¡Feliz el viajero que, tras un largo y monótono viaje, con sus fríos y barros, con los jefes de posta que jamás han dormido lo suficiente, y con el repiqueteo de las campanillas, con los arreglos, las discusiones, los cocheros, los herreros y demás personas de mal vivir, que se tropieza en el trayecto, distingue, por fin, el familiar techo con las luces que acuden a su encuentro, y se figura los conocidos aposentos, las jubilosas exclamaciones de los que vienen a recibirle, el estrépito y las carreras de los chiquillos, y las sedantes y reposadas charlas interrumpidas por las febriles caricias capaces de alejar de la memoria todo recuerdo penoso! ¡Feliz el padre de familia, pero infortunado el soltero!
¡Feliz el escritor que abandona los caracteres poco gratos y aburridos que asombran por la tristeza que infunden en el alma y se aproxima a caracteres en los que se manifiestan las elevadas cualidades del ser humano, que de la gran multitud de personajes que se le presentan a diario, se limita a escoger las contadas excepciones, que nunca traiciona la excelsa canción de su lira, no desciende de la cima en que se halla hasta sus hermanos mezquinos y míseros, y, alejado del suelo, se entrega en cuerpo y alma a sus sublimes imágenes!
Mucho más envidiable es su hermosa suerte: se encuentra entre ellas igual que en el seno de su propia familia y, no obstante, su fama se extiende hasta llegar a los más apartados confines. Su obra es un humo embriagador que cubre como un velo los ojos de los hombres; los adula hasta el máximo, disimula lo que en la vida hay de desagradable y les manifiesta lo que de hermoso hay en el hombre.
Los aplausos van tras él y todos siguen su carro triunfal. Es proclamado gran poeta del universo, que alza su vuelo muy por encima de los demás genios del mundo, de igual modo que el águila se remonta sobre cualquiera de las aves que a más altura suben. Su nombre basta para hacer palpitar a los fogosos corazones de la juventud, lágrimas de agradecimiento tiemblan en todos los ojos… Nadie se le puede comparar en poderío, ¡es un dios!
Otra suerte, otro destino espera al escritor que se atreve a sacar a la superficie todo cuanto a cada instante se nos presenta ante nuestros ojos y que, llenos de indiferencia no ven todo el horrible y espantoso cúmulo de pequeñeces que rodean nuestra vida, todo el abismo de los caracteres fríos y desgarrados que vemos diariamente, que tan abundantes son en esta tierra nuestra, nuestro camino en ocasiones aburrido y amargo, y que con la ruda fuerza del inexorable cincel los presenta vivamente, con todo relieve, a la contemplación de los humanos. No llevará tras sí los aplausos de la muchedumbre, no verá lágrimas de gratitud ni el unánime entusiasmo de las almas a las que haya logrado conmover. No se precipitará a su encuentro la jovencita de dieciséis años, movida por un impulso heroico. No se adormecerá en el plácido encanto de los sones que él mismo ha arrancado. No eludirá, por último, el juicio frío e hipócrita de sus contemporáneos, que llamarán mezquinas y ruines las obras que él creó con tanto cariño, le arrinconarán en el detestable zaguán destinado a los escritores que ofenden a la Humanidad, le atribuirán las cualidades que caracterizan a los personajes modelados por él mismo, y negarán el corazón, el alma y el fuego divino del talento.
Pues el tribunal de los contemporáneos se niega a admitir como igualmente prodigiosas las lentes que se utilizan para la contemplación de los soles y las que nos muestran los movimientos de apenas perceptibles insectos. Asimismo se niega a admitir que se necesita un alma muy elevada para transformar en una perla de la creación el cuadro tomado de la vida miserable. También se niega a admitir que la risa entusiasta y fuerte merece figurar a idéntica altura que el impulso lírico, y que media un tremendo abismo entre esa risa y las muecas del histrión de las barracas de feria. Igualmente se resiste a admitir todo esto; lo transformará todo en insultos y reproches para el escritor incomprendido. Sin nadie que sienta como él ni se haga eco de su voz, sin un solo ademán de simpatía, como el viajero que carece de familia, se encontrará solo en medio del camino. Ardua es su empresa y experimentará con amargura el peso de su soledad.
Un extraño poder determina que aún le queda por hacer un extenso recorrido del brazo de sus particulares héroes, que aún ha de contemplar la vida que cruza como una enorme masa, contemplarla a través de las risas, de las que el mundo se da cuenta, y a través de las lágrimas, a las que el mundo no advierte ni tiene noción de que existan. Se halla todavía lejos el tiempo en que la horrible tempestad de la inspiración mane de otras fuentes, salga de la mente, cubierta por un sagrado horror y un halo de luz, y se oiga, con confuso estremecimiento, el poderoso trueno de otras palabras…
¡Adelante, adelante! ¡Fuera la arruga que surca la frente y la huraña expresión del rostro! Introduzcámonos de una vez en la vida, con todo su mudo chisporroteo y sus cascabeles, y veamos qué se ha hecho de Chichikov.
Chichikov, habiéndose despertado, se desperezó y advirtió que había dormido bien. Durante un par de minutos permaneció boca arriba, hizo una mueca y con el rostro radiante se acordó de que era dueño y señor de casi cuatrocientas almas. Saltó de la cama y ni siquiera se preocupó de mirarse al espejo el rostro, que él amaba sinceramente y en el que, según parece, lo más atractivo para él era la barbilla, ya que con mucha frecuencia alardeaba de ella ante los amigos, especialmente cuando se estaba afeitando. «¡Fíjate —acostumbraba a decir mientras su mano se deslizaba por la cara— qué barbilla tengo! ¡Es totalmente redonda!».
Sin embargo en esta ocasión no se detuvo a mirarse la barbilla ni el rostro, sino que directamente, tal como estaba, se dispuso a calzarse las botas de tafilete con adornos de distintos colores, unas de esas botas que en tan enormes proporciones vende la ciudad de Torzhok gracias a la negligencia del espíritu ruso, y engalanado al igual que los escoceses, en camisa, echando al olvido la gravedad y la conveniencia de su mediana edad, dio dos saltos, dándose unos hábiles golpes por el talón.
En seguida puso manos a la obra. Se dirigió al cofrecillo, comenzó por frotarse las manos con idéntica satisfacción con que lo hace un incorruptible juez de los zemstvos[26], que cuando inicia una investigación se aproxima a la mesa para tomar una copa y un bocado, y a continuación extrajo de él los papeles. Quería concluir lo antes posible con el asunto sin más dilaciones, redactar él mismo la escritura y copiarla a fin de no tener que pagar nada a los oficinistas. La fórmula oficial se la sabía de memoria y escribió sin vacilar con mayúsculas: «Año mil ochocientos y tantos», y después, ahora con minúsculas: «El terrateniente Fulano de Tal», añadiendo todos los datos precisos.
Al cabo de dos horas lo tenía todo terminado. Cuando después echó una mirada a aquellos pliegos con los nombres que en otro tiempo habían sido campesinos, que trabajaron, labraron, bebieron, guiaron coches y engañaron a sus amos, o sencillamente fueron buenos campesinos, una indefinible y extraña sensación se apoderó de él. Cada uno de aquellos papeles parecía estar dotado de su propio carácter, y a través de él era como si cada campesino adquiriera igualmente un carácter particular. Los campesinos de la Korobotchka poseían la mayoría sus apodos y remoquetes. La relación de Plushkin destacaba por su laconismo: muchas veces constaban únicamente las iniciales del nombre y patronímico, y a continuación dos puntos, Sobakevitch sorprendía por la exorbitante cantidad de minuciosos detalles, entre los que no había olvidado indicar todas las cualidades de cada campesino. De uno se afirmaba: «Es un buen carpintero»; de otro: «Sabe mucho de su oficio y jamás bebe».
También señalaba, bastante circunstancialmente, quiénes eran los padres y la conducta de uno y otro. Sólo detrás de un tal Fedotov había escrito: «De padre desconocido; su madre es la criada Kapitolina, pero posee un buen carácter y no roba». Todos esos detalles conferían como un aspecto de vida, era como si los campesinos vivieran todavía la víspera. Chichikov permaneció largo rato mirando sus nombres, se sintió conmovido y exclamó suspirando:
—¡Cuántos os habéis juntado en estas listas! ¿Qué hicisteis cuando vivíais, queridos míos? ¿De qué manera os las componíais para salir adelante?
Y su mirada se detuvo ante un nombre, el de Piotr Saveliev Desprecia-Tina, conocido nuestro, y que en otros tiempos pertenecía a la terrateniente Korobotchka. Chichikov no pudo contenerse y dijo:
—¡Qué largo eres! ¡Tú sólo ocupas toda la línea! ¿A qué te dedicabas? ¿Eras operario, o, sencillamente un campesino? ¿Qué género de muerte te arrebató de este mundo? ¿Acabaste en la taberna, o te aplastó un carro mientras dormías en medio del camino? «Stepan Probka, carpintero, no bebe». ¡Ah! ¡Aquí aparece Stepan Probka, el bogatir que habría servido para la guardia! Sin duda caminaste por toda la provincia con tu hacha en la cintura y las botas colgando del hombro, te alimentabas con un kopec de pan y dos de pescado ahumado, habrías guardado en tu bolsa cien rublos para llevártelos a casa, y quizá habrías cosido en tu pantalón de lienzo o metido en las botas el dinero que destinabas a pagar las cargas que debías. ¿En qué lugar llegaste al final de tus días? Te subiste, impulsado por las ansias de ganar más, hasta la cúpula de cualquier iglesia, o quizá llegaste a la misma cruz, resbalaste y caíste contra el suelo, y sólo algún tío Michai, que se hallaba por los alrededores, dijo, mientras te contemplaba y se rascaba el bigote: «¡Ay, Vania, qué mala suerte has tenido!», y después, habiéndose anudado una cuerda a la cintura, subió a ocupar tu puesto.
—«Maxim Teliatnikov, zapatero». ¡Vaya, zapatero! Según la expresión popular, «borracho como un zapatero». Te conozco, amigo, sé muy bien quién eres. Si lo deseas, estoy dispuesto a contarte tu historia. Te enseñó el oficio un alemán que os daba de comer a todos reunidos, os sacudía con el tirapié[27] siempre que cometíais una mala acción y no permitía que salierais a la calle a hacer travesuras. Eras un magnífico zapatero y el alemán nunca dejaba de ensalzarte al hablar con su esposa o con algún compañero. Y una vez tu aprendizaje llegó a su fin, te dijiste: «Ahora voy a establecerme por mi cuenta. Sin embargo, no haré como el alemán, que sólo busca el kopec, sino que pienso enriquecerme de una vez». Te comprometiste con tu señor a pagarle un censo anual bastante elevado, abriste tu pequeño taller, tomaste una infinidad de encargos y diste principio a tu trabajo. Lograste adquirir a la tercera parte del precio normal un cuero estropeado y por cada par ganabas más del doble de lo que ganaba el alemán. Pero dos semanas más tarde tus botas estaban ya rotas y las reclamaciones que recibiste fueron extremadamente enérgicas. Tu taller quedó vacío y comenzaste a beber y a revolcarte por las calles, sin dejar de decir: «Las cosas de este mundo no van nada bien. Los rusos no pueden vivir, los alemanes les están estorbando siempre».
Al llegar a este punto Chichikov leyó: «Elisaveta Vorobei». ¡Vaya! ¡Una mujer! ¿Cómo era que se encontraba en la relación? El canalla de Sobakevitch le había engañado hasta en eso. Realmente, se trataba de una mujer. Era poco menos que imposible decir cómo había ido a parar a la relación, pero su nombre había sido escrito con tanta habilidad, que de lejos se podía pensar que se trataba de un hombre, de tal modo resultaba Elisavet en lugar de Elisaveta. No obstante, Chichikov no le dio gran importancia y lo único que hizo fue tacharlo.
—«Grigori Irás no Llegarás». ¿Cómo deberías ser tú? ¿Eras un cochero que logró poseer tres caballos y un cochecillo, que te marchaste para siempre de tu casa, la madriguera en que viste la luz, y te dedicaste a trasladar a los comerciantes de una feria a otra? Perdiste la vida en un camino, o fuiste muerto por tus mismos compañeros a causa de la mujer de un soldado, rechoncha y colorada, o un vagabundo de los bosques se prendó de tus manoplas de cuero y de tus caballejos, resistentes aunque presentaran un aspecto nada atrayente. O tal vez tú mismo, medio recostado, permaneciste reflexionando durante largo rato y a continuación, sin más ni más, te dirigiste a la taberna, arrojándote después al río por un boquete abierto en el hielo, y si te he visto no me acuerdo. ¡Esos rusos! ¡Les molesta morir de muerte natural!
—¿Y vosotros, queridos? —continuó mirando de nuevo el papel en que constaban los siervos fugitivos de Plushkin—. Vosotros, a pesar de que estéis vivos, pocos beneficios podréis reportarme. ¿Hacia dónde os conducen ahora vuestros veloces pies? ¿Os encontrabais mal con Plushkin, o es quizá que vuestro espíritu aventurero os llevó a los bosques, dónde os dedicáis a desvalijar a todo el que pasa por allí? ¿Os halláis en la prisión o bien estáis sirviendo a otros señores y labráis la tierra? Eriomin Kariaguin, Nikita Volokita, y el hijo de este último, Anton Volokita; a juzgar por sus apellidos, éstos tres eran buenos corredores. Popov, un sirviente, tiene que saber de letras; éste no se valía del cuchillo, sino que robaba guardando siempre las apariencias.
Sin embargo el capitán de la policía rural te detiene por ir indocumentado. «¿A quién perteneces?», te pregunta agregando en tan propicia ocasión varias palabras gruesas. «Al terrateniente Fulano de Tal», contestas tú sin vacilar. «¿Y qué haces por aquí?», vuelve a preguntar el capitán. «Se me ha permitido trabajar fuera de la hacienda a cambio de un canon», respondes tú, decidido. «Bueno, enséñame tu pasaporte». «Yo no lo tengo, sino mi amo; trabajo en el taller de Pimenov». «Pues que venga Pimenov. ¿Eres tú Pimenov?». «Sí, soy yo». «¿Te dio su pasaporte?». «No, no me dio ningún pasaporte». «¿Por qué no dices la verdad?», replica el capitán, añadiendo una palabra gruesa. «Así es —contestas tú hábilmente—, no se lo pude dar a él porque llegó muy tarde a casa; se lo entregué a Antip Prochorov, el campanero, para que me lo guardara». «Bien, que venga el campanero. ¿Te entregó su pasaporte?». «¡Qué va, no me entregó nada!». «¡De nuevo estás mintiendo! —replica el capitán con el aditamento de una palabra gruesa—. ¿Qué has hecho de tu pasaporte?». «Lo tenía —respondes tú de pronto—, pero seguramente lo perdí por el camino». «El capote del soldado —continúa el capitán intercalando algunas palabras gruesas—, ¿por qué lo robaste? ¿Y por qué robaste al cura un cofre repleto de monedas de cobre?». «Yo no hice tal —objetas tú en seguida—. Jamás he tomado parte en ningún robo». «Entonces, ¿cómo es que tenías tú el capote?». «Lo ignoro; sin duda lo traería alguien». «¡Eres un pedazo de animal, un pedazo de animal! —exclama el capitán moviendo la cabeza y poniéndose en jarras—. ¡Eh, vosotros, ponedle grillos en los pies y conducidlo a la cárcel!». «Como usted ordene, encantado», contestas tú. Sacas la tabaquera de tu bolsillo y la ofreces amablemente a los dos inválidos que te ponen los grillos, y a continuación les preguntas cuánto tiempo hace que están licenciados y en qué guerra estuvieron. Y te quedas en prisión mientras el tribunal decide acerca de tu causa. Por último, el tribunal toma la resolución de que se te traslade de la cárcel de Tsarevokokshaisk a la de tal ciudad, donde el nuevo tribunal acuerda que seas trasladado otra vez a cualquier Vesiegonsk. Y de este modo vas de una cárcel a otra, pasas revista a tu nuevo hogar y dices: «En Vesiegonsk se está mejor, incluso se puede jugar a la taba, hay más gente y también más sitio». ¡Abakum Firkov! ¿A qué te dedicas tú, amigo? ¿Por qué parajes andas? ¿Llegaste hasta el Volga y te agradó la vida libre de los sirgadores[28]?…
Cuando llegó a este punto, Chichikov se detuvo y permaneció pensativo. ¿En qué pensaba? ¿Meditaría en la suerte de Abakum Firkov o en la suya propia, igual que cualquier ruso, sea cual fuere su edad, condición y medios de vida, cuando reflexiona en la vida libre y sin trabas? Así es, ¿dónde se halla Firkov? Se divierte con estrepitoso alborozo en cualquier embarcadero de trigo, donde le han contratado los comerciantes. Luciendo cintas y flores en los sombreros, la multitud de sirgadores se divierte, despidiéndose de sus queridas y mujeres, altas y esbeltas, adornadas con cintas y collares de monedas. De lado a lado bulle la plaza entre cantos y bailes.
Mientras tanto los cargadores, entre la batahola de gritos, discusiones y voces de estímulo, cargan sobre sus espaldas con ayuda de un gancho hasta nueve puds y vuelcan ruidosamente el trigo y los guisantes en el interior de las panzudas barcazas, depositan los sacos de mijo y de avena, y a lo lejos se advierten a lo largo y ancho de la plaza los sacos amontonados en forma de pirámides, como si se tratara de bombas, constituyendo un gran arsenal de cereales, hasta que todo esto es transportado a las hondas embarcaciones que, en interminable flota, se pondrán en marcha en cuanto llegue el deshielo de primavera. ¡Entonces os tocará el turno a vosotros para trabajar, sirgadores! Todos a una, igual que antes os divertíais y os dedicabais a vuestras locuras, os llegará la hora de trabajar y sudar, y mientras tiráis de la sirga entonaréis un canto tan interminable como la propia Rusia.
—¡Cómo, son ya las doce! —exclamó por último Chichikov al mirar su reloj—. Me he entretenido demasiado. ¡Si cuando menos hubiera hecho alguna cosa práctica! Pero lo único que he hecho ha sido pensar tonterías. ¡En verdad que soy un estúpido!
Y tras estas palabras, pasó de la indumentaria escocesa a la europea, se ciñó muy apretado con su cinturón el vientre, algo voluminoso, se echó unas cuantas gotas de agua de colonia, cogió una gorra de abrigo y, llevando los papeles bajo el brazo, se dirigió a la Cámara Civil, con el fin de formalizar su adquisición. Las prisas no eran resultado del temor de llegar tarde; eso no le producía temor alguno, ya que conocía al presidente, y éste podía acortar y alargar, a su gusto, las horas de oficina, de igual modo que el antiguo Zeus de Romero, que alargaba los días o enviaba en seguida la noche cuando quería que concluyera la batalla de sus héroes favoritos, o deseaba que la alargaran hasta el final. Se debía a que él mismo sentía deseos de poner fin al asunto lo antes posible. Hasta ese momento estaría inquieto y violento.
No obstante esto, no podía dejar de pensar que las almas no eran totalmente auténticas y que en casos como éste la mejor solución era librarse cuanto antes del fardo. Acababa de salir a la calle, meditando acerca de todo esto, mientras llevaba sobre sus hombros una piel de oso forrada con paño marrón, cuando al girar una esquina se encontró frente a frente con un señor que llevaba asimismo una piel idéntica a la suya en todo, y un gorro provisto de orejeras. El señor lanzó una exclamación: era Manilov. En seguida se estrecharon en un abrazo y en esta postura permanecieron por espacio de unos cinco minutos. Se dieron mutuamente unos besos tan fuertes, que los dos sufrieron casi todo el día de dolor de dientes.
A Manilov el júbilo le dejó en el rostro sólo la nariz y los labios, puesto que sus ojos habían desaparecido por completo. Durante más o menos un cuarto de hora retuvo entre las suyas la mano de Chichikov, calentándosela considerablemente. Empleando los términos más finos y gratos contó cómo se había precipitado a dar un abrazo a Pavel Ivanovich, y al final añadió un cumplido de los que solamente se dirigen a la jovencita con quien se dispone uno a bailar. Chichikov se quedó boquiabierto, y no sabía cómo agradecérselo, cuando Manilov sacó de debajo de su abrigo un pliego enrollado y atado con una cinta de color rosa, que dio a Chichikov muy diestramente con sólo dos dedos.
—¿Qué es eso?
—Es la relación de los campesinos.
—¡Ah!
Chichikov procedió a desenrollar el papel y le dirigió una ojeada, admirándose de la pulcritud con que estaba escrito y de la belleza de la letra.
—Está escrito de un modo irreprochable —dijo—. Ni siquiera será preciso copiarlo. ¡Y por añadidura lleva un adorno! ¿Quién ha hecho esta magnífica orla?
—No me lo pregunte —objetó Manilov.
—¿La ha hecho usted?
—No, mi esposa.
—¡Santo Dios! Realmente me siento abochornado por haberle ocasionado tantas molestias.
—No hay molestias cuando se trata de Pavel Ivanovich.
Chichikov, agradecido, hizo una reverencia. Cuando se enteró de que se encaminaba hacia la Cámara con objeto de legalizar la escritura, Manilov manifestó deseos de ir con él. Los dos amigos continuaron juntos, cogidos del brazo. En cualquier desnivel del terreno, incluso en las más leves subidas y bajadas, Manilov sujetaba a su compañero y lo levantaba casi en vilo, diciéndole con una amistosa sonrisa que en modo alguno podía consentir que Pavel Ivanovich se lastimara los pies. Chichikov se sentía avergonzado y no sabía cómo darle las gracias, ya que advertía que era un tanto pesado. De esta manera, en un incesante intercambio de favores, llegaron finalmente a la plaza en la que se hallaban las oficinas públicas.
Éstas ocupaban un gran edificio de mampostería que constaba de tres plantas, blanco como el azúcar, sin duda para simbolizar la pureza de las almas de los funcionarios que en él se cobijaban. Los demás edificios no guardaban relación alguna con las desmesuradas proporciones del primero. Eran la garita del centinela, frente a la cual se encontraba un soldado armado de fusil, dos o tres paradas de coches de punto y, por último, unas vallas muy largas pintarrajeadas con los dibujos e inscripciones propios de estos lugares, trazados con tiza y carbón. En aquel solitario paraje, que era lo que en nuestro país se suele conocer con el nombre de hermosa plaza, no se veía nada más.
En algunas ocasiones, por las ventanas de la planta segunda y también de la tercera, aparecían las insobornables cabezas de los sacerdotes de Temis[29], que se escondían inmediatamente, de seguro porque en aquel instante llegaba el jefe. Los dos amigos no subieron la escalera como es habitual, sino que lo hicieron corriendo, pues Chichikov, ansioso por huir del apoyo de la mano de Manilov, aceleraba el paso, al mismo tiempo que Manilov, a su vez, volaba, intentando impedir que Chichikov se cansara, motivo por el cual ambos se hallaban extraordinariamente sofocados al introducirse en el lóbrego pasillo. Ni éste ni las estancias llamaban la atención por su aseo. En aquellos tiempos no había aún quien se ocupara de eso, y lo que estaba sin barrer, sucio se quedaba, sin adquirir un aspecto atrayente. Temis recibía sus visitas sin cumplidos, tal como estaba, de trapillo.
Tendríamos que describir aquí las oficinas por las que pasaron nuestros héroes, pero el autor experimenta una terrible timidez cuando se trata de oficinas públicas. Incluso en las ocasiones en que se le presentó la oportunidad de acudir a alguna de noble y radiante apariencia, con resplandecientes suelos y muebles, siempre trató de evadirse cuanto antes, sin alzar la mirada, mansamente, y de ahí que no tenga la más mínima noción acerca de cómo florecen y prosperan esos lugares.
Nuestros héroes pudieron ver numerosos papeles, unos en borrador y otros pasados a limpio, cabezas inclinadas, anchas nucas, fraques, levitas de corte provinciano e incluso alguna simple chaquetilla de color gris claro que destacaba mucho de lo demás. Su dueño, con la cabeza ladeada y casi pegada al muro, copiaba hábilmente algún acta de expropiación de tierras o de embargo de una hacienda que hubiere sido arrebatada a algún pacífico propietario, el cual continuaba aguardando el fin de sus días en ella donde había tenido hijos y nietos. Asimismo se escuchaban frases pronunciadas con voz ronca: «Fedoseis Fedoseievich, hágame el favor de entregarme el expediente número 368». «Tiene usted la mala costumbre de poner el corcho del tintero en un sitio donde nadie consigue encontrarlo».
Algunas veces, una voz más majestuosa, que seguramente pertenecía a uno de los jefes, resonaba altanera: «Toma, copia esto, o me llevaré tus botas y te dejaré seis días en ayunas».
El rasgueo de la pluma originaba igual ruido que el de diversos carros repletos de ramas que cruzaran un bosque cubierto de un palmo de hojas secas.
Chichikov y Manilov se dirigieron hacia la primera mesa, ocupada por dos funcionarios de poca edad, y les preguntaron:
—¿Tendrían ustedes la bondad de indicarnos cuál es la mesa en que se encargan de los asuntos referentes a los siervos?
—¿Y qué es lo que quieren ustedes? —preguntaron ambos funcionarios volviéndose hacia ellos.
—Tengo que presentar una solicitud.
—¿Qué ha comprado?
—Lo que yo deseo saber es dónde se encargan de los asuntos de los siervos. ¿Es aquí, o en otra mesa?
—Primero dígame qué ha adquirido y a qué precio, y entonces le indicaremos cuál es. De lo contrario no se lo podemos decir.
Chichikov advirtió en seguida que los funcionarios eran simplemente curiosos, como todo funcionario joven, y pretendían darse importancia.
—Oigan, amigos —replicó—, sé perfectamente que todos los asuntos de los siervos, cualquiera que sea el importe de la operación, se tramitan en el mismo lugar. Por eso les pido que me digan dónde es. Si no están ustedes enterados de la organización de su oficina, iremos a otro.
Los dos funcionarios no contestaron, y sólo uno de ellos señaló con el dedo a un rincón, donde se hallaba un viejo sentado ante su mesa y ordenando sus papeles. Chichikov y Manilov cruzaron por entre las mesas y se aproximaron a él. El viejo permanecía muy abismado en lo suyo.
—Permítame —le dijo Chichikov haciendo una inclinación—, ¿es aquí dónde se tramitan los expedientes de siervos?
El viejo levantó los ojos y repuso con toda calma:
—No es aquí donde se tramitan esa clase de expedientes.
—¿Y dónde entonces?
—En la sección de siervos.
—¿Y dónde está la sección de siervos?
—Es la que dirige Iván Antonovich.
—¿Y dónde está Iván Antonovich?
El viejo les indicó, señalando con el dedo, otro rincón de la oficina.
Chichikov y Manilov procedieron a buscar a Iván Antonovich. Éste les había dirigido ya una mirada de reojo, pero en aquel preciso instante se abstrajo totalmente en lo que estaba escribiendo.
—Permítame —le dijo Chichikov haciendo una inclinación—, ¿es aquí la sección de siervos?
Iván Antonovich pareció no haber oído; continuó abstraído totalmente en sus papeles y guardó silencio como respuesta. Al momento se advertía que había sentado ya la cabeza, no se trataba de un jovencito parlanchín y botarate. Iván Antonovich parecía haber rebasado con mucho los cuarenta; tenía los cabellos negros y en abundancia; todo el centro de su rostro avanzaba para formar la nariz; era, en resumen, lo que se acostumbra a conocer con el nombre de «cara de jarro».
—Permítame —dijo de nuevo Chichikov—, ¿es aquí la sección de siervos?
—Sí, es aquí —repuso Iván Antonovich volviendo su cara de jarro, y después prosiguió en su ocupación.
—He venido por el siguiente asunto: he comprado cierto número de campesinos a diversos propietarios y pienso llevarlos a otras haciendas, por lo que es necesario legalizar la escritura.
—¿Se encuentran presentes los vendedores?
—Sólo algunos; de los restantes traigo la correspondiente autorización.
—¿Trae también la instancia?
—Sí. Yo querría… Tengo prisa… ¿Se podría ultimar hoy mismo el asunto?
—¿Hoy? Eso no es posible —contestó Iván Antonovich—. Se tienen que pedir informes, comprobar que no hay nada que lo impida.
—Sin embargo, en cuanto a acelerar el asunto, el presidente, Iván Grigorievitch, es muy buen amigo mío…
—Iván Grigorievitch no está solo. Hay otros también —replicó Iván Antonovich con expresión severa.
Chichikov comprendió la indirecta de Iván Antonovich y dijo:
—Los demás también quedarán contentos. Fui funcionario y conozco…
—Diríjase a ver a Iván Grigorievitch —dijo Iván Antonovich suavizando la voz, que se hizo más cariñosa—. Que él dé la orden a quien corresponda, que la cosa no ha de quedar por nosotros.
Chichikov sacó un billete de su bolsillo y lo colocó ante Iván Antonovich quien, como quien no ve la operación, puso con toda rapidez un libro sobre él. Chichikov quería que se diera cuenta de la presencia del billete, pero Iván Antonovich le indicó mediante un movimiento de cabeza que no era preciso.
—Él les conducirá —dijo Iván Antonovich al mismo tiempo que señalaba con la cabeza a uno de los sacerdotes victimarios que se hallaba allí, el cual ofrecía sus sacrificios a Temis con tanto celo que las dos mangas de su traje le habían reventado por los codos, y por esa parte le salía el forro, razón por la cual a su debido tiempo fue ascendido a registrador colegiado.
Dicho sacerdote se puso al servicio de nuestros héroes, de igual modo que en otros tiempos sirvió Virgilio a Dante, y los condujo al despacho del presidente, donde casi no había más que anchos butacones, y en el que, sentado ante la mesa, detrás del zertsalo[30] y de los enormes tomos, se encontraba, solo como el sol, el jefe. En este lugar, el nuevo Virgilio experimentó tal sentimiento de veneración, que, sin osar avanzar más adelante, dio media vuelta, enseñando su espalda, raída como una harpillera, en la que se había enganchado una pluma de gallina.
Cuando penetraron en el despacho se dieron cuenta de que el presidente no estaba solo. A su lado se hallaba Sobakevitch, a quien el zertsalo tapaba totalmente. Chichikov y Manilov fueron acogidos con exclamaciones. La butaca presidencial se movió estrepitosamente. Sobakevitch se levantó también y se hizo visible en toda su plenitud, con sus largas mangas. El presidente dio un abrazo a Chichikov y el despacho quedó invadido por el rumor de los besos. Los dos se interesaron por su respectiva salud y resultó que ambos padecían dolor de riñones, circunstancia que se atribuyó a su vida sedentaria.
El presidente estaba ya enterado de la adquisición por medio de Sobakevitch, a juzgar por las felicitaciones que Chichikov recibió; esto, en los primeros momentos, produjo algún desconcierto a nuestro amigo, sobre todo al ver que Sobakevitch y Manilov, con quienes había ultimado el asunto separadamente, se encontraban ahora juntos. No obstante dio las gracias al presidente, y dirigiéndose a continuación a Sobakevitch le preguntó:
—¿Y qué tal va su salud?
—No puedo quejarme, gracias a Dios —repuso Sobakevitch.
Y así era, no tenía motivo alguno de queja.
—Usted siempre ha destacado por su excelente salud —dijo el presidente—. Su difunto padre había sido también muy fuerte.
—Sí, iba a menudo a la caza del oso —comentó Sobakevitch.
—Pienso —añadió el presidente— que usted tumbaría asimismo un oso si quisiera enfrentarse con él.
—No, no lo conseguiría —objetó Sobakevitch—; mi padre era más fuerte que yo —y continuó después de lanzar un suspiro—: Las gentes de ahora no son como las de entonces. Fíjense, por ejemplo, en mi vida. ¿Qué vida es ésa? Se diría que…
—¿Pero qué tiene de malo su vida? —inquirió el presidente.
—No es buena, no es buena —repuso Sobakevitch moviendo la cabeza—. Véalo usted mismo, Iván Grigorievitch: me acerco ya a los cincuenta y jamás he estado enfermo. Si por lo menos me hubiera dolido la garganta o salido un divieso… No, no es posible que esto acabe bien, algún día tendré que pagarlo —y Sobakevitch quedó sumido en un ataque de melancolía.
«¡Ha hallado un buen motivo para quejarse!», se dijeron a la vez para sus adentros el presidente y Chichikov.
—Traigo una esquela para usted —dijo entonces Chichikov, quien sacó de su bolsillo la carta de Plushkin.
—¿De quién es? —preguntó el presidente, y cuando la hubo abierto exclamó—: ¡Ah, es de Plushkin! ¡Qué vida ésta! Era un hombre en extremo inteligente y muy rico. En cambio ahora…
—Es un perro —interrumpió Sobakevitch—, un granuja, mata a sus gentes de hambre.
—Muy bien, pues sólo faltaría —dijo el presidente después de haber leído la esquela—. No tengo inconveniente alguno en representarlo. ¿Cuándo quiere usted que firmemos la escritura, ahora o en otra ocasión?
—Ahora —repuso Chichikov—. Incluso le pediré que si fuera posible se firmara hoy, ya que tengo intención de marcharme mañana. He traído los contratos y la solicitud.
—Todo eso está muy bien, se hará como usted quiera, pero no permitiremos que se marche tan pronto. Las escrituras estarán listas hoy mismo y hoy podremos firmarlas. Voy a dar la orden —dijo abriendo la puerta que comunicaba con la oficina, la cual rebosaba de funcionarios que presentaban el aspecto de afanosas abejas repartidas en los panales, suponiendo que a los panales se les pueda comparar con los expedientes oficinescos—. ¿Está aquí Iván Antonovich?
—Sí, señor —respondió una voz desde el interior.
—Dígale que venga.
Iván Antonovich, cara de jarro, conocido ya por nuestros lectores, se presentó en la puerta del despacho e hizo una respetuosa inclinación.
—Tome usted, Iván Antonovich, todos esos contratos…
—Acuérdese, Iván Grigorievitch —le interrumpió Sobakevitch—, de que se necesitarán como mínimo dos testigos por cada parte. Ordene ahora mismo que vayan en busca del fiscal. Jamás tiene quehacer, sin duda estará en su casa. Todo se lo hace el pasante Zolotuja, que es la persona más venal que hay en el mundo.
Al inspector de Sanidad tampoco le agobia el trabajo; lo hallarán en su casa, si es que no ha acudido a cualquier parte a jugar a las cartas. Son muchos los que están por aquí cerca que nunca hacen nada: Trujachevski, Begushkin…
—Precisamente, precisamente —exclamó Iván Grigorievitch, y ordenó a un oficinista que fuera en su busca.
—También le pediría que hiciera venir al representante de un terrateniente con el que realicé asimismo una operación. Es el hijo del archipreste padre Kiril. Está empleado aquí mismo.
—¡Por supuesto! También lo haremos llamar —repuso el presidente—. Todo se hará, pero a los funcionarios no les dé nada, se lo suplico. Mis amigos no tienen que pagar.
A continuación dio a Iván Antonovich una orden que, al parecer, a éste no le satisfizo mucho. Los contratos habían influido, por lo visto, de una manera muy favorable sobre Iván Grigorievitch, especialmente cuando comprobó que el importe total de las adquisiciones ascendía casi a los cien mil rublos. Miró a Chichikov durante largo rato, como el hombre que siente una gran satisfacción, y por último dijo:
—¡Vaya, vaya! Ha hecho usted una buena compra, Pavel Ivanovich.
—Sí, ha sido una buena compra —repitió Chichikov.
—Es un buen negocio, un magnífico negocio.
—Sí, yo mismo me doy cuenta de que no podía haber hecho nada mejor. Dígase lo que se diga, el destino del hombre no queda definido hasta que se asienta firmemente en sólidas bases, y no en las quimeras del libre pensamiento que caracterizan a la juventud.
Muy oportunamente, aprovechó la ocasión para hacer una crítica del liberalismo, propio de los jóvenes. Sin embargo, cosa notable, era fácil advertir en sus palabras una cierta vacilación, como si él mismo se estuviera diciendo: «¡Mientes, hermano! ¡Pero qué manera de mentir!». Ni siquiera osaba mirar a Sobakevitch y a Manilov, temiendo leer algo en sus rostros. No obstante, sus temores eran vanos.
La cara de Sobakevitch ni tan sólo se inmutó, y Manilov, como hechizado por las palabras de Chichikov, asentía lleno de satisfacción como el amante de la música cuando la intérprete sobrepasa al mismo violín y emite un agudo como la garganta de ningún pájaro podría lanzar.
—¿Por qué no le explica a Iván Grigorievitch —intervino Sobakevitch— qué es lo que ha adquirido? Y usted, Iván Grigorievitch, ¿por qué no le pregunta qué ha comprado? ¡Qué gente! Realmente de oro. Le he vendido mi carruajero Mijeiev.
—¡Qué dice usted! ¿Ha vendido a Mijeiev? —inquirió el presidente—. Conozco a Mijeiev, es un excelente oficial. En cierta ocasión arregló mi tílburi[31]. Pero permítame, ¿cómo puede ser eso? ¿No me dijo usted que había muerto?
—¿Quién? ¿Mijeiev? —contestó Sobakevitch impasible—. Fue un hermano suyo el que murió, pero él sigue vivito y coleando. Aún está más fuerte que entonces. Hace escasos días concluyó un coche como no lo construirán ni en Moscú. Bien miradas las cosas, tendría que trabajar solamente para el zar.
—Sí, Mijeiev es un excelente oficial —dijo el presidente—. Y estoy sorprendido de cómo se ha desprendido de él.
—Si Mijeiev fuera el único… También he vendido a Stepan Probka, mi carpintero, a Milushkin, el estufero, a Maxim Teliatnikov, mi zapatero… ¡A todos los he vendido!
Y al preguntarle el presidente por qué razón los había vendido, teniendo en cuenta que en la finca hacen falta buenos oficiales, repuso con gesto de despreocupación:
—Simplemente, porque me entró la vena. Se me ocurrió venderlos, y así lo hice —y moviendo la cabeza como si estuviera arrepentido de ello, añadió—: A pesar de que mis cabellos ya son grises, aún no he sentado la cabeza.
—Y permítame, Pavel Ivanovich —dijo el presidente—, ¿a qué se debe que adquiera campesinos sin tierra? ¿Acaso piensa llevárselos?
—Sí, me los llevaré fuera.
—¡Ah! Eso es otra cosa. ¿A qué parte?
—¿A qué parte…? A la provincia de Jersón.
—Ya. Es una magnífica tierra —observó el presidente, y acto seguido ensalzó mucho la hierba que crece en aquel lugar—. ¿Y dispone de bastante tierra?
—Sí, toda la necesaria para los campesinos que he adquirido.
—¿Hay allí río o estanque?
—Río. Pero también hay un estanque.
Al pronunciar estas palabras Chichikov miró de casualidad a Sobakevitch, y aunque éste continuaba sin inmutarse, creyó leer en su rostro: «Mientes. No hay estanque, ni río, ni aun tierra».
Mientras continuaban charlando, uno tras otro comenzaron a llegar los testigos: el fiscal del guiño de ojos al que los lectores ya conocen, el inspector de Sanidad, Trujachevski, Begushkin y demás, que, según la expresión de Sobakevitch, eran unos holgazanes con todas las de la ley.
La mayoría de ellos no conocían lo más mínimo a Chichikov; para cubrir el número que se precisaba fueron requeridos diversos funcionarios de la Cámara. Mandaron venir también no sólo al hijo del arcipreste padre Kiril, sino al arcipreste en persona. Todos y cada uno de los testigos hicieron constar sus cargos y dignidades, y después estamparon su firma unos con la letra inclinada hacia la izquierda, otros torcida, y los últimos, sencillamente, con las letras patas arriba, con unos caracteres que son totalmente ajenos al alfabeto ruso.
Nuestro conocido Iván Antonovich lo dispuso todo con suma habilidad: los contratos se inscribieron en el registro, se llevó a cabo todo lo que era preciso hacer, se cobró el medio por ciento en concepto de derechos para la publicación en Vedomosti[32] y, en suma, lo que desembolsó Chichikov fue verdaderamente una miseria. El presidente hasta ordenó que sólo le cobraran la mitad de los derechos reales; la otra mitad, se ignora cómo, fue a engrosar la minuta de otro comprador.
—Bien —dijo el presidente una vez lo hubieron terminado todo—, ahora ya sólo queda remojar la adquisición.
—Yo estoy dispuesto cuando a ustedes les parezca —dijo entonces Chichikov—. Indiquen la hora que quieran. Por mi parte significaría una falta imperdonable si para tan agradable compañía no hiciera abrir unas cuantas botellas de champaña.
—No, no he querido decir eso: el champaña es cosa nuestra —replicó el presidente—. Tenemos la obligación de hacerlo, es un deber. Usted se encuentra en esta ciudad de visita, y por lo tanto es a nosotros a quienes corresponde obsequiarle. ¿Saben ustedes, señores? Lo que podríamos hacer es llegarnos, tal como estamos, a la casa del jefe de policía. Es una persona que hace milagros. Con sólo guiñar el ojo al pasar por los puestos de pescado y por una taberna, nos organizará un espléndido aperitivo. Y aprovecharemos la ocasión para jugar una partida de whist.
Nadie era capaz de rechazar tal sugerencia. La sola mención de los puestos de pescado bastó para despertar el apetito a los presentes. En seguida cogieron sus gorras y gorros y dieron por concluido el acto.
Cuando cruzó las oficinas, Iván Antonovich hizo una cortés reverencia y murmuró al oído de Chichikov:
—Ha adquirido siervos por valor de cien mil rublos y solamente me han dado veinticinco rublos.
—Pero debe tener en cuenta qué clase de siervos son —repuso Chichikov en el mismo tono—. Es una gente que no sirve para nada. No valen ni siquiera la mitad.
Iván Antonovich advirtió en el acto que el comprador era un hombre de carácter y que no podría sacar de él nada más.
—¿Cuánto pagó usted a Plushkin por sus siervos? —le dijo en voz baja Sobakevitch.
—¿Y por qué incluyó usted en la relación a Vorobia? —preguntó por su parte Chichikov.
—¿De qué Vorobia habla? —exclamó Sobakevitch como sorprendido.
—De la mujer, de Elisaveta Vorobia, que usted escribió Vorobei como si se tratara de un hombre.
—Yo no metí en la lista a ninguna Vorobia —replicó Sobakevitch, quien se alejó dirigiéndose hacia el grupo.
Finalmente llegaron en tropel a la casa del jefe de policía. Éste, en efecto, obraba milagros. En cuanto se hizo dueño de la situación llamó a un guardia, un mozo vivaracho que calzaba altas botas charoladas, y le susurró sólo dos palabras al oído, agregando después:
—¿Comprendes?
Acto seguido, mientras los invitados daban principio en otra estancia a la partida de whist, sobre la mesa fueron apareciendo platos de salmón, de esturión, de caviar fresco y caviar prensado, arenques, queso, lenguas de buey ahumadas y lomo de esturión también ahumado, en fin, de todo lo que había en el mercado. A continuación fueron apareciendo los complementos que ofrecía el dueño de la casa: una empanadilla rellena con las barbas de un esturión de más de nueve puds, otra rellena con setas, pastelillos y pastas.
En cierto modo el jefe de policía era el padre y benefactor de la ciudad.
Entre sus habitantes se hallaba como en el seno de su propia familia y en el mercado y en todas las tiendas entraba como en su propia despensa. Generalmente se mantenía en su puesto, y en el ejercicio de sus funciones podía decirse que había alcanzado la perfección. Incluso no resultaría nada fácil decir si él había sido creado para su puesto o el puesto había sido creado para él.
Los negocios los manejaba con suma destreza, hasta el punto de que sus ingresos duplicaban sobradamente los de sus predecesores en el cargo, no obstante lo cual se había granjeado el aprecio y estimación de toda la ciudad. Los mercaderes eran los primeros en sentir cariño hacia él, pues no era nada orgulloso. En efecto, accedía a ser el padrino de sus hijos, fraternizaba con ellos y, a pesar de que en ocasiones los despellejaba a conciencia, lo hacía con extremada habilidad: les daba palmaditas en la espalda, se reía, les ofrecía té, prometía ir con ellos a jugar una partida de damas, se mostraba interesado por la marcha de sus negocios, etcétera. Si llegaba a saber que uno de sus hijos se había puesto enfermo, aconsejaba qué clase de medicina le convenía tomar. En resumen, era un tipo excepcional.
Al pasar en su tílburi para mantener el orden, siempre hallaba ocasión de dirigir unas palabras afectuosas a uno y a otro.
—¡Hola Mijeich! Hemos de acabar esa partida.
—Sí, Alexei Ivanovich —contestaba Mijeich mientras se quitaba el gorro—, tenemos que acabarla.
—Tú, Ilia Paramonich, llégate a ver el potro; apostaremos a ver cuál de los dos corre más, si el tuyo o el mío.
El comerciante, a quien los caballos le volvían loco, sonreía con aire de satisfacción y, frotándose la barba, respondía:
—Lo intentaremos, Alexei Ivanovich.
Incluso los mismos dependientes, que solían escuchar con el gorro en la mano, se miraban satisfechos como queriendo decir: «Alexei Ivanovich es una buena persona». En resumen, se había granjeado una gran popularidad y los comerciantes se mostraban de acuerdo en afirmar que Alexei Ivanovich «le saca a uno, pero jamás le dejará en la estacada».
Al advertir que ya todo estaba dispuesto, el jefe de policía invitó a los jugadores a aplazar la partida para después, y todos se encaminaron hacia el otro aposento, del que llegaba un olorcillo que desde hacía rato hormigueaba de modo muy grato las narices de los huéspedes y hacia donde Sobakevitch no dejaba de mirar, atraído por el esturión que se encontraba aparte, ocupando una enorme fuente.
Los huéspedes tomaron una copa de vodka de ese color aceitunado que únicamente se halla en las piedras transparentes de Siberia que en Rusia se utilizan para fabricar sellos, y, tenedor en ristre, se aproximaron preparados para demostrar su carácter y sus gustos, atacando uno al caviar, otro al salmón, el de más allá al queso. Sobakevitch, menospreciando esas pequeñeces, se acomodó delante del esturión y, al mismo tiempo que los demás bebían, comían y charlaban, en no mucho más de un cuarto de hora dio cuenta del enorme pescado, de modo que cuando el jefe de policía recordó su existencia y dijo. «Veamos, señores, qué les parece esta obra de la Naturaleza», y se aproximó, junto con los demás, al pescado, advirtió que de la obra de la Naturaleza apenas si quedaba otra cosa que la cola. Sobakevitch, simulando que eso nada tenía que ver con él, se aproximó a un plato alejado del resto y pinchó con el tenedor un pez ahumado.
Tras haber puesto fin de esta manera al esturión, Sobakevitch tomó asiento en una butaca y ya no bebió ni comió nada más; lo único que hizo fue entornar los ojos y parpadear. El jefe de policía no daba la sensación de escatimar el vino. Los brindis se sucedían unos a otros sin parar. El primero de ellos, fue, como los lectores podrán muy bien adivinar, a la salud del nuevo propietario de la provincia de Jersón; después se brindó por el bienestar de sus mujiks y por su afortunada instalación en las nuevas tierras; a continuación se bebió a la salud de su futura y bella esposa, cosa que produjo una grata sonrisa en los labios de nuestro protagonista.
Todos se agruparon a su alrededor e insistieron en que permaneciera en la ciudad aunque sólo fuera dos semanas más:
—Dirá usted lo que le parezca, Pavel Ivanovich, pero esto viene a ser lo que se dice enfriar la cabaña. Apenas ha pisado el umbral cuando ya quiere irse. No, usted ha de quedarse por más tiempo con nosotros. Le casaremos aquí. ¿No es cierto, Iván Grigorievitch, que lo casaremos?
—¡Pues claro que lo casaremos! —asintió el presidente—. Lo casaremos, aunque se resista con todas sus fuerzas. Ha llegado aquí, de manera que no se queje. Nos molestan las bromas.
—¿Por qué iba yo a resistirme con todas mis fuerzas? —preguntó Chichikov sonriendo—. La boda no es asunto al que nadie oponga resistencia; lo importante es hallar novia.
—Habrá novia, ¡cómo no! ¡Tendrá usted todo cuanto desee!
—En este caso…
—¡Muy bien, se queda! —exclamaron todos—. ¡Bravo! ¡Viva Pavel Ivanovich! ¡Bravo! —y con sus copas en la mano se aproximaron a brindar.
Chichikov brindó con todos ellos.
—¡No, no, otra vez! —gritaron los más impetuosos, y brindaron de nuevo.
Se aproximaron por tercera vez, y por tercera vez se repitieron los brindis. Todos se sintieron invadidos por una gran alegría. El presidente, que era una persona extraordinariamente simpática a la hora de divertirse, abrazó sin cesar a Chichikov, diciéndole con cariño:
—¡Alma mía, mamaíta mía! —y después, mientras castañeteaba con los dedos, comenzó a bailar en torno a él al mismo tiempo que tarareaba la conocida canción: ¡Oye, tú, campesino de Kamarin!
Tras el champaña le llegó el turno al vino de Hungría, que aún infundió más ánimo y alborozo a los presentes. Al whist lo habían olvidado totalmente. Discutían, alborotaban y charlaban acerca de cualquier cosa: de política e incluso del arte de la guerra, exponiendo ideas tan atrevidas que en otros momentos habrían costado una paliza a sus hijos si éstos se hubieran atrevido a exponerlas. Resolvieron un sinnúmero de asuntos de lo más enrevesado.
Chichikov jamás había experimentado tanta alegría. Se veía ya como un auténtico propietario de la provincia de Jersón, conversaba acerca de los distintos perfeccionamientos que introduciría en su finca, como por ejemplo la rotación de cultivos, y de la felicidad y bienaventuranza de dos almas, empezando después a recitar a Sobakevitch la carta en verso que escribió Werther a Carlota, a lo que Sobakevitch, apoltronado en su asiento, se limitó a responder con un parpadeo, ya que después del esturión le dominaba una extraordinaria modorra. Chichikov advirtió que había llegado demasiado lejos en sus expansiones, pidió un coche y aceptó la invitación del fiscal, que ponía a su entera disposición su tílburi.
El cochero del fiscal, según pudo apreciarse a lo largo del trayecto, era un mozo muy entendido en su cometido, puesto que guió con una sola mano, mientras que con la otra, dirigida hacia atrás, sujetaba al señor. Así llegó Chichikov a la posada, donde por espacio de un buen rato no dejó de decir estupideces referentes a una novia rubia de hermoso color y con un hoyuelo en la mejilla derecha, a aldeas de Jersón y a diferentes sumas. Hasta llegó a ordenar a Selifán que reuniera a todos los mujiks para pasar lista general antes de ponerse en camino hacia su nueva residencia. Selifán se le quedó escuchando silenciosamente durante largo rato y después salió a indicar a Petrushka:
—Ve a desnudar al señor.
Petrushka forcejeó para quitarle las botas, con el resultado de que poco faltó para que diera con botas y amo en el santo suelo. Al fin logró descalzarlo; no obstante, el señor se desnudó como es debido, dio unas cuantas vueltas en la cama, que crujió con gran estrépito, y se quedó dormido como si fuera un auténtico terrateniente de Jersón.
Petrushka sacó al pasillo los pantalones y el frac de color rojo oscuro con pequeñas motitas, los colgó en una percha de madera y comenzó a sacudirlos con un bastón y a cepillarlos, levantando una nube de polvo que se adueñó de todo el pasillo. Iba a descolgar el traje cuando miró por la ventana y vio que Selifán regresaba de la cuadra. Sus miradas se cruzaron y se entendieron sin necesidad de palabras: el señor estaba ya acostado y ellos podían llegarse a cierto lugar. Con toda rapidez, tras haber llevado al aposento los pantalones y el frac, Petrushka se dirigió al patio y salieron juntos a la calle, charlando sobre cosas totalmente ajenas al objetivo de su expedición.
No puede afirmarse que el paseo fuera largo. Se limitaron a pasar al otro lado de la calle, dirigiéndose hacia cierta casa que estaba situada delante mismo de la posada, y cruzaron una puerta de cristales un tanto baja y ahumada, que les llevó a un cuartucho que se hallaba en los bajos del edificio, donde en torno a unas mesas de madera se veían una infinidad de individuos de todo tipo: que se afeitaban o que llevaban barba, vestidos con pellizas de piel de oveja y a cuerpo, o con capote de frisa.
Dios sabe lo que en aquel lugar harían Selifán y Petrushka, pero una hora más tarde salieron cogidos del brazo, en un silencio absoluto, dándose mutuas pruebas de gran atención y previniéndose sin cesar de la proximidad de toda suerte de esquinas. Tal como iban, cogidos del brazo, permanecieron durante más de un cuarto de hora intentando subir las escaleras, hasta que al fin las remontaron y llegaron al piso. Petrushka se paró un instante a observar su yacija, reflexionando acerca del modo de acostarse de la manera más conveniente, hasta que se tumbó atravesado de tal forma que las piernas las apoyaba en el suelo. Selifán se acostó en la misma cama con la cabeza apoyada en el vientre de Petrushka, sin advertir siquiera que no era éste el lugar donde tenía que dormir, sino en el cuarto de la servidumbre o en la cuadra, junto a los caballos.
Ambos se durmieron de inmediato, lanzando unos ronquidos de sorprendente potencia, a los que, en el otro aposento, contestaba el señor mediante un fino silbido nasal.
Pronto quedó todo envuelto en el silencio, y la posada sumida en un profundo sueño. Sólo continuó iluminada una de las ventanas: la que pertenecía al aposento del teniente que acababa de llegar de Riazán, hombre, por lo visto, que sentía gran afición por las botas altas, ya que eran cuatro pares los que había ya encargado y no dejaba de probarse el quinto. En diversos momentos se aproximó al lecho dispuesto a descalzarse y acostarse, pero no acababa de resolverse: las botas, efectivamente, estaban muy bien cosidas, y todavía se quedó por un buen rato con la pierna en alto y contemplando el excelente tacón.