CAPÍTULO X

En cuanto se hubieron reunido todos en casa del jefe de policía, los funcionarios tuvieron ocasión de darse cuenta de que, tras tantas inquietudes y preocupaciones, todos habían adelgazado mucho. Efectivamente, el nombramiento de un nuevo gobernador general, los importantes documentos recibidos, y los rumores que circulaban, todo esto dejó sensibles huellas en sus caras, y a un buen número de ellos los fraques les venían extremadamente anchos. El fenómeno era general: el presidente, el inspector de Sanidad, el fiscal, e incluso un tal Semión Ivanovich, a quien nadie llamaba por su apellido y que lucía en su dedo índice un anillo que acostumbraba a mostrar a las damas, también él estaba como todos, más flaco. Es verdad que hubo valientes a quienes no les había abandonado el ánimo, como siempre sucede en tales ocasiones, pero eran muy pocos, tan pocos que quedaban reducidos a uno: el jefe de Correos. Sólo él no había cambiado en su carácter, siempre igual. En casos semejantes solía exclamar:

—¡Bien sabemos lo que son los gobernadores generales! Los cambiarán en tres o cuatro ocasiones, mientras que yo, señores míos, hace treinta años que no me he movido del mismo cargo.

A lo que los demás funcionarios acostumbraban a responder:

—A ti te va bien, sprechen Sie deutsch Iván Andreich; con recibir y mandar cartas estás al cabo de la calle. Cuando más, cierras la oficina una hora antes y cobras un tanto al comerciante que acude después por hacerte cargo de su carta, o aceptas un paquete que no deberías expedir. En una situación como la tuya, ¡cómo no!, cualquiera es un santo. Pero ¿y si el diablo acudiera a tentarte todos los días, cuando uno se resiste a aceptar y el dinero mismo se le viene a las manos? Tú careces de graves preocupaciones, sólo tienes un hijo. Mientras que yo… Aquí tienes a Praskovia Fiodorovna, a la que no entiendo cómo la hizo Dios que todos los años me trae uno o una Praskushka o un Petrushka. Si tú te encontraras en mi situación, otro gallo te cantara.

Así hablaban los funcionarios. Y respecto a si se puede o no resistir al diablo, no corresponde al autor juzgar sobre ello.

En el consejo reunido en esta ocasión se notaba muy en falta algo que es muy necesario y que las gentes del pueblo llaman sentido común. Hablando en términos generales, parece que nosotros no hemos sido creados para las asambleas representativas. En nuestras reuniones, empezando por el mir[43] campesino y terminando por todo género de comités científicos y de cualquier otro tipo, si no hay una cabeza que lo dirija todo, impera un tremendo desorden. Incluso es difícil explicarlo; según parece, nuestro pueblo sólo acierta cuando se reúne para comer o bien para divertirse, como sucede con los clubes y círculos al estilo alemán. Pero la disposición a emprender cualquier cosa en cualquier momento, según parece la tenemos todos.

De súbito, cuando nos viene en gana, fundamos sociedades benéficas, de fomento y yo qué sé de qué clase. El fin será magnífico, pero de todo ello no resultará nada. Quizá sea debido a que desde el principio nos mostramos satisfechos y consideramos que ya está todo realizado. Por ejemplo, se nos ocurre crear una sociedad benéfica para ayudar a los pobres, entregamos respetables sumas y en seguida, para celebrar una acción tan meritoria y digna de encomio, ofrecemos un almuerzo a las primeras autoridades de la ciudad, en el cual se invierte, claro está, la mitad de lo que se ha recaudado. Con lo que queda del dinero se alquila un espléndido piso para el comité, dotado de calefacción y portero. Al final de todo sólo quedan para los pobres cinco rublos y medio, y aun a la hora de distribuirlos surgen discrepancias entre los miembros, ya que cada uno intenta beneficiar a un conocido o recomendado.

Sin embargo, la reunión que en este momento nos ocupa era totalmente distinta: se había llegado a ella por necesidad. No se trataba ahora de pobres ni de cualquier otra cuestión que no les afectara directamente, sino de algo que concernía personalmente a todos y cada uno de los funcionarios: se trataba de un desastre que les amenazaba a todos por igual. En consecuencia, forzosamente habían de aparecer unidos y unánimes. Pero el diablo sabe lo que salió de todo aquello.

Dejando aparte las discrepancias propias de cualquier consejo, las opiniones de los presentes demostraron una incomprensible vacilación: unos afirmaban que Chichikov era el falsificador de billetes de Banco, y acto seguido agregaban: «Aunque tal vez no se trate del falsificador». Otros decían que era un funcionario de las oficinas del gobernador general, y acababan diciendo: «A pesar de todo, el diablo lo sabe, en la frente no lo lleva escrito».

A la observación de que se trataba de un bandolero disfrazado se opusieron todos. Hicieron constar que, además de su aspecto, tan agradable, en su conversación no se advertía nada que denotara a un sujeto capaz de llevar a cabo actos criminales. De repente el jefe de Correos, que desde hacía varios minutos se hallaba sumido en un mar de reflexiones, quizá impulsado por un arrebato de inspiración o por otro motivo, exclamó:

—¿Saben, señores, quién es?

La voz con que pronunció estas palabras indicaba algo tan espantoso que hizo que todos preguntaran a la vez:

—¿Quién?

—Señor mío, no es otro, ni más ni menos, que el capitán Kopeikin.

Y al preguntar todos a un tiempo:

—¿Quién es ese capitán Kopeikin?

El jefe de Correos exclamó:

—¿Ignoran ustedes quién es el capitán Kopeikin?

Todos respondieron que no tenían la más remota idea de quién era el capitán Kopeikin.

—El capitán Kopeikin —dijo entonces el jefe de Correos al mismo tiempo que abría su tabaquera a medias temiendo que un vecino introdujera en ella sus dedos, de cuya limpieza dudaba mucho, pues incluso había adquirido la costumbre de decir: «Ya sabemos, padrecito, que es usted capaz de meter sus dedos en cualquier lugar, y el rapé es algo que precisa mucha limpieza»—. El capitán Kopeikin —repitió el jefe de Correos cuando hubo tomado el rapé—, si lo explico será una historia muy distraída; en cierto modo cualquier escritor podría utilizarla como argumento para una novela.

Todos los reunidos expresaron sus deseos de conocer esta historia, o, según las palabras del jefe de Correos, argumento muy distraído para cualquier escritor, y él comenzó como sigue:

Historia del capitán Kopeikin

«Después de la campaña del año doce, señor mío —comenzó diciendo el jefe de Correos, a pesar de que frente a él había no un señor, sino seis—, después de la campaña del año doce, uno de los heridos evacuados era el capitán Kopeikin. Ignoro si en Krasnoe o en Leipzig, lo cierto es que había perdido un brazo y una pierna. En aquellos tiempos todavía no existía disposición alguna respecto a los heridos; las pensiones a los inválidos fueron establecidas bastante más tarde, de manera que ustedes se pueden imaginar. El capitán Kopeikin se dio cuenta de que debía trabajar, pero el brazo que conservaba era el izquierdo. Se encaminó hacia su casa, habló con su padre, y el padre le dijo:

»—No me es posible darte de comer, apenas si consigo ganarme mi pan».

»Al capitán Kopeikin se le ocurrió marchar a San Petersburgo, con objeto de pedir al zar una ayuda, explicando que en tales lugares había expuesto su vida y derramado su sangre. En resumen, en furgones y carromatos del ejército, con toda clase de dificultades, logró llegar a San Petersburgo. Imagínense ustedes, ¡un cualquiera como el capitán Kopeikin y que de pronto se encuentra en una capital de la que se puede afirmar que no existe en el mundo otra como ella! ¡Es como si de repente viera la luz, un campo de vida, una Scherezada de ensueño! Se vio en la avenida Nevski, o en la calle Gorojavaia, o en la calle Liteinaia. La aguja del Almirantazgo destacando en el aire, los puentes colgantes sin punto alguno de apoyo, en resumen, lo que se dice una verdadera Semíramis.

»No tenía más remedio que buscarse alojamiento, pero todo era espantosamente caro: cortinajes, alfombras, tapices, una verdadera Persia. Daba la sensación de que uno no hacía más que pisar dinero cuando entraba en un piso de ésos.

»Y al circular por las calles llegaba a su nariz un olor a miles de rublos. Eso cuando mi capitán Kopeikin tenía por todo capital diez billetes de a cinco. Consiguió hallar cobijo en una fonda del camino de Revel que le costaba un rublo cada día. Por toda comida ingería un plato de sopa de coles y un pedazo de carne de vaca. Advirtió que en esas condiciones no podría vivir largo tiempo. Preguntó a quién debía dirigirse y le contaron que había una comisión superior, una especie de junta, ¿comprenden?, cuyo presidente era el general en jefe Fulano de Tal. Por aquella época el zar no había regresado todavía a la capital; las tropas seguían en París, todos se hallaban en el extranjero.

»Kopeikin se levantó muy de mañana, se rascó la barba con la mano izquierda, pues pagar al barbero representaba un desembolso, y tras ponerse el viejo uniforme, se dirigió con su pata de palo a ver al jefe, al alto personaje de quien le habían hablado. Preguntó en qué lugar vivía.

»—Ahí vive», le contestaron señalando una casa de la Ribera del Palacio.

»Una cabaña como las de los campesinos. Los cristales de las ventanas medían braza y media, de modo que los jarrones y todo lo que había en su interior, en los aposentos, era como si estuviera fuera: en cierto sentido se podía tocar con la mano desde la calle. Magníficos mármoles en las paredes, adornos de metal, los tiradores de las puertas, todo daba la sensación de que, ante todo debía uno aproximarse a la tienda de la esquina, comprar jabón y frotarse con él dos horas las manos antes de rozarlo. En resumen, que todo resplandecía de tal suerte que a uno se le iba la vista. El propio portero parecía un generalísimo: rostro de conde, como el de un perro de aguas bien alimentado, bastón dorado, cuello de batista, el muy sinvergüenza… Kopeikin a duras penas logró subir con su pata de palo hasta la antesala y se encaminó hacia un rincón a fin de no tirar con el codo ninguno de aquellos jarrones de porcelana dorada procedentes de América o de la India. Es fácil suponer que la espera fue larga, ya que cuando él se presentó allí el general se acababa de levantar de la cama y el ayuda de cámara le ofrecía una jofaina de plata para que hiciera sus abluciones, como ustedes comprenderán.

»Haría unas cuatro horas que el capitán Kopeikin se hallaba esperando cuando entró un ayudante o funcionario de la guardia.

»El general —anunció— se dispone a salir a la antesala».

»En la antesala había más personas que habas en un plato. Y no eran personas de nuestra condición, sino que todas pertenecían a la cuarta o la quinta clase, coroneles, y a alguna incluso le refulgía un gran macarrón en la charretera, en resumen, generales. De repente pareció como si todo se agitara suavemente, como si una leve brisa penetrara en la estancia. A uno y otro lado se oyó: “chist, chist”, y por último se hizo un completo silencio. Entró el personaje. Bueno… ya se pueden ustedes imaginar: ¡un hombre de Estado! La cara… Bueno, de acuerdo con su categoría, ya comprenden…, con una elevada categoría… ya comprenden la expresión. No es preciso añadir que todos los que se hallaban en la antesala estaban extraordinariamente nerviosos, temblando y aguardando a que, en cierto modo, se decidiera su suerte.

»El ministro dignatario se dirigía a uno y a otro y le preguntaba:

»—¿Qué es lo que desea? ¿Y usted? ¿Qué se le ofrece? ¿De qué se trata? ¿Cuál es el asunto que le trae?

»Por último llegó hasta donde estaba Kopeikin. Éste, armándose de valor, dijo:

»—Excelencia, he derramado mi sangre, he perdido un brazo y una pierna, me encuentro en la imposibilidad de trabajar y me atrevo a pedir una merced del zar». El ministro vio delante de él a un hombre con una pata de palo y la manga derecha vacía sujeta a la levita de su uniforme. “Está bien —repuso—. Venga por aquí dentro de algunos días”. Kopeikin se marchó casi entusiasmado: había sido recibido en audiencia por tan elevado dignatario y, por otra parte, pronto se resolvería el asunto de su pensión. Caminaba por la acera muy animado. Se llegó a la posada de Palkin a beber un poco de vodka, comió en el restaurante Londres, donde pidió una chuleta con alcaparras y también un pollo con guarnición en abundancia. Mandó que le trajeran una botella de vino y después, por la tarde, se dirigió al teatro. En suma, que se corrió una pequeña juerga.

»Por la acera se tropezó con una inglesa tan esbelta como un cisne. Kopeikin sintió hervirle la sangre en las venas y se precipitó tras ella con su pata de palo. “Pero no —se dijo—. Valdrá más dejarlo hasta que haya cobrado la pensión. He gastado mucho”. Bueno, pues tres o cuatro días más tarde Kopeikin volvió otra vez a la audiencia del dignatario y esperó hasta que éste hubo salido.

»—Vengo —le dijo— a escuchar la orden de Su Excelencia respecto a los heridos y enfermos…». —Y continuó exponiendo su asunto en la debida forma.

El ministro, como ustedes comprenderán, en seguida lo reconoció.

«—Está bien —contestó—, pero en este momento no me es posible decirle nada nuevo. Sólo que deberá aguardar hasta que regrese el zar. Con toda seguridad se adoptarán entonces medidas respecto a los heridos, pero sin tener en cuenta la voluntad del monarca, a mí me es imposible hacer nada».

»Tras estas palabras hizo un saludo y se despidió.

»Ya pueden figurarse la disposición de ánimo del capitán Kopeikin. Se había imaginado que al otro día le entregarían el dinero diciéndole: “Toma, querido, para que bebas y te diviertas”. Y en lugar de esto le habían ordenado que aguardara, sin haberle señalado siquiera un plazo. Cruzó el portal como un perro escaldado, con las orejas gachas y el rabo entre las piernas. “Esto no puede ser —pensó—. Iré de nuevo a contarle que el dinero ya se me acaba y que si no me ayudan pronto me voy a morir de hambre”. En resumen, señor mío, que volvió otra vez a la Ribera del Palacio. Sin embargo allí le comunicaron: “Hoy no recibe, tiene que volver mañana”.

»Y al otro día, lo mismo. El portero ni siquiera se fijó en él. Mientras tanto, en el bolsillo no le quedaba más que un billete de cinco rublos. Al menos antes comía su sopa de coles y un pedazo de carne de vaca, pero ahora no tenía más remedio que resignarse a comer un arenque que compraba en la tienda, o un pepino en salazón y un kopec de pan. En suma, que el infeliz pasaba un hambre atroz. Pasaba frente a uno de esos restaurantes a los que ustedes ya conocen, donde el cocinero es un francés de rostro abierto con su ropa de hilo de Holanda, con su delantal más blanco que la nieve, que está haciendo chuletas con trufas o alguna salsa, en suma, manjares que, al verlos, uno sería hasta capaz de comerse a sí mismo. Pasaba junto a las tiendas de Miliutin y en el escaparate contemplaba un salmón así de enorme, guindas a cinco rublos cada una, una gran sandía, tan grande como una diligencia, que parecía asomarse en busca del imbécil capaz de pagar los cien rublos que por ella pedían. En suma, que a cada instante le acosaban las tentaciones, la boca se le hacía agua y no dejaba de oír el invariable “mañana”.

»Ya pueden ustedes figurarse su situación. Por un lado, la sandía y el salmón, por otro, sirviéndole siempre el mismo plato: “mañana”. Por último, el infeliz no fue capaz de soportarlo más y tomó la decisión de entrar como fuera, al asalto.

»Aguardó en la puerta a que apareciera otro solicitante y aprovechándose de que había llegado un general se escurrió y consiguió llegar con su pata de palo hasta la antecámara. El ministro apareció como siempre: «¿Qué se le ofrece? ¿Qué quiere usted?

»—¡Ah! —exclamó al reconocer a Kopeikin—. Ya le dije que debía aguardar una decisión».

»—Apiádese de mí, Excelencia, no dispongo lo que se dice ni de un pedazo de pan».

»—¿Y qué quiere que yo le diga? No me es posible hacer nada por usted. Entretanto haga lo que pueda por valerse por sí mismo. Búsquese usted mismo recursos».

»—Pero, excelentísimo señor, usted mismo puede comprender que no me puedo procurar ningún recurso faltándome un brazo y una pierna.

»—No obstante —replicó el ministro—, convendrá usted conmigo en que yo no puedo mantenerle a costa mía. Los heridos son muy numerosos y todos tienen igual derecho… Tenga paciencia. Cuando llegue el monarca, le prometo que no le abandonará la merced del zar.

»—Pero ya no puedo esperar más, excelentísimo señor —objetó Kopeikin en un tono un tanto brusco».

Comprenderán ustedes que el ministro estuviera molesto. Efectivamente, todo eran generales que aguardaban decisiones y órdenes. Eran importantes asuntos de Estado que requerían una inmediata solución, cada minuto era de mucho valor y no podía despegarse de aquel diablo.

«—Discúlpeme —dijo—, no tengo tiempo. Me están esperando otros asuntos de mucha más importancia.

»Le recordaba muy finamente que comenzaba a ser hora de que se marchara. Pero el hambre espoleó al capitán Kopeikin.

»—Como ordene Su Excelencia, pero no pienso irme de aquí hasta que haya resuelto mi asunto.

»Bueno, figúrense ustedes. Responder de esta manera a un personaje que con una sola palabra puede hacer que salga por los aires sin que ni el mismo diablo consiga dar con él… Aun en nuestros medios, si un funcionario de categoría inferior dice algo como esto, se toma como una intolerable grosería. ¡Y en aquel caso se trataba de un general en jefe y de un capitán Kopeikin! ¡Noventa rublos y un cero a la izquierda! El general no replicó y le miró fijamente con una mirada que era como un arma de fuego, como para horrorizarse. Pero Kopeikin, imagínense ustedes, ni siquiera se inmutó, y se quedó inmóvil, como petrificado en su sitio.

»—¿Qué más puedo decirle?» —replicó el general de malos modos—, aunque lo cierto es que lo trató con bastante consideración; otro le habría aterrorizado de tal manera que al cabo de tres días aún le continuaría dando vueltas la cabeza, y él se limitó a agregar: Está bien, si la vida le resulta aquí muy cara y no puede esperar tranquilamente en la capital a que se solucione su asunto, haremos que corra por cuenta del Gobierno. ¡Vamos, que venga un correo! ¡Qué le lleven al lugar de procedencia!

»El correo se presentó de inmediato. Era un muchachote de tres varas de alto y con unas manos tan grandes que parecían haber sido creadas para llevar las riendas. De un puñetazo dejaba a cualquiera sin una muela. Pues bien, cogieron a nuestro siervo de Dios y le metieron en un carro. “Menos mal —pensó Kopeikin—; todavía le he de estar agradecido, por lo menos no deberé pagar nada por el viaje”.

»Y mientras iba con el correo se hizo esta reflexión: “Está bien, ya que el general me dijo que yo mismo me proporcionara recursos, los encontraré”.

»Se ignora cómo y adónde lo condujeron. El capitán Kopeikin se hundió en el río del olvido, en el Leteo, como le llaman los poetas. Pero precisamente en este punto es donde se inicia el hilo, el asunto de la novela. Quedamos en que se ignora la suerte que corrió el capitán Kopeikin. Pero apenas habían transcurrido dos meses cuando en los bosques de Riazán apareció una cuadrilla de bandoleros, y el capitán de dicha cuadrilla, señor mío, era, ni más ni menos…».

—Permíteme, Iván Andreievich —dijo entonces interrumpiéndole el jefe de policía—, pero tú mismo dijiste primero que el capitán Kopeikin se había quedado sin una mano y una pierna, y en cambio Chichikov…

El jefe de Correos lanzó una exclamación, se dio una violenta palmada en la frente y ante todos, públicamente, se llamó imbécil. No era capaz de comprender que al principio mismo de su relato no le hubiera pasado por la cabeza fijarse en tal circunstancia, y reconoció la razón del proverbio: «El ruso comprende cuando ya es demasiado tarde», aunque, a pesar de todo, acto seguido intentó arreglar las cosas diciendo que en Inglaterra habían perfeccionado hasta tal punto la mecánica, que, según aseguraban los periódicos, habían inventado allí unas patas de palo que llevaban un resorte invisible, el cual cuando se apretaba, hacía que la persona saliera volando por los aires hasta una distancia tal, que después era imposible encontrarla.

No obstante, todos dudaron de que Chichikov fuese el capitán Kopeikin, y pensaron que el jefe de Correos había llegado demasiado lejos. Sin embargo, tampoco ellos se quedaron cortos, y movidos por la inventiva del jefe de Correos, llegaron aún más lejos. Entre las numerosas posibilidades expuestas, se llegó a decir, aunque parezca imposible, que Chichikov no era otro que Napoleón disfrazado, que el inglés, desde mucho tiempo atrás, venía dando muestras de su envidia a Rusia —un país tan vasto—, cosa que en varias ocasiones había salido en caricaturas, en las cuales se veía al ruso conversando con el inglés. Este último llevaba atado con una cuerda a un perro, que representaba a Napoleón, como es de suponer, y decía: «Ve con cuidado, que si te portas mal te echaré este perro». Y ahora podía suceder que le hubieran permitido abandonar la isla de Santa Elena, y vagaba por el imperio ruso como si fuera Chichikov, aunque en realidad no lo era.

Los funcionarios, en verdad, no llegaron al extremo de creer esto, pero, puestos a pensar y reflexionando cada uno de ellos en su interior, hallaron que el rostro de Chichikov, puesto de perfil, guardaba mucho parecido con el retrato de Napoleón. El jefe de policía, que había luchado en la campaña del año doce y que había visto en persona a Napoleón, se vio obligado a reconocer que la estatura de éste no era más elevada que la de Chichikov y que tampoco se podía afirmar de él que fuera ni demasiado gordo ni demasiado delgado. Quizá algunos lectores aseguren que todo esto es inverosímil; a fin de darles gusto, también el autor está dispuesto a asegurar que es inverosímil, pero, por desgracia, todo ocurrió tal y como lo hemos expuesto, y el hecho resultaba aún más sorprendente si se tiene en cuenta que la ciudad no era un rincón perdido, sino que, por el contrario, se encontraba cerca de las dos capitales.

No obstante es preciso tener presente que todo esto sucedía poco después de la gloriosa expulsión de los franceses. Por aquel entonces todos nuestros propietarios, comerciantes, funcionarios, dependientes y cualquiera que supiese leer, y otro tanto los que no sabían, se convirtieron en unos políticos furibundos en el transcurso de ocho años como mínimo. Moskovskie Vedomosti[44] y Sin Otechestva[45] eran leídos sin compasión, y al llegar a las manos del último lector estaban tan raídos que no servían para nada. En lugar de las preguntas acostumbradas: «¿A qué precio ha vendido la medida de avena? ¿De qué modo aprovechó las primeras nevadas de ayer?», se preguntaban: «¿Qué dicen los periódicos? ¿Han dejado escapar de nuevo a Napoleón de la isla?».

Los comerciantes lo temían sobremanera, ya que creían a pies juntillas en las predicciones de un profeta que desde hacía tres años estaba en presidio. Este profeta, que procedía de quién sabe dónde, calzado con laptis[46] y vestido con una chaqueta de piel de carnero que apestaba a pescado podrido, anunció que Napoleón era nada menos que el Anticristo y que se hallaba sujeto con cadenas a un muro, más allá de seis estepas y siete mares, pero que despedazaría las cadenas y llegaría a apoderarse de todo el mundo.

El profeta dio con sus huesos en la prisión, como debía ser, pero su predicción no dejó de producir efecto y fue causa de una gran efervescencia entre los comerciantes. Durante mucho tiempo, hasta cuando llevaban a cabo las operaciones más ventajosas, cuando se encaminaban hacia la fonda a tomar un té para festejarlas, el tema de sus conversaciones era el Anticristo. Numerosos funcionarios y nobles llegaron asimismo a pensar otro tanto, y, contagiados por el misticismo, que por aquel entonces estaba muy en boga, como ya sabemos, encontraban en cada letra de la palabra «Napoleón» un sentido particular; incluso hubo muchos que descubrieron en él las cifras apocalípticas.

Así, pues, no resulta extraño que los funcionarios dieran vueltas también en torno a este punto, aunque pronto volvieron a la realidad, dándose cuenta de que su fogosa imaginación les había arrastrado demasiado lejos y que las cosas no eran de este modo.

Reflexionando tras muchas disputas, resolvieron que no estaría de más interrogar de nuevo a Nozdriov como era debido. Se trataba del primero que había puesto sobre el tapete la historia de las almas muertas y, por lo que se veía, le unía a Chichikov una estrecha amistad; por lo tanto, no cabía duda de que conocería algo respecto a la vida de éste. Intentaron, pues, a ver qué les decía Nozdriov.

¡Qué gentes tan extrañas esos señores funcionarios, y, detrás de ellos, las gentes de cualquier otra condición! Sabían de sobras que Nozdriov era un mentiroso, que no se podía dar crédito a una sola palabra suya, aunque fuera acerca de algo que careciera de la menor importancia, y acudieron precisamente a él. ¡Cualquiera los atiende! Hay quien no cree en Dios, pero tiene la seguridad de que se morirá si se le ocurre rascarse el entrecejo; deja pasar la creación del poeta, transparente y clara como el día, presidida por la armonía y un elevado sentido de la sencillez, y se pone a admirar la obra del primer atrevido que se le presenta, en la cual todo es confuso, enredado y caótico, donde la naturaleza aparece del revés, y en su obra encuentra el verdadero conocimiento de los misterios del corazón del hombre.

Hay también quien pasa su vida hablando mal de los médicos y acaba recurriendo a una vieja que cura mediante conjuros y salivazos o, lo que aún es peor, él mismo inventa un potingue, hecho con sólo porquería, que, nadie sabe por qué, se figura que será el mejor remedio para su mal. La verdad es que, en cierto modo, se puede perdonar a los señores funcionarios, quienes se hallaban en una situación muy difícil. Según dicen, el que se está ahogando se agarra a cualquier astilla, ya que en esos instantes no se le ocurre pensar que la astilla sólo es capaz de sostener como máximo a una mosca, siendo así que él pesa casi cuatro puds, o tal vez cinco. No está entonces para pensar eso, y se agarra a la astilla.

Así, los señores funcionarios se agarraron a Nozdriov. A continuación el jefe de policía le escribió una nota suplicándole que compareciera por la tarde, y un guardia de altas botas y mejillas tremendamente encendidas, sujetando la espada con una mano, se dirigió corriendo a grandes pasos hacia la casa de Nozdriov. Encontró a éste entregado a una tarea de trascendental importancia; desde hacía cuatro días se hallaba encerrado en un aposento, sin permitir que entrara nadie y recibía la comida a través de un pequeño ventanuco, lo que significa que había enflaquecido y presentaba un aspecto lamentable.

El asunto que se traía entre manos requería suma atención: consistía en elegir de entre unas cuantas docenas de barajas un juego del mismo dibujo en el que poder confiar como si se tratara del más leal amigo. Todavía le quedaba trabajo como mínimo para dos semanas, y durante este tiempo Porfiri debía limpiar el ombligo del cachorrillo de marras con un cepillo especial y lavarlo con jabón tres veces al día. Nozdriov se enojó sobremanera cuando se vio molestado en su retiro; sin más ni más mandó al guardia al diablo, pero al ver por la nota que había ganancia en perspectiva, pues se esperaba que un novato acudiera a la velada, se tranquilizó en seguida, cerró apresuradamente el aposento con llave, se vistió de cualquier manera y dirigió sus pasos hacia la casa del jefe de policía.

Las declaraciones, testimonios y suposiciones de Nozdriov se contradecían hasta tal extremo con lo que los señores funcionarios se figuraban, que de las conjeturas de éstos nada quedó. Nozdriov era una persona para quien no existían las vacilaciones; todo lo que en los señores funcionarios era timidez y debilidad, en Nozdriov era decisión y firmeza. Contestó con seguridad a todas las preguntas; declaró que por valor de unos cuantos miles de rublos y que se las vendió porque no veía razón alguna para no hacerlo. Al preguntarle si se trataba de un espía que intentaba enterarse de algo, respondió que, en efecto, era un espía, que ya en la escuela, en la que estudiaron juntos, era un acusón, motivo por el cual sus compañeros, entre los que se hallaba él mismo, Nozdriov, le habían propinado tal paliza, que fue preciso aplicarle a las sienes doscientas cuarenta sanguijuelas: quiso decir cuarenta, pero las doscientas se le escaparon sin que ni él mismo se diera cuenta.

A la pregunta de si era un falsificador de billetes de Banco, contestó que sí, que realmente lo era, y aprovechó la ocasión para explicar un hecho que evidenciaba muy a las claras la extraordinaria destreza de Chichikov en esos menesteres. Habiendo llegado a conocimiento de las autoridades que poseía billetes falsos por valor de unos dos millones de rublos, habían procedido a sellar su casa; pues bien, a pesar de que en cada puerta se hallaban dos soldados de guardia, Chichikov, en una sola noche, logró cambiar todos los billetes, de tal modo que al otro día, cuando levantaron los sellos, resultó que todos los billetes que vieron eran legítimos.

Preguntado acerca de si Chichikov había tenido realmente intenciones de raptar a la hija del gobernador y de si él mismo se había ofrecido a ayudarle para llevar a cabo esta empresa, Nozdriov contestó que sí, que le había ayudado, y que si no hubiera sido por él nada habría salido bien; al decir esto advirtió que su embuste podía costarle caro, pero era ya incapaz de contener la lengua. Por otra parte, era difícil, porque se le habían ocurrido unos detalles tan interesantes, que resultaba imposible guardarlos para sí: incluso dio el nombre de la aldea en cuya iglesia parroquial se celebraría la boda: se trataba de Trujmachovka, el pope era el padre Sidor y por casarlos les cobraría setenta y cinco rublos. El sacerdote se resistía al principio, y sólo consintió en vista de las amenazas de Nozdriov, quien le metió el resuello en el cuerpo diciéndole que lo denunciaría por haber casado al tendero Mijail con su comadre.

Contó además Nozdriov que había puesto su coche a disposición de Chichikov y que tenía dispuestos caballos de refresco en todas las estaciones de posta. En sus ansias de entrar en detalles llegó incluso a dar los nombres de los cocheros. Intentaron tocar el tema de Napoleón, pero se arrepintieron, pues Nozdriov explicó tales absurdos que ni guardaban parecido alguno con la verdad ni con nada, hasta tal extremo que los funcionarios se alejaron, suspirando, de él, dejándolo por imposible. El jefe de Correos fue el único que continuó escuchándole, con la esperanza de que acabaría diciendo algo interesante, pero un rato después se marchó también, comentando:

—¡El diablo sabe lo que es eso!

Y todos se mostraron de acuerdo en que, por más que uno sude, nunca conseguirá sacar peras del olmo.

Los funcionarios se encontraron en una situación peor que al principio, y llegaron a la conclusión de que no habían logrado averiguar nada respecto a Chichikov. Quedó claramente de manifiesto cómo es el ser humano: es inteligente, sabio, sensato en todo cuanto se relaciona con los demás, pero no en lo que atañe a su propia persona. ¡Qué firmeza y prudencia hay en los consejos que da en los momentos difíciles! «¡Qué mente más lúcida! —exclama la gente—. ¡Qué carácter tan firme!». Pero si, a esa mente lúcida le sucede una desgracia y se encuentra en un caso apurado, desaparece el carácter, el firme varón se turba y se transforma en un infeliz cobarde, en una nulidad, en un débil ser, en un fetiuk, para valernos de la expresión de Nozdriov.

Todos esos rumores, comentarios y opiniones, sin que pueda saberse el motivo, afectaron sobre todo al pobre fiscal. Le afectaron de tal modo que, al regresar a su casa, dio en pensar y en pensar y de pronto, sin más ni más, se murió. Se ignora si fue un ataque de parálisis u otra cosa, pero lo cierto es que se hallaba sentado en su silla y, sin ton ni son, cayó en redondo. Siguieron los gritos y exclamaciones de rigor: «¡Oh, Dios Santo!», mandaron a buscar al médico para que lo sangrara, pero advirtieron que el fiscal sólo era ya un cuerpo sin alma. Hasta aquel momento no observaron, con dolor, que el difunto había tenido alma, aunque por modestia él no la había demostrado jamás.

Sin embargo, la aparición de la muerte resulta tan espantosa cuando se trata de un hombre pequeño como cuando afecta a uno grande. Aquel que poco tiempo antes caminaba, se movía, jugaba al whist, firmaba documentos y se dejaba ver con frecuencia entre los funcionarios con sus espesas cejas y su ojo, que guiñaba sin cesar, yacía en estos momentos sobre una mesa y su ojo izquierdo ya no hacía guiños, aunque una ceja continuaba levantada con expresión inquisitiva. Sólo Dios sabía qué preguntaba el difunto, ni por qué había muerto o para qué había vivido.

¡Pero todo esto es absurdo! ¡No se puede comprender! No es posible que los funcionarios llegaran a asustarse de tal forma, a acumular tantas necedades, a alejarse hasta tal punto de la verdad, cuando un niño puede comprender fácilmente de qué se trata. Así pensarán numerosos lectores, y reprocharán al autor que haya llegado a extremos inverosímiles, o tacharán de necios a los infelices funcionarios, porque todos somos en extremo generosos cuando se trata de la palabra «necio» y nos encontramos dispuestos a adjudicársela a nuestro prójimo veinte veces por día. Es suficiente hallar un aspecto estúpido entre diez para que le califiquen a uno de necio sin pensar para nada en los nueve aspectos buenos.

A los lectores les es muy fácil juzgar desde su tranquilo rincón, desde una altura que les deja ver todo el horizonte y otearlo todo cuando las cosas suceden allá abajo, desde donde únicamente se pueden distinguir los objetos más cercanos. En los anales de la historia de la Humanidad muchos son los siglos que el hombre tacharía y destruiría completamente por creerlos inútiles. En el mundo se han cometido muchos errores en los que parece que ahora no incurriría un niño. ¡Qué alejados, estrechos, tortuosos, desviados e infranqueables caminos eligió la Humanidad en su afán de llegar a la verdad eterna, siendo así que delante de ella se le ofrecía abierto un camino recto, parecido al camino que lleva al soberbio edificio destinado a residencia del zar!

Era un camino más ancho y majestuoso que todos los demás, iluminado por el sol, y en él brillaban las luces por la noche, pero las gentes se alejaban de él y se encaminaban hacia las tinieblas. Y en cuantas ocasiones, aunque les orientara el pensamiento venido del cielo, retrocedieron y se desviaron, fueron a parar, en pleno día, a lugares infranqueables, se arrojaron unos a otros una niebla que les cegaba y, siguiendo unos fuegos fatuos, alcanzaron el borde de un abismo para después preguntarse aterrorizados: ¿Dónde está la salida? ¿Dónde está el camino?

Nuestra generación lo ve todo con claridad, le sorprenden los errores, le causa risa la insensatez de sus mayores, sin advertir que esos anales han sido escritos con fuego celestial, que en ellos clama cada letra, que un dedo imperioso le señala por doquier a ella, a la generación actual. Pero nuestra generación se ríe, y arrastrada por el orgullo y la vanidad, empieza una serie de nuevos errores, de los que con el tiempo se reirán asimismo nuestros descendientes.

Chichikov ignoraba todo lo sucedido. Como hecho adrede, había cogido un resfriado —una ligera inflamación de la garganta—, enfermedad que con tanta generosidad obsequia el clima de nuestras ciudades de provincias. A fin de evitar que su vida se truncara sin dejar descendencia, no lo permitiera Dios, pensó que lo mejor que podía hacer era encerrarse tres días en su aposento.

Ese tiempo lo empleó en hacer gárgaras sin cesar con leche en la que habían cocido higos, que después se comió, mientras llevaba en la mejilla una cataplasma de alcanfor y manzanilla. Con objeto de distraerse hizo varias relaciones nuevas de todos los siervos que había adquirido, leyó un volumen de La duquesa de La Vallière que encontró en su maleta, revisó todos los apuntes y objetos que tenía guardados en su cofrecillo, releyó unas cuantas cosas y se aburrió soberanamente. No lograba comprender cómo ninguno de los funcionarios de la ciudad había venido a interesarse por su salud, siendo así que antes podía verse siempre frente a la puerta de la posada el coche del jefe de Correos, el del presidente o el del fiscal. Reflexionando acerca de esto, en sus paseos por la estancia, se limitaba a encogerse de hombros.

Finalmente se encontró mejor, y Dios sabe la alegría que experimentó al ver que podía salir otra vez al aire libre. Sin dar largas al asunto, comenzó a arreglarse, abrió el cofre, llenó un vaso con agua caliente, y después de sacar la brocha y el jabón se dispuso a afeitarse, cosa que a decir verdad le hacía mucha falta, ya que, pasándose la mano por la barba y contemplándose al espejo, exclamó:

—¡Vaya bosque!

Y efectivamente, a pesar de que no se trataba de un bosque, las mejillas y el mentón los tenía cubiertos por una vegetación bastante frondosa.

En cuanto se hubo afeitado, se vistió rápidamente, tanto, que poco faltó para que se cayera mientras se ponía el pantalón. Por fin, ya vestido, se echó algunas gotas de agua de colonia y, muy abrigado, con la mejilla vendada como medida de precaución, salió a la calle. Su salida, como la de cualquier convaleciente, le produjo sensación de una fiesta. Todo le sorprendía: las casas, los campesinos que encontraba, por cierto que bastante serios, puesto que a algunos de ellos les habrá sobrado tiempo para atizar un buen puñetazo en la cara de su vecino. Su primera visita iba destinada al gobernador. A lo largo del trayecto se le ocurrieron todo género de pensamientos. Recordó a la rubia, su imaginación comenzó ya a desatarse y empezó a bromear un poco y a reírse de sí mismo.

En esta disposición de ánimo se hallaba ya cerca de la casa del gobernador. Ya estaba quitándose de prisa y corriendo el capote en el vestíbulo cuando el portero le dejó atónito con unas palabras que en modo alguno podía esperarse:

—¡He recibido órdenes de no permitirle el paso!

—¿Acaso no me reconoces? Mírame bien a la cara —dijo Chichikov.

—¿Cómo no voy a reconocerle? No es la primera vez que le veo —objetó el portero—. Justamente a usted se refiere la orden de no dejarle pasar. Los demás pueden hacerlo todos.

—¡Pues ésa sí que es buena! ¿Y por qué?

—Sus motivos tendrán cuando así lo han mandado —dijo el portero, y añadió un «sí», tras lo cual se situó frente a él desembarazadamente, sin rastro de la actitud afectuosa con que en otras ocasiones acudía con presteza para ayudarle a quitarse el capote. Producía la sensación de que estuviera diciendo para sus adentros: «¡Vaya! Cuando los amos te despachan, buena pieza estarás tú hecho».

«No lo comprendo», se dijo Chichikov, y a continuación se encaminó a la casa del presidente de la Cámara, pero éste se azaró al verlo hasta tal punto, que no fue capaz de pronunciar dos palabras a derechas, y comenzó a soltar tal retahíla de estupideces que ambos se sintieron avergonzados.

Cuando se marchó, por más que intentara comprender el significado de las palabras del presidente, no consiguió explicárselas.

Después acudió a visitar a otros: al jefe de policía, al vicegobernador, al jefe de Correos; sin embargo, o no le recibieron, o lo hicieron de una manera tan extraña, su conversación fue tan forzada y tan incomprensible, se turbaron de tal manera y organizaron tal embrollo, que Chichikov llegó incluso a dudar del estado de sus mentes. Trató de ver a alguno más para aclarar cuando menos las razones de aquella conducta, pero nadie le explicó los motivos.

Como un sonámbulo estuvo vagando por la ciudad sin rumbo fijo, sin poder decidir si era él quien se había vuelto loco, eran los funcionarios quienes habían perdido el juicio, y se trataba todo de un pasado sueño o se había armado un lío mayor que el peor de los sueños. Era ya tarde, comenzaba a oscurecer cuando regresó a la posada, de donde se había marchado con tan buena disposición de ánimo, y ordenó que le trajeran el té. Pensativo, sumido en vagas reflexiones sobre su extraña situación, comenzaba a servirse el té, cuando de pronto se abrió la puerta y compareció Nozdriov en persona.

—Bien dice el refrán que nada son siete verstas cuando lo que se pretende es visitar a un amigo —comenzó mientras se quitaba la gorra—. Pasaba por aquí y como vi la luz, pensé que aún no estarías acostado. ¡Ah, qué estupendo que tengas el té en la mesa! Aceptaría encantado una taza. Hoy me han dado para comer todo género de porquerías y tengo el estómago medio revuelto. Di que me llenen una pipa. ¿Dónde está la tuya?

—Yo nunca fumo en pipa —contestó Chichikov con sequedad.

—Estupideces. ¡Como si yo ignorara que eres fumador! ¡Oye, tú! ¿Cómo se llama tu criado? ¡Eh, escucha, Vajramei!

—Su nombre no es Vajramei, sino Petrushka.

—¿Cómo es posible? ¿No se llamaba Vajramei?

—Jamás he tenido ningún Vajramei.

—Sí, por supuesto. Vajramei era el criado de Derebin. Imagínate la suerte de Derebin: una tía suya se enojó con su hijo por haberse éste casado con una sierva y le ha dejado toda su fortuna. ¡Vaya suerte, si yo tuviera una tía así, que me asegurara mi futuro! Y a propósito, hermano, estás tan retirado que no se te ve por ninguna parte. Claro, sé muy bien que algunas veces te agrada distraerte con cuestiones científicas y te entregas a la lectura. Confesamos no poder decir, como tampoco Chichikov, de dónde habría sacado Nozdriov que nuestro protagonista se distraía con cuestiones científicas y se entregaba a la lectura. ¡Ay, hermano Chichikov! ¡Si hubieras visto…! ¡Habrías hallado alimento para tu mente satírica! —Ignoramos asimismo por qué Chichikov estaba dotado de una mente satírica—. Imagínate que estuvimos montando en la montaña rusa de Lijachov, ¡qué bien lo pasamos! Perependev, que iba conmigo, comentó: «Si Chichikov estuviera aquí…». —Agregaremos que Chichikov no conocía al tal Perependev—. Y por cierto, debes reconocer que no te comportaste nada bien conmigo cuando jugamos a las damas, ¿te acuerdas? Porque entonces fui yo quien ganó. Sí, hermano, me hiciste trampas pero el diablo me conoce, soy incapaz de enojarme contigo. El otro día, charlando con el presidente… ¡Ah, sí! Debo decirte que toda la ciudad está contra ti. Están convencidos de que falsificas billetes de Banco, me acosaron a preguntas, pero yo te defendí a capa y espada, les conté que habíamos sido compañeros de colegio y que conocí a tu padre. Ya te puedes imaginar todo lo que les dije.

—¡Cómo! ¿Que yo falsifico billetes de Banco? —exclamó Chichikov levantándose de un brinco.

—Pero ¿por qué los has aterrorizado de tal modo? —continuó Nozdriov—. El miedo los tiene como locos. Creen que eres un espía y un bandolero. El fiscal se ha muerto del susto, mañana lo enterrarán. ¿Irás? Lo cierto es que con el nombramiento del nuevo gobernador general tienen miedo de que les suceda algo por culpa tuya. Yo pienso que si el gobernador general se da importancia y coge pretensiones, no logrará absolutamente nada de los nobles. Los nobles quieren cordialidad, ¿no es cierto? Por supuesto que se puede encerrar en su despacho y no ofrecer ningún baile, pero así, ¿qué lograría? Así no lograría ganar nada. Y por cierto, Chichikov, te has metido en un asunto muy peligroso.

—¿Qué asunto peligroso es ése? —preguntó Chichikov perdiendo la calma.

—El del rapto de la hija del gobernador. He de confesarte que no me lo esperaba, de verdad que no me lo esperaba. Al principio, cuando os vi juntos en el baile, comencé a pensar que estabas tramando algo… Aunque yo no encuentro que la muchacha tenga nada de particular. Hay una, pariente de Bikusov, hermana de su esposa, ¡aquélla sí que es una muchacha! ¡Es totalmente distinta! ¡Una preciosidad!

—Pero ¿qué es lo que dices? ¿Quién iba a raptar a la hija del gobernador? —gritó Chichikov con los ojos desmesuradamente abiertos.

—Bueno, ya está bien, hermano. ¡Hay que ver lo reservado que eres! La verdad es que venía a decirte que puedes contar conmigo. Seré tu padre y te proporcionaré el coche y caballos de refresco, pero será con una condición; tienes que prestarme tres mil rublos. Me hacen falta con urgencia.

Mientras Nozdriov se explicaba como queda expuesto, Chichikov se restregó los ojos repetidas veces, deseoso de convencerse de que estaba despierto y no soñaba. La falsificación de billetes de Banco, el rapto de la hija del gobernador, la muerte del fiscal, de la que por lo visto era él la causa, la llegada del gobernador general: todo esto le asustó sobremanera. «Estando así las cosas —se dijo—, hay que ir con tiento y no descuidarse; me iré cuanto antes».

Intentó quitarse de encima lo antes posible a Nozdriov, llamó a Selifán y le ordenó que al amanecer tuviera ya las cosas dispuestas para abandonar la ciudad, a las seis de la mañana; tenía que pasar revista a todo, engrasar las ruedas y demás. Selifán repuso: «Así se hará, Pavel Ivanovich», aunque todavía permaneció un rato parado junto a la puerta, indeciso. El señor ordenó en seguida a Petrushka que sacara de debajo de la cama la maleta, cubierta ya por una espesa capa de polvo, y con ayuda de su sirviente comenzó a meter en ella sus efectos personales: camisas, calcetines, ropa limpia y ropa sucia, hormas para las botas, un calendario… Lo fue dejando todo de cualquier manera; pensaba dejarlo todo dispuesto para que al día siguiente no tuviera que retrasar la partida.

Selifán, tras haberse quedado como unos dos minutos junto a la puerta, salió pausadamente del aposento. Muy despacio, tan despacio como pueda uno imaginarse, bajó las escaleras, dejando las huellas de sus mojadas botas en los viejos peldaños, y se rascó durante un buen rato el cogote. ¿Qué quería decir en él semejante operación? Y en general, ¿qué significaba eso de rascarse el cogote? ¿Mal humor porque al otro día no podría reunirse en la taberna con un compañero de desgastada pelliza ceñida con un pañuelo? ¿O acaso era que había iniciado algún amorío y se vería obligado a suprimir las entrevistas del atardecer en el portal, cuando, con las blancas manos de ella entre las suyas, un muchachote de roja camisa tocaba la balalaica ante los criados, y los operarios que habían ido a la ciudad a trabajar dejaban fluir su tranquila charla? ¿O le pesaba, simplemente, abandonar su lugar acostumbrado en la cocina, junto con la estufa, dónde dormía cubierto con su zamarra, dejar la sopa de coles y los excelentes pastelillos de la ciudad para volver a arrastrarse por los caminos entre la lluvia y el barro y todo género de incomodidades? Dios lo sabe, no es posible adivinarlo. Para los rusos, son muchas las cosas que puede significar el hecho de rascarse el cogote.