Por la mañana, incluso antes de la hora indicada en la ciudad de N. para recibir visitas, una dama engalanada con un distinguido vestido a cuadros cruzó la puerta de una casa de madera pintada de color amarillo, con buhardas y columnas azules; esta dama iba acompañada por un lacayo de librea con diversas esclavinas y galón de oro en su brillante sombrero redondo. La dama subió con precipitación las gradas del estribo del carruaje que le esperaba a la entrada. El lacayo cerró la portezuela, levantó el estribo, y, después de agarrarse a la correa de la trasera, exclamó dirigiéndose al cochero: «¡Vamos ya!».
La dama experimentaba el irrefrenable deseo de comunicar lo antes posible una noticia de la que acababa de enterarse. No hacía más que mirar por la ventanilla y con sumo pesar observaba que todavía faltaba por recorrer la mitad del camino. Las calles le parecían más largas que de costumbre. El asilo, una gran casa blanca de mampostería con estrechas y pequeñas ventanas, se hacía tan tremendamente largo que, por último, gritó, incapaz de contenerse:
—¡Maldito edificio! ¡Nunca se acabará!
El cochero tuvo que escuchar dos veces la misma orden:
—¡Vamos, aprisa, Andriushka! ¡Con qué calma te lo tomas hoy!
Al fin llegaron a la meta. El carruaje se paró frente a un edificio de madera de una sola planta, pintado de color gris oscuro con adornos de marquetería en las ventanas, y elevada cerca delante de ellas, con un pequeño jardín donde crecían unos raquíticos arbolillos a los que el polvo de la ciudad había terminado dando un tono blanco. En las ventanas se veían macetas con flores, un loro columpiándose en su jaula, que se agarraba con el pico a la anilla, y dos perritos que estaban durmiendo al sol.
En esta casa vivía una íntima amiga de la dama recién llegada. El autor se encuentra con notables inconvenientes para dar nombre a ambas damas sin que después se enojen con él como ya lo hicieron en otros tiempos. Darles un apellido imaginario puede ser peligroso. Cualquier nombre que a uno se le ocurra; por fuerza tiene que aparecer en algún rincón de nuestro imperio —pues no en vano es tan vasto—, y quien lo lleve se enojará en extremo y dirá que el autor se personó allí en secreto a fin de saberlo todo: cómo es, que prefiere comer, que ropas viste y qué casa de Agrafena Ivanovna frecuenta. Y Dios nos libre de nombrarlos por sus títulos, todavía resulta más peligroso. Todos nuestros títulos y estamentos se sienten hoy en día tan enojados que todo lo que leen en un libro impreso cada uno lo interpreta como refiriéndose a su propia persona: se diría que es algo que se masca en el aire. Es suficiente observar que en tal ciudad hay un imbécil para que todo el mundo se dé por aludido. De repente sale un caballero respetable por su apariencia y exclama: «¡Yo también soy una persona, entonces también soy imbécil!». En resumen, que inmediatamente adivina de qué se trata.
De ahí que, a fin de evitar todo eso, a la dama que recibía la visita la llamaremos tal y como lo hacían casi unánimemente en la ciudad N., es decir: dama agradable bajo cualquier concepto. El nombre se lo había granjeado legítimamente, ya que no regateaba nada para resultar agradable hasta el máximo, a pesar de que, es cierto, por detrás de su amabilidad asomaban la nariz, las impaciencias de su carácter femenino y a pesar de que, en algunas ocasiones, en cada palabra agradable asomaba la nariz, un alfiler. Y no hablemos ya de cómo hervía su corazón contra la que pretendiera ser la primera en cualquier cosa.
Pero todo esto aparecía cubierto por los más delicados modales que sea posible hallar en una ciudad de provincias. Sus movimientos eran en todo momento llenos de gracia, le agradaban los versos, algunas veces incluso sabía dar a su cabeza una pose soñadora y todo el mundo se mostraba de acuerdo en afirmar que se trataba de una dama agradable bajo cualquier concepto. La otra dama, la que venía de visita, estaba dotada de un carácter con menos facetas, y por eso la llamaremos sencillamente agradable.
La llegada de la visitante despertó a los perrillos que se hallaban durmiendo al sol: la peluda «Adéle», que constantemente estaba enredada en sus propias lanas, y «Popurrí», un chucho de delgadísimas patas. Los dos se precipitaron con los rabos enroscados hacia el vestíbulo, donde la recién llegada se estaba despojando de su abrigo a cuadros, quedándose con un vestido de un color y dibujo a la moda y grandes pieles que le envolvían el cuello. El aroma de jazmín invadió toda la estancia.
En cuanto la dama agradable bajo cualquier concepto se enteró de la llegada de la dama sencillamente agradable, acudió rápidamente a recibirla. Se cogieron de las manos, se abrazaron y lanzaron una exclamación como la de dos colegialas que se tropiezan un día cuando no hace mucho que han salido del internado, cuando sus mamaítas todavía no han tenido ocasión de contarles que el padre de la una disfruta de menos recursos y ocupa un puesto inferior al padre de la otra. Los besos fueron tan sonoros que ambos perritos comenzaron de nuevo a ladrar, razón por la que se les espantó con un pañuelo, y las dos damas se encaminaron a la sala, azul, como pueden muy bien imaginarse, con su diván, su mesa de forma ovalada e incluso unos reducidos biombos cubiertos de yedra. Tras ellas penetraron en la sala, gruñendo, la peluda «Adéle» y «Popurrí», el de las patas delgadas.
—Aquí, aquí, venga a este rinconcito —dijo la dueña, de la casa indicando a la visitante que se sentara en un rincón del diván—. Así, muy bien. Tome este cojín.
Y mientras esto decía puso detrás de la otra un cojín en el que aparecía bordado con hilo de lana un caballero como generalmente acostumbran a ser los caballeros bordados en cañamazo: tenía por nariz una escalera y por labios unos rectángulos.
—Qué contenta estoy de que usted… He oído el carruaje y estaba preguntándome quién sería a estas horas. Parasha afirmaba que era la vicegobernadora; pensé que de nuevo venía esa estúpida a molestar y me disponía a decir que me hallaba fuera de casa…
La recién llegada quería ya poner manos a la obra y dar parte a la otra de la noticia. Pero la exclamación que en ese preciso instante lanzó la dama agradable bajo cualquier concepto cambió el rumbo de la conversación.
—¡Qué tela tan alegre! —dijo la dama agradable, contemplando el traje de la dama sencillamente agradable.
—Sí, es muy alegre. No obstante, Praskovia Fiodorovna cree que resultaría mejor si los cuadros fueran algo más pequeños y los lunares, en lugares de ser de color marrón, fueran azules. A mi hermana le han enviado una telita que es una delicia, no existen palabras para decirlo. Figúrese: unas pequeñas rayitas muy finas, muy finas, con fondo azul celeste, y atravesando esas rayas todo está lleno de ojitos y patitas, ojitos y patitas, ojitos y patitas… ¡Se trata de algo insuperable! Con seguridad se puede afirmar que nunca ha habido en el mundo nada parecido.
—Será un tanto chillón, querida.
—No, no lo es.
—Sí, tiene que resultar chillón.
Es preciso advertir que la dama agradable bajo cualquier concepto era un poco materialista, dada a la negación y a la duda, y en la vida eran bastantes las cosas que rechazaba. La dama sencillamente agradable insistió diciendo que no era chillón y añadió:
—¡Ah, enhorabuena, ya no están de moda los volantes!
—¿Qué me dice?
—Ahora se llevan festoncitos[40].
—¡Qué horror, festoncitos!
—Pues ahora todo son festoncitos: pelerinas[41] de festoncitos, hombrillos de festoncitos, festoncitos en las mangas, festoncitos en los bajos, festoncitos por todas partes.
—No me gusta, Sofía Ivanovna, eso de que no haya más que festoncitos.
—No se puede usted figurar, Anna Grigorievna, lo bien que queda. Se cose con dos dobladillos, con sisas anchas por la parte de arriba… Ya verá qué sorpresa le causa; entonces dirá… Pero figúrese que los cuerpos se llevan ahora aún más largos, y se estila el escote en pico, de forma que el hueso queda totalmente fuera. Las faldas van muy fruncidas, como antes con los tontillos, y por detrás se pone algodón para que resulte bien.
—Bueno, en ese caso… —murmuró la dama agradable bajo todos los conceptos mientras movía la cabeza con aire de dignidad.
—Tiene usted toda la razón —repuso la dama sencillamente agradable.
—Puede decir lo que le parezca, pero yo no me vestiré así.
—Yo tampoco… Si se piensa hasta qué extremos llega algunas veces la moda… ¡Es algo totalmente incomprensible! Le he dicho a mi hermana que me preste los patrones para reírme. Mi criada Melania lo está cosiendo.
—Cómo, ¿qué tiene usted los patrones? —dijo la dama agradable bajo todos los conceptos, sin poder disimular un ademán de visible emoción.
—Sí, me los mandó mi hermana.
—Querida, por todo lo que más quiera, le suplico que me los preste.
—Se los he prometido a Praskovia Fiodorovna. De todos modos, se los entregaré cuando ella me los devuelva.
—¿Y quién será capaz de ponerse nada después de que lo haya estrenado Praskovia Fiodorovna? Me parece muy raro su modo de actuar, olvida a las amigas por los extraños.
—Es tía segunda mía.
—¡Dios sabe qué clase de tía es! Por parte de su marido… No, Sofía Ivanovna, ni quiero ni oírlo. Es como si usted pretendiera ofenderme… Según parece se ha cansado de mí, por lo visto pretende usted romper conmigo.
La pobre Sofía Ivanovna no sabía qué hacer. Advertía perfectamente que se había metido entre dos fuegos muy intensos. ¡Bien se lo había ganado, por presumir! Experimentaba deseos de pincharse con alfileres su necia lengua.
—¿Y qué se ha hecho de nuestro seductor forastero? —preguntó entonces la dama agradable bajo todos los conceptos.
—¡Ay, Dios mío! ¿Cómo es posible que se me haya ido el santo al cielo? ¿Tiene usted idea de por qué he venido, Anna Grigorievna?
La visita sintió que se le aceleraba la respiración, las palabras se mostraban dispuestas, al igual que milanos, a lanzarse una tras otra, y fue necesaria toda la crueldad de su íntima amiga para osar interrumpirla.
—Pues por más que usted lo alabe y ensalce —exclamó más vivamente que de costumbre—, le diré con toda franqueza, se lo diré a él mismo en la cara, que es una mala persona, una mala persona, una mala persona.
—Escuche lo que tengo que contarle…
—Ha corrido el rumor de que es guapo, pero de guapo no tiene nada, realmente nada, su nariz es… asquerosa.
—Pero deje usted, deje que le explique, querida Anna Grigorievna, ¡permita que le explique! Se trata de una historia, ¿me entiende?, una historia. C’est se qu’on appelle une histoire[42] —exclamaba la visitante comenzando a desesperarse y con lastimera voz.
Debemos hacer constar que la conversación de ambas damas estaba salpicada de una infinidad de palabras extranjeras e incluso extensas frases en francés. Pero por mucha que sea la admiración del autor hacia las salvadoras ventajas que el idioma francés ofrece a Rusia, por mucho entusiasmo que despierte en él la loable costumbre de nuestra alta sociedad, que se vale de esa lengua a todas las horas del día, por supuesto que impulsada por un profundo sentimiento de amor a la patria, no se decide a intercalar ninguna frase de idiomas extranjeros en este poema suyo, que es ruso. Continuaremos, pues, en ruso.
—¿Qué historia es ésa?
—¡Ay, vida mía! ¡Si pudiera usted, Anna Grigorievna, imaginarse la situación en que yo me hallaba! Figúrese: ha venido hoy a mi casa la esposa del arcipreste, del padre Kiril, y ¿qué piensa usted que me ha contado de nuestro forastero, ése tan tranquilito?
—Pero ¿es que ronda a la esposa del arcipreste?
—¡Ay, Anna Grigorievna, eso no sería nada! No se trata de eso. Escuche lo que me ha explicado la esposa del arcipreste. Se ha presentado en su casa una propietaria llamada Korobochka, extremadamente asustada y pálida como un cadáver. ¡Y qué cosas dice, qué cosas dice! Es una auténtica novela. A altas horas de la noche, cuando todo estaba tan oscuro como boca de lobo y en la casa todo el mundo dormía, comenzaron a dar unos horribles golpes en la puerta, gritando a voz en cuello que si no abrían en seguida derribarían la puerta. ¿Qué le parece? ¿Qué opina de nuestro seductor forastero?
—Pero ¿es que la Korobochka es joven y bonita?
—Ni muchísimo menos, se trata de una vieja.
—¡Qué encanto! Se dedica a conquistar a una vieja. En vista de esto no hay nada que decir acerca del gusto de nuestras damas, hallaron de quién enamorarse.
—No es nada de eso, Anna Grigorievna, no es ni muchísimo menos lo que usted se imagina. Figúrese la situación: comparece armado de punta en blanco, algo así como un Rinaldo Rinaldini, y le exige que le venda todos los campesinos que habían fallecido. La Korobochka contestó de una manera muy razonable que no le era posible, porque estaban muertos. «No, —replicó él—, no están muertos, es asunto mío si lo están o no. ¡No están muertos! —se puso a gritar—. ¡No están muertos!». En resumen, que armó un horrible escándalo: todos los de la aldea salieron huyendo, los niños lloraban, nadie entendía nada, ¡terrible, lo que se dice terrible!… No puede usted imaginarse, Anna Grigorievna, la impresión que me produjo todo esto cuando lo oí. «Señora —me decía Mashka—, está usted muy pálida, mírese al espejo». «No es ahora el momento de mirarme al espejo —le contesté—, he de ir en seguida a explicárselo a Anna Grigorievna». Y sin perder ni un segundo ordené que engancharan. Andriushka, el cochero, me preguntó hacia dónde nos dirigíamos, y yo era incapaz de pronunciar una sola palabra, por lo que me quedé mirándole como una estúpida. Sin duda creería que me había vuelto loca. ¡Ay, Anna Grigorievna, si supiera usted de qué manera me ha sobresaltado esto!
—No obstante es todo muy extraño —dijo la dama agradable bajo todos los conceptos—. ¿Qué significarán esas almas muertas? Debo confesar que no comprendo nada en absoluto. Es la segunda vez que oigo mencionar esas almas muertas. Mi marido asegura que Nozdriov no dice la verdad, pero no me cabe duda de que se encierra algo en esto.
—Pues imagínese, Anna Grigorievna, en qué situación quedé cuando lo supe. «Ahora —dice la Korobochka—, no sé qué tengo que hacer. Hizo que firmara por la fuerza un documento falso y me arrojó quince rublos en billetes. Carezco de experiencia, soy una infortunada viuda y no sé nada…». ¡Menudo escándalo! No puede usted hacerse idea del sobresalto que me produjo el oírlo.
—Dirá lo que a usted le parezca, pero no se trata de almas muertas. Aquí hay algo muy diferente.
—Yo también lo creo así —repuso con cierta sorpresa la dama sencillamente agradable, sintiendo la invencible curiosidad de saber qué era lo que podía encerrarse en todo aquello. Y después preguntó, acentuando la pronunciación—. ¿Qué piensa usted que se encierra en ello?
—Y usted, ¿qué cree?
—¿Qué creo?… Confieso que ni siquiera sé qué pensar.
—A pesar de ello, querría saber la opinión que se ha formado en torno a este asunto.
La dama sencillamente agradable no supo qué contestar. Sólo era capaz de sobresaltarse, pero no de formarse una idea clara de las cosas, debido a lo cual se sentía más necesitada que cualquiera otra de consejos y de una verdadera amistad.
—Pues entérese de lo que es eso de las almas muertas —dijo la dama agradable bajo cualquier concepto.
La otra, cuando escuchó estas palabras, se convirtió toda en oídos: las orejas se le pusieron tiesas por sí mismas, se incorporó hasta el punto de que casi perdió contacto con el diván, y aunque era un tanto pesada, dio la sensación de que adelgazaba, de que se transformaba en una delicada pluma y de que al más leve soplo iba a salir volando.
Así el señor ruso que va a cazar con su jauría, cuando se aproxima al bosque de donde saltará la liebre acosada por los ojeadores, montado a caballo y con la fusta en alto, se transforma por un momento en pólvora a la que se disponen a aproximar la mecha encendida. Sus ojos permanecen fijos en el aire enturbiado por la ligera niebla y ya se figura que alcanza la pieza por más que se alce contra él la blanda nieve de la estepa, que le lanza estrellas de plata al bigote, a la boca, a los ojos, a las cejas y a su gorro de castor.
—Esas almas muertas… —dijo la dama agradable bajo cualquier concepto.
—¿Qué, diga?, —se impacientó la visitante, a quien la dominaba la emoción.
—¡Almas muertas!…
—¡Hable de una vez, por Dios se lo suplico!
—Eso lo han inventado como tapadera. Lo que realmente hay es que él se propone raptar a la hija del gobernador.
La conclusión era, efectivamente, peregrina e inesperada en cualquier sentido en que se tomara. Cuando oyó esto, la dama sencillamente agradable quedó como petrificada, se puso pálida, tan pálida como un cadáver, en efecto, se sobresaltó, en esta ocasión muy de veras.
—¡Ay, Santo Dios! —exclamó al tiempo que juntaba las manos—. Eso sí que no podía figurármelo.
—Pues yo se lo confieso, en seguida que abrió usted la boca advertí de qué iba la cosa —dijo la dama agradable bajo cualquier concepto.
—¿Y qué opina después de esto, Anna Grigorievna, acerca de la educación que se recibe en los pensionados? ¡Ésta es la inocencia!
—¡Inocencia! He tenido ocasión de oír cosas que ella decía, y le doy mi palabra de que me resultaría imposible repetirlas.
—¿Sabe usted, Anna Grigorievna? A una se le destroza el corazón al ver a qué punto de inmoralidad se ha llegado.
—Los hombres enloquecen por ella. Y yo le aseguro que no le veo nada de particular… Es terriblemente amanerada.
—¡Ay, vida mía, Anna Grigorievna! Parece una estatua, su rostro no tiene ninguna expresión.
—¡Qué amanerada, pero qué amanerada es! ¡Dios Santo, qué amanerada! Ignoro de quién lo habrá aprendido, pero en toda mi vida jamás he visto una mujer tan gazmoña.
—Querida, sólo es una estatua más pálida que un cadáver.
—No hable usted así, Sofía Ivanovna, se da colorete de un modo espantoso.
—Se equivoca usted, Anna Grigorievna, es blanquete, blanquete y sólo blanquete.
—Querida, yo me senté cerca de ella. Se da colorete, se había embadurnado la cara con una capa del espesor de un dedo; se le caía a pedazos, como si se tratara de estuco. Lo ha aprendido de su madre, que no es más que una coqueta, y su hija le dará cien vueltas.
—Permítame, si quiere se lo juraré por lo que usted misma me indique. ¡Qué pierda a mi marido, a mis hijos y todos los bienes si ella lleva ni una pizca, ni un tanto así de colorete!
—¡Pero qué está usted diciendo, Sofía Ivanovna! —exclamó la dama agradable bajo cualquier concepto, juntando las manos.
—¡Hay que ver de qué manera es usted, Anna Grigorievna! La miro y no me es posible evitar hacerme cruces —replicó la dama agradable, quien también juntó las manos.
No se sorprenda el lector de que las dos damas se mostraran disconformes en algo que habían observado casi al mismo tiempo. En el mundo hay gran número de cosas que poseen esta propiedad: si las contempla una dama serán totalmente blancas, mientras que si las contempla otra serán rojas, tan rojas como el arándano rojo.
—Ahí va otra prueba de que es pálida —continuó la dama agradable—. Recuerdo como si lo estuviera viendo que yo me hallaba sentada al lado de Manilov y le hice notar: «¡Mire usted qué pálida!». En verdad que es preciso ser tan necio como lo son todos nuestros hombres para volverse locos por ella. Y nuestro seductor forastero… ¡Ah, qué poco agradable me parecía! No puede imaginarse, Anna Grigorievna, hasta qué extremo me resultaba desagradable.
—Pues se encontraban allí ciertas damas a las que en modo alguno les era indiferente.
—¿Lo dice usted por mí, Anna Grigorievna? Jamás podrá afirmarlo, jamás, jamás.
—No me estoy refiriendo a usted. ¡Como si no existiera nadie más!
—¡Nunca, nunca, Anna Grigorievna! Permítame decirle que me conozco demasiado bien, Tal vez pueda afirmarse de algunas que presumen de ser inaccesibles.
—Perdóneme, Sofía Ivanovna. Permítame decirle que yo jamás me mezclé en asuntos tan escandalosos. De otras se podrá decir, pero de mí nunca; permítame decírselo.
—¿Por qué se disgusta usted? Se hallaban allí otras damas, hasta había algunas que se apresuraron a ocupar una silla junto a la puerta a fin de estar cerca de él.
Tras estas palabras de la dama agradable parecía inevitable que estallara una tormenta, pero, por sorprendente que pueda parecer, las dos damas se calmaron de pronto y no estalló absolutamente nada. La dama agradable bajo cualquier concepto recordó que todavía no se encontraban en su poder los patrones del vestido de moda, y la dama sencillamente agradable advirtió que todavía no había logrado enterarse de ningún detalle del descubrimiento hecho por su amiga íntima, y la paz se restableció en seguida.
Por otra parte, no puede afirmarse que ninguna de las dos estuvieran por naturaleza inclinadas a molestar a los demás; sus caracteres no se gozaban con el infortunio ajeno. Era que, sin siquiera advertirlo, a lo largo de la conversación surgía alguna vez por sí mismo el pequeño deseo de lanzar un alfilerazo; el pequeño placer que, aprovechando el momento oportuno, sentían zahiriendo con algo que doliera: «¡Anda! ¡Ahí tienes, trágate eso!». Son muy diversas las necesidades el corazón, tanto del sexo femenino como del masculino.
—Hay algo que no logro comprender —dijo la dama sencillamente agradable—, y es cómo Chichikov, que se encuentra aquí de paso, ha tenido esa osadía. No podía llevarlo a cabo sin disponer de cómplices.
—¿Y usted piensa que carece de ellos?
—Dígame, ¿quién podría ayudarle?
—El mismo Nozdriov.
—¿Nozdriov?
—¿Y por qué no? Es algo muy propio de él. Bien sabe usted que pretendió vender a su mismo padre, o mejor dicho, pretendió jugárselo a las cartas.
—¡Dios mío, qué interesante es todo esto que me cuenta usted! Nunca pude sospechar que Nozdriov tuviera algo que ver en esta historia.
—Pues yo siempre lo supuse.
—¡Cuando uno se detiene a pensar en lo que sucede en el mundo! ¿Quién podía imaginarse, cuando Chichikov llegó aquí, que iba a producir tal revuelo? ¡Ay, Anna Grigorievna, si supiera usted qué sobresaltos los míos! De no ser por lo mucho que usted me aprecia y por su amistad…, se lo confieso, me sentiría como en el borde de un precipicio… Imagínese usted. Mi Masha, al verme tan pálida, me dijo: «Señorita, tiene usted la cara tan blanca como el papel». «Masha —repliqué yo—, en este momento no estoy para eso». ¡Hay que ver las cosas que suceden! ¡Y Nozdriov implicado en todo ello!
La dama agradable se consumía en deseos de conocer más detalles en torno al rapto, o sea, la hora y demás. La dama agradable bajo cualquier concepto repuso abiertamente que lo ignoraba. No sabía mentir: muy distinto era hacer suposiciones, e incluso así sólo si las suposiciones se basaban en una convicción íntima. Cuando estaba íntimamente convencida, entonces era capaz de mantenerse en sus trece, y si un abogado, aunque se tratara del más ejercitado y entendido en refutar opiniones ajenas, hubiera medido las armas con ella, habría comprobado a la perfección lo que significa la convicción íntima.
No tiene nada de extraño que ambas damas acabaran quedando convencidas de lo que al principio imaginaban como una simple sospecha. Nosotros, los que nos consideramos inteligentes, actuamos de modo casi idéntico y la prueba de ello la encontramos en nuestros razonamientos científicos. Primero, el sabio se aproxima al asunto como un pillo de siete suelas, comienza tímidamente, con moderación, sigue haciendo la más inocente pregunta: ¿Acaso procede de ahí? Tal país, ¿no habrá recibido su nombre de ese rincón?, o bien: ¿No será este documento de una época más tardía? O bien: ¿No será preciso entender que al hablar de este pueblo en realidad se refieren a tal otro? Cita a éstos y aquéllos escritores antiguos, y en seguida que advierte el más pequeño atisbo, o se imagina advertir un detalle, recobra ánimos, se engalla, comienza a conversar con los escritores antiguos en un plan de confianza, les hace preguntas y él mismo responde por ellos, no acordándose ya de que todo tenía su origen en una débil suposición. Cree verlo así, le parece que todo se ha aclarado, y el razonamiento concluye con estas palabras: «Así es cómo sucedió, es necesario entender que se trata de tal pueblo, desde este punto de vista se debe enfocar el asunto». Después lo grita a todos los vientos desde la cátedra y la verdad acabada de descubrir empieza a circular por el mundo, conquistando adeptos y partidarios.
En el mismo instante en que las dos damas acababan de resolver con tanto acierto como ingenio el complicado asunto, en la sala penetró el fiscal con su rostro de palo, sus frondosas cejas y su ojo que guiñaba como siempre. Las damas, tras interrumpirse una a otra, le comunicaron todos los acontecimientos, le explicaron lo de la adquisición de almas muertas y del propósito de raptar a la hija del gobernador, y con todo ello le hicieron sumirse en tal mar de confusiones que, a pesar de que permanecía inmóvil en su sitio, abría y cerraba sin cesar el ojo izquierdo y se quitaba con la ayuda del pañuelo el rapé que se le había metido por la barba, sin ser capaz de comprender lo más mínimo.
De este modo lo dejaron las dos damas, las cuales, cada una por su parte, se encaminaron a sublevar la ciudad. Dicha empresa lograron realizarla en escasamente media hora. Todo entró en efervescencia, aunque nadie podía comprender nada. Las damas supieron liar hasta tal punto las cosas que todo el mundo, en especial los funcionarios, se quedaron como viendo visiones.
Al principio se hallaron en la situación del colegial dormido a quien sus compañeros, que se despertaron antes, le han introducido en la nariz en «húsar», esto es, un papel con tabaco. Después de sorber todo el tabaco con el afán característico del durmiente, se ha despertado al fin de sopetón, mira en torno a él como un estúpido, con los ojos tan abiertos que casi se le salen de las órbitas, y es incapaz de darse cuenta de dónde se encuentra ni de qué le ha sucedido; después comienza ya a distinguir las paredes iluminadas por los oblicuos rayos del sol, las risotadas de los compañeros que se ocultan en los rincones y la mañana que le contempla desde el exterior con el bosque donde cantan una infinidad de pájaros, el riachuelo iluminado por el sol, que se pierde a un lado y a otro entre los delicados juncos, invadido por chicuelos desnudos que se llaman en el agua a voz en grito, y tras todo esto, por último, advierte que tiene un «húsar» en la nariz.
Exactamente igual les sucedió al principio a los sencillos vecinos y a los funcionarios de la ciudad. Todos se quedaron como carneros, con los ojos desmesuradamente abiertos. Las almas muertas, Chichikov y la hija del gobernador se mezclaron y confundieron en sus cabezas de manera terrible. Después ya, tras la primera sensación de aturdimiento, pareció que podían distinguir cada cosa por separado y desglosar lo uno de lo otro, y comenzaron a pedir cuentas y a enojarse, al ver que la cuestión no se aclaraba.
Y así era, ¿en qué consistía eso de las almas muertas? En lo referente a las almas muertas no era posible hallar la menor lógica. ¿En qué consistía eso de adquirir almas muertas? ¿Quién era el estúpido capaz de hacerlo? ¿Quién iba a tirar de este modo el dinero? ¿Para qué iban a servir esas almas muertas? ¿Qué relación tenía con todo ello la hija del gobernador? Si se había formado el propósito de raptarla, ¿para qué se dedicaba a adquirir almas muertas? Y si adquiría almas muertas, ¿para qué tenía que raptar a la hija del gobernador? ¿Es que tal vez se las pensaba regalar? ¿Qué necedades eran esas que corrían por la ciudad?
Por cualquier parte se tropezaba uno con la misma historia. ¡Si por lo menos tuviera algún sentido!… Pero lo cierto es que la cosa había sido puesta en circulación, y por lo tanto, ¿habría para ello alguna razón? ¿Qué razón podía haber en las almas muertas? Todo aquello no era más que una necedad, un embrollo, chismes, el diablo sabía qué era… En resumen, comenzaron los comentarios y la comidilla de toda la ciudad fueron las almas muertas y la hija del gobernador, Chichikov y las almas muertas, la hija del gobernador y Chichikov, todo se puso en movimiento. Era como si la ciudad, dormida hasta aquel momento, se hubiera visto de pronto agitada por un torbellino. Abandonaron sus madrigueras todos los lirones y holgazanes que se pasaban el santo día acostados en bata y que desde hacía años permanecían encerrados en sus casas, culpando ora al zapatero, que les había hecho las botas demasiado estrechas, ora al sastre, ora al borracho del cochero. Todos aquellos que desde hacía yo qué sé cuánto tiempo no visitaban a nadie y sólo mantenían relación con los Zavalishin y Polezhaev (nombres muy célebres que derivan de los verbos «estar tumbado» y «echarse», extraordinariamente en boga en Rusia, así como la frase «llegarse a visitar a Sopikov y a Jrapovitski», sinónimo de un profundo sueño de espaldas, de costado y en cualquier otra postura, acompañado de silbidos de la nariz, ronquidos y otros atributos), todos aquéllos a los que no había modo de hacer que salieran de su casa ni siquiera con el cebo de una sopa de esturiones de dos varas, que ella sola valía más de quinientos rublos, como todo lo que a dicha sopa acostumbra a seguir; en resumen, resultó que la ciudad era grande y que estaba poblada como es debido.
Surgieron a la luz un Sisoi Pafnutievich y un Macdonald Karlovich, de los que jamás había oído hablar nadie. Por los salones se paseó un hombre altísimo con señales evidentes de haber recibido un balazo en un brazo, de tan elevada estatura como nunca habían visto otro. Carruajes de todas clases, que organizaron una auténtica confusión, invadieron todas las calles. En otra época y en distintas circunstancias, tal vez aquellos rumores no habrían logrado despertar la atención de nadie y habrían pasado de largo. Pero hacia demasiado tiempo que la ciudad de N. no recibía ninguna noticia. Es más, a lo largo de tres meses no había corrido chisme alguno, cosa que, como todo el mundo sabe, es tan necesaria para una ciudad como el normal abastecimiento de comestibles.
Entre la infinidad de comentarios pudieron advertirse dos criterios totalmente opuestos y dos bandos que se enfrentaban el uno al otro: el de los hombres y el de las mujeres. El bando de los hombres, el más necio, dedicaba su atención a las almas muertas. El de las mujeres se fijaba única y exclusivamente en el rapto de la hija del gobernador. En este segundo bando, dicho sea para hacer justicia a las damas, reinaba muchísimo más orden y circunspección. Se advierte que el Destino quiere que sean buenas amas de casa, y que sepan disponer las cosas.
Entre ellas todo adquirió en seguida un aspecto vivo y bien definido, revistió formas claras y precisas, las cosas se iban concretando y depurando. En resumen, que resultó un cuadro completo y preciso. Ellas opinaban que desde hacía largo tiempo Chichikov estaba enamorado y que se encontraban en el jardín por la noche, a la luz de la luna; el gobernador habría aceptado concederle la mano de su hija, ya que Chichikov era rico como un judío, pero había el inconveniente de su esposa, a la que él había abandonado (nadie era capaz de decir de qué manera llegó a saberse que Chichikov estaba casado); la mujer de Chichikov, víctima de un amor sin esperanzas, envió entonces al gobernador una carta muy conmovedora, y Chichikov, viendo que los padres jamás consentirían, había tomado la resolución de raptarla.
En otros lugares la versión que se daba del asunto era algo distinta. Afirmaban que Chichikov no era casado, pero que, como hombre sutil y que actuaba siempre sobre seguro, había comenzado cortejando a la madre y sosteniendo con ella secretas relaciones, tras lo cual acabó por pedir la mano de la hija. La madre, aterrorizada al pensar que con ello se cometería un acto contrario a la religión, y asaltada por los remordimientos, lo había rechazado rotundamente, razón por la que Chichikov se decidió por el rapto. A todo esto se fueron añadiendo numerosas enmiendas y explicaciones conforme los rumores llegaban hasta los más recónditos callejones. Las capas inferiores de la sociedad rusa sienten gran afición a comentar los rumores que circulan por la alta sociedad, y por eso no tiene nada de particular que en casas donde ni remotamente habían visto a Chichikov comenzaran a hablar de lo sucedido, pero cada vez más aumentado y corregido.
El asunto se iba volviendo más interesante por momentos y cada día adoptaba formas más concretas hasta que, tal como era, en su aspecto definitivo, llegó al conocimiento de la misma gobernadora. Ésta, como madre de familia, como primera dama de la ciudad, se sintió en extremo ofendida por semejantes historias y, no sin razón, montó en cólera. La infeliz rubia fue sometida al más desagradable tête á tête en que haya podido encontrarse una jovencita de dieciséis años. Manaron a raudales las preguntas, los interrogatorios, las amenazas, las censuras, los reproches y exhortaciones, de tal manera que la muchacha estalló en llanto, bañada en lágrimas, sin lograr entender ni una palabra de lo que le decían. Al portero se le dieron órdenes rigurosas de que no permitiera pasar a Chichikov, fuera cual fuese la hora y bajo ningún pretexto.
Una vez cumplida su misión con respecto a la gobernadora, las damas se abalanzaron sobre el bando de los hombres, intentando atraérselo y asegurando que las almas muertas no eran más que una invención de la que se había echado mano sólo a fin de evitar las sospechas y de realizar el rapto felizmente. Una buena parte de los hombres quedaron al fin convencidos de esto y se pasaron al bando de las mujeres, a pesar de las violentas censuras de sus compañeros, que les llamaban mujerzuelas sin carácter, calificativo que, como ya se sabe, resulta extremadamente ofensivo para el sexo masculino.
Aunque los hombres prepararon sus armas e intentaron defenderse, en su bando no había el orden que caracterizaba al bando de las mujeres. En ellos todo parecía tosco, duro, desordenado, inservible, sin ajustar, inútilmente en sus mentes reinaba el barullo, el desconcierto, la confusión, todo era una barahúnda, un revoltijo. En resumen, resaltaba a la perfección la vacua naturaleza del sexo masculino, una naturaleza pesada, tosca, incapaz de comprender los dictados del corazón ni los asuntos de la organización doméstica, una naturaleza holgazana, incrédula, siempre temerosa y siempre vacilante. Ellos afirmaban que todo eso era una necedad, que el rapto de la hija del gobernador era una cuestión más propia de un húsar que de un funcionario civil, que Chichikov no lo llevaría a cabo, que las mujeres mentían, que la mujer es igual que un saco, en el que cabe todo lo que le meten dentro, y que lo primero de todo, en lo que realmente tenían que fijarse, era en las almas muertas, las cuales, por otra parte, el diablo sabía qué podían significar, aunque no cabía duda de que se trataba de una cosa execrable.
En seguida vamos a saber por qué los hombres pensaban que se trataba de una cosa execrable. En la provincia había sido nombrado recientemente un nuevo gobernador general, cosa que, como todo el mundo sabe, produce gran inquietud entre los funcionarios: llegan las reprimendas, las reconvenciones y las censuras, y también el reparto de prebendas que el nuevo jefe ofrece a sus subordinados. «Si llega a enterarse de que por la ciudad circulan unos rumores tan estúpidos —se decían los funcionarios—, nos puede costar muy caro». El inspector de Sanidad se quedó de pronto pálido como un cadáver al figurarse Dios sabe qué: se preguntó si las almas muertas serían los enfermos fallecidos en considerable número en los hospitales y otros lugares como resultas de una epidemia de calenturas contra la que no se habían tomado las medidas oportunas, y pensó que tal vez Chichikov era un funcionario de las oficinas del gobernador general que había sido enviado allí para realizar una investigación secreta.
Así se lo dijo al presidente. Éste replicó que era absurdo, pero después palideció asimismo y se preguntó: ¿Y si los mujiks adquiridos por Chichikov eran, en efecto, almas muertas? ¿Y si el gobernador general llegaba a enterarse de que él había estado de acuerdo en que se llevara a cabo la escritura de la venta sin poner reparo alguno, y que hasta había actuado como apoderado de Plushkin? ¿Qué pasaría entonces? Fue suficiente que lo comunicara a uno y a otro para que todos se pusieran pálidos. El temor es más contagioso que la peste y se comunica de inmediato.
Todos comenzaron entonces a buscarse pecados, hasta los que no habían cometido. Las palabras «almas muertas» eran pronunciadas como si se tratara de algo indefinido e incluso se llegó a pensar si no se referían a los muertos enterrados con toda rapidez con motivo de unos sucesos que habían tenido lugar poco antes.
El primero de aquellos sucesos guardaba relación con unos mercaderes de Solvichegodsk que habían venido a la feria de la ciudad y que cuando ya habían vendido todos sus artículos, organizaron un festín con sus compañeros, los mercaderes de Ustsisolsk, festín celebrado al estilo ruso, pero con aditamentos alemanes: licores, ponches, bálsamos y demás.
La comilona, como es de suponer, acabó en riña. Los de Solvichegodsk eliminaron a los de Ustsisolsk, aunque salieron de la refriega con las costillas molidas y un sinnúmero de cardenales, prueba evidente de los notables puños que poseían los difuntos. Uno de los vencedores quedó con la nariz totalmente aplastada, de tal modo que apenas le sobresalía en el rostro medio dedo. Los mercaderes reconocieron su culpa, y contaron que aquello era debido a los deseos que sintieron de divertirse un poco. Circulaban rumores de que cada uno de ellos había dado al juez cuatrocientos rublos, aunque la cosa estaba muy oscura. Las investigaciones e interrogatorios demostraron que los comerciantes de Ustsisolsk habían perecido asfixiados a causa de las emanaciones de carbón, y así se les enterró, tras certificarse su muerte por asfixia.
El otro suceso ocurrido hacía poco se relacionaba con los mujiks de la aldea de Vshivaia-Spes, perteneciente a la Corona, quienes junto con los mujiks de Borovka y Zadirailovo, de igual condición, habían dado muerte a la policía del zemstvo en la persona de un cierto asesor llamado Drobiazhkin; por lo visto, la policía del zemstvo, es decir, el asesor Drobiazhkin, visitaba muy a menudo dichas aldeas, en las que se había declarado una epidemia de calenturas, cuya causa era la mencionada policía del zemstvo, que manifestaba cierta debilidad de corazón y se interesaba demasiado por las mujeres y jovencitas de la aldea.
No se pudo averiguar exactamente lo que sucedió, a pesar de que los mujiks declararon abiertamente que el susodicho policía era más lascivo que un gato, que numerosas veces habían ido tras él y que en una ocasión incluso lo arrojaron desnudo de una cabaña en la que se había metido.
Lógicamente, el policía del zemstvo merecía ser castigado por su debilidad de corazón, aunque no obstante tampoco podía aprobarse que los mujiks de Vshivaia-Spes y de Zadirailovo hubieran tomado la justicia por su mano, suponiendo que, en efecto, hubieran tenido algo que ver en la muerte. A pesar de todo el asunto estaba demasiado oscuro; al policía del zemstvo se le había hallado en medio de un camino con la guerrera desgarrada y el rostro hecho una lástima, hasta el extremo de que resultó imposible reconocerlo.
El asunto fue pasando de una instancia a otra hasta que llegó a la Audiencia, donde a puerta cerrada se razonó de este modo: los mujiks eran muy numerosos y no era posible averiguar quiénes de entre ellos habían tomado parte concretamente en el suceso, y en cambio Drobiazhkin estaba muerto y pocos beneficios eran los que podría alcanzar aunque ganara el juicio, siendo así que los mujiks estaban vivos, motivo por el cual para ellos era en extremo importante que se sentenciara a su favor. En consecuencia se falló: que la culpa de todo la había tenido el asesor Drobiazhkin de Vshivaia-Spes y de Zadirailovo, y que había fallecido de un ataque de apoplejía sufrido al regresar en su trineo.
Parecía que aquel suceso estaba ya resuelto a las mil maravillas, pero los funcionarios, se ignora por qué, dieron en creer que las almas muertas tenían algo que ver con el asunto. Para acabar de embrollar las cosas, como hecho adrede, cuando los señores funcionarios se hallaban en tan embarazosa situación, al gobernador le llegaron dos documentos al mismo tiempo. En uno de ellos se le comunicaba que, según informes, en la provincia se encontraba un falsificador de billetes de Banco que escondía su personalidad bajo varios supuestos nombres, rogando que se adoptaran las medidas oportunas y más enérgicas para su búsqueda y captura. El segundo documento era un oficio del gobernador de la vecina provincia en el que se daba parte de la fuga de un criminal y se suplicaba que procedieran a la detención inmediata de todos los sospechosos indocumentados que hallaran.
Ambos documentos causaron gran asombro, sumiendo a la ciudad en un mar de dudas. Las hipótesis y conclusiones anteriores cayeron todas por su base. Cierto es que nadie imaginaba que esto tuviera relación alguna con Chichikov. No obstante, puesto a pensar cada uno por su parte, recordaron que en realidad ignoraban quién era Chichikov, que éste se había expresado muy vagamente acerca de sí mismo; había dicho, sí, que le habían perseguido por defender a la justicia, pero todo esto resultaba muy vago, y al recordar que, según sus propias palabras, se había creado numerosos enemigos, que incluso llegaron a atentar contra su vida, pasaron más adelante en sus deducciones: quiere decirse que su vida se hallaba en peligro, que era perseguido y que había cometido algo… Sí, ¿quién era realmente Chichikov? En verdad que no era posible creer que se tratara de un falsificador de billetes, y menos todavía de un bandolero: ofrecía el aspecto de un hombre de buenas intenciones. Sin embargo, a pesar de todo, ¿quién era realmente?
Y los señores funcionarios se hicieron la pregunta que debían haberse hecho al principio, esto es, en el primer capítulo de nuestro poema. Resolvieron hacer unas cuantas preguntas a los que habían tomado parte en la cuestión de las almas muertas a fin de aclarar, por lo menos, qué adquisición era aquélla y qué debía entenderse por esas almas muertas; tal vez Chichikov hubiera contado, aunque fuese de pasada, cuáles eran sus verdaderas intenciones, y comunicado a alguien quién era él.
Ante todo acudieron a la Korobochka, pero fue muy poco lo que consiguieron poner en claro: le había pagado quince rublos, le compraba asimismo plumón y le había asegurado que compraría muchas otras cosas: adquiría tocino por cuenta de los establecimientos públicos, y sin duda se trataba de un granuja, ya que hubo uno que también adquiría plumón y tocino y estafó más de cien rublos a la esposa del arcipreste.
Lo restante no fue más que una repetición de lo dicho, y los funcionarios advirtieron que la Korobochka era, simplemente, una vieja necia. Manilov repuso que respondía de Pavel Ivanovich como de sí mismo y que entregaría todos sus bienes a cambio de poseer una centésima parte de sus virtudes; en resumen, que se explicó acerca de él en los términos más elogiosos, agregando algunos pensamientos sobre la amistad, expuestos mientras entornaban los ojos. Tales pensamientos explicaban satisfactoriamente los tiernos impulsos de su corazón, pero no sirvieron para aclarar a los funcionarios nada de lo que les interesaba.
Sobakevitch contestó que consideraba a Chichikov un hombre de bien, que los siervos los había vendido seleccionados, y que eran personas que vivían en todos los sentidos, aunque no podía responder de lo que les sucediera en el futuro; si fallecían durante el viaje, debido a las dificultades del traslado, no sería él el responsable, sino que todo dependía de la voluntad de Dios; las calenturas y otras enfermedades mortales son demasiado frecuentes, y es fácil encontrar ejemplos de que aldeas enteras han resultado víctimas de ellas.
Los señores funcionarios apelaron entonces a otro recurso, no precisamente muy noble, pero al que se recurre en algunas ocasiones, como es el preguntar directamente a través de la servidumbre. Así, pues, interrogaron a los criados de Chichikov acerca de la vida que había llevado hasta entonces y de las circunstancias referentes a su amo, pero tampoco averiguaron grandes cosas. De Petrushka sólo pudieron sacar en claro el olor a cuarto cerrado, y de Selifán, que había sido funcionario público y que había servido en Aduanas. Nada más.
Esta clase de gente tiene una costumbre muy peculiar. Cuando se le pregunta directamente algo, jamás lo recuerdan, se les va todo de la cabeza y lo único que hacen es responder que no lo saben, y en cambio cuando se les pregunta de algo distinto, se dan cuenta en seguida de lo que uno pretende saber y lo cuenta con más detalles de lo que es preciso.
Todas las investigaciones y averiguaciones de los funcionarios les condujeron a descubrir que no sabían nada a ciencia cierta de Chichikov y que, no obstante, forzosamente tenía que ser algo.
Finalmente acordaron hablar de esta cuestión y resolver, cuando menos, las medidas que debían adoptar con respecto a Chichikov: si se trataba de un hombre al que se tenía que detener y encarcelar por sospechoso, o si se trataba de un hombre que podía él mismo detenerles y encarcelarles a todos por sospechosos. A tal fin decidieron reunirse en la casa del jefe de policía, el padre y benefactor de la ciudad, al que nuestros lectores ya conocen.