«Si el coronel Koshkariov está realmente loco, no me vendría nada mal», pensó Chichikov al encontrarse nuevamente entre los campos y espacios abiertos, cuando todo había desaparecido y sólo quedaba el firmamento con dos nubes a un lado.
—Tú, Selifán, ¿te has enterado bien de cómo llegar hasta la casa del coronel Koshkariov?
—Ya pudo usted ver, Pavel Ivanovich, que estuve todo el tiempo arreglando el coche, de modo que no me fue posible. Petrushka se lo preguntó al cochero.
—¡Eres un imbécil! ¡Ya te he dicho muchas veces que de Petrushka no puede uno fiarse! Petrushka es un animal, Petrushka es un bruto. Y ahora no me cabe duda de que estará borracho.
—No es nada difícil —dijo Petrushka volviéndose a medias y mirando de reojo—. Sólo se tiene que bajar la cuesta y después seguir por el prado.
—Y tú, ¿no has tomado nada más que aguardiente? ¡Estás tu fresco! Podría creerse que has asombrado a toda Europa con tu belleza.
Y tras estas palabras, se rascó el mentón y pensó:
«¡Qué diferencia existe, no obstante, entre un ciudadano instruido y la fisonomía de un torpe criado!».
Mientras tanto, el carruaje comenzó a bajar la pendiente. Otra vez se abrieron ante ellos los prados y las llanuras salpicadas de pequeños bosquecillos de pinos. Mecido por las ligeras ballestas, el vehículo continuó bajando por la suave cuesta, siguió por los prados, pasó por delante de los molinos, cruzó con gran estruendo los puentes y avanzó con pequeñas sacudidas por el blando suelo de las tierras bajas. ¡Ni el menor bache repercutía en sus lados! Viajar en aquel carruaje era una auténtica delicia. En la lejanía divisaron unos arenales. Pasaron raudos unos matojos, entre finos olmos y plateados álamos, y sus ramas azotaban a Selifán y Petrushka, que iban en el pescante. A cada momento éste perdía su gorro. El severo criado saltaba del pescante, mientras maldecía al estúpido árbol y a su señor, que le había obligado a ir en la delantera pero en modo alguno quería atárselo, ni siquiera sujetarlo con la mano, esperando siempre que sería la última vez y que eso no se repetiría de nuevo. Poco después aparecieron los abedules, y más adelante los abetos. El suelo estaba cubierto de hierba del amarillo tulipán silvestre y del azulino acero. Las impenetrables tinieblas del bosque resultaban por momentos más densas y parecía que se fueran a convertir en noche.
Pero de pronto, aquí y allá, unos resplandores llegaron hasta ellos como brillantes espejos. Los árboles fueron aclarándose, los resplandores disminuyeron y ante sus ojos apareció una laguna, una llanura de agua de cuatro verstas más o menos de anchura. En la otra orilla, junto al lago, se alzaban las grises cabañas de una aldea. Se oyeron gritos. Aproximadamente una veintena de hombres, unos con el agua hasta la cintura, otros hasta los hombros y algunos hasta el cuello, estaban arrastrando una red hacia la otra orilla. Había tenido lugar un curioso percance: en la red se había enredado cierto individuo rechoncho, tan ancho como alto, que ofrecía el aspecto de una sandía o un tonel. No lograba soltarse de ningún modo y gritaba:
—¡Tú, Denis, pásaselo a Kozmá! ¡Y tú, Kozmá, dale el cabo a Denis! ¡Eh, Fomá el Grande, no tires tanto! ¡Ve a ayudar a Fomá el Pequeño! ¡Demonio! ¡Os digo que romperéis la red!
Al parecer, la sandía no sentía temor alguno por su propia persona: debido a su obesidad, no podía irse al fondo, y por más que hubiera intentado sumergirse, el agua lo habría sacado siempre a flote. Y aunque se hubieran subido dos a su hombros, él, como una terca vejiga, se habría sostenido en la superficie con su carga; como máximo, se habría lamentado un poco y habría echado burbujas por la nariz. Lo que sí temía era que se rompiese la red y huyeran los peces, y por esta razón, unidos a los demás, tiraban de él desde la orilla varios hombres, que le habían arrojado unas cuerdas.
—Seguramente será el señor, el coronel Koshkariov —dijo Selifán.
—¿Por qué?
—Porque su piel es más blanca que la de los demás y porque posee una respetable gordura, como corresponde a un señor.
Mientras tanto, habían conseguido ya acercar a la orilla al señor envuelto en la red. Dándose cuenta de que hacía pie, se incorporó y en aquel momento divisó el vehículo que bajaba de la presa, y a Chichikov, que iba montado en él.
—¿Ha comido? —exclamó el señor llegándose a la orilla con un pez en la mano y envuelto totalmente en la red de igual manera que, en el verano, los brazos de las señoras aparecen cubiertos por los guantes calados. Una de sus manos hacía de visera, para protegerse del sol, y la otra la mantenía más abajo, al modo de la Venus de Médicis saliendo del baño.
—No —repuso Chichikov al tiempo que se descubría y saludaba desde el carruaje.
—En ese caso ya puede dar gracias a Dios.
—¿Por qué? —preguntó Chichikov con curiosidad, manteniendo el sombrero sobre la cabeza.
—Verá… Fomá el Pequeño, deja la red y ve a sacar el esturión que hay en la tina. Y tú, Kozmá, llégate a echarle una mano.
Ambos pescadores sacaron de la tina la cabeza de un auténtico monstruo.
—¡En verdad que es un príncipe! ¡Ha venido del río! —gritó el obeso señor—. ¡Vaya a casa! ¡Tú, cochero, sigue el camino de abajo, el que cruza el huerto! ¡Fomá el Grande, corre a abrir la valla! Él le acompañará, yo iré en seguida.
Fomá el Grande, un mujik zanquilargo; descalzo y tal como estaba, sin llevar otra ropa que la camisa, precedió corriendo al vehículo a lo largo de toda la aldea, en la que frente a cada casa aparecían colgadas redes y nasas, ya que absolutamente todos los campesinos eran pescadores; después retiró una valla de uno de los huertos y el carruaje continuó hasta la plaza, cerca de una iglesia de madera detrás de la cual se divisaban los tejados de las dependencias.
«Este Koshkariov es un personaje un tanto extraño», se dijo Chichikov.
—¡Aquí estoy! —resonó una voz junto a él.
Chichikov se volvió. El señor se hallaba ya a su lado, vestido con una levita de color verde hierba y pantalones amarillos, pero sin corbata. ¡Verdaderamente un Cupido! A pesar de que iba sentado de lado en su coche, ocupaba todo el asiento. El gordo quería decirle algo, pero ya había desaparecido. Otra vez resonaron las voces: «¡Fomá el Grande y Fomá el Pequeño! ¡Kozmá, Denis!».
Cuando Chichikov llegó al portal de la casa, con gran sorpresa suya el señor obeso se encontraba ya allí y lo acogía en sus brazos. Era imposible comprender cómo había podido volar hasta tal extremo. Se besaron tres veces, siguiendo la vieja costumbre rusa: el señor estaba chapado a la antigua.
—Le traigo saludos de Su Excelencia —le dijo Chichikov.
—¿De qué Excelencia habla?
—De su pariente el general Alexandr Dmitrievich.
—¿Quién es Alexandr Dmitrievich?
—El general Betrischev —contestó Chichikov, atónito.
—No sé quién es —dijo, también atónito, el dueño de la casa.
Chichikov se quedó aún más sorprendido.
—¿Cómo es posible…? Cuando menos, supongo que tengo el honor de hablar con el coronel Koshkariov…
—No, no lo suponga. No ha llegado a su casa, sino a la mía. Me llamo Piotr Petrovich Petuj. ¡Petuj, Piotr Petrovich! —recalcó el señor.
Chichikov se quedó como fulminado por un rayo.
—¿Cómo es posible? —se volvió hacia Selifán y Petrushka, que también estaban con la boca abierta y los ojos desmesuradamente abiertos, el uno en el pescante y el otro junto a la portezuela del carruaje—. ¿Qué habéis hecho, imbéciles? Os tenía dicho que nos dirigíamos a casa del coronel Koshkariov… Y este señor es Piotr Petrovich Petuj…
—¡Habéis hecho muy bien, muchachos! Encaminaos hacia la cocina y allí os darán unos tragos de vodka —dijo Piotr Petrovich Petuj—. Desenganchad y después id al cuarto de los criados.
—Estoy avergonzado. Ha sido una equivocación tan inesperada… —se excusó Chichikov.
—No ha sido ninguna equivocación. Primeramente pruebe la comida y luego me dirá si ha sido una equivocación. Hágame el favor —dijo Petuj cogiendo a Chichikov del brazo y haciéndole pasar a las habitaciones interiores.
Dos muchachos que llevaban levitas de verano —los dos delgados como juncos, que le traían una vara al padre— acudieron a su encuentro.
—Son mis hijos, están estudiando en el gimnasio. Ahora han venido a pasar las vacaciones… Tú, Nikolasha, quédate aquí con el señor. Y tú, Alexasha, acompáñame —dijo el dueño de la casa, quien a continuación desapareció.
Chichikov se entretuvo charlando con Nikolasha, quien a juzgar por las apariencias, prometía ser una nulidad. Sin más ni más se puso a contarle a Chichikov que no valía la pena estudiar en el gimnasio provincial, que su hermano y él querían marchar a San Petersburgo, pues la vida de provincias no valía la pena…
«Comprendo —se dijo Chichikov para sus adentros—, todo terminará en pastelerías y bulevares».
—¿Y en qué estado —prosiguió en voz alta— se halla la hacienda de su padre?
—Está hipotecada —contestó el padre mismo, volviendo a entrar en el salón—, hipotecada.
«Malo —pensó Chichikov—. Si las cosas continúan así, a no tardar no habrá ni una sola hacienda que no esté hipotecada. ¡Es preciso darse prisa!».
—No obstante —dijo con cara de circunstancias—, no tenía que haberse dado prisa en hipotecarla.
—Da igual —repuso Petuj—. Dicen que es ventajoso. Todos lo hacen. ¿Cómo voy yo a quedarme atrás? Por otra parte, siempre he vivido aquí. Ahora me gustaría probar la vida de Moscú. Mis hijos también me animan, quieren gozar de la cultura de la capital.
«Es un necio, un necio —se dijo Chichikov—. Malgastará su fortuna y convertirá a sus hijos en unos derrochadores. A primera vista, a los mujiks les interesa y a ellos también. Pero en seguida que hayan comenzado a ilustrarse en restaurantes y teatros, todo se irá al diablo. Más te valdría, pedazo de animal, quedarte a vivir en el campo».
—Ya sé qué es lo que está usted pensando —dijo Petuj.
—¿Qué?
—Está pensando: «Este imbécil de Petuj me invita a comer y la comida no aparece por ninguna parte». Ya llegará, querido. En menos tiempo que una moza rapada necesita para hacerse las trenzas, estará dispuesta.
—¡Padre, por ahí llega Platón Mijailovich! —exclamó Alexasha mirando por la ventana.
—Viene montando un caballo bayo —añadió Nikolasha, quien también se había acercado a la ventana.
—¿Dónde está, dónde está…? —preguntó Petuj uniéndose a ellos.
—¿Quién es Platón Mijailovich? —preguntó Chichikov dirigiéndose a Alexasha.
—Es un vecino nuestro, Platón Mijailovich Platonov, un hombre magnífico, una persona estupenda —repuso el propio Petuj.
Mientras tanto, en la estancia entró el mismo Platonov; se trataba de un hombre bien plantado, de rasgos agradables, cabellos rizados de color rubio claro y ojos oscuros. Detrás de él, armando ruido con su collar de cobre, se introdujo en la estancia un enorme perro que atendía por «Yarb».
—¿Ha comido? —le preguntó el anfitrión.
—Sí.
—¿Acaso viene a burlarse de mí? ¿Para qué lo quiero aquí si ya ha comido?
El recién llegado sonrió con ironía y dijo:
—Tranquilícese, no he probado bocado. No tengo el menor apetito.
—¡Si hubiera visto lo que acabamos de pescar! ¡Un esturión enorme! ¡Y qué carpas! ¡Y qué carasinos[56]!
—Lo ve uno siempre tan animado que incluso molesta escucharle.
—¿Y por qué he de estar triste? —preguntó el dueño de la casa.
—¿Que por qué ha de estar triste? Porque todo resulta aburrido.
—Eso se debe a que apenas come. Intente llenarse el estómago. En estos últimos tiempos se ha inventado el aburrimiento. Antes nadie se aburría.
—¡Ya está bien de presumir! ¿Acaso usted no se aburre nunca?
—¡Nunca! No sé lo que es tedio, ni tampoco me queda tiempo para aburrirme. Cuando me levanto por la mañana ya me está aguardando el cocinero y es preciso encargar la comida. El té, el administrador, la pesca, la comida. Después de comer, apenas he tenido tiempo de dar una cabezada, cuando otra vez se presenta el cocinero y tengo que encargar la cena. ¿Cómo me va a quedar tiempo para aburrirme?
En el transcurso de esta conversación, Chichikov estuvo mirando al recién llegado, asombrándose de la perfección, de su buena figura, de la fragancia de su juventud bien conservada, de la lozanía de su tez, que no aparecía afeada por el más pequeño grano. Ni las pasiones, ni los pesares, ni nada que se pareciera a las preocupaciones e inquietudes, habían osado marcar su huella en aquel rostro virgen ni dejar en él la más leve arruga, aunque tampoco le habían infundido vida. Estaba como adormilado, a pesar de la sonrisa que muy de cuando en cuando lo animaba.
—Yo tampoco, permítame usted que se lo diga —intervino Chichikov—, logro comprender cómo se puede aburrir con una presencia como la suya. Claro que si hay poco dinero o enemigos capaces de atentar incluso contra la propia vida de uno…
—Puede tener la seguridad —le interrumpió el apuesto visitante— de que algunas veces, para variar, me gustaría tener alguna preocupación. ¡Si por lo menos alguien me hiciera enojarme! Pero ni siquiera eso. Me aburro, y eso es todo.
—¿Quiere esto significar que posee usted pocas tierras, pocos campesinos?
—En modo alguno. Entre mi hermano y yo tenemos diez mil desiatinas y más de mil siervos.
—Es extraño, no lo comprendo. ¿Ha habido malas cosechas? ¿Enfermedades tal vez? ¿Han fallecido muchos siervos?
—Todo lo contrario. Las cosas no pueden ir mejor de lo que van, y mi hermano lleva los asuntos de la hacienda del mejor modo posible.
—¡Y dice usted que se aburre! No lo entiendo —dijo Chichikov encogiéndose de hombros.
—Ahora pondremos fin al tedio —terció el dueño de la casa—. Alexasha, llégate en un momento a la cocina y di que traigan inmediatamente unos pastelillos. ¿Dónde están el babieca de Emelián y el granuja de Antosha? ¿Por qué no sirven aún los aperitivos?
La puerta se abrió en aquel momento y aparecieron el babieca de Emelián y el granuja de Antosha con sus servilletas al brazo; se apresuraron ambos a poner la mesa, que se vio ocupada por una bandeja y seis jarros llenos de licores de variada coloración. Acto seguido, alrededor de la bandeja y los jarros se formó un collar de platos con todo género de estimulantes entremeses. Los criados se movían con gran agilidad, trayendo constantemente nuevos platos cubiertos, en cuyo interior se oía el crepitar del aceite.
El babieca de Emelián y el granuja de Antosha cumplían a la perfección su cometido. Si se les llamaba de este modo era sólo a fin de que les sirviera de estímulo. El señor era un bonachón incapaz de decir a nadie nada injurioso. Pero el ruso gusta de agregar un grano de pimienta a la frase. Le resulta imprescindible, al igual que la copa de vodka, para facilitar la digestión. ¡Qué le vamos a hacer! Es así, le disgustan las cosas insípidas.
Después de los aperitivos se sirvió la comida, en la que el buenazo del anfitrión se convirtió en un auténtico bandolero. En cuanto veía en un plato un pedazo solo, servía otro, diciendo:
—Sin pareja, ni el hombre ni el ave pueden vivir.
Al que tenía dos, le añadía un tercero, exclamando:
—¿Qué número es el dos? Dios ama la Trinidad.
El invitado comía tres, y él aún insistía:
—¿Dónde se ha visto un carro con sólo tres ruedas? ¿Quién levanta una cabaña de tres esquinas?
Asimismo tenía su dicho para el cuatro y para el cinco. Chichikov se había visto obligado a aceptar como una docena de tajadas de cierto plato y creía que el anfitrión le iba ya a dejar tranquilo. Pero no fue así: sin pronunciar palabra le colocó en el plato un trozo de espinazo de una ternera que acababa de salir del asador, con riñones y todo. Pero ¡qué ternera!
—Durante dos años la estuve criando con leche —dijo el anfitrión—. La he cuidado como si se tratara de un hijo.
—No puedo más —exclamó Chichikov.
—Pruebe usted y después me dirá si puede.
—Ya no me cabe, no me queda sitio.
—Tampoco quedaba sitio en la iglesia, pero se presentó el corregidor y se lo hicieron. Ya había tales apreturas que no cabía ni un alfiler. Usted pruebe, este pedazo es el corregidor.
Probó Chichikov y, efectivamente, el pedazo resultó ser parecido al corregidor. Se hizo un sitio para él a pesar de que parecía que le sería imposible entrar. «¿Cómo va a ir un hombre así a San Petersburgo o a Moscú? ¡Con ese carácter tan hospitalario en menos de tres años se habría arruinado!».
Pero Chichikov ignoraba que en ese punto se ha llegado a tal grado de perfección que no ya en tres años, sino en tres meses, y sin necesidad de que sea hospitalario, se puede derrochar una fortuna.
También cuidaba de que constantemente estuvieran llenas las copas de sus invitados. Lo que éstos no bebían, se lo daba a Alexasha y Nikolasha, quienes, sin que fueran precisos grandes estímulos, vaciaban una copa tras otra. Era fácil adivinar a qué parte del saber humano dedicarían su atención en cuanto llegaran a la capital.
Los huéspedes no podían más: no sin esfuerzo se trasladaron al balcón y no sin trabajo consiguieron instalarse en unos sillones. El anfitrión ocupó el suyo, cuyo asiento parecía destinado a cuatro personas, e inmediatamente se quedó dormido. Su humanidad, transformada en un fuelle de fragua, empezó a emitir por la nariz y por la boca tales sonidos como difícilmente podría imaginarse un compositor moderno: aquello era una combinación de tambor, de flauta, y de un ronco zumbido, y de un ladrar de perros.
—¡Pues vaya manera de silbar! —exclamó Platonov.
Chichikov se puso a reír.
—Se comprende que comiendo de este modo no quede tiempo para aburrirse. Se duerme uno en seguida. ¿No es cierto?
—Sí. Pero, a pesar de todo, y usted me disculpará, no logro comprender cómo puede uno aburrirse. Contra el tedio hay un buen número de recursos.
—Usted dirá.
—¿Acaso le pueden faltar recursos a un hombre joven? Puede bailar, tocar cualquier instrumento… incluso puede casarse.
—¿Con quién?
—¿Es que no hay en los alrededores jóvenes ricas y bonitas?
—No.
—Entonces sería preciso buscar en otros lugares, viajar… —y una feliz idea iluminó de repente a Chichikov—. ¡Ahí tiene un magnífico recurso! —exclamó mirando fijamente a Platonov.
—¿Cuál?
—Viajar.
—¿Y adónde podría ir?
—Si no tiene otra cosa que hacer, venga conmigo —dijo Chichikov al mismo tiempo que pensaba, mirando a los ojos a Platonov: «Eso no estaría nada mal. Le haría correr con la mitad de los gastos y el arreglo del coche lo cargaría a su cuenta».
—¿A qué lugar se dirige?
—Por ahora, más que para cuidar de mis propios asuntos, viajo para atender los ajenos. El general Betrischev, amigo íntimo y se puede decir que mi bienhechor, me rogó que fuera a visitar a sus parientes… Claro que los parientes son los parientes, pero, en cierto modo, esto no carece de interés para mí: de este modo veo mundo, conozco gente, y todo esto, se diga lo que se diga, es como un libro vivo, una segunda ciencia.
Y a la vez que así hablaba, Chichikov iba pensando: «En verdad que sería una gran cosa. Hasta podría cargarle todos los gastos, e incluso realizar el viaje con sus caballos, mientras los míos se quedaban en su aldea engordando».
«¿Por qué no darme una vuelta por ahí? —pensaba entretanto Platonov—. En casa nada tengo que hacer, mi hermano se encarga de llevar los asuntos de la hacienda. Mi ausencia no dará lugar, pues, a ningún trastorno. ¿Por qué no dar una vuelta?».
—¿Y aceptaría usted —añadió en voz alta— venir a pasar dos días en mi casa, con mi hermano? De no ser así, él no dará su consentimiento.
—Encantado. Aunque fueran tres.
—¡En este caso, hecho! ¡Marchémonos ya! —exclamó Platonov animándose.
Y procedieron a darse un apretón de manos para sellar el acuerdo.
—¿Adónde van? ¿Adónde van? —gritó el anfitrión, despertándose y clavando en ellos los ojos—. ¡En modo alguno, señores! He dado orden de que quiten las ruedas del coche, y su caballo, Platón Mijailovich, se lo han llevado a quince verstas de aquí. Se quedará esta noche en mi casa y mañana, después de haber almorzado, podrán ustedes marcharse.
¿Qué otra cosa podían hacer si Petuj era así? No les tocó más remedio que quedarse. Como compensación, pasaron una tarde en extremo agradable. Su anfitrión organizó un paseo por el lago. Doce remeros, con veinticuatro remos, les condujeron entre canciones por entre la superficie de cristal del lago. De él salieron al río, que corría anchuroso entre unas orillas de ligera pendiente. A cada momento pasaban bajo los cables tendidos para la pesca. Las aguas parecían estar inmóviles. El paisaje, mudo, cambiaba ante sus ojos, y un bosque tras otro atraían sus miradas. Los remeros, manejando todos a un tiempo los veinticuatro remos, hacían deslizarse la barca como un veloz pájaro por el inmóvil cristal de la superficie.
Uno de los remeros, un muchacho de anchas espaldas, el tercero contando a partir del timón, entonaba con voz límpida y sonora, como si brotara de la garganta de un ruiseñor, el principio de cada canción. Seguían cinco, después seis, y la canción fluía tan ilimitada como la propia Rusia. Petuj vibraba de la cabeza a los pies y se agregaba al coro, reforzándolo cuando éste se debilitaba, y hasta el propio Chichikov se sentía ruso. Sólo Platonov pensaba: «¿Qué hay de agradable en esta triste canción? Aún se siente uno más taciturno».
Volvieron cuando ya estaba anocheciendo. En la semioscuridad, los remos batían el agua, en la que el cielo ya no aparecía reflejado. Era noche cerrada cuando atracaron en la orilla, en la que se veían algunas hogueras. Sobre enormes trébedes[57] se preparaba una sopa de pescado recién cogido. Todos se habían marchado a sus viviendas; los animales y las aves habían sido ya encerrados, el polvo que antes levantara se había posado y la gente encargada de cuidar de ellos se hallaba en el portón, esperando los jarros de leche y que se les invitara a probar la sopa de pescado. En la oscuridad se oía el leve rumor de voces, y los ladridos de los perros llegaban desde las vecinas aldeas.
La luna había salido y comenzaba a iluminar los oscuros contornos; por último todo quedó bañado de luz. ¡Qué maravillosos cuadros! Pero nadie estaba para admirarlos. Nikolasha y Alexasha, en lugar de pasar frente a ellos a caballo en sus potros, compitiendo en rapidez, pensaban en Moscú, en las pastelerías y en los teatros de que les había hablado un cadete procedente de la capital. Su padre pensaba en lo que daría de comer a sus invitados. Platonov bostezaba. Chichikov era el más animado de todos. «Sí, realmente —se decía para sus adentros—, con el tiempo también yo llegaré a ser propietario de una aldea». Y se imaginó a su futura mujercita y a los pequeños Chichikov.
La cena representó otro hartazgo. Cuando Pavel Ivanovich entró en el aposento que le habían destinado y se acostó, pensaba, mientras su mano se deslizaba sobre el vientre: «Parece un tambor. Ningún corregidor lograría ahora entrar aquí». Daba la casualidad de que al otro lado de la pared se hallaba el despacho del propietario. El tabique era delgado y podía oírse todo cuanto se hablaba en la otra estancia. El dueño de la casa estaba encargando al cocinero lo que él llamaba almuerzo y que en realidad era una comida con todas las de la ley. ¡Y cómo lo encargaba! ¡Era como para despertar el apetito a un muerto!
—La empanada tienes que hacerla cuadrada —decía relamiéndose de gusto—. En una parte deberás poner barbos y lomo seco de esturión; en la otra, setas, gachas de alforfón, cebollas; y requesón dulce, sesos, y alguna otra cosa, ya sabes lo que quiero decirte… Haz de modo que se tueste bien por un lado y que por el otro esté muy poco cocida, que la masa quede bien empapada y que no se rompa, que se derrita en la boca como la nieve sin que uno se dé cuenta.
Y mientras esto decía, Petuj chascaba la lengua y se relamía de gusto.
«¡Diablos, no me dejará dormir!», pensó Chichikov, y se envolvió la cabeza en la manta a fin de no oír nada. Pero continuó oyendo:
—Alrededor del esturión deberás poner remolacha cortada en forma de estrellas, zanahorias, guisantes, nabos, tú mismo sabes, pero que haya guarnición en abundancia. Y en el estómago del cerdo pondrás hielo, para que quede bien hinchado.
Petuj no dejaba de encargar nuevos platos. Sólo se oía: «Cuece esto, asa lo otro, deja que suba bien». Cuando Chichikov se quedó dormido estaba hablando del pavo.
Al día siguiente, los huéspedes se dieron tal atracón, que Platonov ya no fue capaz de montar a caballo. Al potro lo enviaron con el mozo de cuadra de Petuj, mientras que ellos tomaban asiento en el coche. El perro fue detrás lentamente: también él se había dado un buen atracón.
—Esto pasa de toda medida —dijo Chichikov cuando ya se encontraban fuera del patio.
—Lo que me indigna es que no se aburre —confesó Platonov.
«Si yo disfrutara de una renta de setenta mil rublos —se dijo Chichikov para sus adentros—, no sabría lo que es el tedio. Sin ir más lejos, ahí está el contratista Murazov, se dice pronto, con diez millones… ¡Menudo dineral!».
—¿Le molestaría que nos llegásemos a visitar a mi hermana y a mi cuñado? Me gustaría despedirme de ellos.
—En modo alguno, con mucho gusto —repuso Chichikov.
—Si le interesan estas cosas, le gustará conocerlo. No hay nadie que sepa llevar mejor que él los asuntos de su finca. En diez años, una hacienda que producía treinta mil rublos le rinde ahora doscientos mil.
—¡Ah! Deberá ser un hombre muy respetable. Me gustará conocer a una persona como él. ¿Cómo no? Porque… ¿cómo se llama?
—Kostanzhoglo.
—¿Y su nombre y patronímico?
—Konstantin Fiodorovich.
—Konstantin Fiodorovich Kostanzhoglo. Me complacerá muchísimo conocerlo. Se aprende mucho con una persona como él.
Platonov se encargó de guiar a Selifán, cosa realmente necesaria, pues el cochero con gran dificultad lograba mantenerse en el pescante. Petrushka se cayó del coche como un tronco en dos ocasiones de tal manera que tuvieron que atarle al pescante.
—¡Qué bruto! —repetía constantemente Chichikov.
—Mire, aquí se inician sus tierras —dijo Platonov—. Parecen totalmente distintas.
Efectivamente, todo el campo aparecía plantado de árboles iguales y más derechos que flechas; después había otros, asimismo jóvenes, aunque ya crecidos, y un bosque viejo, cuyos árboles rivalizaban en altura. A continuación seguía otra franja de espeso bosque, otra vez árboles jóvenes y de nuevo el bosque viejo. Por tres veces cruzaron, como las puertas de una muralla, aquellas zonas boscosas.
—Todo lo que ve ha crecido en unos ocho o diez años. Otro, ni siquiera en veinte lo habría logrado.
—¿Y qué ha hecho para conseguirlo?
—Pregúntale a él. Es un agricultor que no desaprovecha nada. Conoce muy bien el suelo, sabe lo que conviene en cada lugar, qué cereal se debe sembrar junto a cada árbol. Todo cumple a un mismo tiempo tres o cuatro funciones. El bosque, no sólo de madera, sino que sirve también para proporcionar en tal parte tal cantidad de humedad a los campos, para fertilizar tanto el terreno con las hojas caídas, para dar tanta sombra. Cuando en los contornos hay sequía y se echa a perder la cosecha, su cosecha es buena. Es lástima, yo no entiendo gran cosa de todo esto y no sé explicarlo, porque hace auténticos prodigios… Lo creen un brujo.
«Realmente, es un hombre admirable —pensó Chichikov—. Es una verdadera pena que el joven sea superficial y no sea capaz de explicarlo».
Por último apareció la aldea, al igual que una ciudad, mostraba sus innumerables cabañas diseminadas en tres elevaciones, a las cuales coronaban otras tantas iglesias. Por todos lados encontraban gigantescas hacinas y graneros.
«Sí —se dijo Chichikov—, es fácil ver que aquí vive un amo que sabe cómo llevar las cosas».
Las cabañas eran todas muy fuertes, las calles estaban muy bien cuidadas; cuando veían un carro, el carro era siempre sólido y nuevo; los campesinos parecían inteligentes; las vacas eran a cuál mejor; los cerdos de los mujiks ofrecían un aspecto de nobles. Se advertía que en aquellas tierras vivían unos campesinos que, como dice la canción, apaleaban plata. No había césped ni parques, a la moda de los ingleses con todos sus caprichos, sino que, a la usanza antigua, se extendía una avenida de casas de labor y de graneros hasta la misma casa del propietario, a fin de que éste pudiera ver lo que ocurría a su alrededor. El edificio era rematado por una torre desde la cual se divisaba todo lo que sucedía en un radio de quince verstas. En el portal se tropezaron con unos criados despiertos, que no tenían nada en común con el borracho Petrushka, aunque no llevaban frac, sino unos caftanes cosacos de paño azul fabricado en la casa.
La dueña de la casa salió también al portal. Se trataba de una mujer lozana, bonita, tan parecida a Platonov como una gota de agua a otra, aunque con la diferencia de que no era indolente, sino por el contrario, muy alegre y comunicativa.
—¡Hola, hermano! ¡Cuánto celebro que hayas venido! Konstantin no está ahora en casa, pero debe estar a punto de llegar.
—¿Dónde ha ido?
—Ha marchado al pueblo, tenía que arreglar cierto asunto con no sé qué compradores —repuso ella, e hizo pasar al interior a los recién llegados.
Chichikov, picado por curiosidad, examinó atentamente la mansión de aquel hombre excepcional que gozaba de una renta de doscientos mil rublos. Esperaba hallar en ella las cualidades del amo, del mismo modo que las huellas de la concha de una ostra o de un caracol permiten deducir cómo fueron la ostra y el caracol. Las estancias eran sencillas, se podría decir que estaban vacías: ni cuadros, ni frescos, ni bronces, ni flores, ni repisas con piezas de porcelana, ni siquiera libros. En resumen, todo parecía dar a entender que la vida del hombre que allí moraba no transcurría dentro de aquellas cuatro paredes, sino en el exterior, en el campo, y que las mismas ideas no eran previamente meditadas con espíritu sibarítico, al calor de la lumbre y acomodado en un buen sillón, sino que se originaban sobre el terreno, y allí mismo donde surgían eran convertidas en hechos. Lo único que Chichikov pudo observar en los aposentos fueron huellas de una hacendosa mano femenina: encima de las mesas y de las sillas había puesto unos limpios tableros de tilo, sobre los que estaban preparando pétalos de flores para ponerlos a secar.
—¿Qué porquerías son ésas, hermana? —preguntó Platonov.
—¿Porquerías dices? —repuso ella—. Es el mejor remedio contra las calenturas. Con esto logramos curar el año pasado a todos los campesinos. Esto de aquí es para hacer licores, y esto otro para dulces. Vosotros, los hombres, os reís siempre de los dulces y de las salazones, pero a la hora de la verdad bien que os agradan.
Platonov se llegó junto al piano y hojeó los cuadernos de música.
—¡Dios mío! ¡Pero qué anticuado es todo esto! —exclamó—. ¿No te da vergüenza, hermana?
—Perdona, hermano, pero no dispongo de tiempo para pensar en músicas. Tengo una hija de ocho años a la que dar clase. No encuentro bien eso de que se encargue de ella una institutriz extranjera sólo para que yo pueda tener un rato libre y dedicarlo al piano.
—¡Qué aburrida te estás volviendo, hermana! —dijo él, y se aproximó a la ventana—. ¡Vaya, ahí está! —agregó—. ¡Ya viene, ya viene!
También Chichikov se llegó a mirar. Al portal se acercaba un hombre de unos cuarenta años vestido con una levita de paño de lana de camello. Se advertía que no le preocupaba lo más mínimo su indumentaria. Cubría su cabeza con una gorra de piel de cordero. A los dos lados de él, descubiertos, marchaban dos hombres de clase inferior. Se les veía interesados en la conversación. El uno era un simple campesino y el otro un forastero con apariencia de marchante y vividor; este último iba vestido con un chaquetón siberiano de paño azul. Se detuvieron junto al portal y su conversación pudo oírse desde el interior de la casa.
—Lo mejor que podéis hacer es rescatar vuestra libertad al amo. Yo os prestaré el dinero que necesitéis y después me lo iréis pagando con vuestro trabajo.
—No, Konstantin Fiodorovich, ¿para qué tenemos que rescatar la libertad? Tómenos usted. Con usted cualquiera puede aprender. En todo el mundo no se podría hallar otro amo que entienda tan bien las cosas. Desgraciadamente, ahora nadie es capaz de resistir. Los taberneros venden unos licores que con sólo tomar una copa le ponen a uno como si se hubiera bebido un cubo de agua. Antes de que uno tenga tiempo de darse cuenta, ya se ha gastado todo lo que lleva encima. ¡Es grande la tentación! ¡El diablo rige el mundo, como lo oye! Todo se confabula para perder al campesino: el tabaco y todas esas cosas… ¿Qué puede uno hacer, Konstantin Fiodorovich? Uno no es capaz de resistir.
—Escúchame, te lo voy a explicar. Conmigo, a pesar de todo, no serás libre. Es cierto que para empezar entregaré a cada uno vaca y caballo, pero yo exijo a los campesinos más que en ninguna otra parte. En mi hacienda, lo primero y más importante es el trabajo. Ni yo me lo permito, ni permito a los demás que hagan el vago. Trabajo como un buey y otro tanto exijo de mis gentes. Sé por propia experiencia que a quien no trabaja se le ocurren toda clase de estupideces. De modo que reuníos y pensadlo todo bien.
—Ya hemos hablado todo lo que teníamos que hablar, Konstantin Fiodorovich. Los viejos también piensan como nosotros. Dígase lo que se diga, todos los campesinos suyos son ricos, y esto a algo se deberá. Incluso los sacerdotes tienen buen corazón. A los nuestros se los llevaron y ya no queda ninguno para enterrar a los muertos.
—De todos modos, vete y habla con la gente.
—Como usted quiera.
—Vamos, Konstantin Fiodorovich, hágame usted ese favor… rebájeme el precio —decía el forastero del chaquetón siberiano de paño azul que marchaba al otro lado del dueño de la casa.
—Ya le he dicho que me disgusta andar con regateos. No soy como esos terratenientes a quienes te acercas en vísperas de la fecha en que tienen que hacer efectivo un pago, por hallarse su hacienda hipotecada. Os conozco: poseéis una relación de lo que debe pagar cada uno y de las fechas de vencimiento. Es muy sencillo. Están en una situación apurada y venden las cosas a la mitad de su valor. Pero a mí, ¿qué falta me hace tu dinero? Puedo guardar el género aunque sea tres años: mi hacienda no está hipotecada.
—Es verdad, Konstantin Fiodorovich. Yo lo hacía porque quisiera continuar manteniendo las relaciones con usted, pero no por interés. Aquí tiene tres mil rublos de señal.
El marchante sacó entonces del pecho un fajo de grasientos billetes. Kostanzhoglo los cogió sin concederles la menor importancia, y, sin mirarlos, ni siquiera contarlos, los guardó en el bolsillo trasero de su levita.
«¡Vaya! —se dijo Chichikov—. Como si no fueran más que un simple pañuelo».
Kostanzhoglo compareció en la puerta del salón. Chichikov se quedó todavía más asombrado por lo moreno de su rostro, la aspereza de sus negros cabellos, que comenzaban a volverse grises, la viva expresión de sus ojos y cierto matiz oliváceo que delataba su procedencia meridional. No era ruso de pura cepa. Ni él mismo sabía sus orígenes, y tampoco se preocupaba por saber de dónde procedían sus antepasados, considerando que todo era superfluo y que no representaba ninguna utilidad. Él estaba firmemente convencido de que era ruso, y no conocía más lengua que la suya. Platonov presentó a Chichikov. Siguiendo la costumbre rusa, ambos se besaron.
—He decidido viajar por diversas provincias a fin de ver si logro disipar la melancolía y el aburrimiento —dijo Platonov—. Pavel Ivanovich me ha pedido que vaya con él.
—Excelente —repuso Kostanzhoglo, y agregó, dirigiéndose con amabilidad a Chichikov—: ¿Hacia dónde piensan dirigirse? ¿Qué camino llevan?
—A decir verdad —contó Chichikov ladeando la cabeza, a la vez que acariciaba un brazo del sillón—, por ahora no viajo por propia necesidad, sino por encargo del general Betrischev, íntimo amigo mío y se podría decir que mi bienhechor: me rogó que fuera a visitar a sus parientes. Los parientes son los parientes, claro, pero, sin embargo, esto tiene también su utilidad para uno mismo, pues dejando aparte el beneficio que ello representa para la salud, el ver mundo, el tratar con distintas gentes… podríamos decir que es un libro vivo, una ciencia.
—Sí, nunca sobra el asomarse a algunas partes.
—Lo ha expresado usted con mucho acierto: justamente, en verdad nunca sobra. Uno ve cosas que de otra manera no vería, halla a personas que de otra manera no hallaría. Hay conversaciones que valen tanto como oro de ley, como la que en estos momentos he tenido la oportunidad… Acudo a usted, mi querido Konstantin Fiodorovich, para que me enseñe, para que satisfaga mi sed de llegar a la verdad. Aguardo sus dulces palabras como si fueran un maná.
—Pero ¿qué…, qué puedo enseñarle yo? —exclamó Kostanzhoglo un tanto turbado—. Mis conocimientos son muy limitados.
—¡Sabiduría, mi querido amigo, sabiduría! La sabiduría que se necesita para gobernar el difícil timón de la agricultura, la sabiduría que se necesita para conseguir beneficios seguros, para adquirir bienes reales y no imaginarios, cumpliendo de este modo el deber de ciudadano y mereciendo el aprecio de nuestros compatriotas.
—¿Sabe usted lo que puede hacer? —dijo Kostanzhoglo mirándole fijamente, al tiempo que reflexionaba—. Quédese un día en mi casa. Podrá darse cuenta de que aquí no hay ninguna sabiduría.
—Sí, quédese —repitió la dueña de la casa, quien, dirigiéndose a su hermano, agregó—: Quédate tú también. ¿Qué prisa tienes?
—A mí me da igual. ¿Qué le parece a usted, Pavel Ivanovich?
—Yo también, con mucho gusto… Pero tengo que visitar a un pariente del general Betrischev, cierto coronel Koshkariov…
—¡Pero si está loco!
—Está loco, en efecto. Por mí no iría, pero el general Betrischev, amigo íntimo, y podría decidirse que mi bienhechor…
—Siendo así, ¿sabe qué puede usted hacer? —dijo Kostanzhoglo—. Vaya a visitarle, desde aquí sólo hay unas diez verstas. Mi cabriolé está enganchado. Vaya ahora mismo. Le da tiempo para regresar a la hora del té.
—¡Magnífica idea! —exclamó Chichikov, apresurándose a coger el sombrero.
El cabriolé se acercó al portal de la casa y al cabo de media hora Chichikov se encontraba ya en la hacienda del coronel. En la aldea reinaba un completo desorden: las calles eran una infinidad de construcciones, de edificios sometidos a reforma, de montones de yeso, troncos y ladrillos. Había algunas casas ya concluidas al estilo de las oficinas públicas. En una aparecía escrito en letras doradas: «Depósito de aperos»; en otra: «Oficina central de cuentas»; había también un «Comité de asuntos de la aldea» y la «Escuela de enseñanza normal para los habitantes de la aldea». En resumen, había allí todo cuanto se quisiera.
Al coronel lo halló ante el pupitre de su escritorio, con una pluma entre los dientes. Lo acogió con suma amabilidad y cortesía. Presentaba el aspecto de ser un hombre extremadamente bueno y muy educado. En seguida comenzó a explicarle los enormes esfuerzos que le había costado la empresa de levantar la finca hasta el actual estado de prosperidad. Lamentóse dolorido de lo difícil que resultaba hacer comprender al campesino que existen los placeres superiores que proporcionan al hombre el lujo, la cultura y las artes. Que no había sido capaz de conseguir que las mujeres de su aldea llevaran corsé, siendo así que en Alemania, donde él había estado con su regimiento en el año 14, la hija de un molinero sabía incluso tocar el piano. Pero que, no obstante toda la serie de trabas y dificultades que le oponía la ignorancia, acabaría logrando que salieran a arar con el libro de Franklin sobre el pararrayos, las Geórgicas de Virgilio o La investigación química del suelo.
«¡Vas listo! —se dijo Chichikov para sus adentros—. ¡Y yo que aún no he tenido tiempo de leer La duquesa de La Vallière!».
El coronel se extendió largamente acerca del modo de conducir a la gente a la prosperidad. Según su punto de vista, el traje tenía mucha importancia. Respondía con la cabeza de que sería suficiente obligar a la mitad de los mujiks rusos a llevar pantalones a la alemana para que prosperaran las ciencias, floreciera el comercio y en Rusia adviniera el Siglo de Oro. Chichikov lo miraba sorprendido y se decía: «Parece que con éste no es necesario guardar miramientos». Y sin andarse con rodeos, le contó que necesitaba tales y tales almas, mediante el oportuno contrato y en la forma debida.
—A juzgar por sus palabras —contestó el coronel sin inmutarse en absoluto—, se trata de una solicitud, ¿no es eso?
—Efectivamente, así es.
—Siendo así, tendrá que presentarla por escrito. La solicitud pasará a la oficina de recepción de informes y petición. Ésta, en cuanto la haya registrado, me la pasará a mí. Yo la transmitiré al comité de asuntos de la aldea, de donde, con la información que haya reunido este último, pasará a la oficina del administrador, quien, de conformidad con el secretario…
—¡Por favor! —exclamó Chichikov—. ¡Así no acabaríamos nunca! ¿Cómo tratar por escrito de una cuestión de esta naturaleza? Se trata de un asunto… En cierto modo… no son más que almas muertas…
—Está bien. Hágalo constar así, escriba que, en cierto modo, sólo se trata de almas muertas.
—Pero ¿cómo voy a decir que son muertos? Eso no se puede poner por escrito. Se trata de muertos, pero es preciso hacer las cosas como si parecieran vivos.
—Muy bien. Ponga usted esto: «Pero se requiere, o es necesario, es de desear, se trata de que parezcan como si estuvieran vivos». Sin trámites burocráticos no se puede hacer nada. El ejemplo nos lo dan Inglaterra y el mismo Napoleón. Pondré a su disposición a un delegado que le acompañará por todas partes.
Hizo sonar una campanilla y compareció un individuo.
—Secretario, dígale a un delegado que venga.
Se presentó el delegado en cuestión; ofrecía un aspecto mitad de mujik, mitad de escribiente.
—Él le acompañará a todos los sitios que necesite.
Picado por la curiosidad, Chichikov resolvió ir con el delegado a visitar todos aquellos sitios que necesitaba. De la oficina de recepción de peticiones no había más que el rótulo; las puertas estaban cerradas. La persona encargada de aquellos asuntos, cierto Jruliov, había sido trasladada al comité de asuntos de la aldea, formado recientemente. Su puesto había sido ocupado por el ayuda de cámara Berezovski, pero a éste, la comisión de obras le había enviado en comisión de servicio. Despertaron a un borracho que se hallaba durmiendo la mona, pero no consiguieron sacar nada en claro.
—¡Esto es un desbarajuste! —dijo al fin Chichikov el delegado—. Todo el mundo engaña al señor. La comisión de obras aleja a la gente de su misión y la manda donde se le antoja. El único sitio que resulta ventajoso es la comisión de obras.
Daba la sensación de que no estaba muy contento con la mencionada comisión. Chichikov se negó a ver más y a su vuelta contó al coronel lo que había visto, que por todas partes reinaba un completo desorden, que no había podido lograr nada positivo y que la oficina de recepción de peticiones ni tan sólo existía.
El coronel, dominado por una noble indignación, estrechó la mano a Chichikov como muestra de agradecimiento. Seguidamente, armado de papel y pluma, escribió ocho rigurosas interpelaciones: «¿Con qué derechos la comisión de obras había dispuesto a su antojo de funcionarios que no dependían de ella? ¿Cómo había podido tolerar el administrador jefe que una persona se ausentara en viaje de inspección sin antes haber hecho entrega de su cargo? ¿Cómo podía el comité de asuntos de la aldea quedarse indiferente ante el hecho de que ni siquiera existía la oficina de recepción de peticiones?».
«¡Qué embrollo!», pensó Chichikov, y manifestó deseos de irse.
—No, no permitiré que se vaya. Ahora está en juego mi amor propio. He de demostrarle lo que significa una sabía organización de la hacienda. Encargaré su asunto a una persona que vale por todos los demás juntos: posee estudios universitarios. Ya verá qué siervos tengo… Y para no perder un tiempo tan valioso, le suplico encarecidamente que pase a la biblioteca —dijo el coronel mientras abría una puerta lateral—. Aquí puede encontrar libros, papel, plumas, lápices, tiene de todo. Disponga usted a su entero arbitrio: es usted el dueño. La ilustración ha de estar al alcance de todos.
Al tiempo que así hablaba, Koshkariov le hizo pasar a la biblioteca. Era una gran sala repleta de libros hasta el techo. También había en ella animales disecados. Los libros comprendían todo género de materias: ganadería, silvicultura, horticultura, cría de cerdos; eran muy numerosas las revistas especiales, esas que se mandan a los suscriptores, pero que nadie lee. Al ver que aquéllos eran libros muy poco propicios para distraerse, Chichikov se dirigió hacia otro armario: aún peor, se trataba de libros filosóficos. Seis considerables libracos aparecieron ante sus ojos bajo el título común de «Introducción preparatoria al dominio del pensamiento»; Teoría de la comunidad, del conjunto y de la esencia en su aplicación a la comprensión de los principios orgánicos del desdoblamiento recíproco de la productividad social. En cualquier libro que Chichikov hojeara se hablaba de desarrollo, de manifestación, de lo abstracto, de conjunto, de hermetismo y de el diablo sabe qué más.
—Todo esto no es para mí —dijo Chichikov, y se encaminó hacia el tercer armario, en el que se veían libros de arte. De él sacó un gran volumen con ilustraciones bastante indecorosas de figuras de la mitología, y eso es lo que se puso a mirar. Tal clase de ilustraciones gustan sobremanera a los solteros de cierta edad e incluso a viejos de esos que se excitan con el ballet y otro espectáculos picantes. Cuando Chichikov había acabado de hojear este libro e iba a sacar otro del mismo género, se presentó el coronel Koshkariov, radiante y con un papel en la mano.
—¡Ya está todo hecho, y hecho pero que muy bien! La persona de quien le hablé es un verdadero genio. No en vano lo pongo por encima de todos y pienso abrir para él solo un departamento. Vea usted qué mente más brillante y cómo lo ha solucionado todo en pocos minutos.
«¡Gracias a Dios!», se dijo Chichikov, disponiéndose a escuchar.
El coronel empezó la lectura:
Tras haber reflexionado acerca de la misión que me ha encomendado Su Señoría, tengo el honor de exponer lo siguiente:
I.— La solicitud del señor consejero colegiado y caballero Pavel Ivanovich Chichikov contiene ya en sí misma un mal entendido, ya que incurre en el error de calificar inadvertidamente de muertas a las almas sujetas a registro. Cuando habla de muertos, probablemente deberá referirse a las personas que están a punto de morir, pero que no han muerto aún. Por otra parte, dicha denominación manifiesta un conocimiento meramente empírico de las ciencias, limitado sin duda a la escuela parroquial, puesto que el alma es inmortal.
—¡Qué granuja! —exclamó Koshkariov, deteniéndose satisfecho—. Aquí le da un alfilerazo. Pero reconocerá que sabe manejar la pluma.
II.— En la finca no hay ningún alma sin hipotecar, no sólo de los que se encuentran próximos a la muerte, sino cualquiera otra, ya que todas ellas, en su conjunto, han sido hipotecadas por segunda vez, con un recargo de ciento cincuenta rublos por cada una de ellas, exceptuando la pequeña aldea de Gurmailovka, que se halla sujeta a pleito con el propietario Predischev, debido a lo cual toda operación con la mencionada aldea está prohibida, según edicto publicado en el número 42 de Moskovskie Vemomosti.
—¿Y por qué no me lo dijo antes? ¿Por qué me ha retenido con esas estupideces? —gritó Chichikov lleno de ira.
—Era preciso que usted mismo lo comprobara a través de documentos en la debida forma. Con estas cosas no se pueden gastar bromas. Cualquier necio lo podía ver, pero es necesario comprenderlo conscientemente.
Chichikov, irritado, cogió el sombrero y salió precipitadamente, sin detenerse a pensar en las reglas de cortesía: la cólera le dominaba. El cochero le aguardaba con el cabriolé, sabiendo como sabía que sería inútil desenganchar los caballos, pues el pienso lo habría tenido que solicitar por escrito y la decisión no se acordaría hasta el día siguiente.
Por más que Chichikov se hubiera comportado con suma grosería, Koshkariov, en extremo delicado y cortés, le cogió a la fuerza la mano, que se llevó al corazón, y le dio las gracias por haberle proporcionado la ocasión de ver el funcionamiento de su hacienda. Era preciso, dijo, reprender a la gente, puesto que, de no hacerlo así, se quedaban dormidos y los resortes de la dirección se enmohecían y por lo tanto se debilitaban; lo sucedido le había inspirado una idea feliz; la de instituir otra comisión a la que llamaría comisión de vigilancia de la comisión de obras, de tal forma que nadie se atrevería ya a robar.
Chichikov llegó encolerizado y disgustado, ya tarde, cuando hacía largo tiempo que habían encendido las velas.
—¿A qué se debe que haya llegado tan tarde? —le preguntó Kostanzhoglo cuando compareció en la puerta.
—¿De qué han estado charlando tanto tiempo? —se interesó entonces Platonov.
—¡Jamás había visto tamaño imbécil! —exclamó Chichikov.
—Eso no es nada —dijo Kostanzhoglo—. Koshkariov es algo que reconforta. Es un personaje necesario para que en él aparezcan reflejadas en forma de caricatura las estupideces que cometen los que se creen inteligentes, los que sin conocer su propio país se dedican a buscar absurdos en el extranjero. Los propietarios que actualmente se estilan son los que fundan oficinas, escuelas, manufacturas, comisiones y el diablo sabe qué más. ¡Son tan inteligentes! El asunto pareció arreglarse después de la invasión francesa del año 12, pero hoy día vuelven a trastornarlo todo. Lo han desorganizado más que el francés, de manera que cualquier Piotr Petrovich Petuj resulta todavía un buen terrateniente.
—Pero también él tiene su hacienda hipotecada —objetó Chichikov.
—Sí, no piensan más que en hipotecar sus fincas —asintió Kostanzhoglo, que comenzaba a encolerizarse—. Construyen fábricas de sombreros y de velas, traen operarios de Londres, se han convertido en mercachifles. Dejan de ser terratenientes, dejan una ocupación tan honrosa para convertirse en propietarios de manufacturas, en fabricantes. Compran máquinas para hilar…, fabrican muselinas para las muchachas de partido de la ciudad.
—Pero tú también tienes fábricas —comentó Platonov.
—¿Cómo se han originado? ¡Aparecieron por sí mismas! Se había acumulado lana, no había dónde poder venderla, y comencé a fabricar paño, pero un paño resistente, sencillo y barato que en el mercado me lo quitan de las manos; es algo que conviene al campesino, a mi propio campesino. Por espacio de seis años, los pescadores habían estado arrojando en mi orilla las escamas del pescado; ¿qué podía hacer con todo esto? Empecé a fabricar cola y la vendí por cuarenta mil rublos. Y con todo lo demás sucede lo mismo.
«¡Diablo! —se dijo Chichikov clavando la mirada en él—. ¡Éste sí que sabe barrer para casa!».
—Y si me dediqué a estas cosas fue también porque se acumularon demasiados trabajadores que, de otra forma, habrían perecido de hambre. Las cosechas habían sido malas, por culpa de esos fabricantes que habían descuidado la sementera. Aquí hallarás muchas fábricas de ésas. Todos los años alguna, según la cantidad de desperdicios y excedentes que se hayan acumulado. El quid está en seguir con atención la marcha de la hacienda. Entonces se puede aprovechar lo que se desecha por inútil. Porque para eso yo no levanto palacio con frontispicios y columnas.
—Es admirable… Y lo más sorprendente es que cualquier desperdicio puede proporcionar beneficios —comentó Chichikov.
—Sí, pero con tal de que las cosas se enfoquen sencillamente, como son en realidad. Pues todos se sienten mecánicos, todos pretenden abrir la caja mediante herramientas, y no de una forma sencilla. Y van a propósito a Inglaterra. ¡Los muy necios! —y Kostanzhoglo escupió con desprecio—. ¡Cuando regresan del extranjero son cien veces más necios!
—¡Ay, Konstantin! —exclamó su esposa con inquietud—. Comienzas de nuevo a excitarte, y ya sabes que esto te perjudica.
—¿Cómo no voy a excitarme? Si fuera algo que no me concerniera… pero me afecta muy de cerca. Uno no es capaz de contemplar indiferente cómo se malogra el carácter ruso. En él ha surgido un quijotismo que nunca tuvo. Si le da por la cultura, se convierte en un Quijote de la cultura: funda unas escuelas como no se le ocurrirían a un necio. De ellas salen gentes que no sirven ni para el campo ni para la ciudad, borrachos que adquieren el sentimiento de su dignidad. Si le da por la filantropía, se convierte en un Quijote de la filantropía: invierte un millón de rublos en edificar hospitales y establecimientos benéficos absurdos, con columnas y todo cuanto se quiera, se arruina y deja a todos en la miseria. ¡Ahí está la filantropía!
Chichikov no estaba para discursos sobre la cultura. Lo que atraía su interés era la forma de obtener ganancias de los desperdicios que todo el mundo tira. Pero Kostanzhoglo no le daba oportunidad de hablar. Ya no podía contener las mordaces frases que acudían a su boca.
—¡Piensan en ilustrar al campesino! Primero de todo, procura ser tú mismo un buen amo, y entonces aprenderá él. No puede usted figurarse hasta qué extremos de necedad ha llegado el mundo. ¡Hay qué ver las cosas que se escriben! Cualquier mequetrefe publica un libraco y todos se matan por leerlo. Vea usted lo que dice: «El mujik lleva una vida muy sencilla; es preciso darle a conocer los objetos de lujo, hacer que sienta las necesidades de una condición superior…». Gracias a ese lujo, ellos mismos han llegado a convertirse en guiñapos, porque no son seres humanos, y el diablo sabe las enfermedades que han contraído. No se puede encontrar ni un solo muchacho de dieciocho años que no lo haya probado todo: se le han caído los dientes y está tan calvo como una vejiga. Pues bien, eso es lo que quieren contagiar a los mujiks. Agradezcamos a Dios que aún queda en nuestro país un estamento sano, que desconoce esos caprichos. Hemos de dar por ello gracias a Dios. El labrador es lo más honroso que tenemos. ¿Por qué lo tocáis? Todos tenían que ser labradores.
—En este caso, ¿usted piensa que lo más provechoso es dedicarse a la labranza? —quiso saber Chichikov.
—No es lo más provechoso, sino lo más legítimo. Ya lo sabe: ganarás el pan con el sudor de tu frente. Es absurdo darle vueltas. La experiencia de los siglos demuestra claramente que el labrador es más moral, más noble, más puro. Yo no digo que no deba nadie ocuparse en otros menesteres, pero la base de todo debe ser la agricultura. De eso es de lo que se trata. Las fábricas surgirán por sí mismas, pero tan sólo las que tengan alguna razón de ser, las que el hombre precisa aquí, en el sitio que ocupa, y no fábricas destinadas a dar satisfacción a esas necesidades que arrastran a la holgazanería. No serán como esas fábricas que después, para sostenerse y vender sus mercancías, pervierten y corrompen al infortunado pueblo. Por muchos que sean los beneficios que rinden, yo jamás tendré esas fábricas que acrecientan y estimulan las necesidades superiores. ¡Nada de azúcar ni de tabaco, aunque pierda un millón! ¡Si el mundo cae en poder de la depravación, que yo no haya tomado parte en ello! Quiero presentarme limpio ante Dios… Llevo veinte años viviendo con la gente y sé muy bien cuáles son las consecuencias.
—Lo que más me asombra es que en una hacienda bien organizada se saca partido de todo e incluso los desperdicios pueden rendir beneficios.
—Hum… Los economistas… —dijo Kostanzhoglo sin oírle, con una expresión de mordaz ironía en el rostro—. ¡Arreglados están los economistas! Un necio va montado en otro necio y un tercer necio lo arrea. No ven más allá de su estúpida nariz. Un asno que sienta cátedra y se pone los anteojos… ¡Estupideces! —y dominado por la ira volvió a escupir.
—Todo eso es así y tienes toda la razón, pero, por favor, no te excites —le suplicó su mujer—. Como si no se pudiera conversar tranquilamente de esas cosas.
—Escuchándole a usted, mi respetable Konstantin Fiodorovich, alcanza uno a comprender el sentido de la vida, penetra, por así decirlo, hasta el meollo de la cuestión. Pero, dejando de lado el aspecto general humano, permítame que dedique mi atención a lo particular. Si yo llegara a ser propietario, pongamos por caso, intentaría enriquecerme en breve espacio de tiempo para de este modo cumplir mi primer deber de ciudadano. Pues bien, ¿qué tendría que hacer?
—¿Qué debería hacer para enriquecerse en seguida? —repitió Kostanzhoglo—. Verá…
—Pasemos a cenar —dijo la anfitriona, que se levantó y se dirigió hacia el centro de la estancia, cubriendo con un chal sus jóvenes hombros.
Chichikov se puso en pie casi con la agilidad de un militar, y tras ofrecerle el brazo, la llevó ceremoniosamente a través de dos piezas hasta el comedor, donde la sopera, destapada, dejaba escapar el grato aroma de una sopa confeccionada con verduras frescas y con las primeras raíces de la primavera. Todos tomaron asiento. Los criados depositaron hábilmente en la mesa los manjares que tenían que comer, adecuadamente tapados, y a continuación se retiraron. A Kostanzhoglo le molestaba que los criados escucharan las conversaciones de los señores, y más todavía que le miraran a la boca a la hora de comer. En cuanto hubo tomado la sopa y bebido una copa de magnífico vino, que le recordaba al húngaro, Chichikov habló de este modo al terrateniente:
—Permítame, mi querido Konstantin Fiodorovich, que vuelva a nuestra conversación de antes. Le había preguntado a usted respecto a la mejor forma[58]…
[De la obra original faltan dos páginas]
… —Se trata de una hacienda por la que en este mismo momento le daría yo cuarenta mil rublos si me los pidiera.
—Hum… —murmuró Chichikov quedándose pensativo—. ¿Y por qué no se la queda usted? —preguntó con aire un tanto tímido.
—Uno tiene que saber hasta dónde puede llegar. Ya me dan bastantes quebraderos de cabeza las tierras que ahora poseo. Por otra parte, los nobles no hacen más que decir que me aprovecho de los apuros en que se hallan y de su ruinosa situación para adquirir fincas a bajo precio. Ya estoy harto de todo esto, que se vayan al diablo.
—¡Qué afición siente la gente por las maledicencias! —exclamó Chichikov.
—Pues en nuestra provincia no puede usted imaginarse cómo son. Dicen que soy un avaro y un usurero de primera categoría. Entre ellos se lo perdonan todo. «Es verdad que me he arruinado, pero sólo se debe a que he vivido para dar cumplida satisfacción a las necesidades superiores de la vida, he estimulado a los industriales, esto es, a los granujas. De la manera como vive Kostanzhoglo pueden vivir incluso los cerdos».
—¡Ya querría yo ser un cerdo de esa clase! —dijo Chichikov.
—Todo eso son mentiras y necedades. ¿Qué necesidades superiores son ésas? ¿A quién engañan? Compran libros, pero no los leen. Todo acaba en cartas y borracheras. Lo dicen porque no doy comidas ni les presto dinero. Si no ofrezco comidas es porque me cansan: no estoy acostumbrado a eso. Pero si alguien acude a comer lo que yo como, bien venido sea. Y no les doy dinero prestado porque es un absurdo. Si alguien viene a mí, realmente necesitado, y me expone sus problemas y me cuenta cómo va a invertir el dinero; si yo veo que lo gastará prudentemente y comprendo que ese dinero le proporcionará un beneficio, no me resistiré a prestárselo, y hasta no le cobraré crédito.
«Es preciso tomar nota», se dijo Chichikov para sus adentros.
—Jamás me negaré —prosiguió Kostanzhoglo—. Pero no tiraré el dinero. Que me perdonen. ¡Diablo! Se les antoja ofrecer una comida a su amante, o les da por cambiar todos los muebles de la casa, o imaginan celebrar una fiesta de máscaras al entrar la primavera, o un aniversario para festejar que vivieron tantos años haciendo el vago, ¡y yo les he de dar dinero prestado!…
—¡Permítame, estimadísimo amigo, que vuelva otra vez al tema de que hablábamos anteriormente! —dijo Chichikov tomando otra copa de licor de frambuesa, que era realmente delicioso—. Supongamos que yo comprara esa hacienda a la que antes se refería, ¿cuánto tiempo tardaría en enriquecerme lo bastante como para…?
—Si usted pretende hacerse rico en un abrir y cerrar de ojos —le interrumpió Kostanzhoglo en un tono brusco, como si el tema le disgustara en extremo—, no lo logrará nunca; y si pretende hacerse rico sin pensar en plazos, lo logrará en muy poco tiempo.
—¡Ah! —exclamó Chichikov.
—Sí —prosiguió Kostanzhoglo con su voz brusca, como si estuviera irritado contra el mismo Chichikov—. Es preciso sentir amor al trabajo. De lo contrario no se logra nada. Es necesario coger cariño a las tareas de la finca. Y puede usted creerme, uno no se aburre. Es falso eso de que en el campo se aburre uno. Yo me moriría, me ahorcaría de tedio y aburrimiento si pasara un solo día en la ciudad como lo hacen ellos en sus absurdos casinos, teatros y restaurantes. ¡Son estúpidos, imbéciles, una generación de asnos! El dueño de una hacienda no puede, no dispone de tiempo para aburrirse. Su vida está ocupada sin cesar. Es suficiente con la diversidad de las labores, ¡y qué labores! Son tareas que elevan el espíritu. Dígase lo que se diga, el hombre está en contacto con la Naturaleza, con las estaciones del año, toma parte en todo lo que se sucede en la Creación. Considere en su conjunto los trabajos que se realizan a lo largo del año: antes de la venida de la primavera ya la aguarda atento, prepara la simiente, la selecciona y mide en los graneros, la vuelve a secar. Se fijan las nuevas cargas. En el transcurso del año lo revisa y calcula todo previamente. Y en seguida que llega la época del deshielo, que los ríos vuelven a su cauce normal y la tierra se seca, comienzan a trabajar la azada en los huertos y el rastrillo en los campos. Se procede a plantar y a sembrar. ¿Comprende lo que esto representa? ¡Ahí es nada! ¡Se siembra la futura cosecha! ¡Se siembra el bienestar de todo el mundo! ¡El alimento de millones de personas! Viene el verano… La siega del heno… Y después las mieses, tras el centeno vienen el trigo, y al trigo siguen la cebada y la avena. Todo está en ebullición; no se puede perder ni un minuto; aunque uno estuviera dotado de veinte ojos, habría ocupación para todos. Y cuando tienen lugar las fiestas hay que acarrear la mies a las eras, hacinarla, llegan las labores de otoño, la reparación de los graneros, establos y rediles para el invierno; y al mismo tiempo, para todas las mujeres hay trabajo. Se efectúa el balance, se comprueba lo que se ha hecho. Y esto es algo… ¡Y el invierno! Es la trilla en los cobertizos, el transporte del grano a los graneros. Uno se llega hasta el molino, las fábricas, da una mirada al patio donde trabajaba la gente, ve cómo marchan los asuntos de cada campesino. Yo, se lo aseguro, si un carpintero sabe manejar el hacha, soy capaz de permanecer durante dos horas mirando; para mí, el trabajo es fuente de alegría. Y si además comprende uno que todo esto se realiza con un fin determinado y ve que las cosas se multiplican alrededor, produciendo nuevos frutos, entonces no me es posible explicar lo que uno experimenta. Y no porque el dinero se acrecienta —el dinero es cosa aparte—, sino porque uno ve que todo eso es obra suya; porque uno advierte que es la causa de todo, el creador de todo, y que uno, como si fuera un mago, esparce por doquier la abundancia y el bien. ¿Dónde podrá usted hallar un placer igual? —continuó Kostanzhoglo levantando la cabeza. Las arrugas habían desaparecido de su frente. Resplandecía de arriba abajo, como un rey en el día solemne de su coronación—. ¡En todo el mundo no podrá hallar un placer semejante! Aquí, precisamente aquí, es donde el hombre se asemeja a Dios. Dios reservó para Sí la Creación como placer supremo y exige del hombre que igualmente él, a semejanza del Creador, siembre la prosperidad a su alrededor. ¡Y decir que esto es una tarea aburrida!…
Como el canto de un ave del paraíso, Chichikov escuchaba embelesado las dulces palabras de su anfitrión. La boca se le hacía agua. Incluso sus ojos estaban húmedos y miraban con una expresión de beatitud. Habría continuado escuchándole por mucho tiempo.
—Konstantin, es hora ya de que vayamos al salón —dijo de pronto la dueña de la casa, mientras se ponía en pie. Los demás se levantaron también. Chichikov volvió a ofrecer el brazo a la anfitriona, pero no se advertía en él la agilidad de antes, pues sus pensamientos estaban ocupados en asuntos realmente serios.
—Digas lo que digas, todo esto resulta muy monótono y aburrido —dijo Platonov, que iba el último de todos.
«El visitante no tiene ni un pelo de tonto —se dijo para sus adentros el dueño de la casa—. Parece un hombre comedido y no es de los que se dedican a escribir».
Este pensamiento acrecentó aún más su alegría, como si su propia plática le hubiera confortado y como si se felicitara, de haber hallado a alguien que sabía escuchar sus prudentes consejos. Cuando hubieron tomado asiento en una confortable salita iluminada con velas delante del balcón y de la cristalera que daba paso al patio, mientras las estrellas los contemplaban brillando sobre las copas de los árboles del adormecido jardín, Chichikov experimentó una sensación tan agradable como hacía largo tiempo no había sentido: era como si, tras largas peregrinaciones, le hubiera acogido el techo en que vio la luz y, colmados sus anhelos, hubiera arrojado el báculo, exclamando: «¡Ya es suficiente!».
A este agradable estado de ánimo le habían conducido las sabias palabras del hospitalario anfitrión. Cualquier ser humano halla palabras que le resultan más valiosas y familiares que otras. Y con frecuencia, de súbito, en un perdido rincón, en el paraje más desierto, halla una conversación que le conforta y le hace olvidarse de sí mismo, de los desastrosos caminos, de las malas fondas, del estéril bullicio y de la falacia de las ilusiones humanas. Aquella velada quedará para siempre grabada en su memoria con todos sus pormenores: quién estuvo presente y qué sitio ocupaba cada uno, lo que tenía en las manos, las paredes, los rincones y hasta el más ínfimo detalle.
Así se le grabó todo a Chichikov aquel día: la reconfortable salita, amueblada con sencillez, la bondadosa expresión que se advertía en el rostro del inteligente propietario, el dibujo del empapelado, la pipa con boquilla de ámbar que habían traído a Platonov, las bocanadas de humo que lanzaba a las narices de «Yarb», los resoplidos del perro y la risa de la encantadora dueña, a cada momento interrumpida por las palabras: «¡Ya está bien, no lo martirices más!», y la alegre luz de las velas, y la cristalera, y la noche primaveral que los contemplaba desde las alturas, reposando en las copas de los árboles, sembrada de estrellas y arrullada por el canto del ruiseñor, que gorjeaba en lo más hondo del verde follaje.
—Me gusta oírle hablar, querido Konstantin Fiodorovich —dijo Chichikov—. Puede usted creerme si le digo que en toda Rusia no he hallado a nadie que se le pueda comparar en inteligencia.
Kostanzhoglo sonrió. Él mismo se daba cuenta de que Chichikov tenía razón.
—No, si quiere conocer a un hombre verdaderamente inteligente, nosotros tenemos a uno a quien con toda justicia se le puede llamar así. Yo no le llego ni a la suela de los zapatos.
—¿Quién puede ser? —preguntó Chichikov, asombrado.
—Murazov, nuestro contratista.
—¡Es la segunda vez que oigo hablar de él! —exclamó Chichikov.
—Es una persona capaz de gobernar no ya una hacienda, sino todo un Estado. Si yo fuera rey, le nombraría ministro de Finanzas.
—Según cuentan, es algo increíble: ha hecho una fortuna de diez millones de rublos.
—¡Diez millones! Posee más de cuarenta. A no tardar media Rusia será suya.
—¿Qué me dice usted? —gritó Chichikov boquiabierto y con los ojos que casi se le salían de las órbitas.
—Puede usted estar seguro. Y se comprende. Se enriquece poco a poco el que tiene unos cientos de miles; pero el que posee millones, alcanza un radio de acción enorme. Abarca siempre dos y hasta tres veces más que otro cualquiera. Es un campo muy amplio. No tiene rivales. No existe quien le pueda hacer la competencia.
—¡Santo Dios! —exclamó Chichikov santiguándose. Se quedó con la mirada fija en Kostanzhoglo y sintió que la respiración le fallaba—. ¡Es increíble! ¡Se queda uno helado de espanto! Hay quien se maravilla de la Providencia cuando contempla un insecto; a mí me maravilla incomparablemente más que las manos de un mortal puedan manejar tan desorientadas sumas de dinero. Permítame que le haga una pregunta acerca de cierta circunstancia. Dígame, aunque es cosa que se comprende: lo primero que adquirió no sería por procedimientos muy honrados ¿no es verdad?
—En modo alguno, lo adquirió de la forma más irreprochable y por los procedimientos más legítimos.
—¡Es inconcebible! Si fueran miles, pase, pero tratándose de millones…
—Todo lo contrario, lo verdaderamente difícil es ganar miles por procedimientos honrados, que los millones se juntan sin esfuerzo. Para el millonario no hay necesidad alguna de seguir caminos torcidos: sólo tiene que ir recto y tomar todo lo que halla. Otro no lo recogerá, no tendrá fuerzas para levantarlo: no halla rivales. Su radio de acción es enorme: ya le dije antes que abarca dos y hasta tres veces más que otro cualquiera. Pero ¿qué produce un millar? El diez, el veinte por ciento.
—Lo más asombroso es que partiera de la nada.
—Siempre ocurre así. Es el orden natural de las cosas —dijo Kostanzhoglo—. Quien nació siendo dueño de miles y se crió entre miles, no adquirirá nada más que toda clase de caprichos. Se debe comenzar por el principio, y no por el medio, con un kopec y no con un rublo, desde abajo y no desde arriba. Sólo así es posible conocer bien a la gente y el medio en que después tendrá uno que desenvolverse. Cuando uno lo ha tenido que soportar todo en su propio pellejo y aprende que cada kopec es muy duro de ganar, cuando ha pasado por todas las pruebas, sale tan instruido y forjado, que no fracasará en ninguna empresa, sea la que fuere. Créame, lo que le digo es muy cierto. Se debe comenzar por el principio, y no por el medio. No creo a quien me dice: «Entrégueme cien mil rublos y me enriqueceré inmediatamente». Actúa al azar, y no sobre seguro. Se debe comenzar por un kopec.
—Siendo así, yo me enriqueceré —dijo Chichikov, a quien sin querer le acudieron a la memoria las almas muertas—, ya que verdaderamente empiezo de la nada.
—Konstantin, ya es hora de dejar que Pavel Ivanovich se retire a descansar —dijo la dueña de la casa—; no haces más que darle conversación.
—Sí que se enriquecerá —continuó Kostanzhoglo sin prestar atención a las palabras de su esposa—. Torrentes de oro afluirán a usted. No sabrá qué hacer con sus ganancias.
Pavel Ivanovich le escuchaba embelesado, sumido en el mundo de los sueños. Sobre el dorado tapiz de las futuras adquisiciones, su exaltada imaginación bordaba dibujos de oro y en sus oídos resonaban con violencia las palabras: «Torrentes de oro, torrentes de oro afluirán a usted».
—De verdad, Konstantin, ya es hora de dejar descansar a Pavel Ivanovich.
—¿Por qué te preocupas? Márchate tú si te parece —dijo el dueño de la casa, y acto seguido se detuvo, porque el sonoro ronquido de Platonov retumbó en todo el aposento, seguido de otro ronquido, aún más fuerte, de «Yarb». Entonces, dándose cuenta de que verdaderamente era hora de acostarse, dio una sacudida a Platonov, diciéndole: «¡Ya está bien de roncar!», y deseó las buenas noches a Chichikov. Todos se separaron y poco rato después dormían en sus lechos.
Sólo Chichikov permanecía desvelado. Sus pensamientos no le permitían dormir. Pensaba en el modo de hacerse dueño de una finca real y verdadera, y no imaginaria. Después de su charla con el anfitrión todo lo veía claro. ¡Le parecía tan evidente la posibilidad de hacerse rico! ¡Veía ahora tan fácil y sencilla la complicada empresa de gobernar una hacienda! ¡Era algo tan de acuerdo con su modo de ser! Lo único que se necesitaba era hipotecar esos muertos y comprar una hacienda real y verdadera. Ya se veía llevando a la práctica las enseñanzas de Kostanzhoglo: diligentemente y con circunspección, sin emprender nada nuevo antes de conocer a la perfección todo lo viejo, vigilándolo todo por sí mismo, intentando conocer bien a los campesinos, privándose de lo superfluo y entregándose totalmente a las tareas de la hacienda. Saboreaba ya de antemano el placer que experimentaría cuando todo adquiriera un orden perfecto y todos los resortes de la máquina económica se pusieran en marcha, actuando los unos sobre los otros.
El trabajo imperaría por doquier, y de igual modo que el molino convierte en un instante el grano en harina, en su finca hasta el último desperdicio se transformaría en dinero y más dinero… La imagen del asombroso terrateniente no se apartaba de su mente. Era la primera persona de toda Rusia por quien sentía verdadero aprecio. Hasta aquel momento sólo habían merecido su estima y respeto los elevados cargos y las considerables fortunas. Por su inteligencia, propiamente dicha, no había apreciado a nadie. Kostanzhoglo era el primero. Veía claramente que a él no le sería posible jugarle una mala pasada. Le preocupaba también otro proyecto: la adquisición de la hacienda de Jlobuev. Él poseía diez mil rublos; quince mil pensaba pedírselos prestados a Kostanzhoglo, dado que él mismo había afirmado que estaba dispuesto a ayudar a cualquiera que quisiese enriquecerse. Lo demás, ya vería cómo lo conseguía, podía recurrir a una hipoteca, o sencillamente hacerle esperar. También esto era posible: que acudiera a los tribunales si se sentía con ganas de hacerlo.
Todavía permaneció durante un buen rato reflexionando acerca de todas estas cosas. Por último, el sueño, que como acostumbra a decirse, hacía más de cuatro horas que había acogido en sus brazos a todos los moradores de la casa, acabó dominando también a Chichikov, que se quedó profundamente dormido.