CAPÍTULO XI

Ahora bien, todo ocurrió de distinto modo a como Chichikov lo había planeado. En primer lugar, se despertó más tarde de lo que calculaba: ésta fue la primera contrariedad. Después de haberse levantado, mandó a preguntar si el coche estaba ya enganchado y todo lo demás dispuesto, pero se le comunicó que ni había sido enganchado el coche ni estaba nada dispuesto. Ésa fue la segunda contrariedad. Se enojó, amenazó con azotar a nuestro amigo Selifán y aguardó impaciente a que apareciera este último con las disculpas que pudiera ofrecerle a fin de justificarse. Selifán pronto cruzó la puerta y el señor experimentó la satisfacción de oír justamente las mismas frases que los criados dicen cuando se tiene prisa por emprender un viaje.

—Es necesario herrar los caballos, Pavel Ivanovich.

—¡Pedazo de imbécil! ¡Animal! ¿Por qué no me lo avisaste antes? ¿Acaso no has tenido tiempo?

—Sí he tenido tiempo… Y también, Pavel Ivanovich, se tiene que ajustar la llanta de una rueda; está a punto de salirse y el camino no tiene más que baches… Y si lo permite, la delantera del coche se debe asegurar, porque tal como va no resistiría ni dos jornadas.

—¡Desgraciado! —gritó Chichikov alzando las manos y llegándose tan cerca de Selifán que éste, temiendo recibir un obsequio de su señor, retrocedió varios pasos y se puso en guardia—. ¿Es que quieres matarme? ¿Quieres degollarme? ¡Sinvergüenza! ¡Maldito animal! ¡Monstruo salvaje! ¿Pretendías cortarme el cuello en el camino? Llevamos ya aquí más de tres semanas y durante todo ese tiempo ni te ha pasado por la cabeza decirme nada. Y ahora, en el último momento… Lo has estropeado todo. ¿Acaso no lo sabías? Porque tú lo sabías, ¿no es cierto? Contesta, ¿lo sabías?

—Sí que lo sabía —repuso Selifán al tiempo que bajaba la cabeza.

—Y entonces, ¿por qué no me lo avisaste, di?

Selifán no supo qué responder, aunque, con la cabeza inclinada, parecía estar pensando: «Ya ve lo que pasa; lo sabía y no se lo avisé».

—Vete inmediatamente a buscar a un herrero; quiero que todo esté preparado dentro de dos horas, ¿lo entiendes? Si no está dentro de dos horas, te daré una buena paliza.

Nuestro protagonista estaba en extremo irritado. Selifán caminaba ya hacia la puerta para cumplir las órdenes que había recibido, pero se detuvo y añadió:

—Aún he de decirle, Pavel Ivanovich, que el caballo blanco, el que va a la derecha del tiro, es un granuja. Sería preciso venderlo, sólo sirve de estorbo.

—¡Sí, en este momento me iré a la feria a venderlo!

—Le aseguro, Pavel Ivanovich, que lo único que tiene es apariencia. Es un miserable, jamás he visto otro caballo…

—¡Imbécil! Lo venderé cuando me venga en ganas. ¡Y encima empezar con razonamientos! Si no me traes a los herreros y no está todo dispuesto dentro de un par de horas, te daré una buena somanta. No pienso dejarte ni un solo hueso sano. ¡Y ahora vete! ¡Largo de aquí!

Selifán se marchó.

Chichikov, descompuesto, arrojó al suelo el sable que llevaba consigo siempre que iba de viaje para infundir el debido respeto a quien fuera preciso. Por espacio de un cuarto de hora discutió con los herreros hasta que al fin quedaron de acuerdo en el precio, ya que los herreros, como es de rigor, eran unos perfectos miserables, y cuando se olieron que el trabajo corría mucha prisa pidieron exactamente seis veces más del precio acostumbrado. Chichikov se acaloró, los trató de sinvergüenzas, de ladrones, de bandidos, hasta les amenazó con el Juicio Final, pero los herreros se mantuvieron en sus trece: no sólo no rebajaron nada, sino que emplearon en el trabajo cinco horas y media en vez de dos.

En este tiempo Chichikov tuvo la satisfacción de experimentar los gratos minutos conocidos por todos los viajeros, cuando la maleta está hecha y el suelo aparece cubierto de cuerdas, papeles y basura, cuando uno no pertenece ni al camino ni al lugar en que se halla, cuando observa por la ventana a las gentes que cruzan la calle charlando de sus pequeños asuntos, levantan la mirada con una necia curiosidad, se fijan en él y continúan adelante, circunstancia ésta que contribuye a aumentar el mal humor del infeliz viajero que no viaja.

Uno siente repugnancia por todo cuanto ve: la tienda de la acera de enfrente, la cabeza de la vieja de la vecina casa, que se llega hasta la ventana de menguadas cortinas, pero no se aleja. Continúa mirando, ya sin darse cuenta de lo que está viendo, ya con una atención embotada, observa lo que se mueve y aplasta enfurecido una mosca que pasa zumbando y que tropieza contra el cristal.

Pero todo llega a su fin, y así llegó también el momento anhelado. Todo estaba a punto: la delantera del coche había sido reparada, la rueda reforzada con una nueva llanta, y los caballos abrevados; los sinvergüenzas de los herreros se fueron, contando el dinero ganado y deseándole un feliz viaje. Engancharon el coche, pusieron en él dos hogazas acabadas de salir del horno que había comprado a última hora, y, finalmente, Chichikov subió a su asiento despedido por el mozo de la posada, que iba vestido con su eterna levita de bocací, por los restantes criados de la posada y los sirvientes y cocheros de otros señores, gentes que siempre aprovechan la ocasión para presenciar el espectáculo de la partida de un carruaje, y el coche aquel, del tipo como el que acostumbran a usar los solterones, que durante tanto tiempo se había detenido en la ciudad y que tal vez haya llegado a cansar al lector, salió por el portal de la posada. «¡Gracias a Dios!», se dijo Chichikov al tiempo que se persignaba.

Selifán hizo restallar el látigo, a su lado se sentó Petrushka, que al principio se había quedado subido al estribo, y nuestro protagonista, tras acomodarse sobre el tapiz georgiano, puso en sus espaldas un cojín de cuero, aplastando las dos hogazas que acababan de salir del horno, y el coche empezó otra vez a saltar y a dar tumbos gracias al empedrado, el cual, como todo el mundo sabe, tenía la virtud de lanzar los objetos al aire.

Embargado por un sentimiento indefinido, contempló los edificios, los muros, las cercas y las calles, que, por su parte, parecían también saltar, desfilando poco a poco hacia atrás, y que quién sabe si vería de nuevo a lo largo de su vida. Cuando torcieron una esquina, el vehículo se vio obligado a detenerse porque toda la calle estaba ocupada por un interminable cortejo fúnebre. Chichikov se asomó por la ventanilla y ordenó a Petrushka que preguntara qué entierro era aquél. De este modo se enteró de que se trataba del entierro del fiscal. Habiéndose apoderado de él una desagradable sensación, se escondió en un rincón, echó la capota y por último corrió las cortinillas.

Una vez parado el vehículo, Selifán y Petrushka se quitaron piadosamente sus gorras y comenzaron a observar a todos los que desfilaban y a contar el número de los que iban a pie y en coche. Su amo, que les había dado órdenes de no saludar a ningún criado conocido, se dedicó asimismo a mirar disimuladamente por el ventanillo de que estaban provistas las cortinillas de cuero. Detrás del féretro, descubiertos, marchaban todos los funcionarios.

Chichikov sintió el temor de que reconocieran su coche, pero ellos no estaban para prestar atención a nada. Ni siquiera hablaban de las distintas cuestiones de la vida que suelen atraer a los que acompañan a un muerto. Los pensamientos de todos ellos se concentraban por completo en sí mismos: reflexionaban acerca de cómo sería el nuevo gobernador general, de cómo pondría manos a la obra y qué acogida les iba a dispensar.

Detrás de los funcionarios, que marchaban a pie, iban los carruajes ocupados por las damas con velos negros. La rapidez con que movían las manos y los labios demostraba que se hallaban entregadas a una animada charla. Quizá conversaban también sobre la llegada del nuevo gobernador general, hacían conjeturas respecto a los bailes que ofrecía, y se preocupaban de sus eternos bordaditos y festoncitos.

A continuación iban los coches desocupados, los cuales formaban una larga hilera. Cuando todos hubieron acabado de pasar, Chichikov pudo continuar su camino. Corrió las cortinas de cuero, lanzó un suspiro y exclamó con verdadero sentimiento:

—¡Ahí está el fiscal! ¡Vivía con toda tranquilidad y ha fallecido! Los periódicos dirán que ha muerto, con gran dolor de sus subordinados y de toda la Humanidad, un padre ejemplar y un marido modelo; escribirán mucho. Agregarán, sin duda, que le acompañó el llanto de su viuda y huérfanos. Aunque, bien mirado, no tenía más que las espesas cejas.

Ordenó a Selifán que fuera más rápido y comentó para sus adentros: «No obstante, me alegro de que hayamos tropezado con el entierro. Según dicen, tropezarse con un muerto da buena suerte».

El coche se dirigió hacia unas calles menos transitadas. No tardaron en verse solamente las interminables vallas de madera que denotaban la proximidad de las afueras de la ciudad. El empedrado llegó a su fin, atravesaron la barrera y la ciudad quedó atrás. Concluía todo, otra vez se encontraban en camino. Nuevamente, a uno y otro lado, comenzaron a desfilar los postes militares, los jefes de posta, las hileras de carros, los pozos, las negruzcas aldeas con sus samovares, sus mujeres y el hábil y barbudo posadero que acude con la avena en las manos, el caminante de raídos laptis que ya ha recorrido ochocientas verstas, las pequeñas ciudades con sus edificios, sus tenderetes de madera en los que venden barriles de harina, pan, laptis y otras cosas por el estilo. Nuevamente cruzaron barreras pintadas a franjas, puentes a medio reparar, campos que se extendían a ambos lados del camino, grandes coches de terratenientes rurales, un soldado a caballo transportando un cajón verde repleto de metralla, con la inscripción: «Batería número tal». Campos verdes, negros y amarillos, labrados hacía poco, interrumpiendo la uniformidad de la estepa; una canción cuyas notas se arrastran en la lejanía, las copas de los pinos sumergidas en la niebla, las campanadas que se pierden en lontananza, los cuervos amontonados como moscas y el horizonte infinito… ¡Rusia! ¡Rusia! ¡Te veo, te veo desde este prodigio que es mi maravillosa lejanía[47]! Te veo dispersa, pobre, y sin embargo acogedora. No regocijan ni asustan a la vista los atrevidos portentos de la naturaleza, coronados por los atrevidos portentos del arte, las ciudades con sus elevados palacios de innumerables ventanas que se alzan sobre grandísimas rocas, los pintorescos árboles y las yedras que trepan por los edificios en medio del estrépito de las cascadas, a las que cubre un eterno polvo de agua. No se alza la mirada para contemplar los peñascos que se yerguen sin fin sobre ella. No deslumbra la luz al atravesar los oscuros arcos, tendidos uno sobre otro, ocultos bajo los sarmientos, la hiedra y los infinitos millones de rosas silvestres; no resplandecen a través de ellos, en lontananza, las eternas líneas de las refulgentes montañas, que se levantan hacia el transparente cielo de plata. En ti todo es abierto, solitario y llano. Como pequeños puntos, como signos, sin que nada llame la atención en ellas entre las llanuras, emergen chatas ciudades; nada se encuentra que cautive y seduzca la vista. Y a pesar de ello, ¿qué poder inefable y misterioso atrae hacia ti? ¿Por qué mis oídos escuchan infatigablemente, por qué resuena en ellos tu triste canción y se extiende de mar a mar, a lo largo y a lo ancho de tus dominios? ¿Qué hay en ella, en esta canción, que clama, y solloza, y agobia el corazón? ¿Qué sonidos son esos que acarician dolorosamente, intentan entrar en mi alma y se enroscan en mi corazón? ¡Oh, Rusia! ¿Qué quieres de mí? ¿Qué lazo inescrutable me tiene vinculado a ti? ¿Por qué me contemplas así y por qué todo lo que hay en ti vuelve hacia mí su mirada llena de esperanza…? Y aún más: estoy perplejo, inmóvil, y ya se cierne sobre mí el negro nubarrón que amenaza lluvia, y enmudezco ante tus infinitos espacios. ¿Qué pronostican esos espacios sin fin? ¿Es ahí, en ti misma, dónde se gestará la idea infinita cuando tampoco tú tienes fin? ¿Cómo no hemos de hallar en ella al bogatir, siendo así que dispone de ancho campo para desenvolverse? Tus vastos espacios me envuelven con aire amenazador y con enorme fuerza encuentra reflejo en lo más profundo de mi alma. Con un poder sobrenatural hace luz en mis ojos. ¡Oh, qué lejanía tan prodigiosa y esplendente, que en ningún otro lugar conoce la tierra! ¡Rusia…!

—¡Detente, detente, idiota! —gritó Chichikov a Selifán.

—¡Vas a ganarte un sablazo! —rugió un correo de larguísimos bigotes, que galopó a su encuentro—. ¿Es que no ves que se acerca un coche oficial, así el diablo se lleve tu alma? —Y como una visión cruzó con gran estrépito una troica[48] envuelta en nubes de polvo.

¿Qué cosa atrayente y maravillosa hay en la palabra camino? La misma palabra nos llama, nos arrastra. ¡Y qué portentoso es el propio camino! Un día radiante, las hojas otoñales, el aire fresco… Bien abrigados con un capote de viaje, el gorro calado hasta las orejas, nos acurrucamos en un rincón. El último escalofrío sacude nuestro cuerpo y ya sentimos un grato calorcillo. Los caballos se deslizan al galope… ¡De qué modo tan tentador se asoma la modorra y se cierran los ojos! Entre sueños se escucha la canción No son blancas las nieves, los resoplidos de los caballos y el estruendo de las ruedas, y ya ronca uno, acomodado junto a su compañero de viaje. Cuando se despierta, advierte que han dejado atrás cinco estaciones de posta. La luna, una ciudad desconocida, iglesias con antiguas cúpulas de madera y ennegrecidas agujas, oscuras casas de troncos y blancos edificios de mampostería.

La luna ilumina aquí y allá. Se diría que blancos pañuelos habían sido extendidos por las paredes, la calzada y las calles. Sombras negras como el carbón cruzan en bandadas sobre esos pañuelos blancos. Como un brillante metal resplandecen las techumbres de troncos y no se ve ni un alma: todo el mundo duerme. Todo lo más, una solitaria luz brilla en alguna ventana: el zapatero que remienda unas botas, el panadero que trajina en el horno, ¿quién se preocupa por ellos? ¿Y la noche? ¡Oh espíritus celestiales! ¡Qué noche hay en lo alto! ¡Qué aire, qué cielo, lejano y alto en sus insondables profundidades, que se extiende tan interminable, tan sonoro, tan transparente…!

El frescor de la noche hace que uno cierre los ojos y se adormezca, y uno pierde entonces la noción de las cosas, comienza a roncar, y se revuelve gruñendo el pobre vecino, que siente nuestro peso y al que apenas hemos dejado sitio.

Cuando nos despertamos, otra vez se extienden ante nuestros ojos los campos y la estepa; no hay nada, todo es un desierto, todo es llano. Los postes militares desfilan ante nosotros y empieza a asomarse la aurora. En el frío firmamento, que ya está clareando, surge una franja de pálido oro. El viento es más fresco y cortante. Nos abrigamos mejor con nuestro capote. ¡Qué agradable resulta el frío! ¡Qué prodigioso es el sueño que vuelve a apoderarse de nosotros! Una sacudida y otra vez nos despertamos. El sol se halla ya en lo alto. «¡Cuidado, cuidado!», grita una voz. Una carreta desciende por la empinada cuesta. Abajo se encuentra un ancho dique, el cual forma un embalse ancho y diáfano que brilla al sol como si fuera de cobre. Igual que una estrella, reluce a un lado la cruz de la iglesia del pueblo. Los campesinos charlan y el estómago empieza a sentir las punzadas del hambre…

¡Santo Dios! ¡Qué bello eres a veces, lejano camino! ¡En cuántas ocasiones he recurrido a ti, como el que fallece y se ahoga, y en todo momento me sacaste a flote y me salvaste con tu generosidad! ¡Qué cantidad de maravillosos proyectos nacieron en ti, cuántos poéticos sueños y cuántas asombrosas impresiones has hecho nacer…!

También nuestro amigo Chichikov se entregaba en esos momentos a ensueños que no tenían nada de prosaicos. Veamos qué sentía. Al principio, nada; lo único que hacía era mirar atrás, con el afán de convencerse de que, realmente, había salido de la ciudad. Pero al darse cuenta de que la ciudad había desaparecido de su vista, de que ya no se distinguían herrerías, ni molinos, ni todo eso que rodea a las ciudades, que incluso las blancas cúpulas de las iglesias de piedra se habían confundido con el suelo, se dedicó por entero al camino, mirando solamente a un lado y a otro, como si la ciudad de N. se hubiera borrado de su memoria, como si hubiera pasado por ella en los lejanos tiempos de su niñez. Por último, igualmente el camino dejó de atraerle, cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre un cojín.

El autor debe aquí confesar la satisfacción que esto le causa, ya que de este modo le brinda la oportunidad de hablar de su héroe; hasta este momento, como el lector ha tenido oportunidad de ver, se lo han impedido ora Nozdriov, ora los bailes, ora las damas, ora las murmuraciones de la ciudad, ora, en fin, las mil naderías que únicamente nos parecen tales cuando las hallamos escritas en un libro, pero que consideramos asuntos en extremo importantes cuando ocurren en el mundo. No obstante, ahora vamos a dejar de lado completamente todo, y nos dedicaremos a esta cuestión.

No es muy probable que el héroe que hemos elegido guste a los lectores. A las damas claro está que no, lo podemos asegurar, puesto que las damas exigen que el héroe sea la misma perfección en persona. ¡Pobre de él si ofrece la menor mancha en su alma o en su cuerpo! Por muy adentro que el autor penetre en el alma del héroe, aunque logre reflejarla con mayor perfección que un espejo, nadie lo apreciará lo más mínimo. El hecho de que Chichikov sea un tanto grueso y de edad madura le dañará mucho: al héroe nunca se le perdona el exceso de carne, y un sinnúmero de damas se alejarán exclamando: «¡Bah, qué asco!». ¡Ay! El autor sabe muy bien todo esto, y aun considerándolo así, se ve en la imposibilidad de tomar como héroe a un hombre virtuoso…

Pero… tal vez resuenen en esta misma narración otras cuerdas que con anterioridad no fueron pulsadas, se muestre la inconmensurable riqueza del alma rusa que retrata, así como a Chichikov, el campesino que está dotado de las virtudes que Dios le ha dado, o a una maravillosa jovencita rusa como en ningún otro lugar del mundo podría hallarse, con toda la prodigiosa hermosura de su alma femenina, toda ella rebosando abnegación y generosos impulsos. ¡Comparados con ellos parecerán muertos todos los seres virtuosos de otras razas, del mismo modo que parece muerto el libro comparado con la palabra viva! Se mostrarán en toda su grandeza los sentimientos rusos… y advertirán ellos con cuánta profundidad arraigó en la naturaleza del eslavo lo que en la de otros pueblos no hizo otra cosa que resbalar…

Pero ¿a qué fin adelantarnos a los acontecimientos? No cuadra al autor, hombre ya de cierta edad, educado por la rígida vida interior y por la lozana serenidad que la soledad procura, aturdirse como un muchacho. ¡Cada cosa a su tiempo y en su correspondiente lugar! El hombre que hemos tomado como héroe no es un ser virtuoso. Hasta podemos decir por qué razón no hemos querido hacerlo así. Porque comienza ya a ser hora de dejar descansar al hombre virtuoso, porque las palabras «hombre virtuoso», sin cesar en los labios de todos, nada significan; porque el ser virtuoso ha sido transformado en un caballo en el que no existe escritor que no haya montado, arreándolo con la fusta y con todo cuanto halla a mano; porque se ha hecho sudar al hombre virtuoso hasta tal punto que en él no queda ya ni una pizca de virtud, el cuerpo ha desaparecido y no conserva más que las costillas y el pellejo; porque con toda hipocresía invocan al ser virtuoso; porque al ser virtuoso ya no se le respeta. No, hora es de que también el miserable sea uncido al yugo. Así pues, unciremos al miserable.

El origen de nuestro héroe era modesto y oscuro. Sus padres eran nobles, aunque se desconoce si lo eran por su linaje o fueron nombrados por sus servicios personales. En su físico no se parecía a ellos. Al menos, una parienta que había asistido a su nacimiento, una mujer pequeña y delgada, dijo cuando cogió al niño en brazos:

—No ha salido como yo imaginaba. Tenía que parecerse a la abuela materna, cosa que habría sido preferible, y ha nacido como dice el refrán: «No se parece ni al padre ni a la madre, sino a un muchacho que pasó por el camino».

La vida le miró en sus primeros tiempos con un gesto agrio y nada acogedor, a través de un oscuro ventanillo tapado por la nieve. Su infancia se deslizó sin un amigo, ni siquiera un compañero. Un estrecho cuarto con unas reducidas ventanas que jamás estaban abiertas, ni en invierno ni en verano; su padre, un hombre enfermo que llevaba una larga levita forrada con piel de cordero y unas pantuflas de punto en chancletas en los pies descalzos, que constantemente suspiraba en sus paseos por la habitación y que escupía en una salvadera depositada en una esquina; las eternas sesiones de pupitre con la pluma en la mano y la tinta en los dedos e incluso en la boca, la eterna máxima delante de sus ojos: «No mientas, obedece y respeta a tus mayores y lleva la virtud en tu corazón»; el eterno arrastrarse de las pantuflas por el aposento y la voz familiar, aunque siempre severa: «¡Ya vuelves a hacer tonterías!», resonando cuando el pequeño, cansado de la monotonía del trabajo, añadía a cualquier letra un rabo o un gancho; la eterna sensación, siempre muy desagradable, cuando después de estas palabras su pobre oreja era retorcida dolorosamente entre las uñas de unos largos dedos que llegaban hasta él por la espalda. Éste fue el mísero cuadro de su niñez, de la cual apenas conservaba un borroso recuerdo.

Pero en la vida todas las cosas cambian con rapidez, y un día, con el radiante sol de primavera, cuando los primeros torrentes se desbordan, padre e hijo subieron a un carro, arrastrado por un caballejo pío, bayo con manchas amarillas, de ésos a los que los tratantes dan el nombre de «urracas». Lo conducía un jorobado casi enano, cabeza de la única familia de mujiks que pertenecían al padre de Chichikov, y que en la casa se encargaba de la mayoría de los trabajos. Llevados por el tal caballejo, el viaje se prolongó por espacio de dos días; hicieron noche en el camino, atravesaron un río, comieron empanadas, cordero asado y cosas frías, y hasta la mañana del tercer día no llegaron a la ciudad.

Ante la mirada del muchacho resplandecieron, con súbita magnificencia, las calles de la ciudad, a las cuales contempló boquiabierto. Después, el caballejo se metió con el carro en una zanja, que daba principio a una estrecha callejuela en pronunciada pendiente y cubierta de barro. Tras muchos esfuerzos, espoleado por los gritos del jorobado y hasta del señor, los sacó de allí hasta que llegaron a un reducido patio, situado en la ladera, con dos manzanos en flor frente a una casa de pequeñas proporciones; en la parte trasera sólo crecían el serbal y el saúco, que ocultaban a la vista un cobertizo de madera provisto de un ventanillo con un cristal oscuro que apenas permitía pasar la luz.

En aquella casa vivía una parienta suya, una anciana arrugada, pero que aún acudía a diario al mercado y después ponía a secar las medias en el samovar. La anciana dio al pequeño unas palmadas en la mejilla y miró sorprendida sus rollizas carnes. Éste era el lugar donde tenía que permanecer para asistir todos los días a la escuela de la ciudad. El padre se quedó allí aquella noche y al otro día emprendió el camino de regreso.

Cuando se separaron, los ojos del progenitor no derramaron ni una sola lágrima; el niño recibió algunas monedas de cobre para gastos y golosinas y, lo que era más importante, una serie de buenos consejos:

—Mira, Pavluska, estudia, no cometas tonterías ni hagas travesuras, y, ante todo, haz lo posible por agradar a tus maestros y superiores. Si agradas a los superiores, aunque no destaques en el estudio, seguirás tu camino y pasarás delante de todos. No entables amistad con tus compañeros, que no te enseñarán nada bueno. Todo lo más, hazte amigo de los ricos, pues sólo ellos te podrán ser de alguna utilidad. No obsequies ni convides a nadie, y haz de manera que te inviten a ti. Y sobre todo, cuida y guarda cada kopec. El dinero es lo más seguro que existe en el mundo. El amigo o el compañero te engañarán y te traicionarán cuando te halles en un caso apurado, pero el dinero jamás te hará traición. El dinero te permitirá poseer y lograr todo lo que quieras.

En cuanto le hubo dado estos consejos, el padre dejó al hijo, regresó a casa con su caballejo y ya nunca más volvieron a verse, aunque sus palabras y consejos quedaron hondamente grabadas en la memoria del niño.

Al día siguiente Pavluska comenzó a asistir a clase. En los estudios demostró mucha capacidad; destacaba más por la aplicación y el orden. En cambio dio pruebas de una gran inteligencia en otro aspecto, en el práctico. En seguida comprendió el asunto y en sus relaciones con los compañeros eran éstos los que le invitaban, sin que él les invitara ni una sola vez. Es más, en algunas ocasiones se guardaba las golosinas que le habían dado y después las vendía a los mismos que se las obsequiaron. Era un niño, pero ya sabía prescindir de todo. De las monedas que le entregó su padre no gastó ni un solo kopec. Por el contrario, aquel mismo año supo aumentarlas, demostrando una destreza casi extraordinaria: modeló un pinzón con cera, lo pintó y luego lo vendió a muy buen precio.

Más tarde, durante cierto tiempo, se entregó a otras especulaciones: compraba en la plaza algo de comer y en clase tomaba asiento cerca de los niños más ricos; cuando se daba cuenta de que al compañero se le comenzaba a abrir la boca —fiel señal de que sentía hambre—, sacaba de su pupitre como quien no hace la cosa un pedazo de bollo o de rosquilla, lo enseñaba al compañero y le cobraba conforme fuera su apetito. Por espacio de dos meses estuvo dedicándose en casa a domesticar un ratón que tenía encerrado en una pequeña jaula de madera, hasta lograr que le obedeciera cuando le ordenaba levantarse sobre las patas traseras, echarse y ponerse de pie, e igualmente lo vendió luego a muy buen precio. Cuando llegó a tener cinco rublos, los cosió dentro de una bolsita y comenzó a guardar sus ahorros en otra.

Con respecto a sus maestros y superiores demostró aún más inteligencia. Nadie como él sabía estarse tan quieto en su asiento. Debemos hacer constar que el maestro sentía gran debilidad por el silencio y el buen comportamiento; a los muchachos inteligentes y agudos no podía soportarlos, puesto que le parecía que tenían que reírse de él. Era suficiente que uno se ganara una observación, debida a su fama de ingenioso, o que alguien moviera una ceja sin advertirlo, para que cayera sobre él la cólera del maestro. Lo arrojaba de clase y lo castigaba sin piedad.

—¡Tengo que sacarte del cuerpo ese orgullo y espíritu de rebeldía! —acostumbraba a gritar—. Te conozco demasiado bien, mucho mejor de lo que te puedas conocer tú mismo. ¡He de ponerte de rodillas! ¡Vas a ver el hambre que te hago pasar!

Y el infeliz muchacho, ignorando el motivo, se lastimaba las rodillas y se pasaba días enteros sin probar bocado.

—¿La capacidad y la inteligencia? Todo esto es estúpido —decía el maestro—. Sólo me importa la conducta. Calificaré con las mejores notas en todas las asignaturas a aquellos que se porten de modo ejemplar, aunque no sepan ni palabra. Y a los revoltosos y aficionados a las burlas les pondré un cero aunque sepan más que Salomón.

Así hablaba el maestro, que sentía un odio a muerte hacia Krilov[49] por aquello que había dicho de que «me da igual que bebas si eres inteligente». En su rostro y en sus ojos era fácil advertir la complacencia que sentía cuando explicaba que en la escuela en la que estuvo anteriormente el silencio era tal, que podía oírse el vuelo de una mosca, que ni un solo alumno tosía ni se sonaba en clase durante todo el año y que hasta el momento en que tocaba la campanilla no era posible saber si allí había alguien o no.

Chichikov comprendió en seguida el espíritu de su maestro y cuál tendría que ser su conducta. En las horas de clase ni siquiera pestañeaba, aunque sus compañeros no dejaran de pellizcarle por detrás; cuando sonaba la campanilla, se precipitaba a entregar al maestro el tricornio (pues el maestro llevaba tricornio); en cuanto se lo había entregado, salía el primero de la clase e intentaba pasar frente a él tres veces como mínimo, y siempre se descubría. Esto le alcanzó un extraordinario éxito.

Durante el tiempo que permaneció en la escuela fue muy bien considerado, y al concluir sus estudios recibió en todas las asignaturas las mejores calificaciones, diploma y un libro con una dedicatoria en letras doradas: A la ejemplar aplicación y buena conducta. Era por aquel entonces un joven de aspecto bastante agradable cuya barba requería ya los servicios de la navaja. Hacia esa época falleció su padre. Por toda herencia recibió cuatro camisetas algo raídas por el uso, dos viejas levitas forradas de piel de cordero, y una misérrima cantidad en metálico. Al parecer, el padre únicamente entendía en el arte de dar buenos consejos respecto al ahorro, pues lo que él había ahorrado era bien poco. Chichikov se apresuró a vender por mil rublos la vieja casucha medio derruida y sus pocas tierras, y la familia de mujiks la trasladó a la ciudad, con intención de instalarse en ella y encontrar empleo en una oficina pública.

Por aquel mismo tiempo echaron de la escuela, por cualquier estupidez o por un motivo de peso, al infortunado maestro enamorado del silencio y del ejemplar comportamiento. La desgracia hizo que se aficionara a la bebida y bebió hasta que ya no le quedaron recursos. Enfermo, sin un mísero trozo de pan ni nadie que le ayudara, vivía abandonado en un frío tabuco. Sus antiguos alumnos, los inteligentes y agudos, aquéllos en los que siempre le pareció encontrar orgullo y espíritu de rebeldía, en cuanto se enteraron de su desgraciada situación reunieron algún dinero, que le entregaron, aunque para ello se vieran obligados a vender cosas de las que ellos mismos tenían necesidad… El único que se resistió a contribuir fue Pavluska Chichikov, que dio como pretexto su falta de recursos, y se limitó a dar una moneda de cinco kopecs, que sus compañeros le arrojaron a la cara exclamando: «¡Eres un tacaño!».

El pobre maestro se cubrió el rostro con las manos cuando supo el proceder de sus antiguos alumnos. Las lágrimas se deslizaron en abundancia de sus apagados ojos, como si fuera un niño indefenso.

—Dios hace que llore en mi lecho de muerte —dijo con débil voz, y lanzó un profundo suspiro al tener conocimiento de cuál había sido la conducta de Chichikov, agregando—: ¡Ah, Pavluska! ¡Cómo cambian las personas! ¡Tan bueno como era! ¡Era obediente, dócil, suave como la seda! Me ha engañado, y de qué modo me ha engañado…

A pesar de ello, no se puede afirmar que nuestro héroe estuviera dotado de un corazón duro ni que sus sentimientos se hallaran tan embotados como para desconocer la piedad y la lástima. Era muy capaz de experimentar lo uno y lo otro. Habría ayudado incluso con sumo gusto, pero siempre y cuando se tratara de una cantidad de poca consideración, para no tocar un dinero que se había hecho el propósito de no tocar. En resumen, que los consejos de su padre de guardar hasta el último kopec eran seguidos al pie de la letra.

Pero el dinero no le seducía como moneda en sí; no era ni avaro ni tacaño. No eran esos sentimientos los móviles de su conducta. Lo que él pretendía era disfrutar de los placeres y comodidades de la vida: coches, una magnífica casa, buenas comidas; eso era lo que en todo momento rondaba en su mente. Y para que después, con el tiempo, llegara a gozar de todo esto, era preciso guardar hasta el último kopec, privándose de él y negándoselo a los demás. Cuando circulaba por su lado el elegante carruaje de un rico, con un buen tronco de caballos enjaezados con gran lujo, se quedaba como petrificado en el sitio y luego, como si despertara de un largo sueño, exclamaba:

—¡Y pensar que no fue más que un oficinista! ¡Llevaba los cabellos cortados al estilo de los mujiks!

Todo cuanto denotaba riqueza y comodidades producía en él una impresión de la que ni siquiera él mismo era capaz de darse cuenta por entero. Cuando acabó sus estudios se negó a tomarse el más pequeño descanso; hasta tal punto llegaban sus ansias por ponerse a hacer algo práctico. No obstante, a pesar de sus diplomas, con no poco trabajo logró colocarse en una oficina pública. ¡También en los más apartados rincones se necesitan influencias! El puesto que logró era muy modesto, con un sueldo de treinta o cuarenta rublos al año, pero tomó la firme resolución de trabajar y de vencer y superar toda clase de dificultades.

En efecto, demostró capacidad de sacrifico y paciencia realmente sorprendentes. Desde primeras horas de la mañana hasta la caída de la tarde, sin que su cuerpo ni su espíritu denotaran el menor cansancio, escribía sumergido en sus papeles, no marchaba a su casa, dormía en las mesas de la oficina, comía algunas veces con los guardas, y, no obstante todo esto, sabía mantenerse aseado y limpio, se vestía con decencia y comunicaba a su rostro una expresión agradable; incluso en sus ademanes se advertía cierta nobleza.

Es preciso observar que sus compañeros de oficina se caracterizaban por su fealdad y su aspecto un tanto desaseado. Sus rostros guardaban parecido con un pan mal cocido: un carrillo sobresalía por un lado, el mentón tiraba por otro, el labio superior lo tenían colgando como una ampolla que, para colmo, se hubiera rajado; en resumen, eran lo que se dice feos de verdad. Todos ellos hablaban en un tono muy severo y con una voz que parecía que estuvieran a punto de dar una somanta a alguien. Muy a menudo ofrecían sacrificios a Baco, demostrando de este modo que entre los eslavos todavía se conservan numerosos vestigios del paganismo. Incluso en algunas ocasiones llegaban a la oficina un tanto bebidos, a consecuencia de lo cual no podía decirse que el aire que se respiraba allí fuera precisamente aromático.

En medio de tales funcionarios resultaba imposible que no destacara Chichikov, que era el polo opuesto en todos los sentidos, no sólo por su figura agraciada sino también por su agradable voz, aparte de que era un enemigo declarado de toda clase de bebidas fuertes. Pero a pesar de todo, los principios fueron difíciles. Su jefe era un viejo covachuelista, ejemplo de insensibilidad y que jamás se conmovía por nada: se mostraba en todo momento inabordable, nunca, a lo largo de toda su vida, había sonreído ni había dado los buenos días a nadie; ni siquiera se había interesado por su salud. Ni por una vez había visto nadie que se mostrara en la oficina tal como era en la calle o en casa. Jamás había demostrado simpatía alguna hacia nadie ni se había emborrachado con intención de reírse. Jamás se había entregado a la desenfrenada alegría a que se entrega el bandido en los momentos de embriaguez. Ni el menor indicio de todo esto se podía encontrar en él.

En él no había nada ni de bueno ni de malo, y la carencia de todo dejaba un espantoso vacío. Su rostro duro como el mármol, sin ninguna imperfección notable, no se semejaba a nada; sus rasgos mantenían entre sí una fría proporción. Sólo las diminutas picaduras de viruela y las arrugas que surcaban aquel rostro lo incluían entre esa categoría de personas a las que, como dice la expresión popular, el diablo acude por la noche a fin de moler guisantes en su cara. Producía la impresión de que en el mundo no existía fuerza humana capaz de abrirse camino hasta aquel individuo y de granjearse su buena disposición, pero Chichikov lo intentó.

Al principio probó a resultarle agradable con todo género de pequeñas atenciones: miró detalladamente el modo como el viejo tajaba las plumas que empleaba para escribir, preparó varias siguiendo ese modelo y no desperdiciaba ocasión de ponerle una en la mano. Soplaba sobre su mesa para quitar de ella el rapé y la arenilla. Se procuró un trapo nuevo para su tintero. Buscó el lugar donde colocaba el sombrero, el más extravagante sombrero que se haya visto nunca en el mundo, y siempre se lo llevaba en el momento en que tocaban a su fin las horas de oficina. Le cepillaba el traje si se había manchado de cal al rozar la pared. Pero todo esto pasaba sin dejar ningún rastro, como si no hiciera nada.

Por último, indagó acerca de su vida doméstica y familiar, se enteró de que tenía una hija ya de veinte años cuyo rostro era como si en él molieran guisantes por la noche. Por esta parte es por donde resolvió dar principio al asalto. Supo cuál era la iglesia a la que solía acudir los domingos. Hizo lo posible por situarse siempre frente a ella, siempre bien vestido y con la camisa almidonada, y al fin el éxito coronó todos sus esfuerzos. ¡El rígido covachuelista se tambaleó e invitó a Chichikov a tomar el té! Antes de que en la oficina tuvieran tiempo de darse cuenta, Chichikov se había trasladado a la vivienda del viejo, donde pronto se hizo necesario, e incluso imprescindible; se encargaba de comprar la harina y el azúcar y trataba a la hija como si fuera su prometida. Llamaba al covachuelista papá y hasta le besaba la mano.

En la oficina todos estaban convencidos de que a finales de febrero, antes de la cuaresma, tendría lugar la boda. El rígido covachuelista llegó incluso a hacer gestiones en su favor, y cierto tiempo después Chichikov ocupaba ya una plaza parecida a la del viejo, que había quedado vacante. Ésta parecía ser la intención que le impulsaba a intimar con el viejo covachuelista, ya que acto seguido ordenó que trasladaran en secreto su baúl de casa y al día siguiente anunciaba el cambio de domicilio. Ya no volvió a llamar papá al viejo covachuelista ni a besarle la mano, ni se habló nunca más de la boda, como si nada hubiera sucedido. Eso sí, cuando se tropezaba con él le estrechaba la mano afectuosamente y le convidaba a tomar el té, de tal modo que el covachuelista, a pesar de su eterna inmovilidad y de su correosa indiferencia, movía siempre la cabeza y murmuraba a media voz:

—¡Me ha engañado, me ha engañado ese hijo del diablo!

Fue el umbral más difícil que se vio obligado a cruzar. Desde entonces todo marchó más fácilmente y con mayor éxito. La gente se fijaba en él. Poseía todo lo que en este mundo es menester: era agradable en sus modales y en su trato, y se desenvolvía bien en los negocios. En posesión de tales recursos, pronto se procuró lo que se llama una canonjía, a la que supo explotar de maravilla.

Es preciso decir que hacia aquella época se había comenzado a perseguir rígidamente todo género de cohechos. Él no se acobardó y supo aprovecharse de tal estado de cosas, dando muestras de ese espíritu de inventiva que el ruso manifiesta únicamente cuando se ve acorralado. Él se comportaba así: cuando se presentaba un solicitante e introducía la mano en el bolsillo con intención de sacar una de esas consabidas cartas de recomendación que llevan la firma del príncipe Jovanski[50], como se acostumbra a decir en Rusia, le salía al paso sonriéndole, y le cogía la mano:

—No, no, no crea usted que yo…, no, no. Es nuestra obligación, nuestro deber. ¡Para eso estamos aquí, para servirles! En este sentido, no tenga usted cuidado. Mañana mismo estará todo a punto. Indíqueme su domicilio y no se preocupe por nada más. Se lo enviaremos a casa.

El solicitante regresaba a su casa entusiasmado, diciendo para sus adentros: «¡Al fin he visto a un hombre como debe ser! ¡Es un auténtico diamante!».

Sin embargo transcurría un día, otro, un tercero, y a su casa no llegaba nada. Volvía otra vez a la oficina y su asunto estaba igual que antes. Entonces se dirigía al diamante.

—¡Ah, discúlpeme! —decía Chichikov con toda cortesía cogiéndole las dos manos—. Hemos de hacer tantas cosas… Pero mañana estará listo, mañana sin falta. Me siento incluso avergonzado.

Estas palabras las pronunciaba acompañándolas de unos encantadores ademanes. Si mientras hablaba se le abrían un poco los faldones de la bata, su mano intentaba en seguida corregir el desaguisado y sujetar los faldones. Pero ni al día siguiente, ni al otro, ni al otro le traían nada a casa. El solicitante comenzaba a caer en la cuenta: ¿no será preciso dar algo? Intentaba aclarar el asunto y le respondían que tenía que dar algo a los escribientes.

—¿Y por qué no? Estoy dispuesto a entregarles veinticinco kopecs.

—No, no se trata de veinticinco kopecs, sino de veinticinco rublos para cada uno.

—¿Veinticinco rublos a cada escribiente? —se sorprendía el solicitante.

—¿Por qué se acalora? —le contestaban—. Todo está arreglado de tal modo que los escribientes reciben veinticinco kopecs y lo demás va a parar a manos del jefe.

El poco avispado solicitante se daba una palmada en la frente y censuraba con acritud el nuevo orden de cosas, la persecución del cohecho y el trato amable y cortés de los funcionarios. Cuando menos, antes sabía uno a qué atenerse: deslizaba un billete de diez rublos en la mano del jefe de la oficina y asunto concluido. En cambio ahora le sacaban a uno veinticinco y aún perdía una semana antes de caer en la cuenta. ¡Al diablo la nobleza y el desprendimiento de los funcionarios! El solicitante tenía toda la razón, pero ahora, por el contrario, no hay quien se deje cohechar: todos los jefes de oficinas son personas de gran honradez y nobleza, y sólo los secretarios y los escribientes son unos granujas.

No tardó en ofrecérsele a Chichikov un campo de acción bastante más amplio: se formó una comisión que se encargaría de dirigir las obras de un importante edificio público. Logró tomar parte en esa comisión y se convirtió en uno de sus miembros más activos. Esta comisión empezó a actuar inmediatamente, y sus esfuerzos se prolongaron por espacio de seis años. Pero ya se debiera al clima, ya a los materiales utilizados, la cosa es que el edificio oficial no avanzaba más allá de los cimientos, mientras que en otros lugares de la ciudad cada uno de los miembros de la comisión se vio dueño de una hermosa casa: sin duda allí era mejor el suelo. Los miembros de la comisión empezaron a vivir con todo desahogo y a pensar en el matrimonio.

Sólo ahora fue cuando Chichikov comenzó a emanciparse de las severas leyes de la abstinencia y de sus implacables sacrificios. Sólo entonces comenzó a relajarse su prolongada vigilia, y resultó que jamás había sido indiferente a los placeres de que fue capaz de privarse en la época de la fogosa juventud, cuando nadie consigue dominarse totalmente. Se permitió unos cuantos detalles superfluos: tomó un cocinero bastante bueno y adquirió bonitas camisas de Holanda. El paño de sus trajes era ya como el de ningún otro en toda la provincia, y a partir de entonces manifestó su preferencia por el color marrón con motitas rojas. Ya había comprado un excelente tronco y él mismo llevaba las riendas, obligando al caballo de varas a hacer corvetas. Ya se había acostumbrado a friccionarse con una esponja mojada en agua a la que agregaba un chorro de colonia. Ya empleaba un jabón muy caro que conservaba suave su piel. Ya…

Pero cuando menos lo esperaban, el jefe superior, un hombre falto de carácter, se vio sustituido por un militar, un hombre severo y furibundo enemigo de los que se dejaban cohechar y de todo lo que lleve el nombre de injusticia. Al segundo día había metido ya a todos el resuello en el cuerpo, pidió informes y advirtió que las cuentas no estaban en regla y que a cada instante faltaban notables sumas. Pronto vio las hermosas casas de los miembros de la comisión y comenzó una revisión a fondo.

A los funcionarios se les separó de sus cargos, las casas pasaron a pertenecer al Estado y fueron destinadas a establecimientos benéficos y a escuelas para hijos de militares.

Todos se granjearon una mayúscula reprimenda, y principalmente Chichikov. Su rostro, a pesar de que era agradable, no gustó al nuevo jefe, Dios sabe por qué —a veces sucede sin la menor causa—; lo cierto es que le cogió ojeriza. El inflexible jefe parecía terrible a todos, pero como, no obstante, era militar y, por lo tanto, no estaba muy al corriente de todas las sutilezas de la ley, cierto tiempo después, debido a sus apariencias de gente amante de la justicia y a su capacidad para amoldarse a todo, los restantes funcionarios se ganaron su buena voluntad, y poco después el general se hallaba en manos de unos granujas aún mayores, aunque él no los creía tales. Hasta se mostraba satisfecho de haber elegido debidamente a las personas y se vanagloriaba en serio de su capacidad para conocer los caracteres.

Los funcionarios no tardaron en entender a su jefe. Todos los que se encontraban bajo sus órdenes se dedicaron a perseguir la justicia de un modo implacable. La acosaban por cualquier parte, igual que un pescador acosa con su bichero a un enorme esturión, y lo hicieron con tal éxito que pronto disponía cada uno de un capital de varios miles de rublos. Durante ese tiempo entraron en la senda de la verdad numerosos funcionarios de los que antes habían sido despedidos, a los que se readmitió. No obstante, Chichikov no consiguió salir a flote por más que, atraído por las cartas del príncipe Jovanski, lo defendiera el primer secretario, quien hacía del general lo que le venía en gana. En esta ocasión todo resultó inútil. El general pertenecía a esa clase de personas que, aunque hacían de él lo que querían (por supuesto sin que él lo advirtiera), si se le metía una idea en la cabeza, en ella se quedaba como un clavo, sin que existiera ninguna posibilidad de sacársela. Lo único que el sagaz secretario consiguió hacer fue destruir su hoja de servicios, tan llena de manchas, y aún así se vio obligado a apelar a los compasivos sentimientos del jefe, pintándole con vivos colores la conmovedora suerte de la infortunada familia de Chichikov, familia que, afortunadamente, no existía.

—¡Qué le vamos a hacer! —pensó Chichikov—. Cuando el anzuelo se queda sujeto en el fondo, no te quejes. El llanto no me servirá de nada. Es preciso hacer algo.

Y resolvió comenzar otra vez, iniciar otra vez su carrera, armarse otra vez de paciencia, privarse otra vez de todo, a pesar de que le gustaba sobremanera el desahogo con que había comenzado a vivir. No tuvo más remedio que marcharse a otra ciudad y abrirse allí camino. Pero las cosas no iban bien. En muy poco tiempo tuvo que cambiar de empleo dos o tres veces. Eran unos cargos miserables y sucios.

Debemos decir que Chichikov era la persona más amante del decoro que nunca hubiera en el mundo. Aunque en sus principios tuvo que moverse entre gente sucia, su alma se mantuvo siempre pura, le complacía que en las oficinas las mesas estuvieran bien barnizadas y que todo presentara un aspecto decoroso. Jamás se permitía el uso de palabras malsonantes y le molestaba que en las palabras de los demás no hubiera el respeto y consideración que se deben al título o al cargo.

Pienso que al lector le gustará saber que se mudaba cada dos días de ropa interior, y en verano, cuando el calor era más fuerte, se mudaba todos los días: era incapaz de soportar los olores desagradables, por este motivo, cuando Petrushka iba a ayudarle a descalzarse y desnudarse, se metía siempre en la nariz un clavo de especia, y muchas veces sus nervios eran tan sensibles como los de una jovencita. De ahí que le resultara tan duro volver de nuevo a aquellos ambientes en que todos olían mal y hablaban peor aún. Por más que intentara hacerse fuerte, durante aquella época de reveses se puso más flaco y adquirió muy mal color. Había comenzado ya a engordar y se habían formado ya en él las redondeces de que era dueño cuando lo conoció el lector, y ya en más de una ocasión, contemplándose al espejo, reflexionaba acerca de muchos temas desagradables: de la esposa, de la habitación de los niños, y una sonrisa seguía a sus reflexiones. Pero ahora, cuando cierto día se vio sin darse cuenta reflejado en el espejo, exclamó asombrado:

—¡Virgen Santa, pero qué feo estoy!

Y tras esto ya no quiso mirarse otra vez. Sin embargo nuestro protagonista lo soportó todo, con paciencia y con firmeza, hasta que, por último, entró en Aduanas. Debemos decir que desde hacía largo tiempo en esto consistía el secreto objetivo de sus afanes: veía las bonitas cosas del extranjero que poseían los funcionarios de Aduanas, qué porcelanas y telas mandaban a sus comadres, hermanas y tías. Muchas veces había dicho, lanzando un profundo suspiro:

—Ahí es donde estaría encantado de poder entrar. ¡Uno se halla junto a la frontera y trata con personas cultas! ¡Qué finas camisas de Holanda podría comprarme!

Es preciso agregar que en esos instantes pensaba también en un jabón francés de gran calidad que confería una maravillosa blancura a la piel y dejaba las mejillas muy lozanas y tersas. Ignoraba cómo se llamaba, pero no cabía duda de que lo hallaría en el extranjero. Así, pues, hacía ya largo tiempo que sentía deseos de entrar en Aduanas, pero hasta entonces no lo había logrado por causa de los contratiempos surgidos con motivo del asunto de la comisión encargada de la construcción del famoso edificio. Por otra parte pensaba, y no sin razón, que la cuestión de Aduanas sólo era los cien pájaros volando, mientras que la comisión era un pájaro que ya tenía en la mano. Ahora, pues, tomó la firme resolución de ingresar en Aduanas, y no paró hasta lograrlo.

En su nuevo cargo hizo gala de un extremado celo. Era como si estuviera escrito que tenía que ser funcionario de Aduanas. Jamás se había visto, ni siquiera se había oído, una perspicacia y una disposición como las suyas. Al cabo de tres o cuatro semanas se había impuesto de tal modo en los asuntos, que ya lo conocía todo en absoluto: ni siquiera se tomaba la molestia de pesar y medir, sino que por la factura sacaba en conclusión el número de varas de paño o de hilo de que constaba cada pieza; con sólo coger un paquete podía decir cuántas libras pesaba. Por lo que respecta a los registros, según afirmaban sus mismos compañeros, tenía un olfato de perro: causaba asombro la paciencia que derrochaba para tocar cada botón y la perspicacia, la gran sangre fría y la amabilidad con que trataba a todo el mundo.

Y mientras la persona que soportaba el registro comenzaba a perder los estribos y a sentir siniestros deseos de dar unos bofetones en tan agradable cara, él, atento e imperturbable, se limitaba a decir:

—Perdóneme usted que le moleste, ¿quiere hacer el favor de ponerse de pie?

O bien:

—¿Será tan amable la señora de pasar a la estancia vecina? La esposa de uno de nuestros funcionarios le explicará.

O bien:

—Permita que con esta navajita descosa un poco el forro de su capote.

Y al decir esto, sacaba de allí pañuelos y chales con igual sangre fría que si los estuviera sacando de su propio baúl. Incluso los jefes aseguraban que era un verdadero diablo: hallaba objetos en las ruedas y en las varas de los coches, en las orejas de los caballos y en partes en la que a ningún autor se le habría ocurrido siquiera pensar y donde sólo pueden fisgar los funcionarios de Aduanas. El infeliz viajero que cruzaba la frontera tardaba unos cuantos minutos en reponerse, mientras se secaba el sudor que bañaba todo su cuerpo; se persignaba y decía:

—Pues sí.

Se hallaba en una situación semejante a la del colegial que abandona el despacho adonde el director le hizo llamar para leerle la cartilla y que, en lugar de esto, del modo más inesperado, le da una buena paliza.

Pronto hizo la vida imposible a los contrabandistas. Era el terror y la desesperación de todos los judíos polacos. Su probidad parecía algo fuera de lo normal; se mostraba incorruptible y no había forma de sobornarlo. Incluso se negó a reunir un pequeño capital con los distintos objetos confiscados y mercancías que no pasaban a Hacienda a fin de evitar el papeleo que eso acarreaba. Su celo y desinterés tan fuera de lo común no podían por menos de causar el asombro general y de llegar a conocimiento de los superiores. Fue ascendido y a continuación presentó un proyecto para poner fin a los contrabandistas, pidiendo únicamente los medios necesario para realizar la operación él mismo. En seguida pusieron a sus órdenes los hombres precisos y le otorgaron plenos poderes para llevar a cabo todo género de pesquisas. Era lo único que pretendía.

Por aquel entonces se había formado una banda de contrabandistas que obraba con todas las de la ley; la atrevida empresa auguraba un beneficio de varios millones de rublos. Chichikov estaba al tanto de todos sus movimientos e incluso rechazó los intentos que se hicieron para sobornarlo, limitándose a contestar con sequedad:

—Aún es pronto.

Inmediatamente después de concedérsele plenos poderes, lo hizo saber a la sociedad, anunciando:

—Ya es hora.

Los cálculos eran exactos. En sólo un año podía ganar lo que en veinte años de celosos servicios no conseguiría. Antes se negaba a toda clase de relaciones con los contrabandistas, porque era un simple peón y no habría ganado gran cosa, en cambio ahora… Ahora era totalmente distinto: podía dictar sus condiciones. Con objeto de salvar obstáculos, procuró ganarse la voluntad de otro funcionario, amigo suyo, que no fue capaz de resistirse a la tentación a pesar de que sus cabellos eran ya blancos. Se fijaron las condiciones y la sociedad comenzó a actuar.

El principio de las operaciones fue muy brillante. Seguramente el lector habrá oído la tan conocida historia del ingenioso viaje de las ovejas de España que atravesaron la frontera con pieles dobles llevando encajes de Brabante valorados en un millón de rublos. Esto sucedió precisamente cuando Chichikov estaba prestando servicio en Aduana. Ningún judío habría podido realizar tal empresa si Chichikov en persona no hubiera tomado parte en el asunto. Tras haber repetido la operación de las ovejas en tres o cuatro ocasiones, los dos funcionarios se hallaron con un capital de cuatrocientos mil rublos cada uno. Se aseguraba que el de Chichikov pasaba de los quinientos mil, porque era mucho más hábil. Dios sabe hasta qué enorme volumen habrían llegado aquellos benditos capitales si el diablo no se hubiera metido por medio. El diablo desvió de su camino a ambos funcionarios, quienes, hablando llanamente y con franqueza, se tiraron los trastos a la cabeza sin ningún motivo.

Durante una acalorada disputa, quizá porque se hallaran un tanto bebidos, Chichikov llamó al otro funcionario «hijo de pope», y a pesar de que éste era, realmente, hijo de pope, lo cierto es que se enojó muy de veras y replicó con palabras duras y tajantes:

—¡No es cierto! ¡Mientes! ¡Yo soy consejero de Estado y no hijo de pope! ¡El hijo de pope lo serás tú! —y agregó después, con ganas de incomodarle—: ¡Por supuesto que lo eres!

Aunque le había devuelto la pelota y aunque la frase «¡por supuesto que lo eres!», podía ser muy fuerte, no dejó las cosas ahí y, en secreto, presentó una denuncia contra Chichikov. Por otra parte, según se afirmaba, andaba de por medio cierta muchacha lozana y de carnes apretadas como un nabo, según la expresión de los funcionarios de Aduanas. Aseguraron que se había pagado a ciertos sujetos para que por la noche, en cualquier oscura callejuela, propinaran una paliza a nuestro héroe. La cuestión es que los dos funcionarios fueron burlados y quien acabó gozando de la muchacha fue cierto subcapitán Shamshariov. Dios sabrá lo que de verdad sucedió, el lector aficionado puede imaginarse lo que guste.

Lo importante fue que sus relaciones con los contrabandistas dejaron de ser secretas. El consejero de Estado se buscó la perdición, pero consigo arrastró a su compañero. A los dos funcionarios les instruyeron expediente, se les confiscó todo lo que poseían, y esto les dejó tan sorprendidos como si un trueno hubiera estallado sobre sus cabezas. Cuando volvieron en sí y se calmaron, advirtieron, aterrorizados, lo que habían hecho. El consejero de Estado, siguiendo la costumbre rusa, se emborrachó para ahogar sus penas, en cambio el colegiado hizo frente a la prueba. Supo conservar algún dinero, por fino que fuera el olfato de los que habían ido a realizar las diligencias.

Chichikov desplegó todos los recursos de una inteligencia ejercitada ya en esos menesteres y que conocía a fondo al ser humano: dónde echó mano de la amabilidad, dónde de las expresiones conmovedoras, dónde de la adulación, que nunca viene mal, dónde del dinero. En resumen, que dispuso las cosas de tal manera que, cuando menos, no salió tan mal parado como su compañero y evitó ser juzgado como un delincuente común. Sin embargo, perdió el capital y todas las prendas procedentes del extranjero: hubo quien manifestó mucha afición a todo ello. Conservó, eso sí, unos diez mil rublos, que había guardado aparte por si llegaban malos tiempos, dos docenas de camisas de Holanda, un coche como los que utilizan los solteros y dos siervos, el criado Petrushka y el cochero Selifán. Además, los funcionarios de Aduanas, todos ellos personas de buen corazón, le dejaron seis o siete pastillas de jabón para que no perdiera la tersura y lozanía de sus carrillos. Y eso era todo. ¡Ésta era, pues, la situación en que nuevamente se encontraba nuestro héroe! ¡Tal era el cúmulo de desastres que habían caído sobre él! A eso era a lo que él daba el nombre de sufrir por haber salido en defensa de la justicia. Ahora podría cualquiera llegar a la conclusión de que después de tales tormentas, pruebas, contrariedades del destino y sinsabores, que le había proporcionado la vida, se alejara con sus diez mil rublos, que eran suyos y muy suyos, y se marchara a cualquier apartado rincón, a cualquier cabeza de distrito, quedándose allí para siempre con su bata de algodón, junto a la ventana de su casa, contemplando todos los domingos las peleas de los campesinos, o llegándose, a fin de estirar las piernas, hasta el gallinero, para comprobar personalmente si había engordado la gallina destinada a la sopa, y que de este modo pasaría el resto de sus días, tranquilo, aunque, a su manera, inútilmente. Pero no sucedió así. Tenemos que hacer justicia a la energía indomable de su carácter. Su incomprensible pasión no se había extinguido tras todo aquello, que era suficiente, si no para matar, sí para enfriar y amansar definitivamente a cualquiera. Le dominaban el dolor y el despecho, se revolvía contra todo el mundo, se lamentaba de las injusticias del destino, se enfurecía contra las injusticias de los hombres, pero, no obstante, era incapaz de renunciar a los nuevos intentos. En resumen, demostró una paciencia comparada con la cual no es nada la paciencia de leño del alemán, que éste lleva ya en la pereza y calma con que su sangre circula.

La sangre de nuestro héroe, por el contrario, vibraba con toda plenitud, y era menester una poderosa fuerza de voluntad para hacer entrar en razón y mantener sujeto todo cuanto en él intentaba liberarse de las trabas que lo retenían. Razonaba, y en sus razonamientos podía encontrarse cierta dosis de justicia. «¿Por qué tengo que ser yo? —se decía—. ¿Por qué esta desgracia ha tenido que caer sobre mí? ¿Quién es el que en este momento desaprovecha la ocasión? Todos intentan enriquecerse. A nadie he hecho desgraciado: no he robado a las viudas ni he arruinado a nadie. Todo lo más me he limitado a tomar lo que sobraba, a tomar allí donde otro cualquiera habría tomado. De no haberme aprovechado yo, se habría aprovechado otro cualquiera. ¿Por qué unos prosperan y yo tengo que quedarme en gusano? ¿Qué soy ahora? ¿Para qué sirvo? ¿Cómo me atreveré ahora a mirar a la cara a cualquier digno padre de familia? ¿Cómo no me remorderá la conciencia sabiendo que no hago nada práctico? ¿Qué dirán algún día mis hijos? Dirán que su padre fue un animal, que no les dejó fortuna alguna».

Ya estamos enterados de que Chichikov mostraba grandes preocupaciones por su descendencia. ¡Era una cuestión tan delicada! Tal vez otro no habría llegado tan lejos, pero a él le preocupaba una pregunta que, sin que conozcamos el motivo, acudía por sí misma: «¿Qué dirán mis hijos?». Y este futuro cabeza de un linaje se comportaba como el cauteloso gato que mientras con un ojo mira si se presenta el amo, se apodera pecipitadamente de todo lo que halla a su alcance: velas, tocino, jabón, un canario; en suma, que no deja escapar nada.

De esta forma se lamentaba Chichikov, aunque su mente no dejaba de forjar proyectos; quería entrar en actividad y sólo aguardaba el momento oportuno de poner en marcha un plan. Una vez se agazapó, otra volvió a las dificultades de la vida, de nuevo se privó de todo, ahora abandonó la limpieza y una situación acomodada, y se hundió en el barro y en una vida mísera. Esperando algo mejor, hubo de dedicarse a hacer de comisionado, profesión que en nuestro país todavía había adquirido carta de ciudadanía. Los comisionados tenían que soportar los empellones de todos, eran apenas respetados por los oficinistas e incluso por los mismos poderdantes; estaban condenados a arrastrarse en las antesalas y a aguantar groserías, pero la necesidad le forzó a soportarlo todo.

Entre los asuntos que le encomendaron se hallaba uno relativo a la hipoteca en el Consejo de Tutela de algunos cientos de mujiks. La hacienda estaba arruinada por la desaparición del ganado, por las bribonadas de los administradores, por las pésimas cosechas, por las enfermedades y epidemias, que habían arrebatado a los mejores trabajadores, y, por último, por las necedades del mismo propietario, quien en Moscú había puesto casa a la última moda y que para ello había tenido que invertir toda su fortuna, hasta el último kopec, al extremo de que no le quedaba ni siquiera, para comer. Así, pues, no le tocaba otro remedio que hipotecar lo último que aún le quedaba.

Por aquella época las hipotecas eran algo nuevo que producía cierto temor. Nuestro héroe, en su calidad de comisionado, tras asegurarse la buena voluntad de todos (ya se sabe que sin asegurarse de antemano la buena voluntad no es posible lograr ni un simple certificado; como mínimo será preciso echar en cada gaznate una botella de vino de Madeira), tras asegurarse, pues, la buena voluntad de todos cuantos era menester, contó la circunstancia de que la mitad de los mujiks habían fallecido. Lo hizo para evitar complicaciones en adelante.

—Pero ¿constan en la relación presentada al Registro? —preguntó el secretario.

—Sí —repuso Chichikov.

—Siendo así, ¿por qué se asusta? —añadió el secretario—. Unos nacen, otros mueren, y todos hacen lo que quieren.

Según parece, el secretario sabía hablar en prosa rimada. Pero a Chichikov se le ocurrió una idea brillantísima, como jamás había alumbrado en mente humana. «¡Soy un imbécil! —pensó—. Busco los guantes y los tengo en el bolsillo. Imaginemos que adquiero todos esos que han fallecido antes de que sea presentada la nueva relación en el Registro; imaginemos que adquiero mil y que el Consejo de Tutela me entrega doscientos rublos por cada uno. ¡Resultará un capital de doscientos mil rublos! Ahora es un momento muy oportuno, no hace mucho hubo una epidemia y, gracias a Dios, fueron muchos los que murieron. Numerosos terratenientes se han arruinado con sus juergas y jugando a las cartas, y ahora se marchan a San Petersburgo para buscar un empleo. Las haciendas están abandonadas, los administradores las manejan de cualquier forma, cada año se hace más difícil pagar los impuestos y nadie vacilará en cedérmelas con gusto, aunque únicamente sea por librarse de los gravámenes. Quizá haya incluso quien me pague algo por ello. Por supuesto que es difícil, complicado y que da miedo pensar que de todo esto pudiera aún resultar algo desagradable. Pero la inteligencia del ser humano para algo tiene que servir. Es verdad que quien no dispone de tierra no puede adquirir ni hipotecar siervos. Pero yo los compraré para llevarlos a otra provincia. Ahora, en las provincias de Jersón y Táurida la tierra la regalan, con la única condición de que sea poblada. ¡Allí los llevaré a todos! ¡A Jersón! ¡Qué vivan allí! El traslado puede hacerse legalmente, de la forma que está establecida por los tribunales. Y si quisieran cerciorarse, presentaría una declaración firmada por el propio capitán de la policía rural. A la aldea la podré llamar Chichikov, o según mi nombre de pila, Pavlovskoe».

De este modo se forjó en la mente de nuestro protagonista la peregrina idea que hemos utilizado como argumento; ignoro si los lectores se le mostrarán agradecidos, pero al autor se le hace difícil no expresar su reconocimiento. Porque, dígase lo que se diga, si esta idea no hubiera pasado por la mente de Chichikov, nuestro poema nunca habría llegado a ver la luz. Se persignó, siguiendo la costumbre rusa, y puso manos a la obra.

Alegando que buscaba lugar donde fijar su residencia y bajo otros pretextos, se dejó caer en diferentes rincones de nuestro imperio, principalmente en aquellos que más habían padecido a causa de las malas cosechas, epidemias, desgracias naturales y demás; en resumen, en los lugares donde creía que podía resultarle más sencilla y económica la adquisición de las gentes que le eran necesarias. No se dirigía a ciegas a cualquier terrateniente, sino que, por el contrario, seleccionaba a los que le parecían bien o a aquellos que, a su modo de ver, ofrecerían menos dificultades para tales negocios, procurando previamente entablar conocimiento y granjearse su buena disposición, para que, en el momento oportuno, pudiera comprar los siervos más por vía de amistad que mediante una operación de compraventa.

En consecuencia, los lectores no deben enojarse con el autor si los personajes que les ha presentado hasta este momento le desagradan; el responsable de ello es Chichikov, él es el amo y señor, y nosotros tenemos que seguirle hasta donde él quiera ir. Por lo que a nosotros respecta, si se nos reprocha que los personajes y los caracteres aparecen descoloridos y son poco agraciados, diremos únicamente que al principio jamás se aprecia toda la amplitud de la corriente ni el volumen de una obra. La llegada a una ciudad, aunque ésta sea la capital, resulta siempre algo desvaído. Al principio todo es gris y monótono: aparecen una infinidad de fábricas ennegrecidas y sólo después hallamos los edificios de seis pisos, las tiendas, los rótulos y las grandes avenidas con sus columnas, campanarios, estatuas y torres, con la magnificencia, el ruido y el estrépito de todo lo que, para nuestro asombro, ha sido producido por la mano y la inteligencia del hombre.

El lector ha visto ya de qué modo se llevaron a cabo las primeras adquisiciones. Más adelante tendrá ocasión de ver en qué forma se desarrolla el asunto, los éxitos y reveses de nuestro protagonista, cómo resuelve y supera los más difíciles obstáculos, cómo surgen figuras gigantescas, cómo se mueven los ocultos resortes de la amplia narración, se ensanchan sus horizontes y adquiere un majestuoso curso lírico. Aún le falta recorrer mucho camino al señor de cierta edad, al cochecillo como los que emplean los solterones, al criado Petrushka, al cochero Selifán y a los tres caballos a los cuales conocemos ya por sus respectivos nombres, desde el «Asesor» hasta el granuja del blanco.

Así, pues, ¡aquí tenemos a nuestro protagonista tal cual es! Quizá quieran que definamos de un simple trazo sus cualidades morales. Que no se trata de un héroe que abunde en virtudes y perfecciones, eso de sobras se ve. Pero entonces, ¿qué es? ¿Un canalla? ¿Por qué un canalla? ¿Por qué ser tan severos con nuestros semejantes? En nuestro país no hay actualmente canallas, hay gentes bien intencionadas y agradables; los que, para vergüenza suya, merecerían que se les abofeteara en público, no serán más de dos o tres, y aun éstos hablan ya de la virtud. Al hombre de esta clase sería más justo llamarle dueño de su casa, espíritu aficionado a las adquisiciones. Las ansias de adquirir son las culpables de todo; son las culpables de que se realicen los negocios a los que se da el nombre de «no muy limpios». Es verdad que en un carácter como éste se halla ya algo que repele, y el lector que, en el transcurso de su vida, entablaría amistad con un hombre de tal condición, lo sentaría a su mesa y pasaría con él el tiempo gratamente, lo mirará de reojo cuando lo vea convertido en héroe de un drama o de un poema. No obstante, obrará cuerdamente quien no desprecie ningún carácter, y, fijando en él su atenta mirada, descubra los primeros móviles que lo guían.

En el ser humano todo se transforma con gran rapidez. Antes de que uno haya tenido tiempo de darse cuenta, se ha desarrollado en su interior un horrible gusano que se apodera implacablemente de todos sus jugos vitales. Y con mucha frecuencia, no ya una gran pasión, sino una ruin pasioncilla por algo deleznable, va creciendo en su espíritu nacido para superiores empresas, haciendo que olvide sus grandes y sagrados deberes y que encuentre lo elevado y lo santo en lo que sólo son despreciables minucias.

Las pasiones humanas son tan infinitas como las arenas del mar, no guardan ningún parecido las unas con las otras, pero todas ellas, las viles y las hermosas, se manifiestan al principio sumisas a la voluntad del hombre y después se imponen a él con poderosa fuerza. Bendito sea aquel que entre todas las pasiones escoge la más bella. Crece y se decuplica a cada hora, a cada minuto, su inmensa dicha, y penetra más y más en el infinito paraíso de su alma. Existen pasiones, no obstante, cuya elección no procede del hombre. Nacieron con él, en el instante en que él vio la primera luz, y no le han sido concedidas fuerzas que bastaran para alejarse de ellas. Son regidas por los sublimes designios y en ellas existe algo que invoca perpetuamente, que no enmudece en el curso de toda la vida. Están destinadas a cumplir una gran misión en la tierra. Tanto si se encarnan en figuras borrosas como si pasan igual que una luminosa aparición que trae la alegría al mundo, están destinadas unas y otras a procurar al ser humano un bien ignorado. Tal vez en la misma pasión que domina a nuestro héroe, que le arrastra, que no depende de su voluntad, y en su fría existencia, se contiene lo que reducirá a cenizas y hará caer de rodillas al hombre frente a la celestial sabiduría. Asimismo es un misterio la razón de que dicha figura haya surgido en el poema que ahora sale a la luz.

Pero lo peor no es el hecho de que haya quien se muestre descontento con Chichikov, sino que en lo más profundo de mi alma habita la absoluta seguridad de que los lectores podrían mostrarse contentos de ese mismo Chichikov, de nuestro héroe. Si el autor no hubiera ahondado en su alma, si no hubiera removido en su fondo lo que resbala y se oculta de la luz, si no hubiera descubierto sus más íntimos pensamientos, aquellos que las personas no confían a nadie, si lo hubiera presentado tal como pareció a toda la ciudad, a Manilov, a los demás, todos se habrían sentido satisfechos y lo habrían considerado como un hombre interesante.

Poco habría importado que fuera un personaje sin vida; por el contrario, al concluir la lectura, el alma no se sentiría en modo alguno turbada y todos habrían podido acudir nuevamente a la mesa de juego, a las cartas que sirven de consuelo a la vasta Rusia. Sí, queridos lectores, vosotros no habríais deseado ver las miserias humanas al descubierto. ¿Para qué?, os preguntáis. ¿Es que no sabemos ya nosotros mismos que en la vida se encuentran un sinnúmero de cosas detestables y absurdas? Sin necesidad de que nos lo enseñen, con frecuencia nos tropezamos con cosas que no nos producen la menor alegría. Será preferible que nos muestre lo bello, lo atrayente. ¡Es mejor olvidar! «¿Para qué me cuentas que las cosas de la hacienda van muy mal? —preguntó el terrateniente al administrador—. Lo sé sin que haga falta que tú me lo digas. ¿Es que no sabes hablar de otros temas? Deja que lo olvide, prefiero ignorarlo; entonces me sentiría dichoso». Y el dinero que le habría podido servir para remediar algo la situación, lo emplea para otros fines o para buscar el olvido. La mente, que quizá habría sido capaz de hallar una inesperada fuente de considerables recursos, queda adormecida. Y en el momento en que menos se lo espera, la hacienda se vende en pública subasta y el terrateniente se encuentra reducido a la miseria, e impulsado por la necesidad, llegaría a aceptar cualquier bajeza que antes le habría causado horror.

También abundan contra el autor las acusaciones de los llamados patriotas, que se quedan tranquilos en sus rincones, se entregan a asuntos totalmente ajenos y amasan un pequeño capital, arreglando sus asuntos a costa de los ajenos. Pero cuando tiene lugar algo que ellos juzgan ofensivo para la patria, en cuanto surge un libro en el que se dicen amargas verdades, abandonan sus rincones al igual que arañas que descubrieron una mosca enredada en su tela, y comienzan sus gritos: «¿Creen ustedes que está bien que salga a relucir esto? Lo que aquí se describe nos pertenece. ¿Les parece eso bien? ¿Qué pensarán los extranjeros? Creerán que todo esto no nos duele. Creerán que no somos patriotas».

Confieso que no hay nada que objetar a tan discretas observaciones, especialmente en lo que respecta a la opinión de los extranjeros. En todo caso, lo que sigue:

En un lugar apartado de Rusia vivían dos personas. Una de ellas era un padre de familia, llamado Kifa Mokievich, hombre de temperamento reposado que no se preocupaba por nada. De su familia no se ocupaba lo más mínimo; su existencia se dirigía más al lado especulativo y sentía gran atracción por lo que él llamaba cuestiones filosóficas. «Ahí tenemos, sin ir más lejos, a las fieras —decía mientras paseaba por la habitación—; las fieras nacen desnudas. ¿Por qué? ¿A qué se debe que no nazcan como las aves? ¿Por qué no salen de un huevo? En verdad que la naturaleza de las cosas es incomprensible. A medida que uno va profundizando, menos logra entender». De este modo pensaba Kifa Mokievich. Pero no es eso lo más importante.

El otro, hijo del anterior, se llamaba Moki Kifovich, y mientras su padre se entregaba a sus reflexiones acerca del nacimiento de las fieras, él, que era lo que en Rusia se conoce con el nombre de bogatir, daba rienda suelta a los poderosos impulsos propios de un muchachote de veinte años. Era incapaz de hacer nada con delicadeza: o rompía el brazo a uno, o hinchaba las narices a otro. En casa y en la vecindad, todos, empezando por las muchachas de servicio y terminando por perros del patio, se escapaban a todo correr en cuanto le veían. Incluso su propia cama la había hecho pedazos. Tal era Moki Kifovich, por lo demás un bendito de Dios. Pero no es eso lo más importante.

Lo más importante es lo que sigue:

—Escucha, padre y señor Kifa Mokievich —decían al primero los criados propios y ajenos—, pero ¿te das cuenta de lo que hace Moki Kifovich? Es un revoltoso que a nadie deja tranquilo.

—Sí, es travieso, muy travieso —acostumbraba a responder el padre—, pero ¿qué le voy a hacer yo? Para pegarle es ya demasiado tarde, y en caso de que lo hiciera, todos me llamarían cruel. Tiene mucho amor propio, y si yo le riñera delante de los demás se pondría en razón. Pero me niego a dar un cuarto al pregonero, la ciudad entera lo sabría y lo creerían un perro. Y me duele lo que puedan pensar. ¿Acaso no soy su padre? A pesar de que mis meditaciones filosóficas en ocasiones no me dejan tiempo para preocuparme por él, ¿acaso no soy su padre? ¡Sí que lo soy! ¡Soy su padre, diablos, su padre! ¡A Moki Kifovich lo llevo aquí, en el corazón! —y Kifa Mokievich se golpeaba el pecho y se enfurecía cada vez más—. Si es un perro, cuando menos que no se enteren por mí, que no sea yo quien lo descubra.

Y manifestando de esta forma sus paternales sentimientos, dejaba que Moki Kifovich prosiguiera sus proezas de bogatir, mientras que él volvía a entregarse a su materia predilecta, preguntándose de súbito algo como esto: «¿Qué sucedería si el elefante naciera de un huevo? Pues la cáscara debería ser muy gruesa, no podría romperla ni un cañón. Sería preciso inventar una nueva arma de fuego».

Así pasaban su existencia los dos habitantes del tranquilo lugar, que, cuando menos lo esperaban, como si se asomaran por un ventanuco, aparecen al final de nuestro poema, y aparecen para dar una modesta respuesta a las acusaciones de ciertos impetuosos patriotas, que hasta este momento se dedicaban tranquilamente a alguna cuestión filosófica o se ocupaban de incrementar su hacienda a costa de esa patria a la que con tanta ternura aman; no piensan en no hacer nada malo, sino sólo en que nadie diga que hacen nada malo.

Pero no, no es el patriotismo ni ningún otro sentimiento puro lo que origina sus reproches. Hay algo que se oculta detrás de todo esto. ¿Para qué ocultarlo? ¿Quién sino el autor tiene la obligación de decir la sagrada verdad? Lo que vosotros teméis es la mirada penetrante, no osáis mirar el fondo de las cosas, os satisface que vuestros ojos se deslicen sobre todo sin deteneros a reflexionar. Hasta os reís con agrado de Chichikov, e incluso ensalzaréis al autor y exclamaréis: «Hay detalles bien observados, debe tratarse de un hombre muy divertido».

Y tras estas palabras, os volveréis hacia vosotros mismos con redoblado orgullo, vuestro rostro se iluminará con una sonrisa de satisfacción, y agregaréis: «Lo cierto es que en algunas provincias se encuentran personas muy extrañas y ridículas; y unos granujas de siete suelas por añadidura».

¿Quién de entre vosotros, impulsado por la humildad cristiana, se ha preguntado en silencio, sin palabras, en los momentos de conversación consigo mismo, profundizando en vuestra propia alma, si tiene algo de Chichikov? ¡Pues sólo faltaría eso! Pero en esta época pasa un conocido que ocupa una posición ni muy alta ni muy baja, y aquel que no se había formulado dicha pregunta da un codazo a su vecino y exclama: «¡Mira, fíjate bien, ahí va Chichikov, es Chichikov!».

Y acto seguido, igual que un niño, olvidando la compostura propia de su edad y del cargo que ocupa, irá tras él, burlándose y gritando: «¡Chichikov! ¡Chichikov! ¡Chichikov!».

Pero hemos comenzado a charlar en voz alta, sin darnos cuenta de que nuestro protagonista, que dormía mientras explicábamos su vida, se ha despertado, y muy bien podría suceder que oyera repetir tanto su apellido. Es preciso no olvidar que se trata de un hombre que se enoja fácilmente y que le molesta que se hable de él con poco respeto. Al lector poco le importa que Chichikov se enoje con él o deje de hacerlo, pero el autor no puede reñir en modo alguno con su héroe: es aún demasiado largo el camino que les queda por recorrer del brazo. Dos partes bastante extensas tenemos por delante, y eso no es una broma.

—¡Eh, eh! ¿Qué te ocurre? —exclamó Chichikov dirigiéndose a Selifán—. ¿Qué pasa?

—¿Qué? —preguntó Selifán con toda calma.

—¿Y todavía me lo preguntas? ¡Pedazo de animal! ¿Cómo vas? ¡Arrea!

Pues efectivamente, desde hacía largo rato Selifán iba con los ojos cerrados, limitándose a sacudir alguna que otra vez, entre sueños, las riendas sobre los lomos de los caballos, que al igual que él se echaban una siestecilla. Por lo que se refiere a Petrushka, ni siquiera se había enterado de dónde le había volado la gorra y se hallaba recostado hacia atrás, apoyando la cabeza en las rodillas de Chichikov, de modo que éste se vio obligado a darle un pellizco. Selifán se incorporó, descargó unos cuantos latigazos sobre el lomo del blanco, tras lo cual éste se lanzó al galope, e hizo restallar el látigo por encima de todos, mientras decía con voz cantarina:

—No temáis.

Los caballos se reanimaron y tiraron del ligero carruaje como si se tratara de una pluma. Selifán no hacía más que agitar el látigo y exclamar:

—¡Eh, eh, eh!

Al mismo tiempo que animaba a los caballos, daba pequeños saltos en el pescante, mientras que el cochecillo ora subía, ora bajaba con rapidez las pendientes de que aparecía cubierto el camino real, aunque todo él en realidad no era más que cuesta abajo. Nuestro héroe sonreía, dando suaves saltitos sobre el cojín de cuero, ya que le agradaba la marcha rápida. ¿A qué ruso no le encanta la velocidad? ¿No le va a gustar a su alma, esa alma que anhela girar como un remolino y divertirse en el frenesí, que exclama a veces: «¡Que se vaya todo al diablo!»? ¿No la ha de amar cuando en ella se percibe algo entusiasta y prodigioso?

Es como si una desconocida fuerza le arrastrara a uno con sus alas, como si uno mismo volara, como si volara todo: vuelan los postes militares, vuelan al encuentro de uno de los comerciantes sentados en la vara de su tartana, pasa volando a los dos lados del camino el bosque con sus oscuras formaciones de pinos y abetos, con el estruendo del hacha y el graznido de los cuervos, vuela todo el camino, nadie sabe hacia dónde, hasta que se pierde en la lejanía, y hay algo de extraño en ese veloz desfile, en el que uno no tiene tiempo de contemplar las cosas antes de que éstas desaparezcan. Lo único que parece inmóvil es el cielo sobre su cabeza, las nubes y la luna que se va abriendo camino entre ellas.

¡Oh, troica! ¿Quién te inventó, pájaro troica? Sólo podías ver la luz en el seno de un pueblo hábil, en una tierra a la que le disgustan las bromas y que se extiende por medio mundo. ¡Empieza a contar las verstas hasta que tus ojos se fatiguen! Y se trata de un vehículo sencillo a simple vista, que desconoce el hierro del tornillo, hecho y armado, en un abrir y cerrar de ojos, a golpe de hacha y de escoplo, por el diestro campesino de Yaroslav. El cochero no es un alemán de altas botas, sino un barbudo mujik de grandes manoplas, y se halla sentado el diablo sabe cómo. Se despabila, hace restallar su látigo, entona una larga canción y los caballos echan a correr como un torbellino, los rayos de las ruedas se confunden hasta que forman un círculo, el camino se estremece y resuena el grito del caminante que se paró atemorizado. La troica vuela, vuela, ya está allá lejos, sumergida en una nube de polvo, y hiende los aires.

¿No avanzas tú, Rusia, como una troica a la que nadie consigue alcanzar? Se levantan nubes de polvo por donde tú pasas, se estremecen los puentes y todo lo vas dejando atrás. El espectador se detiene asombrado por ese milagro de Dios. ¿No es un rayo caído del cielo? ¿Qué significa ese espantoso movimiento? ¿Qué desconocida fuerza encierran para el mundo esos también desconocidos corceles? ¡Ah, corceles, corceles! ¡Qué corceles! ¿Lleváis acaso un torbellino en las crines? ¿Lleváis un sensible oído en todas y cada una de vuestras fibras? Oyen la conocida canción que suena allá arriba, ponen en tensión a la vez los pechos de bronce, y, sin tocar apenas el suelo con los cascos, convertidos en una alargada línea, vuelan por los aires y avanza la troika movida por el hálito divino… ¿Adónde te diriges, Rusia? Contesta. No responde. Se oye el prodigioso son de la campanilla. Resuena y se transforma en viento el aire que rasga a su paso. Pasa de largo todo lo que existe en la tierra, miran, retroceden, y se apartan para dejarle el camino a otros pueblos y naciones.