CAPÍTULO II

Los caballos eran buenos y en escasamente media hora recorrieron las diez verstas. Era un camino que cruzaba primero un robledal, después unos campos en los que el trigo comenzaba a verdear entre los surcos acabados de abrir, y a continuación una serie de elevaciones desde las que se divisaban lejanos paisajes. Luego se encontraba una avenida de tilos que apenas comenzaban a echar hojas, avenida que iba a dar en el centro mismo de la aldea. Allí, la avenida de tilos giraba a la derecha, convertida en una calle bordeada de álamos de ovalado ramaje, protegidos en su parte baja por un trenzado de mimbres, y que acababa en una verja de hierro fundido, a través de la cual se distinguía el frontón de la casa del general, con abundante labor de talla y sus ocho columnas de orden corintio. Por todos lados se olía a pintura al aceite, todo era renovado sin dar tiempo a que las cosas envejecieran. Debido a su limpieza, se habría dicho que el patio era un piso de parquet. Chichikov descendió del coche con muestras de respeto, se hizo anunciar al general y le introdujeron directamente al despacho.

La majestuosa prestancia del general le dejó admirado. Llevaba una bata de raso guateado de espléndido color púrpura. La mirada franca, el rostro viril, bigotes y enormes patillas ya grises, cabello recortado en la nuca, cuello grueso por detrás, de ésos a los que se acostumbra a llamar de tres pisos o tres pliegues, con una arruga en medio; en resumen, se trataba de uno de esos bizarros generales que tan abundantes fueron en el famoso año 12.

El general Betrischev, como la mayoría de nosotros, poseía, al mismo tiempo que un gran número de buenas cualidades, una multitud de defectos. Unas y otros, como les sucede con frecuencia a los rusos, se unían en él en un pintoresco desorden. En los momentos decisivos se mostraba magnánimo, era valeroso y de una generosidad ilimitada: siempre manifestaba una gran inteligencia. Y junto a todo esto, amor propio, caprichos, triquiñuelas de las que ningún ruso es capaz de prescindir cuando se halla inactivo. Detestaba a todos aquellos que le habían alentado en el servicio y siempre que aludía a ellos era mordaz y se expresaba con hirientes epigramas. Su primera víctima era un viejo compañero cuya capacidad e inteligencia juzgaba inferiores a las suyas, pero que le había aventajado y era ya gobernador general de dos provincias, precisamente, como hecho a propósito, de un territorio en el que estaba situada su hacienda, de tal manera que parecía como si dependiera de él. A fin de vengarse, hablaba con desprecio de su homólogo cuando se presentaba ocasión, criticaba todas sus disposiciones y en cualquiera de ellas veía la máxima insensatez. Todo en él parecía extraño, comenzando por la instrucción, de la que era un ardiente defensor. Le agradaba brillar y saber lo que otros ignoraban, y no le gustaban las personas que sabían algo que él no sabía. En resumen, le complacía alardear un poco de su inteligencia. Con una educación extranjera a medias como había sido la suya, le satisfacía hacer de gran señor ruso.

Así pues, es fácil comprender que con un carácter tan poco uniforme y con tan notables contradicciones hubiera de tener por fuerza innumerables disgustos en su carrera, como consecuencia de los cuales solicitó el retiro, echando las culpas de ello a cierto partido enemigo y sin tener la generosidad de culparse a sí mismo de nada. En cuanto se hubo retirado, conservó el mismo empaque majestuoso de antes. Continuaba siendo el mismo, tanto de levita, como de frac o cuando llevaba su bata. Empezando por la voz y terminando en el menor de sus gestos, todo en él era imperioso, autoritario, inspirando a sus inferiores si no afecto, al menos timidez. Chichikov experimentó lo uno y lo otro: afecto y timidez. Con la cabeza inclinada respetuosamente y extendiendo las manos como si fuera a levantar una bandeja repleta de tazas, hizo una flexión de tronco con sorprendente agilidad y dijo:

—He creído un deber el presentarme a Su Excelencia. Siento gran estimación por los valientes hombres que salvaron a nuestro país en el campo de batalla y he creído un deber el venir a presentarme personalmente a Su Excelencia.

Este modo de abordar la visita pareció complacer al general. Después de una acogedora inclinación de cabeza, repuso:

—Mucho gusto en conocerle. Hágame el favor de tomar asiento. ¿Dónde ha servido usted?

—Inicié la carrera —contestó Chichikov mientras se acomodaba no en el centro del asiento, sino de costado, y sujetándose al brazo del sillón— en una oficina pública, Excelencia. Después estuve en un juzgado, más tarde en una comisión de obras y luego en Aduanas. Mi vida podría ser comparada a un navío entre las olas, Excelencia. Mis pañales, por así decirlo, fueron la paciencia. Podría afirmarse que soy la encarnación de la paciencia… Y por lo que respecta a los enemigos que han atentado contra mi propia vida, no existen palabras que puedan describirlo ni pinceles que puedan pintarlo de manera que en el ocaso de mi vida busco únicamente un rincón donde pasar el resto de mis días. Por ahora me hospedo en la casa de un vecino de Su Excelencia…

—¿De quién?

—De Tentetnikov, Excelencia.

El general frunció el entrecejo.

—Él se siente muy apenado, Excelencia, por no haber dado pruebas de la debida deferencia…

—¿A quién?

—A los méritos de Su Excelencia. No halla palabras… «Si pudiera de alguna forma… —dice—, porque en verdad sé apreciar a los hombres que salvaron a la patria».

—¿Por qué? ¡Si no estoy enojado! —repuso el general, ya suavizado—. En el fondo le apreciaba sinceramente, no tengo la menor duda de que, con el tiempo, llegará a ser un hombre muy útil.

—Tiene usted toda la razón, Excelencia: un hombre realmente útil. Puede vencer, posee el don de la palabra y sabe manejar la pluma.

—Pero probablemente escribirá estupideces.

—No, Excelencia, no son estupideces… Se trata de algo serio… Está escribiendo… una historia, Excelencia.

—¿Una historia? ¿Sobre qué?

—Una historia… —Chichikov se detuvo, y ya fuera porque se hallaba en presencia de un general, ya por dar más importancia a la cosa, agregó—: Una historia de los generales, Excelencia.

—¿De los generales dice usted? ¿Qué generales son ésos?

—Los generales en general, Excelencia, tomados en su conjunto. Es decir, hablando con propiedad, los generales de nuestro país.

Chichikov, totalmente desconcertado, se maldecía para sus adentros, y pensó: «¡Dios mío! ¡Pero qué sarta de necedades estoy diciendo!».

—Discúlpeme, pero no llego a entender… ¿Se trata de la historia de una época determinada, o bien de diversas biografías? ¿De todos los generales, o únicamente de los que tomaron parte en la campaña del año 12?

—Así es, Excelencia, de los que tomaron parte en la campaña del año 12 —y tras pronunciar estas palabras, se dijo para sus adentros: «¡Que me maten si logro comprender algo!».

—¿Y por qué razón no viene a verme? Yo podría proporcionarle curiosos documentos.

—No se atreve, Excelencia.

—¡Qué tontería! Por unas palabras carentes de importancia que nos cruzamos… Yo no soy lo que él se imagina. Hasta estoy dispuesto a acudir yo mismo a su casa.

—No lo consentirá, querrá venir él —replicó Chichikov, quien había recobrado ya su presencia de ánimo, al mismo tiempo que pensaba: «¡Pues sí que han venido a tiempo los generales! ¡Y yo que dije lo primero que se me ocurrió!».

En el despacho se oyó un leve ruido. La puerta de nogal de un armario tallado se abrió por sí misma y, con la mano apoyada en el tirador de cobre, apareció una grácil figura. Si en una estancia oscura hubiera surgido de pronto un cuadro transparente iluminado por detrás mediante potentes lámparas, no habría sido tanto el asombro que aquella aparición causó. Un rayo de sol pareció entrar con ella y mofarse del lóbrego despacho del general. En un principio, Chichikov no pudo darse cuenta de quién era la que tenía ante él. Resultaba difícil adivinar en qué país había visto la luz. Un rostro de facciones tan nobles y tan puras no se podría hallar en ninguna parte, como no fuera en los antiguos camafeos. Erguida y ligera como una flecha, parecía dominarlo todo. Pero esto no era más que una ilusión.

No era ni muchísimo menos de elevada estatura. Ello era debido a la singular armonía de todo su cuerpo. El vestido le sentaba tan maravillosamente que producía la impresión de que las mejores costureras se habían concertado para preparar su indumentaria. Pero esto no era más que otra ilusión. Todo parecía hecho como por sí mismo: dos o tres puntadas que hubieran recogido una pieza de tela sin cortar, formando pliegues y frunces, pero con tal arte que si se comparaba con ella a todas las señoritas vestidas a la moda, éstas habrían parecido unas criaturas comunes que se cubrieran de miserables retales. Y si la hubieran esculpido, con esos pliegues y frunces, en mármol, todo el mundo habría visto en ella una genial obra de arte. Un solo defecto: era excesivamente delgada.

—Tengo el gusto de presentarle a mi niña mimada —dijo el general al tiempo que se volvía hacia Chichikov—. Aunque ignoro aún su apellido, nombre y patronímico.

—¿Es forzoso saber el nombre y patronímico de una persona que no ha destacado por sus grandes acciones? —repuso con modestia Chichikov moviendo la cabeza.

—No obstante, es necesario conocerlos…

—Pavel Ivanovich, Excelencia —dijo Chichikov haciendo una inclinación casi con la misma ligereza de un militar y retrocediendo con la ligereza de una pelota de goma.

—Ulinka —continuó el general, quien añadió, dirigiéndose a su hija—. Pavel Ivanovich acaba de darme una noticia muy interesante. Nuestro vecino Tentetnikov no es ni mucho menos tan necio como habíamos creído. Se ocupa en una obra de bastante importancia: está escribiendo la historia de los grandes generales del año 12.

—¿Quién creía que se trataba de un necio? —replicó ella con rapidez—. Eso lo será Vishnepokromov, en quien tú tienes confianza y que es un hombre vacío y abyecto.

—¿Por qué abyecto? —preguntó el general—. Un tanto vacío sí lo es.

—Es un tanto miserable y un tanto repugnante, y no solamente un tanto vacío. El hombre que ofendió de este modo a sus hermanos y arrojó de casa a su hermana es una persona repugnante.

—Eso son cosas que se dicen.

—Desde el momento en que se dicen por algo será. No alcanzo a comprender, padre, con lo bueno que eres, con el gran corazón que tienes, recibes a un hombre que se halla tan lejos de ti como la tierra del cielo y de quien tú mismo sabes que es una mala persona.

—¿Se da usted cuenta? —dijo el general con una sonrisa irónica, dirigiéndose a Chichikov—. Constantemente estamos discutiendo —y volviéndose hacia su hija continuó—: Qué quieres que haga, querida, ¿que lo arroje de casa?

—No es preciso echarlo. Pero ¿por qué usas con él tantas muestras de consideración y afecto?

Al llegar aquí, Chichikov se consideró obligado a colocar unas palabras.

—Todos desean el cariño, señorita —dijo—. ¡Qué le vamos a hacer! Incluso los animales aman las caricias. Desde el establo donde se encuentran sacan el hocico como si suplicaran: ¡acaríciame!

El general se puso a reír.

—Precisamente sacan el hocico. ¡Acaríciame, acaríciame! ¡Ja, ja, ja! Y no sólo el hocico, sino que todo él aparece cubierto de suciedad, y quiere como si dijéramos un estímulo… ¡Ja, ja, ja!

El robusto cuerpo del general se vio sacudido por las carcajadas. Los hombros, que otros tiempos habían soportado las macizas charreteras, se agitaban como si aún las llevara. Chichikov se permitió asimismo una risita, aunque, por consideración hacia el general, lo hizo con la letra e: ¡je, je, je! Y asimismo su cuerpo se vio estremecido, si bien sus hombros no se agitaron, ya que no habían soportado el peso de unas macizas charreteras.

—El muy sinvergüenza roba, entra a saco en el Tesoro, ¡y aún quiere una recompensa! Afirma que no es posible trabajar sin un estímulo… ¡Ja, ja, ja!

Una expresión dolorosa apareció en la noble y agradable cara de la joven.

—No comprendo cómo eres capaz de reírte, papá. Esas acciones tan poco nobles no me producen más que pesadumbre. Cuando veo que hay personas que engañan ante los mismos ojos de todos y que no son castigadas con el desprecio general, no sé lo que me ocurre, me pongo mala. Pienso, pienso… —y poco faltó para que rompiera a llorar.

—No te enojes con nosotros, por favor —dijo el general—. Nosotros no tenemos ninguna culpa. ¿No es verdad? —y aquí se volvió hacia Chichikov—. Dame un beso y márchate a tus aposentos. Voy a vestirme para la comida. Porque tú —agregó mirando a los ojos a Chichikov— supongo que te quedarás a comer con nosotros, ¿no es así?

—Si Su Excelencia…

—Sin cumplidos, ¿a qué viene todo esto? A Dios gracias, aún puedo invitar a comer. Tenemos sopa de coles.

Con las manos hábilmente separadas, Chichikov hizo una respetuosa inclinación de cabeza como muestra de agradecimiento, de tal forma que durante unos pocos segundos todos los objetos que había en la estancia desaparecieron de su vista y únicamente alcanzó a ver las puntas de sus propias botas. Cuando tras permanecer cierto tiempo en una actitud tan respetuosa, alzó la cabeza, ya no vio a Ulinka. Había desaparecido. Su sitio lo ocupaba un gigantesco ayuda de cámara, con espesos bigotes y patillas, que llevaba en las manos una jofaina y un jarro de plata.

—¿Me permites que me arregle en tu presencia?

—Su Excelencia puede, en mi presencia, no sólo arreglarse, sino hacer todo lo que mejor le parezca.

El general se quitó la bata con una sola mano y, después de arremangarse la camisa dejando desnudos sus robustos brazos, procedió a lavarse, resoplando como un pato. El agua jabonosa salpicaba en todas direcciones.

—Les gusta, les gusta ser estimulados —exclamó al tiempo que se secaba el cuello—. ¡Acaríciales, acaríciales! ¡Si no se les estimula no querrán robar! ¡Ja, ja, ja!

Chichikov se encontraba en un estado de ánimo indescriptible. En aquel preciso instante le asaltó un golpe de inspiración. «El general es un hombre divertido y bonachón, ¿por qué no lo hemos de intentar?», se dijo para sus adentros, y al advertir que el ayuda de cámara se había marchado con la jofaina y el jarro, exclamó:

—Excelencia, es usted tan bueno con todos y tan atento que me decido a pedirle un gran favor.

—¿En qué consiste?

Chichikov dirigió una mirada en torno a él.

—Tengo un tío, Excelencia, muy viejo y decrépito. Posee trescientas almas y dos mil desiatinas[54], y yo soy su único heredero. Debido a su vejez, no puede gobernar personalmente la hacienda, pero tampoco me la quiere ceder a mí. Los motivos que alega no pueden ser más divertidos. «Ignoro cómo es mi sobrino —dice—, tal vez sea un derrochador. Que me demuestre que es un hombre de fiar. Que consiga él mismo, con su propio esfuerzo, trescientas almas y entonces le daré las trescientas que yo poseo».

—Es un idiota completo —dijo el general.

—Si sólo fuera idiota… Pero ahí no acaba todo. Dese cuenta de mi situación, Excelencia. El viejo tiene un ama de llaves y ésta tiene hijos. Como me descuide, todo será para ellos.

—El viejo imbécil ha perdido el juicio, eso es todo —dijo el general—. Aunque no acabo de ver en qué puedo serle útil —continuó, mirando perplejo a Chichikov…

—Verá lo que se me ha ocurrido, Excelencia. Si Su Excelencia quisiera cederme todas las almas muertas de su finca como si fueran vivos, por medio de una escritura de compraventa, yo le entregaría la escritura al viejo y él me dejaría la herencia.

Cuando el general escuchó estas palabras, lanzó tal sonora carcajada como acaso no se haya oído otra igual en el mundo. Tal como estaba, se dejó caer en un sillón, con la cabeza inclinada hacia atrás, y poco faltó para que se ahogara. Toda la casa se puso en conmoción. Acudió el ayuda de cámara. La hija se presentó asustada.

—¿Qué te ocurre, padre? —le preguntó aterrorizada, mirándole perpleja a los ojos.

Pero el general tardó en poder articular palabra.

—No pasa nada, hija, no es nada. Vete a tu habitación. Ahora pasaremos al comedor. Estate tranquila. ¡Ja, ja, ja!

Y las carcajadas del general, que varias veces parecían haberse calmado, estallaron nuevamente, resonando desde el vestíbulo al último de los aposentos. Chichikov había comenzado a inquietarse.

—¡Vaya con el tío! ¡La bromita va a ser de primera! ¡Ja, ja, ja! ¡Recibirá muertos en lugar de vivos! ¡Ja, ja, ja!

«¡Ya vuelve a empezar! —pensó Chichikov—. Pues sí que es sensible. ¡A ver si al final estalla!».

—¡Ja, ja, ja! —continuaba el general—. ¡Vaya asno! ¡Sí que has tenido una buena ocurrencia! «Que saque de la nada trescientas almas y entonces le entregaré mis trescientas». ¡Qué asno!

—Sí, es un asno, Excelencia.

—¿Y tu jugarreta de obsequiar al viejo con muertos? ¡Ja, ja, ja! Daría lo que fuera por encontrarme allí cuando le entregaras la escritura. ¿Cómo es él? ¿Qué aspecto presenta? ¿Es ya muy viejo?

—Tiene ochenta años.

—Pero ¿se mueve aún? ¿Está bien conservado? Porque ha de estar fuerte cuando tiene ama de llaves.

—¡Ni remotamente! No es más que un montón de arena que se desmorona.

—¡Qué necio! Porque es un necio, ¿no es cierto?

—En efecto, Excelencia, es un necio.

—¿Y sale de casa? ¿Hace vida de sociedad? ¿Se aguanta todavía sobre las piernas?

—Sí, pero con dificultad.

—¡Qué estúpido! ¿Está fuerte? ¿Conserva aún la dentadura?

—Únicamente dos muelas, Excelencia.

—¡Qué asno…! Tú, hermano, no te enojes… A pesar de que se trate de tu tío, es un asno.

—Un asno, Excelencia, lo reconozco, aunque es pariente mío y me resulte penoso. Pero ¡qué le vamos a hacer!

Chichikov estaba mintiendo: no le producía el más leve dolor reconocerlo, tanto más que lo más seguro era que nunca había tenido tío alguno.

—Así pues, Excelencia, ¿me va usted a ceder…?

—¿Qué te ceda las almas muertas? ¡Tu ocurrencia merece que te las entregue hasta con tierra y con vivienda! ¡Llévate el cementerio entero!

¡Ja, ja, ja! ¡Que viejo, pero qué viejo! ¡Ja, ja, ja! ¡Menuda broma vas a gastar a tu tío!

Y las carcajadas del general volvieron a resonar por toda la casa. (…)[55].