CAPÍTULO I

¿Qué ansias son ésas de pintar siempre la calamidad, la miseria y las imperfecciones de nuestra existencia, de sacar a luz gentes de los más apartados y perdidos rincones de nuestra patria? Pero ¿qué le vamos a hacer si así es la naturaleza del autor y si, con los achaques de su propia imperfección, es incapaz de pintar otra cosa que no sea la calamidad, siempre la miseria y las imperfecciones de nuestra existencia, sacando a luz gentes de los más apartados y perdidos rincones de nuestra patria? Otra vez, pues, nos encontramos en un rincón apartado y perdido. Por el contrario, ¡qué perdido se halla este rincón, qué alejamiento el suyo!

Al igual que la enorme muralla de una interminable fortaleza, con sus contrafuertes y sus almenas, a lo largo de más de mil verstas, se alzaban las montañas. Se alzaban majestuosamente sobre la infinita extensión de las llanuras; ora formaban muros cortados a pico con sus bloques arcillosos y calcáreos, rasgados por hendiduras y barrancos, ora se ofrecían agradablemente en forma de salientes redondeados y cubiertos por el verdor de los jóvenes arbustos, que destacaban por encima de los troncos cortados de los árboles, ora alteraban con las manchas negruzcas de los bosques que milagrosamente se habían salvado de los estragos del hacha. El río, ora seguía con toda fidelidad las vueltas y recodos de las orillas, ora penetraba en las llanuras formando meandros, refulgía como el fuego al sol, se escondía entre los alisos, pobos y abedules, y salía de allí victorioso, con acompañamiento de puentes, molinos y presas, que producían la impresión de estar corriendo tras él en cada vuelta.

En un paraje, la abrupta ladera de las elevaciones aparecía más espesamente adornada con los verdes rizos de los árboles. Debido a las anfractuosidades del barranco, y gracias a un hábil trabajo de repoblación, se habían reunido allí el Norte y el Sur del reino vegetal. El abeto, el roble, el peral silvestre, el cerezo, el arce y el espino, la acacia amarilla y el serbal, en los que se enredaba el lúpulo, ora se ayudaban unos a otros a subir, ora se asfixiaban mutuamente, trepando desde el pie hasta la cima de las montañas. Arriba de todo, en la misma cima, podía entreverse, mezclados con las copas verdes de los árboles, las rojas techumbres de unos edificios señoriales, detrás de los cuales se distinguían la techumbres de las cabañas y la parte de la mansión del señor, con un balcón de madera tallada y una gran ventana de medio punto.

Por encima de todo este conjunto de árboles y tejados se elevaba la vieja iglesia de madera con sus cinco cúpulas doradas que brillaban al sol. Las cinco cúpulas estaban rematadas por cinco cruces de oro labrado, sujetas mediante cadenas, asimismo de oro labrado, de tal forma que viéndolas de lejos daban la sensación de estar suspendidas en el aire sin apoyo de ninguna clase, reluciendo como monedas de oro. Y todo ello, las copas de los árboles, las cruces y las techumbres, aparecía reflejado graciosamente invertido en el río, donde los pobres sauces, con sus troncos llenos de agujeros, permanecían solitarios en sus orillas, al mismo tiempo que otros penetraban en el agua, hasta la cual descendían las ramas y las hojas, como contemplando la maravillosa imagen en aquellos lugares donde no se lo impedían las viscosas esponjas ni los amarillos nenúfares que flotaban entre el vivo verdor de la vegetación.

El paisaje era muy bello, pero aún lo era más contemplando a lo lejos desde lo alto del edificio. Ningún huésped o visitante se mostraba indiferente cuando se asomaba al balcón. El asombro los dejaba atónitos y sólo eran capaces de exclamar:

—¡Santo Dios, qué panorama!

Desde allí veíanse extensiones que no tenían principio ni fin: más allá de los prados, salpicados de pequeños bosques y molinos de agua, verdeaban diversos cinturones de espeso bosque; pasados los bosques, a través del aire que comenzaba a enturbiar la neblina, amarilleaban las arenas; y otra vez se extendían en la lejanía los bosques, de color azulado como el mar o la niebla; y otra vez seguían las arenas, más pálidas, pero que aún amarilleaban.

En el lejano horizonte se alzaban las crestas de unos montes gredosos, de una blancura deslumbradora incluso con el mal tiempo, como si sobre ellos brillara un sol perpetuo. Pero encima de su espléndida blancura, en las faldas, se veían, aquí y allá, como unas manchas humeantes de azulada niebla. Eran remotas aldeas, pero el ojo humano no alcanzaba a distinguirlas. Solamente la dorada cúpula de la iglesia, a la que el sol arrancaba chispas de oro, denotaba que allí había una importante localidad. Todo ello se hallaba sumido en un profundo silencio, un silencio que ni siquiera aparecía turbado por el eco del canto de las aves, que apenas llegaba hasta aquellos apartados rincones.

El visitante salía al balcón y tras pasarse las horas admirando el paisaje, sólo era capaz de exclamar:

—¡Santo Dios, qué panorama!

¿Quién era el habitante y dueño de esa aldea, hasta la que, como si se tratara de una inexpugnable fortaleza, no se podía llegar directamente, sino que era preciso seguir otro camino, dónde los robles diseminados acogían amistosamente al huésped, como si sus extendidas ramas se abrieran en un íntimo abrazo y lo acompañaran hasta el edificio cuya parte alta distinguíamos desde abajo y que ahora se le aparecía todo entero, flanqueado a un lado por una fila de cabañas coronadas por adornos de talla, y al otro por la iglesia con sus refulgentes cruces de oro y sus caladas cadenas, asimismo de oro, que colgaban en el aire? ¿Qué feliz mortal era el señor de aquellos perdidos espacios?

El señor de todo aquello era un terrateniente del distrito de Tremalajan, Andrei Ivanovich Tentetnikov, un afortunado joven de treinta y dos años que, por añadidura, era soltero.

¿De qué clase de persona se trataba, qué cualidades reunía? A los vecinos, lectores; es preciso preguntar a los vecinos.

Un vecino que pertenecía a la raza de oficiales retirados inteligentes, una raza que actualmente está a punto de extinguirse, lo definió de este modo:

—Es un perfecto animal.

Un general que habitaba a diez verstas de allí, decía de él:

—Es un joven muy listo, pero es muy engreído. Yo podría serle de alguna utilidad, pues no me faltan relaciones en San Petersburgo, e incluso con… —el general no concluía la frase.

El capitán de policía rural contestaba en esta forma:

—Se trata de un don Nadie. Mañana sin falta iré a apremiarle para que pague los impuestos que aún tiene atrasados.

Los mujiks de su aldea, cuando se les interrogaba acerca de su amo, no contestaban nada. Esto significaba que su opinión no era muy favorable.

Pero hablando con imparcialidad, no era una mala persona, sino, sencillamente, un redomado holgazán.

En el mundo son muy numerosas las personas de esta clase; ¿por qué razón, pues, Tentetnikov no podía ser un holgazán? Sin embargo, veamos un día cualquiera de su vida, exactamente igual a los demás, y que el lector juzgue por sí mismo sobre su carácter y sobre si su género de vida estaba en relación con las bellezas que le rodeaban.

Se despertaba a altas horas de la mañana, y después de incorporarse, se quedaba durante un buen rato sentado en la cama, mientras se restregaba los ojos. Como éstos, desgraciadamente, eran pequeños, la operación se prolongaba con exceso. Durante todo ese tiempo, el criado Mijailo permanecía al lado de la puerta con la palangana y la toalla en las manos. El pobre Mijailo tenía que esperar una hora larga, tal vez dos, se marchaba a la cocina y cuando volvía, el señor continuaba sentado en la cama y restregándose los ojos. Por último se ponía en pie, y después de lavarse, se dirigía en bata al salón para tomar té, café, cacao e incluso leche recién ordeñada. Probaba un sorbo de cada cosa, lo llenaba todo de migas y lo ensuciaba todo, sin ninguna clase de consideraciones, con la ceniza de su pipa. Así pasaban dos horas. Y por si esto no fuera suficiente, llenaba una taza de té frío y se iba a tomarla a la ventana que daba al patio. Al pie de dicha ventana se desarrollaba todos los días la escena siguiente:

En primer lugar berreaba Grigori, un criado que se encargaba de la despensa, increpando a Perfilievna, el ama de llaves, aproximadamente en estos términos:

—Eres una indignante nulidad. Lo que deberías hacer es callarte, asquerosa.

—¿No quieres esto? —exclamaba la nulidad, esto es, la Perfilievna, haciendo la higa, pues se trataba de una mujer de rudas maneras, no obstante su amor por las pasas, caramelos y todo género de golosinas que tenía encerrados bajo llave.

—¡Serías capaz de pelear incluso con el administrador, mujer ruin! —gritaba Grigori.

—El administrador no es más que un ladrón como tú. ¿Piensas acaso que el señor no os conoce? Esta aquí y se entera de todo.

—¿Dónde está el señor?

—Ahí junto a la ventana. Lo oye todo. Efectivamente, el señor se hallaba junto a la ventana y lo oía todo.

Para acabar de completar el alboroto, un chiquillo, a quien su madre le había propinado un bofetón, gritaba con todas sus fuerzas; un galgo, al que el cocinero había escaldado cuando se quedó mirando por la ventana, aullaba desgarradoramente, sentado sobre sus cuartos traseros. En resumen, que resultaba imposible soportar aquel bullicio. El señor lo veía y lo oía todo. Y sólo cuando el alboroto era tan general que se hacía insoportable para la ocupación de no hacer nada, ordenaba decirles que armaran jaleo con más mesura.

Unas dos horas antes de la comida se encaminaba a su despacho para trabajar en serio en una obra que tenía que abarcar toda Rusia bajo sus más diversos aspectos: civil, político, religioso y filosófico, dar solución a los más difíciles problemas que el tiempo le había planteado y determinar con toda claridad el gran porvenir que le esperaba. En resumen, todo se le presentaba en la manera y forma en que gusta plantearse al hombre de nuestros días. Por otra parte, la enorme empresa no pasaba de ser un proceso de reflexión: mordisqueaba la pluma, surgían dibujos en el papel, que después era retirado para coger un libro y no abandonarlo ya hasta la hora de comer. Tal libro era leído con la sopa, con la salsa, con el asado e incluso con el dulce, de tal forma que la comida se enfriaba en los platos y algunos eran retirados sin tocarlos. A continuación venían la pipa y el café y el ajedrez, que jugaba consigo mismo. Lo que seguía después, hasta la hora de la cena, en verdad que no es cosa fácil de decir. Parece ser que, sencillamente, no hacía nada.

Así pasaba el tiempo, solo como un hongo en el mundo entero, aquel joven de treinta y dos años, constantemente enfundado en su bata y sin corbata. Jamás sentía deseo alguno de pasear, caminar, ni siquiera de levantarse, ni tan sólo de abrir las ventanas a fin de que se ventilara su aposento. Y el espléndido panorama, que ningún visitante podía contemplar indiferente, era como si no existiera para el propio dueño.

Lo que acabamos de decir permitirá al lector llegar a la conclusión de que Andrei Ivanovich Tentetnikov formaba parte de la familia de esas gentes que no se extinguen en Rusia y a las que antes se las conocía con el nombre de holgazanes, vagos y perezosos, y que ahora, la verdad sea dicha, no sé cómo llamar. ¿Es que nacen ya así, o es que se forman después como producto de las malaventuradas circunstancias que rodean severamente al hombre? En lugar de contestar será preferible que narremos la historia de su educación y de su infancia.

Todo parecía dar a entender que algún día sería un hombre de provecho. A los doce años, siendo entonces un muchacho inteligente, un tanto aficionado a la meditación y algo enfermizo, entró en un centro de enseñanza regentado en aquellos tiempos por un hombre excepcional. Ídolo de los jóvenes, asombro de los educadores, el extraordinario Alexandr Petrovich tenía el don de captar la naturaleza humana (…)[51]. ¡Hasta qué punto conocía las cualidades del ruso! ¡Cómo conocía a los que tenían dificultades y sabía estimularlos! No había ni uno solo de aquellos alborotadores que después de llevar a cabo una de sus travesuras no se presentara a él por su propia iniciativa para confesarle su culpa. Y aún más, tras recibir una severa reprimenda, no se iba con la cabeza baja, sino muy alta. En sus palabras se notaba algo alentador, algo que parecía estar diciendo:

—¡Adelante! ¡Si te has caído, levántate cuanto antes!

No hablaba nunca de la necesidad de observar una buena conducta.

Solía decir siempre:

—Lo único que exijo es inteligencia. Quien quiere llegar a ser inteligente, carece de tiempo para cometer travesuras. Las travesuras tienen que desaparecer por sí mismas.

Y así era, las travesuras desaparecían por sí mismas. El que no intentaba ser mejor, era despreciado por sus compañeros. Los torpes y los necios tenían que aguantar los remoquetes más ofensivos por parte de los más pequeños y no osaban ponerles la mano encima.

—Esto es demasiado —protestaban muchos—. Los inteligentes se convertirán en unos engreídos.

—No, no es demasiado —decía él entonces—. A los incapacitados no los retengo por mucho tiempo, con un curso tienen suficiente, mientras que los inteligentes estudian otro curso más.

Y en efecto, todos sus alumnos capacitados estudiaban ese curso complementario. No se mostraba disconforme con muchas travesuras, pues veía en ellas los inicios del desarrollo de sus cualidades espirituales. Le eran tan necesarias, decía, como las erupciones al médico, para lograr conocer a ciencia cierta el interior de los individuos.

¡Cómo le apreciaban todos sus alumnos! No, nunca dan pruebas los niños de tanta estimación hacia sus padres. No, ni siquiera en los años locos de los locos afectos se experimenta una pasión tan fuerte e inextinguible como el amor que experimentaban hacia él.

Y alumno agradecido hasta los últimos días de su vida, cuando levantaba la copa el día del aniversario de su excepcional educador, el cual yacía en la tumba desde mucho tiempo atrás, dejaba fluir las lágrimas de sus ojos cerrados.

La más pequeña muestra de aprobación les hacía estremecerse y temblaban de pura emoción con el ambicioso deseo de sobrepasar a todos. A los poco capacitados no los retenía largo tiempo y tenían que resignarse con un curso abreviado. Pero los capacitados debían estudiar un programa doble. Y la última clase, que estaba reservada para los elegidos, no se parecía lo más mínimo a lo que era corriente en otros centros de enseñanza. Sólo en ella exigía a los discípulos lo que actualmente se exige con insensato criterio a los niños: la inteligencia superior que no se burla de los demás y es capaz de aguantar toda clase de mofas, de ser indulgente con el imbécil y no enojarse, de no perder la paciencia, de no vengarse bajo ningún concepto y conservar la clara serenidad de un alma impasible. Recurría a todo lo que puede modelar al hombre de firme carácter y llevaba a cabo con sus discípulos incesantes experiencias. ¡Oh, cómo conocía la ciencia de la vida!

En su escuela había escasos profesores y él mismo explicaba casi todas las asignaturas. Sin frases pedantescas ni enfáticas concepciones, sabía exponer la esencia misma de los conocimientos de tal forma que incluso el más joven de los alumnos advertía claramente su necesidad. Del cúmulo de conocimientos sólo enseñaba los que contribuyen a convertir al hombre en ciudadano del país que le dio el ser. La mayoría de sus lecciones consistían en una explicación de lo que esperaba a los jóvenes, y sabía presentar las cosas de tal suerte que el alumno, sentado en el pupitre, vivía ya con toda su alma su vida al servicio de la patria.

No ocultaba nada: presentaba ante los muchachos en toda su desnudez, el conjunto de los obstáculos y reveses con que se tropezarían en su camino, las seducciones y tentaciones que les aguardaban, sin guardar nada en silencio. Lo sabía todo, como si él hubiera pasado por todos los cargos y empleos. Sea porque la ambición crecía ya con intensidad en los discípulos, sea porque en los ojos mismos del excepcional profesor se advertía algo que decía a los muchachos ¡Adelante! —palabra tan conocida por el ruso, que produce tantos milagros en su insensible espíritu—, pero desde el mismo comienzo el joven buscaba sólo las dificultades, ardiendo en deseos de obrar allí donde le resultaba difícil, donde había mayores obstáculos, donde era necesario mostrar una gran fuerza de ánimo.

Eran en verdad pocos los que cursaban esos estudios, pero todos ellos salían realmente fogueados. Trataban de encontrar los puestos más difíciles, mientras que otros, aún los más capaces, agotaban su paciencia, lo dejaban todo cuando se veían ante contrariedades personales, o bien perdían la cabeza y, arrastrados por la abulia y la indolencia, se abandonaban e iban a parar a las manos de prevaricadores y granujas. Ellos, por el contrario, se mostraban firmes y, conociendo como conocían la vida y el hombre, instruido por la sabiduría, ejercían gran influencia incluso sobre los malos.

El fogoso corazón de los ambiciosos discípulos latía violentamente ante la idea de que, por fin, alcanzarían esa clase. ¿Qué otro profesor podía existir que más influencia ejerciera en nuestro Tentetnikov? Pero en el momento mismo en que llegaba al curso de los elegidos —lo que con tanto afán anhelaba—, el incomparable preceptor falleció de muerte repentina. ¡Oh, qué golpe representó esto para él! ¡Qué espantosa pérdida, la primera que experimentaba!

En el colegio todo se transformó. Un tal Fiodor Ivanovich sucedió a Alexandr Petrovich. En seguida instituyó cierto reglamento y comenzó a pedir a los pequeños lo que sólo se puede exigir a los mayores. La desenvoltura con que exteriormente se movían le pareció una muestra de desenfreno. Y como si pretendiera llevar la contraria a su antecesor, anunció ya desde el principio que para él la inteligencia y los éxitos en los estudios no significaban nada, y que él prestaría atención únicamente al buen comportamiento. Cosa extraña, Fiodor Ivanovich no alcanzó a lograr ese buen comportamiento. Comenzaron a hurtadillas las travesuras. Durante el día todo funcionaba bien, todos marchaban de dos en dos, pero cuando se acercaba la noche había que ver el desbarajuste que se armaba.

Respecto a los estudios, también sucedió algo extraño. Fueron contratados nuevos maestros, con un concepto nuevo de las cosas y con ángulos y puntos de vista nuevos. Los discípulos aprendieron innumerables términos y palabras nuevos. Estos preceptores exponían las asignaturas con lógica y entusiasmo, pero ¡ay!, su ciencia no tenía vida alguna. En sus labios era letra muerta. En resumen, todo marchó al revés. El respeto hacia los maestros y superiores desapareció. Al director lo llamaban Fedka, Bulka[52] y otras cosas por el estilo. La depravación llegó más allá de los límites infantiles: se originaron tales escándalos que fue preciso expulsar a numerosos discípulos.

Dos años más tarde nadie habría podido reconocer aquel colegio.

Andrei Ivanovich estaba dotado de un apacible carácter. No le atraían ni las orgías nocturnas de sus compañeros —los cuales tenían cada uno su dama al mismo pie de las ventanas de la casa del director—, ni las mofas sacrílegas con que se burlaban cuando hallaban a un pope no demasiado inteligente. No, su alma, como a través de un sueño, se daba cuenta de su origen divino. Todo aquello no podía atraerle, pero sus entusiasmos se enfriaron. Su ambición había despertado, pero no hallaba campo en el que desarrollarla. Escuchaba a los maestros, que se exaltaban en la cátedra, y se acordaba de su profesor anterior, el cual, sin acaloramientos, sabía explicar las cosas de forma que resultara fácil comprenderlas. ¡Cuántas asignaturas y materias estudió! Química, Medicina, Filosofía e incluso Derecho e Historia Universal, pero tan extensa, que a lo largo de tres cursos el maestro sólo llegó a explicar la introducción y el desarrollo de la comunidad en ciertas ciudades de Alemania. ¡Sabe Dios lo que estudiaría! De todas estas materias en la cabeza le habían quedado algunos prácticos informes. Gracias a su inteligencia natural, se daba cuenta de que no se tenía que enseñar así, aunque ignoraba cómo tendría que hacerse.

Pero la juventud se siente feliz porque tiene un futuro. A medida que se aproximaba el fin de sus estudios, el corazón le latía con mucha más fuerza. Pensaba para sus adentros: «Esto no es la vida aún, esto sólo es la preparación para la vida. La auténtica vida está en el trabajo. Allí me esperan verdaderas empresas». Y sin dirigir ni una mirada al bello rincón que tanto sorprendía a sus huéspedes, sin llegarse hasta las tumbas de sus padres, según la costumbre de todos los ambiciosos, se encaminó a San Petersburgo, adonde, como todo el mundo sabe, acuden desde los más apartados rincones de Rusia nuestros fogosos jóvenes impulsados por los deseos de entrar en la Administración, de destacar, de hacer méritos o, sencillamente, de comprar unos palmos de ese engañoso conocimiento del mundo, incoloro y frío como el hielo.

Las ambiciosas pretensiones de Andrei Ivanovich fueron frenadas, no obstante, desde el principio, por su tío, el consejero de Estado efectivo Onufri Ivanovich, quien le declaró que lo más importante era la buena letra y que debía comenzar cuidando la caligrafía. Con muchas dificultades y con ayuda de las recomendaciones del tío, logró entrar en un departamento. Cuando fue introducido en una magnífica sala, inundada de luz, con suelo de parquet y escritorios barnizados, que producían la sensación de que en ella se reunían los más altos dignatarios del Estado para tratar de los destinos de la nación, y vio legiones de elegantes señores dedicándose a escribir entre gran ruido de plumas y con las cabezas ladeadas; cuando se le instaló en una mesa y le entregaron para copiar un documento que, como buscado a propósito, concernía a una cuestión de la menor importancia —era un asunto relativo a tres rublos que llevaban seis meses dando vueltas—, una rara sensación hizo presa en el inexperto joven, como si por haber cometido una falta le hubieran obligado a bajar del último curso a otro inferior. ¡Cómo se parecían aquellos señores a escolares! Para completar el parecido, algunos leían una estúpida novela traducida, que escondían entre los folios del expediente como si se hallaran entregados a su tarea, al mismo tiempo que se echaban a temblar cada vez que aparecía el jefe.

Todo esto le produjo una extraña sensación, pensó que sus anteriores ocupaciones eran más importantes que éstas, que la preparación para el trabajo era mejor que el trabajo mismo. Sintió añoranza por el colegio. Y de súbito se le apareció Alexandr Petrovich, como si estuviera vivo, y poco faltó para que rompiera a llorar. La sala, con los funcionarios y las mesas, comenzó a dar vueltas, y estuvo a punto de desvanecerse. «No —se dijo cuando volvió en sí—, me dedicaré al trabajo por mezquino que pueda parecerme al principio». Y haciendo de tripas corazón, decidió firmemente seguir el ejemplo de los demás.

¿Qué parte será la que se halle desprovista de placeres? Los hay en San Petersburgo, a pesar de su tosco y sombrío aspecto. En las calles reina un frío de treinta grados; un frío de pocos amigos; aúlla el viento, la bruja de las tormentas barre las aceras, ciega los ojos, llena de nieve los cuellos de piel, los bigotes de la gente y los peludos hocicos de las bestias; pero a través de los copos que danzan en todas direcciones, se ve brillar una ventana del tercer piso: en una acogedora estancia, a la luz de unas modestas velas de estearina, se mantiene una charla que reanima el corazón y el alma, a la vez que el samovar ronronea, o alguien lee unas hermosas páginas de uno de los inspirados poetas con que Dios ha distinguido a Rusia. Y el juvenil corazón del muchacho arde con el fervoroso entusiasmo con que ardería bajo el cielo del mediodía.

Tentetnikov pronto se acostumbró a sus funciones, aunque jamás llegaron a ser para él la meta principal como imaginaba al principio, sino algo secundario. El trabajo le servía para repartir su tiempo, haciendo que apreciara más los momentos que le quedaban libres. Su tío, el consejero de Estado efectivo, comenzaba ya a considerar que el sobrino llegaría a convertirse en un hombre de provecho cuando éste lo echó todo a rodar. Entre los amigos, por cierto muy numerosos, de Andrei Ivanovich, se encontraban dos que eran lo que se dice dos resentidos. Eran unos caracteres raros e inquietos, que no podían contemplar con indiferencia, no ya las injusticias, sino todo lo que a sus ojos revistiera las apariencias de injusticia. Buenos en el fondo, pero desordenados, querían para ellos indulgencia al mismo tiempo que se mostraban intolerantes con los demás. Su vehemencia y su indignación contra la sociedad ejercieron una profunda influencia en Tentetnikov. Le convirtieron en un ser nervioso e irascible e hicieron que prestara atención a todas las pequeñeces en las que antes ni siquiera se fijaba.

De la noche a la mañana dejó de gustarle Fiodor Fiodorovich Lenitsin, jefe de una de las secciones que ocupaban aquellas magníficas salas. Comenzó a buscar en él todo género de defectos. Le pareció que Lenitsin era todo fingimiento y almíbar en las conversaciones con los superiores y vinagre y hiel cuando se dirigía a sus subordinados; que, como todos los espíritus mezquinos, llevaba buena cuenta de quiénes eran los que no iban a ofrecerle sus respetos los días festivos, vengándose después de aquellos cuyos nombres no constaban en los pliegos de la portería. Esto fue causa de que cobrara hacia él una repugnancia fisiológica. Un espíritu maligno le impelía a hacerle alguna jugarreta a Fiodor Fiodorovich. Lo intentaba con verdadero placer y no paró hasta lograrlo.

Un día levantó en su presencia hasta tal punto la voz, que los superiores le comunicaron: o presentaba disculpas, o presentaba la dimisión. Él optó por presentar la dimisión. Su tío, el consejero de Estado efectivo, acudió a él asustado y suplicante:

—¡Por Dios te lo pido! ¿Te das perfecta cuenta de lo que acabas de hacer? ¡A quién se le ocurre dejar una carrera iniciada tan ventajosamente por la simple y exclusiva razón de que el jefe es distinto a como tú querrías que fuera! ¿Qué haces? ¿Qué haces? Si tomaran así las cosas, todos dejarían sus cargos. Entra en razón, deja de lado el orgullo y el amor propio y vayamos a ofrecerle tus excusas.

—No es lo que tú crees, tío —replicó el sobrino—. No me sería muy difícil darle explicaciones. Toda la culpa es mía; él es el jefe y yo no tenía que haberle hablado como lo hice. Pero hay otras obligaciones y deberes que debo atender: poseo trescientos siervos, la hacienda se halla abandonada y el administrador es un estúpido. El Estado no perderá gran cosa si otro me remplaza en la tarea de copiar documentos, pero su pérdida será considerable si esos trescientos hombres no pagan sus impuestos. Yo soy propietario, ¿qué se imagina usted?, y esto es algo que también obliga. Si yo me ocupo en conservar a los hombres que me han sido confiados y en mejorar su suerte, y si ofrezco al Estado trescientos súbditos ejemplares, sobrios y trabajadores, ¿será quizá mi trabajo inferior al de cualquier jefe de sección, al de cualquier Lenitsin?

El consejero de Estado efectivo se quedó realmente atónito. No esperaba tal torrente de palabras. Tras haber reflexionado, un rato, se expresó más o menos de la manera siguiente:

—No obstante… ¿cómo eres capaz de hacer eso? ¿Cómo vas a enterrarte en el campo? ¿Qué sociedad piensas hallar entre los campesinos? Aquí, al menos, uno se encuentra en la calle con un general o con un príncipe. Pasas junto a algún… Hay alumbrado de gas, esto es la Europa industrial… Allí con lo único que te tropezarás será con mujiks y campesinas. ¿Por qué quieres condenarte a vivir en esa atmósfera de ignorancia para el resto de tu vida?

Pero las reflexiones del tío no hicieron mella alguna en el sobrino. La aldea comenzaba a parecerle un libre refugio en el que hallarían espacioso campo sus ideas y pensamientos, el único sitio donde le sería posible desplegar una actividad útil. Ya se había procurado las últimas obras publicadas sobre agricultura. En resumen, al cabo de dos semanas de tener lugar esta conversación estaba ya en las proximidades de los parajes en que había transcurrido su niñez, no lejos del rincón que ningún visitante o huésped podía por menos de admirar.

Nuevas sensaciones le embargaban. En su alma revivieron impresiones que se habrían creído borradas para siempre. Numerosos lugares los había olvidado totalmente, y, como si fuera la primera vez, contemplaba con curiosidad los bellos paisajes. Sin saber por qué, el corazón empezó a latirle con violencia. Cuando el camino le llevó por un estrecho barranco a lo más espeso de un vasto bosque y vio arriba y abajo, sobre su cabeza y a sus pies, robles tricentenarios que únicamente podían abarcar tres hombres juntos, alternando con el pino albar, el álamo y el olmo, y cuando al preguntar a quién pertenecía el bosque le respondieron que a Tentetnikov; cuando al abandonar el bosque el camino siguió por entre unos prados bordeados de pinares, mimbreras y sauces, con las alturas que se extendían muy arriba, y cruzó por dos puentes el mismo río, dejándolo ora a la derecha, ora a la izquierda, y a la pregunta de a quién pertenecían aquellos prados y terrenos anegadizos, le respondieron que a Tentetnikov. Cuando el camino siguió cuesta arriba y avanzó por una llana elevación, por un lado junto a las mieses, a los campos de trigo, cebada y centeno, y por otro junto a otras partes por las que antes había pasado y que ahora se le mostraban reducidas por la lejanía, y cuando, oscureciéndose poco a poco, el camino acabó por penetrar en la sombra de copudos árboles que extendían sus ramas sobre el verde tapiz hasta la misma aldea, y se presentaron ante sus ojos las cabañas de los campesinos con sus maderas talladas, y las rojas techumbres de los edificios de mampostería pertenecientes al propietario, la amplia casa y la vieja iglesia, y brillaron sus cúpulas doradas, cuando el palpitante corazón sabía, sin tener necesidad de preguntarlo a nadie, adónde había llegado, las sensaciones que hasta aquel momento se habían acumulado, se desbordaron, al fin, en un raudal de sonoras palabras:

—¿No he sido un necio hasta ahora? El destino me hizo dueño de un paraíso y yo mismo me condené a escribir papeles muertos. La instrucción que recibí, la cultura, me proporcionaron los conocimientos precisos para hacer el bien entre los hombres a mí confiados, para mejorar toda una comarca, para cumplir la serie de obligaciones de propietario, que al mismo tiempo es juez, conservador y ejecutor del orden. Y yo he colocado este puesto en manos de un administrador ignorante, mientras prefería preocuparme por asuntos ajenos entre gentes a las que no había visto nunca, de las que desconocía el carácter y las condiciones; prefería al verdadero Gobierno, ese imaginario Gobierno de papel de provincias que se encuentran a varios miles de verstas, que yo jamás he pisado, y en el cual yo sólo podía cometer una sarta de absurdos y necedades.

Mientras tanto, otro espectáculo le estaba esperando. Enterados de la llegada del señor, los campesinos se habían reunido en el portal de la casa. Le rodearon pañuelos, gorros, cinturones, camisas bordadas, caftanes y las pintorescas barbas de la bella aldea. Cuando oyó decir:

«¡Nuestro bienhechor! Se ha acordado de nosotros…» y los viejos se echaron a llorar recordando a su abuelo y a su bisabuelo, tampoco él fue capaz de contener las lágrimas. Se dijo: «¡Cuánto afecto! ¿Por qué me aprecian hasta tal extremo? Jamás los he visto, jamás me he preocupado por ellos», y decidió que en adelante compartiría con ellos los trabajos y las ocupaciones.

Comenzó a dirigir y a tomar disposiciones. Redujo las prestaciones, disminuyendo el número de días que los mujiks tenían obligación de trabajar para él y aumentando de esta forma el tiempo que el campesino podía destinar a su propia hacienda. Al estúpido del administrador lo despidió.

Tomaba parte en todo, se le podía ver en los campos, en los cobertizos de la mies, en la era, en los molinos, en el embarcadero cuando tenía lugar la carga de barcazas, de modo que incluso los holgazanes comenzaron a rascarse el cogote. Pero esto no duró gran cosa. El campesino es astuto y pronto advirtió que el señor, a pesar de ser diligente y de que mostraba deseos de hacer muchas cosas, ignoraba cómo poner manos a la obra y hablaba con términos cultos que nadie comprendía. Resultó como si el propietario y el campesino no se entendieran, como si cantaran con distintas voces y no acertaran a sostener la misma nota.

Tentetnikov se dio cuenta de que en sus tierras todo crecía peor que en las de los campesinos. Se sembraba antes y los brotes tardaban más en salir, aunque los mujiks trabajaban bien, según parecía; él mismo se hallaba presente e incluso ordenaba que se les ofreciera un trago de vodka para recompensar su celo. En la tierra de los campesinos el centeno había ya acabado de espigar, la avena había graneado y el mijo aparecía muy crecido, y en cambio en las suyas apenas si las mieses comenzaban a crecer y a espigar. En resumen, el señor advirtió que el campesino le engañaba, a pesar de las mejoras que él les había otorgado. Intentó reprocharles su comportamiento, pero le contestaron:

—¿Cómo puede ser, señor, que no sintamos los intereses del amo como si fueran nuestros? Usted mismo vio el interés con que labrábamos y sembrábamos, y mandó que nos dieran un trago de vodka.

¿Qué podía replicar?

—Y entonces, ¿a qué se debe que haya crecido tan mal? —preguntaba.

—¿Quién sabe? Sin duda el gusano se habrá comido las raíces. Por otra parte, el verano ha sido demasiado seco. No ha caído ni una sola gota.

Pero el señor veía que el gusano no se había comido las mieses de los campesinos, y que la lluvia había caído de una forma muy rara, como a trechos, favoreciendo al campesino y no acordándose de las tierras del señor.

Aún le resultaba más difícil entenderse con las mujeres. Éstas no dejaban de ir a él para rogarle que las excusara del trabajo, quejándose de lo duras que eran las prestaciones. ¡Cosa extraña! Él había suprimido casi totalmente las prestaciones de baya, setas, nueces y telas, había reducido a la mitad todos los demás trabajos, pensando que las mujeres dispondrían de más tiempo para dedicarse a la casa, coserían ropa a sus maridos, harían su calzado y aumentarían sus huertas. Pero los resultados fueron muy distintos. La poltronería, las riñas, los comadreos y las discordias de todo tipo llegaron en el bello sexo hasta tal punto, que los maridos no dejaban de acudir a él a lamentarse:

—Te lo suplico, señor, haz que se ponga en razón ese diablo de mi mujer. Sí, es el mismísimo diablo. No me deja en paz.

Haciendo de tripas corazón, decidió mostrarse severo. Pero ¿cómo usar su severidad? Acudían también a él las mujeres quejándose de que se encontraban mal, de que se sentían enfermas, vestidas con unos trapos miserables que Dios sabe de dónde los habrían sacado.

—Vete, vete con Dios, aléjate de mi vista —decía el infeliz Tentetnikov, y acto seguido veía que, nada más cruzar el portón, la enferma empezaba a reñir con una vecina, a propósito de un nabo, y le molía las costillas como un robusto campesino no habría podido hacerlo.

Se le ocurrió construir una escuela para los mujiks, pero resultó tal necedad que se sintió completamente desanimado. Habría sido preferible que aquella idea no le hubiera pasado por la cabeza. ¡Qué escuela! Ni siquiera tenía nadie tiempo para acudir a ella: el niño de diez años ayudaba ya en todas las tareas y era allí donde se instruía.

En los asuntos judiciales y en los pleitos de nada le servían las sutilezas jurídicas que le habían enseñado sus maestros filósofos. Mentía una parte, mentía la otra, y ni el mismo diablo podía entender aquello. Se dio cuenta de que antes que las sutilezas jurídicas y filosóficas aprendidas en los libros era preciso el simple conocimiento de la naturaleza del ser humano. Advirtió que le faltaba algo, aunque no conseguía averiguar qué era. Y acabó sucediendo lo que tan a menudo ocurre: ni el campesino llegó a conocer al señor, ni el señor llegó a conocer al campesino. El campesino puso de manifiesto su parte mala y otro tanto le ocurrió al señor. Y el celo del terrateniente acabó por enfriarse.

A las faenas acudía ya sin ningún interés. Ya funcionasen con escaso ruido las guadañas, ya fueran hacinadas las mieses, ya se realizara cualquier otra faena, sus ojos se clavaban en la lejanía. Y si los trabajos se efectuaban a distancia, sus ojos buscaban objetos próximos o miraban a cualquier lado, a un recodo del río por cuyas orillas se deslizaba un martín pescador de patas y pico rojos. Contemplaba con curiosidad cómo el pájaro, habiendo atrapado a un pez cerca de la orilla, lo sujetaba atravesado en el pico, como no sabiendo si tragárselo o no, y a la vez miraba a otro martín pescador que blanqueaba a distancia, que no había cogido nada, y al que ya había atrapado a su pez.

O bien, con los ojos entornados y alzando la cabeza hacia los espacios infinitos, la abandonaba al perfume de los campos y a las voces de la cantarina población de los aires, cuando ésta se unía en todos los lugares, en el cielo y en la tierra, en un melodioso coro en el que nadie molestaba e interrumpía a los demás. Entre el centeno cantaba la codorniz, en la hierba cloqueaba el rascón, sobre ellos piaban las bandadas de pardillos, graznaba la becada, gorjeaba la golondrina, perdiéndose en la luz, y hacían sonar sus trompas las grullas, formando sus triángulos en los aires. Todos los contornos se hacían eco a los sonidos. ¡Oh, Creador! ¡Qué bello es tu mundo aun en el más alejado rincón, en una pequeña aldea, lejos de los grandes caminos y de las ciudades, con todas sus miserias!

Pero también esto acabó cansándole. Pronto suspendió totalmente sus salidas al campo, se recluyó en sus aposentos y se negó incluso a recibir al administrador cuando éste se presentaba para informarle de cómo iban los asuntos.

Antes acostumbraban a ir a visitarle algunos vecinos: un teniente de húsares retirado que apestaba a humo, un estudiante frustrado, de ideas radicales, cuyos conocimientos los había aprendido en periódicos y folletos. Igualmente esto acabó aburriéndole. Sus conversaciones empezaron a parecerle un tanto superficiales y su trato a la europea, con palmaditas en las rodillas, y su familiaridad y servilismo, exageradamente abiertos. Tomó la decisión de romper con todos y lo hizo incluso de un modo bastante brusco. Cuando uno de los mejores representantes de esas superficiales charlas acerca de todo, uno de esos coroneles parlanchines y entusiastas de las ideas nuevas que tienden a extinguirse, Varvar Nikolaevich Vishnepokromov, se presentaba dispuesto a conversar ampliamente con él de filosofía, de literatura, de política, de moral e incluso del estado de las finanzas inglesas, ordenó decir que no se encontraba en casa, al mismo tiempo que incurría en el descuido de asomarse a la ventana. Las miradas del visitante y del dueño de la casa se cruzaron. Uno, por supuesto, gruñó: «¡Bestia!», y el otro, impelido por el despecho, debió de responder algo relacionado con los cerdos.

Ahí concluyeron sus relaciones. A partir de entonces nadie acudió ya a visitarle. Él celebró esto y se dedicó a meditar acerca de una gran obra sobre Rusia. El lector ha tenido ya ocasión de ver en qué forma transcurrían sus meditaciones. Se estableció un extraño y desordenado orden. No puede afirmarse que no hubiera momento en que pareciera despertar de su sueño. Cuando el correo llegaba trayéndole revistas y periódicos y hallaba el nombre de un condiscípulo de viejos tiempos que ya había hecho notables progresos en la Administración pública o había contribuido ya en la medida de lo posible al avance de las ciencias y a la causa de la Humanidad, una secreta y suave melancolía se apoderaba de su corazón; una queja sorda y dolorosa se escapaba sin que él fuera capaz de dominarla. En aquellos momentos su existencia le parecía algo repugnante y deleznable. Con sorprendente vigor recordaba los tiempos del colegio, y Alexandr Petrovich se le aparecía como si aún viviera… Las lágrimas se deslizaban entonces abundantemente de sus ojos y sus sollozos se prolongaban a lo largo de casi todo el día.

¿Qué querían decir esos sollozos? ¿Revelaba de este modo su alma enferma el triste misterio de su dolencia? ¿No se había formado y robustecido ya la elevada personalidad que en él se esbozaba? ¿Era acaso que, al no haberse templado en su juventud en la lucha con los reveses, no había sabido elevarse y adquirir fortaleza cuando se tropezaba con las dificultades y contrariedades? ¿O que al fundirse, como el metal en el horno, el abundante caudal de sus grandes sensaciones, no había recibido el último temple, al fallecer demasiado pronto su excepcional maestro, y que actualmente no tenía a nadie en todo el mundo que pudiera dar vigor y fortaleza a sus energías, perpetuamente turbadas por las constantes vacilaciones y carentes de fluidez, alguien que gritara a su alma el alentador «¡Adelante!», que el ruso anhela oír por doquier, en todos los escalones de su vida, cualquiera que sea su estamento, condición u oficio? ¿Dónde está el ser humano capaz de gritarle al alma rusa en su propia lengua el todopoderoso «¡Adelante!», quien, conocedor de todas las fuerzas y virtudes, de toda la profundidad de nuestro carácter, fuera capaz de orientarnos como por encanto hacia una vida superior? ¡Con qué lágrimas, con qué cariño le pagaría el ruso reconocido! Pero los siglos suceden a los siglos, medio millón de inútiles y holgazanes duermen con profundo sueño y Dios no acaba de dar a Rusia la persona que pueda pronunciarla.

Un hecho estuvo a punto de despertarlo y de ocasionar una revolución en su carácter. Fue algo que tenía cierto parecido con el amor. Pero todo acabó en nada. No muy lejos, a diez verstas de su aldea, habitaba un general que, como ya vimos, no hablaba muy bien de Tentetnikov. Dicho general vivía como viven los generales, su mesa estaba siempre puesta para quien acudiera a visitarle, le gustaba que los vecinos vinieran a ofrecerle sus respetos, aunque jamás devolvía las visitas, hablaba con voz ronca, leía libros y tenía una hija que era una maravilla, una criatura como nunca se había visto otra hasta entonces. Era algo vivo como la vida misma.

Se llamaba Ulinka. Su educación fue algo que se salía bastante de lo corriente. Por institutriz había tenido a una inglesa que no sabía ni una palabra de ruso. Era aún una niña cuando falleció su madre. El padre no había tenido tiempo de ocuparse de ella. Eso sí, la amaba locamente y no había hecho más que mimarla. Como una criatura que ha crecido en la libertad, era muy caprichosa. Si alguien hubiera tenido ocasión de ver cómo la súbita cólera llenaba de severas arrugas su bella frente y el fuego que ponía en las disputas con su padre, la habría considerado como la más antojadiza de las criaturas. Pero su cólera sólo estallaba cuando oía hablar de una injusticia o de una mala acción, sea cual fuere la víctima. Nunca se irritaba ni discutía para defenderse o justificarse. La ira se esfumaba en cuanto veía en la desgracia a aquel contra quien se había enojado. A la primera petición de ayuda, cualquiera que fuese quien se la hiciera, estaba dispuesta a entregar su bolsa con todo su contenido, sin detenerse a pensar y sin que el cálculo la frenara. Era en extremo impetuosa. Cuando hablaba, parecía que toda ella siguiera el curso de sus ideas: la expresión de su rostro, la entonación, los movimientos de sus manos; incluso los pliegues de su vestido para el que el más desenvuelto y parlanchín no encontraba palabras. En ella no había nada oculto. No le producía temor alguno el descubrir sus pensamientos ante cualquiera, y ninguna fuerza la habría obligado a permanecer en silencio cuando quería hablar. Sus andares, deliciosos y muy personales, eran tan libres y seguros, que, sin darse cuenta, todo el mundo le cedía el paso. Frente a ella, el malo se turbaba y enmudecía; el más desenvuelto y parlanchín no encontraba palabras y se azoraba, mientras que el tímido podía charlar con ella como jamás había charlado en toda su vida con nadie, y desde el primer instante le parecía que la había conocido antes, que ya se habían visto en los tiempos de su niñez, en la casa paterna, en una regocijada velada, entre los divertidos juegos de la chiquillería, y más tarde, durante un buen rato, le parecía aburrida la sensata edad del adulto.

Esto justamente fue lo que sintió Tentetnikov. Un nuevo e inefable sentimiento invadió su alma. Su aburrida vida se iluminó de repente.

Al principio, el general recibió a Tentetnikov bastante bien; se mostraba amistoso, aunque no llegaron a simpatizar. Sus conversaciones se convertían en controversias y las dos partes quedaban con una sensación no muy grata, porque al general le molestaba que le llevaran la contraria. Tentetnikov, a su vez, también era quisquilloso. Claro está que, pensando en la hija, perdonaba muchas cosas al padre. La paz se mantuvo entre ellos hasta que llegaron dos parientas del general, la condesa Boldiriova y la princesa Yuziakina, antiguas damas de honor de la corte, pero que aún continuaban manteniendo algunas relaciones con palacio, debido a lo cual el general se rebajaba algo ante ellas.

Desde el momento en que aparecieron, Tentetnikov tuvo la sensación de que el general se comportaba con él con más frialdad, de que no advertía su presencia o lo trataba como a persona de inferior condición. Le decía con desdén: «amigo» y «escucha, hermano», llegando incluso a tutearle. Esto terminó por hacerle estallar. Conteniéndose, no obstante, apretando los dientes y dominándose, tuvo la presencia de ánimo suficiente como para decirle cortésmente y con voz suave, mientras su rostro se encendía y todo él hervía por dentro:

—Le doy las gracias, general, por su benevolencia. Al tutearme me invita a una íntima amistad y me fuerza a que yo le tutee a usted. Pero la diferencia de edad se opone a una relación tan familiar entre nosotros.

El general se mostró turbado. Buscando bien palabras o ideas, repuso, aunque un tanto deslavazadamente, que le había tuteado teniendo en cuenta que, en algunas ocasiones, el viejo puede hacerlo cuando conversa con un joven. (A su grado no hizo la menor alusión). Es fácil comprender que sus relaciones concluyeron ahí. Terminó también el amor, en sus mismos comienzos. Apagóse la luz que había brillado por unos momentos, y las tinieblas que vinieron a continuación se hicieron todavía más densas. Todo giró hacia la vida que el lector vio al empezar el capítulo: la vida del que se pasa las horas recostado y sin dar golpe. La suciedad y el desorden reinaron entonces en la casa. La escoba permanecía el día entero en medio de la estancia, haciendo compañía a la basura. Los pantalones aparecían tirados incluso en plena sala. En la elegante mesa, frente al diván, había unos grasientos tirantes, como si se tratara de un obsequio para las visitas. Se volvió tan dejado y abúlico, que no sólo le perdieron el respeto los criados, sino que incluso poco faltó para que las gallinas la emprendieran a picotazos con él. Con la pluma en la mano, pasaba horas y más horas dibujando cuernos, isbas, casas, carruajes y troicas. Algunas veces, completamente abstraído, la pluma dibujaba por sí misma, sin que el dueño se lo ordenara, y entonces surgía sobre el papel una cabecita de delicados rasgos, de mirada rápida y penetrante y un ondeante mechón de pelo, y veía, atónito, que el retrato se parecía extraordinariamente a aquélla a quien ningún famoso pintor habría sido capaz de pintar. Y aún se sentía más triste: la seguridad de que en la tierra no existía la felicidad le volvía todavía más taciturno y aumentaba su apatía.

Tal era la disposición de ánimo de Andrei Ivanovich Tentetnikov cuando un día, según su costumbre, se aproximó a la ventana con su pipa y la taza en la mano, y observó que en el patio había cierta agitación y movimiento. El pinche de cocina y una sirvienta se precipitaban a abrir el portón, y aparecieron unos caballos exactamente iguales a los que se esculpen o pintan en los arcos de triunfo: un morro a la derecha, otro morro a la izquierda, y un tercero en el centro. Sobre ellos, en el pescante, se veía al cochero y a un lacayo enfundado en un levitón que iba ceñido con un pañuelo de bolsillo. Tras ellos aparecía un señor con gorro y capote, que llevaba una bufanda de vivos colores. Cuando el vehículo dio la vuelta para llegarse hasta la puerta de la casa, pudo advertirse que se trataba de un carruaje ligero con suspensión de ballestas. Un señor de aspecto muy distinguido descendió de él casi con la agilidad y rapidez propias de los militares.

Andrei Ivanovich se acobardó. Creyó que sería un funcionario del Gobierno. Debemos hacer constar que en su juventud se vio comprometido en un asunto un tanto imprudente. Dos húsares amantes de la filosofía, que habían leído hasta hartarse todo tipo de folletos, un esteta[53] que no había concluido la carrera y un jugador arruinado, fundaron cierta sociedad filantrópica dirigida por un viejo bribón y masón, asimismo jugador, pero hombre elocuente. Dicha sociedad había sido instituida con el ambicioso propósito de proporcionar una felicidad duradera a todo el género humano, desde las riberas del Támesis hasta Kamchatka. Eran menester enormes cantidades de dinero. Las aportaciones de los generosos asociados fueron muy considerables. Sólo el alto director del tinglado tenía idea de adónde iba a parar todo aquello. Se vio arrastrado a la sociedad en cuestión por dos amigos que pertenecían a la clase de los resentidos, buenas personas, pero que, a consecuencia de los frecuentes brindis en pro de la ciencia, la cultura y el futuro progreso de la Humanidad, se convirtieron en unos borrachos de tomo y lomo. Tentetnikov se dio pronto cuenta de las cosas y rompió sus relaciones con aquel medio. Pero la sociedad se dedicó a otras actividades, indignas incluso de un noble, y la policía se vio obligada a intervenir en el asunto. Así, pues, se comprende que, a pesar de que se hubiera retirado y hubiera roto con ellos toda clase de relaciones, Tentetnikov no se sintiera muy tranquilo. Su conciencia no acababa de apaciguarse. No sin cierto temor dirigió la mirada hacia la puerta que se abría.

Sin embargo, el miedo que sentía se desvaneció en cuanto vio que el visitante se inclinaba con increíble agilidad, con la cabeza algo ladeada, y con breves palabras, pero claras, explicaba que desde hacía bastante tiempo se dedicaba a recorrer Rusia movido por la necesidad y por el afán de saber; que en nuestro país había cosas muy notables en abundancia, sin contar sus numerosas industrias y la diversidad de sus tierras; que se había sentido atraído por la pintoresca situación de su aldea, aunque, a pesar de esto, no habría osado molestarle con su inoportuna visita si, debido al mal estado de los caminos, después de las lluvias primaverales, su carruaje no hubiera sufrido una avería; y aun así, aunque no le hubiera sucedido nada al vehículo, no habría sido capaz de privarse del placer de acudir a presentarle personalmente sus respetos.

Una vez concluidas estas palabras, el visitante, que calzaba elegantes botas de charol abrochadas con botones de nácar, dio un delicioso taconazo y, no obstante su corpulencia, rebotó hacia atrás con la ligereza de una pelota de goma.

Ya calmado por completo, Andrei Ivanovich pensó que seguramente sería un curioso profesor que iba recorriendo Rusia en busca de plantas, quizá, o tal vez fósiles. En seguida se ofreció para ayudarle en todo lo que fuera necesario; puso a su disposición sus carroceros y herreros, le pidió que se sintiera como en su propia casa, le indicó que se sentara en una butaca Voltaire y se preparó para escuchar lo que tuviera que explicarle acerca de la Ciencias Naturales.

No obstante, el recién llegado hizo referencia más bien a cuestiones del mundo interior. Comparó su vida a un navío en medio de los mares, siempre empujado por los malos vientos; recordó que había tenido que cambiar repetidas veces de empleo, que había padecido mucho por salir en defensa de la justicia, que incluso su propia vida se había visto amenazada algunas veces por sus enemigos. Contó todavía muchas otras cosas que lo mostraban más bien como hombre práctico. Al final sacó un pañuelo blanco de batista y se sonó con tal sonoridad como Andrei Ivanovich jamás había oído. Algunas veces sucede que una vil trompeta resuena con tanto estrépito que produce la impresión de que no está retumbando en la orquesta, sino en nuestro propio oído. Un sonido semejante estalló en las desiertas habitaciones de la casa, hasta aquel momento adormecidas, y acto seguido se esparció un grato olor a agua de colonia, cuyo aroma había sido difundido al ser hábilmente desdoblado el pañuelo.

El lector habrá adivinado ya, tal vez, que el visitante no era otro sino nuestro honorable Pavel Ivanovich Chichikov, a quien teníamos abandonado desde hace largo tiempo. Había envejecido un poco; se advertía que el tiempo transcurrido había sido para él una época de inquietudes y tormentos. Parecía como si incluso el frac se hallara algo raído, y más desgastados y deslucidos tanto el coche como el cochero el criado, los caballos y los arneses. Parecía que incluso sus mismas finanzas no estaban en una situación envidiable. Pero la expresión del rostro, la dignidad de su figura y su delicioso trato eran los mismos. Hasta podría decirse que su trato era más encantador, que al tomar asiento en el sillón cruzó con más destreza los pies. Había más dulzura en sus palabras y expresiones, era más moderado y cauto en las expresiones, hacía gala de más tacto. Aparecían más blancos y limpios su cuello y su lechuguilla, y a pesar de que llegaba de viaje, ni una sola motita de polvo se había posado en su frac. Habría podido presentarse en una comida de gala. Sus mejillas y su mentón habían sido tan bien afeitados, que se necesitaba ser ciego para no admirar su grata redondez.

En seguida la casa experimentó una transformación. La mitad de la vivienda, que hasta aquel momento se había hallado sumida en la oscuridad, con las maderas clavadas, vio de súbito la luz y se iluminó. Cada cosa pasó a ocupar su lugar en las estancias ya iluminadas y no tardó en quedar todo del modo siguiente: la estancia destinada a dormitorio dio cabida a las cosas destinadas al tocado de noche; la estancia destinada a despacho…, pero antes es preciso saber que en esa estancia había tres mesas: el escritorio, junto al diván; otra mesa de juego entre las ventanas, frente al espejo, y una rinconera, que ocupaba el ángulo formado por la puerta del dormitorio y otra puerta que comunicaba con un salón deshabitado repleto de muebles cojos, en el que antes transcurrían años enteros sin que penetrara nadie y que actualmente hacía las veces de antesala. En la rinconera depositaron la ropa que antes se hallaba en la maleta, a saber: los pantalones para llevar con el frac, los pantalones nuevos, los pantalones grises, dos chalecos de raso y dos de terciopelo, la levita y dos fraques. Todas estas prendas quedaron amontonadas, formando una pirámide, y fueron cubiertas con un pañuelo de seda. En otro rincón, entre la ventana y la puerta, quedó alineado el calzado: unas botas un poco usadas, otras totalmente nuevas, las botas de charol y las zapatillas. También esto fue púdicamente cubierto con un pañuelo de seda, de tal forma que daba la impresión de que allí no había absolutamente nada. En el escritorio, con sumo orden, fueron instalados el cofrecillo, un frasco de agua de colonia, un calendario y dos segundos volúmenes de ciertas novelas. La ropa limpia pasó a ocupar la cómoda que ya anteriormente estaba en el dormitorio; la que tenía que darse a la lavandera, en un envoltorio, la colocaron debajo de la cama. Idéntica suerte cupo a la maleta en cuanto la hubieron vaciado. El sable que viajaba por los caminos para atemorizar a los ladrones, halló asimismo su lugar en el dormitorio, donde quedó colgando de un clavo junto a la cama. Todo adquirió un extraordinario aspecto de limpieza y de orden. En ninguna parte podría verse un pedazo de papel, una pluma, una mota de polvo. Hasta el aire se diría que estaba purificado: en el ambiente predominó a partir de entonces el grato olor de un hombre sano que se cambia a menudo de ropa interior, va al baño y se fricciona los domingos con una esponja mojada. En la antesala intentó instalarse de modo provisional el olor del criado Petrushka. Pero Petrushka pronto se vio confinado en la cocina, como correspondía.

Durante los primeros días, Andrei Ivanovich sintió cierto temor por su independencia; recelaba que su huésped iba a imponerle algún cambio y destruiría el régimen de vida que con tanta fortuna se había trazado. Pero sus temores eran infundados. Nuestro Pavel Ivanovich demostró una gran capacidad de adaptación. Se mostró de acuerdo con la filosófica placidez del anfitrión, diciéndole que de esta manera llegaría a centenario. Respecto a la soledad se expresó con mucho acierto, afirmando que era ella la que inspiraba los grandes pensamientos al hombre. Revisó la biblioteca y habló de los libros en general, ensalzándolos y haciendo ver que nos salvan del ocio. No hablaba mucho, pero sus palabras eran de peso. En su conducta dio muestras de mayor tacto aún. Comparecía en el momento exacto y se retiraba en el instante oportuno; no molestaba al anfitrión con sus preguntas en los momentos en que a éste no le apetecía hablar; jugaba con él gustosamente a las damas y plácidamente permanecía en silencio. Mientras que el uno fumaba su pipa, lanzando esponjosas nubes de humo, el otro, que no era fumador, discurría para distraerse algo por el estilo: por ejemplo, extraía del bolsillo la tabaquera de plata niquelada, y, sujetándola entre los dedos pulgar e índice de la mano izquierda, la hacía girar velozmente con el índice de la derecha, al modo como el globo terrestre gira sobre su eje, o se ponía a silbar, acompañándose con un ligero repiqueteo sobre la tabaquera. En resumen, que no molestaba a su anfitrión.

«Es la primera vez que me tropiezo con una persona con la que es posible vivir —pensaba Tentetnikov—. Es un arte que en nuestro país apenas se conoce. Existen bastantes hombres cultos, inteligentes y buenos, pero hombres cuyo carácter sea siempre igual, con los que se pueda pasar la vida entera sin meterse en disputas, dudo que se pudieran hallar muchos. Yo, es el primero que encuentro». Así opinaba Tentetnikov de su huésped.

En cuanto a Chichikov, estaba muy satisfecho de haberse instalado momentáneamente en la casa de un hombre tan pacífico y tranquilo. Ya se sentía fatigado de aquella vida de gitanos. Descansar en una aldea tan bella, aunque sólo fuera un mes, entregado a la contemplación de los campos al iniciarse la primavera, era conveniente incluso para la salud. Resultaría difícil hallar un rincón mejor que aquél para descansar. La primavera retrasada por mucho tiempo a causa de los fríos, se había iniciado con todo su esplendor, y la vida se manifestaba por doquier. Ya comenzaban a azulear los claros del bosque y en la radiante esmeralda del primer verdor amarilleaban el diente de león, y la anémona, con su lila rosado, inclinaba su fina corola. Enjambres de mosquitos e innumerables insectos habían invadido los pantanos, perseguidos por la araña de agua y las muchedumbres de pájaros que, venidos de todas partes, se habían reunido en los secos cañaverales. Y todos se aproximaban y se juntaban para observarse los unos a los otros. De súbito, se pobló la tierra, se despertaron los prados y los bosques.

En la aldea comenzaron los cánticos. Todo invitaba a la expansión. ¡Qué tonos tan vivos en el verdor de los campos! ¡Qué perfume en el aire! ¡Qué bullicio el de los pájaros en los huertos! ¡Un auténtico paraíso, alegría y júbilo! Toda la aldea vibraba y cantaba como en una boda.

Chichikov caminaba mucho. Cualquier sitio se prestaba para sus paseos. Ora se encaminaba hacia la elevada planicie, admirando el valle que se extendía a sus pies, donde las aguas primaverales habían dejado enormes charcas, y donde los bosques, sin hojas aún, parecían islas negras; ora dirigía sus pasos hacia el bosque adentrándose en la espesura, se metía en las barrancas, donde los árboles se amontonaban, inclinadas sus ramas bajo la pesada carga de los nidos, allí donde los cuervos graznaban y se entrecruzaban por el aire oscureciendo el cielo. Por la tierra, ahora seca ya, se podía llegar hasta el embarcadero, de donde salían las enormes barcazas cargadas con guisantes, trigo y cebada, al mismo tiempo que con ensordecedor ruido las aguas se precipitaban hacia las ruedas del molino, que había comenzado a funcionar. Fue a contemplar las primeras tareas de la primavera, a inspeccionar la negra tierra levantada poco antes con el arado, mientras que el sembrador, golpeando con la mano la criba que llevaba colgada al pecho, arrojaba la simiente por igual, sin que un solo grano cayera fuera de su lugar.

Chichikov se dedicó a recorrerlo todo. Cambió impresiones y conversó con el administrador, con los mujiks y con el molinero. Se puso al tanto de todo, de cómo y de qué modo marchaban los asuntos de la hacienda, de qué cantidad de grano se vendía, de la maquila que percibía en primavera y otoño, de cuál era el nombre de cada campesino, de sus lazos de parentesco, de dónde había adquirido su vaca el que la poseía y de qué daba de comer al cerdo. Lo que se dice de todo.

Igualmente trató de enterarse de cuántos campesinos habían fallecido, resultando que habían sido muy pocos. Como hombre inteligente que era, en seguida se dio cuenta de que las cosas iban mal en la hacienda de Andrei Ivanovich. Por todos lados se veían muestras de abandono, de incuria, de afición a la bebida y de robos. Y de esta manera se decía para sus adentros: «¡Qué animal es ese Tentetnikov! ¡Tener abandonada hasta tal punto una hacienda que podría rentarle cincuenta mil rublos!».

En más de una ocasión, en el transcurso de sus paseos, tuvo la idea de hacerse con el tiempo —no entonces, por supuesto, sino más adelante, cuando su principal empresa hubiera llegado a buen fin y él gozara de los recursos necesarios— el pacífico propietario de una hacienda como aquélla. Es fácil comprender que estos pensamientos aparecían unidos a otros en los cuales se representaba a una mujercita joven, lozana y de piel blanca, hija de comerciantes o de una familia adinerada, que incluso tuviera conocimientos de música. Se figuraba asimismo a la joven generación que se encargaría de perpetuar el apellido de los Chichikov: un muchacho revoltoso y una bonita hijita, o dos chiquillos, o tres niñas incluso, para que todos se enteraran bien de que él había vivido, efectivamente, y no se había limitado a deslizarse como un fantasma o una sombra por la tierra, para no tener que avergonzarse ante la patria.

Se decía también en esos momentos que tampoco le iría nada mal un ascenso: que fuera nombrado, por ejemplo, consejero de Estado, pues se trataba de un título honorable y que a todo el mundo infundía respeto… ¡Pues no le pasan a uno cosas por la cabeza cuando pasea, cosas que lo alejan de la monótona realidad, que soliviantan y dan alas a su imaginación y le hacen gratos incluso los momentos en que tiene la seguridad de que es él y de que jamás se realizará lo que piensa!

También gustó la aldea a los criados de Pavel Ivanovich. Igual que él, allí se sentían bien. Petrushka no tardó en intimar con el despensero Grigori, aunque al principio ambos se daban importancia y presumían excesivamente uno ante otro. Petrushka quiso asombrar a Grigori narrándole las diversiones a que se había dedicado en diferentes partes, pero Grigori le hizo callar mencionando a San Petersburgo, ciudad en la que Petrushka jamás había estado. Este último, en su afán de quedar por encima del otro, habló de la enorme distancia que separaba los lugares por él frecuentados, pero Grigori aludió a cierto sitio que ni siquiera aparecía en el mapa y que se hallaba a más de treinta mil verstas, con lo que el criado de Pavel Ivanovich se quedó sin saber qué replicar, con la boca abierta, entre las chanzas de todos los criados. A pesar de ello, una estrecha amistad acabó uniéndolos. A la salida del pueblo, Pimén el Calvo, que era tío para todos los mujiks, poseía una taberna conocida con el nombre de Akulka. En ese establecimiento se les podía encontrar a cualquier hora. Allí entablaron amistad, convirtiéndose en lo que la gente del pueblo conoce como buenos parroquianos.

Selifán halló otro señuelo. Todos los días, al caer la tarde, en la aldea se reunían las muchachas para cantar en corro canciones de primavera. Se trataba de unas mozas bien formadas, de buena raza, como actualmente resultaba difícil hallarlas en los pueblos, que le hacían quedarse mirándolas como un estúpido horas enteras. Era poco menos que imposible dar la preferencia a ninguna de ellas: todas tenían blanco pecho y blanco cuello, ojos enormes, andares de pavo y una trenza que descendía hasta llegar a la cintura. Cuando entrelazaba sus manos con las blancas manos de ellas, cuando evolucionaba pausadamente con ellas en el corro o cuando se dirigía hacia ellas formando fila con los demás jóvenes y ellas, formando también una fila, reían y cantaban a plena voz: «Boyardos, traed al novio», mientras que en los contornos oscurecía cada vez más y desde la otra orilla del río volvía triste el eco de la canción, en aquellos momentos ni él mismo sabía lo que le pasaba. Después, tanto en sueños como despierto, por la mañana y por la noche, constantemente creía tener entre sus manos las blancas manos de ellas y que giraba y giraba en el corro. Hacía entonces un ademán de disgusto, y exclamaba:

—¡Malditas mozas, que no consigo quitármelas de encima!

A los caballos de nuestro héroe también les gustó la nueva vivienda. El de varas, el «Asesor» y hasta el blanco hallaron que la estancia en la casa de Chichikov era bastante divertida, la avena magnífica y la disposición de los establos en extremo cómoda: a pesar de que cada pesebre estaba separado mediante tabiques, por encima podía ver a los demás caballos, de tal modo que si al más alejado se le ocurría la idea de relinchar, se le podía contestar seguidamente.

En una palabra, que todos se encontraban como en su propia casa. En lo referente al asunto que llevaba a Pavel Ivanovich a la espaciosa Rusia —esto es, las almas muertas—, éste se había vuelto muy cauto y reservado. Incluso si hubiera tenido que tratar con unos perfectos idiotas, no habría comenzado de buenas a primeras. Y Tentetnikov, como quiera que fuese, no dejaba de leer libros, filosofar e intentar buscar la causa de todo, explicarse el porqué y el cómo de las cosas. «No —se decía—, vale más tantear por otro lado».

En sus frecuentes conversaciones con los criados, se enteró de que antes el señor solía visitar a menudo a su vecino el general, de que el general tenía una hija, de que el señor agradaba a la señorita y la señorita agradaba al señor… pero que luego, de repente, tuvieron algunas disputas y acabaron por distanciarse. Había advertido que Andrei Ivanovich manifestaba una gran afición a dibujar, a pluma y a lápiz, unas cabezas que siempre guardaban extraordinario parecido.

Cierto día, cuando había terminado de comer, mientras, siguiendo su costumbre, hacía girar la tabaquera de plata en torno a su eje, habló como sigue:

—Usted, Andrei Ivanovich, lo posee todo. Únicamente le falta una cosa.

—¿Qué? —inquirió el otro, al tiempo que dejaba escapar una nube de humo.

—Una compañera —repuso Chichikov.

Andrei Ivanovich no dijo nada, y en esto consistió toda la conversación. Chichikov se resistió a darse por vencido, escogió otro momento, en esta ocasión algo antes de la cena, cuando se charlaba de esto y de lo de más allá, y de súbito dijo:

—La verdad es, Andrei Ivanovich, que haría muy bien casándose.

Tentetnikov se hizo el sordo; era como si la misma conversación acerca de este tema le resultara molesta. Chichikov, a pesar de ello, no cejó en su intento. Por tercera vez buscó el momento oportuno, después de la cena, y dijo:

—Y no obstante, por más vueltas que le doy, observo que usted necesita casarse. De no hacerlo así caerá en la hipocondría.

Sea porque las palabras de Chichikov eran en esta ocasión más persuasivas, sea porque entonces se sintiera más inclinado a las confidencias, lo cierto es que lanzó un suspiro, soltó una bocanada de humo, y al fin dijo:

—Para todo es preciso nacer con suerte, Pavel Ivanovich —y le habló de todo lo relativo a su amistad con el general y a la ruptura de sus relaciones.

Chichikov se quedó atónito al escuchar palabra por palabra, el fiel relato de aquella historia, y al comprobar que la causa de todo era un simple tuteo. Por unos instantes se quedó mirando fijamente a Tentetnikov sin saber qué pensar de él: si era tonto de remate, o, sencillamente, estúpido.

—¡Por favor, Andrei Ivanovich! —exclamó por último mientras le cogía las dos manos—. ¿Dónde está la ofensa? ¿Qué tiene el tuteo de ofensivo?

—El hecho en sí nada tiene de ofensivo —contestó Tentetnikov—. La ofensa consistió en la voz, en el tono con que me estuvo hablando. El tutearme significaba: «Acuérdate de que eres un don nadie; si yo te recibo sólo se debe a que no hay nadie mejor que tú. Pero ahora, cuando acaba de llegar una princesa, Yuziakina, recuerda bien cuál es tu puesto, no atravieses el umbral». Eso es lo que significaba.

Y mientras esto decía, el apacible y manso Andrei Ivanovich lanzaba chispas por los ojos y su voz temblaba con la irritación de quien se ve herido en sus sentimientos.

—Pero aun suponiendo que fuera en ese sentido, ¿qué había en ello de particular? —replicó Chichikov.

—¡Cómo! ¿Pretenderá usted que yo acuda de nuevo a su casa después de una acción como la suya?

—Eso no tiene nada de extraño. No es nada reprobable —dijo Chichikov flemáticamente.

—¿Que no es nada reprobable? —preguntó Tentetnikov, asombrado.

—Se trata de una costumbre muy propia de los generales, y no de una acción censurable: ellos tutean a todo el mundo. Por otra parte, ¿por qué no tolerar que le tutee a uno una persona respetable y cargada de méritos?

—Eso ya es otra cosa —dijo Tentetnikov—. Si fuera simplemente un anciano, un pobre, y no un general altivo y orgulloso, le permitiría que me tuteara e incluso lo consideraría como un honor.

«Es un perfecto idiota —se dijo Chichikov para sus adentros—. ¡Permitir que le tutee un desarrapado, y no dejárselo hacer por un general!».

—Está bien —repuso en voz alta—, admitamos que él le ofendió a usted, pero usted se desquitó: están por lo tanto en paz. Pero enemistarse con el olvido de los intereses personales, de lo que concierne a uno, discúlpeme… Cuando se ha trazado un fin es preciso intentar alcanzarlo contra viento y marea. ¡No tiene por qué parar atención en las ofensas! Las personas ofenden siempre, es así. En todo el mundo no podría hallar usted a nadie que no lo haga.

«¡Qué criatura más original es ese Chichikov!», pensó Tentetnikov, atónito y sorprendido por tales palabras. «¡Pero qué criatura más original es ese Tentetnikov!», pensó por su parte Chichikov.

—Andrei Ivanovich, voy a hablarle como lo haría a un hermano. Usted es un hombre que carece de experiencia, déjeme a mí y yo solucionaré el asunto. Acudiré a visitar a Su Excelencia y le diré que no es más que un mal entendido, que todo se debe a su juventud y a su desconocimiento de la gente y del mundo.

—Yo no pienso en modo alguno rebajarme ante él —objetó Tentetnikov ofendido—, y no puedo autorizarle para que hable en nombre mío.

—Yo no soy capaz de rebajarme —objetó por su parte Chichikov, asimismo ofendido—. Pedir perdón, humanamente, sí que puedo, pero rebajarme, nunca… Discúlpeme, Andrei Ivanovich, por mis buenos deseos, no imaginaba que mis palabras encontrarían tal acogida.

Todo esto fue dicho con un profundo sentimiento de dignidad.

—¡Perdóneme! —se apresuró a decir Tentetnikov, conmovido, al tiempo que le cogía las dos manos—. No era mi intención ofenderle. ¡Agradezco mucho sus buenas intenciones, se lo juro! Pero dejemos esta conversación. Le suplico que nunca más vuelva a hablarme de esto.

—Siendo así, mañana iré a visitar al general.

—¿Para qué? —preguntó Tentetnikov, atónito, mirándole fijamente.

—Para presentarle mis respetos.

«¡Qué persona más rara es ese Tentetnikov!», se dijo Chichikov. «¡Qué persona más rara es ese Chichikov!», se dijo Tentetnikov.

—Mañana sin falta, Andrei Ivanovich, a las diez, acudiré a visitarle. A mi modo de ver, cuanto antes se presenten los respetos a un hombre honorable, tanto mejor. Y como mi coche no está todavía arreglado, permítame que me vaya en el suyo.

—¡No faltaba más! ¿Por qué me lo pide? Usted es aquí dueño y señor de todo. El coche y cuanto precise se halla a su disposición.

Tras esta conversación se despidieron y se separaron para ir a acostarse, no sin pensar cada uno en las genialidades del otro. Pero ¡oh prodigio! A la mañana siguiente, cuando el carruaje se acercó a la puerta y Chichikov subió a él con la agilidad de un militar, con su nuevo frac, corbata blanca y chaleco, y se dirigió a presentar sus respetos al general, a Tentetnikov le dominó una agitación como hacía tiempo no sentía. Todo el curso de sus ideas, como enmohecido y adormilado, adquirió de pronto una inquieta actividad. Una nerviosa agitación se apoderó repentinamente de sus sentidos, que hasta aquel momento habían estado sumidos en la modorra de la indolencia. Ora se sentaba en el diván, ora se encaminaba hacia la ventana, ora cogía un libro entre las manos, ora intentaba pensar —inútiles deseos, las ideas no acudían a su mente—, ora intentaba no pensar en nada, vanos esfuerzos, ya que fragmentos de ideas, a manera de cabos y rabos de ideas le asaltaban y le venían por todas partes a la cabeza. «¡Qué extraña, sensación!», pensó, y se aproximó a la ventana, donde permaneció contemplando el camino, que cruzaba un robledal, y en cuya lejanía podía distinguirse aún una nube de polvo, que no había tenido tiempo de posarse.

Pero dejemos a Tentetnikov y vayamos tras Chichikov.