Entretanto, Chichikov, con un estado de ánimo excelente, continuaba avanzando en su carruaje, que desde hacía largo rato se deslizaba por el camino real. En el anterior capítulo hemos tenido ocasión de conocer cuál era el principal objeto de sus gustos y predilecciones. Nada tiene, pues, de particular, el que en seguida se dedicase a él por completo, en cuerpo y alma. Las consideraciones, conjeturas y cálculos, según daba a entender la expresión de su rostro, eran no poco gratas, ya que a cada instante dejaban la huella de una sonrisa llena de satisfacción. Sumido en sus meditaciones, no se dio cuenta de que el cochero, contento por la recepción de que le habían hecho objeto los criados de Manilov, hacía observaciones muy atinadas al caballo blanco que iba a la derecha del tiro. Dicho equino era extremadamente astuto, simulaba que con sus esfuerzos contribuía a arrastrar el coche, mientras el bayo de varas y el alazán claro de la izquierda —al que llamaban «Asesor», porque era un asesor quien se lo había vendido— trabajaban a conciencia, hasta el punto de que se veía claramente la satisfacción que ello le producía.
—Hazte el listo, hazte el listo, ya veremos quién de los dos lo es más —exclamaba Selifán enderezándose y soltando un latigazo al holgazán—. ¡A ver si te enteras de cuál es tu deber, pedazo de cuerno! El bayo es un animal serio que cumple con su obligación, y por esto espero darle doble ración de pienso, porque se lo merece; también el «Asesor» es un buen caballo… ¡Eh, eh, deja quietas las orejas! No seas estúpido y escucha cuando te hablan. No tengo por qué enseñar nada malo a un ignorante como tú… ¡Vaya el muy necio, dónde va a meterse!
Cuando llegó a este punto le lanzó otro latigazo, refunfuñando:
—¡Eh, animal! ¡Maldita holgazanería!
Después les gritó a todos:
—¡Adelante, amigos! —e hizo restallar el látigo sobre los tres, pero no para castigarles, sino a fin de demostrar que estaba satisfecho de ellos.
Después de proporcionarles esta alegría, volvió a dirigirse al blanco:
—Estás convencido de que nadie advierte tu conducta. No, si esperas ser tratado con consideración, tienes que portarte bien. Ahí tienes los criados del propietario a quien hemos visitado, son buenas personas. Cuando me tropiezo con hombres de bien disfruto hablando con ellos. Siempre soy amigo de la gente de bien y siempre nos entendemos a la perfección. Tanto si hay que tomar té como un bocado, siempre lo hago muy gustoso cuando es en compañía de hombres de bien. Todos lo apreciarán. Ahí tienes a nuestro amo, a quien todo el mundo respeta, porque él, ¿te enteras?, estuvo al servicio del Estado, es consejero colegiado…
Sumido en estas reflexiones, Selifán fue adentrándose hasta las más peregrinas abstracciones. Si Chichikov hubiera escuchado sus palabras, se habría enterado de muchos detalles que concernían a él personalmente. Pero se hallaba tan metido en sus pensamientos, que sólo el violento estampido de un trueno consiguió sacarle de sus meditaciones, haciéndole mirar en torno a él: el cielo aparecía completamente cubierto por las nubes y las gotas de lluvia caían sobre el polvoriento camino. Finalmente otro trueno más cercano retumbó con mayor fuerza y comenzó a llover a cántaros. El agua caía oblicuamente, de manera que azotaba ahora uno, ahora otro lado del carruaje. Después comenzó a caer verticalmente, tamborileando en la parte alta del vehículo, hasta que las gotas le llegaron al rostro. Esto hizo que cerrara las cortinillas de cuero, las cuales iban provistas de un par de aberturas en forma de círculo practicadas a fin de que se pudiera contemplar el paisaje, e indicó a Selifán que se diera toda la prisa posible. Éste, interrumpido en lo mejor de su monólogo, advirtió que, efectivamente, las cosas no estaban como para perder tiempo, cogió de debajo del pescante un viejo paño de color gris, se envolvió con él, empuñó la riendas y arreó a los caballos, que casi podía decirse que permanecían inmóviles, puesto que el instructivo discurso había hecho que se sumieran en un grato relajamiento. No obstante, Selifán era incapaz de recordar si habían pasado dos cruces, o bien tres. Tras reflexionar unos momentos, concluyó que debían ser bastantes los cruces que habían dejado atrás. Y siguiendo la costumbre de los rusos, que en los momentos de gran importancia resuelven sin entrar en consideraciones, torció a la derecha por el primer camino con que se tropezó, arreó a los caballos y los lanzó al galope, sin pensar hasta dónde llegaría.
No parecía que la lluvia fuera a detenerse pronto. El polvo del camino se transformó rápidamente en barro y a los caballos les resultaba más difícil a cada instante arrastrar el carruaje. Chichikov se hallaba muy inquieto, puesto que pasaba el tiempo y la hacienda de Sobakevitch continuaba sin verse. Miraba por todos lados, pero reinaba tal oscuridad que era imposible ver nada.
—¡Selifán! —gritó finalmente asomándose a la ventanilla.
—¿Qué manda usted, señor? —inquirió Selifán.
—¿Aún no aparece la aldea?
—No, señor, no la veo por ninguna parte.
Y a continuación Selifán hizo restallar el látigo y comenzó una letanía tan larga que parecía interminable. En ella había de todo: los gritos de que se valen los cocheros de toda Rusia, de un extremo a otro, para animar y estimular a los caballos; adjetivos de todo tipo hilvanados de cualquier modo, tal como le iban pasando por la mente. Así incluso llegó a dar el nombre de «secretarios» a los caballos.
Puestas así las cosas, Chichikov se dio cuenta de que su coche comenzaba a dar grandes brincos y a sacudirle sin piedad. De ahí dedujo que probablemente el carruaje se habría salido del camino y estarían marchando a campo traviesa. El mismo Selifán parecía haberse dado cuenta también, pero no abrió la boca para nada.
—¿Qué camino es éste, estúpido? —exclamó Chichikov.
—Con un tiempo así es imposible hacer nada, señor. Hay tal oscuridad que no alcanzo a ver ni siquiera el látigo.
Apenas había concluido de pronunciar estas palabras cuando el coche se inclinó hasta tal punto, que Chichikov se vio obligado a agarrarse con las dos manos.
—¡Ve con cuidado, que volcamos! —exclamó.
—No, señor, no es posible que esto me ocurra a mí —contestó Selifán—. Yo mismo sé que volcar es una cosa que no está nada bien.
Acto seguido intentó dar la vuelta al coche, pero le hizo girar tanto que por fin volcó. Chichikov se encontró de pies y manos en el fango. Selifán paró los caballos, aunque la verdad es que fueron ellos mismos quienes se detuvieron por sí solos, pues estaban sumamente agotados. Circunstancia tan imprevista dejó a Selifán atónito. Descendió del pescante, se colocó frente al coche, y con los brazos en jarras, mientras su señor luchaba intentando librarse del barro, comentó después de unos segundos de meditación:
—Pues es verdad, ha volcado.
—¡Estás más borracho que una cuba! —gritó Chichikov.
—No, señor, ¿cómo puede usted decir estas cosas?, yo mismo sé que eso de emborracharse está muy mal. Estuve charlando con un amigo, ya que no tiene nada de malo el conversar con un hombre de bien. También estuvimos comiendo juntos un bocado. En esto no hay nada de extraño. Con una persona de bien se puede tomar un bocado.
—¿No recuerdas ya lo que te dije en la última ocasión que compareciste borracho? —le preguntó Chichikov.
—Claro que lo recuerdo. ¿Cómo iba a olvidarlo? Sé muy bien cuál es mi deber. Sé que el emborracharse está mal. He charlado con un hombre de bien porque…
—Cuando dé orden de que te azoten entonces te enterarás de cómo se debe hablar con un hombre de bien.
—Como su merced ordene —contestó Selifán mostrándose de acuerdo en todo—. Si se me tiene que azotar, se me azota. Yo no tengo nada que oponer. ¿A santo de qué no me han de azotar si yo mismo me lo he buscado? Para eso está la voluntad del señor. Es preciso azotar porque el mujik[14] comete estupideces. Hay que mantenerlo todo en orden. Si se me tiene que azotar, se me azota. ¿A santo de qué no me han de azotar?
El señor no supo qué responder a estas palabras. Pero en aquel instante pareció como si el propio Destino se hubiera resuelto a apiadarse de él. En la lejanía se oyeron los ladridos de un perro. Chichikov se alegró mucho y ordenó que arreara a los caballos. El cochero ruso posee un buen olfato cuando la vista de nada le sirve. Así sucede a veces que con los ojos cerrados se lanza al galope y siempre llega a alguna parte. Selifán, que no veía absolutamente nada, dirigió los caballos con tanto tino hacia la aldea, que sólo se paró cuando las varas del carruaje se encontraron con una valla, siendo entonces imposible continuar avanzando.
A través de la densa cortina de lluvia, no sin trabajo logró distinguir Chichikov algo que se parecía a una techumbre. Mandó a Selifán en busca del portón, cosa que seguramente se habría prolongado durante un buen rato si en Rusia, en lugar de porteros, no hubiera perros, los cuales informaron de su presencia con tanta sonoridad que se vio obligado a taparse los oídos con ambas manos. En una de las ventanas brilló una luz y su confuso resplandor se esparció hasta llegar a la valla, permitiendo que nuestros viajeros vieran el portón. Selifán dio unos cuantos golpes y pronto se abrió una puertecilla, asomándose por ella una figura envuelta en una manta; el señor y el criado pudieron oír entonces una ronca voz de mujer:
—¿Quién es? ¿Quién arma ese escándalo?
—Somos unos viajeros, madrecita. Permítanos pasar y quedarnos aquí esta noche —le dijo Chichikov.
—Con mucha rapidez lo arregla usted todo —repuso la mujer—. ¿Le parece que ésas son horas de venir? Esto no es ninguna fonda. Aquí vive una señora propietaria.
—¿Qué quiere que le hagamos nosotros, madrecita? Nos hemos perdido. Con el mal tiempo que hace no pretenderá que pasemos la noche en la estepa.
—Sí, está todo muy oscuro y hace un tiempo de mil demonios —añadió Selifán.
—Mantente callado, necio —exclamó Chichikov.
—¿Quién es usted? —preguntó la vieja.
—Soy un noble, madrecita.
La palabra «noble» pareció hacer entrar en razón la mujer.
—Aguarde a que se lo diga a la señora —repuso, dos minutos después regresaba llevando un farol la mano.
El portón se abrió. Brilló también la luz en otra de las ventanas. El carruaje se introdujo en el patio y se paró junto a una casita, que era difícil distinguir debido a la oscuridad reinante. La luz de la ventana sólo iluminaba la mitad. Frente a la casa había también un charco, sobre el cual caía la luz. La lluvia se deslizaba sonoramente por las tablas de la techumbre e iba a caer en forma de estrepitosos chorros en un tonel que habían puesto al efecto en una esquina.
Al mismo tiempo los perros seguían ladrando con todo género de voces: uno lanzaba al cielo unos aullidos tan interminables que daba la impresión de que gracias a ello percibía sabe Dios qué sueldo; otro emitía aullidos cortos, como un sacristán; entre ellos podía oírse, como si fuera la campanilla del coche de postas, un infatigable agudo, seguramente de un cachorro, y sobre todo ello sobresalía, por último, un gruñido de tono bajo, que debía ser de algún viejo dotado de una vulgar naturaleza canina, pues roncaba como acostumbra a hacerlo el contrabajo cuando el concierto se halla en su punto álgido, cuando el tenor se alza sobre las puntas de los pies, deseoso de emitir una nota aguda, y todo parece estar buscando las alturas, y únicamente él, hundiendo su mal afeitada barbilla en la corbata, se inclina hasta casi llegar al suelo, desde donde lanza su nota, que hace retumbar los cristales. Ese concierto canino con tal cantidad de músicos daba ya a entender que era aquélla una aldea de cierta importancia, aunque nuestro protagonista, empapado por todas partes y temblando de frío, sólo pensaba en la cama.
En cuanto se hubo detenido definitivamente, corrió a protegerse en la marquesina de la entrada, dio un traspiés y poco faltó para que se cayera. En la puerta apareció otra mujer, de menos edad que la primera, pero que guardaba con ella un gran parecido. Le indicó que pasara a una estancia que él recorrió de una sola mirada. Estaba empapelada con un viejo dibujo a rayas; en ella se veían algunos cuadros, de pájaros, y entre ventana y ventana había unos antiguos espejos con oscuros marcos que tenían la forma de hojas arrolladas. Detrás de cada espejo había una carta, o una baraja vieja, o una media. Un reloj de pared cuya esfera tenía flores pintadas… Ya no pudo distinguir nada más. Los ojos se le estaban cerrando como si se los hubieran embadurnado con miel.
Había transcurrido un minuto cuando compareció la dueña de la casa. Era una mujer bastante entrada en años, que llevaba una cofia puesta a toda prisa y un mantón de franela al cuello, una de esas modestas propietarias que se quejan de las pérdidas a causa de la mala cosecha, que se mantienen alejadas de todo y que, mientras tanto, van juntando lentamente un dinerillo que esconden en viejas bolsitas dentro de los cajones de las cómodas. En una de las bolsitas guardan los rublos, en otra las monedas de medio rublo y en otra las de veinticinco kopecs, aunque a primera vista se diría que la cómoda no contiene más que ropa blanca, ovillos, chambras[15] y algún abrigo descolorido, destinado a convertirse en vestido si el viejo se quema cuando la terrateniente se dedica en vísperas de fiesta a confeccionar toda suerte de pastas y galletas, o si se desgasta de tanto usarlo. Sin embargo, el vestido no se quema si se desgasta por el uso. La vieja es muy mañosa y el abrigo, así como los demás vestidos, está destinado a pasar en herencia a una sobrina-nieta por parte de su hermana.
Chichikov le pidió perdón por las incomodidades que le estaba ocasionando con su intempestiva llegada.
—No se preocupe, no se preocupe —repuso ella—. Le ha traído Dios con un tiempo… ¡Qué huracán, qué truenos!… Tendría que ofrecerle alguna cosa, pero a estas horas no hay modo de preparar nada.
Las palabras de la propietaria fueron interrumpidas por un peregrino silbido que casi asustó al recién llegado. Parecía como si la estancia hubiera sido invadida por las serpientes. Pero al levantar la vista se tranquilizó, advirtiendo que el causante de todo era el reloj de pared, que había tenido la ocurrencia de dar las horas. A continuación del silbido se oyó un ronquido, y por último, empleando para ello todas sus fuerzas, dio las dos con tal estrépito que se habría creído que alguien estaba golpeando con un bastón una cacerola rota. Después de esto el péndulo prosiguió su reposado vaivén a uno y otro lado.
Chichikov dio las gracias a la dueña de la casa y le declaró que no necesitaba nada, que no se preocupara por nada, que no le pedía nada más que una cama. Le tentó luego la curiosidad de averiguar en qué lugar se encontraba y qué distancia había hasta la hacienda de Sobakevitch, pero la vieja contestó que jamás había oído hablar de ese señor y que por allí no había ningún propietario que se llamara así.
—Supongo que a Manilov sí que le conocerá —preguntó Chichikov.
—¿Y quién es ese Manilov?
—Un propietario, madrecita.
—No, nunca he oído hablar de él. No hay ningún propietario con ese nombre.
—¿Y quiénes viven por estos alrededores?
—Están Bobrov, Svinin, Konopatiev, Jarpakin, Trepakin, Pleshakov…
—¿Son gente acomodada?
—No, padre, no son gente muy acomodada. Uno poseerá veinte almas, otro treinta, pero ninguno de ellos llega a las cien.
Chichikov se dio cuenta de que se hallaba en un lugar perdido.
—¿Está muy lejos de aquí la ciudad?
—A unas sesenta verstas más o menos. ¡Cuánto siento no poder ofrecerle nada! ¿No le apetecería tomar té?
—Se lo agradezco, madrecita. Pero sólo necesito una cama.
—Verdaderamente, después de un camino como el que ha tenido que recorrer le hará mucha falta el descanso. Podrá dormir aquí, en este diván. ¡Eh, Fetinia! ¡Trae en seguida almohadas y sábanas y un edredón! ¡Vaya tiempo que nos ha enviado Dios! ¡Qué vendaval y qué truenos! Durante toda la noche he tenido una vela ante los iconos. ¡Pero si lleva la espalda y los costados todos manchados de barro! ¿Cómo se ha ensuciado de este modo?
—Gracias a Dios que sólo ha sido esto. Aún he de dar las gracias por no haberme roto las costillas.
—¡Por todos los santos, qué desastre! ¿No desea que le den fricciones en la espalda?
—No, muchas gracias, no se preocupe usted. Únicamente le ruego que ordene a una muchacha que ponga a secar y limpie mi traje.
—¿Te has enterado, Fetinia? —dijo la propietaria dirigiéndose a la mujer que había abierto la puerta y que, en cuanto hubo traído el edredón, comenzó a mullirlo por los dos lados, llenando de plumas toda la habitación—. Toma el frac y la ropa del señor, ponlo todo a secar al fuego, como hacías con la ropa del difunto amo, y después restriégalo y sacúdelo bien.
—Sí, señora —repuso Fetinia al tiempo que extendía una sábana sobre el edredón y colocaba algunas almohadas.
—Ya está la cama preparada —dijo la propietaria—. Hasta mañana, padrecito, que duerma bien. ¿No tendrá la costumbre de que le rasquen las plantas de los pies cuando se acuesta? Se lo digo porque a mi difunto marido había que rascárselas, de otro modo no lograba conciliar el sueño.
No obstante, el invitado agradeció tal oferta. La dueña de la casa se marchó y él comenzó a desnudarse con toda rapidez vistiendo la ropa prestada y dando a Fetinia todo lo que se había quitado, tanto el traje como la ropa interior. Y la criada, después de darle también las buenas noches, se retiró llevando consigo estas húmedas prendas. Cuando se quedó solo se puso a contemplar con aire de satisfacción aquel promontorio, que casi se alzaba hasta el techo. Se advertía que Fetinia era toda una maestra en el arte de mullir colchones. Aproximó una silla con que subirse al improvisado lecho, el cual se hundió casi hasta el mismo suelo, y las plumas, desplazadas de allí, salieron revoloteando hacia todos los rincones del aposento. Chichikov apagó la vela y tras cubrirse con la manta de algodón, enroscándose como un ovillo, al cabo de un minuto ya estaba dormido.
Al día siguiente, era ya hora muy avanzada cuando se despertó. El sol, que penetraba por la ventana, iba a darle en los mismos ojos, y las moscas, que la noche anterior dormían tranquilamente en el techo y en las paredes, ahora se dirigían contra él. Una de ellas se había posado en sus labios, otra en la oreja, y una tercera, que intentaba hacerlo en un párpado, tuvo la mala fortuna de posarse en las aletas de la nariz, y Chichikov, al respirar, la arrastró hasta el mismo agujero nasal, por lo que se vio forzado a lanzar un violento estornudo. Esto fue lo que le hizo despertarse.
Cuando miró en torno suyo, advirtió que no todos los cuadros representaban pájaros; entre ellos había un retrato de Kutuzov y otro, pintado al óleo, de un hombre de edad vestido con el uniforme de vueltas rojas de la época del emperador Pablo Petrovich. El reloj volvió a emitir sus silbidos y dio las diez. En la puerta apareció un rostro de mujer que desapareció en seguida, ya que Chichikov, ansiando dormir a sus anchas, se había quitado absolutamente toda la ropa. Aquel rostro le parecía familiar. Intentó recordar, y cayó en la cuenta de que era la dueña de la casa.
Se puso la camisa. El traje, completamente seco y muy limpio, estaba junto a la cabecera de la cama. Se vistió, se puso frente al espejo y estornudó de nuevo, pero con tanta violencia que un pavo que en aquel instante se aproximaba a la ventana, situada casi a ras del suelo, parloteó como si le estuviera diciendo algo en su extraña lengua, tal vez para desearle los buenos días, a lo que Chichikov le contestó llamándole estúpido.
A continuación se encaminó hacia la ventana y se dedicó a contemplar el paisaje que se ofrecía a sus ojos. Daba casi al mismo gallinero; por lo menos, lo que alcanzó a ver era un pequeño patio repleto de aves de corral y de toda clase de animales domésticos. Había innumerables gallinas y pavos. Entre ellos caminaba reposadamente el gallo, sacudiendo la cresta y moviendo la cabeza para uno y otro lado como si escuchara algo. También se encontraba allí una cerda con sus pequeños. En aquel lugar, al mismo tiempo que revolvía en un montón de basura, se tragó un pollito, sin que por lo visto se diera cuenta ni ella misma, ya que continuó engullendo, una después de otra, todas las cortezas de sandía.
Detrás de la valla de madera de este pequeño patio o gallinero se extendían enormes huertas donde crecían coles, patatas, cebollas, remolachas y otras clases de verduras. Por todas partes se veían asimismo manzanos y diversos árboles frutales a los que habían cubierto con redes a fin de protegerlos contra los gorriones y las urracas. Los primeros volaban de un lado para otro agrupados en verdaderas bandadas. Con el mismo fin de ahuyentarlos habían colocado allí espantapájaros, sobre altas pértigas, con los brazos en cruz. Uno de ellos iba tocado con una cofia de la misma propietaria.
Más allá de las huertas se hallaban las cabañas de los campesinos, las cuales, a pesar de que estaban dispuestas sin ningún orden, ni siquiera formando calles rectas, producían la impresión de que sus habitantes vivían con cierto desahogo, pues todas se encontraban en buen estado; las tablas podridas de las techumbres habían sido sustituidas por otras nuevas; los portones cerraban bien, y en los cobertizos pudo ver aquí un carro nuevo de reserva, allá incluso dos. «Pues esta aldea es bastante grande», pensó Chichikov, y se propuso entablar conversación con la propietaria a fin de conocer con más exactitud su hacienda. Miró por una rendija de la puerta por la que hacía un rato se había asomado una cabeza de mujer, y vio que estaba sentada delante de la mesa de té. Salió, pues, con rostro amable y sonriente.
—Buenos días, padrecito. ¿Ha pasado buena noche? —le preguntó la anfitriona levantándose.
La dueña aparecía mejor arreglada que la noche anterior; iba vestida con un traje oscuro y no llevaba la cofia de dormir, aunque seguía con el mantón atado al cuello.
—Sí, he dormido muy bien —repuso Chichikov tomando asiento en una butaca—. ¿Y usted, madrecita?
—Bastante mal, padre.
—¿A qué se debe?
—Es por el insomnio. Tengo los riñones doloridos y aquí en la pierna, sobre la rodilla, hay algo que me molesta.
—No será nada, ya se le pasará, madrecita. No se preocupe por esto.
—Dios quiera que no sea nada y se me pase pronto. Me he dado friegas con aguarrás y grasa de cerdo. ¿Cómo prefiere tomar el té? En este tarro hay jarabe de fruta.
—Bueno, madrecita, lo tomaré con jarabe de fruta.
Me imagino que el lector se habrá dado cuenta de que Chichikov, a pesar de su aire amable y cariñoso, se comportaba y hablaba con mayor libertad que en la casa de Manilov, y gastaba menos cumplidos. Porque en Rusia, si bien hay aspectos en los que no hemos llegado a la altura de los extranjeros, en lo que atañe al trato los hemos adelantado en mucho. No cabe la posibilidad de detallar todas las gradaciones y matices de nuestro trato. El francés o el alemán no serán capaces de comprender nunca todas estas diferencias y particularidades. Se valdrá casi del mismo tono de voz y del mismo lenguaje para hablar con un millonario que con un estanquero, aunque, como es de suponer, en su interior se arrastra servilmente ante el primero. Nosotros somos muy distintos: entre nosotros los hay que son tan inteligentes que con el propietario a quien pertenecen doscientas almas hablarán de un modo completamente diferente que cuando se dirigen a un terrateniente que posee trescientas. Y con el de trescientas se valdrá de un tono muy distinto al que empleará para dirigirse a un propietario de quinientas, y con el de quinientas usará otro tono con respecto al de ochocientas. En resumen, aunque se llegara hasta el millón siempre surgirían matices nuevos.
Imaginemos, por ejemplo, que hay una oficina, no en nuestro país, sino en el otro extremo del mundo, y que dicha oficina tiene su jefe. Miradlo bien, os lo suplico, cuando se halla entre sus subordinados. ¡El miedo no nos permitirá decir ni siquiera una palabra! Nobleza, altivez, ¿qué no aparecerá en su rostro? Como para coger el pincel y hacerle un retrato. ¡Prometeo, Prometeo en persona! Posee mirada de águila y camina lenta y majestuosamente. Pues bien, esa misma águila, en cuanto sale de la oficina y se aproxima al despacho de su superior camina como una perdiz, con sus papeles bajo el brazo, a punto de perder los estribos. Igual ocurre en la vida social que en una velada, si los que están en torno a él pertenecen a una categoría inferior a la suya, aunque sólo sea muy ligeramente inferior, Prometeo continúa siendo Prometeo, pero si, por el contrario, los que le rodean son escasamente superiores, Prometeo es objeto de una metamorfosis que ni siquiera Ovidio en persona podría imaginarse. ¡Se transforma en una mosca, y aún menos, en un pequeño granito de arena!
«Pero si éste no es Iván Petrovich —se dice uno al contemplarle—. Iván Petrovich es de elevada estatura y éste es bajo y delgado. Aquél habla siempre con voz de trueno y jamás se ríe, y en cambio a éste no hay manera de entenderle; pía como un pajarito y se ríe sin cesar».
Pero se le acerca uno, le contempla bien, y realmente, es el mismo Iván Petrovich.
«¡Vaya, vaya!», piensa uno…
Pero volvamos a nuestro héroe. Chichikov, como ya pudimos observar, había decidido no gastar demasiados cumplidos. De ahí que, cuando ya había tomado una taza de té después de endulzarla con jarabe de fruta, comenzó de la manera que sigue:
—Parece que posee usted una buena aldea, madrecita. ¿Cuántas almas tiene?
—Unas ochenta, padrecito —contestó la dueña de la casa—. Pero ahora estamos pasando una mala época. La cosecha del año anterior fue tan mala, que Dios no permita otra igual.
—Pero los campesinos parecen robustos y las cabañas son resistentes…
—Pero permítame que le pregunte su nombre. Soy tan despistado… Vine aquí de noche…
—Soy la viuda del secretario colegiado Korobochka.
—Muy agradecido. ¿Y cuál es su nombre patronímico?
—Nastasia Petrovna.
—¿Nastasia Petrovna? Es un bonito nombre, Nastasia Petrovna. Una tía mía, hermana de mi madre, también se llama Nastasia Petrovna.
—¿Y cuál es el nombre de usted? —inquirió la dueña de la casa—. Usted es asesor, ¿no es cierto?
—No, madrecita —repuso Chichikov con una sonrisa—. Yo no soy asesor, viajo por razones personales.
—¡Ah! En este caso debe ser un mayorista. ¡Qué lástima que hubiera vendido la miel a tan bajo precio a unos comerciantes! Estoy segura de que usted me la habría comprado.
—No, no se la habría comprado.
—¿Y qué es entonces lo que compra? ¿Cáñamo? Aunque apenas me queda ya casi nada, todo lo más medio pud[16].
—No, madrecita, es muy distinto lo que yo compro. Dígame, ¿algunos de sus campesinos han fallecido?
—¡Ay, padrecito, dieciocho! —contestó la vieja suspirando—. Y los que han muerto eran los mejores, unos magníficos trabajadores. Es cierto que han nacido otros, pero no sirven para nada, no son más que morralla. Y se presentó aquí el asesor y dijo que por cada uno de ellos hay que pagar las cargas al fisco. Por los muertos debo pagar como si aún estuvieran vivos. La pasada semana, el herrero, pereció abrasado.
—Conocía su oficio a la perfección y además era mecánico.
—¿Acaso se produjo algún incendio, madrecita?
—¡Oh, no! Dios nos libre de una desgracia así, un incendio habría sido mucho peor. Se abrasó por sí solo, se quemó por dentro. Había bebido en exceso. Desprendió una llamita azul, se consumió y quedó totalmente negro, tan negro como el carbón. ¡Qué herrero tan excelente era! Ahora no puedo emplear mi coche, no tengo quien hierre los caballos.
—¡Las cosas dependen de la voluntad de Dios, madrecita! —exclamó Chichikov lanzando un suspiro—. No es posible oponer nada contra la sabiduría de Dios… Y bien, ¿me los quiere usted ceder, Nastasia Petrovna?
—¿Quién quiere que le ceda, padrecito?
—Pues todos esos que han fallecido.
—¿Y cómo voy a hacerlo?
—Es muy fácil. O si no, véndamelos. Por ellos le daré a cambio algún dinero.
—¿Pero cómo? No alcanzo a comprender. ¿Es que pretende que sean desenterrados?
Chichikov advirtió que su anfitriona iba demasiado lejos y que tenía que explicarle de qué se trataba. En breves palabras le contó que la compra o cesión no sería más que una mera fórmula y que en el documento las almas constarían como si fueran seres vivos.
—¿Y para qué los necesita? —inquirió la vieja mirándole con los ojos muy abiertos.
—Esto es asunto mío.
—¡Pero si están muertos!
—Nadie dice que no lo estén. Ésa es la razón de que usted salga perdiendo, porque no están vivos. Ahora paga por ellos, y de este modo le evitaría preocupaciones al encargarme del pago. ¿Lo entiende? Y no sólo le evitaré esas preocupaciones, sino que además le entregaré quince rublos. ¿Lo comprende ahora?
—Verdaderamente, no lo sé —repuso ella midiendo con cuidado las palabras—. Jamás he vendido muertos.
—¡Pues sólo faltaría! Sería un milagro que los hubiera vendido. ¿O acaso usted cree que puedan proporcionar algún beneficio?
—No, lo dudo. Lo que se dice beneficio, no rinden ninguno. Sólo me preocupa el hecho de que ya estén muertos.
«La vieja tiene la mollera dura», se dijo Chichikov.
—Oiga usted, madrecita —dijo—. Vea cómo están las cosas. Se está arruinando, paga por ellos como si aún no hubieran muerto…
—¡No me lo recuerde, padrecito! —exclamó ella—. Hace apenas tres semanas que pagué más de ciento cincuenta rublos. Y a esto hay que añadir lo que puse en el bolsillo al asesor.
—¿Lo ve usted? Piense que ya no habrá que entregarle nada más al asesor porque en adelante seré yo quien pague por ellos, y no usted. Yo me haré cargo de los pagos, y hasta los gastos de la escritura correrán por cuenta mía.
La dueña de la casa se quedó pensativa. Se daba cuenta de que, realmente, aquello tenía trazas de ser un buen negocio; pero aquel asunto era demasiado nuevo e inusitado y por eso experimentó un gran temor, asaltándole la duda de que aquel comprador pretendiera engañarla. Dios sabe de dónde venía, y para colmo había llegado de noche…
—Bueno, madrecita, ¿hacemos el trato? —le preguntó Chichikov.
—En honor a la verdad, padrecito, le diré que jamás tuve ocasión de vender muertos. Vivos sí, y sin ir más lejos hace tres años que vendí dos mozas al arcipreste, quien me dio por cada una cien rublos. Quedó profundamente agradecido, pues ambas eran muy trabajadoras; incluso tejen paños ellas mismas.
—Pero aquí no se trata ahora de vivos. ¡Que se vayan con Dios! Lo que yo deseo son muertos.
—Temo salir perjudicada. Podría ser que usted me engañara y que ellos… valieran más.
—Óigame, madrecita, ¡qué ideas se le ocurren! ¿Cuánto pueden valer? Fíjese bien, si sólo son cenizas. Cualquier cosa, aunque sea inservible, un pedazo de trapo simplemente, pues incluso el trapo tiene su precio. Cuando menos lo adquieren para fabricar papel, pero esto no sirve absolutamente para nada. Usted misma puede decírmelo. ¿Para qué sirven?
—Tiene toda la razón. No sirven para nada. Sólo me detiene el hecho de que se trate de muertos.
«¡Pero qué dura de mollera es esta mujer! —pensó Chichikov, quien comenzaba ya a perder la paciencia—. ¡Ya veremos cómo consigo arreglarme con ella! ¡La muy dura me está haciendo sudar!».
Sacó el pañuelo y se enjugó el sudor que, en efecto, le bañaba la frente. Sin embargo Chichikov no tenía motivo alguno para enojarse: hay hombres respetables, y hasta hombres de Estado que obran igual que una Korobochka. En cuanto se aferran a una idea, ya no hay manera de lograr que cambien. Por muchos argumentos, que se les presenten, tan claros como la luz del sol, todo rebota en ellos como un balón de goma contra la pared. Chichikov se enjugó, pues, el sudor, y trató de ver si conseguía llevarla al buen camino enfocando la cosa desde otro punto de vista.
—Usted, madrecita —le dijo—, o es que se empeña en no comprender mis palabras, o es que habla simplemente por hablar… Yo le entrego dinero a cambio, quince rublos en billetes. ¿Me comprende? Eso es dinero. Eso no lo hallará en medio de la calle. Dígame, ¿a qué precio vendió la miel?
—A doce rublos cada pud.
—Creo que está usted exagerando, madrecita. No la pudo vender a doce.
—Le aseguro que sí.
—Bien, aunque así sea, se trataba de miel. Emplearía en reunirla casi un año de idas y venidas, preocupaciones y trabajos. Fue preciso cuidar las abejas y alimentarlas en el sótano durante todo el invierno. Por el contrario, las almas muertas ya no son de este mundo. Usted no hizo nada para que abandonaran esta vida, con los consiguientes perjuicios para su hacienda. Fue solamente voluntad de Dios. En el caso de la miel, los doce rublos eran la recompensa por sus trabajos. Y en cambio yo le doy por nada no doce rublos, sino quince, y no se los entregaré en plata, sino en buenos billetes.
Chichikov estaba casi seguro de que mediante tan sólidos argumentos la propietaria acabaría cediendo.
—Yo soy una pobre viuda que entiende muy poco acerca de negocios —contestó la dueña de la casa—. Es preferible que espere un poco. Si aparece por aquí algún traficante le preguntaré que me informe de los precios.
—¡Pero qué vergüenza, qué vergüenza, madrecita! ¡Esto es vergonzoso! ¿Sabe usted lo que está diciendo? ¿Quién piensa que se lo comprará? ¿Para qué van a comprarle almas muertas?
—Tal vez puedan ser de alguna utilidad en la hacienda… —respondió la terrateniente quien, sin concluir la frase, se quedó boquiabierta mirando a Chichikov, casi con temor, ansiosa por ver lo que él replicaría.
—¡Difuntos en una hacienda! ¿Hasta dónde ha llegado usted? ¡Cómo no los utilice en la huerta, para ahuyentar durante la noche a los gorriones…!
—¡Dios nos proteja! ¡Pero qué barbaridades dice! —exclamó la vieja santiguándose.
—¿Para qué otra cosa querría utilizarlos? Además, usted se quedaría igualmente con sus huesos y sepulturas. La cesión se haría sólo en el papel. Bien, ¿qué contesta? Diga algo por lo menos.
La propietaria se quedó otra vez pensativa.
—¿Qué está pensando, Nastasia Petrovna?
—La verdad es que no sé qué debo hacer. Valdrá más que me compre cáñamo.
—¿Y para qué necesito el cáñamo? Lo que le pido es algo totalmente distinto, y usted me viene ahora con la ocurrencia del cáñamo. El cáñamo es cáñamo, en otra ocasión se lo compraré. Qué, ¿cerramos ya el trato, Nastasia Petrovna?
—Es un género raro… Es algo tan sorprendente…
De este modo las cosas, Chichikov acabó por perder la paciencia y los estribos, dio un silletazo contra el suelo y mandó a la propietaria al diablo.
En cuanto oyó hablar del diablo, la vieja se mostró horriblemente asustada.
—¡No lo mencione! ¡Que se vaya al infierno! —gritó, palideciendo—. Hace dos noches no hice más que soñar con el maldito. Tuve la idea de echar las cartas después de la oraciones, y sin duda fue un castigo que me mandó Dios. Presentaba un aspecto repugnante, con unos enormes cuernos de toro.
—Me extraña mucho que no sueñe con él por docenas. Sólo me impulsaba a todo esto el amor que como cristiano profeso hacia mi prójimo. Veía a una pobre viuda que se mata y pasa penalidades… Pero ¡ojalá reventaran ella y toda su aldea!
—¿Cómo se atreve a hablar de este modo? —dijo la propietaria mirándolo llena de espanto.
—Es que uno no sabe cómo hay que hablarle. Dicho sea con perdón, usted se comporta como el perro del hortelano, que ni come las berzas ni deja que las coman. Pensaba adquirir también diversos productos de su hacienda, pues llevo la contrata de varios centros oficiales…
Estas palabras obtuvieron un inesperado éxito, a pesar de que él las había pronunciado de pasada, no pensando ni de lejos en las consecuencias de su mentira. Pero su alusión a las contratas de centros oficiales causó gran impresión en Nastasia Petrovna. Por lo menos balbuceó con voz casi suplicante:
—¿Por qué se enoja de este modo? De haber sabido que tenía usted tan mal genio, no le habría llevado la contraria.
—No, si no me he enojado. El asunto no vale ni siquiera un kopec. ¿Por qué motivo iba yo a enojarme?
—Sea como usted quiera. De acuerdo, se las cederé por quince rublos. Sólo le ruego que no se olvide de mí cuando se le presenten contratas de harina centeno o de alforfón, o bien de ganado de carne.
—Está bien, madrecita, me acordaré de usted —dijo, al mismo tiempo que volvía a enjugar el sudor que se deslizaba a chorros por su rostro.
Acto seguido le preguntó si había en la ciudad algún representante o conocido suyo en quien poder delegar la firma de la escritura y todo cuanto fuera menester.
—Sí, está el arcipreste, el padre Kiril. Su hermano trabaja en la Cámara —contestó la propietaria.
Chichikov le rogó que redactara una autorización mediante la cual delegaba en el arcipreste, y a fin de ahorrarle molestias se ofreció a escribirla él mismo.
«No me vendría nada mal —pensaba mientras tanto la señora Korobochka— que me comprara el ganado de carne y la harina. Es necesario ganármelo. Todavía queda masa de la que hicimos ayer; le diré a Fitina que haga unos cuantos blinis[17]. Podría ofrecerte también un pastel amasado con huevo; son muy sabrosos y en seguida están hechos».
La terrateniente se retiró con la idea de preparar lo preciso para el pastel, al que probablemente podrían acompañar otras obras del arte culinario. Chichikov se encaminó a la sala en que había dormido aquella noche a fin de sacar de su cofre los papeles que necesitaba.
La sala se hallaba ya en completo orden. Habían quitado de allí los magníficos edredones, y frente al diván había una mesa cubierta con un tapete. Depositó sobre ella su cofre y tomó asiento para descansar un poco, pues el sudor bañaba su cuerpo de tal forma que se sentía como si en aquel momento saliera del río: estaba completamente empapado, desde la camisa hasta las medias. «Esa maldita vieja me ha dejado agotado», pensó tras descansar un poco, y después abrió el cofre.
El autor tiene la convicción de que algunos de los lectores sienten tanta curiosidad que les gustaría incluso conocer el interior del cofrecillo. ¿Por qué no satisfacerles? Era como sigue: en el centro se hallaba la bacía, a la que seguían seis o siete departamentos muy estrechos que guardaban las navajas de afeitar. También había dos casillas para el tintero y la salvadera, entre las cuales se veía una alargada hendidura para las plumas, el lacre y otros objetos por el estilo. Asimismo había toda clase de compartimentos con tapa o sin ella que servían para guardar objetos de pequeño volumen, y que estaban repletos de tarjetas de visita, de esquelas mortuorias, programas de teatro y diversos papeles que Chichikov conservaba como recuerdo. El cajón superior, de numerosos compartimentos, se podía sacar, y debajo de él quedaba un espacio que contenía diversos cuadernos de papel de barba. A continuación había un cajoncito secreto para guardar el dinero, que se abría por un lado mediante una abertura oculta. Chichikov lo abría y cerraba siempre tan aprisa, que era poco menos que imposible afirmar con seguridad cuánto dinero había allí. El propietario del cofrecillo puso manos a la obra, y después de coger una pluma, comenzó a escribir. En este instante regresó la dueña de la casa.
—Tiene un cofrecillo muy hermoso —le dijo tomando, asiento junto a él—. ¿Dónde lo compró? ¿En Moscú?
—Sí, en Moscú —contestó Chichikov sin dejar de escribir.
—Ya lo suponía. Todas las cosas que hacen en Moscú son de excelente calidad. Tres años atrás, mi hermana trajo para los niños unas botas de invierno que compró allí, y son tan fuertes que aún las usan. ¡Oh, qué cantidad de papel sellado! —prosiguió contemplando el cofrecillo, en el que, efectivamente, había papel sellado en abundancia—. ¿Por qué no me da un pliego? En toda la casa no queda ni una hoja; algunas veces, me encuentro en la necesidad de presentar una instancia en el Juzgado, y no sé dónde escribirla.
Chichikov repuso que ese papel no era el adecuado para hacer instancias, sino que era para escrituras. No obstante, a fin de que se contentara, le entregó un pliego de a rublo. Una vez concluida la carta, se la dio para firmarla y le pidió una relación de todos los campesinos muertos. Ocurrió que ella no guardaba registro alguno, pero sin embargo, recordaba de memoria a la mayoría. Le indicó, pues, que le fuera dictando sus nombres. Algunos apellidos le parecieron extraños, sobre todo los apodos con que se conocía a los mujiks, de tal forma que antes de escribirlos se los hacía repetir. En especial le causó cierto asombro un tal Piotr Saveliev Desprecia-Tina; cuando lo oyó no pudo por menos de exclamar: «¡Pues sí que es largo!». Otro llevaba el apodo de Boñiga, y hasta había uno cuyo nombre era simplemente Iván el Rueda. Acababa de escribir cuando llegó hasta su nariz el apetitoso olor de algo que estaban friendo en la cocina.
—Hágame el favor de probar un bocado —le dijo la propietaria.
Chichikov alzó entonces los ojos y vio que sobre la mesa habían colocado setas, buñuelos, pastelillos, blinís, empanadas y tortas con todo género de rellenos: de adormidera, de cebolla, de requesón y de todo lo que se pudiera desear.
—Tome un poco de este pastel de huevo —añadió la dueña de la casa.
Chichikov aproximó su silla al pastel de huevo y, cuando se había comido ya poco menos de la mitad, lo ensalzó. Realmente, el pastel estaba delicioso, y tras las fatigas sufridas en los forcejeos con la vieja, lo encontraba más sabroso todavía.
—¿Y no se sirve blinís? —le preguntó la Korobochka. Por toda respuesta Chichikov pinchó de una sola vez tres blinís, y después de untarlos con mantequilla derretida, se los llevó a la boca; a continuación se limpió las manos y los labios con la servilleta. La misma operación la repitió por tres veces, y rogó a la propietaria que diera orden de enganchar su coche. Nastasia Petrovna envió en seguida a Fetinia, mandándole al mismo tiempo que trajera otra fuente de blinís recién hechos.
—Estos blinís están exquisitos —exclamó Chichikov mientras daba cuenta de los que acababan de traer.
—Sí, los hacen muy bien —dijo el ama de casa—. Lo grave es que la cosecha no ha sido buena, y la harina es de baja calidad… Pero ¿por qué tantas prisas, padrecito? —añadió al advertir que Chichikov tomaba la gorra—. Si aún no han enganchado…
—Engancharán, madrecita, engancharán. Mi cochero lo hace en un segundo.
—Acuérdese usted de lo de las contratas.
—Lo recordaré, no se preocupe —repuso Chichikov cuando ya salía al zaguán.
—¿También compra tocino? —inquirió la propietaria saliendo detrás de él.
—¿Y por qué no he de comprar? Lo compraré, pero otra vez será.
—Tendré tocino después de Navidad.
—Bien, ya compraré, lo compraré todo. E igualmente compraré tocino.
—Tal vez necesite plumón. En la cuaresma de Adviento tendré plumón.
—Está bien, está bien —dijo Chichikov.
—Ya ve, padrecito, que su coche aún no está preparado —continuó la terrateniente cuando ya se hallaban en el portal.
—Estará, estará. Sólo le ruego que explique la manera de salir al camino real.
—Bueno, no sabría cómo decírselo —contestó la dueña de la casa—. Es difícil explicárselo, hay que dar muchas vueltas. Valdrá más que mande a una muchacha para acompañarle y así indicarle el camino. Ella podría ir en el pescante.
—Sí, por supuesto.
—Siendo así le diré que vaya. Conoce perfectamente el camino. Pero cuide que no se la lleve. Una vez se me llevaron una unos comerciantes.
Chichikov le dio palabra de que no lo haría y la señora Korobochka, ya tranquilizada, comenzó a pasar revista a todo lo que había en el patio. Fijó su mirada en el ama de llaves, que estaba sacando de la despensa un plato de madera que contenía miel, miró después a un campesino que apareció en el portón, y poco a poco se adentró totalmente en la vida de su hacienda.
Pero ¿para qué hemos de detenernos tanto en la Korobochka? Bien sea la Korobochka o Manilov, se trate de la vida doméstica o de la no doméstica, ¡sigamos adelante y pasemos de largo! Así es la vida: la alegría se transforma en tristeza cuando nos paramos por mucho rato frente a ella, y en estos casos Dios sabe las cosas que imaginamos. Tal vez lleguemos a pensar si será verdad que la Korobochka ocupa un puesto tan bajo en la infinita escala de la perfección humana. Si es realmente tan grande el abismo que la separa de su hermana, aislada por los infranqueables muros de su aristocrática mansión, con sus perfumadas escalinatas de hierro, con resplandecientes cobres, caobas y alfombras, que bosteza sujetando en sus manos un libro a medio leer esperando un ingenioso visitante de la alta sociedad en la conversación con el cual encontrará terreno abonado para lucir su donaire y exponer esas ideas aprendidas de memoria que, siguiendo las leyes que dicta la moda, dominan en la ciudad por espacio de una semana; unas ideas que no tienen relación alguna con lo que sucede en su casa y en sus haciendas, totalmente abandonadas y sumidas en la confusión porque no tiene la menor noción acerca de cómo se deben administrar, sino que se refieren al cambio político que tendrá lugar en Francia o a la nueva orientación que ha tomado el catolicismo. ¿Para qué hablar de ello? No obstante, ¿a qué se debe que en plenos momentos de euforia y despreocupación, cuando la mente permanece en blanco, se insinúa de un modo espontáneo un sentimiento totalmente nuevo? La sonrisa no ha tenido tiempo aún de borrarse del rostro, y ya la persona ha cambiado y aparece distinta, aun rodeada de los mismos seres, y es otra la luz que ilumina su rostro…
—¡El coche! ¡Ya está ahí el coche! —gritó Chichikov al ver que se aproximaba al fin hacia el portal de la casa—. ¿Qué has hecho durante tanto tiempo, imbécil? Se diría que aún te dura la borrachera de ayer.
Selifán no replicó.
—¡Adiós, madrecita! Y la muchacha, ¿dónde está?
—¡Eh, Pelagueia! —gritó la propietaria a una jovencita de unos once años que se hallaba no lejos del portal, vestida con una ropa de tela hecha y teñida en casa y descalza por completo, aunque mirándola de lejos parecía calzar botas altas: tal era la capa de barro que cubría sus piernas—. Indícale el camino a este señor.
Selifán ayudó a subir al pescante a la muchachita, la cual, cuando puso el pie en el estribo lo manchó todo de barro, y a continuación se encaramó arriba y se sentó al lado del cochero. Acto seguido fue Chichikov quien puso el pie en el estribo, y dado que pesaba lo suyo, hizo que el carruaje se inclinara hacia el lado derecho; luego se acomodó bien y dijo:
—Ahora todo está en su punto. Adiós, madrecita. Y los caballos se pusieron en marcha.
Selifán permanecía muy serio y a la vez muy atento a lo suyo, cosa que siempre le sucedía tras haber incurrido en una falta o después de haberse emborrachado. Los caballos iban extremadamente limpios. La collera de uno de ellos, que casi siempre aparecía desgarrada, hasta el extremo de que por los rotos del cuero se veía la crin de su interior, había sido cosida con gran habilidad.
Selifán, con aspecto muy taciturno, se limitaba a restallar el látigo, sin dirigir a los caballos las frases que solía, aunque el blanco, claro está, habría deseado oír alguno de sus instructivos discursos, ya que mientras tanto las riendas se iban aflojando en las mano del parlanchín auriga y si el látigo se paseaba por lo lomos no era más que para guardar las formas. Pero de sus silenciosos labios sólo salían insulsas exclamaciones de desagrado: «¡Vamos, cuervo! ¡Distráete!», y se acabó.
Hasta el mismo bayo y el «Asesor» se mostraban descontentos por no oír ni en una sola ocasión los habituales «amigos» y «respetables». El blanco recibía unos golpes en extremo desagradables en las partes más anchas y llenas de su cuerpo. «¡Pues sí que está furioso! —pensaba para sus adentros moviendo un poco las orejas—. ¡Sabe muy bien dónde pegar! ¡No lo hace en el lomo, no, sino que busca las partes en que pueda dañar más! Busca las orejas o los ijares».
—¿Hacia la derecha? —preguntó con sequedad Selifán a la moza sentada junto a él en el pescante, mientras indicaba con el látigo un camino que, después de la lluvia, negreaba por entre los campos tapizados de un verde claro y vivo.
—No, no, ya le avisaré —contestó la muchacha.
—¿Por dónde? —preguntó nuevamente Selifán en cuanto se hubieron aproximado al camino.
—Por aquí —repuso la muchacha señalando con una mano.
—¡Qué desastre! —exclamó Selifán—. Ahí está la derecha. ¿Ni siquiera sabes dónde están tu derecha y tu izquierda?
A pesar de que el día era espléndido, el suelo aparecía tan cubierto de barro que las ruedas del carruaje pronto se llenaron de fango, como si fuera una capa de fieltro, debido a lo cual el vehículo resultó mucho más pesado, sobre todo porque el terreno era de una arcilla sumamente pegajosa. A causa de lo uno y de lo otro no lograron salir de los caminos vecinales hasta después del mediodía. Y aún así no les habría sido nada fácil si no hubiera estado con ellos la moza, pues los caminos serpenteaban en todas direcciones, como los cangrejos cuando se salen de un saco, y Selifán se habría visto obligado a continuar dando vueltas, aunque en esta ocasión no por culpa suya.
No mucho después la muchacha les señaló con la mano un edificio que aparecía a lo lejos, y dijo:
—Ése es el camino real.
—¿Y qué es aquella casa? —preguntó Selifán.
—Una posada —repuso ella.
—Está bien, ahora ya podemos continuar sin tu ayuda —le dijo Selifán—. Márchate a casa.
Tras detener el carruaje la ayudó a apearse, mientras refunfuñaba entre dientes:
—Anda, patas negras.
Chichikov le dio una moneda de cobre y la muchacha emprendió el camino de vuelta, satisfecha ya por haber subido en el pescante.