Nuestro protagonista se marchaba con el resuello todavía en el cuerpo. A pesar de que los caballos avanzaban a todo galope y la aldea de Nozdriov se había perdido ya de vista, quedando oculta tras los campos y las colinas, no dejaba de volver la cabeza con temor, pensando que podían haber salido tras él y si estarían a punto de darle alcance. Aspiraba con dificultad y al ponerse la mano sobre el corazón se dio cuenta de que saltaba como pájaro encerrado en una jaula.
«¡Qué manera de hacerme sudar! Ese…». Y entonces volcó sobre Nozdriov deseos y maldiciones de todo tipo, con los que mezclaba incluso palabras gruesas. ¿Qué se le va a hacer? Era ruso, y por otra parte estaba sumamente enojado. El asunto no era como para no tomarlo en serio.
«De no haber aparecido muy oportunamente el capitán de policía —pensaba—, tal vez allí mi existencia habría llegado a su fin. Habría desaparecido de igual modo que desaparece una burbuja en el agua, sin dejar huella de su paso, ni descendencia, sin ver a mis futuros hijos, ni a mi fortuna ni un apellido decente». Pues nuestro protagonista sentía gran preocupación por su descendencia y porvenir.
«¡Qué señor tan repugnante! —se decía Selifán—. Es el primero que veo como él. Se merece que le escupiera en la cara. A la persona no le des comida si no quieres, pero al caballo tienes la obligación de alimentarlo, puesto que a él le gusta la avena. Es su alimento. La avena representa para él lo que la comida para nosotros: es su sustento».
Los caballos parecían asimismo haber sacado no muy buena impresión de Nozdriov. No sólo «Asesor» y el bayo estaban de mal humor, sino también el blanco. A pesar de que a él le tocaba la peor ración de avena y Selifán se la arrojaba al pesebre exclamando: «¡Come, miserable!», lo que le echaba era avena, y no simple heno: la comía con sumo agrado y muchas veces introducía su largo morro en el pesebre de sus compañeros para probar lo que les habían dado a ellos, especialmente cuando Selifán se había ausentado de la cuadra. Pero en esta ocasión no les habían dado más que heno… Eso no estaba nada bien. Se veía claramente lo descontentos que estaban todos.
Pero poco después las reflexiones de los descontentos fueron interrumpidas cuando menos lo esperaban y de modo brusco. Todos, incluido el cochero, advirtieron la cosa cuando ya se les había echado encima un carruaje arrastrado por seis caballos y casi sobre ellos oyeron cómo gritaban la damas que iban en él, y las amenazas y maldiciones del otro cochero.
—¿No me has oído, imbécil, cuando te gritaba que giraras a la derecha? ¿Estás borracho?
Selifán se dio cuenta de que había cometido una falta, pero como al ruso le molesta reconocer su culpa ante los demás, a continuación se irguió, exclamando:
—¿Y por qué corrías tú tanto? ¿Acaso has dejado en la taberna tus ojos en prenda?
Acto seguido intentó hacer que su coche retrocediera a fin de desenredar los aparejos, pero no era ésta una empresa fácil, ya que todo se había hecho un lío.
El caballo blanco, sintiéndose curioso, olfateaba a los nuevos amigos que le habían aparecido a ambos lados. Mientras tanto las damas del otro carruaje, con el susto reflejado en la cara, investigaban en torno a ellas. Una era de edad y la otra una jovencita de dieciséis años, de dorada cabellera peinada con mucha gracia. El hermoso óvalo de su cara tenía la misma forma redondeada de un huevo recién puesto y, al igual que él, poseía su misma blancura transparente cuando las morenas manos del ama de llaves lo sacan del ponedero para observarlo al trasluz, frente a los resplandecientes rayos del sol. Sus suaves orejitas eran también transparentes, y se coloreaban con la cálida luz que las atravesaba. La expresión de susto que se advertía en sus labios entreabiertos e inmóviles, y las lágrimas de sus ojos, resultaban tan emotivas, que nuestro héroe la contempló con la mirada fija en ella sin hacer caso alguno del barullo que habían organizado los cocheros y los caballos.
—¡Hazte atrás, imbécil! —gritó con furia el otro cochero.
Selifán tiró de las riendas, el otro cochero hizo otro tanto, los caballos retrocedieron pero se enredaron de nuevo al pisar los tirantes, Para colmo, el blanco se sentía tan complacido con sus nuevos amigos que en modo alguno quería alejarse del carril al que le había empujado el Destino, y con el morro junto al cuello de su amigo, parecía estarle diciendo algo al oído, sin duda una necedad de primera clase, ya que el otro no paraba de mover las orejas.
No obstante, aquel barullo atrajo a los campesinos de una aldea felizmente cercana. Como un espectáculo de tal categoría es para el campesino una bendición de Dios, algo semejante a lo que para el alemán representa el periódico o el club, poco después se habían concentrado en gran número en torno a los carruajes, hasta el punto de que en la aldea únicamente quedaron las viejas y los niños pequeños.
Al fin soltaron los tirantes. Varios golpes que recibió el blanco en el morro le obligaron a retroceder. En resumen, los separaron. Pero sea por la indignación que experimentaban los demás caballos al ver que los separaban de sus amigos, sea por simple estupidez, la cuestión es que por más que el cochero les arreara con el látigo, permanecían como clavados, sin avanzar un solo paso.
El interés de los campesinos aumentó hasta extremos inconcebibles. Los consejos se sucedían, todos intentaban meter baza:
—Tú, Andriushka, agarra por las riendas al de la derecha, y tú, tío Mitai, móntate en el de varas. Vamos tío Mitai, móntate.
El tío Mitai, larguirucho y enjuto, con barba de color rojizo, hizo lo que le indicaban, transformándose en algo parecido a un campanario de aldea, o más todavía, a uno de los ganchos con que se extrae el agua de un pozo. El cochero fustigó a los caballos, pero tanto esto como los incesantes esfuerzos del tío Mitai fueron inútiles.
—¡Detente, detente! —gritaron los campesinos—. Tío Mitai, móntate en el derecho, y tú, tío Minai, monta en el de varas.
El tío Minai, un campesino de robustas espaldas, barba negra como la pez y vientre semejante al enorme samovar en que se calienta el hidromiel para todos los ateridos asistentes al mercado, se montó con gusto al caballo de varas, que estuvo a punto de derribarse bajo su peso.
—Ahora irá bien la cosa —gritaron los campesinos—. Dale, dale a éste.
Suéltale un latigazo a ese otro que se agita como si fuera un koramora[21].
Al ver, no obstante, que todo continuaba igual y que los latigazos no surtían efecto alguno, el tío Mitai y el tío Minai montaron ambos en el caballo de varas, y en el de la derecha se subió Andriushka. Por último el cochero, agotada su paciencia, prescindió de la ayuda del tío Mitai y del tío Minai, e hizo bien, ya que los caballos estaban bañados en sudor, como si hubieran recorrido de una galopada la distancia que les separaba de la estación de postas. Los dejó reposar un rato, y los caballos mismos se desenredaron y continuaron su camino.
En el transcurso de todas estas maniobras, Chichikov se quedó mirando muy atentamente a la joven desconocida. Intentó en repetidas ocasiones iniciar conversación con ella, pero las cosas le salieron mal.
Entretanto, las damas prosiguieron su viaje y la hermosa cabecita, los suaves rasgos de su rostro y el fino talle se esfumaron como si fueran una visión.
Y otra vez se quedaron solos en el camino el carruaje, los tres caballos ya conocidos por el lector, Selifán, Chichikov y la soledad de los vastos campos que les rodeaban. En la vida, cualquiera que sea el sitio que consideremos, ya entre las ásperas, pobres, endurecidas y sucias capas inferiores, ya entre las superiores, frías hasta la monotonía y aburridamente pulcras, en todas partes, aunque sólo sea una vez, se encuentra el hombre con una visión totalmente distinta a cuanto hasta aquel momento ha hallado y que, cuanto menos una vez, despierta en él sentimientos muy contrarios a los que en él latían y latirán en el transcurso de toda su vida.
Constantemente, a través de las tribulaciones y pesares de que aparece entretejida nuestra vida, cruza gozosa una resplandeciente alegría, como una refulgente carroza tirada por bellos caballos con jaeces de oro y cristales que deslumbran al sol, que, de pronto, cruza una mísera aldehuela perdida, que jamás vio otra cosa que los carros de los mujiks, mientras que los campesinos se quedan durante largo tiempo boquiabiertos y con el gorro en la mano aun después de haber perdido de vista el fantástico carruaje. Así, pues, cuando menos lo esperábamos, surgió la jovencita rubia en nuestra narración y, con igual rapidez desapareció de ella.
De haber sido Chichikov un muchacho de veinte años, estudiante o bien húsar, o sencillamente un joven que daba los primeros pasos en el camino de la vida, ¡Santo Dios, qué sentimientos habrían nacido en él! ¡De qué manera se habría removido y hablado su alma! Durante mucho rato se habría quedado abstraído en aquel lugar, con la mirada fija en la lejanía sin ver lo que se ofrecía a sus ojos, no acordándose ya de su viaje ni de las reconvenciones y los reproches que le aguardaban por su retraso, no acordándose de su persona, de sus asuntos, del mundo ni de todo lo que en él existe.
Pero nuestro protagonista era hombre de alguna edad, y estaba dotado de un carácter prudente y frío. También él permaneció meditabundo, pero sus pensamientos fueron muy positivos, no había en ellos nada de vaguedad, y hasta en cierto modo eran unas ideas sólidamente fundadas.
«¡Qué maravillosa mujercita! —se decía para sus adentros mientras abría la tabaquera y tomaba una pulgada de rapé—. Sin embargo, ¿qué es lo mejor que posee? Por lo que parece, ha salido recientemente de un pensionado o instituto; no tiene nada de mujer, es decir, nada de eso que precisamente resulta en las mujeres más grato. Ahora es como una niña, en ella nada es complicado, dice lo que piensa y ríe cuando le apetece. Con ella es posible hacer todo cuanto se quiera, puede llegar a convertirse en una maravilla, o puede resultar un guiñapo, ¡y resultará un guiñapo! Será suficiente que la cojan por su cuenta la mamaíta y las tiítas. En escasamente un año la llenarán de toda clase de ideas de mujer hasta el extremo de que ni su propio padre logrará conocerla. Así surgirán en ella la presunción y la altivez, comenzará a moverse de acuerdo con instrucciones aprendidas de memoria; la atormentarán los quebraderos de cabeza, preguntándose con quién, cuando y cómo se debe hablar, y cómo se debe mirar a cada cual; constantemente estará temiendo hablar más de la cuenta; llegará a hacerse una confusión con todo y acabará mintiendo siempre. ¡El diablo sabe cómo terminará!».
Durante un rato permaneció en silencio, y después continuó:
«Me gustaría enterarme de algo acerca de su familia. ¿Quién puede ser su padre? ¿Un rico propietario de buen carácter, o simplemente un hombre sensato que ejerciendo su cargo ha sabido reunir algún capital?, porque si, supongámoslo, a esta jovencita le dan una dote de doscientos mil rublos, resultaría un bocado maravilloso, realmente magnífico. Podría hacer feliz, por así decirlo, a cualquier hombre formal».
Los doscientos mil rublos comenzaron a presentársele de modo tan agradable, que en su interior comenzó a reprocharse no haberse valido de aquel incidente para preguntar al cochero o al postillón la identidad de las dos viajeras. Sin embargo, pronto surgió a lo lejos la aldea de Sobakevitch, que le distrajo de sus reflexiones y le hizo volver a la materia que en todo momento le ocupaba.
Encontró la aldea bastante grande. Dos bosques, uno de pinos y otro de abedules, se extendían a derecha e izquierda semejantes a dos alas, una oscura y otra más clara. En el centro se alzaba un edificio con buharda cuya techumbre estaba pintada de rojo y las paredes de color gris bastante oscuro, un edificio muy semejante a los que se construyen para los campamentos militares y para los colonos alemanes. Se veía claramente que su construcción había representado una incesante lucha entre el arquitecto y los deseos del propietario… El primero era extremadamente formalista y le gustaba la simetría, y en cambio el segundo quería la comicidad. Así, había ordenado que en un ala taparan todas las ventanas, practicando, por el contrario, un ventanuco que sin duda era necesario para dar luz a algún oscuro aposento.
De igual manera el frontal no correspondía al centro de la casa, por más que el arquitecto se hubiera esforzado, ya que el propietario había ordenado quitar una columna lateral, con lo cual resultaba que las columnas no eran cuatro, como al primer momento se creía, sino sólo tres. Una valla de sólida madera y constituida por tablas de enorme grosor rodeaba todo el patio.
Todo indicaba muy a las claras que el dueño se preocupaba en extremo por la solidez. Para los cobertizos, la cuadra y la cocina se habían utilizado gruesos y pesados troncos, como si fueran construcciones hechas para conservarse durante siglos enteros. Las cabañas de los campesinos eran asimismo tremendamente sólidas. Ninguna de ellas tenía adornos tallados o cualquier clase de filigranas, pero eran resistentes y estaban bien terminadas. Hasta el pretil del puente había sido levantado con unos troncos de roble de grosor como solamente se ven en los barcos y en los molinos. En resumen, se mirara donde se mirase, todo aparecía hecho a conciencia, fuerte, aunque en extremo pesado.
Cuando se aproximó al portal, Chichikov pudo distinguir dos cabezas que se asomaban casi al mismo tiempo por una ventana: una era de mujer, con cofia, y su rostro, estrecho y alargado, tenía la misma forma que un pepino; la otra era de hombre, ancha y redonda como esas calabazas de Molravia que en nuestro país se utilizan para hacer balalaicas ligeras de dos cuerdas, esos instrumentos que son el ornato y la distracción del joven de veinte años, presumido y osado, que guiña el ojo y silba a las muchachas de blanco pecho y cuello liso que forman corro en torno a él para escuchar su delicado rasgueo. A continuación los dos rostros desaparecieron. En la puerta apareció un criado que llevaba una chaquetilla gris de alto cuello azul, quien indicó a Chichikov que pasara al vestíbulo, adonde salió después el mismo dueño de la casa. En cuanto vio al recién llegado, dijo con voz ronca: «Tenga la bondad», y lo condujo a los aposentos interiores.
Chichikov lanzó una mirada de reojo a Sobakevitch y le pareció que estaba viendo a un oso de tamaño mediano. Para darle todavía más parecido, llevaba, un frac de color de la piel de oso, de mangas demasiado largas; los pantalones eran igualmente muy largos, y él caminaba de manera muy desgarbada, pisando sin cesar a quien se hallara en las inmediaciones. El color de su rostro era como el del hierro puesto al rojo, bastante parecido al de las monedas de cobre de cinco kopecs. Es de sobras sabido que en el mundo hay numerosos rostros como ése, que la Naturaleza forjó sin pensarlo demasiado, sin utilizar delicadas herramientas como el punzón, la lima y otras, sino que los forjó a hachazos; tras un hachazo surgió la nariz, después de descargar otro salieron los labios, mediante una gruesa barrena le taladró los ojos y, sin detenerse a pulir su obra, la arrojó al mundo exclamando: «¡Vive!».
Así era Sobakevitch, robusto y tallado toscamente. Su cabeza se mantenía más bien baja que alta, su cuello no hacía el más mínimo movimiento, y, a causa de esta rigidez, en contadas ocasiones miraba a su interlocutor, sino que contemplaba una esquina de la estufa o bien la puerta. Chichikov le miró de nuevo mientras pasaban al comedor. ¡Era verdaderamente un oso, un auténtico oso! A fin de completar el parecido, se llamaba Mijail Semionovich[22]. Conociendo ya muy bien la costumbre que tenía de pisar a cuantos se hallaban cerca, Chichikov avanzaba con sumo cuidado y siempre le cedía el paso. El mismo dueño de la casa pareció advertirlo y en seguida le preguntó:
—¿Acaso le he molestado?
Pero Chichikov le contestó dándole las gracias y añadiendo que todavía no había experimentado ninguna molestia.
En cuanto hubieron llegado a la sala, Sobakevitch, señalándole una butaca, volvió a decir:
—Tenga la bondad.
Chichikov tomó asiento y lanzó una ojeada a las paredes y a los cuadros que pendían de ellas. Todos representaban buenos mozos, generales griegos en su tamaño natural: Maurocordato vestido con guerrera y pantalones de color rojo, y provisto de lentes que cabaleaban sobre su nariz; Miauli, Kanaris. Se trataba de unos héroes con tales pantorrillas y bigotazos que sólo con verlos se echaba uno a temblar. Al lado de éstos, sin que nadie supiera por qué ni para qué, se hallaba Bragation[23], delgado y bajito, con unos pequeñísimos cañones y banderas al pie, encerrados en un diminuto marco.
A continuación se veía a la heroína griega Bobelina, cuya pierna parecía más gruesa que el torso de los petimetres que actualmente invaden los salones. Era como si el propietario, hombre fuerte y robusto, hubiera tenido el propósito de adornar la estancia con gentes no menos fuertes y robustas. Junto a Bobelina, al lado mismo de la ventana, se veía una jaula en la que estaba encerrado un tordo oscuro moteado de blanco, el cual guardaba también un gran parecido con Sobakevitch. Apenas habían tenido tiempo de quedar callados el recién llegado y el propietario, cuando abriéndose la puerta de la sala, penetró en el aposento la señora, dama de muy elevada estatura y que llevaba una cofia sujeta con unas cintas que habían sido teñidas en casa. Entró con aire majestuoso, manteniendo la cabeza erguida como una palmera.
—Ésta es mi Feodulia Ivanovna —dijo entonces Sobakevitch.
Chichikov se levantó y besó la mano a Feodulia Ivanovna, quien casi se la metió en la boca, por lo que tuvo oportunidad de advertir que se lavaba con la salmuera de los pepinos.
—Querida —continuó Sobakevitch—, te presento a Pavel Ivanovich Chichikov, a quien tuve el honor de conocer en casa del gobernador y en la del jefe de Correos.
Feodulia Ivanovna le indicó que tomara asiento, diciendo asimismo: «Tenga la bondad» y moviendo la cabeza del mismo modo que lo hacen las actrices cuando representan el papel de reinas. Después se sentó en el diván, y tras arrebujarse en su pañoleta de lana, ya no volvió a parpadear, ni siquiera a mover una ceja.
Chichikov alzó de nuevo la vista y vio otra vez a Kanaris con sus gruesas pantorrillas y sus largos bigotes, a la Bobelina y al tordo en la jaula.
Por espacio de cinco minutos permanecieron todos sin pronunciar palabra. Lo único que podía oírse era el repiqueteo que producía el tordo con su pico en los barrotes de la jaula, en el fondo de la cual había unos cuantos granos de trigo. Chichikov volvió a pasar revista a la estancia: todo lo que se encontraba en ella era macizo, fuerte, y tenía una extraña semejanza con el dueño de la casa. En un rincón de la sala había un barrigudo escritorio de madera de nogal, cuyas cuatro patas eran extraordinariamente absurdas. La mesa, las sillas, las butacas, todo era pesado y producía sensación de desasosiego. En resumen, cada cosa, cada silla, parecía estar diciendo: «¡Yo también soy Sobakevitch!», o «¡Yo también me parezco a Sobakevitch!».
—Nos acordamos de usted el jueves pasado, en casa de Iván Grigorievitch, el presidente de la Cámara —dijo por último Chichikov al ver que ninguno de los presentes tenía el propósito de hablar—. Fue una velada muy agradable.
—Sí, aquel día no fui a la casa del presidente —dijo Sobakevitch.
—Es una magnífica persona.
—¿Quién? —preguntó Sobakevitch mirando al rincón de la estufa.
—El presidente.
—Se lo habrá parecido a usted. Pero es un masón y un estúpido como no se puede encontrar otro en el mundo.
Chichikov se quedó cortado al oír una frase tan tajante; sin embargo, se rehizo y prosiguió:
—Es verdad, todos tienen sus defectos, pero, por el contrario, el gobernador es una persona excelente.
—¿Excelente el gobernador?
—Sí. ¿Acaso no es cierto?
—¡Es el mayor bandolero que pueda haber en el mundo!
—¿Qué me dice? ¿El gobernador, un bandolero? —exclamó Chichikov incapaz de comprender de qué modo el gobernador había parado en bandolero—. Debo confesarle que no lo suponía ni remotamente —continuó—. Permítame, no obstante, hacer notar que sus maneras no son de mala persona, sino que más bien se distingue por su delicadeza.
Y para demostrar su afirmación se puso a hablar de las bolsitas que sabía bordar y de la dulce expresión de su cara.
—También su rostro es de bandolero —añadió Sobakevitch—. Si se le pone una navaja en la mano y se le deja en cualquier camino, es capaz de matar al primero que se le presente. ¡Lo matará por un kopec! Y el vicegobernador otro tanto, son tal para cual.
«No le hablaré más de ellos, parece que no le caen bien —se dijo Chichikov—. Voy a hablarle del jefe de policía, pues creo que de él sí es amigo».
—A pesar de todo —dijo—, debo confesarle que quien más me gusta es el jefe de policía. ¡Qué carácter tiene tan abierto y franco! ¡Qué sinceridad se advierte en su rostro!
—¡Es un granuja! —exclamó Sobakevitch con mucha sangre fría—. Es capaz de traicionarle, de engañarle, y se sentará con usted a la mesa. Los conozco muy bien a todos. Son unos pillos de siete suelas. Toda la ciudad es como ellos: un granuja cabalga sobre otro mientras un tercero los va azuzando. Son unos Judas. El único hombre honrado es el fiscal, y aun así, en realidad no es más que un cochino.
Tras estas loables, aunque compendiadas, biografías, Chichikov se dio cuenta de que lo mejor era pasar por alto a los restantes funcionarios, acordándose de que a los Sobakevitch les disgustaba hablar bien de nadie.
—Bien, querido —intervino entonces la mujer de Sobakevitch dirigiéndose a él—, es hora de ir a comer.
—Tenga la bondad —rogó el marido a Chichikov.
Se dirigieron a la mesa en la que estaban dispuestos los entremeses; el invitado y el dueño de la casa tomaron, como corresponde, una copa de vodka y menudencias de todo género, tanto saladas como no, a fin de despertar el apetito; o sea que hicieron como se acostumbra, a lo largo y a lo ancho de la espaciosa Rusia no sólo en las ciudades sino también en las aldeas. Seguidamente se encaminaron al comedor, precediéndoles, como un ganso, la dueña de la casa.
La mesa, un tanto pequeña, había sido dispuesta para cuatro comensales. El cuarto, que compareció poco después, era alguien de quien nos resultaría imposible decir si era casada o soltera, parienta, ama de gobierno o, sencillamente, habitante de la casa; se trataba de alguien sin cofia, de alrededor de treinta años, cubierta por un pañolón de vivos colores. Hay seres que existen en el mundo no como objetos, sino como pequeñas manchitas o motitas sobre un objeto. Se hallan todas ellas en un mismo lugar, mantienen de igual manera la cabeza, la mayoría de las veces las toma uno por un oso y piensa que desde que nacieron sus labios jamás pronunciaron una sola palabra. Por el contrario, allá en la habitación de las criadas o en la despensa se convierten en una potencia.
—Esta sopa de coles es hoy muy buena, alma mía —dijo Sobakevitch sorbiendo cucharada tras cucharada, al mismo tiempo que se servía de la fuente un gran pedazo de ñaña, ese conocido manjar que se come con la sopa de coles y que consiste en un estomago de cordero relleno de gachas de alforfón, patas y sesos—. Una ñaña igual —continuó dirigiéndose ahora a Chichikov— no la comería usted en la ciudad. ¡El diablo sabe qué es lo que le servirían allí!
—No obstante, la mesa del gobernador es bastante buena —comentó Chichikov.
—¿Sabe de qué manera guisan? Si estuviera enterado de ello, le resultaría imposible probar un solo bocado.
—Ignoro cómo guisan, no estoy capacitado para juzgar, pero las chuletas de cerdo y el pescado cocido a vapor estaban deliciosos.
—Lo creería usted. Sé muy bien lo que compra en el mercado. Ese miserable de cocinero, que aprendió con un francés, compra un gato, y después de despellejarlo lo hace pasar por liebre.
—¡Huy, qué asco! —exclamó la mujer de Sobakevitch.
—De este modo es como lo hacen en todas sus casas, alma mía; yo no tengo ninguna culpa, pero así lo hacen. Los desperdicios, todo lo que aquí echa Akulka al basurero, con perdón sea dicho, ellos lo meten en la sopa. ¡Sí, en la sopa, como lo oyes!
—Siempre te pones a contar en la mesa cosas nada agradables —replicó la mujer de Sobakevitch.
—¡Qué quieres, alma mía! —dijo éste—. Si fuera yo quien lo hace… Pero sabes perfectamente que yo no comeré porquerías. Aunque me trajeras las ranas rebozadas en azúcar, no las probaría, como tampoco las ostras. Sé muy bien a qué se parecen las ostras. Sírvase usted cordero —continuó, volviéndose hacia Chichikov—. Esto es costado de cordero con gachas de alforfón. No se trata de la pepitoria que preparan en las comidas de los señores con una carne que desde cuatro días antes está en la plaza. Son inventos de los doctores franceses y alemanes. Yo los mandaría ahorcar a todos. ¡Han inventado la dieta, curan haciendo que la gente pase hambre! Son personas endebles y se imaginan que sus métodos sientan bien al estómago de los rusos. Todo eso no son más que invenciones suyas… —y en este punto Sobakevitch, enojado, sacudió la cabeza—. No hacen más que hablar de la ilustración y sobre la ilustración, y no obstante la ilustración es una porquería. Diría otra palabra, pero no lo hago por respeto, teniendo en cuenta que nos hallamos en la mesa. Yo no hago las cosas como ellos. Si hay cerdo, venga todo el cerdo a la mesa; cuando hay cordero, venga el cordero entero; y cuando hay ganso, ¡el ganso entero! Para mí vale más comer dos platos, pero en la cantidad necesaria, lo que mi estómago exige.
Y Sobakevitch avaló sus palabras con hechos. Después de haberse servido medio costado de cordero, se lo comió completamente, royendo y chupando hasta el más pequeño hueso.
«Sí —se dijo Chichikov para sus adentros—, es persona de buen diente».
—En mi casa somos muy distintos —continuó diciendo Sobakevitch, mientras se limpiaba las manos con la servilleta—. No hacemos igual que un Plushkin cualquiera, quien poseyendo más de ochocientas almas come y vive peor que mi pastor.
—¿Quién es ese tal Plushkin? —preguntó Chichikov.
—Es un pillo —repuso Sobakevitch—, un tacaño como usted no se puede hacer idea. Los presos de la cárcel viven mucho mejor que él. Mata a los suyos de hambre.
—¿Es cierto? —exclamó Chichikov interesado—. ¿Y dice usted que sus gentes se mueren en enormes proporciones?
—Se le mueren como moscas.
—¿Es posible que como moscas? Y dígame, ¿dónde vive? ¿Está cerca de aquí?
—A unas cinco verstas.
—¡Cinco verstas! —exclamó Chichikov, e incluso sintió que su corazón latía con más velocidad—. Al salir de su portón, ¿a qué lado se encuentra? ¿A la derecha o a la izquierda?
—Si quiere seguir mi consejo, no pregunte siquiera por el camino que conduce a la casa de ese perro —repuso Sobakevitch—. Es mucho mejor acudir a un lugar excusado que a su casa.
—No se lo preguntaba por nada, sino solamente porque me interesan los lugares más diferentes —contestó Chichikov.
Detrás del costado de cordero siguieron las empanadas, cada una de las cuales era de tamaño mucho mayor que un plato, y seguidamente un pavo tan grande como un ternero, que estaba relleno de huevo, hígado, arroz y Dios sabe qué más, todo ello metido en el vientre de dicha ave.
En este punto concluyó la comida, pero cuando Chichikov se levantó de la mesa tuvo la sensación de que había aumentado su peso en un pud.
Se encaminaron entonces a la sala, donde les aguardaban unos platos de dulce que no era ni de ciruela, ni de pera, ni de ninguna baya conocida, aunque, sin embargo, ni el invitado ni el dueño de la casa lo probaron.
La anfitriona se marchó con intención de llenar de dulce otros platos.
Chichikov, aprovechando que ella se hallaba ausente, se volvió hacia Sobakevitch, quien, apoltronado en su butaca, no hacía más que carraspear después de tan copiosa comida, y emitiendo unos sonidos ininteligibles, santiguándose de vez en cuando y tapándose la boca a cada instante con una mano. Chichikov le dirigió las palabras que siguen:
—Querría hablarle de cierto asuntillo.
—Aquí hay más dulce —interrumpió la anfitriona, que en aquel momento volvía con un plato—. Es de rábano preparado con miel.
—Luego —dijo Sobakevitch—. Tú puedes irte a tu aposento. Pavel Ivanovich y yo nos quitaremos el frac y reposaremos un rato.
La dueña de la casa iba a ordenar que trajeran edredones y almohadas, pero el anfitrión dijo:
—No es necesario, descansaremos en los sillones.
La anfitriona se retiró y Sobakevitch inclinó un poco la cabeza, como si se dispusiera a escuchar cuál era aquel asuntillo.
Chichikov comenzó de muy lejos, habló acerca del Imperio ruso y alabó grandemente su extensa superficie; dijo que ni siquiera la antigua monarquía romana había sido tan enorme, cosa que, con toda razón, llenaba de asombro a los extranjeros… Sobakevitch le escuchaba con la cabeza inclinada y sin pronunciar palabra. Y de acuerdo con las leyes que existen en este Imperio, continuó Chichikov, cuya gloria no tiene par, los siervos que están inscritos en el registro y cuyos trabajos en este mundo llegaron a su fin, continúan constando como existentes, mientras no se confeccione un nuevo registro, como si aún estuvieran vivos, con el propósito de no recargar las oficinas públicas, con una infinidad de datos minuciosos y absurdos, y de no rellenar más él ya de por sí complicado mecanismo estatal… Sobakevitch continuaba escuchándole con la cabeza inclinada. Y no obstante, aunque esta medida fuera muy justa, por otra parte resultaba en cierto modo gravosa para gran número de terratenientes, obligándoles a pagar las cargas como si se tratara de siervos vivos. Y él, impulsado por el aprecio que sentía por su amigo, estaba dispuesto a hacerse cargo de ese deber, verdaderamente gravoso. En cuanto a la materia principal, Chichikov se expresó con extremada cautela: no llamó a dichos siervos almas muertas, Sino simplemente inexistentes.
Sobakevitch le estuvo escuchando hasta el final con la cabeza agachada, sin que en su cara se notase ninguna expresión. Producía la sensación de que aquel cuerpo era algo sin alma, o de que, en caso de tenerla, no ocupaba el sitio que debía corresponderle, sino que, a semejanza del koschei[24] inmortal, se encontraba más allá de las lejanas montañas, envuelta en un pellejo tan grueso que todo lo que se removía en su fondo no daba lugar en la superficie a la más mínima conmoción.
—¿Qué me responde? —inquirió Chichikov, esperando la contestación un tanto emocionado.
—Lo que usted quiere son almas muertas, ¿no es Cierto? —repuso Sobakevitch sin trasparentar el menor asombro, como si se estuviera tratando la venta de trigo.
—Sí —asintió Chichikov, quien volvió a suavizar la expresión añadiendo—: inexistentes…
—Las hallaremos, ¿por qué no las hemos de hallar? —dijo Sobakevitch.
—Y si hay algunas, usted, con toda seguridad, estará encantado de librarse de ellas.
—¿Por qué no había de estarlo? Bien, se las venderé —dijo Sobakevitch alzando un poco la cabeza y dándose cuenta de que el comprador debería obtener de ello algún beneficio.
«¡Diablos! —se dijo Chichikov—. Este ofrece antes de que haya dicho nada de comprarlas», y añadió en voz alta:
—¿Y cuánto querría por ellas, por ejemplo? Aunque es un artículo que… incluso queda raro hablar de precios…
—Para que no pueda decir que pido mucho, cien rublos por pieza —repuso Sobakevitch.
—¡Cien rublos! —exclamó Chichikov, quien se quedó como petrificado y mirándole a los ojos sin saber qué pensar, si era que él lo había oído mal, o bien que la lengua de Sobakevitch, naturalmente torpe, había ofrecido resistencia a las intenciones del dueño, pronunciando una palabra por otra.
—¿Lo cree usted caro? —preguntó Sobakevitch, agregando después—: ¿Y cuál es su precio?
—¿Precio? Sin duda nos hemos equivocado o no nos entendemos bien. Hemos olvidado de qué materia tratamos. Con la mano sobre el corazón, pienso que lo más que se puede ofrecer son ochenta kopecs.
—¿Qué dice? ¿Ochenta kopecs?
—A mi entender no es posible dar más.
—No es cualquier cosa lo que vendo.
—No obstante pensará usted como yo que tampoco son personas.
—A ver si se cree usted que hallará algún estúpido que le venda por veinte kopecs las almas que están inscritas en el registro.
—Pero óigame, ¿por qué dice almas inscritas en el registro? Se trata de almas muertas, absolutamente muertas, de las que sólo queda una palabra que nada significa. Sin embargo, a fin de no prolongar más nuestra conversación acerca de este tema, le daré un rublo y medio. Si usted acepta, bien, y si no, no me es posible ofrecer nada más.
—¡Vergüenza debería darle ofrecer esa cantidad! No regatee y diga cuál es su verdadero precio.
—No me es posible, Mijail Semionovich; con el corazón en la mano se lo digo, créame que me es imposible, y lo que es imposible, es imposible —dijo Chichikov, aunque añadió otros cincuenta kopecs.
—¿Por qué es usted tan tacaño? —le preguntó Sobakevitch—. ¡No es nada caro, puede creerlo! Otro propietario le engañaría, le vendería guiñapos en lugar de siervos. Los míos son magníficos, a cual mejor: el que no posee un oficio es un forzudo campesino. Así por ejemplo el carretero Mijeiev. Sólo se dedicaba a hacer coches de ballestas. Y no como los que hacen en Moscú, que una hora después ya se han roto, sino sólidos y recios, y él mismo los barnizaba y tapizaba.
Chichikov abrió la boca para hacer notar que, sin embargo, Mijeiev estaba bien muerto, pero Sobakevitch había dado rienda suelta a su lengua, como se acostumbra a decir, sin que podamos afirmar de dónde le procedía aquella locuacidad.
—¿Y Stepan Probka, el carpintero? Apostaría la cabeza a que no consigue hallar otro que se le parezca. ¡Qué fuerza tenía! De haber servido en la Guardia, Dios sabe lo que le habrían hecho. ¡Medía tres varas, o más!
Chichikov intentó otra vez hacer constar que igualmente Probka había abandonado este mundo, pero parecía que a Sobakevitch le hubieran dado cuerda. De su boca manaba tal torrente de palabras que, a pesar de que uno se resistiera, no tenía más remedio que escucharle.
—¡Y el estufero Milushkin! Era capaz de construir una estufa en la casa que uno eligiera. O el zapatero Maxim Teliatnikov. Con sólo clavar la lesna, tenía un par de botas hechas. ¡Y no digamos qué botas eran aquéllas! Y jamás bebía vodka. ¡Y Eremei Sorokopliojin! El solo valía como todos los demás juntos. Tenía un comercio en Moscú y como tributo me pagaba quinientos rublos. ¡Qué gente! ¡No pueden compararse con los que venda ningún Plushkin!
—Pero permítame —dijo al fin Chichikov, quien se admiraba de tal torrente de palabras, las cuales parecía que no iban a acabar nunca—. ¿A qué viene contarme ahora todas sus cualidades? En resumidas cuentas ya no sirven para nada. No son más que personas que han fallecido. Y los que están en el otro mundo maldita la cosa para la que pueden servirnos.
—Sí, por supuesto que están muertos —asintió Sobakevitch, como si se diera cuenta en este momento de que, efectivamente, habían ya muerto, y añadió—: Por otra parte, ¿qué decir de los que aún están vivos? ¿Qué es esa gente? Son moscas, no seres humanos.
—Existen, y en esto consisten todas sus aspiraciones.
—¡No, no se trata de aspiraciones! Debo decirle que no hallará otro como Mijeiev. Era un hombrón que no cabía en este aposento. ¡Era algo que merecía verse! Era capaz de soportar más carga que un caballo. Me gustaría saber dónde podría usted hallar otro igual.
Sus últimas palabras las dijo ya volviéndose hacia donde se encontraban los retratos de Bragation y Colocotronis[25], que colgaban de la pared, como suele suceder siempre que el que habla apela no a aquél a quien dirige sus palabras, sino a un testigo circunstancial, de quien sabe que no oirá ni respuesta, ni opinión ni confirmación de lo expresado, pero al que, no obstante, se pone a mirar como si le invitara a actuar como mediador; y el desconocido, algo confuso al principio, no sabe si debe responder acerca de un asunto del que lo ignora todo, o si aguardar un rato, para salvar las apariencias, y a continuación marcharse.
—No, no puedo ofrecer más de dos rublos —dijo Chichikov.
—Bueno, para que no crea que le pido demasiado y que me niego a hacerle un favor, lo dejaremos en setenta y cinco rublos por alma, en billetes, y sólo por nuestra mutua amistad.
«¿Pensará que soy estúpido?», se dijo Chichikov, que añadió después en voz alta:
—Verdaderamente resulta extraño; es como si nos encontráramos representando una función de teatro o una comedia. De no ser así no logro explicármelo… Usted da la impresión de ser un hombre muy instruido e inteligente. Lo que estamos tratando es lo mismo que nada. ¿Es que acaso vale algo? ¿Quién puede necesitarlo?
—Usted tiene la intención de comprarlo, y por lo tanto lo necesita.
Chichikov se mordió los labios y no supo qué responder. Comenzó a hablar de circunstancias familiares, pero Sobakevitch se limitó a replicar:
—No me interesa saber qué clase de circunstancias son ésas: en las cosas de familia no me meto, eso es asunto suyo. Usted quiere almas y yo se las vendo; si no me las compra esté seguro de que se va a arrepentir.
—Dos rublos —repitió Chichikov.
—¡Dale que dale! Dijo dos y se empeña en no ceder ni a la de tres. ¡Dígame usted cuál es su verdadero precio!
«¡Si se lo llevara el diablo…! —pensó Chichikov—. Le daré medio rublo más a fin de que quede contento».
—Subiré otro medio rublo.
—También yo le voy a decir mi última palabra. ¡Cincuenta rublos! Tenga la seguridad de que salgo perdiendo. En ningún lugar comprará a tan buen precio gente tan buena.
«¡Qué tacaño!», pensó Chichikov, y continuó en voz alta, algo enojado:
—Pero… como si éste fuera un asunto serio. En cualquier otra parte me las cederán gratis. Cualquiera me las entregará, y encima se quedará satisfecho por haberse librado de ellas. ¡Sólo un estúpido se negará a cederlas, debiendo como debe pagar las cargas!
—Pero ignoro si estará en su conocimiento, y esto que quede entre nosotros, se lo digo en confianza, que esta clase de compra no siempre está autorizada. Y si yo la voy explicando por ahí, yo u otro cualquiera, después nadie confiaría respecto a los contratos o compromisos que pudiera contraer.
«¡Adónde va a parar el muy canalla!», se dijo Chichikov, y acto seguido dijo sin inmutarse:
—Como prefiera, yo no compro por ninguna clase de necesidades, como usted supone, sino por simple afición. Dos y medio, y si no le parece bien, adiós.
«¡Qué duro es! ¡Se empeña en no dar su brazo a torcer!», se dijo Sobakevitch.
—Está bien, sea, entrégueme treinta y cinco rublos y ya puede quedarse con ellos.
—No, ya observo que se niega a vender. Bien, adiós.
—Aguarde, aguarde —exclamó Sobakevitch cogiéndole de un brazo y dándole un pisotón, ya que nuestro héroe no recordaba las precauciones y en justo castigo tuvo que lanzar un grito y bailar sobre un solo pie.
—Perdóneme. Creo que le he hecho daño. Siéntese aquí, tenga la bondad —y mientras esto decía le hizo sentarse en la butaca, cosa en la que manifestó incluso cierta habilidad, como el oso amaestrado que sabe dar volteretas y demuestra su destreza cuando le dicen: «Vamos a ver, Misha, cómo se ocultan las mujeres», o bien: «¿Cómo hacen los chiquillos para robar guisantes?».
—Estoy perdiendo el tiempo tontamente. He de darme prisa.
—Aguarde un poco más, le diré algo que le gustará —y aproximándose a Chichikov, le susurró al oído en voz baja, como si le comunicara un secreto—: ¿Le parece bien veinticinco?
—¿Veinticinco rublos? No, de ningún modo. No pienso dar ni la cuarta parte. No subiré ni un solo kopec.
Sobakevitch permaneció callado. Chichikov se calló también. Su silencio duró como unos dos minutos. Eragation, con su nariz aguileña, presenciaba con sumo interés esta transacción.
—¿Cuál es su último precio? —preguntó al fin Sobakevitch.
—Dos y medio.
—Usted piensa que el alma humana es igual que un nabo cocido. Entrégueme por lo menos diez rublos.
—Me es imposible.
—Está bien, con usted no se puede tratar. Salgo perdiendo, pero ese maldito carácter que tengo hace que me sienta obligado a dar gusto a mi prójimo. Pues será preciso registrar la escritura, para que todo se lleve a cabo como es debido.
—Por supuesto.
—Y para ello deberé acudir a la ciudad.
De este modo se cerró el trato. Resolvieron que al siguiente día se encontrarían en la ciudad para ultimar lo concerniente a la escritura. Chichikov le pidió una relación de los campesinos, y Sobakevitch accedió con gusto. Se dirigió al escritorio y comenzó a escribir los nombres de todos, agregando una explicación con los méritos de cada uno.
Al mismo tiempo Chichikov, que no tenía nada que hacer, se entretuvo contemplando la ancha mole de Sobakevitch. Contemplaba sus espaldas, que parecían la grupa de un caballo de Viatka, y sus piernas, semejantes a los guardacantones de hierro que ponen en las aceras, y no pudo por menos de pensar: «¡Bien te ha dotado Dios! Eres como ésos de los que se dice que han sido mal cortados, pero bien cosidos… ¿Eras ya un oso al nacer, o te transformó en oso la vida en este alejado rincón del mundo, las sementeras, el constante trato con los campesinos, convirtiéndote en un hombre mezquino? Pero no, estoy seguro de que habrías sido exactamente lo mismo aunque te hubieran dado una educación a la moda, lanzado al mundo y residido en San Petersburgo, en lugar de en este perdido rincón. La única diferencia consiste en que ahora engulles media espalda de cordero con gachas y unas empanadas del tamaño de un plato, y entonces habrías comido chuletas con trufas. Ahora tienes bajo tu autoridad a los campesinos; os entendéis bien y si te comportas bien con ellos es solamente porque te pertenecen y saldrías perdiendo. Entonces mandarías sobre unos funcionarios a los que tratarías con dureza, pensando que no te pertenecían, o robarías al Tesoro. ¡No, el que nace con el puño cerrado jamás abrirá la mano! Y si conseguís abrirle uno o dos dedos, aún será peor. Si estudia cualquier materia aunque sea de un modo muy superficial, cuando ocupe un cargo un tanto más visible, habrá que ver la importancia que se dé entre los que conocen esa misma materia a fondo. Y tal vez exclame más tarde: “¡Ya verán lo que valgo!”. Entonces inventará una disposición que hará que muchos se lleven las manos a la cabeza… ¡Ay! ¡Si todas las personas fueran como éste…!».
—Aquí está la relación —dijo Sobakevitch volviéndose hacia él.
—¿Ya la ha terminado? Démela.
Se puso a mirarla y quedó sorprendido por el orden y la precisión con que la había escrito: no sólo constaban, ordenadamente, el nombre, el oficio, la edad y el estado de cada uno, sino que al margen había anotado algunas observaciones respecto a su conducta y afición al vodka. En resumen, que daba gusto verla.
—Bueno, ahora entrégueme algo como señal —le dijo Sabokevich.
—¿Y para qué quiere la señal? En la ciudad se lo entregaré todo a la vez.
—Usted no ignora que eso es lo que suele hacerse —objetó Sobakevitch.
—No sé qué le pueda dar. No he traído dinero conmigo. Tal vez pueda darle unos diez rublos.
—¿Diez rublos? Entrégueme cuando menos cincuenta.
Chichikov quería seguir negándose a ello, pero Sobakevitch le aseguró de un modo tan rotundo que disponía de dinero, que sacó otro billete y a continuación le dijo:
—Ahí tiene quince rublos más, y en total son veinticinco. Pero tenga la bondad de hacerme un recibo.
—¿Para qué necesita un recibo?
—Así es preferible. Uno nunca sabe lo que puede ocurrir…
—De acuerdo, entrégueme el dinero.
—¿El dinero? Aquí está, en mi mano. Cuando haya firmado el recibo se lo daré.
—¿Cómo quiere que le extienda el recibo? Antes he de ver el dinero.
Chichikov dio los billetes a Sobakevitch y éste los depositó sobre la mesa, sujetándolos con los dedos de la mano izquierda; con su mano derecha escribió que había recibido veinticinco rublos en billetes a cuenta de las almas que acababa de vender. Después de haber firmado dicho recibo, contempló de nuevo los billetes.
—Éste es muy viejo —dijo mientras examinaba uno de ellos a la luz—. Está un poco ajado, pero entre amigos no es cuestión de detenerse en detalles de esta clase.
«Es un avaro, un avaro —se dijo Chichikov—. ¡Y además un bestia!».
—Y mujeres, ¿no quiere ninguna?
—No, gracias.
—Se las vendería a muy buen precio. Siendo usted, se las cobraría a rublo por pieza.
—No, no necesito mujeres.
—Pues si no las necesita, no hay más que hablar. Sobre gustos no hay nada escrito. A unos les agrada el pope, y a otros la mujer del pope, según el dicho popular.
—Querría suplicarle también que esto quedara entre nosotros —dijo Chichikov al despedirse.
—Ya se comprende. No hay razón para meter en todo ello a un tercero. Lo que se realiza sinceramente entre buenos amigos tiene que quedar entre ellos. ¡Adiós! Le agradezco su visita. Acuérdese de nosotros. Si dispone de una hora libre, no deje de venir a comer y a charlar un rato. Quizá nos podamos hacer mutuamente algún otro favor.
«¡En eso precisamente estaba yo pensando! —se dijo Chichikov para sus adentros mientras subía en el coche—. ¡El maldito avaro ha conseguido sacarme dos rublos y medio por alma muerta!».
Se sentía descontento del modo cómo se comportó Sobakevitch. Al fin y al cabo se conocían, se habían encontrado en casa del gobernador y en la del jefe de policía, y había procedido con él como si se tratara de un extraño, había aceptado dinero por algo que carecía totalmente de valor. Al salir el coche del patio, volvió la cabeza y vio que Sobakevitch continuaba aún en el portal, como si quisiera enterarse de la dirección que tomaba.
—¡Todavía sigue allí, el muy miserable! —murmuró entre dientes, y dio orden a Selifán de que se dirigiera hacia las cabañas de los campesinos, de tal manera que desde la casa del propietario no pudiera verse hacia dónde se encaminaba el coche. Tenía intención de llegarse a la casa de Plushkin, al que, según le había dicho Sobakevitch, se le morían los siervos como moscas, pero no quería que Sobakevitch lo supiera. Cuando el coche ya se hallaba al final de la aldea, llamó a un campesino, el cual, como una incansable hormiga, marchaba hacia su casa cargando un gran tronco con el que se había tropezado en el camino.
—¡Oye, tú, barbudo! ¿Cómo se puede ir hasta la aldea de Plushkin sin tener que pasar frente a la casa del señor?
El campesino pareció encontrarse en un aprieto para responder tal pregunta.
—¿Acaso no lo sabes?
—No señor, no sé cómo se podrá ir.
—¡Pues sí que tienes gracia! ¿No sabes quién es Plushkin, uno que es muy avaro y que da de comer mal a su gente?
—¡Ah, sí! ¡Tiene que ser el remendado! —exclamó el campesino.
Al término remendado le agregó otro muy acertado, pero que no se emplea en sociedad, y debido a ello lo omitimos. No obstante, debemos suponer que esa palabra venía muy a propósito, pues Chichikov continuó riendo cuando el campesino había desaparecido de su vista y llevaban recorrido un gran trecho. ¡Al pueblo ruso le gustan las expresiones fuertes! Y si le imponen a uno un mote, lo heredarán sus descendientes, le acompañará a la oficina, continuará con él una vez se haya retirado, cargará con él en San Petersburgo e incluso en el fin del mundo. Y por más que se las ingenie intentando ennoblecer ese epíteto, a pesar de que pague a escritorzuelos para que lo hagan proceder de una antigua casta de príncipes, da igual: su apodo proclamará gritando a los cuatro vientos, con su garganta de cuervo, cuál es la procedencia del pájaro. La palabra que da en el blanco, aunque pronunciada de viva voz, nadie puede borrarla, igual que la palabra escrita. Y siempre es acertado lo que salió de las entrañas de Rusia, donde no se encuentran gentes alemanas, ni finlandesas, ni de ninguna otra procedencia, sino que vive el elemento nativo, lo genuinamente ruso, que no va buscando palabras, que no las empolla como la clueca a sus huevos, sino que las suelta igual que las piensa, como un documento de identidad, sin que sea menester añadir nada más, ni describir cómo tiene uno la nariz o la boca. ¡Basta una pincelada para que quede uno dibujado de arriba abajo!
¡Qué infinidad de monasterios y templos con cúpulas, torres y cruces se encuentran diseminados a lo largo y a lo ancho de la piadosa y santa Rusia! Del mismo modo son incontables las naciones, los pueblos y las generaciones que se aglomeran y se deslizan sobre la faz de la tierra como abigarrados conjuntos. Y cada pueblo que lleva en sí mismo la prenda de sus energías, repleta su alma de capacidad creadora, junto con los otros dones de que Dios le dotó, se distingue particularmente por su propio verbo, el cual, al designar un objeto cualquiera, refleja en sus expresiones una parte de su propio carácter. El vocablo del británico responderá al conocimiento del corazón y de la vida. Una elegancia suave, que resplandece y pronto se esfuma, es la palabra del francés. Pero no existe palabra de tanta agilidad y tan amplios vuelos, que salga de lo más profundo del corazón, que hierva y vibre, como la palabra rusa, cuando ella da en el blanco.