoglo, que marchaba detrás junto con Chichikov, era incapaz de contenerse.
—Mire usted —decía, al tiempo que señalaba con el dedo— hasta qué extremo de miseria ha arrastrado a los campesinos. Ni carros ni caballos. Si sobreviene una enfermedad y deja a los mujiks sin animales, uno no debe detenerse a mirar lo que es suyo: debe vender todo lo suyo y proporcionarles su caballo a cada uno, a fin de que continúen trabajando y produciendo. Ahora, con años enteros de esfuerzo, no conseguirá repararse el daño causado. El campesino se ha acostumbrado a la holgazanería y a la embriaguez. Un solo año que esté sin trabajar lo pervierte para toda la vida. Se habitúa a los harapos y al vagabundeo. ¿Y la tierra? ¡Mire usted qué tierra! —exclamaba señalando los prados, que aparecieron después de las cabañas—. ¡Todo son tierras anegadizas! Aquí yo plantaría lino, y esto sólo me proporcionaría cinco mil rublos. Plantaría nabos, y los nabos me proporcionarían otros cuatro mil. Y allí en la cuesta ha crecido el centeno; es de la mies que se desgranó el año pasado, pues yo sé que este año no sembraron nada. Y en esos barrancos… allí plantaría unos bosques que ni siquiera los cuervos podrían llegar a la copa de los árboles. Si no le era posible labrar, haber recurrido a la azada y cultivado los huertos. ¿Por qué no lo hizo así? Él mismo tenía que haber empuñado la azada, tenía que haber obligado a trabajar a su esposa, a sus hijos, a sus sirvientes. Todo eso no costaba nada. Aunque hubiera muerto trabajando. Al menos habría muerto cumpliendo con su deber y no después de haberse atracado como un cerdo.
Y al decir esto, Kostanzhoglo escupió con rabia y un tinte bilioso nubló su frente.
Continuaron caminando hasta el borde de una empinada cuesta cubierta de matorrales; a lo lejos se divisó un recodo del río y un oscuro contrafuerte de montañas; más cerca apareció parte de la mansión del general Betrischev, medio oculta entre los árboles, detrás de la cual se alzaba un monte cubierto de verdura, que en la lejanía parecía estar sembrado de un polvillo azulado. Chichikov adivinó que aquéllas eran las propiedades de Tentetnikov, y dijo:
—Si se repoblara esto de árboles, las vistas superarían por su belleza…
—¿Le gustan a usted las vistas? —preguntó Kostanzhoglo, quien se le quedó mirando con severidad—. Tenga mucho cuidado, si va en busca de las vistas se quedará sin trigo y sin vistas. Preocúpese del beneficio y no de la belleza. La belleza vendrá por sí sola. El ejemplo nos lo ofrecen las ciudades: las mejores y más bellas son las que crecieron por sí, aquellas donde cada uno edificó conforme a sus necesidades y a sus gustos. Las que se edificaron a cordel, parecen una aglomeración de cuarteles… No busque la belleza y preocúpese de sus necesidades.
—La lástima es que se tiene que aguardar mucho. Uno desearía verlo todo tal y como le gustaría que fuera.
—¿Es usted un muchacho de veinticinco años? ¡No sea tan impaciente! ¿Es usted un empleadillo de San Petersburgo? Tenga paciencia. Trabajé seis años sin parar: planté, sembré, aré sin descansar ni un momento. Es difícil, por supuesto. En cambio, cuando haya puesto en marcha la tierra, ella misma acudirá en su ayuda, y no de cualquier forma, no; además de los setenta brazos de que puede disponer, trabajarán para usted otros setecientos brazos invisibles. Todo se duplicará. Yo, actualmente, apenas si me veo en la necesidad de mover un dedo: todo marcha de por sí. Realmente, la Naturaleza ama la paciencia; es una ley dada por Dios, que ayuda a los que son constantes.
—Oyéndole a usted siente uno una nueva afluencia de fuerzas. El espíritu se conforta.
—¡Fíjese de qué modo está labrada la tierra! —exclamó Kostanzhoglo con un sentimiento de amargura al tiempo que señalaba la pendiente—. Me es imposible continuar aquí ni un solo minuto más. Me mata ver tal desorden y abandono. Usted mismo puede cerrar el trato, yo no le soy necesario. Quite cuanto antes a ese idiota su tesoro. No hace más que profanar este don de Dios.
Y Kostanzhoglo cayó de nuevo en la irritación de antes. Se alejó de Chichikov y llegó junto a Jlobuev para despedirse de él.
—¡Por favor, Konstantin Fiodorovich! —exclamó asombrado el dueño de la casa—. Hace un momento que ha llegado y ya quiere irse.
—No me es posible detenerme más. Debo estar por fuerza en casa —dijo Kostanzhoglo.
Y tras despedirse, subió en su cabriolé y partió.
Jlobuev pareció advertir a qué se debía su precipitada partida.
—Konstantin Fiodorovich se ha visto incapaz de resistir más —dijo—. Para un terrateniente que sabe gobernar como él la hacienda no representará un espectáculo muy agradable el contemplar tanto desorden. Créame, Pavel Ivanovich, este año ni siquiera he podido sembrar trigo. ¡Palabra de honor! No tenía simiente ni tampoco tenía con qué labrar. Su hermano, Platón Mijailovich, lleva fama de ser un magnífico administrador. En cuanto a Konstantin Fiodorovich, ¡qué le voy a decir!, es un Napoleón en su género. Muchas veces me pregunto: «¿Por qué ha de haber personas tan inteligentes? Me podría ceder a mí un poco de su inteligencia». Vayan con cuidado, señores, aquí, al cruzar el puente; no sea que se caigan al agua. Esta primavera ordené que arreglaran las tablas. Lo que más pena me da es la miseria de los campesinos. Tienen necesidad de una persona que les sirva de ejemplo, pero ¿qué ejemplo puedo ofrecerles yo? ¿Qué quieren que haga? Encárguese usted de ellos, Pavel Ivanovich. ¿Qué orden puedo enseñarles yo cuando yo mismo soy tan desordenado? Los habría emancipado hace largo tiempo, pero eso de poco habría servido. Es preciso un hombre severo y justo a la vez que viva mucho tiempo con ellos y que con su incansable actividad les sirva de ejemplo. Al ruso, por mí mismo lo veo, le hace falta un acicate; de lo contrario, la pereza hace presa en él y se convierte en un ser inútil.
—Es raro —dijo Platonov—. ¿A qué se debe que el ruso muestre tal tendencia a la incuria, hasta el extremo de que el hombre del pueblo se convierte en un ser miserable y un borracho si no se le vigila?
—A la falta de cultura —hizo notar Chichikov.
—Dios sabe. Nosotros somos hombres cultos, estudiamos en la Universidad, y, no obstante, ¿para qué servimos? ¿Qué he aprendido yo? A vivir de modo ordenado no he aprendido; muy al contrario, he practicado el arte de malgastar el dinero en todo género de nuevos refinamientos, a derrocharlo en cosas extravagantes. Lo único que he aprendido es a gastar el dinero en todo cuanto signifique comodidad. ¿Sucede así porque yo no fuera buen estudiante? No, porque otro tanto les ha ocurrido a los demás compañeros. Dos o tres sacaron verdadero provecho, y eso quizá debido a que ya de por sí eran inteligentes, pero los demás sólo se esforzaron en aprender lo que perjudica la salud y a lograr dinero. Palabra de honor. Algunas veces me digo que el ruso es hombre perdido. Quiere hacerlo todo y no puede hacer nada. Siempre toma uno la decisión de comenzar una nueva vida a partir del siguiente día, de ponerse a dieta en adelante, pero nada de esto sucede. En aquella misma tarde se llena el estómago hasta tal punto que incluso pierde la facultad de pensar y no hace más que mirar como un búho a la gente. Y así ocurre con todo.
—Sí —asintió Chichikov con una irónica sonrisa—, es una historia que se repite mucho.
—Es como si no hubiéramos nacido para ser sensatos. Dudo que haga alguno de nosotros lo que sea. Hasta lo dudo cuando veo que alguien vive de modo ordenado y ahorra algo de dinero. Llega a viejo y entonces el diablo se mete por medio y lo arroja todo por la ventana. Y todos son iguales, tanto los cultos como los incultos. No, nos falta algo, pero no sería capaz de decir qué.
Mientras así hablaban, recorrieron las cabañas y después, en el coche, dieron una vuelta por los prados. Unos lugares que habrían sido magníficos de no haber talado los árboles. A uno de los lados aparecieron las elevaciones azuladas en las que no mucho antes había estado Chichikov. No obstante, no era posible ver ni la aldea de Tentetnikov ni la del general Betrischev, que permanecían ocultas por las montañas. Descendieron hasta los prados, donde sólo se veían mimbreras —los árboles altos habían sido cortados—, y acudieron a visitar el vetusto molino de agua; contemplaron el río, por el que se habría podido hacer bajar la madera en caso de que hubiera habido algo que mandar. Diseminadas aquí y allá había paciendo algunas vacas a las que se podían contar las costillas.
En cuanto lo hubieron visto todo, sin apearse siquiera del carruaje, regresaron hacia la aldea, donde en plena calle se toparon con un mujik que estaba rascándose la parte baja de la espalda y cuyo sonoro bostezo llegó a asustar incluso a los perros más veteranos. El bostezo se había apoderado de todas las edificaciones. También las techumbres bostezaban. Platonov, cuando las vio, se puso a bostezar. «Remiendos sobre remiendos», se dijo Chichikov al observar que en una cabaña en lugar de tejado había puesto un portón. Allí se seguía el sistema de aquel que cortaba los faldones y las bocamangas del caftán para remendar los codos.
—Ya han visto la finca —dijo Jlobuev—. Ahora vamos a ver la casa —y llevó a los visitantes a sus habitaciones.
Chichikov esperaba hallar andrajos y trastos viejos, pero no era así: en el interior imperaba un buen orden. Los visitantes se extrañaron grandemente por la visible mezcolanza de miseria y brillantes bagatelas de última moda. La escribanía aparecía coronada por un busto de Shakespeare; sobre la mesa se veía una elegante mano de marfil con la que uno podía rascarse la espalda.
Les recibió la dueña de la casa, que vestía con gusto, a la moda. Los cinco niños iban asimismo vestidos con gusto e incluso tenían institutriz. Eran unos niños preciosos, pero habría valido más que, con unas simples camisitas y falditas, se quedaran corriendo por el patio, sin diferenciarse nada de los hijos de los mujiks. La dueña pronto recibió la visita de una señora charlatana y vacua, a la que condujo a sus aposentos. Los niños se fueron tras ellas y los hombres se quedaron solos.
—Bien, ¿y cuál es su precio? —preguntó Chichikov—. A decir verdad, le pregunto por el precio último, ya que la hacienda se halla en peores condiciones de lo que suponía.
—En unas condiciones pésimas, Pavel Ivanovich —dijo Jlobuev—. Y eso no es todo. No le voy a ocultar que de las cien almas que constan en el registro sólo me quedan cincuenta. Unos murieron a causa del cólera y otros escaparon, nadie sabe dónde se encuentran, de modo que puede considerarlos como muertos. Si recurriéramos a los tribunales, se quedarían con lo poco que resta de la finca. Por eso sólo le pediré treinta y cinco mil rublos.
Chichikov, como es lógico, intentó regatear.
—¡Cómo! ¿Treinta y cinco mil? ¿Treinta y cinco mil por esto? Le daré veinticinco mil.
Platonov se sintió avergonzado.
—Quédesela, Pavel Ivanovich —le dijo—. La finca lo vale. Si usted no le da los treinta y cinco mil, nos la quedaremos mi hermano y yo por ese precio.
—Está bien, de acuerdo —repuso Chichikov asustado—. Pero ha de ser con la condición de que la mitad del dinero se lo entregaré dentro de un año.
—No, Pavel Ivanovich, eso no puede ser. La mitad me la entregará ahora y lo restante dentro de quince días. Si hipotecara la hacienda me darían esa cantidad. Lo único que necesitaría es algo con qué alimentar a las sanguijuelas.
—No puedo; se lo aseguro, en este momento no tengo más que diez mil rublos —dijo Chichikov, aunque eso no era cierto: disponía de veinte mil, incluyendo la cantidad que le había prestado Kostanzhoglo; pero se resistía a entregar tanto dinero de una vez.
—Perdóneme, Pavel Ivanovich, pero eso es imposible. Le repito que necesito urgentemente quince mil rublos.
—Yo puedo prestarle cinco mil —terció Platonov.
—Si es así… —dijo Chichikov al tiempo que pensaba: «El préstamo me vendrá como pedrada en ojo de boticario».
Trajeron el cofrecillo del carruaje y acto seguido Jlobuev recibió diez mil rublos; los restantes cinco mil le fueron prometidos para el día siguiente; pero no era más que una promesa; en realidad, existía el propósito de traer tres, y lo demás al cabo de dos o tres días, si no era posible demorar el pago todavía más. Pavel Ivanovich sentía muy poca afición a soltar dinero. Si se presentaba una necesidad urgente, incluso en este caso, prefería darlo mañana mejor que hoy. Es decir, que procedía igual que hacemos todos. Siempre nos gusta hacer esperar al solicitante: ¡qué se fastidie en la antesala aguardando! Como si no pudiera esperar… Poco nos preocupa que cada hora pueda ser muy valiosa para él y que nuestra negativa pueda causarle algún perjuicio; no nos importa decirle: «Ven mañana, amigo, hoy no dispongo de tiempo».
—¿Dónde piensa vivir ahora? —preguntó Platonov—. ¿Posee usted alguna otra aldea?
—Deberé trasladarme a la ciudad; allí tengo una casita. Tengo que hacerlo pensando en los niños, que necesitarán profesores. Para la doctrina cristiana podría hallarlo aquí, pero maestros de música y de baile no los encuentra uno en el campo por ningún dinero.
«No tiene un mal pedazo de pan que llevarse a la boca y hace que sus hijos aprendan baile», se dijo Chichikov para sus adentros.
«Es raro», se dijo a su vez Platonov.
—No obstante, es preciso celebrar el trato de alguna forma —dijo Jlobuev—. ¡Eh, Kiriuska! ¡Trae una botella de champaña!
«No tiene un pedazo de pan, pero sí tiene champaña», pensó Chichikov.
Platonov no supo qué pensar.
Si Jlobuev había comprado champaña era porque no le había quedado más remedio. Mandó a alguien a la ciudad a adquirir alguna bebida, pero en la tienda no le fiaban ni siquiera el kvas. ¿Qué podía hacer, tenía sed? Un francés que acababa de llegar de San Petersburgo con vinos abría crédito a todo el mundo. Lo único que podía hacer era adquirir champaña.
Trajeron la botella. Bebieron tres copas cada uno y se sintieron más alegres. Jlobuev se mostró simpático e inteligente mientras prodigaban las bromas y los chistes. ¡Qué profundo conocimiento del mundo y los hombres revelaban sus palabras! Exponía con tal fidelidad su visión de muchas cosas, dibujaba con tal tino y acierto, en muy pocas palabras, a los propietarios vecinos, había captado con tal claridad los defectos y errores de todos, conocía con tanta perfección la historia de los señores que se habían arruinado, las causas y las circunstancias de su ruina, sabía describir con tanta gracia y originalidad sus más pequeños hábitos, que sus dos oyentes le escuchaban boquiabiertos: habrían asegurado que tenían ante ellos a un hombre sumamente inteligente.
—Lo que me asombra —dijo Chichikov— es que con su inteligencia no haya usted hallado recurso para desenvolverse.
—Los recursos no me faltan —repuso Jlobuev, quien a continuación les expuso una infinidad de proyectos. Todos eran tan extravagantes, tan absurdos, guardaban tan poca relación con el conocimiento del mundo y de los hombres, que uno no podía por menos de encogerse de hombros y decir: «¡Dios mío, qué abismo media entre el conocimiento del mundo y la capacidad de servirse de ese conocimiento!».
Todos sus proyectos se fundaban en la necesidad de procurarse inmediatamente, como fuera, cien o doscientos mil rublos. Entonces, aseguraba, todo se podría arreglar como era debido: la finca marcharía bien, echaría un remiendo a los rotos, los ingresos se cuadruplicarían y estarían en condiciones de librarse de todas sus deudas. Y concluía así:
—Pero ¿qué quieren ustedes? No consigo hallar un bienhechor que se decida a hacerme un préstamo de doscientos mil rublos, aunque sólo se tratara de cien mil. Por lo visto Dios no lo quiere. Tengo una tía que tal vez posea una fortuna de tres millones. Se trata de una vieja en extremo devota: entrega dinero a las iglesias y conventos, pero se niega siempre a ayudar al prójimo. Es una de esas tías chapadas a la antigua que vale la pena conocer. Tiene cuatrocientos canarios, perros falderos, parásitos que viven a costa suya y sirvientes como actualmente no se estilan. El más joven de ellos no estará ya muy lejos de los sesenta, aunque le continúa llamando: «¡Eh, mozo!». Si un invitado no se comporta en la debida forma, manda que no se le sirva determinado plato. Y no se lo sirven. ¡Para que vean cómo es!
Platonov sonrió con ironía.
—¿Cómo se llama? ¿En qué lugar vive? —preguntó Chichikov.
—Se llama Alexandra Ivanovna Janasarova y vive en la ciudad.
—¿Por qué no acude a ella? —dijo Platonov—. Me imagino que si conociera la situación en que se halla su familia, no se resistiría a ofrecerle su ayuda.
—No, no lo haría. Mi tía tiene un corazón muy duro. Es de pedernal, Platón Mijailovich. Por otra parte, no tiene necesidad alguna de mí, ya hay aduladores que se desviven en torno a ella. Hay uno que aspira a gobernador y que asegura ser pariente suyo… Quiero pedirle un favor —agregó de repente, dirigiéndose a Platonov—. La próxima semana ofreceré una comida a todos los altos funcionarios de la ciudad…
Platonov se quedó atónito y con los ojos desorbitadamente abiertos. No estaba enterado todavía de que en Rusia, en sus capitales y ciudades, existen unos seres tan sabios cuya vida resulta un inexplicable enigma. Aquél parecía que había derrochado hasta el último kopec, le agobian las deudas, no hay manera de procurarse ningún recurso, pero ofrece una comida. La totalidad de los invitados aseguran que es la última que ofrece, que al día siguiente llevarán al dueño de la casa a la cárcel. Transcurren, no obstante, diez días, el sabio en cuestión sigue en libertad y ofrece otra comida en la que los comensales continúan afirmando que es la última y que al día siguiente se procederá a encarcelar al anfitrión.
La casa que Jlobuev poseía en la ciudad era algo singular. Hoy oficiaba en ella un pope revestido y mañana ensayaban unos actores franceses. Un día resultaba imposible hallar ni una migaja de pan, y al otro eran recibidos artistas y pintores, con espléndidos regalos para todos. En ocasiones se atravesaba por unos momentos tan duros, que otro cualquiera se habría ahorcado o se habría pegado un tiro; pero a él le salvaba su religiosidad, que de forma extraña se hermanaba con una vida de disipación. En esos amargos instantes leía las vidas de los mártires y de los grandes hombres que habían educado su espíritu hasta ser capaces de situarse por encima de las adversidades.
Entonces, su alma se dulcificaba, se enternecía su espíritu y sus ojos aparecían bañados en lágrimas. Oraba y —¡cosa inaudita!— casi siempre le llegaba una ayuda repentina: uno de sus viejos amigos que se había acordado de él y le mandaba algún dinero, una desconocida que se encontraba de paso en la ciudad y que, al enterarse casualmente de su historia, con la impulsiva generosidad del corazón femenino, hacía llegar hasta él una considerable suma, o se sentenciaba en su favor un pleito tal, del que ni siquiera tenía noticias. Entonces se daba cuenta piadosamente de la infinita misericordia de la Providencia, mandaba decir una misa en acción de gracias y otra vez comenzaba la vida disipada de antes.
—Le aseguro que me da lástima —dijo Platonov a Chichikov cuando, después de haberse despedido, se encontraron solos.
—¡Un hijo pródigo! —exclamó Chichikov—. A personas de este tipo no se las debe compadecer.
No tardaron ambos en dejar de pensar en él: Platonov porque consideraba la situación de los demás con la misma abulia y pereza que cualquier otra cosa en el mundo. Su corazón sentía piedad y se encogía al contemplar los sufrimientos ajenos, pero sin que eso dejara honda huella en su alma. No pensaba en Jlobuev por la simple razón de que no pensaba ni en sí mismo. Chichikov no pensaba en Jlobuev porque todas sus ideas se concentraban en la compra que acababa de efectuar.
Se quedó meditabundo. Sus hipótesis e ideas se volvieron más graves y conferían a su rostro una expresión distinta. «¡Paciencia! ¡Trabajo! Eso no es nada difícil: es cosa que yo conozco, por así decirlo, desde que estaba en pañales. No supone nada nuevo para mí. Sin embargo, ¿tendré ahora, a mi edad, tanta paciencia como tuve en mi juventud?».
Comoquiera que fuese, desde cualquier punto que mirara su adquisición, se daba cuenta de que era una operación ventajosa. Podía, por ejemplo, hipotecar la hacienda tras vender por parcelas las mejores tierras. Podía encargarse él personalmente de la administración de la finca y convertirse en un terrateniente a imagen y semejanza de Kostanzhoglo, sirviéndose de sus consejos como vecino y protector. También podía volver a vender la hacienda (si no quería explotarla él mismo, claro está) y quedarse con los muertos y con los fugitivos. Entonces se le presentaba otra ventaja: podía desaparecer sencillamente de aquellos sitios sin devolver a Kostanzhoglo el dinero que le había prestado. ¡Extraña idea! No la había concebido él, sino que había acudido así, por las buenas, provocativa y burlona, haciéndole guiños. ¡Impúdica! ¡Burlona! ¿Quién es el creador de esas ideas que se presentan de pronto en la mente?
Experimentaba el placer de sentirse dueño de una hacienda real y no imaginaria; dueño de tierras, prados y seres humanos, unos seres humanos que no eran quiméricos que existían únicamente en su imaginación, sino personas de carne y hueso. Lentamente empezó a dar saltitos y a frotarse las manos, y a hacerse él mismo guiños, y a tocar cierta marcha sirviéndose en voz alta algunos piropos dirigidos a sí mismo, como por ejemplo «guapo» y «gallito». Después, advirtiendo que no se hallaba solo, intentaba frenar sus ímpetus y contener su entusiasmo. Y cuando Platonov, que había creído que alguno de aquellos sonidos eran frases dirigidas a él, le preguntaba: «¿Qué dice?», él respondía: «Nada».
Sólo en uno de esos momentos, al dirigir su mirada en torno a él, se dio cuenta de que marchaban por un bello bosquecillo; una hermosa hilera de abedules se extendía a un lado y a otro. Los blancos troncos de los abedules y pobos, relucientes, como una nevada cercana, se alzaban esbeltos y ligeros sobre el delicado verdor de las hojas recién abiertas. Los ruiseñores, cuál más sonoro, trinaban en el bosquecillo. Los tulipanes silvestres ponían sus manchas amarillas destacando entre la hierba.
Chichikov no alcanzaba a explicarse cómo habían ido a parar a un sitio tan bello cuando momentos antes cruzaban campos pelados. Entre los árboles apareció una iglesia de piedra blanca; al otro lado, entre el bosquecillo, surgió una verja. Al final de la avenida se acercaba hacia ellos un señor tocado con su gorra y que llevaba un nudoso bastón en la mano. Un perro de raza inglesa, de largas y finas patas, corría delante de él.
—Éste es mi hermano —dijo Platonov—. ¡Detente, cochero! —y descendió del carruaje. Chichikov le imitó.
Los perros habían tenido tiempo de besarse. «Ozor», el de las patas finas y largas, deslizó su ágil lengua por el hocico de «Yarb», a continuación lamió las manos a Platonov y, finalmente, saltó sobre Chichikov y comenzó a lamerle la oreja.
Los hermanos se abrazaron.
—¿Te das cabal cuenta, Platón, de lo que haces? —le preguntó el hermano, que se llamaba Vasili.
—¿Qué quieres decir con esto? —preguntó a su vez Platonov con aire indiferente.
—Pero ¿qué es eso? Te pasas tres días sin dar ninguna señal de vida.
—Un mozo de Petuj vino trayendo tu caballo y lo único que fue capaz de decirme es que te habías marchado con un señor. Podías habérmelo dicho antes. Nada te costaba advertirme, para que yo supiera adónde ibas, para qué y por cuánto tiempo. Ésta no es manera de conducirse. Sabe Dios las cosas que he llegado a pensar estos días…
—¿Y qué quieres que te diga? No me acordé —repuso Platonov—. Hemos ido a visitar a Konstantin Fiodorovich: te manda saludos, así como nuestra hermana. Pavel Ivanovich, le presento a mi hermano Vasili. Hermano Vasili, éste es Pavel Ivanovich.
Los presentados se estrecharon la mano, se desprendieron de sus gorras e intercambiaron los besos de rigor.
«¿Quién será este Chichikov? —se dijo Vasili—. Platón no cuida mucho las amistades». Miró con atención a Chichikov tanto como lo permitía la buena educación y advirtió que era un hombre de buena conducta, a juzgar por las apariencias.
Chichikov, a su vez, miró con atención a Vasili tanto como lo permitían los buenos modales y advirtió que era de menor estatura, de cabellos más negros y de facciones menos correctas, aunque su rostro poseía mucha más vida, denotaba más bondad. Se veía fácilmente que era más despierto.
—Se me ha ocurrido, Vasia, hacer un viaje por la santa Rusia con Pavel Ivanovich. Tal vez de ese modo consiga disipar mi hipocondría.
—¿Cómo lo has decidido así, tan de repente? —preguntó Vasili con inquietud, y estuvo a punto de añadir: «Y encima, con un hombre al que acabas de conocer y que quizá no sea más que un indeseable».
Dominado por la desconfianza, miró de reojo a Chichikov, pero pudo comprobar que su corrección era irreprochable.
Se dirigieron a la derecha, hacia el portón. El patio era de tipo antiguo, igual que la casa, como ahora no se edifican, con sus aleros bajo el alto tejado. Dos grandes tilos, que crecían en el centro del patio, cubrían con su sombra una considerable parte del espacio libre. Al pie de los árboles se veían una multitud de bancos de madera. Las lilas y los cerezos silvestres circundaban el patio como un collar de cuentas, ocultando totalmente la verja con sus hojas y flores.
La mansión señorial aparecía completamente cubierta de verde; sólo las puertas y las ventanas asomaban graciosamente por entre el verde ramaje. Entre los troncos de los árboles, tiesos como flechas, se veían las cocinas, las bodegas y las despensas. Todo se hallaba en pleno bosquecillo. Los ruiseñores alborotaban por todas partes con sus trinos. El alma se sentía presa de una agradable sensación de paz y quietud. Todo traía a la memoria los tiempos de indolente despreocupación en que la vida era tranquila y las cosas, sencillas y sin complicaciones.
Vasili invitó a Chichikov a tomar asiento, cosa que hicieron los tres en los bancos, a la sombra de los tilos.
Un muchacho cerca de los diecisiete años, vestido con una bonita camisa de color rosa, trajo y puso ante ellos diversas jarras con levas de fruta de diferentes colores y especies, ya densos como el aceite, ya espumosos como la limonada gaseosa. Una vez hecho esto, cogió la azada, que había colocado junto a un tilo, y se encaminó hacia el huerto.
Los hermanos Platonov, al igual que su cuñado Kostanzhoglo, carecían de sirvientes propiamente dichos. Todos trabajaban en el huerto, o mejor dicho, todos eran criados, aunque las funciones de tal las ejercían por turno. Vasili opinaba que los criados no constituyen un estamento: cualquiera podía atender las necesidades del servicio, sin que para ello se precisaran gentes especialmente adiestradas. El ruso, decía, es bueno y diligente hasta el momento en que deja de vestir la ropa del mujik, pero en seguida que se viste con la levita alemana, se vuelve holgazán y torpe, no se muda de camisa, deja de acudir al baño, duerme con la levita puesta y cría, debajo de esa levita alemana, infinidad de pulgas y chinches. Y quizá tuviera su parte de razón. La gente de la aldea iba vestida con particular elegancia; las cofias de las mujeres lucía adornos de oro y las mangas de sus blusas hacían evocar las cenefas de los chales turcos.
—Éstos son los kvas de nuestra casa que de tanta fama disfrutan —dijo Vasili.
Chichikov se sirvió un vaso de la primera jarra: era idéntico al hidromiel que en tiempos pasados había bebido en Polonia. Era espumoso como el champaña y el gas le cosquilleó de modo muy grato al pasar de la boca a la nariz.
—¡Es néctar! —exclamó.
Se sirvió un vaso de otra jarra y era aún mejor.
—La primera de las bebidas —dijo—. Puedo asegurar que en casa de su distinguido cuñado Konstantin Fiodorovich bebí un licor insuperable, y que ahora, en la casa de ustedes, bebo un kvas igualmente maravilloso.
—El licor procede también de nuestra cosecha; mi hermana se llevó la receta. Mi madre era ucraniana, nació cerca de Poltava. Ahora nadie es capaz de llevar por sí mismo los asuntos de la casa. ¿Hacia qué parte y a qué lugares —continuó— piensan dirigirse?
—Yo viajo —repuso Chichikov mientras se balanceaba suavemente en el banco y se pasaba la mano por las rodillas— no tanto por necesidad propia como por cuenta de otro. El general Betrischev, íntimo amigo mío y, por así decirlo, mi bienhechor, me rogó que fuera a visitar a sus parientes. Los parientes son los parientes, ya se sabe, pero, en cierto modo, podría decir que viajo por cuenta propia: ya que, dejando aparte el beneficio que para mi salud representa, ver el mundo y tratar gente es ya de por sí un libro abierto y una segunda ciencia.
Vasili se quedó pensativo. «Este hombre se expresa de una forma algo rebuscada, pero lo que dice es verdad», pensó. Durante un buen rato permaneció en silencio y al fin dijo dirigiéndose a su hermano:
—Comienzo a pensar, Platón, que el viaje contribuirá a reanimarte. Lo único que te ocurre es que tienes el alma adormecida. Te has quedado dormido, y no por cansancio o aburrimiento, sino por falta de impresiones y sensaciones nuevas. A mí me sucede completamente al revés. Mi mayor deseo sería no sentir tan vivamente y no tomar tan a pecho cualquier cosa que ocurra.
—Buenas ganas de tomar las cosas tan a pecho —dijo Platón—. Te buscas motivos de preocupación o tú mismo los inventas.
—No es preciso inventarlos cuando a cada momento aparecen contrariedades —dijo Vasili—. ¿Sabes la mala jugada que nos ha hecho Lenitsin cuando tú te hallabas ausente? Se ha apoderado de las tierras baldías. Es un terreno que yo no cedería a ningún precio. Mis mujiks celebran allí sus fiestas durante la semana siguiente a las Pascuas; a esas tierras van unidos infinidad de recuerdos de la aldea. Y para mí la costumbre es algo sagrado, por lo que estoy dispuesto a sacrificar lo que sea.
—Lo ignoraría, por eso se habrá apoderado de aquellas tierras —observó Platón—. Es un hombre nuevo en la comarca, ha llegado recientemente de San Petersburgo. Será menester hablarle y explicárselo.
—Está perfectamente enterado de ello. Envié a que se lo dijeran, pero él respondió una grosería.
—Tenías que haberte llegado tú mismo y aclarárselo. Ve y habla con él.
—No, ya se está dando demasiada importancia. No acudiré. Ve tú si lo deseas.
—Iría, pero yo no estoy al corriente de los asuntos… Me engañaría.
—Si a usted le parece bien —intervino Chichikov—, puedo ir yo mismo. Dígame de qué se trata.
Vasili le miró fijamente y pensó: «¡Pues sí que le gustan los viajes!».
—Explíqueme solamente qué clase de hombre es y de qué se trata —dijo Chichikov.
—Me es violento encomendarle una misión tan poco grata. Como persona pienso que es un guiñapo. Es un hidalgueño de nuestra provincia que hizo su carrera en San Petersburgo, donde contrajo matrimonio con una hija natural de no sé quién. Ahora presume, quiere dar el tono. Pero nosotros no somos tan simples: nos negamos a aceptar la moda como una ley, y tampoco creemos que San Petersburgo sea un templo.
—Es verdad —dijo Chichikov—. ¿Y qué asunto es éste?
—Verá. Lo cierto es que tiene necesidad de tierras. Si hubiera actuado de otra forma, yo mismo le habría cedido algo gratis en otra parte, pero no esas tierras baldías. Y ahora, con lo orgulloso que es, pensará…
—A mi entender, lo mejor sería explicarse con él. Quizá esta cuestión pueda arreglarse por las buenas. Hasta ahora nadie se ha arrepentido de confiarme un asunto. El general Betrischev…
—Pero me es violento enviarle a hablar con un sujeto como ése… (Lo que sigue aquí se ha perdido. En la primera edición de la segunda parte de Almas muertas figura esta nota: «Acto seguido trata, seguramente, de cómo Chichikov marcha a visitar a Lenitsin.»).
—… y cuidando sobre todo de que se mantenga el secreto —dijo Chichikov—, dado que el escándalo resulta tanto o más perjudicial que el propio delito.
—En efecto, en efecto —asintió Lenitsin al tiempo que ladeaba por completo la cabeza.
—¡Qué agradable resulta tropezarse con personas que piensan de la misma manera que uno! —exclamó Chichikov—. Yo tengo también un asunto que al mismo tiempo es legal e ilegal. Aparentemente es ilegal, pero en el fondo es legal. Necesito un préstamo y no quiero hacer que nadie corra el riesgo de pagar dos rublos por cada siervo vivo. Si fracasara, cosa que Dios no permita, le sería desagradable al propietario. Por eso se me ha ocurrido la idea de recurrir a los fugitivos y a los muertos que todavía constan en el Registro. Así, de una vez, hago una obra cristiana y libro al infortunado propietario de la obligación de pagar las cargas correspondientes. Sólo que entre nosotros firmaremos un contrato de compraventa, como si fueran vivos.
«Todo esto es un negocio muy extraño», se dijo Lenitsin separando un poco la silla.
—El asunto, no obstante… es de tal naturaleza… —comenzó.
—No habrá ningún escándalo porque quedará en secreto —afirmó Chichikov—, y por otra parte, todo queda entre caballeros.
—No obstante, a pesar de todo… se trata de un asunto…
—No habrá ningún escándalo —aseguró rotundamente Chichikov—. Es un asunto como el que acabamos de ver: entre caballeros de cierta edad y supongo que de buena condición; además, quedará en secreto.
Y al decir esto, le miró abierta y francamente a los ojos.
Por muy astuto que fuera Lenitsin y por muy ducho que estuviera en los asuntos de la Administración, se quedó atónito y sin saber qué hacer, tanto más que, paradójicamente, había caído preso en sus propias redes. Era incapaz de cometer una injusticia y se resistía a hacer nada injusto, aunque fuera en secreto.
«¡Extraño lance! —pensó—. ¡Para que uno entable íntima amistad incluso con la gente de bien! ¡Es todo un problema!».
Pero el destino y las circunstancias parecían haberse confabulado para favorecer a Chichikov. Como para ayudar a resolver tan peregrino y difícil asunto, penetró en la estancia la joven dueña de la casa, la mujer de Lenitsin, pálida, bajita y flacucha, pero vestida a la moda de San Petersburgo y muy aficionada a las personas comme il faut[59]. Detrás de ella, en brazos de la niñera, entró el primogénito, fruto del dulce amor de los jóvenes esposos. La soltura con que se aproximó a ella y la inclinación que Chichikov supo dar a su cabeza cautivaron por entero a la dama petersburguesa, y acto seguido al niño.
Éste comenzó por romper a llorar, pero las palabras «ajo, ajo, guapo», el castañeteo de los dedos y el atractivo del dije de cornalina del reloj de Chichikov lograron atraerlo a sus brazos. Chichikov procedió a levantarlo hasta el mismo techo, haciendo que el pequeño sonriera agradablemente, cosa que produjo una gran alegría a los padres. Pero, bien como resultado de la inesperada satisfacción, bien por cualquier otra causa, el caso es que el pequeño cometió una inconveniencia.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó la mujer de Lenitsin—. ¡Le ha ensuciado a usted el frac!
Chichikov miró: la manga de su frac nuevo aparecía totalmente sucia. «¡Ojalá te lleve el demonio, diablejo!», pensó extraordinariamente irritado.
El dueño, la dueña de la casa y la niñera se precipitaron en busca de agua de colonia. Por todos lados se presentó gente dispuesta a secar el frac.
—No es nada, no ha pasado nada —exclamaba Chichikov intentando comunicar a su cara, en la medida de lo posible, una expresión alegre—. ¿Es que puede ensuciar algo un niño a su feliz edad? —repetía, al mismo tiempo que pensaba: «¡El muy animal! ¡Ojalá se lo traguen los lobos! ¡Pues no tiene mala puntería el maldito granujilla!».
Esta insignificante circunstancia pareció inclinar decididamente al propietario en favor del asunto expuesto por Chichikov. ¿Cómo negar nada a un individuo que había prodigado tan inocentes caricias al pequeño y que había sacrificado su frac con tanta generosidad?
A fin de no dar mal ejemplo, resolvieron arreglar el asunto en secreto, dado que el escándalo resultaba tanto o más perjudicial que el mismo asunto.
—Permítame pagarle el favor con otro favor. Me ofrezco a ser intermediario en el asunto que tiene pendiente con los hermanos Platonov. Usted necesita tierra, ¿no es verdad[60]?.