CAPÍTULO VI

Hace mucho tiempo, en mi incipiente juventud, durante los años de mi infancia, que tan pronto pasó para no volver, representaba para mí una gran alegría llegar por vez primera a un lugar desconocido, tanto si era una pequeña aldea como una pobre villa, cabeza de distrito, un pueblo grande o una barriada: mi insaciable mirada infantil descubría una infinidad de cosas curiosas. Un edificio cualquiera, todo lo que se me aparecía bajo el sello de la novedad, era para mí motivo de admiración.

Un edificio oficial, de mampostería, de ese estilo arquitectónico tan conocido, con una mitad de ventanas simuladas, que se alzaba solitario en medio de un abigarrado conjunto de casitas de troncos y de una planta, propiedad de pequeños burgueses; la redonda cúpula enteramente recubierta de chapa de hierro que se levantaba sobre la nueva iglesia, más blanca que la nieve; el mercado, el pisaverde provinciano que aparecía donde menos se le esperaba: todo lo observaba mi viva y despierta atención, y sacando la cabeza desde el carromato que me transportaba, contemplaba el corte, nuevo para mí, de una levita, los cajones de madera repletos de clavos o bien de azufre, que amarilleaba al mirarlo de lejos, de jabón o de pasas, cajones que, cuando pasaba, distinguía al fondo de una verdulería junto con frasquitos de resecos caramelos de Moscú. Asimismo contemplaba al oficial de Infantería que marchaba por la acera, y que, habiendo venido de Dios sabe qué provincia, se había visto sumido en la monotonía de la cabeza de distrito, y al comerciante que, vestido con un chaquetón de Siberia, pasaba en su coche, y con la imaginación me veía transportado a su miserable vida.

Sólo el hecho de ver pasar a un funcionario de las oficinas del distrito ya me hacía pensar. Quizá acudía a una velada, o a visitar a un hermano suyo, a su casa, permanecer sentado media hora en el portal hasta que empezaba a anochecer y esperaba la hora de cenar con su madre, su esposa, la hermana de su esposa y los demás miembros de la familia. ¿De qué hablarían cuando la muchacha, engalanada con su collar de monedas, o el mozo de recia chaquetilla llevaban, después de la cena, la vela de sebo en la sempiterna palmatoria de la casa?

Siempre que me aproximaba a la aldea de cualquier terrateniente, miraba con curiosidad el elevado y estrecho campanario de madera o la vieja iglesia, también de madera, en la que reinaban las sombras. Parecía que me llamaban a lo lejos, a través del verde de los árboles, la roja techumbre y las blancas chimeneas de la mansión señorial, y esperaba con suma impaciencia a que a los dos lados se abrieran los huertos que la ocultaban y apareciese toda entera, entonces, ¡ay!, de apariencia a la que yo no encontraba nada vulgar. Esas imaginaciones me impulsaban a reflexionar acerca de cómo sería el propietario, si era obeso, si tenía hijos o si en cambio eran seis hijas que reían con su sonora carcajada juvenil y jugaban con la más pequeña a la bella durmiente; si eran rubias o morenas, si el terrateniente era una persona divertida o por el contrario hosca como los últimos días del mes de septiembre, si miraba el calendario y conversaba acerca de cosas tan aburridas para la gente joven como el trigo y el centeno.

En la actualidad llego con indiferencia a cualquier aldea desconocida, y contemplo, también con indiferencia, sus vulgares construcciones. Mi mirada, hoy fría, no se manifiesta acogedora, ni me divierte, y todo aquello que en tiempos pasados era motivo de que en mi rostro apareciera una viva expresión, que despertaba en mí la risa y la locuacidad, ahora resbala y mis labios inmóviles permanecen en indiferente silencio. ¡Dónde está mi juventud! ¡Dónde está mi lozanía!

Mientras Chichikov reflexionaba riéndose interiormente del apodo que los mujiks habían colgado a Plushkin, llegó, sin que se diera cuenta, a un gran pueblo con un sinnúmero de cabañas y calles. Sin embargo pronto se lo hicieron notar unas violentas sacudidas que sufrió el carruaje cuando entraba en la calzada de troncos y comparadas con las cuales no son nada las que originan los cantos que pavimentan las calles de la ciudad. Esos troncos se levantaban y se hundían, como si se tratara del teclado de un piano, y el viajero que no se preparaba convenientemente recibía un cardenal en el cogote o un chichón en la frente, o con sus propios dientes se mordía la punta de su propia lengua. Chichikov observó que todas las construcciones estaban marcadas con un sello de vejez. Los troncos de las cabañas eran oscuros y viejos; la mayoría de las techumbres estaban más agujereadas que una criba; en otras no quedaba más que la figura que en un principio la remataba y el costillar de las vigas.

Era como si los mismos dueños se hubieran dedicado a arrancar las ripias y tablas, considerando, y no sin razón, que las cabañas no defienden contra la lluvia y que si el tiempo es bueno y no llovizna, no hay motivo para permanecer en ellas cuando tanto sitio hay en la taberna o en el camino, en resumen, donde a uno le apetece. Las ventanas de las cabañas no tenían cristales, y algunas habían sido tapadas con un pedazo de tela o una zamarra. Los balcones cubiertos, con barandillas, que ignoramos para qué se adosan a veces a las cabañas rusas, estaban torcidos, y de sus oscuras maderas no podía afirmarse precisamente que resultaran pintorescas.

Detrás de las cabañas se extendían en numerosos lugares hileras de grandes fajinas de trigo que, a juzgar por las apariencias, hacía ya largo tiempo que estaban allí; tenían el mismo color que el ladrillo viejo y mal cocido, y en la parte alta se veían porquerías de todo género, e incluso los matojos crecían a los lados. Se advertía fácilmente que era la mies del amo.

Más allá de las fajinas y de los decrépitos techos surgían recortándose sobre el puro cielo, ora a la derecha ora a la izquierda, según que el carruaje girara a un lado o a otro, dos iglesias muy juntas, una construida en madera, ya abandonada, y la otra de mampostería, pintada de amarillo, y cuyos muros aparecían agrietados y cubiertos de manchas.

Empezó a hacerse visible una parte de la casa señorial, hasta que apareció por entero en el sitio donde la hilera de cabañas concluía para ceder paso a un campo de coles al que rodeaba una cerca baja y rota por algunos lugares. Aquel extraño castillo, largo, exageradamente largo, ofrecía el aspecto de un decrépito inválido. Por un lado tenía una sola planta y por otro, dos. Sobre su ennegrecida techumbre, que no en todos los puntos resguardaba su vejez, se veían dos terrazas, una enfrente de la otra, un tanto desvencijadas y sin la pintura que las había cubierto en otros tiempos. El enlucido de paredes del edificio mostraba enormes desconchaduras, evidente testimonio de lo mucho que habían sufrido a causa del mal tiempo, los vientos, las lluvias y los cambios otoñales de temperatura. Únicamente dos ventanas permanecían abiertas, y las demás tenían los postigos cerrados y hasta estaban reforzadas con tablas. Esas dos ventanas, a su vez, eran asimismo cegatas. En una de ellas habían pegado un triángulo de papel azul, de ese que se emplea para envolver azúcar.

A espaldas de la casa y rebasando la aldea se extendía un espacioso y abandonado jardín que se perdía en el campo. Aun repleto de hierbajos era lo único que le daba al pueblo cierta fragancia, resultando realmente pintoresco en su artístico abandono. Como si fueran nubes verdes e irregulares cúpulas de palpitantes hojas, se destacaban en la lejanía las copas de aquellos árboles que crecían en su total libertad. El enorme tronco blanco de un abedul que carecía de copa, arrancada por la tempestad o la tormenta, sobresalía de entre el frondoso verdor y aparecía redondo en el aire como si se tratara de una refulgente columna de mármol de regulares proporciones. La parte por donde había sido desgajado, que correspondía al capitel, mostraba su mancha negra sobre la nieve de su blancura como un gorro o una oscura ave.

El lúpulo cubría por su parte inferior las matas de serbal, de saúco y de avellano silvestre, se deslizaba a continuación por la parte superior de la cerca y terminaba trepando por el abedul roto, por cuyo tronco se enroscaba hasta la mitad. En cuanto llegaba a este punto, caía y pasaba a enredarse en las copas de otros árboles, o colgaba en el aire formando rizos con sus finos garfios, dulcemente balanceados por el viento.

Por algunas partes se abría la verde espesura, iluminada por los rayos del sol, y mostraba entre uno y otro hueco unas negruras que parecían tenebrosas fauces. Esas aberturas aparecían rodeadas de sombras, y con dificultad se lograba distinguir un serpenteante sendero, unas barandas derribadas, un cenador muy cuarteado, el viejo tronco de un sauce con innumerables cavidades, los frondosos arbustos que al igual que grises cerdas apuntaban sus hojas y ramas, sofocadas en medio de tan espesa vegetación, y por último el tierno ramaje de un arce que extendía a un lado sus hojas, como patas verdes, bajo una de las cuales el sol, que había entrado sabe Dios por dónde, la convertía en algo transparente e ígneo, en un prodigio de luces entre tan espesa oscuridad.

A una parte, en los límites del jardín, varios olmos, muy por encima de los demás árboles, sostenían en lo alto unos grandes nidos de cuervo que se balanceaban sobre sus trémulas copas. En algunos de ellos, ramas a medio desprender pendían hacia abajo con sus hojas secas.

En resumen, todo resultaba grato como cuando la Naturaleza y el Arte se hallan unidos; como cuando sobre el trabajo del hombre, en ocasiones acumulado sin sentido, se desliza para dar el último toque la cuchilla de la Naturaleza y aligera las pesadas masas, echa por tierra la burda simetría y los míseros vacíos, a cuyo través asoma el plan desnudo, que nada calla, confiriendo un maravilloso color a todo lo que había sido creado en el frío de la exagerada perfección.

Giró el carruaje por dos veces y nuestro héroe se encontró al fin frente a la casa, que le produjo una impresión más triste que antes. El verde moho cubría la carcomida madera de la empalizada y del portón. Una infinidad de edificaciones, según parece inutilizadas por el paso de los años, viviendas de la servidumbre, sótanos y graneros, se acumulaban en el patio. Junto a ellos, a uno y otro lado, había puertas que comunicaban con los otros patios. Todo daba a entender que en tiempos pasados la vida se había desarrollado allí ampliamente, y en cambio ahora todo parecía gris y sombrío. No se veía nada que comunicara vida al cuadro, ni puertas abriéndose, ni gente saliendo, ni signo alguno de los trabajos y preocupaciones que animan una casa.

Solamente el portón principal estaba abierto, y eso debido a que en aquel momento entraba por él un campesino que guiaba su carro cargado, cubierto mediante una estera, que producía la sensación de haber sido colocada allí para infundir vida a aquel lugar muerto. De no ser así, también el portón se hallaría cerrado a cal y canto, ya que del anillo de hierro pendía un enorme candado.

Chichikov divisó en seguida junto a una de las construcciones a cierta figura que dialogaba con el campesino del carro. Durante largo rato no consiguió distinguir a qué sexo pertenecía la tal figura, si se trataba de una mujer o de un hombre. Vestía unas ropas completamente indefinidas, algo que tenía gran parecido con una bata de mujer, y llevaba un gorro al estilo de los que llevan las criadas campesinas, pero encontró su voz demasiado ronca para ser femenina. «Es una mujer», se dijo al principio, pero en seguida agregó: «¡Ah, no, no lo es!». «Por supuesto que se trata de una mujer», concluyó al fin, después de haberla examinado con más atención.

También la figura le contempló a su vez detenidamente. Pareció como si la llegada del forastero fuera para ella un auténtico milagro, porque pasó revista no sólo a Chichikov, sino incluso a Selifán y a los caballos, desde el morro hasta la cola. Teniendo en cuenta que de su cintura pendían varias llaves y que empleaba palabras bastante gruesas para reñir al campesino, Chichikov sacó la conclusión de que debía ser el ama de llaves.

—Escucha, madrecita —le dijo Chichikov mientras descendía del coche—. ¿Está en casa el señor…?

—No, no está —interrumpió el ama de llaves sin esperar a que concluyera la pregunta, y a continuación, después de una breve pausa, prosiguió—: ¿Qué le trae por aquí?

—Debo resolver con él cierto asunto.

—Pase —dijo entonces el ama de llaves al mismo tiempo que se volvía, mostrándole una espalda llena de harina y un roto en los bajos.

Chichikov se introdujo en el vasto y oscuro zaguán, más frío que un sótano. De allí pasó a una estancia, igualmente oscura, que aparecía escasamente iluminada por la luz que se filtraba a través de la ancha rendija practicada entre la parte baja de la puerta y el suelo. Cuando esta puerta se abrió, encontrándose al fin en un aposento claro, se quedó asombrado por el desorden que allí imperaba. Era como si en la casa anduvieran de limpieza general y hubieran amontonado allí momentáneamente todos los muebles.

Encima de una mesa se veía hasta una silla rota, y junto a ella un reloj con el péndulo inmóvil, en el que una araña había ido tejiendo su tela. Adosado a la pared, de lado, se hallaba un armario que guardaba plata antigua, botellas y porcelana china. En un escritorio con incrustaciones de nácar que en algunas partes se habían desprendido, dejando unos huecos de color amarillento rellenos de cola, había una infinidad de objetos de todo género: una pila de papeles escritos en letra pequeñísima sujetos por medio de pisapapeles, coronado por un huevo, cuyo mármol había adquirido una tonalidad de color verde; un libro antiguo encuadernado en piel y adornado con cantos dorados; un limón totalmente seco, del tamaño aproximado de una nuez silvestre; un brazo de sillón; una copa llena de cierto líquido y con tres moscas dentro, cubierta con un naipe; un trocito de lacre, un trapito, dos plumas manchadas de tinta, y un mondadientes amarillo por completo, que su dueño había usado ya antes de que los franceses entraran en Moscú.

Las paredes aparecían engalanadas con varios cuadros, colgados uno al lado de otro del modo más absurdo. Un grabado apaisado y amarillento que figuraba una batalla, en el que destacaban unos tambores gigantescos, unos soldados con tricornio gritando a todo pulmón, y unos caballos que se sumergían en el agua, colocado en un marco de caoba con estrechas franjas de bronce sin cristal, y unos pequeños círculos, asimismo de bronce, en los ángulos. A continuación había un gran cuadro ya oscurecido, pintado al óleo, que representaba flores, frutas, una sandía partida por la mitad, una cabeza de jabalí y un pato al que le colgaba la cabeza.

Del centro del techo pendía una araña cubierta por un saco de lienzo al que el polvo confería algún parecido con el capullo de seda en que se encierra el gusano.

En un rincón aparecían amontonados una serie de objetos más toscos, indignos de ser colocados sobre una mesa. Se hacía bastante difícil aclarar qué era lo que había en aquel montón, ya que el polvo lo cubría en tal abundancia, que si uno se decidía a tocarlo quedaba con las manos cubiertas como por guantes. Destacaban del conjunto, sí, una pala rota de madera y una vieja suela.

Nadie creería que allí moraba, un ser vivo. La única muestra que inducía a pensarlo consistía en un gorro, viejo y grasiento, que se encontraba sobre la mesa.

Mientras Chichikov se entretenía contemplando aquel extraño mobiliario, se abrió una puerta lateral que cedió paso al ama de llaves con quien se había tropezado en el patio. Pero al momento advirtió que más que un ama de llaves era un amo. El ama de llaves, al menos, no se afeita, mientras que éste, por el contrario, se afeitaba, si bien es cierto que muy de tarde en tarde, pues toda la sotabarba y la parte inferior de las mejillas guardaban una gran semejanza con una bruza de las utilizadas para limpiar los caballos. Chichikov, convertido su rostro en un interrogante, aguardó con impaciencia las palabras del «amo de llaves». Éste, a su vez permaneció a la espera de lo que Chichikov tuviera que decirle. Por último, sorprendido este último de tan extraña situación, se decidió a preguntar:

—¿Está el señor en casa?

—El amo se halla aquí.

—¿Dónde? —inquirió Chichikov.

—¿Acaso está usted ciego? —exclamó el «amo de llaves»—. El amo soy yo.

Nuestro héroe retrocedió involuntariamente y le contempló de la cabeza a los pies. En el transcurso de su vida se le habían presentado ocasiones de ver gentes de todo tipo, hasta individuos como ni el lector ni yo quizá no lleguemos a ver jamás. Pero era la primera vez que se encontraba con un tipo como el que tenía delante. Su rostro no revelaba nada digno de mención, era casi igual al de numerosos viejos enjutos, salvo la única particularidad de que la barbilla le sobresalía hasta tal extremo que a cada instante se veía obligado a cubrirla con un pañuelo a fin de que no le cayera en ella la saliva. Sus ojillos aún no se habían apagado y se movían bajo sus altas y espesas cejas como el ratón que, sacando el morro de la tenebrosa madriguera, con las orejas tiesas y moviendo el bigote, otea por si se ha escondido un gato o un chicuelo travieso, y olfatea lleno de recelo.

Su indumentaria era bastante más notable. Por más esfuerzos que se hicieran, no había manera de adivinar de qué había sido confeccionada su bata. Las mangas y la parte delantera estaban tan llenas de mugre y tan relucientes que semejaban cuero del que se usa para las botas. Por la parte de atrás, en lugar de dos faldones le colgaban cuatro, y de ellos salía en largos flecos el algodón del forro. Alrededor del cuello llevaba algo igualmente indefinible: no podía afirmarse si se trataba de una media, de una liga o de una faja, aunque no era ni muchísimo menos una corbata. En resumen, si Chichikov se hubiera tropezado con alguien con esta vestimenta en las puertas de una iglesia, sin duda le habría dado una moneda de cobre. Porque, dicho sea en honor de nuestro protagonista, es preciso hacer constar que tenía un corazón compasivo y que era incapaz de resistirse al impulso de dar una limosna a los pobres.

Pero lo que se hallaba frente a él no era un mendigo, sino un terrateniente. Éste era dueño y señor de más de mil almas, y no sería tarea fácil encontrar otro que poseyera tanto trigo y centeno, en grano o en harina, que tuviera sus despensas y almacenes tan llenos de paño y lienzo, de pieles curtidas y sin curtir, de pescado, de todo género de verduras y de carne y pescado en salazón. Si alguien contemplaba el patio, donde se veía una gran provisión de madera y de útiles de toda clase que jamás eran usados, pensaría que se encontraba en un mercado de utensilios de madera de Moscú, al que acuden todos los días las despiertas tías y suegras, precediendo a la cocinera, a hacer sus compras, y donde hay amontonados los más diversos objetos de madera encolada, pulida, torneada y trenzada: barriles, toneles, jarros, barreños provistos de asas y sin ellas, copas de gran tamaño, canastillos, cestas en que las mujeres guardan sus cosas, cajas hechas de corteza de abedul, cestas de mimbre y tantísimas otras cosas empleadas tanto por los ricos como por los pobres de Rusia. ¿Para qué necesitaría Plushkin aquella superabundancia de cosas? Ni a lo largo de toda su vida habría podido usarlas, aunque poseyera dos haciendas como la que ya tenía.

Pero todo le parecía poco. No contento con lo que poseía, recorría a diario las callejuelas de su aldea, buscaba por los sitios más recónditos, y todo lo que podía hallar —un trapo, un clavo, una suela vieja, un puchero ajado— se lo llevaba a su casa y lo depositaba en el montón que Chichikov había tenido oportunidad de ver en el rincón de la estancia.

—¡Ya tenemos al pescador de pesca! —exclamaban los campesinos cuando le veían dar principio a su habitual recorrido.

Y efectivamente, después de haber pasado él no había necesidad alguna de barrer la calle. Si un oficial que iba de paso perdía una espuela, inmediatamente ésta iba a parar al referido montón. Cuando una campesina que se había entretenido charlando en el pozo dejaba el cubo olvidado, él se llevaba el cubo.

Sin embargo, cuando un campesino lo sorprendía casualmente in fraganti, jamás discutía y se limitaba a devolver el objeto robado. Pero si el objeto llegaba al consabido montón, todo había concluido: juraba y perjuraba que aquel objeto le pertenecía, que lo había adquirido en tal ocasión, a Fulano de Tal, o lo había recibido en herencia de su abuelo. En el interior de su casa guardaba todo lo que encontraba en el suelo: un pedazo de lacre, un trozo de papel, un plumón, y todo ello lo colocaba en el escritorio o en la ventana.

¡Y hubo una época en que fue un terrateniente que sabía cuidar de sus posesiones! Había estado casado y era un buen padre de familia, y vecinos iban a su casa a comer y escuchar sus lecciones acerca del modo como dirigir convenientemente una hacienda. Todo fluía con sumo orden y se realizaba por sus pasos contados: marchaban como es debido los molinos, los batanes, los bancos de carpintero, las fábricas de paño y la hilandería. Todo permanecía bajo la atenta mirada del dueño, quien, al igual que trabajadora y afanosa araña, pero calculadora, iba y venía por todos los rincones de la tela que era su economía.

Sus sentimientos, demasiado fuertes, no se transparentaban en los rasgos de su cara, pero sus ojos reflejaban inteligencia; su conversación era la de una persona experimentada y conocedora del mundo, y los visitantes le prestaban oídos con mucho agrado. La dueña de la casa, amable y locuaz, gozaba fama de hospitalaria. Al encuentro de los huéspedes acudían las dos hijas, ambas hermosas, rubias y lozanas como flores. Salía el hijo, un muchachito muy vivaracho, que daba un beso a todos sin pararse a pensar si el besuqueo gustaba o no al invitado.

Las ventanas de la casa estaban todas abiertas. En el entresuelo se hallaban los aposentos del profesor, un francés que se afeitaba a la perfección y era magnífico cazador. Siempre llegaba cargado con urogallos o patos para la comida, y en ocasiones incluso traía sólo huevos de gorrión, que él rogaba que le hicieran en tortilla, ya que ninguno de los habitantes de la casa quería probarlos. También en el entresuelo vivía una compatriota suya, la institutriz de las señoritas. El dueño de la casa comparecía en el comedor vestido con levita, algo usada, pero limpia y con los codos sin zurcidos.

Pero la hacendosa ama de casa murió. Una parte de las llaves pasaron a sus manos, y junto con ellas una serie de pequeñas preocupaciones. Plushkin se volvió más inquieto y, como les ocurre a todos los que se han quedado viudos, sus recelos y su avaricia fueron en aumento. En su hija mayor, Alexandra Stepanovna, no podía confiar por completo, y no le faltaba razón, pues no tardó mucho en fugarse con un subcapitán de cierto regimiento de Caballería, casándose con él a toda prisa en una iglesia de pueblo, ya que sabía muy bien que su padre detestaba a los oficiales. Tenía la peregrina idea de que todos los militares eran derrochadores y amantes del juego. El padre la maldijo, pero no se preocupó de ir en su busca. La casa se quedó entonces todavía más vacía. El propietario acusó una tendencia más clara a la avaricia y entre sus ásperos cabellos comenzaron a surgir canas, fieles compañeras de la tacañería. Despidió al profesor francés, ya que el hijo llegó a la edad de ingresar en el servicio público. También despidió a la institutriz, pues resultó que estaba complicada en el rapto de Alexandra Stepanovna. El hijo, enviado a la capital de la provincia para que se adiestrara en la Cámara, según el decir del padre, a una tarea importante, en lugar de esto se alistó en un regimiento y después le escribió, cuando todo estaba consumado, pidiéndole dinero para el equipo. No es nada de extrañar que en lugar de dinero recibiera lo que entre las gentes de pueblo se suele llamar una higa.

Por último murió la hija menor, que se había quedado con él en casa, y el viejo se convirtió a partir de entonces en el único guardián, custodio y dueño de sus riquezas. La soledad en que habitaba ofreció pasto en abundancia a su avaricia, la cual, como todo el mundo sabe, tiene un hambre de lobo, y a medida que devora más va creciendo. Los sentimientos humanos, que ya por naturaleza no eran en él demasiado profundos, decrecían constantemente, y cada día que pasaba se perdía algo en aquella ruina.

Para colmo de males, como si viniera adrede para reafirmarle en su opinión respecto a los militares, su hijo perdió una cantidad considerable jugando a las cartas. Le envió su sincera maldición paterna y nunca más dio un solo paso por averiguar si aún vivía o había pasado al otro mundo. A medida que transcurrían los años, las ventanas de su casa se fueron cerrando, hasta que únicamente dos quedaron abiertas, y aun una de ellas había sido medio tapada con un papel. Con los años se despreocupaba cada vez más de los asuntos más importantes de su finca, y su mezquina visión se centraba en los plumones y papeles que recogía en su habitación. Se iba volviendo más y más intratable con la gente que acudía a comprar los productos de sus propiedades. Los compradores regateaban sin freno hasta que terminaron olvidándole, en la convicción de que aquello era un diablo y no un ser humano. El heno y la mies se le pudrían, las fajinas y los almiares se transformaban en estiércol muy adecuado para abonar las coles; la harina almacenada se endurecía hasta el punto de que era preciso partirla a hachazos; el paño y el lienzo que se fabricaban en la casa ofrecían un aspecto que causaba miedo mirarlos, ya que con sólo tocarlos se volvían polvo. Había perdido la cuenta de lo que poseía de cada cosa, y sólo recordaba el lugar del armario en que encerraba una garrafilla que contenía cierto licor y a la que había hecho previamente una señal para que nadie osara beber a sus espaldas, o el lugar en que había dejado un trozo de papel o un pedazo de lacre.

Al mismo tiempo la hacienda rendía los mismos beneficios de antes: el campesino tenía que pagar iguales cargas, cada mujer debía traer tal cantidad de nueces y almendras, la tejedora estaba obligada a entregar tanto lienzo. Y todo esto se iba amontonando en los almacenes y todo se convertía en polvo y guiñapos, hasta que llegó el momento en que el propio dueño acabó convirtiéndose en un guiñapo humano. Alexandra Stepanovna acudió un par de veces con su hijito a visitarle, con objeto de inspeccionar las posibilidades que había de conseguir de su padre alguna cantidad de dinero; según parece, la vida de campaña con el subcapitán no presentaba tantos incentivos como se imaginaba antes de la boda. Plushkin la perdonó, eso sí, e incluso dejó al nietecito, para jugar, un botón que se hallaba sobre la mesa, pero a ella no le entregó ni un solo kopec. En la segunda ocasión Alexandra Stepanovna compareció con dos chiquillos y le trajo una mona de pascua para acompañar al té, y una bata nueva, ya que la que vestía su padre estaba que daba pena verla. Plushkin acarició a sus nietos, los subió sobre sus rodillas, uno a cada lado, y les hizo trotar como si fueran a caballo, cogió la mona de Pascua y la bata, pero a la hija no le dio absolutamente nada. Alexandra Stepanovna se fue de allí con las manos vacías.

¡Así era, pues, el propietario ante cuya presencia había llegado nuestro héroe! Debo decir que individuos de esta clase aparecen muy de cuando en cuando en Rusia, donde todo el mundo muestra más tendencia a expansionarse que a comprimirse. Y resultaba tanto más sorprendente teniendo en cuenta que en el vecindario se encontraban otros terratenientes de esos que son amantes de las juergas por todo lo alto, como corresponde a todo señor ruso, y cuyo único pensamiento consiste en disfrutar de toda clase de placeres que ofrece la vida. El viajero que no ha visitado aquellos alrededores se detiene atónito al ver su mansión, sin llegar a comprender qué poderoso príncipe resolvió habitar entre tan modestos e ignorantes propietarios. Semejan palacios sus blancas casas de mampostería con infinidad de chimeneas, terrazas y veletas, rodeadas de una manada de pabellones y de todo género de construcciones para los visitantes forasteros. ¿Qué no habrá allí? Funciones de teatro, bailes; durante toda la noche resplandece el jardín, engalanado con luces y farolillos, y no deja de sonar la música. Media provincia, vestida con sus mejores galas, se pasea regocijadamente bajo los árboles, y nadie se sorprende lo más mínimo ante esta iluminación artificial, cuando, como cosa de teatro, del conjunto de árboles sale una rama alumbrada por una peregrina luz, desposeída de su vivo verdor, al mismo tiempo que allá en lo alto, más oscuro, severo y veinte veces más amenazador, se distingue el cielo, y las cimas de los árboles ven cómo tiemblan sus hojas allí arriba, penetrando en las tinieblas, y protestan por aquel resplandor de oropel que ilumina en la parte baja sus raíces.

Hacía varios minutos que Plushkin permanecía sin pronunciar palabra, y Chichikov continuaba sin ser capaz de iniciar la conversación, distraído por el aspecto que presentaba el propietario y por todo lo que en la estancia había. Durante un buen rato estuvo intentando acertar con las palabras de que podía valerse para explicar los motivos de su visita. Se sintió sentado de decirle que habían llegado a sus oídos referencias a las excepcionales cualidades y virtudes de su alma, razón por la que creía deber suyo rendirle personalmente el homenaje de su respeto, pero advirtió que eso sería excesivo. Contempló nuevamente de reojo todo lo que había en la estancia y se dio cuenta de que los términos «excepcionales cualidades» y «virtudes de su alma» eran susceptibles de ser sustituidos perfectamente por los de «economía» y «orden». De ahí que, modificando de este modo su discurso, dijera que había oído hablar de su economía y de la excelente dirección de su hacienda, por lo que había considerado deber ineludible visitarle a fin de conocerlo y presentarle personalmente sus respetos. Por supuesto que se habría podido hallar otro motivo de más peso, pero en aquellos momentos no se le ocurrió otra cosa.

Plushkin respondió gruñendo algo entre labios, ya que no le quedaba ningún diente; a pesar de que no fue posible entenderle, lo más seguro es que el significado de sus palabras fue éste: «¡Vete al diablo tú y tus respetos!». Sin embargo, dado que la hospitalidad se practica en nuestro país hasta tal extremo que ni tan sólo el más avaro osa quebrantar sus leyes, añadió después algo más inteligible:

—Haga el favor de tomar asiento.

Y tras una pausa continuó:

—Hace ya mucho tiempo que no recibo visitas, y lo cierto es que dudo mucho de que proporcionen algún beneficio. Se ha puesto de moda esa estúpida costumbre de visitarse unos a otros mientras se deja la hacienda abandonada. ¡Y encima se ha de dar heno a sus caballos! Hace largo rato que he comido y mi cocina tiene el techo muy bajo, es algo pésimo; la chimenea se ha derrumbado totalmente, y cuando se enciende siempre existe el peligro de ocasionar un incendio.

«¡Esto está clarísimo! —se dijo Chichikov—. Menos mal que en casa de Sobakevitch se me ocurrió coger una empanadilla y un pedazo de cordero».

—Y agregue a eso una broma de mal gusto: en toda la finca no queda ni un solo puñado de heno —continuó Plushkin—. Aunque, bien mirado, ¿cómo es posible que uno lo guarde? Tengo poca tierra, los campesinos son unos holgazanes, les disgusta el trabajo, no piensan más que en acudir a la taberna… Como me descuide un poco, al final de mis días me arrastraré por los caminos pidiendo limosna.

—No obstante —observó Chichikov con suma discreción—, tengo entendido que usted posee mil almas y pico.

—¿De dónde ha sacado eso? No lo crea. Se trataría de un bromista que pensó reírse de usted. Hablan de mil almas, pero comienza uno a contar y no halla nada. En estos tres últimos años esas malditas calenturas se me han llevado muchos campesinos.

—¿Qué está diciendo? —exclamó Chichikov con expresión entristecida—. ¿Son muchos los que han muerto?

—Sí, muchos.

—¿Cómo cuántos?

—Ochenta más o menos.

—¿De veras?

—No tengo por qué mentirle.

—Y dígame, estos muertos serán los que han fallecido desde que presentó usted la última relación al Registro, ¿no es cierto?

—Aún me conformaría si así fuera —contestó Plushkin—. Lo malo es que desde aquella fecha ascenderán a ciento veinte.

—¿De verdad? ¿Ciento veinte? —exclamó Chichikov, que se quedó boquiabierto por la sorpresa.

—Soy muy viejo para andar mintiendo, padrecito —dijo Plushkin—. Ya me acerco a los setenta.

Dio la impresión de que las exclamaciones casi jubilosas que lanzó Chichikov le habían ofendido. Éste se dio cuenta de que en verdad resultaba inconveniente su indiferencia ante el infortunio ajeno. Suspiró, pues, profundamente, y dijo que lo lamentaba.

—De nada sirven las condolencias —replicó Plushkin—. No muy lejos de aquí vive un capitán que el diablo sabe de dónde ha venido y que se dice pariente. Me llama tío y me besa la mano. Cuando empieza a condolerse lanza tales gritos que me veo obligado a taparme los oídos. Su rostro es completamente rojo, sin duda siente una gran afición por la bebida. Seguramente derrochó su fortuna junto con otros oficiales, o se arruinó por culpa de una actriz de teatro, y ahora me viene con sus condolencias.

Chichikov intentó explicarle que su condolencia era muy distinta a la del capitán, y que se hallaba dispuesto a demostrárselo no con palabras vanas, sino con hechos. Y a continuación, sin rodeos, se declaró dispuesto a hacerse cargo del deber de pagar los impuestos que correspondían a todos los mujiks fallecidos en tan lamentable ocasión. Su ofrecimiento pareció dejar tremendamente atónito a Plushkin. Abrió los ojos desorbitadamente, permaneció durante un buen rato contemplando a su interlocutor, y al fin dijo:

—Usted, padrecito, ¿no estuvo por casualidad sirviendo en el ejército?

—No —repuso Chichikov con bastante malicia—. He sido funcionario civil.

—¿Funcionario civil? —repitió Plushkin, quien comenzó a chuparse los labios como si comiera algo—. ¿Cómo es posible? Pues usted saldría perdiendo…

—Sólo por darle gusto estoy dispuesto a hacerme cargo de las pérdidas.

—¡Ay, padrecito! ¡Ay, mi benefactor! —exclamó Plushkin, sin advertir que, con la alegría, de la nariz le salían unas motas de color tabaco que parecían posos de café, y que los faldones de su bata se habían entreabierto, enseñando una indumentaria harto indecorosa—. ¡Ha llegado a consolar a este pobre viejo! ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, santos del cielo!

Plushkin no pudo continuar. Sin embargo, apenas había transcurrido un minuto cuando esta alegría, tan de repente aparecida en aquella cara de madera, se esfumó con idéntica rapidez, recobrando su aspecto acostumbrado, y sus facciones indicaron con toda claridad la preocupación en que se había sumido. Hasta se limpió con el pañuelo, con el que hizo una pelota y comenzó a pasárselo por el labio superior.

—No obstante, permítame, no se ofenda. ¿Usted se compromete a pagar las cargas todos los años? ¿A quién dará el dinero, a mí o al fisco?

—Le diré cómo lo haremos: vamos a firmar una escritura como si aún vivieran y usted me los vendiera.

—Sí, una escritura… —repitió Plushkin, que se quedó meditabundo y otra vez comenzó a comerse los labios—. Pero la escritura representa gastos. Los que están en las oficinas son tan granujas… En otros tiempos podía uno taparles la boca con cincuenta kopecs y un saco de harina, pero en cambio ahora no se conforman con menos de un carro lleno de grano y un billete de diez rublos. Les agrada tanto el dinero… No comprendo cómo los sacerdotes no prestan atención a esto. Deberían decir algo en sus sermones, ya que, se diga lo que se quiera, contra la palabra de Dios no hay quien se atreva a ir.

«Tú supongo que sí te atreverías», se dijo Chichikov para sus adentros, y a continuación explicó que, en consideración a él, se hallaba dispuesto a dejar que los gastos de la escritura corrieran por su cuenta.

Cuando oyó que también se encargaría de los gastos de escritura, Plushkin llegó a la conclusión de que el visitante era un perfecto idiota y que mentía al asegurar que había sido funcionario civil, siendo así que estuvo sirviendo en el ejército y corrió detrás de las actrices. A pesar de todo no fue capaz de ocultar su júbilo, y deseó toda clase de venturas no sólo a Chichikov sino también a sus descendientes, sin detenerse siquiera a preguntar si realmente tenía hijos. Se aproximó a la ventana, dio con los nudillos varios golpes en el cristal y después gritó:

—¡Eh, Proshka!

Un minuto después se oyó que alguien entraba en el zaguán a todo correr y se entretenía allí durante un buen rato. Se oyó andar a alguien que llevaba botas, se abrió por último la puerta y penetró Proshka, un mozalbete de trece años calzado con unas botazas tan enormes que cuando caminaba se le salía casi de los pies. Explicaremos en seguida por qué Proshka llevaba unas botas de tal tamaño. Para toda la servidumbre no había más que un solo par de botas, que debía estar siempre en el zaguán. Todo aquel que se dirigiera a los aposentos del señor debía atravesar el patio descalzo, calzarse en el zaguán y, así calzado, se introducía en el aposento. Cuando se marchaba volvía a dejar las botas en el zaguán y regresaba pisando sobre sus propias suelas. Si alguien hubiera mirado a través de la ventana en los días otoñales, y especialmente por la mañana, cuando comenzaban las heladas, habría podido ver a los criados saltando de modo tal como no era fácil que lo hiciera en el teatro el más ágil danzarín.

—Mira qué rostro, padrecito —dijo Plushkin dirigiéndose a Chichikov mientras con un dedo señalaba a Proshka—. Es más bruto que un leño, pero en cuanto uno se despista y olvida algo por ahí, tendría que ver cómo la roba. ¿Qué quieres, idiota? ¿A qué has venido?

Plushkin guardó silencio, a lo que Proshka respondio con otro silencio.

—Pon el samovar, ¿me oyes? Coge la llave y entrégasela a Mavra, que vaya a la despensa y en la repisa verá un pedazo de la mona de Pascua que trajo Alexandra Stepanovna; dile que lo traiga para el té… Aguarda, ¿adónde vas? ¡Bruto, que eres un bruto! ¿Acaso tienes hormiguillo en los pies? Escúchame primero: el bizcocho está un poco estropeado por la parte superior, de modo que dile que lo raspe con el cuchillo y que no eche las migas, que las lleve al gallinero. ¡Si te metes tú en la despensa ya sabes lo que te espera! ¡Una buena ración de jarabe de porra! Si tienes ahora buen apetito, después aún lo tendrás mejor. Intenta entrar en la despensa, que yo aguardaré mirando por la ventana. Uno no puede fiarse de nadie —continuó volviéndose hacia Chichikov en cuanto Proshka se hubo marchado con sus botas.

Acto seguido miró con recelo al visitante. Una magnanimidad tan fuera de lo normal comenzó a parecerle inconcebible, y se dijo para sus adentros: «¡Diablos! Quizá sea un presuntuoso, igual que todos esos derrochadores. ¡Miente, miente para conversar un rato y que le invite a tomar el té, y después se marchará por dónde ha venido!». De ahí que, como medida de precaución y a fin de probarlo, manifestó que sería preferible hacer la escritura cuanto antes, ya que uno no puede estar seguro de nada: hoy está vivo y mañana Dios sabe.

Chichikov declaró que estaba dispuesto a formalizar la escritura en seguida, si así lo quería él, y pidió la relación de todos los mujiks.

Esto tranquilizó a Plushkin. Fue fácil ver que estaba pensando algo, y así era, cogió las llaves, se encaminó al armario, y después de abrirlo anduvo por un buen rato entre las tazas y los vasos; por último dijo:

—No logro encontrarlo, pero aquí guardaba un licor de excepción. ¡Tal vez se lo han bebido! Son unos bandidos. ¿Será esto?

Chichikov advirtió que tenía en sus manos una botella enteramente cubierta de polvo, como si llevara una camiseta.

—Lo hizo mi difunta esposa —prosiguió Plushkin—. Esa sinvergüenza del ama de llaves lo dejó sin ni siquiera taparlo. ¡La muy miserable! Se metieron en él gusanos y todo género de porquería, pero yo lo saqué y aquí está todo limpiecito. Voy a servirle una copa.

Pero Chichikov se negó a tomar aquel licor, afirmando que ya había comido y bebido.

—¡Ya ha comido y bebido! —exclamó Plushkin—. Sí, por supuesto, a la gente de buena sociedad se la distingue en el acto: no han comido y se muestran satisfechas. En cambio, a cualquier granuja de ésos, por mucho que le ofrezcas… Siempre que se presenta el capitán, lo primero que hace es pedirme algo de comer. Me llama tío, y soy yo tan tío suyo como él abuelo mío. Sin duda en su casa carece de todo y por eso pasa el tiempo yendo de una parte a otra. Decía usted que le hace falta una relación de todos esos haraganes, ¿no es cierto? Yo los había anotado en un papel, como si lo supiera, a fin de excluirlos cuando tuviera lugar la primera revisión.

Plushkin se caló las gafas y comenzó a buscar entre sus papeles. Al desatar todo tipo de legajos obsequió al visitante con tal cantidad de polvo que éste no pudo por menos que estornudar. Por último extrajo un papel totalmente lleno de anotaciones. Los nombres de los mujiks aparecían más apretujados que las moscas. En él había de todo: Paramonov, Pimenov, Panteleimonov… e incluso se asomó cierto Grigori Irás no Llegarás. En total resultaban ser más de ciento veinte. Chichikov esbozó una sonrisa cuando observó tal abundancia. Guardó el papel en un bolsillo y dijo a Plushkin que debería acudir a la ciudad para firmar la escritura.

—¿A la ciudad? ¿Por qué? ¿Voy a dejar sola la hacienda? De mi gente no se puede uno fiar, aquí todos son granujas o ladrones. En un solo día son capaces de dejarme incluso sin un clavo en que colgar mi caftán.

—¿Y no tiene usted allí algún conocido?

—¿A quién quiere que tenga? Todos mis conocidos están ya muertos o han dejado de ser conocidos. ¡Ah, padrecito! ¡Sí, tengo uno! —exclamó de pronto—. Conozco al propio presidente, en otros tiempos acostumbraba a visitarme. ¡Cómo no lo he de conocer! ¡Por supuesto que lo conozco! ¿A quién, si no, podré escribir?

—Claro está que a él.

—¡Éramos muy buenos amigos! En el colegio habíamos sido compañeros.

Por aquel rostro de palo se deslizó algo que quería parecerse a un cordial rayo de luz; manifestó no un sentimiento, sino el débil reflejo de un sentimiento, algo que se podría comparar a cuando en la superficie de las aguas surge de pronto alguien que se está ahogando y entre la muchedumbre que invade la orilla se oye una exclamación de júbilo. No obstante la alegría era prematura; a pesar de que sus hermanas y hermanos le arrojan una cuerda en espera de ver sus hombros o sus manos agotados por la lucha, aquella aparición era la última. Todo permanece sordo, y la superficie del mudo elemento, tranquila y reposada tras el último esfuerzo del infeliz, parece aún más horrible y desierta. Así la cara de Plushkin, en la que por un instante se había deslizado una sombra de sentimiento, se volvió todavía más insensible y chabacana.

—Encima de la mesa tenía una cuartilla —dijo— pero no sé qué se habrá hecho de ella. De esta gente se puede uno fiar tan poco…

Miró debajo de la mesa y sobre ella, buscó por todas partes y al fin gritó:

—¡Mavra! ¡Mavra!

Como respuesta a su llamada compareció una mujer llevando en la mano un plato en el que descansaba el pedazo de bizcocho de cuya existencia ya está informado el lector. Entre ellos se entabló el diálogo que sigue:

—¿Qué has hecho con el papel, malvada?

—Le aseguro, señor, que no he visto más papel que el pedazo de que se sirvió usted para tapar la copa.

—Leo claramente en tus ojos que lo has robado.

—¿Y por qué iba a robarlo? No me serviría de nada, yo no sé de letras.

—Mientes, se lo has dado al sacristán; él sabe escribir y se lo diste a él.

—Si el sacristán necesita papel, él mismo se lo puede proporcionar. ¡Yo no he visto el suyo!

—Espera, que el día del Juicio Final dos diablos te van a quemar con chuzos de hierro. ¡Ya verás cómo te asan!

—No, no me asarán, pues ni siquiera he tenido en la mano ese papel. Quizá se me pueda reprochar alguna debilidad de mujer, pero lo que jamás podrá decir nadie es que yo sea una ladrona.

—Los diablos te tostarán. Dirán: «¡Toma tu merecido, sinvergüenza, por haber engañado a tu señor!». ¡Pues vaya si te asarán!

—Pero yo les diré: «¡La culpa no es mía! ¡Os aseguro que la culpa no es mía, yo no lo robé…!». Pero si está ahí, sobre la mesa. ¡Siempre me está acusando sin razón alguna!

Plushkin vio, realmente, el papel, y durante unos instantes permaneció en silencio. Después se mordió los labios y dijo:

—¿Por qué te pones así? ¡Menuda escandalosa estás hecha! En cuanto se le dice una palabra, ella responde con diez. Bueno, ve a buscar la lumbre para lacrar la carta. No, espera, eres capaz de coger la vela de sebo, y el sebo se derrite muy pronto, se consume y se acabó. No son más que gastos inútiles. Vale más que traigas una astilla encendida.

Mavra se marchó. Plushkin tomó asiento en la butaca, cogió la pluma y aún permaneció durante un buen rato dando vueltas al papel tratando de ver si podría partirlo por la mitad. Al fin llegó a la conclusión de que eso no era posible, mojó la pluma en el tintero, que contenía no sólo un líquido mohoso sino también una infinidad de moscas, y comenzó a escribir. Lo hacía con unas letras semejantes a las notas de música, intentando sujetar la mano, que se le disparaba por toda la cuartilla, y escribiendo todo lo apretado que podía, aunque lamentándose, con todo, por el mucho espacio en blanco que quedaba.

¡A qué grado de mezquindades, a qué minucias y bajezas puede llegar a caer el hombre! ¡Hasta qué punto puede transformarse! ¿Tiene esto visos de verdad? Sí que lo tiene, todo le puede suceder al hombre. El que hoy es un impetuoso joven se quedaría horrorizado si contemplara el retrato de lo que será en su vejez. Llevaos con vosotros todos los impulsos humanos cuando salgáis de los fáciles años de la juventud para entrar en la severa virilidad que todo lo endurece. Lleváoslo, no los abandonéis en el camino. ¡Después no os será posible recuperarlos! ¡La vejez que os aguarda, horrible y temible, jamás devuelve nada! Más compasiva que la vejez es la sepultura, en ella se escribirá: «Aquí han enterrado a un hombre», pero nada se puede leer en los insensibles y fríos rasgos de la inhumana vejez.

—¿Sabe usted de algún amigo al que le hagan falta siervos fugitivos? —preguntó Plushkin mientras doblaba la carta.

—¿Acaso han huido algunos? —se apresuró a preguntar a su vez Chichikov, poniéndose alerta.

—Sí, ciertamente. Mi yerno trató de informarse y dice que no hay modo de hallarlos, pero él es militar, y a los militares ya se sabe, les complace hacer sonar las espuelas, pero en cuanto tienen que hacer gestiones en los tribunales…

—¿Cómo cuántos serán?

—Deben llegar ya a los setenta.

—¿De veras?

—Como se lo digo. No hay año en que no escape alguno. Son gentes muy comilonas, el ocio les abre el apetito y yo no dispongo de lo suficiente ni para mí mismo. Los cedería a cualquier precio. Dígale usted a su amigo que me los compre. Con que logre encontrar aunque sólo sea diez de ellos, hará un buen negocio, ya que cada siervo inscrito en el Registro vale quinientos rublos.

«No, no es cuestión de que esto lo huela ningún amigo», pensó Chichikov, y contó que no habría nadie a quien le interesara el negocio, pues los gastos alcanzarían una suma más elevada, porque los tribunales deberían hacer gestiones por muchas partes. Pero si él se encontraba tan apurado, impulsado por la simpatía que le había inspirado, estaba dispuesto a dar…, aunque era una bagatela de la que ni siquiera valía la pena hablar.

—¿Cuánto estaría dispuesto a dar? —inquirió Plushkin, a quien las manos le temblaban como el azogue a causa de su avaricia.

—Le daría veinticinco kopecs por cada uno.

—Y cómo pagaría, ¿al contado?

—Sí, ahora mismo le entregaría el dinero.

—Sólo le voy a rogar, padrecito, que, considerando mi pobreza, me los pague a cuarenta kopecs.

—Mi apreciado amigo —dijo Chichikov—, no sólo a cuarenta kopecs, sino incluso a quinientos rublos se los pagaría. Lo haría con sumo gusto, pues veo que es usted un anciano bueno y honorable que sufre precisamente debido a su propia bondad.

—Tiene toda la razón —dijo Plushkin meneando acongojado la cabeza—. Mi bondad es la culpable de todo.

—¿Lo ve usted? Inmediatamente he comprendido su carácter. Y por lo tanto, ¿por qué no iba a pagarle quinientos rublos por cada uno? Pero… no poseo bienes. Estoy dispuesto a subir cinco kopecs más para que de esta manera salga a treinta kopecs por cabeza.

—Como diga, padrecito, pero debería aumentar aunque sólo sean dos kopecs.

—De acuerdo, pondré otros dos kopecs. ¿Cuánto son en total? Creo que antes habló de setenta.

—No, son setenta y ocho.

—Setenta y ocho, setenta y ocho a treinta kopecs por cabeza, serán… —nuestro protagonista se detuvo a pensar un segundo, no más, y añadió—: Resultan veinticuatro rublos con noventa y seis kopecs —pues, estaba fuerte en aritmética.

En seguida hizo que Plushkin le extendiera el recibo y a continuación le dio el dinero, que el viejo recibió con las dos manos y llevó hasta el escritorio con idénticas precauciones que si fuera un líquido y temiera verterlo. Se aproximó al escritorio, volvió a mirar el dinero y lo dejó, también con toda precaución, en una de las gavetas, donde sin duda estaban condenados a quedarse enterrados hasta el momento en que padre Karp o el padre Polikarp, los dos sacerdote que había en su aldea, lo enterraran a él mismo, con gran alegría de su hija y de su yerno, y quizá también del capitán que decía ser pariente suyo.

Después de haber guardado el dinero, Plushkin tomó de nuevo asiento en la butaca como si no consiguiera hallar otros temas de que hablar.

—¿Ya se marcha? —preguntó, al advertir un ligero movimiento que Chichikov había hecho para sacar del bolsillo su pañuelo.

La pregunta le hizo recordar que, efectivamente, no había razón para detenerse más.

—Sí, ya es hora de irme —dijo al mismo tiempo que cogía el sombrero.

—¿Y el té?

—No, será en otra ocasión. Lo tomaremos la próxima vez que venga por aquí.

—¡Y yo que había ordenado que prepararan el samovar! Si he de decirle la verdad, no siento gran afición por el té, es una bebida cara y el azúcar ha subido de precio extraordinariamente. ¡Proshka! ¡Ya no es necesario el samovar! Llévale el bizcocho a Mavra, ¿me oyes? Que lo deje donde estaba, o no, tráelo aquí y yo mismo lo llevaré. Adiós, padrecito, que Dios le bendiga. Y déle la carta al presidente. Sí, que la lea, es un antiguo conocido mío. ¡Cómo no! En el colegio fuimos compañeros.

Acto seguido este peregrino fenómeno, este enjuto vejete, salió al patio a despedirle, y luego ordenó que cerraran el portón. Después pasó revista a las despensas para asegurarse de que se hallaban en su puesto los guardas, los cuales estaban en todas las esquinas, golpeando alguna que otra vez en un tonel vacío, en lugar de la habitual chapa de hierro, con una pala de madera; seguidamente llegó hasta la cocina, donde, bajo el pretexto de comprobar si se daba bien de comer a su gente, se tragó un buen plato de sopa de col y gachas, riñendo a todos los presentes por sus latrocinios y su mal comportamiento, y finalmente regresó a su aposento. Una vez a solas, pensó hasta en el modo de agradecer a su visitante aquella generosidad sin par.

«Le puedo regalar el reloj de bolsillo —se dijo para sus adentros—. Es un reloj bueno, de plata, y no cualquier cosa de bronce o de alpaca. Está un poco estropeado, pero ya lo arreglará. Es joven aún y le hace falta reloj de bolsillo para gustar a su novia. Pero no —agregó tras haberlo pensado un poco—, vale más que se lo deje cuando me muera, en el testamento, para que le sirva de recuerdo mío».

No obstante Chichikov, sin necesidad alguna de reloj, se encontraba en la mejor disposición de ánimo. La inopinada adquisición representaba un verdadero regalo. Efectivamente, dijeran lo que quisieran, ¡se trataba de doscientas almas, y no sólo muertas, sino que así mismo había fugitivos! Es verdad que cuando se aproximaba a la aldea de Plushkin presentía ya que llevaría a cabo un buen negocio, pero ni muchísimo menos imaginaba que le saldría tan redondo.

En el transcurso del camino no le abandonó ni por un momento el extraordinario alborozo que le poseía. Se ponía a silbar, se llevaba la mano a la boca de modo que parecía que tocaba la trompa, e incluso entonó una canción tan extraña que el mismo Selifán se quedó escuchando, movió la cabeza y comentó:

—¡Vaya cómo canta el señor!

Al llegar a la ciudad se había hecho ya de noche. La sombra se confundía totalmente con la luz y se tenía la sensación de que incluso los mismos objetos se confundían también. La barra de las puertas de la ciudad, con sus franjas de color rojo, había adquirido una tonalidad indefinida. Los bigotes del soldado que estaba de guardia parecían habérsele subido a la frente, bastante por encima de los ojos, y no se le podía ver la nariz. El ruido y las sacudidas manifestaron con toda claridad que el carruaje se deslizaba ya sobre el empedrado.

Los faroles no estaban aún encendidos y apenas en algunas casas se advertía luz. En los rincones y callejuelas se sucedían conversaciones y escenas propias de aquélla de las ciudades en que hay gran número de soldados, de cocheros, de operarios y de seres de un género particular en figura de damas cubiertas por chales rojos que no usaban medias y que, al igual que los murciélagos, iban revoloteando por las esquinas.

Chichikov no se dio cuenta de su presencia, ni siquiera prestó atención a los innumerables funcionarios flacos y con bastón que probablemente volvían a su casa tras un paseo por los alrededores de la ciudad. De vez en cuando llegaban a sus oídos gritos que parecían de mujer: «¡Mientes, borracho! ¡Jamás te he tolerado tal clase de groserías!», «¡No me pegues, bestia! ¡Acompáñame a la comisaría y allí te lo demostraré!». En resumen, expresiones que queman como la pez hirviendo a cualquier muchacho de veinte años cuando, al regresar del teatro, lleva en su pensamiento una calle española, la noche de España y una maravillosa imagen de mujer de rizados cabellos y con una guitarra en sus manos. ¿Qué sueños no bullirán en su mente?

Se halla en el paraíso, ha acudido a visitar a Schiller, cuando de pronto estallan como trueno las fatales palabras y advierte que otra vez ha regresado a la tierra, que se halla en la plaza Sennaia, muy cerca de una taberna, y de nuevo se ve envuelto en las miserias de la vida cotidiana.

Por último, tras una sacudida más que mediana, el carruaje pareció quedar como en una zanja, frente a la puerta de la posada, y Chichikov fue recibido por Petrushka, quien con una mano sujetaba los faldones de su levitón, ya que le molestaba que se le abriera, mientras que con la otra le ayudó a apearse. También salió a su encuentro el mozo de la posada, llevando una vela en la mano y el paño al hombro. Ignoramos si Petrushka se mostró contento de la llegada de su señor. Pero sí sabemos que él y Selifán se hicieron guiños y que su rostro, tan severo habitualmente, pareció aclararse algo.

—Ha pasado el señor largo tiempo fuera —dijo el mozo mientras alumbraba la escalera.

—Sí —dijo Chichikov al subir el primer peldaño—. Bueno, ¿y tú, qué me cuentas?

—A Dios gracias estoy bien —repuso el mozo haciendo una inclinación—. Ayer llegó un militar. Es teniente, y ocupa la habitación dieciséis.

—¿Un teniente?

—No sabemos de quién se trata. Vino de Riazán, trae caballos bayos.

—Bueno, bueno, ya veremos cómo te sigues portando —dijo Chichikov, y penetró en su aposento.

Cuando cruzó el vestíbulo venteó el aire y dijo a Petrushka:

—Lo menos que podías haber hecho es ventilar la habitación.

—Ya lo hice —repuso Petrushka, pero era falso.

El propio señor sabía muy bien que estaba mintiendo, pero no sentía deseos de discutir. Estaba en extremo fatigado después del viaje. Pidió que le sirvieran una cena muy ligera, solamente cochinillo, y enseguida se desnudó, se metió bajo las sábanas y quedó profundamente dormido, como un tronco, como sólo son capaces de hacerlo los felices mortales que desconocen lo que son las hemorroides y las chinches, y que no están dotados de una capacidad intelectual demasiado elevada.